Manuel Gonzalez Prada
[28 de Agosto de 1898]
SEÑORES:
Doy las más sinceras gracias a los miembros de la Liga por haberme brindado su tribuna, a mí que no formo parte de esa corporación llamada a trazar hondos surcos en nuestra vida social.
Diré algo del librepensamiento silencioso, del hablado y señaladamente del que produce mejores frutos -el de acción, en su concepto más amplio.
I
SEÑORES:
Doy las más sinceras gracias a los miembros de la Liga por haberme brindado su tribuna, a mí que no formo parte de esa corporación llamada a trazar hondos surcos en nuestra vida social.
Diré algo del librepensamiento silencioso, del hablado y señaladamente del que produce mejores frutos -el de acción, en su concepto más amplio.
I
La libertad de pensar en silencio no se discute, se consigna. Como nadie trepana la bóveda de nuestro cráneo para escudriñar la fermentación de las ideas, hablamos con nosotros mismos sin que nuestras voces interiores vayan a resonar en tímpanos ajenos ni a grabarse en cilindros fonográficos. Lejos de inquisidores y tiranos, poseemos un asilo inviolable donde rendimos culto a los dioses que nos place, donde erigimos un trono para los buenos o un patíbulo para los malos.
Ese librepensamiento no sirve de mucho en los combates de la vida, y el hombre que le ejerce no pasa de un filósofo egoísta, infecundo, en una palabra, neutro. ¿Qué vale condenar en el fuero interno las supersticiones, si a la faz del mundo las aprobamos tácitamente? ¿De qué aprovecha estrangular imaginariamente a los criminales, si realmente les tendemos la mano de amigo? ¿Qué bien reportan a la Humanidad los sabios que se emparedan en su yo, sin comunicar a nadie la sabiduría? Linternas cerradas, alumbran por dentro.
Cuando se abriga una convicción, no se la guarda religiosamente como una joya de familia ni se la envasa herméticamente como un perfume demasiado sutil: se la expone al aire y al Sol, se la deja al libre alcance de todas las inteligencias. Lo humano está, no en poseer sigilosamente sus riquezas mentales, sino en sacarlas del cerebro, vestirlas con las alas del lenguaje y arrojarlas por el mundo para que vuelen a introducirse en los demás cerebros. Si todos los filósofos hubieran filosofado en silencio, la Humanidad no habría salido de la infancia y las sociedades seguirían gateando en el limbo de las supersticiones.
Las verdades adquiridas por el individuo no constituyen su patrimonio: forman parte del caudal humano. Nada nos pertenece, porque de nada somos creadores. Las ideas que más propias se nos figuran, nos vienen del medio intelectual en que respiramos o de la atmósfera artificial que nos formamos con la lectura. Lo que damos a unos, lo hemos tomado de otros: lo que nos parece una ofrenda no pasa de una restitución a los herederos legítimos. Mas, aunque no fuera así, ¿cabe don más valioso que el pensamiento? Al dar el corazón a los seres que nos aman, les pagamos una deuda; al ofrecer el pensamiento a los desconocidos, a los adversarios, a nuestros mismos aborrecedores, imitamos la inagotable liberalidad de la Naturaleza que prodiga sus bienes al santo y al pecador, a la paloma y al gavilán, al cordero y al lobo.
Más de dos mil años hace que el primero de los filósofos chinos decía: Dad mucho, recibid poco. Este brevísimo consejo entraña una lección de inefable desprendimiento, de inmensa caridad. Pero los librepensadores silenciosos no quieren disfrutar la suprema delección de otorgarse sin reserva, y prefieren vivir tranquilos, felices, nunca turbados en sus impiedades ni en sus digestiones. Favoreciéndoles mucho, debemos compararles con los ríos subterráneos que se dirigen al mar, sin haber apaciguado una sed ni fecundado una semilla.
II
Si el librepensamiento mudo funciona sin perturbar la calma del filósofo, no sucede lo mismo con el librepensamiento hablado y escrito. El hombre que en sociedades retrógradas habla y escribe con valerosa independencia, suscita recriminaciones y tempestades, aventurándose a sufrir los anatemas del sacerdote, los atropellos del mandón y los impulsivos arranques de la bestia popular.
