enero 21, 2011

Discurso de Emilio Castelar ante el Congreso de Diputados, sobre su gestión al frente de la República tras la disolución de las Cortes (1874)

DISCURSO ANTE EL CONGRSO DE DIPUTADOS SOBRE SU GESTION AL FRENTE DE LA REPUBLICA TRAS LA DISOLUCION DE LAS CORTES
"La República y la guerra Carlista"

Emilio Castelar [1]
[2 de Enero de 1874]

A las Cortes constituyentes
SEÑORES DIPUTADOS: El gobierno de la nación, fiel a los compromisos contraídos con vosotros, y a los deberes impuestos por su conciencia y su mandato, viene a daros cuenta del ejercicio de su poder, y a rendiros con este motivo el homenaje de su acatamiento y de su respeto.
Fatídicas predicciones se habían divulgado sobre la llegada de este día; fatídicas predicciones desmentidas por la experiencia, que ha demostrado una vez más cómo en las repúblicas no entorpece la fuerza del poder al culto por la legalidad. Las generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y venidas a organizar la democracia, detestan igualmente las revoluciones y los golpes de Estado, fiando sus progresos y la realización de sus ideas a la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y a la práctica constante de los derechos humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades.
Pero si el desorden, si la anarquía se apoderan de ellas, y quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto conservador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación casi instantánea de una verdadera autoridad.
Así, el funestísimo período en que una parte considerable de la nación se vio entregada a los horrores de la demagogia, dividiéndose nuestras provincias en fragmentos, donde reinaba todo género de desórdenes y de tiranías, las Cortes ocurrieron al remedio de este grave daño, creando poderes vigorosos y fuertes.
El gobierno ha ejercido estos poderes, que eran omnímodos, con lenidad y con prudencia atento a vencer las dificultades extrañas más que a extremar su propia autoridad.
Dondequiera que ha habido un amago de desorden, allí ha estado su mano con prontitud y con energía. Dondequiera que ha habido una conjuración, allí ha entrado con ánimo resuelto y verdadero celo. El orden público se ha mantenido ileso, fuera del radio de la guerra, y las clases todas se han entregado a su actividad y a su trabajo.
Desgraciadamente la criminal insurrección que ha tendido a romper la unidad de la patria, esta maravillosa obra de tantos siglos, apoderándose de la más fuerte entre todas nuestras plazas, del más provisto entre todos nuestros arsenales, de los más formidables entre todos nuestros barcos de guerra, mantiene al abrigo de inexpugnables fortalezas su maldecida bandera, que todavía extiende sombras de muerte sobre el suelo de la República y esperanzas de resurrección en las pasiones de la demagogia. La falta de tropas y de recursos ha retardado la toma de la plaza, que no puede menos caer pronto a los pies de esta Asamblea, si se tiene en cuenta la actividad y la pujanza de los sitiadores, el decaimiento y la penuria de los sitiados.
Este sitio ha apenado a la nación por sí, y por la directa complicidad que ha tenido con el aumento de las fuerzas carlistas y con los progresos de sus numerosas partidas. Mientras los cañones separatistas disparaban sus balas al pecho de nuestro ejército, casi le herían por la espalda las huestes rebeladas en armas contra la civilización moderna, y en tanto número esparcidas por los antiguos reinos de Valencia y Murcia. Digámoslo con varonil entereza. La guerra carlista se ha agravado de una manera terrible. Todas las ventajas que le dieron la desorganización de nuestras fuerzas, la indisciplina de nuestro ejército, el fraccionamiento de la patria, los cantones erigidos en pequeñas tiranías feudales, la alarma de todas las clases y las divisiones profundísimas entre los liberales, ha venido a recogerlas y a manifestarlas en este adversísimo período.
Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan poseídas casi por los carlistas, y las ciudades levantan a duras penas sobre aquella general inundación sus acribillados muros. Por la provincia de Burgos amenazan constantemente el corazón de Castilla; y por la Rioja pasan y repasan el Ebro como acariciando nuestras más feraces comarcas.
El Maestrazgo se encuentra de facciones henchido; y los campos de Aragón y Cataluña talados e incendiados, presa de esta guerra calamitosa, implacable. Por todas partes, como si el suelo estuviera atravesado de corrientes absolutistas, se ven brotar partidas, mezcla informe de bandoleros y de facciosos. Las consecuencias de los errores de todos se han tocado a su debido tiempo. La República, que estáis llamados a fundar, pasa en su origen por las mismas durísimas pruebas por que pasó en la serie de los humanos progresos la monarquía constitucional.
No olvidéis, pues, que estamos en guerra; que debemos sostener esta guerra; que todo a la guerra ha de subrogarse, que no hay política posible fuera de la política de guerra. No olvidéis que peligran en este trance nuestra recién nacida República y nuestra antigua libertad, las conquistas de la civilización, los derechos que tenemos a ser un pueblo moderno, un pueblo europeo.
Y no olvidéis que la política de guerra es una política anormal, en que algunas funciones sociales se suspenden, y en que precisa transitoriamente sacrificar alguna manifestación de la libertad, no de otra suerte que en la fiebre se debe suspender por necesidad la alimentación ordinaria, que es tan precisa a la vida.
