DISCURSO EN LA UNIVERSIDAD DE LA SORBONA, FRANCIA
Raúl Alfonsín
[19 de Septiembre de 1985]
Señora rectora:
Es una gran honra para todo amante de la cultura, ser recibido en una de las más antiguas y célebres universidades del mundo.
Como presidente de los argentinos, a quien hoy La Sorbona tiene la generosidad de distinguir, siento que esa honra posee una dimensión muy especial: sé muy bien que esta distinción enaltece a todo mi país, a sus tradiciones científicas, artísticas y filosóficas. Así la acepto y así la recibo.
No hay un verdadero amante de la cultura que no sea, al mismo tiempo, un ardiente partidario de la libertad y de la justicia, es que sin estos valores, aquélla es inconcebible.
La universidad de París, nacida a fines del siglo XII, nos recuerda en sus comienzos los viejos y siempre nuevos temas de la libertad y de la justicia. No en vano esta universidad adquirió su auténtica fisonomía cuando sus profesores y alumnos obtuvieron, a mediados del siglo XIII, la independencia para decidir por sí mismos las modalidades educativas y los temas de estudio, y para concertar la admisión de los profesores y la elección de las autoridades. En vano Robert de Sorbon abrió su colegio para ayudar a los estudiantes pobres.
Las conquistas alcanzadas hace más de siete siglos por los alumnos y los maestros de la incipiente universidad de París se lograron luego de una serie de conflictos que culminaron en motines, huelgas y aun exilios. Asombra que esas turbulencias sólo se suelen adjudicar a nuestra época. Quienes así lo hacen, olvidan los antecedentes del asentamiento de las grandes universidades europeas. Olvidan que la lucha para la participación de profesores y alumnos fue esencial para el surgimiento de las universidades. Hoy más que nunca debe seguir siéndolo.
No se trata, sin embargo, sólo de una lucha por la participación. Hay algo más profundo en todo ello. Algo que tiene que ver nada más ni nada menos que con la misión de la universidad y con la esencia de la cultura.
¿De qué valdría la ciencia más sofisticada, o el arte y la literatura más refinados, o los mejores laboratorios de investigación, las más completas bibliotecas, o las más exquisitas escuelas de pensamiento? ¿De qué valdrían, en suma, la enseñanza más perfecta y moderna, las elucubraciones más altas y deslumbrantes, si no fuéramos capaces de ponerlas al servicio de la formación de hombres libres y solidarios?
¿De qué valdría producir profesionales, investigadores y estudiosos desconocedores de los valores humanistas?
Estos interrogantes se plantearon y se respondieron en mi país en 1918.
Los universitarios se alzaron entonces contra un sistema educativo exclusivista, ajeno a las circunstancias políticas y sociales, aislado de la sociedad, que fundamentalmente se proponía fabricar profesionales destinados a sostener y afianzar el statu quo. Los jóvenes que iniciaron su lucha en la ciudad de Córdoba y que de allí la transmitieron a la Argentina toda y al resto de la América Latina, querían que la democracia conquistada sólo unos años antes-, llegara también a las universidades.
El movimiento de la reforma universitaria se propuso obtener la autonomía de las universidades frente a los poderes públicos, la libertad de cátedra y la participación de los alumnos y los profesores en su dirección.
Fue, de algún modo, un retorno a las fuentes. Pero también fue un avance hacia nuevos compromisos con la educación, con la sociedad y con un sistema de vida democrático. Me enorgullece señalar -señora rectora- que la reforma universitaria fue consolidada durante el gobierno del presidente Yrigoyen, y que una de sus banderas fue que la enseñanza común debe ser una obligación del Estado, la más importante quizá de sus obligaciones. Nosotros continuamos con esa tradición: sabemos que no hay verdadera soberanía popular sin una educación común, genuina y amplia. Casi diría que "educación común" es el nombre que los humanistas damos al valor soberano del pueblo.
Los mismos intereses que habían sido combatidos por la reforma universitaria volvieron por sus fueros: destruyeron el orden constitucional y por más de medio siglo -con breves excepciones-las universidades argentinas fueron centro de violencias ideológicas, despotismo, en suma, el punto de origen de un oscurantismo que llegó a negar el valor mismo de la ciencia.
Este triste cuadro respondió, sin duda, al cuadro general de un país azotado por el autoritarismo, tironeado por desencuentros internos y externos y herido muy profundamente por su divorcio con la libertad y con la justicia.