Nadie ataca un privilegio ni ridiculiza una superstición sin que mil voces le maldigan ni mil brazos le amenacen. Todos condenan un error, todos se duelen de una injusticia; pero la Humanidad encierra tanta abyección y tanta cobardía, que en el fragor de la lucha suele unirse con sus torsionarios para combatir a sus defensores. A veces, no hay crimen tan imperdonable como hablar lo que todos piensan o decir a gritos lo que todos murmuran a media voz. En el reinado de la iniquidad y la mentira se clama por un verbo que fustigue a los criminales; mas, cuando el verbo truena sin hipocresías ni melosidades, entonces los más fervientes amigos de la verdad hacen los mayores aspavientos y fulminan las más ruidosas protestas.
Para merecer el título de buen ciudadano y figurar en la clásica nómina de los hombres cuerdos, se necesita conformarse a los usos y prejuicios de su tiempo, venerando los absurdos de la religión en que se nace, justificando las iniquidades de la patria en que se vive. Nada de romper el molde antediluviano ni querer aletear fuera de la jaula prehistórica. Nada tampoco de oposiciones ni de intransigencias: la moralidad se resuelve en la transigencia con las inmoralidades ambientes, la virtud se reduce a un oportunismo hipócrita y maleable. Cuando se diga, pues, de un hombre: Cumplidor de las leyes, tradúzcase: Naturaleza servil. La perfección moral de casi todos los buenos señores de la nómina se condensa en tres palabras: Almas de lacayo.
De ahí que el expresarse con suma independencia revele audacia y dé visos de sinceridad. Sin embargo, el librepensamiento de oradores y publicistas sufre muy groseras falsificaciones: tal vez los hipócritas de la incredulidad abundan más que los hipócritas de la fe. Quizá Tartufo dejó menos prole que Homais. Algunas veces hay más audacia en llamarse creyente que en decirse librepensador.
Al hablar de librepensamiento ¿cómo no recordar a los librepensadores nacionales? Si la milenaria historia del Cristianismo se reduce a monótona y pesada enumeración de herejías, los breves anales de nuestro librepensamiento se condensan en una serie de renuncios y palinodias. Por la firmeza de un Vigil y de un Mariátegui, ¡cuántas prevaricaciones en la edad provecta a la hora de la muerte! ¿Dónde están aquí los perseverantes y los firmes? Quien ha vivido algún tiempo y vuelve los ojos para buscar a los que un día le acompañaron en las luchas por la razón y la libertad, sólo divisa una desbandada legión de apóstatas y renegados.
De los dieciocho a los treinta años germina en muchas cabezas un librepensamiento fogoso y batallador; mas de los treinta en adelante, ¡adiós batallas, adiós fogosidades! Y regla infalible: los más energúmenos acaban por más seráficos; la reculada viene en proporción del salto. De los tranquilos aguardemos la firmeza, de los violentos temamos la claudicación.
Aquí reina, pues, lo que llamaríamos el cefalismo, queremos decir, la incredulidad en la juventud, la gazmoñería en la vejez. Platón habla de un Céfalo que habiendo comenzado por reírse de las supersticiones vulgares, concluyó por tomarlas a lo serio cuando vio que le asomaban las arrugas y las canas. Sin que aún existiera el idioma de Cervantes, el buen Céfalo practicaba un refrán castellano: De mozo a palacio, de viejo a la iglesia. Ese griego nacido algunos siglos antes de la era cristiana ¿no sirve de modelo a muchos librepensadores del siglo XIX? Prueba que la reculada senil puede realizarse en todas las naciones y en todas las épocas. Nada de extraño que los viejos de hoy copien fielmente a los viejos de ayer: al ir perdiendo la vida, ganamos el miedo a la muerte; al acordarnos mucho del cielo, pensamos muy poco en la dignidad de la existencia. El viejo es un niño triste, que la vejez se parece a la infancia como la tarde a la aurora.
Algunos de nuestros librepensadores no necesitan de canas ni de arrugas para retroceder hacia la mentalidad de abuelas y nodrizas: les basta un revés de fortuna, la muerte de una persona querida o el asalto de una enfermedad grave. ¡Seres dichosos! la gracia eficaz se les introduce con los esporos del aire y las triquinas del salchichón. Otros librepensadores realizan un cambio de frente, sin que en la evolución intervengan enfermedades, muertes ni desgracias: les sobra con un buen matrimonio. ¡Seres más dichosos! hallan el Catolicismo en los legajos de una dote, descubren a Dios en el moño postizo de una vieja rica.