Porque, Sres. Diputados, o la guerra no es nada, o es por su propia naturaleza una gran violencia contra otra gran violencia, un despotismo contra otro despotismo: en que de algún lado se halla la razón, pero sin contar para prevalecer con otro medio que la fuerza.
Permitidme aconsejaros, sin embargo, que uséis de estos medios de excepción y de fuerza con la templanza y la energía con que en su guerra de independencia y en su guerra de separación los usaron aquellos que se llamarán en la historia moderna los fundadores de la democracia y de la República.
Nosotros hemos tenido estos medios en nuestras manos, y los hemos usado con toda modernización, prefiriendo que nos creyeran débiles a que nos creyeran crueles, convencidos de que basta querer imponer la autoridad para que la autoridad se imponga.
Además de estos medios políticos se necesitan fines políticos también. Y estos fines políticos deben ser, recordando en el nacimiento de nuestras instituciones que todos los seres recién nacidos son seres imperfectos, proponeros, no una República de escuela o de partido, sino una República nacional ajustada por su flexibilidad a las circunstancias, transigente con las creencias y las costumbres que encuentra a su alrededor, sensata para no alarmar a ninguna clase, fuerte para intentar todas las reformas necesarias, garantía de los intereses legítimos y esperanza de las generaciones que nacen impacientes por realizar nuevos progresos en las sociedades humanas.
No olvidéis cuán formidable es el enemigo que tenemos enfrente; alimentado por antiguas y tradicionales ideas Poseedor de regiones enteras las más agrias y más inaccesibles de nuestro suelo, jefe de un ejército disciplinado y valerosísimo; esperanza de aquellos que han perdido la fe de vivir con el reposo de los pueblos civilizados y libres entre el oleaje de nuestras continuas revoluciones. Y lo decimos muy claro, lo decimos muy alto; en virtud de estas patrióticas consideraciones nuestra política ha tendido, aunque tímidamente, a guardar la dirección del gobierno en lo posible a los propagadores de la República pero agrupando en torno de la República a todos los elementos liberales y democráticos para oponer esta débil unidad a la formidable unidad del absolutismo.
Pero no basta: para proseguir y terminar la guerra con los medios políticos se necesitan al mismo tiempo los medios militares. Mucho se ha declamado contra el ejército pero a medida que se avanza en la experiencia de la vida se ve más clara la necesidad imprescindible que tienen los pueblos del ejército. Mucho se ha extrañado la inmensa importancia dada a la profesión militar; pero cuando se medita que en medio del egoísmo general representa el ejército la abnegación de sí mismo, y la sujeción a las leyes rigurosas, en las cuales se anula toda personalidad, llevando este grande y continuo sacrificio hasta inmolar su vida propia por la vida y el reposo de los demás, se comprende y se comparte el orgullo con que han mirado todos los pueblos cultos las glorias de sus ejércitos.
Algunos pasos ha dado este Gobierno en el camino de afianzar el ejército: primero, la rehabilitación de la ordenanza; segundo, el restablecimiento de la disciplina; tercero, la reinstalación de la artillería; cuarto, la distribución de los mandos entre los generales de todos los partidos, lo cual da al ejército un carácter verdaderamente nacional. Reclutarlo, reunirlo, establecerlo, equiparlo, armarlo; restaurar la disciplina, vigorizar la ordenanza; hacerlo tan rápido para ahogar en su germen el motín, como sufrido para sostener en su rudeza la guerra, ha sido obra de cortos días y de largos resultados.
La verdad es que por la República el ejército ha combatido en Barbarin, en Monte-Jurra y Belavierre, en Estella, en Berga y en Monreal; por la República el ejército, antes indisciplinado, de Cataluña, ha hecho en todas partes prodigios de heroísmo; por la República ha empapado en sangre las montañas y las llanuras de Arés y Bocairente; por la República ha engendrado en su fecundo seno nuevos héroes, y ha tenido en sus gloriosos anales nuevos mártires. Si la guerra civil ha de proseguir con vigor y ha de acabar con éxito, precisa que inmediatamente autoricen las Cortes el llamamiento de nuevas reservas que caigan sobre el Centro, sobre el Norte, sobre Cataluña, y contrasten la pujanza de los absolutistas.
El pueblo armado ha contribuido también a sostener la causa de la libertad. Desvanecidos los delirios separatistas, engendro fatídico de un momento, el pueblo armado en todas partes corrió a defender nuestros derechos, a salvar nuestras queridas instituciones. Así el Gobierno se ha apresurado, en virtud de la autorización que le concedisteis, a formar una milicia en la cual tomen parte todos los ciudadanos. De esta suerte, los españoles, sin excepción alguna, contribuirán a la defensa nacional y equilibrarán sus fuerzas: que no hemos salido de la tiranía de los reyes para entrar en la tiranía de los partidos.
