DISCURSO ANTE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE FRANCESA
“La Pena de Muerte”[1]
Maximiliano Robespierre (Maximilien François Marie Isidore de Robespierre)
[30 de Mayo de 1791]
Al llegar a Atenas la noticia de que se había condenado a muerte en Argos a algunos ciudadanos, se corrió a los templos y se conjuró a los dioses para que apartasen de los atenienses pensamientos tan crueles y tan funestos. Vengo a rogar no a los dioses, sino a los legisladores, que deben ser los órganos e intérpretes de las leyes eternas que la Divinidad ha dictado a los hombres, que borren del código de los franceses las leyes de sangre que ordenan homicidios jurídicos, y que repugnan a sus costumbres y a su nueva Constitución. Quiero probarles, primero, que la pena de muerte es esencialmente injusta; segundo, que no es la pena que más reprime, y que multiplica los crímenes mucho más que los previene.
Fuera de la sociedad civil, si un encarnizado enemigo viene a atacar mis días, o si, rechazado veinte veces, vuelve aún a devastar el campo que mis manos han cultivado, pues no puedo oponer sino mis fuerzas individuales a las suyas, preciso es que yo perezca o que le mate; y la ley de la defensa natural me justifica y me aprueba. Pero en la sociedad, cuando la fuerza de todos está armada contra uno solo, ¿qué principio de justicia puede autorizarle a darle muerte? ¿Qué necesidad puede absolverle de hacerlo? ¡A un vencedor que hace morir a sus enemigos cautivos se le llama bárbaro! ¡Un hombre adulto que degüella a un niño al que puede desarmar y castigar parece un monstruo! Un acusado al que la sociedad condena no es para ella sino un enemigo vencido e impotente; es ante ella más débil que un niño ante un hombre adulto.
Así, a ojos de la verdad y de la justicia estas escenas de muerte que ordena con tanto aparato no son otra cosa que viles asesinatos, que crímenes solemnes, cometidos, no por individuos sino por naciones enteras, con formas legales. Por crueles, por extravagantes que sean estas leyes, no os extrañéis: son obra de tiranos; son las cadenas con que afligen a la especie humana; son las armas con que la subyugan; se escribieron con sangre. No estaba permitido dar muerte a un ciudadano romano: tal era la ley que el pueblo se había dado. Mas Sila venció, y dijo: todos los que han tomado las armas contra mí son dignos de muerte. Octavio y sus compañeros de fechorías confirmaron esta ley.
Bajo Tiberio, haber alojado a Bruto fue un crimen digno de muerte. Calígula condenó a muerte a quienes habían sido tan sacrílegos como para desvestirse ante la imagen del emperador. Cuando la tiranía hubo inventado los crímenes de lesa majestad, que eran o acciones indiferentes o acciones heroicas, ¿quién habría osado pensar que podían merecer una pena más suave que la muerte, a menos de declararse a sí mismo culpable de lesa majestad?
Cuando el fanatismo, nacido de la unión monstruosa de la ignorancia y del despotismo, inventó a su vez los crímenes de lesa majestad divina, cuando concibió, en su delirio, el proyecto de vengar al mismo Dios, ¿no fue necesario ofrecerle también sangre, y ponerle al menos a la altura de los monstruos que se decían sus imágenes?
La pena de muerte es necesaria, dicen los partidarios de la antigua y bárbara rutina; sin ella no hay freno bastante poderoso para el crimen. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Habéis calculado todos los resortes por los cuales las leyes penales pueden actuar sobre la sensibilidad humana? ¡Ay! Antes que la muerte, ¡cuántos dolores físicos y morales no puede soportar el hombre!
El deseo de vivir cede al orgullo, la más imperiosa de todas las pasiones que dominan el corazón del hombre. La más terrible de todas las penas para el hombre social es el oprobio, es el abrumador testimonio de la execración pública. Cuando el legislador puede golpear a los ciudadanos por tantos puntos sensibles y de tantas maneras, ¿cómo podría creerse reducido a emplear la pena de muerte? Las penas no están hechas para atormentar a los culpables, sino para prevenir el crimen con el temor de incurrir en ellas.