Lo que no les ruboriza ni les interrumpe ninguna de las funciones orgánicas. Hay animales inferiores que tranquilamente siguen su vida aunque les volvamos del revés, practicando con ellos la misma operación que hacemos con un guante o con la funda de un paraguas. Si en algunos librepensadores criollos efectuamos cosa igual, seguirán viviendo con una sola diferencia -la de haberse metamorfoseado en curas. Lo mismo sucedería con los masones peruanos; así que donde se tenga un gran maestre de Biblia y Gran Arquitecto se puede obtener un jesuita o un dominico. Lo volveremos a decir: tanto los librepensadores a la criolla como los masones bíblicos y deícolas, son curas al revés.
En resumen, casi todos los librepensadores nacionales vivieron pregonando las excelencias de la Razón y murieron acogiéndose a las supersticiones del Catolicismo: hubo en ellos dos hombres -el de las frases y el de los actos. Los mudos o linternas sordas no causaron bien ni mal; pero los bulliciosos o histriones de pluma y de palabra, desacreditaron la idea, produjeron enorme daño, haciendo que los hombres de buena fe se retrajeran y callaran por miedo de figurar en tan ridícula y abominable compañía.
III
Algo vale extender la mano para señalar el camino donde conviene marchar; pero vale más ir delante marcando con sus huellas el rumbo que ha de seguirse: un buen guía suple a cien direcciones indicadas en cien postes. A cuantos surjan con humos de propagandistas y regeneradores, no les preguntemos cómo escriben y hablan, sino cómo viven: estimemos el quilate de las acciones indefectibles en lugar de sólo medir los kilómetros de las herejías verbales. ¿Existe ya una ley de matrimonio entre los no católicos? pues úsenla sin embargo de toda su deficiencia. ¿Existen escuelas regentadas por seglares? pues no eduquen a sus hijos en planteles fundados por las congregaciones. ¿Existe un cementerio laico? pues ordenen que sus muertos vayan a reposar sin agua bendita ni responsos. No quieran avenir a Diderot con el ínter de la parroquia ni amalgamar consejas de la Biblia con leyes de la Naturaleza; y piensen que la vitalidad de las religiones se basa en la indolencia de los incrédulos, así como la fuerza de los gobiernos inicuos se funda en la apatía de las muchedumbres.
Aunque los librepensadores guarden fidelidad a su doctrina y armonicen las palabras con los actos, merecen una grave censura cuando eliminan las cuestiones sociales para vivir encastillados en la irreligiosidad agresiva y hasta en la clerofobia intransigente. ¿Cómo no reírse de los Torquemada rojos, de los Domingo de Guzmán por antítesis, de los inquisidores laicos, dispuestos a encender hogueras y parodiar los autos de fe? No sólo de pan vive el hombre, nos dice el Evangelio; digamos a nuestra vez: no sólo de curas vive el librepensador.
Mas algunos fanáticos no salen de su monomanía anticlerical y viven consagrados a perseguir sotanas en las celdas de las monjas, o sorprender enaguas en las alcobas de los presbíteros. Al probar que no existe cura sin moza ni sobrinos, se imaginan haber derribado el Catolicismo. Budas de nuevo linaje, se hallan hipnotizados por la contemplación de un solideo. Para ellos, nada importan los crímenes sociales ni las extorsiones políticas; lo grave, lo clamoroso, lo insufrible es que un tonsurado se refocile con el ama de llaves. Altivos rechazan la imposición moral del poder religioso, mientras soportan humildes la coerción del poder civil. Se vanaglorian de no arrodillarse en una iglesia, y lamen las alfombras de un palacio; se yerguen ante un obispo, y se doblegan en presencia de un alguacil; se sienten capaces de abofetear a Jesucristo, y carecen de hígados para sofrenar a un portero.