Los que se quejan de la decadencia del espíritu público; los que creen al pueblo indiferente entre el absolutismo y la República, pueden recordar los voluntarios de Mora de Ebro, gastando hasta el último cartucho sin perder la última esperanza; los voluntarios de Bilbao aguijoneados de la misma decisión que sus padres; los voluntarios de Olot, de Puigcerdá, de Barberá, de Tolosa, de innumerables pueblos; los voluntarios de Tortellá, que después de haber perdido sus casas y sus bienes se consolaban con haber conservado en la desnudez y en el hambre su libertad y su República.
A pesar de tanto esfuerzo material hubiera sido imposible sostener la guerra sin grandes y extraordinarios recursos. Conocida la penuria del Tesoro, os maravillará que hayamos podido ocurrir a los onerosísimos gastos de la guerra, que han subido a 400 millones de reales en este último interregno parlamentario. Es preciso, es urgente arreglar nuestra deuda y aumentar nuestros disminuídos ingresos sí hemos de salvar la Hacienda y restablecer la paz.
Pero no basta con obras de consolidación; se necesitan obras de progreso; no basta con atender a la conservación de nuestras instituciones; se necesita mejorarlas y reformarlas, que no somos un gobierno exclusivo como los antiguos; somos y debemos ser un gobierno de estabilidad y de progreso a un tiempo. Y las reformas que más urgen son: establecimiento inmediato de la instrucción primaria obligatoria y gratuita, pagándola por el presupuesto general de la Nación, a fin de evitar la miseria de los maestros de escuela, mal y tarde retribuidos, por regla general, en los ayuntamientos; separación de la Iglesia y del Estado para que a un tiempo la conciencia consagre todos sus derechos, y el gobierno tome el carácter imparcial que entre todos los cultos le imponen nuestras libertades; abolición de toda corvea, de toda servidumbre, de toda esclavitud, para que solo haya hombres libres en el seno de nuestra República, lo mismo aquende que allende los mares.
Si obedeciendo al doble movimiento de conservación y de progreso que impulsa a las sociedades modernas entráis en una política mesurada y conseguís un gobierno estable, será reconocida por Europa nuestra República. Ninguna nación, ningún gobierno tiene ya hoy antipatías invencibles a la forma republicana, como sucedía a fines del pasado siglo. Todos quieren a una que se establezca aquí un gobierno que dé verdaderas garantías al orden público y a los cuantiosos intereses que para el comercio universal entraña nuestro rico suelo.
Una grave, gravísima cuestión internacional surgió en este crítico período con motivo del apresamiento del «Virginius». El gobierno os presentará el protocolo de este asunto, y en él podéis ver si ha sido feliz evitando una guerra más a nuestra Patria y sosteniendo los principios de derecho internacional sobre que descansan las relaciones de las sociedades humanas entre sí. Con motivo de este suceso hemos recibido nuevas pruebas de la amistad de muchos gobiernos, y nos hemos persuadido una vez más, al imponer a nuestra grande Antilla un tratado, que repugnaba a su susceptibilidad nacional, que el nombre de España es allí tan sólido y tan duradero como el mismo suelo de la isla.
No hemos descuidado ni desatendido ninguno de los derechos de nuestra Patria, y por eso en la cuestión de las sedes vacantes hemos creído velar por prerrogativas antiguas y tradicionales, a las que solo vosotros, representantes del pueblo, podéis legítimamente renunciar.
Nuestra situación, grave bajo varios aspectos, se ha mejorado bajo otros. El orden se halla más asegurado, el respeto a la autoridad más exigido arriba y más observado abajo. La fuerza pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios han cesado por completo. Ya nadie se atreve a despojar de sus armas al ejército, ni el ejército las arroja para entregarse a la orgía del desorden. Los ayuntamientos no se declaran independientes del poder central, ni erigen esas dictaduras locales que recordaban los peores días de la Edad media. Las diputaciones provinciales no se atreven a convertirse en jefes de la fuerza pública. El orden y la autoridad tiene sólidos fundamentos, que siéndolo de la República, lo son también de la democracia y de la libertad.
Es necesario cerrar para siempre definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar su ruina y su deshonra. Es necesario que el ejército sepa que ha sido formado, organizado, armado para obedecer la legalidad, sea cual fuere: para obedecer a las Cortes, dispongan lo que quieran; para ser el brazo de las leyes. Los hombres públicos debían todos decir, así a los motines populares como a las sediciones militares: si triunfaseis aunque invoquéis mi nombre, aunque os cubráis con mi bandera, tenedlo entendido, nos encontraréis entre los vencidos: que a una victoria por esos medios, preferimos la proscripción y la muerte.
Afortunadamente es universal la convicción de que la República abraza toda la vida: de que es autoridad y libertad, derecho y deber, orden y democracia, reposo y movimiento, estabilidad y progreso, la más compleja y la más flexible de todas las formas políticas; inspirada en la razón, y capaz de amoldarse a todas las circunstancias históricas término seguro de las revoluciones, y puerto de las más generosas esperanzas.
