Barack Obama
[20 de enero de 2009]
Washington D.C.
Compatriotas:
Me encuentro hoy aquí con humildad ante la tarea que enfrentamos, agradecido por la confianza que me ha sido otorgada, consciente de los sacrificios de nuestros antepasados. Agradezco al presidente Bush su servicio a nuestra nación, así como la generosidad y cooperación que ha demostrado a lo largo de esta transición.
Cuarenta y cuatro estadounidenses han tomado el juramento presidencial. Las palabras se han pronunciado durante las crecientes oleadas de prosperidad y las tranquilas aguas de la paz. Sin embargo, de vez en cuando el juramento se produce en momentos de nubarrones y tormentas furiosas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante no solo por la habilidad o visión de quienes ocupan los altos cargos, sino porque nosotros, el pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales.
Así ha sido. Así debe ser con esta generación de estadounidenses.
Que estamos en medio de una crisis se sabe bien ahora. Nuestro país está en guerra contra una red de violencia y odio de gran alcance. Nuestra economía está muy debilitada, como consecuencia de la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestro fracaso colectivo a la hora de tomar decisiones difíciles y de preparar al país para una nueva era. Se han perdido hogares y empleos y se han cerrado negocios. Nuestro sistema de salud es demasiado caro; nuestras escuelas han fallado a demasiados; y cada día aporta más pruebas de que la manera en que utilizamos la energía refuerza a nuestros adversarios y amenaza a nuestro planeta.
Esos son los indicadores de la crisis, según los datos y estadísticas. Menos fácil de medir, pero no por ello menos profundo es la socavación de confianza en el país, un temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y de que la próxima generación debe reducir sus expectativas.
Hoy les digo que los desafíos que afrontamos son reales, son serios y son muchos. No serán superados fácilmente o en un corto período de tiempo. Pero sepan esto, Estados Unidos: los superaremos.
En este día nos reunimos porque hemos elegido la esperanza sobre el miedo; la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia.
En este día venimos a proclamar el fin de las quejas mezquinas y las falsas promesas, de las recriminaciones y los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han estrangulado a nuestra política.
Seguimos siendo un país joven, pero según las palabras de las Escrituras, ha llegado el momento de dejar a un lado los infantilismos. Ha llegado el momento de reafirmar la resistencia de nuestro espíritu; de elegir nuestra mejor historia; de llevar adelante ese precioso don, esa noble idea, que ha pasado de generación a generación: la promesa divina de que todos son iguales, todos son libres y todos merecen la oportunidad de alcanzar la felicidad plena.
Al reiterar la grandeza de nuestra nación, entendemos que esa grandeza no es un regalo. Debe ganarse. Nuestro camino nunca ha sido de atajos o de conformarnos con menos. No ha sido un camino para los débiles de corazón, para aquellos que prefieren la diversión al trabajo, o que buscan solo los placeres de la riqueza y la fama. Más bien, ha sido para los que asumen riesgos, los que actúan, los que hacen cosas – algunos reconocidos, pero más a menudo hombres y mujeres desconocidos en su labor, los que nos han llevado por el largo y escarpado camino hacia la prosperidad y la libertad.
Por nosotros, recogieron sus pocas posesiones materiales y atravesaron océanos en busca de una nueva vida.
Por nosotros, trabajaron en condiciones infrahumanas y se asentaron en el oeste; soportaron el azote del látigo y araron la dura tierra.
Por nosotros, lucharon y murieron, en lugares como Concord y Gettysburg; Normandía y Khe Sahn.
Una y otra vez estos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta ensangrentarse las manos, para que pudiéramos tener una vida mejor. Veían a Estados Unidos como algo más grande que la suma de nuestras ambiciones personales, más grande que todas las diferencia de nacimiento, riqueza o facción.
Éste es el viaje que continuamos hoy. Seguimos siendo la nación más próspera y poderosa de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos creativas, nuestros bienes y servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado o el año pasado. Nuestra capacidad permanece intacta. Pero nuestro tiempo de mantenernos sin cambiar, de proteger intereses estrechos y de aplazar las decisiones desagradables, ese tiempo sin duda ha pasado. A partir de hoy debemos levantarnos, sacudirnos el polvo y reanudar la tarea de rehacer Estados Unidos.
