enero 19, 2014

Declamación que en la sesión pública de 29 de Octubre de 1812, hizo el ciudadano don Bernardo Monteagudo, presidente de la sociedad patriótica de Buenos Aires.

EPOCA PRIMERA
La Revolución de Mayo y la Independencia
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Declamación que en la sesión pública de 29 de Octubre de 1812, hizo el ciudadano don Bernardo Monteagudo, presidente de la sociedad patriótica de Buenos Aires.

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Yo no pienso, ciudadanos, conmover vuestro dolor, renovando las heridas de esos intrépidos defensores de la patria, cuyo heroísmo acaba de sorprender nuestra esperanza; ni quiero excitar vuestra admiración comparando el orgulloso cálculo que hacía la confianza de los déspotas, con el feliz resultado que han tenido nuestros tímidos deseos.
En el primero ofendería vuestra sensibilidad marchitando los laureles del triunfo con la triste memoria de la sangre que han costado al vencedor: y en el segundo, defraudaría mi principal objeto, sin añadir expresión alguna que no haya anticipado vuestro propio corazón.
Para evitar ambos escollos, dejemos por ahora descansar a los ilustres mártires de nuestra independencia, en el panteón sagrado de la inmortalidad, y hagamos tregua a la admiración de sus virtudes, para reflexionar sobre los deberes que nos impone su ejemplo.
Cuando yo veo a los guerreros del Tucumán insultar al peligro con denuedo, provocar la misma muerte con valor, abrir al fin su sepulcro con placer, y presentarse luego a las legiones enemigas, más bien con el deseo de morir por la libertad, que con la esperanza de vencer la tiranía; cuando yo los veo cubiertos de heridas y de sangre, agonizar con las armas en las manos, al mismo tiempo que huían con pavor los alucinados siervos del protervo Goyeneche, oigo que los últimos suspiros de cada vencedor moribundo se dirigen a nosotros, proclamando en el mismo sacrificio de su vida, la obligación que nos impone.
¿Y cuál pensáis, ciudadanos, sea el objeto de una obligación fundada en la propia sangre de nuestros hermanos, y sellada por las tiernas lágrimas que os ha causado su muerte? Permitidme anunciar lo que yo siento, y no culpéis a mi celo, si antes de consultar vuestros sufragios me lisonjeo de merecerlos y de no esforzar mis esperanzas mas allá del término de vuestros deseos.
El grande y augusto deber que nos impone la memoria de las víctimas sacrificadas el 24 de Septiembre, es declarar y sostener la independencia de la América. Y de aquí, ciudadanos, el juicio que he formado sobre el plan que debe nivelar nuestra conducta para que ella comprenda a los últimos votos y esperanzas de esa porción de guerreros que hoy viven en el imperio de la gloria, después de haber sacrificado a la patria, cuanto habían recibido de la naturaleza. Y si sólo el amor sagrado de la libertad ha podido inspirarles una resolución tan difícil para el héroe como terrible para el hombre; si sólo para asegurar nuestro destino y salvar a la posteridad del peligro de la esclavitud, han renunciado al dulce patrimonio de la vida, olvidando el llanto y los gemidos de sus huérfanas familias; si sólo por ver enarbolado el estandarte de la independencia, y publicada la constitución que nos asegure el rango a que aspiramos entre las naciones libres, hemos visto a los defensores del Tucumán, presentar una escena capaz de justificar nuestro orgullo en lo sucesivo, y de humillar para siempre la esperanza de los que creen decidir nuestro destino, ¿cómo podemos ver sin emulación unos ejemplos tan tocantes, y cómo recordaremos sin entusiasmo, gratitud y ternura, la memoria de unos hombres, que a costa de su vida acaban de cerrar la puerta a los peligros que amenazaban la nuestra?
¿Cuál sería al presente nuestra situación si, cambiada la suerte de las armas, hubiese triunfado el sangriento pabellón de los tiranos? Ruinas, cadáveres y sangre serían quizá el único vestigio por donde se pudiese hoy conocer el espacio que ocupaba en el globo la heroica ciudad de Tucumán; y acaso el ronco sonido de las cadenas, mezclado con el eco fúnebre de las lágrimas, hubiese ya llegado hasta los confines meridionales de la provincia de Córdoba, poniendo en un amargo conflicto a las legiones del norte y abrumando el celo de esta capital con nuevos cuidados y fatigas, capaces de producir una incertidumbre decisiva.