No queremos ni podríamos negarlo: el sacerdote hace el papel de una montaña sombría y escabrosa, interpuesta en el camino hacia la luz; pero el juez que vende la justicia, el parlamentario que tiene por única norma los caprichos del mandón, el capitalista que se adueña de los productos debidos al sudor ajeno, el soldado que descarga su rifle en una masa de obreros inermes ¿no causan tantos males y no merecen tanto vilipendio como el sacerdote? Hay que perseguir a los zorros, sin olvidar a los leones. A la vez que se derrumba mitos y se desinfecta el cielo, se debe combatir a los felinos y sanear el Planeta. Para conseguir la redención del hombre, no basta derrocar a ese Dios impasible y egoísta que eternamente cabecea en lo Infinito, mientras el Universo se retuerce en el dolor, la desesperación y la muerte.
El librepensador que, llamándose a la neutralidad política, ve con indiferencia las iniquidades y los derroches de un gobierno tiránico, nos parece tan censurable como el estadista que, alegando la neutralidad religiosa, presencia con olímpica serenidad el predominio del clero y la difusión de las ideas ultramontanas. El librepensamiento no debe renunciar a la política por una razón: los políticos no se olvidan de los librepensadores. Todo Político de mala ley presiente un adversario en todo pensador de tendencia irreligiosa, presentimiento muy racional, pues quien hoy se subleva contra las autoridades que presumen bajar del cielo, mañana suele rebelarse contra los déspotas que surgen de la Tierra. A más, el que vive a las orillas de un río puede no acordarse de las aguas; pero las aguas no se olvidan de él cuando el río sale de madre. No sirven torres de marfil ni montañas de cumbres inaccesibles. Al estallar las convulsiones sociales, llega el momento en que los más pacíficos y más indiferentes a la cosa pública se ven sacudidos y aplastados: no habiendo querido actuar como personajes del drama, figuran como víctimas en el desplome del edificio.
El librepensamiento, ejercido con semejante amplitud de miras, deja de ser el campo estrecho donde únicamente se debaten las creencias religiosas, para convertirse en el anchuroso palenque donde se dilucidan todas las cuestiones humanas, donde se aboga por todos los derechos y por todas las libertades. Al sólo defender la de escribir y de hablar, se aboga tal vez por los intereses de algunos privilegiados. Las muchedumbres se fijan muy poco en la libertad de la pluma porque no escriben ni se desvelan en la lectura; menos se interesan en la libertad de palabra porque no echan discursos ni se gozan en escucharles; ellas piden libertad de acción porque la necesitan para solucionar los graves problemas económicos. Esa Francia del 89 y del 48, donde todavía se descarga el palo en los manifestantes de bandera roja y se disuelve a tiros las aglomeraciones de huelguistas, nos dice muy bien que dar al hombre la libertad de pluma y de palabra sin concederle la de acción, es negarle lo principal y otorgarle lo accesorio. De ahí que todo librepensador, si no quiere mostrarse ilógico, tiene que declararse revolucionario.
Lo repetimos: con semejante amplitud de miras, se sale del librepensamiento (que hasta hoy no ha significado sino irreligión y anticlericalismo) para entrar en el pensamiento libre que entraña la defensa por la total emancipación del individuo. Es la tendencia que nos parece vislumbrar en la Liga de Librepensadores, institución fundada y mantenida por hombres que actuaron o siguen actuando en sociedades tan marcadamente luchadoras como el Círculo Literario y la Unión Nacional.
En fin, señores: ya que por algunos momentos nos hemos reunido aquí para ensanchar el ánimo en una atmósfera de verdad y tolerancia, no nos separemos sin el buen propósito de corroborar con los actos la firme adhesión a las ideas emitidas con las palabras. Sincera y osadamente formulamos nuestras convicciones, sin amedrentarnos por las consecuencias, sin admitir división entre lo que debe decirse y lo que debe callarse, sin profesar verdades para el consumo del individuo y verdades para el uso de las multitudes. Erradiquemos de nuestras entrañas los prejuicios tradicionales, cerremos nuestros oídos a la voz de los miedos atávicos, rechacemos la imposición de toda autoridad humana o divina, en pocas frases, creémonos un ambiente laico donde no lleguen las nebulosidades religiosas, donde sólo reinen los esplendores de la Razón y la Ciencia. Procediendo así, viviremos tranquilos, orgullosos, respetados por nosotros mismos; y cuando nos suene la hora del gran viaje, cruzaremos el pórtico sombrío de la muerte, no con la timidez del reo que avanza en el pretorio, sino con la arrogancia del vencedor romano al atravesar un arco de triunfo.