Porque allá donde miremos hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige medidas audaces y rápidas, y actuaremos, no solo para crear nuevos empleos, sino también para sentar nuevos cimientos para el crecimiento. Construiremos carreteras y puentes, las redes eléctricas y las líneas digitales que alimentan nuestro comercio y nos mantienen unidos. Restauraremos la ciencia al lugar que le corresponde y aprovecharemos las maravillas de la tecnología para mejorar la calidad de la salud y reducir sus costos. Aprovecharemos el sol y el viento y la tierra como combustible para nuestros vehículos y nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas, colegios y universidades para hacer frente a las necesidades de una nuera era. Todo esto lo podemos hacer. Y todo esto lo haremos.
Ahora bien, hay quienes cuestionan el alcance de nuestras ambiciones, quienes dicen que nuestro sistema no puede tolerar demasiados planes grandes. Su memoria es corta. Porque han olvidado lo que este país ya ha hecho; lo que hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une al propósito común y la necesidad a la valentía.
Lo que no entienden los cínicos es que el terreno que pisan ha cambiado, que los viejos argumentos políticos que nos han consumido durante tanto tiempo ya no tienen validez.
La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno es demasiado grande o pequeño, sino si funciona, si ayuda a las familias a encontrar empleos con salarios decentes, atención de la salud que pueden costear y una jubilación digna. Donde la respuesta es afirmativa, seguiremos adelante. Donde sea negativa, los programas se acabarán. Y aquellos de nosotros que manejamos el dinero público tendremos que rendir cuentas, gastar con sabiduría, cambiar los malos hábitos y hacer nuestro trabajo a la luz del día, porque solo así podremos restaurar la confianza vital entre un pueblo y su gobierno.
La cuestión tampoco es si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder para generar riqueza y ampliar la libertad no tiene rival, pero esta crisis nos ha recordado que sin un ojo vigilante, el mercado puede descontrolarse y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo si favorece solo a los ricos. El éxito de nuestra economía ha dependido siempre no solo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad, de nuestra habilidad de ofrecer oportunidades a cada corazón dispuesto, no por caridad, sino porque es el camino más seguro hacia el bien común.
En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falsa la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros padres fundadores, al enfrentar peligros que apenas podemos imaginar, redactaron una carta para garantizar el estado de derecho y los derechos del hombre, una carta que se ha ampliado con la sangre de generaciones. Esos ideales todavía iluminan el mundo y no renunciaremos por conveniencia. Y a todos los pueblos y gobiernos que nos observan hoy, desde las grandes capitales hasta el pequeño pueblo donde nació mi padre: sepan que Estados Unidos es amigo de todos los países y de todos los hombres, mujeres y niños que buscan un futuro de paz y dignidad, y que estamos listos para asumir el liderazgo una vez más.
Recordemos que generaciones anteriores afrontaron el fascismo y el comunismo no solo con misiles y tanques, sino con sólidas alianzas y firmes convicciones. Comprendieron que nuestro poder por sí solo no puede protegernos ni nos da el derecho de hacer lo que queramos. Más bien, sabían que nuestro poder crece si lo usamos de forma prudente; que nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y las cualidades atenuantes de la humildad y la moderación.
Somos los guardianes de este legado. Guiados por esos principios una vez más, podemos hacer frente a las nuevas amenazas que exigen aún mayor esfuerzo, aún mayor cooperación y entendimiento entre los países. Comenzaremos a dejar Iraq, de manera responsable, en manos de su pueblo, y forjar una paz duramente ganada en Afganistán. Con viejos amigos y antiguos enemigos trabajaremos incansablemente para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No nos disculparemos por nuestro modo de vida, ni vacilaremos en su defensa, y para aquellos que pretenden lograr sus objetivos acudiendo al terrorismo y a la matanza de inocentes, les decimos que ahora nuestro espíritu es más fuerte y no puede romperse; no pueden perdurar más que nosotros les derrotaremos.
Porque sabemos que nuestro patrimonio multifacético es una fortaleza, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes –y de no creyentes. Nos caracterizamos por todos los idiomas y culturas, extraídos de todos los rincones de esta Tierra; y porque hemos probado el trago amargo de la guerra civil y la segregación y resurgido más fuertes y más unidos de ese oscuro capítulo, no podemos evitar creer que los viejos odios se desvanecerán algún día; que las divisiones tribales pronto se disolverán; que a medida que el mundo se hace más pequeño nuestra humanidad común se revelará, y que Estados Unidos debe desempeñar su papel en fomentar una nueva era de paz.
Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino adelante, basado en el interés mutuo y el respeto mutuo. A aquellos líderes del mundo que deseen sembrar el conflicto, o culpar a Occidente de los males de su sociedad: sepan que sus pueblos los juzgarán por lo que puedan construir, no por lo que destruyen. A quienes se aferran al poder por medio de la corrupción, el engaño y la represión de la disidencia, sepan que están en el lado equivocado de la Historia, pero que les extenderemos la mano si están dispuestos a abrir el puño.
A los pueblos de los países pobres, nos comprometemos a trabajar con ustedes para que sus granjas prosperen y que fluya el agua limpia; para dar de comer a los cuerpos desnutridos y alimentar las mentes hambrientas. Y a aquellos países que, como el nuestro, gozan de relativa abundancia, les decimos que no podemos permitir más la indiferencia ante los que sufren fuera de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos del mundo sin tener en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado, y nosotros tenemos que cambiar con él.
Al contemplar el camino que se abre ante nosotros, recordamos con humilde gratitud a aquellos estadounidenses valientes quienes, en este mismo momento, patrullan lejanos desiertos y distantes montañas. Tienen algo que decirnos hoy, así como lo héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no solo porque son los guardianes de nuestra libertad, sino también porque representan el espíritu de sacrificio; la voluntad de encontrar sentido en algo más grande que ellos mismos. Y sin embargo, en este momento, un momento que definirá una generación, es precisamente este espíritu el que nos debe impulsar a todos.
Por mucho que el gobierno pueda y deba hacer, en el fondo esta nación depende de la fe y la determinación del pueblo estadounidense. Es la bondad de acoger a un extraño cuando se rompen las presas, la abnegación de los trabajadores que prefieren reducir sus horas antes que ver a un amigo perder su empleo, lo que nos hace superar nuestras horas más oscuras. Es la valentía del bombero que sube una escalera llena de humo, pero también la disposición de un padre de criar a un niño, lo que finalmente decide nuestro destino.
Nuestros desafíos puede que sean nuevos. Los instrumentos con que los afrontamos puede que sean nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito: el trabajo duro y la honestidad, la valentía, el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo, esas son cosas viejas. Son cosas verdaderas. Han sido la fuerza silenciosa del progreso durante toda nuestra historia. Lo que se exige, entonces, es el regreso a esas verdades. Lo que se nos pide ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones hacia nosotros mismos, nuestro país y el mundo; obligaciones que no aceptamos a regañadientes, sino con alegría, sabiendo con firmeza que no hay nada más gratificante para el espíritu, nada que defina mejor nuestro carácter, que dar todo lo que podamos ante una tarea difícil.
Este es el precio y la promesa de la ciudadanía.
Esta es la fuente de nuestra confianza, saber que Dios nos llama a dar forma a un destino incierto.
Este es el significado de nuestra libertad y de nuestro credo, el porqué hombres, mujeres y niños de todas las razas y todos los credos pueden unirse en celebración a lo largo y ancho de esta magnífica explanada, el porqué un hombre a cuyo padre, hace menos de 60 años, quizá no hubieran servido en un restaurante local, está aquí hoy para prestar el juramento más sagrado.
Así que marquemos este día recordando quiénes somos y lo lejos que hemos caminado. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el más frío de los meses, un pequeño grupo de patriotas estaba apiñado en torno a las menguantes fogatas en las orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En un momento en el que el desenlace de nuestra revolución estaba en duda, el padre de nuestra nación ordenó que se leyeran estas palabras al pueblo:
“Que se informe al mundo del futuro... que en pleno invierno, cuando nada salvo la esperanza y la virtud podían sobrevivir,... la ciudad y el campo, alarmados ante un peligro común, salieron a hacerle frente”.
Estados Unidos, ante nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras dificultades, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas y resistamos las tormentas que se avecinen. Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que cuando fuimos puestos a prueba nos negamos a dejar que terminase el viaje, que no dimos la espalda, que no titubeamos y con los ojos fijos en el horizonte y con la gracia de Dios, llevamos adelante el gran regalo de la libertad y lo entregamos a salvo a las futuras generaciones.
Gracias, que Dios les bendiga, que Dios bendiga a Estados Unidos.