Entonces la orgullosa Montevideo dormiría tranquilamente dentro de sus muros, insultando nuestra situación con su mismo letargo: Entonces los enemigos interiores acelerarían el momento de nuestra desolación, engrosando como han hecho otras veces la masa de las fuerzas opresoras, y poniéndonos en la alternativa de dar una escena de sangre, o de dejar abierta una brecha a nuestra misma seguridad: entonces la fanática pasión del miedo, encadenaría los esfuerzos de la multitud, y el conflicto de las opiniones sobre los sucesos de los males públicos, comprometería la suerte de los más intrépidos; Entonces, en fin, cada uno de nosotros lloraría haber nacido, y estoy cierto que preferiría las sombras del sepulcro, a la terrible necesidad de acompañar el eco de los tiranos, y decir con ellos, muera la patria.
No lo dudéis, mis caros compatriotas: éste hubiera sido el preciso resultado de la batalla del Tucumán, si sus bravos defensores no hubieran redimido con su sangre la existencia pública. Los contrastes se hubiesen sucedido unos a otros, y eslabonándose las desgracias, estaríamos ya en el caso de tenerlas todas.
Cada día con dobles necesidades y menos recursos, con más angustias que esperanzas, y sin otro auxilio que el que debe esperar de sí mismo un pueblo aislado ¿quién de vosotros podría prescindir de una zozobra mortal, de una inquietud continua y de una pavorosa expectación de los últimos sucesos? Y si por una especial providencia del Eterno, las armas de la patria han puesto a los opresores en la necesidad de rendir la espada, ¿perderemos el fruto de una acción tan gloriosa, sofocaremos el clamor de la sangre que ha costado, y limitaremos nuestra gratitud a una admiración estéril de unos héroes que han muerto por la libertad? No, ciudadanos, no: el medio más propio de honrar su memoria, de corresponder a sus sacrificios, por decirlo así, es proclamar y sostener la independencia del Sud. Si éste ha sido el único y gran móvil de los ilustres guerreros del Tucumán, también es justo que sea el supremo término de nuestros esfuerzos. Un abreviado ensayo sobre las tiernas emociones que acompañaron su última agonía, acabará de fijar nuestra conducta.
Cuando me traslado a este terrible y glorioso campo de batalla, me parece, ciudadanos, que veo a cada uno de los que espiran, contemplar sus heridas con transporte, y decir en sus corazones antes de entregar el espíritu: ¡oh patria mía! yo no lloro otra desgracia en este momento que la de no poder morir más de una vez en vuestro obsequio: y sólo siento que la posteridad a quien consagro mi existencia no utilice acaso la sangre que acabo de derramar por su salud, desviando del objeto que me ha impelido a renunciar la ternura de mi familia, prevenir un golpe que la naturaleza aún no quería descargar, y ser víctima de mi propio celo, antes que la tiranía inmolase mis justas esperanzas. ¡Oh, pueblo americano! ¿Qué gloria me resultaría del sacrificio de mi vida, si él no contribuyese a asegurar vuestra libertad? ¿Y cómo podríais justificaros delante del universo, si después de haberme impuesto la dura ley de derramar mi sangre, no os aprovechareis de ella, y permitiréis por vuestra apatía o indolencia, que mis cenizas fueren testigos de la ruina de mi patria y sirviesen como de trofeo al nuevo déspota que se exaltare?
Ciudadanos: éste fue probablemente el clamor y el sentimiento de los defensores del Tucumán, cuando vieron ya la muerte pendiente sobre su cabeza, y abierto el templo de la fama, donde descansarán los héroes de la libertad. Sed sensibles a una insinuación tan conforme a vuestros intereses, y proclamad a la faz de los tiranos el sufragio universal de vuestros deseos. Jurad la independencia, sostenedla con vuestra sangre, enarbolad su pabellón, y éstas serán las exequias más dignas de los mártires del Tucumán.
BERNARDO MANTEAGUDO

Fuente: Neptalí Carranza, Oratoria Argentina, T° I, pág. 90 y sgtes., Sesé y Larrañaga, Editores – 1905. Ortografía modernizada.

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