El legislador que prefiere la muerte y las penas atroces a los medios más suaves que hay en su poder ultraja a la delicadeza pública, embota el sentimiento moral del pueblo que gobierna, semejante a un preceptor inhábil que, por el frecuente uso de castigos crueles, embrutece y degrada el alma de su alumno; en fin, desgasta y debilita los resortes del gobierno al querer manejarlos con demasiada fuerza.
El legislador que establece esta pena renuncia al saludable principio de que el medio más eficaz de reprimir los crímenes es adaptar las penas al carácter de las distintas pasiones que los producen, y de castigarlas, por así decirlo, por medio de sí mismas. Confunde todas las ideas, perturba todas las relaciones y contraría abiertamente el fin de las leyes penales.
La pena de muerte es necesaria, decís. Si lo es, ¿por qué algunos pueblos han sabido pasarse sin ella? ¿Por qué fatalidad han sido estos pueblos los más sabios, los más felices y los más libres? Si la pena de muerte es la más adecuada para prevenir grandes crímenes, es preciso que estos hayan sido más raros entre los pueblos que la han adoptado y prodigado. Sin embargo, ocurre precisamente lo contrario. Ved el Japón: en ninguna parte se prodigan tanto la pena de muerte y los suplicios; en ninguna parte son los crímenes tan frecuentes ni tan atroces. Se diría que los japoneses quieren competir en ferocidad con las bárbaras leyes que les ultrajan y les irritan. Las repúblicas de Grecia, donde las leyes eran moderadas, donde la pena de muerte era o infinitamente rara o absolutamente desconocida, ¿ofrecen más crímenes y menos virtud que los países gobernados por leyes de sangre? ¿Creéis que Roma fue mancillada por más fechorías cuando, en los días de su gloria, la ley Porcia hubo anulado las severas penas aprobadas por los reyes y por los decenviros, que lo fue bajo Sila, que las hizo revivir, y bajo los emperadores, que llevaron su rigor a un exceso digno de su infame tiranía? ¿Ha sido Rusia trastornada desde que la déspota que la gobierna ha suprimido enteramente la pena de muerte, como si hubiera querido expiar por medio de este acto de humanidad y de filosofía el crimen de retener a millones de seres humanos bajo el yugo del poder absoluto?
Escuchad la voz de la justicia y de la razón; os grita que los juicios humanos no son jamás lo bastante ciertos para que la sociedad pueda dar muerte a un hombre condenado por otros hombres sujetos al error. Aun si hubierais imaginado el más perfecto orden judicial; aun si hubierais hallado los jueces más íntegros y más esclarecidos, quedaría siempre sitio para el error y la prevención. ¿Por qué prohibiros el medio de repararlos? ¿Por qué condenaros a la imposibilidad de tender una mano compasiva a la inocencia oprimida? ¡Qué importan esas estériles lamentaciones, esas reparaciones ilusorias que acordáis a una sombra vana, a una ceniza insensible! Son los tristes testimonios de la bárbara temeridad de vuestras leyes penales. Arrebatar al hombre la posibilidad de expiar su fechoría con su arrepentimiento o con actos de virtud, cerrarle despiadadamente todo retorno a la virtud, la estima de sí mismo, apresurarse a hacerle descender, por así decir, a la tumba cubierto aún por la mancha reciente de su crimen, es a mis ojos el más horrible refinamiento de la crueldad.