Ese librepensamiento no sirve de mucho en los combates de la vida, y el hombre que le ejerce no pasa de un filósofo egoísta, infecundo, en una palabra, neutro. ¿Qué vale condenar en el fuero interno las supersticiones, si a la faz del mundo las aprobamos tácitamente? ¿De qué aprovecha estrangular imaginariamente a los criminales, si realmente les tendemos la mano de amigo? ¿Qué bien reportan a la Humanidad los sabios que se emparedan en su yo, sin comunicar a nadie la sabiduría? Linternas cerradas, alumbran por dentro.
Cuando se abriga una convicción, no se la guarda religiosamente como una joya de familia ni se la envasa herméticamente como un perfume demasiado sutil: se la expone al aire y al Sol, se la deja al libre alcance de todas las inteligencias. Lo humano está, no en poseer sigilosamente sus riquezas mentales, sino en sacarlas del cerebro, vestirlas con las alas del lenguaje y arrojarlas por el mundo para que vuelen a introducirse en los demás cerebros. Si todos los filósofos hubieran filosofado en silencio, la Humanidad no habría salido de la infancia y las sociedades seguirían gateando en el limbo de las supersticiones.
Las verdades adquiridas por el individuo no constituyen su patrimonio: forman parte del caudal humano. Nada nos pertenece, porque de nada somos creadores. Las ideas que más propias se nos figuran, nos vienen del medio intelectual en que respiramos o de la atmósfera artificial que nos formamos con la lectura. Lo que damos a unos, lo hemos tomado de otros: lo que nos parece una ofrenda no pasa de una restitución a los herederos legítimos. Mas, aunque no fuera así, ¿cabe don más valioso que el pensamiento? Al dar el corazón a los seres que nos aman, les pagamos una deuda; al ofrecer el pensamiento a los desconocidos, a los adversarios, a nuestros mismos aborrecedores, imitamos la inagotable liberalidad de la Naturaleza que prodiga sus bienes al santo y al pecador, a la paloma y al gavilán, al cordero y al lobo.
Más de dos mil años hace que el primero de los filósofos chinos decía: Dad mucho, recibid poco. Este brevísimo consejo entraña una lección de inefable desprendimiento, de inmensa caridad. Pero los librepensadores silenciosos no quieren disfrutar la suprema delección de otorgarse sin reserva, y prefieren vivir tranquilos, felices, nunca turbados en sus impiedades ni en sus digestiones. Favoreciéndoles mucho, debemos compararles con los ríos subterráneos que se dirigen al mar, sin haber apaciguado una sed ni fecundado una semilla.
II
Si el librepensamiento mudo funciona sin perturbar la calma del filósofo, no sucede lo mismo con el librepensamiento hablado y escrito. El hombre que en sociedades retrógradas habla y escribe con valerosa independencia, suscita recriminaciones y tempestades, aventurándose a sufrir los anatemas del sacerdote, los atropellos del mandón y los impulsivos arranques de la bestia popular.
Nadie ataca un privilegio ni ridiculiza una superstición sin que mil voces le maldigan ni mil brazos le amenacen. Todos condenan un error, todos se duelen de una injusticia; pero la Humanidad encierra tanta abyección y tanta cobardía, que en el fragor de la lucha suele unirse con sus torsionarios para combatir a sus defensores. A veces, no hay crimen tan imperdonable como hablar lo que todos piensan o decir a gritos lo que todos murmuran a media voz. En el reinado de la iniquidad y la mentira se clama por un verbo que fustigue a los criminales; mas, cuando el verbo truena sin hipocresías ni melosidades, entonces los más fervientes amigos de la verdad hacen los mayores aspavientos y fulminan las más ruidosas protestas.
Para merecer el título de buen ciudadano y figurar en la clásica nómina de los hombres cuerdos, se necesita conformarse a los usos y prejuicios de su tiempo, venerando los absurdos de la religión en que se nace, justificando las iniquidades de la patria en que se vive. Nada de romper el molde antediluviano ni querer aletear fuera de la jaula prehistórica. Nada tampoco de oposiciones ni de intransigencias: la moralidad se resuelve en la transigencia con las inmoralidades ambientes, la virtud se reduce a un oportunismo hipócrita y maleable. Cuando se diga, pues, de un hombre: Cumplidor de las leyes, tradúzcase: Naturaleza servil. La perfección moral de casi todos los buenos señores de la nómina se condensa en tres palabras: Almas de lacayo.