Compatriotas:
Me encuentro hoy aquí con humildad ante la tarea que enfrentamos, agradecido por la confianza que me ha sido otorgada, consciente de los sacrificios de nuestros antepasados. Agradezco al presidente Bush su servicio a nuestra nación, así como la generosidad y cooperación que ha demostrado a lo largo de esta transición.
Cuarenta y cuatro estadounidenses han tomado el juramento presidencial. Las palabras se han pronunciado durante las crecientes oleadas de prosperidad y las tranquilas aguas de la paz. Sin embargo, de vez en cuando el juramento se produce en momentos de nubarrones y tormentas furiosas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante no solo por la habilidad o visión de quienes ocupan los altos cargos, sino porque nosotros, el pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales.
Así ha sido. Así debe ser con esta generación de estadounidenses.
Que estamos en medio de una crisis se sabe bien ahora. Nuestro país está en guerra contra una red de violencia y odio de gran alcance. Nuestra economía está muy debilitada, como consecuencia de la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestro fracaso colectivo a la hora de tomar decisiones difíciles y de preparar al país para una nueva era. Se han perdido hogares y empleos y se han cerrado negocios. Nuestro sistema de salud es demasiado caro; nuestras escuelas han fallado a demasiados; y cada día aporta más pruebas de que la manera en que utilizamos la energía refuerza a nuestros adversarios y amenaza a nuestro planeta.
Esos son los indicadores de la crisis, según los datos y estadísticas. Menos fácil de medir, pero no por ello menos profundo es la socavación de confianza en el país, un temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y de que la próxima generación debe reducir sus expectativas.
Hoy les digo que los desafíos que afrontamos son reales, son serios y son muchos. No serán superados fácilmente o en un corto período de tiempo. Pero sepan esto, Estados Unidos: los superaremos.
En este día nos reunimos porque hemos elegido la esperanza sobre el miedo; la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia.
En este día venimos a proclamar el fin de las quejas mezquinas y las falsas promesas, de las recriminaciones y los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han estrangulado a nuestra política.
Seguimos siendo un país joven, pero según las palabras de las Escrituras, ha llegado el momento de dejar a un lado los infantilismos. Ha llegado el momento de reafirmar la resistencia de nuestro espíritu; de elegir nuestra mejor historia; de llevar adelante ese precioso don, esa noble idea, que ha pasado de generación a generación: la promesa divina de que todos son iguales, todos son libres y todos merecen la oportunidad de alcanzar la felicidad plena.
Al reiterar la grandeza de nuestra nación, entendemos que esa grandeza no es un regalo. Debe ganarse. Nuestro camino nunca ha sido de atajos o de conformarnos con menos. No ha sido un camino para los débiles de corazón, para aquellos que prefieren la diversión al trabajo, o que buscan solo los placeres de la riqueza y la fama. Más bien, ha sido para los que asumen riesgos, los que actúan, los que hacen cosas – algunos reconocidos, pero más a menudo hombres y mujeres desconocidos en su labor, los que nos han llevado por el largo y escarpado camino hacia la prosperidad y la libertad.
Por nosotros, recogieron sus pocas posesiones materiales y atravesaron océanos en busca de una nueva vida.
Por nosotros, trabajaron en condiciones infrahumanas y se asentaron en el oeste; soportaron el azote del látigo y araron la dura tierra.
Por nosotros, lucharon y murieron, en lugares como Concord y Gettysburg; Normandía y Khe Sahn.
Una y otra vez estos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta ensangrentarse las manos, para que pudiéramos tener una vida mejor. Veían a Estados Unidos como algo más grande que la suma de nuestras ambiciones personales, más grande que todas las diferencia de nacimiento, riqueza o facción.
Éste es el viaje que continuamos hoy. Seguimos siendo la nación más próspera y poderosa de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos creativas, nuestros bienes y servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado o el año pasado. Nuestra capacidad permanece intacta. Pero nuestro tiempo de mantenernos sin cambiar, de proteger intereses estrechos y de aplazar las decisiones desagradables, ese tiempo sin duda ha pasado. A partir de hoy debemos levantarnos, sacudirnos el polvo y reanudar la tarea de rehacer Estados Unidos.