También es universal la creencia de que la restauración monárquica solo traería en pos de sí una serie de convulsiones inacabables, porque nadie puede someter generaciones educadas en la libertad y en la democracia al yugo que han visto roto y deshecho a sus plantas, si las desgracias de una doble guerra han exigido la suspensión de algunos derechos, el eclipse de alguna libertad en el seno de la República, dejadla en su movimiento pacífico, y veréis con qué prontitud y con qué solidez recobra su propia naturaleza.
Lo necesario, lo urgente es crear lo estable, erigirla en las bases del asentimiento universal, llamar con eficacia a todos los partidos liberales a su seno, desposeerse del egoísmo que acompaña al poder para tornar la expansión infinita que ha menester la democracia, atraerle todas las clases, demostrando a unas que en ella el progreso es seguro, aunque pacífico, y a otras que en ella la necesidad de la conservación se impone con la más incontrastable de las fuerzas, con las fuerzas de toda la sociedad.
Proponiéndoos una conducta de conciliación y de paz, que aplaque los ánimos y no los encone, que sea a un tiempo la libertad y la autoridad, Sres. Diputados, podéis apelar de las injusticias presentes a la justicia definitiva, y cuando haya pasado el período de lucha y de peligro, encerraros en el olvido del hogar, mereciendo a vuestra conciencia y esperando de la historia el título de propagadores, fundadores y conservadores de la República en España.
SEÑORES DIPUTADOS: Hora es ya de que resolvamos esta crisis; a la altura en que nos encontramos, opresa la Cámara del sueño, opreso yo mismo de la inquietud que me inspira mi grande responsabilidad, ya que ahora soy árbitro del tiempo, seré breve.
Seré breve, me defenderé brevemente, para que no se crea que defiendo el poder que acepté casi impuesto, el poder que he mantenido vigorosamente en mis manos, el poder que entrego íntegro a esta Cámara republicana.
Señores Diputados, la situación en que se encuentra el presidente del Poder ejecutivo ha sido con grande elocuencia resumida en breves frases por mi amigo el Sr. Labra. Me ha dicho mi amigo el Sr. Labra que yo inspiro recelos y sospechas al partido republicano. No trato de tachar de inconsecuente al Sr. Labra, aun cuando S.S. me ha tachado a mí de tal; yo lo he confesado, y creo que la inconsecuencia tiene una grande justificación cuando se inspira en grandes móviles. Yo he consumido parte de mi tiempo en una sociedad literaria, de la cual era miembro el Sr. Labra, y allí contendíamos, él defendiendo la monarquía siendo un niño, y yo defendiendo la República siendo muy joven. ¡Quién me había de decir a mí que el Sr. Labra monárquico hasta la última hora de la monarquía, y ahora desinteresado republicano, vendría a decirme que inspiro recelos a un partido por el cual he sacrificado mi existencia y he sido condenado a garrote vil por la tiranía de los Borbones! (Grandes aplausos).
Sin embargo, tengo que decir una cosa. Yo nunca le he sido sospechoso al partido republicano en la oposición; le soy sospechoso cuando el partido republicano tiene el poder, cuando es árbitro de la fortuna y de los tesoros de la Nación, y si le soy sospechoso, es porque le digo que él solo no puede salvar la República; es porque le digo que está perturbado; es porque le digo que no gobernará como no condene enérgicamente esa demagogia. ¿Y quién tiene derecho a extrañarse de que yo, presente en el partido republicano el elemento más conservador por excelencia del partido republicano? ¿Dónde estaba yo a los 21 años, cuando se empezó una lucha entre La Discusión y La Soberanía Nacional? Estaba con el más moderado de aquellos periódicos, con La Discusión. Más tarde vino la lucha que ahora también nos separa, y en aquel gran debate, mientras unos republicanos se encontraban de parte de la utopía socialista, que prometía no sé qué edenes que no han podido traer a la tierra, yo me encontraba de parte de los individualistas.
Adelantaron los tiempos, llegamos al terreno práctico; unos republicanos decían que no querían aliarse con los progresistas, ni aun para derribar a los Borbones y otros republicanos, en mi sentir más prácticos y más conservadores, decíamos que si no nos aliábamos con los progresistas para esta obra común, ellos entrarían en la Cámara, acatarían a los Borbones, serían llamados al poder y perderíamos toda esperanza para la democracia y para la República en España. Por consecuencia, me encuentro hoy casi en la misma situación en que me encontraba antes de la revolución de setiembre. Yo estaba por la coalición; los que ahora me combaten estaban por el aislamiento. Con vuestro aislamiento os hubierais consumido en vuestras cátedras, en vuestros periódicos y en vuestras academias; con mi coalición ha venido la libertad, la democracia y la República.
Vino después el momento de la revolución de setiembre; y yo, teóricamente republicano, teóricamente federal, dije, sin embargo, a los hombres más eminentes de aquella revolución: habéis convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal aceptando la monarquía, pues yo soy más conservador que vosotros: yo no tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos individuales, con tal que ante todo y sobre todo me deis nuestra querida República.