De ahí que el expresarse con suma independencia revele audacia y dé visos de sinceridad. Sin embargo, el librepensamiento de oradores y publicistas sufre muy groseras falsificaciones: tal vez los hipócritas de la incredulidad abundan más que los hipócritas de la fe. Quizá Tartufo dejó menos prole que Homais. Algunas veces hay más audacia en llamarse creyente que en decirse librepensador.
Al hablar de librepensamiento ¿cómo no recordar a los librepensadores nacionales? Si la milenaria historia del Cristianismo se reduce a monótona y pesada enumeración de herejías, los breves anales de nuestro librepensamiento se condensan en una serie de renuncios y palinodias. Por la firmeza de un Vigil y de un Mariátegui, ¡cuántas prevaricaciones en la edad provecta a la hora de la muerte! ¿Dónde están aquí los perseverantes y los firmes? Quien ha vivido algún tiempo y vuelve los ojos para buscar a los que un día le acompañaron en las luchas por la razón y la libertad, sólo divisa una desbandada legión de apóstatas y renegados.
De los dieciocho a los treinta años germina en muchas cabezas un librepensamiento fogoso y batallador; mas de los treinta en adelante, ¡adiós batallas, adiós fogosidades! Y regla infalible: los más energúmenos acaban por más seráficos; la reculada viene en proporción del salto. De los tranquilos aguardemos la firmeza, de los violentos temamos la claudicación.
Aquí reina, pues, lo que llamaríamos el cefalismo, queremos decir, la incredulidad en la juventud, la gazmoñería en la vejez. Platón habla de un Céfalo que habiendo comenzado por reírse de las supersticiones vulgares, concluyó por tomarlas a lo serio cuando vio que le asomaban las arrugas y las canas. Sin que aún existiera el idioma de Cervantes, el buen Céfalo practicaba un refrán castellano: De mozo a palacio, de viejo a la iglesia. Ese griego nacido algunos siglos antes de la era cristiana ¿no sirve de modelo a muchos librepensadores del siglo XIX? Prueba que la reculada senil puede realizarse en todas las naciones y en todas las épocas. Nada de extraño que los viejos de hoy copien fielmente a los viejos de ayer: al ir perdiendo la vida, ganamos el miedo a la muerte; al acordarnos mucho del cielo, pensamos muy poco en la dignidad de la existencia. El viejo es un niño triste, que la vejez se parece a la infancia como la tarde a la aurora.
Algunos de nuestros librepensadores no necesitan de canas ni de arrugas para retroceder hacia la mentalidad de abuelas y nodrizas: les basta un revés de fortuna, la muerte de una persona querida o el asalto de una enfermedad grave. ¡Seres dichosos! la gracia eficaz se les introduce con los esporos del aire y las triquinas del salchichón. Otros librepensadores realizan un cambio de frente, sin que en la evolución intervengan enfermedades, muertes ni desgracias: les sobra con un buen matrimonio. ¡Seres más dichosos! hallan el Catolicismo en los legajos de una dote, descubren a Dios en el moño postizo de una vieja rica.
Lo que no les ruboriza ni les interrumpe ninguna de las funciones orgánicas. Hay animales inferiores que tranquilamente siguen su vida aunque les volvamos del revés, practicando con ellos la misma operación que hacemos con un guante o con la funda de un paraguas. Si en algunos librepensadores criollos efectuamos cosa igual, seguirán viviendo con una sola diferencia -la de haberse metamorfoseado en curas. Lo mismo sucedería con los masones peruanos; así que donde se tenga un gran maestre de Biblia y Gran Arquitecto se puede obtener un jesuita o un dominico. Lo volveremos a decir: tanto los librepensadores a la criolla como los masones bíblicos y deícolas, son curas al revés.