Porque allá donde miremos hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige medidas audaces y rápidas, y actuaremos, no solo para crear nuevos empleos, sino también para sentar nuevos cimientos para el crecimiento. Construiremos carreteras y puentes, las redes eléctricas y las líneas digitales que alimentan nuestro comercio y nos mantienen unidos. Restauraremos la ciencia al lugar que le corresponde y aprovecharemos las maravillas de la tecnología para mejorar la calidad de la salud y reducir sus costos. Aprovecharemos el sol y el viento y la tierra como combustible para nuestros vehículos y nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas, colegios y universidades para hacer frente a las necesidades de una nuera era. Todo esto lo podemos hacer. Y todo esto lo haremos.
Ahora bien, hay quienes cuestionan el alcance de nuestras ambiciones, quienes dicen que nuestro sistema no puede tolerar demasiados planes grandes. Su memoria es corta. Porque han olvidado lo que este país ya ha hecho; lo que hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une al propósito común y la necesidad a la valentía.
Lo que no entienden los cínicos es que el terreno que pisan ha cambiado, que los viejos argumentos políticos que nos han consumido durante tanto tiempo ya no tienen validez.
La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno es demasiado grande o pequeño, sino si funciona, si ayuda a las familias a encontrar empleos con salarios decentes, atención de la salud que pueden costear y una jubilación digna. Donde la respuesta es afirmativa, seguiremos adelante. Donde sea negativa, los programas se acabarán. Y aquellos de nosotros que manejamos el dinero público tendremos que rendir cuentas, gastar con sabiduría, cambiar los malos hábitos y hacer nuestro trabajo a la luz del día, porque solo así podremos restaurar la confianza vital entre un pueblo y su gobierno.
La cuestión tampoco es si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder para generar riqueza y ampliar la libertad no tiene rival, pero esta crisis nos ha recordado que sin un ojo vigilante, el mercado puede descontrolarse y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo si favorece solo a los ricos. El éxito de nuestra economía ha dependido siempre no solo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad, de nuestra habilidad de ofrecer oportunidades a cada corazón dispuesto, no por caridad, sino porque es el camino más seguro hacia el bien común.
En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falsa la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros padres fundadores, al enfrentar peligros que apenas podemos imaginar, redactaron una carta para garantizar el estado de derecho y los derechos del hombre, una carta que se ha ampliado con la sangre de generaciones. Esos ideales todavía iluminan el mundo y no renunciaremos por conveniencia. Y a todos los pueblos y gobiernos que nos observan hoy, desde las grandes capitales hasta el pequeño pueblo donde nació mi padre: sepan que Estados Unidos es amigo de todos los países y de todos los hombres, mujeres y niños que buscan un futuro de paz y dignidad, y que estamos listos para asumir el liderazgo una vez más.
Recordemos que generaciones anteriores afrontaron el fascismo y el comunismo no solo con misiles y tanques, sino con sólidas alianzas y firmes convicciones. Comprendieron que nuestro poder por sí solo no puede protegernos ni nos da el derecho de hacer lo que queramos. Más bien, sabían que nuestro poder crece si lo usamos de forma prudente; que nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y las cualidades atenuantes de la humildad y la moderación.
Somos los guardianes de este legado. Guiados por esos principios una vez más, podemos hacer frente a las nuevas amenazas que exigen aún mayor esfuerzo, aún mayor cooperación y entendimiento entre los países. Comenzaremos a dejar Iraq, de manera responsable, en manos de su pueblo, y forjar una paz duramente ganada en Afganistán. Con viejos amigos y antiguos enemigos trabajaremos incansablemente para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No nos disculparemos por nuestro modo de vida, ni vacilaremos en su defensa, y para aquellos que pretenden lograr sus objetivos acudiendo al terrorismo y a la matanza de inocentes, les decimos que ahora nuestro espíritu es más fuerte y no puede romperse; no pueden perdurar más que nosotros les derrotaremos.
Porque sabemos que nuestro patrimonio multifacético es una fortaleza, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes –y de no creyentes. Nos caracterizamos por todos los idiomas y culturas, extraídos de todos los rincones de esta Tierra; y porque hemos probado el trago amargo de la guerra civil y la segregación y resurgido más fuertes y más unidos de ese oscuro capítulo, no podemos evitar creer que los viejos odios se desvanecerán algún día; que las divisiones tribales pronto se disolverán; que a medida que el mundo se hace más pequeño nuestra humanidad común se revelará, y que Estados Unidos debe desempeñar su papel en fomentar una nueva era de paz.