Y luego, señores, vino la grande inconsecuencia de la revolución, que fue el haber levantado sobre tan generosos principios una monarquía, y para mayor mengua, una monarquía extranjera. Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella monarquía; una parte considerable del partido republicano se inclinaba a los procedimientos de fuerza; y yo, como más conservador, me inclinaba a los procedimientos parlamentarios. Pronuncióse en aquellos momentos la palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la monarquía democrática. Y yo desde el momento en que pronuncié aquella palabra, ¿no fuí un aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé directamente con mis votos, e indirectamente con mi silencio?
Vino la República, no traída por los republicanos, que no tienen derecho a llamarse los fundadores de la República, sino traída por los radicales; así es que yo entré a formar parte con gran satisfacción de un ministerio en que había elementos radicales; y la noche triste para la República del 24 de Febrero, en que aquella coalición se rompió, yo dije a la minoría republicana el abismo a que se arrastraba a la República. Ya estamos en el fondo de ese abismo.
Yo dije a la minoría que teníamos pocos hombres que pudieran representar grandes agrupaciones; que esos hombres acabarían muy pronto, y que el día en que sucumbieran de estos hombres tres o cuatro, corría los pueblos latinos aman las personificaciones más que las ideas, moriría con ellos la República. Pues bien; ya están desacreditados todos. (Rumores en la izquierda)
Meceos en vuestras ilusiones; somos más impopulares que los moderados, que los conservadores, que los radicales, porque nuestra impopularidad es más reciente y nuestros errores se tocan más de cerca. Por consiguiente, ¿que va a pasar a esta República? ¿Dónde está el hombre que va a llevar sobre sus hombros el peso de este monte Atlante que se llama República? Es muy fácil hablar de que no se aceptará el poder de que grandes compromisos impiden apoyar a un gobierno; pero cuando este gobierno cae, cuando la autoridad va a encontrarse huérfana, cuando apenas puede salir de esta Cámara un ministerio viable, decidme: ¿Qué doctor Dulcamara tenéis, filósofos sin realidad en la vida? (Grandes aplausos)
¿Por ventura he dejado de apoyar yo a alguno de los hombres del partido republicano? Yo apoyé al Sr. Figueras hasta el último momento; yo apoyé constantemente al Sr. Pi, y no me arrepiento de ese apoyo, y luego apoyé al Sr. Salmerón con todo mi corazón, porque es mi amigo, mi condiscípulo, mi discípulo, uno de los filósofos que más ilustran nuestra patria, y porque le quiero con toda la efusión de mi alma.
¿Y qué sucedió? Que un día, después de agotados todos los medios de fuerza, el Sr. Salmerón no pudo vencer ciertos obstáculos y ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia.
Entonces yo me encontraba en la presidencia de esta Cámara en una beatitud perfecta, sin ninguna responsabilidad, alejado del poder, que me repugna más cada día, y tuve que bajar de mi Olimpo y venir a este potro. ¿Y por qué bajé? Porque así me lo exigía el deber, porque yo no podía volver la cara al peligro ni rehuir responsabilidades.
El Sr. Labra nos decía: ¿por qué no imitáis la conducta del rey don Amadeo, que se fue antes de violar los principios democráticos? El rey D. Amadeo procedió noblemente, pero el Sr. Labra ha de permitirme que le diga que al rey D. Amadeo no le interesaba España tanto como me interesa a mí. Él iba a tierra donde reposan los huesos de sus padres. Yo tenía que quedarme aquí hasta morir, si es preciso, para que no perezcan en manos de la República la salud, la integridad de la patria. Y me quedé.¿Y en qué situación me encontré? ¿Era, por ventura, la situación del momento la que me preocupaba y afligía? No; con gran patriotismo, con gran energía, el ministerio Salmerón había dulcificado aquella situación: pero yo veía los resultados del desmembramiento cantonal, de la indisciplina militar, de la falta de toda autoridad arriba y toda obediencia abajo; yo veía los peligros que se cernían sobre nuestras cabezas, en el momento en que era necesario arrancar a las madres sus hijos y lanzarlos a la lucha, a la muerte, y pedí dificultades extraordinarias. Las he usado, y desafío a todo gobierno que quiera seguir la guerra con vigor a que gobierne con los mismos procedimientos en tiempos normales que en tiempos anormales.
Y, señores, ¿a quién he engañado yo? ¿Qué fórmula di que no haya planteado?¿Qué promesa hice que no haya cumplido?¿Os dirigíais a un enigma, a una esfinge? Os dirigíais a un repúblico que había dicho cuanto pensaba hacer. Dijo que pensaba restablecer la ordenanza, vigorizar la disciplina, sacar con mano fuerte las reservas, aplicar la pena de muerte, conferir los mandos militares a generales de todos los partidos. ¿Y qué he hecho, Sres. Diputados, sino cumplir las promesas que os hice? ¿Quién puede llamarse a engaño? ¿Quién puede decir que yo soy desleal? ¿Sabéis por qué he hecho todo eso? Por salvar la República, que pongo sobre la libertad, sobre la democracia, sobre todo, porque no hay mejor signo de redención, de emancipación para generaciones educadas en la tiranía de los reyes que adquirir la República. Así es que yo soy liberal, muy liberal; y se conoce que soy liberal en que, habiendo tenido toda clase de poderes, casi no he usado de ellos.