El primer deber del legislador es formar y conservar las costumbres públicas, fuente de toda libertad, fuente de toda felicidad social. Cuando, persiguiendo un fin particular, se aparta de este fin general y esencial, comete el más grosero y el más funesto de los errores; es preciso pues que la ley presente siempre al pueblo el modelo más puro de la justicia y de la razón. Si, en lugar de esta severidad poderosa, serena, moderada que debe caracterizarlas disponen cólera y venganza; si hacen correr sangre humana, que pueden ahorrar y que no tienen el derecho de verter; si presentan a los ojos del pueblo escenas crueles y cadáveres mortificados por torturas, entonces alteran en el corazón de los ciudadanos las ideas de lo justo y de lo injusto, hacen germinar en el seno de la sociedad prejuicios feroces que producen otros a su vez. El hombre ya no es para el hombre un objeto tan sagrado: se tiene de su dignidad una idea menos grande cuando la autoridad pública se burla de su vida. La idea del homicidio inspira menos espanto cuando la misma ley da ejemplo y hace un espectáculo de él; el horror del crimen disminuye al no castigarlo la ley sino con otro crimen. Guardaos bien de confundir la eficacia de las penas con el exceso de severidad: el uno es absolutamente opuesto a la otra. Todo secunda a las leyes moderadas; todo conspira contra las leyes crueles.
Se ha observado que en los países libres los crímenes eran más raros y las leyes penales más suaves. Todas las ideas se sostienen. Los países libres son aquellos en los que se respetan los derechos del hombre y donde, en consecuencia, las leyes son justas. Dondequiera que ofenden a la humanidad con un exceso de rigor, esto es una prueba de que la dignidad del hombre no se conoce, de que la del ciudadano no existe; es una prueba de que el legislador no es sino un amo que manda a esclavos y que les castiga despiadadamente según su fantasía. Concluyo con esto que la pena de muerte sea abrogada.
“La Pena de Muerte”[1]
Maximiliano Robespierre (Maximilien François Marie Isidore de Robespierre)
[30 de Mayo de 1791]
Al llegar a Atenas la noticia de que se había condenado a muerte en Argos a algunos ciudadanos, se corrió a los templos y se conjuró a los dioses para que apartasen de los atenienses pensamientos tan crueles y tan funestos. Vengo a rogar no a los dioses, sino a los legisladores, que deben ser los órganos e intérpretes de las leyes eternas que la Divinidad ha dictado a los hombres, que borren del código de los franceses las leyes de sangre que ordenan homicidios jurídicos, y que repugnan a sus costumbres y a su nueva Constitución. Quiero probarles, primero, que la pena de muerte es esencialmente injusta; segundo, que no es la pena que más reprime, y que multiplica los crímenes mucho más que los previene.
Fuera de la sociedad civil, si un encarnizado enemigo viene a atacar mis días, o si, rechazado veinte veces, vuelve aún a devastar el campo que mis manos han cultivado, pues no puedo oponer sino mis fuerzas individuales a las suyas, preciso es que yo perezca o que le mate; y la ley de la defensa natural me justifica y me aprueba. Pero en la sociedad, cuando la fuerza de todos está armada contra uno solo, ¿qué principio de justicia puede autorizarle a darle muerte? ¿Qué necesidad puede absolverle de hacerlo? ¡A un vencedor que hace morir a sus enemigos cautivos se le llama bárbaro! ¡Un hombre adulto que degüella a un niño al que puede desarmar y castigar parece un monstruo! Un acusado al que la sociedad condena no es para ella sino un enemigo vencido e impotente; es ante ella más débil que un niño ante un hombre adulto.
Así, a ojos de la verdad y de la justicia estas escenas de muerte que ordena con tanto aparato no son otra cosa que viles asesinatos, que crímenes solemnes, cometidos, no por individuos sino por naciones enteras, con formas legales. Por crueles, por extravagantes que sean estas leyes, no os extrañéis: son obra de tiranos; son las cadenas con que afligen a la especie humana; son las armas con que la subyugan; se escribieron con sangre. No estaba permitido dar muerte a un ciudadano romano: tal era la ley que el pueblo se había dado. Mas Sila venció, y dijo: todos los que han tomado las armas contra mí son dignos de muerte. Octavio y sus compañeros de fechorías confirmaron esta ley.