En resumen, casi todos los librepensadores nacionales vivieron pregonando las excelencias de la Razón y murieron acogiéndose a las supersticiones del Catolicismo: hubo en ellos dos hombres -el de las frases y el de los actos. Los mudos o linternas sordas no causaron bien ni mal; pero los bulliciosos o histriones de pluma y de palabra, desacreditaron la idea, produjeron enorme daño, haciendo que los hombres de buena fe se retrajeran y callaran por miedo de figurar en tan ridícula y abominable compañía.
III
Algo vale extender la mano para señalar el camino donde conviene marchar; pero vale más ir delante marcando con sus huellas el rumbo que ha de seguirse: un buen guía suple a cien direcciones indicadas en cien postes. A cuantos surjan con humos de propagandistas y regeneradores, no les preguntemos cómo escriben y hablan, sino cómo viven: estimemos el quilate de las acciones indefectibles en lugar de sólo medir los kilómetros de las herejías verbales. ¿Existe ya una ley de matrimonio entre los no católicos? pues úsenla sin embargo de toda su deficiencia. ¿Existen escuelas regentadas por seglares? pues no eduquen a sus hijos en planteles fundados por las congregaciones. ¿Existe un cementerio laico? pues ordenen que sus muertos vayan a reposar sin agua bendita ni responsos. No quieran avenir a Diderot con el ínter de la parroquia ni amalgamar consejas de la Biblia con leyes de la Naturaleza; y piensen que la vitalidad de las religiones se basa en la indolencia de los incrédulos, así como la fuerza de los gobiernos inicuos se funda en la apatía de las muchedumbres.
Aunque los librepensadores guarden fidelidad a su doctrina y armonicen las palabras con los actos, merecen una grave censura cuando eliminan las cuestiones sociales para vivir encastillados en la irreligiosidad agresiva y hasta en la clerofobia intransigente. ¿Cómo no reírse de los Torquemada rojos, de los Domingo de Guzmán por antítesis, de los inquisidores laicos, dispuestos a encender hogueras y parodiar los autos de fe? No sólo de pan vive el hombre, nos dice el Evangelio; digamos a nuestra vez: no sólo de curas vive el librepensador.
Mas algunos fanáticos no salen de su monomanía anticlerical y viven consagrados a perseguir sotanas en las celdas de las monjas, o sorprender enaguas en las alcobas de los presbíteros. Al probar que no existe cura sin moza ni sobrinos, se imaginan haber derribado el Catolicismo. Budas de nuevo linaje, se hallan hipnotizados por la contemplación de un solideo. Para ellos, nada importan los crímenes sociales ni las extorsiones políticas; lo grave, lo clamoroso, lo insufrible es que un tonsurado se refocile con el ama de llaves. Altivos rechazan la imposición moral del poder religioso, mientras soportan humildes la coerción del poder civil. Se vanaglorian de no arrodillarse en una iglesia, y lamen las alfombras de un palacio; se yerguen ante un obispo, y se doblegan en presencia de un alguacil; se sienten capaces de abofetear a Jesucristo, y carecen de hígados para sofrenar a un portero.
No queremos ni podríamos negarlo: el sacerdote hace el papel de una montaña sombría y escabrosa, interpuesta en el camino hacia la luz; pero el juez que vende la justicia, el parlamentario que tiene por única norma los caprichos del mandón, el capitalista que se adueña de los productos debidos al sudor ajeno, el soldado que descarga su rifle en una masa de obreros inermes ¿no causan tantos males y no merecen tanto vilipendio como el sacerdote? Hay que perseguir a los zorros, sin olvidar a los leones. A la vez que se derrumba mitos y se desinfecta el cielo, se debe combatir a los felinos y sanear el Planeta. Para conseguir la redención del hombre, no basta derrocar a ese Dios impasible y egoísta que eternamente cabecea en lo Infinito, mientras el Universo se retuerce en el dolor, la desesperación y la muerte.