Yo soy demócrata por temperamento, por convicción, por historia: pero así como amo el sol, y el sol tiene eclipses, así cuando los fétidos pantanos de las antiguas creencias arrojan sus mías más por todas partes; cuando este suelo estremecido por tantas tradiciones absolutistas levanta cráteres que pueden incendiar hasta la médula de nuestra libertad y de nuestros derechos, entonces consiento que el humo y los vapores nublen el sol de la democracia seguro de que ese sol ha de ser eterno y esplendoroso. Pero antes que liberal, antes que demócrata, soy republicano, y prefiero la peor de las repúblicas a la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura militar dentro de la República, al más bondadoso de todos los reyes.
Porque, señores, está en la naturaleza de las monarquías; les sucede siempre a las monarquías, que, tarde o temprano, anulan los derechos de las democracias; como sucede siempre a las Repúblicas que admiten el espíritu de su siglo. Y si no, ¿creéis que política ni aun socialmente es comparable el estado de las monarquías europeas con tantos siglos de grandezas, de glorias y de conquistas, con el estado político de las Repúblicas de América? Pero hay aquí una cosa, y es, que si la República de mis ideas y de mis ensueños pudiera realizarse, habría pocas repúblicas tan hermosas. Yo la pondría todas las preseas y todas las galas del arte, y haría que en ella todos los hombres practicaran todas las virtudes; pero, Señores Diputados, lo que yo tengo que hacer es la República de la realidad; y os digo que es una ley, no histórica, sino fisiológica, que todos los seres nazcan imperfectos. La encina que ha de desafiar el huracán y los siglos, es en su nacimiento un débil tallo que se doblega bajo el ala del insecto.
El grande, el ilustre pensador que descubrió el cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal, estuvo en su cuna tan falto de inteligencia y de palabra como el último de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido a las repúblicas: la griega fue en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad media una lucha entre caballeros feudales y condotieres y gente de municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de comercio al mundo, fue el coto de algunos señores, que luego rigieron los primeros tronos de Europa; la misma República suiza que hoy se admira tanto, colección de cantones feudales, donde mandaban abades y señores y a veces hasta monjas: la República francesa, la dictadura más sangrienta y más abominable que han conocido los siglos.
La misma República de los Estados Unidos no pudo salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuando más perfectos han de ser en su desarrollo nacen más imperfectos y más débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano, es que tenga la mayor abnegación posible; que se deshaga cuanto pueda del poder, y que imite a aquellos artistas de la Edad media que después de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre en una sola piedra.
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la adhesión de los republicanos a la República; lo que necesito es que la sostengan los elementos que no son republicanos, o que lo son hace poco, y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la República. No he hecho esa política porque no he podido: los ministros que hay aquí no son unionistas, no han apoyado a Posada Herrera, no han sido ni siquiera progresistas, y por consiguiente, no autorizan a que se diga que yo traigo al poder los partidos contrarios a la República. Pero lo declaro con franqueza: si algún día fuese árbitro de traerlos, si tuviera confianza en que habían de ser republicanos por convicción o por necesidad, os lo aseguro, no me tachéis de desleal, los traería al poder. Ya lo sabéis: proceded en consecuencia.
Y aquí veo a algún amigo mío arrojarme otra vez las palabras «ahí tenéis a López: López hizo lo mismo; trajo los otros partidos al poder y lo devoraron a él». Pero, señores, ¿cuál fue el primer crimen de aquellos hombres? El haber combatido rudamente al general Espartero, sacrificando lo real a lo perfecto.
Y luego llamó a aquellos partidos a que le ayudasen a crear -¡inocente!- la mayoría de la reina. Si yo trajera a los otros partidos, los traería precisamente para evitar la mayoría del príncipe Alfonso.
Porque, después de todo, señores, aquí invocamos los grandes nombres y, creemos haberlo dicho todo. Washington, el fundador de la República y de la democracia en América; el probo, el santo, el gran ciudadano, ¿qué hizo? ¿Cómo fundó la República? Teniendo durante su segunda presidencia cinco años de facultades extraordinarias, y formando su ministerio con republicanos como Jefferson, que había sido embajador en París y estaba tachado de jacobinismo, pero con monárquicos como Jackson, que hubiera pasado por tory en la aristocrática Inglaterra. Aquel hombre llevaba al poder de la República a todos los partidos, sabiendo mejor que Napoleón aquella célebre frase: «la República es como el sol; ciego el que no lo ve». A mí me dan miedo, mucho miedo, los monárquicos con monarca, pero me dan más risa que miedo los monárquicos que no le tienen.
Yo creo, señores, que urge fundar el partido conservador republicano; porque si no tenemos muchos matices, no podremos conservar mucho tiempo la República. Y nosotros tenemos más cualidades que nadie para ser el partido conservador de la República, porque somos los que hemos conseguido ya todo cuanto hemos predicado. Porque, después de todo, tenemos la democracia; tenemos la libertad, tenemos los derechos individuales, tenemos la República; no nos falta ya nada. (Rumores en la izquierda) No nos falta nada de cuanto hemos predicado; vosotros, los que queréis reunir al mundo para dividirlo luego en cantones y poner un Contreras en cada uno, sois los que tenéis aún mucho que desear.