Bajo Tiberio, haber alojado a Bruto fue un crimen digno de muerte. Calígula condenó a muerte a quienes habían sido tan sacrílegos como para desvestirse ante la imagen del emperador. Cuando la tiranía hubo inventado los crímenes de lesa majestad, que eran o acciones indiferentes o acciones heroicas, ¿quién habría osado pensar que podían merecer una pena más suave que la muerte, a menos de declararse a sí mismo culpable de lesa majestad?
Cuando el fanatismo, nacido de la unión monstruosa de la ignorancia y del despotismo, inventó a su vez los crímenes de lesa majestad divina, cuando concibió, en su delirio, el proyecto de vengar al mismo Dios, ¿no fue necesario ofrecerle también sangre, y ponerle al menos a la altura de los monstruos que se decían sus imágenes?
La pena de muerte es necesaria, dicen los partidarios de la antigua y bárbara rutina; sin ella no hay freno bastante poderoso para el crimen. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Habéis calculado todos los resortes por los cuales las leyes penales pueden actuar sobre la sensibilidad humana? ¡Ay! Antes que la muerte, ¡cuántos dolores físicos y morales no puede soportar el hombre!
El deseo de vivir cede al orgullo, la más imperiosa de todas las pasiones que dominan el corazón del hombre. La más terrible de todas las penas para el hombre social es el oprobio, es el abrumador testimonio de la execración pública. Cuando el legislador puede golpear a los ciudadanos por tantos puntos sensibles y de tantas maneras, ¿cómo podría creerse reducido a emplear la pena de muerte? Las penas no están hechas para atormentar a los culpables, sino para prevenir el crimen con el temor de incurrir en ellas.
El legislador que prefiere la muerte y las penas atroces a los medios más suaves que hay en su poder ultraja a la delicadeza pública, embota el sentimiento moral del pueblo que gobierna, semejante a un preceptor inhábil que, por el frecuente uso de castigos crueles, embrutece y degrada el alma de su alumno; en fin, desgasta y debilita los resortes del gobierno al querer manejarlos con demasiada fuerza.
El legislador que establece esta pena renuncia al saludable principio de que el medio más eficaz de reprimir los crímenes es adaptar las penas al carácter de las distintas pasiones que los producen, y de castigarlas, por así decirlo, por medio de sí mismas. Confunde todas las ideas, perturba todas las relaciones y contraría abiertamente el fin de las leyes penales.
La pena de muerte es necesaria, decís. Si lo es, ¿por qué algunos pueblos han sabido pasarse sin ella? ¿Por qué fatalidad han sido estos pueblos los más sabios, los más felices y los más libres? Si la pena de muerte es la más adecuada para prevenir grandes crímenes, es preciso que estos hayan sido más raros entre los pueblos que la han adoptado y prodigado. Sin embargo, ocurre precisamente lo contrario. Ved el Japón: en ninguna parte se prodigan tanto la pena de muerte y los suplicios; en ninguna parte son los crímenes tan frecuentes ni tan atroces. Se diría que los japoneses quieren competir en ferocidad con las bárbaras leyes que les ultrajan y les irritan. Las repúblicas de Grecia, donde las leyes eran moderadas, donde la pena de muerte era o infinitamente rara o absolutamente desconocida, ¿ofrecen más crímenes y menos virtud que los países gobernados por leyes de sangre? ¿Creéis que Roma fue mancillada por más fechorías cuando, en los días de su gloria, la ley Porcia hubo anulado las severas penas aprobadas por los reyes y por los decenviros, que lo fue bajo Sila, que las hizo revivir, y bajo los emperadores, que llevaron su rigor a un exceso digno de su infame tiranía? ¿Ha sido Rusia trastornada desde que la déspota que la gobierna ha suprimido enteramente la pena de muerte, como si hubiera querido expiar por medio de este acto de humanidad y de filosofía el crimen de retener a millones de seres humanos bajo el yugo del poder absoluto?