El librepensador que, llamándose a la neutralidad política, ve con indiferencia las iniquidades y los derroches de un gobierno tiránico, nos parece tan censurable como el estadista que, alegando la neutralidad religiosa, presencia con olímpica serenidad el predominio del clero y la difusión de las ideas ultramontanas. El librepensamiento no debe renunciar a la política por una razón: los políticos no se olvidan de los librepensadores. Todo Político de mala ley presiente un adversario en todo pensador de tendencia irreligiosa, presentimiento muy racional, pues quien hoy se subleva contra las autoridades que presumen bajar del cielo, mañana suele rebelarse contra los déspotas que surgen de la Tierra. A más, el que vive a las orillas de un río puede no acordarse de las aguas; pero las aguas no se olvidan de él cuando el río sale de madre. No sirven torres de marfil ni montañas de cumbres inaccesibles. Al estallar las convulsiones sociales, llega el momento en que los más pacíficos y más indiferentes a la cosa pública se ven sacudidos y aplastados: no habiendo querido actuar como personajes del drama, figuran como víctimas en el desplome del edificio.
El librepensamiento, ejercido con semejante amplitud de miras, deja de ser el campo estrecho donde únicamente se debaten las creencias religiosas, para convertirse en el anchuroso palenque donde se dilucidan todas las cuestiones humanas, donde se aboga por todos los derechos y por todas las libertades. Al sólo defender la de escribir y de hablar, se aboga tal vez por los intereses de algunos privilegiados. Las muchedumbres se fijan muy poco en la libertad de la pluma porque no escriben ni se desvelan en la lectura; menos se interesan en la libertad de palabra porque no echan discursos ni se gozan en escucharles; ellas piden libertad de acción porque la necesitan para solucionar los graves problemas económicos. Esa Francia del 89 y del 48, donde todavía se descarga el palo en los manifestantes de bandera roja y se disuelve a tiros las aglomeraciones de huelguistas, nos dice muy bien que dar al hombre la libertad de pluma y de palabra sin concederle la de acción, es negarle lo principal y otorgarle lo accesorio. De ahí que todo librepensador, si no quiere mostrarse ilógico, tiene que declararse revolucionario.
Lo repetimos: con semejante amplitud de miras, se sale del librepensamiento (que hasta hoy no ha significado sino irreligión y anticlericalismo) para entrar en el pensamiento libre que entraña la defensa por la total emancipación del individuo. Es la tendencia que nos parece vislumbrar en la Liga de Librepensadores, institución fundada y mantenida por hombres que actuaron o siguen actuando en sociedades tan marcadamente luchadoras como el Círculo Literario y la Unión Nacional.
En fin, señores: ya que por algunos momentos nos hemos reunido aquí para ensanchar el ánimo en una atmósfera de verdad y tolerancia, no nos separemos sin el buen propósito de corroborar con los actos la firme adhesión a las ideas emitidas con las palabras. Sincera y osadamente formulamos nuestras convicciones, sin amedrentarnos por las consecuencias, sin admitir división entre lo que debe decirse y lo que debe callarse, sin profesar verdades para el consumo del individuo y verdades para el uso de las multitudes. Erradiquemos de nuestras entrañas los prejuicios tradicionales, cerremos nuestros oídos a la voz de los miedos atávicos, rechacemos la imposición de toda autoridad humana o divina, en pocas frases, creémonos un ambiente laico donde no lleguen las nebulosidades religiosas, donde sólo reinen los esplendores de la Razón y la Ciencia. Procediendo así, viviremos tranquilos, orgullosos, respetados por nosotros mismos; y cuando nos suene la hora del gran viaje, cruzaremos el pórtico sombrío de la muerte, no con la timidez del reo que avanza en el pretorio, sino con la arrogancia del vencedor romano al atravesar un arco de triunfo.
Manuel Gonzalez Prada
[1] Tomado del libro "Horas de Lucha", recopilación de escritos y conferencias del autor. El texto publicado corresponde a una conferencia que debió ser leída en el Teatro Politeama, pero el Gobierno impidió el acto. Los organizadores eran en su mayoría miembros de la Masonería, encabezados por el dentista Cristian Dam, uno de los pioneros del anarquismo y el librepensamiento en el Perú. La suspensión del acto provocó la interpelación parlamentaria contra el ministro que lo prohibió.
[2] Su biografo, Luis Alberto Sánchez, ha señalado del autor: “De Horas de lucha nacería en gran parte el APRA; de Páginas libres, las Universidades Populares de González Prada”. […] “los dirigentes apristas y, en primer lugar, Haya de la Torre, se consideraban discípulos de González Prada, al que llamaban el Maestro, y juzgaban al Apra como «la ideología política continuadora del pensamiento de Prada»“.
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