Pero a nosotros con dos reformas nos basta: primera, la separación de la Iglesia y del Estado; segunda, la abolición de la esclavitud. (Una voz: ¿Y la federal?) La federal; eso es organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale la pena. (Risas y murmullos) El más federal tiene que aplazarla por diez años. (Una voz; ¿Y el proyecto?) Lo quemaron en Cartagena. (Grandes aplausos) No me diréis que no soy franco (El Sr. Armentia: Se acaba la paciencia). ¿Se le acaba la paciencia al Sr. Armentia? Pues, Sr. Armentia, yo tengo derecho, como S.A., a decir a mi Patria lo que pienso y lo que siento; la Cámara me juzgará; yo, antes que todo, soy hombre de honor y de vergüenza. (Aplausos)
¡Ah! yo sería un traidor si lo dijese esto delante de una Cámara monárquica para conservar el poder, pero como se lo digo a una Cámara republicana federal intransigente, tengo en esto mucha dignidad, mucha elevación y mucha honra. (Aplausos)
Ya sé yo que me llamaréis apóstata, inconsecuente, traidor; pero yo creo que hay una porción de ideas muy justas, que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero perder la República por utopías. Me contento ahora con la República, y creo que han contribuido mucho a traerla varios partidos, los hombres políticos que la iniciaron, y a los cuales, sean cualesquiera las disidencias que de ellos me separen, rendiré siempre fervoroso culto. La han traído también aquellos partidos que, sea cualquiera el móvil porque en los móviles no se puede entrar, aquellos partidos, digo, que en Cádiz levantaron la bandera de la insurrección contra la dinastía de los Borbones, y creo que esos hombres hicieron más por la República que todos vuestros marinos cantonales. (Dirigiéndose a la izquierda.-Risas)
Creo más; creo que contribuyeron a traer la República los demócratas a quienes tendía tan elocuentemente sus brazos esta noche el Sr. Labra; ellos divulgaron los derechos individuales, ellos los implantaron en una Constitución que ha de ser base de todas las Constituciones futuras.
Y luego digo otra cosa: que el partido republicano mantenido aquí tan elocuentemente, mantenido fuera de aquí con tanto valor y pujanza, tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno pacífico, muy pacífico, pero progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan extrañas nuestras ideas: y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal; demócrata, muy demócrata, pero con un grande instinto de consolidación y de conservación, porque él tiene que consolidar y conservar la obra más grande del siglo XIX, la obra de la República. Y así es que en estas divisiones en que tanto se habla de personalidades, de conciertos, de diferencias, lo que late, lo que existe ya es el germen de esos grandes partidos.
Vosotros apartad de la demagogia al pueblo y hacedle ver que dentro de la República tendrá el pan del alma y el pan del cuerpo, y nosotros apartemos a los elementos conservadores de la monarquía y hagámosles ver que en la República tendrán también garantizados sus legítimos intereses. (Aplausos) Hagamos esto, unámonos todos en una gran fusión, teniendo todos la franqueza de sus ideas. Si alguno de nosotros pasa en esto por impopular ¡qué remedio tiene! es muy cómoda, es muy placentera la popularidad. Yo le he devorado con anhelo, yo la he tenido, creo haberla perdido y creo en gran parte que merezco perderla, porque si no la perdiera me sentiría fuera de aquella ley de que a toda realidad acompaña un gran desengaño: que los Bautistas y los profetas están destinados a ser bendecidos, y los que gobierna están condenados a ser maldecidos, teniendo que aceptar noble y virilmente esa maldición.
Y aquí viene como de molde la cuestión de los ejércitos y los obispos.
Hace pocos días en una de las Cámaras prusianas, le dirigían al príncipe de Bismarck una reconvención por haber cambiado ideas de secta en ciertas ideas de gobierno y le decían lo que de seguro me va a decir el señor Armentia: «apóstata». Bismarck contestaba: «es verdad, pero cuando estaba allí era el jefe de una secta: ahora estoy aquí y soy el jefe de una nación»; y como soy jefe de una nación, aunque sin merecerlo, he sostenido en mis manos prerrogativas, las regalías que por espacio de quince siglos ha tenido la nación española. Yo no podía ni debía promover un conflicto religioso. Les podrá convenir a ciertos hombres de Estado de Prusia y de Suiza suscitar conflictos religiosos, pero a un hombre de Estado español en estas circunstancias, no le conviene tener un enemigo más en la fe religiosa, que es muy respetable, tan respetable o más que cualquier filosofía.