Al mundo musulmán, buscamos un nuevo camino adelante, basado en el interés mutuo y el respeto mutuo. A aquellos líderes del mundo que deseen sembrar el conflicto, o culpar a Occidente de los males de su sociedad: sepan que sus pueblos los juzgarán por lo que puedan construir, no por lo que destruyen. A quienes se aferran al poder por medio de la corrupción, el engaño y la represión de la disidencia, sepan que están en el lado equivocado de la Historia, pero que les extenderemos la mano si están dispuestos a abrir el puño.
A los pueblos de los países pobres, nos comprometemos a trabajar con ustedes para que sus granjas prosperen y que fluya el agua limpia; para dar de comer a los cuerpos desnutridos y alimentar las mentes hambrientas. Y a aquellos países que, como el nuestro, gozan de relativa abundancia, les decimos que no podemos permitir más la indiferencia ante los que sufren fuera de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos del mundo sin tener en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado, y nosotros tenemos que cambiar con él.
Al contemplar el camino que se abre ante nosotros, recordamos con humilde gratitud a aquellos estadounidenses valientes quienes, en este mismo momento, patrullan lejanos desiertos y distantes montañas. Tienen algo que decirnos hoy, así como lo héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no solo porque son los guardianes de nuestra libertad, sino también porque representan el espíritu de sacrificio; la voluntad de encontrar sentido en algo más grande que ellos mismos. Y sin embargo, en este momento, un momento que definirá una generación, es precisamente este espíritu el que nos debe impulsar a todos.
Por mucho que el gobierno pueda y deba hacer, en el fondo esta nación depende de la fe y la determinación del pueblo estadounidense. Es la bondad de acoger a un extraño cuando se rompen las presas, la abnegación de los trabajadores que prefieren reducir sus horas antes que ver a un amigo perder su empleo, lo que nos hace superar nuestras horas más oscuras. Es la valentía del bombero que sube una escalera llena de humo, pero también la disposición de un padre de criar a un niño, lo que finalmente decide nuestro destino.
Nuestros desafíos puede que sean nuevos. Los instrumentos con que los afrontamos puede que sean nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito: el trabajo duro y la honestidad, la valentía, el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo, esas son cosas viejas. Son cosas verdaderas. Han sido la fuerza silenciosa del progreso durante toda nuestra historia. Lo que se exige, entonces, es el regreso a esas verdades. Lo que se nos pide ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones hacia nosotros mismos, nuestro país y el mundo; obligaciones que no aceptamos a regañadientes, sino con alegría, sabiendo con firmeza que no hay nada más gratificante para el espíritu, nada que defina mejor nuestro carácter, que dar todo lo que podamos ante una tarea difícil.
Este es el precio y la promesa de la ciudadanía.
Esta es la fuente de nuestra confianza, saber que Dios nos llama a dar forma a un destino incierto.
Este es el significado de nuestra libertad y de nuestro credo, el porqué hombres, mujeres y niños de todas las razas y todos los credos pueden unirse en celebración a lo largo y ancho de esta magnífica explanada, el porqué un hombre a cuyo padre, hace menos de 60 años, quizá no hubieran servido en un restaurante local, está aquí hoy para prestar el juramento más sagrado.
Así que marquemos este día recordando quiénes somos y lo lejos que hemos caminado. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el más frío de los meses, un pequeño grupo de patriotas estaba apiñado en torno a las menguantes fogatas en las orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En un momento en el que el desenlace de nuestra revolución estaba en duda, el padre de nuestra nación ordenó que se leyeran estas palabras al pueblo:
“Que se informe al mundo del futuro... que en pleno invierno, cuando nada salvo la esperanza y la virtud podían sobrevivir,... la ciudad y el campo, alarmados ante un peligro común, salieron a hacerle frente”.
Estados Unidos, ante nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras dificultades, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas y resistamos las tormentas que se avecinen. Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que cuando fuimos puestos a prueba nos negamos a dejar que terminase el viaje, que no dimos la espalda, que no titubeamos y con los ojos fijos en el horizonte y con la gracia de Dios, llevamos adelante el gran regalo de la libertad y lo entregamos a salvo a las futuras generaciones.
Gracias, que Dios les bendiga, que Dios bendiga a Estados Unidos.
BARACK OBAMA
No hay comentarios:
Publicar un comentario