Escuchad la voz de la justicia y de la razón; os grita que los juicios humanos no son jamás lo bastante ciertos para que la sociedad pueda dar muerte a un hombre condenado por otros hombres sujetos al error. Aun si hubierais imaginado el más perfecto orden judicial; aun si hubierais hallado los jueces más íntegros y más esclarecidos, quedaría siempre sitio para el error y la prevención. ¿Por qué prohibiros el medio de repararlos? ¿Por qué condenaros a la imposibilidad de tender una mano compasiva a la inocencia oprimida? ¡Qué importan esas estériles lamentaciones, esas reparaciones ilusorias que acordáis a una sombra vana, a una ceniza insensible! Son los tristes testimonios de la bárbara temeridad de vuestras leyes penales. Arrebatar al hombre la posibilidad de expiar su fechoría con su arrepentimiento o con actos de virtud, cerrarle despiadadamente todo retorno a la virtud, la estima de sí mismo, apresurarse a hacerle descender, por así decir, a la tumba cubierto aún por la mancha reciente de su crimen, es a mis ojos el más horrible refinamiento de la crueldad.
El primer deber del legislador es formar y conservar las costumbres públicas, fuente de toda libertad, fuente de toda felicidad social. Cuando, persiguiendo un fin particular, se aparta de este fin general y esencial, comete el más grosero y el más funesto de los errores; es preciso pues que la ley presente siempre al pueblo el modelo más puro de la justicia y de la razón. Si, en lugar de esta severidad poderosa, serena, moderada que debe caracterizarlas disponen cólera y venganza; si hacen correr sangre humana, que pueden ahorrar y que no tienen el derecho de verter; si presentan a los ojos del pueblo escenas crueles y cadáveres mortificados por torturas, entonces alteran en el corazón de los ciudadanos las ideas de lo justo y de lo injusto, hacen germinar en el seno de la sociedad prejuicios feroces que producen otros a su vez. El hombre ya no es para el hombre un objeto tan sagrado: se tiene de su dignidad una idea menos grande cuando la autoridad pública se burla de su vida. La idea del homicidio inspira menos espanto cuando la misma ley da ejemplo y hace un espectáculo de él; el horror del crimen disminuye al no castigarlo la ley sino con otro crimen. Guardaos bien de confundir la eficacia de las penas con el exceso de severidad: el uno es absolutamente opuesto a la otra. Todo secunda a las leyes moderadas; todo conspira contra las leyes crueles.
Se ha observado que en los países libres los crímenes eran más raros y las leyes penales más suaves. Todas las ideas se sostienen. Los países libres son aquellos en los que se respetan los derechos del hombre y donde, en consecuencia, las leyes son justas. Dondequiera que ofenden a la humanidad con un exceso de rigor, esto es una prueba de que la dignidad del hombre no se conoce, de que la del ciudadano no existe; es una prueba de que el legislador no es sino un amo que manda a esclavos y que les castiga despiadadamente según su fantasía. Concluyo con esto que la pena de muerte sea abrogada.
MAXIMILIANO ROBESPIERRE
[1] El 16 de enero de 1793 su autor votó en la Convención sobre el destino del ciudadano Luis Capeto, antes conocido como Luis XVI, de este modo: “El sentimiento que me llevó a pedir, aunque en vano, a la Asamblea Constituyente la abolición de la pena de muerte es el mismo que me fuerza hoy a pedir que se la aplique al tirano de mi patria y a la realeza misma en su persona. Voto por la muerte”.
[1] El 16 de enero de 1793 su autor votó en la Convención sobre el destino del ciudadano Luis Capeto, antes conocido como Luis XVI, de este modo: “El sentimiento que me llevó a pedir, aunque en vano, a la Asamblea Constituyente la abolición de la pena de muerte es el mismo que me fuerza hoy a pedir que se la aplique al tirano de mi patria y a la realeza misma en su persona. Voto por la muerte”.
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