Después de todo, figurémonos que el gobierno no hubiera querido usar de esta prerrogativa; el Papa hubiera nombrado los obispos y los arzobispos, y entonces el gobierno hubiera tenido que usar de principios contrarios a la libertad de la Iglesia, impidiendo que estos obispos, que a los ojos de la ley escrita no eran tales obispos, hubieran tomado posesión de sus sillas. De suerte que tenía que violar los principios de la libertad religiosa, si es que a vosotros no os parece que esos principios no se violan cuando se violan en contra de los obispos. Es necesario no tener las preocupaciones volterianas, y después de todo, lo que hemos hecho en esto ha sido dar una nueva prueba de nuestro acatamiento, así a las leyes del Estado, como a la libertad de la Iglesia. Porque el argumento de que hay presentado un proyecto de ley es un argumento baladí, que me extraña haya empleado el señor Labra. Pues qué, porque se haya traído un proyecto de ley repartiendo los bienes de propios a censo, ¿no podemos venderlos? Pues lo estamos vendiendo.
Las leyes no lo son en el régimen parlamentario hasta que se discuten y aprueban. ¡Pues no faltaba más sino que todos los delirios que los señores diputados tuvieran por conveniente presentar sobre la mesa fueran leyes desde luego!
¿Y que digo del ejército, señores diputados? ¿Teníamos nosotros tiempo ni medios para organizarlo de otra manera? ¿Qué era lo urgente? Organizarlo en la forma que se podía. Y créame mi amigo el Sr. Salmerón; no era posible en aquél momento supremo improvisar esos medios. Gracias que vimos vestida, armada y equipada en lo posible una parte de ese ejército, para lo cual hemos tenido que gastar 400 millones en estos cuatro meses, y ahora hay que aumentar más ese ejército, porque si no hay 50.000 hombres en las provincias Vascongadas, 30.000 en Cataluña y 15.000 en el centro, y 15 ó 16.000 caballos, y en vez de esto nos ocupamos en la desorganización del ejército y en promover la indisciplina, créanlo los señores diputados, el peligro que no corrieron nuestros padres lo correremos nosotros; pues mientras nosotros discutimos los mayores o menores grados de federación, los carlistas se organizan, y si pronto no les ponemos un ejército bastante a contenerlos, ellos procurarán venir sobre la ciudad santa de su rey, que es Madrid.
Si por algo lamento con profundo dolor los sucesos de esa insurrección que ha condenado a los habitantes de una importante ciudad a abandonarla; que ha abierto los presidios y convertido esa ciudad en un nido de piratas; que ha traído la intervención extranjera, y que ayer mismo quemó 50 millones al destruir la «Tetuán», es porque podríamos haber dispuesto de esa fuerza para hacer frente a la insurrección carlista; por eso creo yo que la República no tiene más que un enemigo temible: la demagogia, y entiendo que es necesario evitarla a todo trance.
Ahora, señores diputados, solo me resta deciros que, si soy sospechoso al partido republicano, si es que me habéis de sustituir, lo hagáis pronto; porque si algo me apena es el Poder, y si alguna cosa me halaga es el retiro de mi hogar, al que llevaré la satisfacción de haber dado a mi país cuatro meses de paz en lo que me ha sido posible, y en él pediré a Dios os dé el oportuno acierto para salvar las dificultades que nos rodean y llevar adelante la República; lo que ciertamente no creo pueda conseguirse sin los medios que os acabo de indicar, y que son los que exige la naturaleza de los sucesos por que atraviesa la nación, pues delante de la guerra no hay más política que seguir que la de la guerra.
EMILIO CASTELAR

[1] El más brillante orador de la España del siglo XIX. Político, periodista y literato, Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899) destacó sobre todo como orador parla­mentario, llegando a ser uno de los más nota­bles exponentes del discurso político decimonónico español y, como tal, uno de los prohombres españoles que en su época tuvieron una mayor proyección dentro y fuera de nuestras fronteras. Es decir, que participó activamente en la política de España, tomando como su compromiso político fundamental la democrati­zación de la política española. Así, su trayectoria estu­vo marcada, a pesar de sus cambios y contradicciones, por la defensa del sufragio universal masculino y de las libertades individuales, en particular la libertad reli­giosa, de reunión y de expresión. En 1869 fue elegido Diputado a las Cortes por Zaragoza, pronunciando el presente discurso histórico sobre la libertad de cultos. Integró luego como Ministro el gobierno de la I República, ni bien fue proclamada, proyectó su Constitución Federal y posteriormente la presidió en el breve período comprendido entre septiembre de 1873 y enero de 1874. Intentando salvarla pronuncia este discurso. Pero al día siguiente, en la sesión de Cortes de 3 de enero de 1874, Castelar es derrotado y presenta su dimisión tras perder la votación parlamentaria. Mientras se votaba el nombramiento del nuevo presidente del poder ejecutivo, que iba siendo favorable a Eduardo Palanca Asensi, el general Pavía, prevenido al efecto, obliga a Salmerón, presidente de la Cámara, a que de por disueltas las Cortes de la República y ocupa militarmente el edificio. A Castelar se le ofreció formar parte del nuevo gobierno, pero éste lo rechazó; finalmente fue el general Serrano quien aceptó ser presidente del Poder Ejecutivo. Mientras se prepara en España la Restauración borbónica, Castelar viaja al extranjero.

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