Hace casi dos años los argentinos pusimos fin a esa larga y dolorosa decadencia. Inauguramos una nueva etapa, nos propusimos vivir una vida caracterizada por la racionalidad, la vigencia del derecho y el primado de la concordia y de la justicia social. Nos propusimos vivir plenamente en un sistema de vida democrático.
Señora rectora: percibo que más que al responsable de una administración, se ha distinguido al portavoz de un pueblo que ha conseguido recuperar una condición esencial: la vigencia del derecho a la vida y a la esperanza, una condición que -lo señalo con orgullo extiende hoy su vigencia a la mayor parte de nuestra Latinoamérica. La consolidación del estado de derecho, la efectivización de la participación social y el avance en el proceso de dignificar en todos los planos al hombre, son las metas claras de nuestros pueblos.
El restablecimiento de la democracia en la Argentina ha significado proponerse la difícil tarea de restañar las profundas heridas abiertas, de reconstituir el tejido social y político desgarrado en el pasado reciente.
Es así como en estos dos primeros anos de gobierno hemos adoptado un conjunto de medidas que expresan, más que la mera decisión de un grupo de hombres, la firme convicción colectiva de nuestra sociedad. Es así como:
Hemos promovido la investigación de las violaciones de los derechos humanos cometidas en el pasado y hemos decidido el juzgamiento de los responsables a través de los órganos judiciales competentes y dentro de las garantías del debido proceso legal.
Hemos derogado la pena de muerte, hemos establecido para la tortura la misma pena que para el homicidio y hemos ampliado las posibilidades del hábeas corpus.
Hemos eliminado todo tipo de censura de las ideas y de las opiniones.
Hemos derogado una extensa legislación represiva.
Hemos cambiado la idea de la seguridad nacional por el principio de la defensa nacional.
Hemos aprobado y ratificado convenciones internacionales relativas a los derechos humanos y hemos reconocido la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Hemos enviado al Congreso proyectos de ley que se proponen evitar toda forma de discriminación.
Hemos organizado un Plan Alimentario Nacional que nos ha permitido garantizar a varios millones de argentinos no sólo una alimentación adecuada, sino también su integración a planes sanitarios y educativos.
Hemos desarrollado asimismo un plan de reordenamiento económico y de reconstrucción del aparato productivo, cuyo objetivo inmediato es hacer descender drásticamente los índices pavorosos de inflación que habíamos alcanzado.
El éxito que hemos logrado en esta área se debe fundamentalmente al decidido apoyo que la sociedad argentina ha brindado a nuestra propuesta económica.
Hemos demostrado nuestra vocación para dirimir pacíficamente las controversias internacionales, al firmar un tratado de paz y amistad con la República de Chile, que también fue apoyado mayoritariamente por el pueblo argentino.
Hemos volcado, por fin, nuestros esfuerzos en el ámbito internacional para bregar por un nuevo orden económico que sea más justo y solidario, y para impedir el holocausto de la humanidad a través de un conflicto nuclear.
Estas medidas, estas políticas, son el fruto de una adhesión profunda y franca a una filosofía política que se basa fundamentalmente en la idea de que el primado de la libertad y de la justicia son las metas necesarias de todo gobierno, y que se sustenta además en la tesis que los conflictos que se producen en la sociedad civil y política surgen fundamentalmente por las limitaciones y los obstáculos que permanentemente se oponen a la realización de esos valores.
Dentro de ese marco, creemos que la acción educativa del gobierno debe llevarse a cabo con imaginación Y con creatividad. Una de nuestras primeras medidas fue devolver a las universidades el lugar que les corresponde en el progreso de la sociedad Y en la construcción de nuestra democracia. Sus puertas se han abierto otra vez de par en par, y el aire fresco de la vida contemporánea ha barrido ya el silencio Y el atraso.
Nuestras universidades trabajan para que la Argentina juegue un papel en el futuro de la humanidad. No nos importan las diferencias de escuelas, no nos preocupan las diferencias institucionales, no nos arredran las oposiciones entre la teoría Y la práctica. Estas y otras divergencias nutren a nuestra universidad democrática, que ayuda así a afianzar una sociedad pluralista en la que tenga vigencia la cultura de la diversidad, de la discrepancia, de la racionalidad Y del pensamiento crítico.
Los intelectuales Y los científicos argentinos tienen no sólo la posibilidad sino el deber de proponer al país nuevas ideas, orientando debates acerca de la Argentina que estamos edificando.
Estos objetivos, estos deberes, estos aportes de nuestras universidades y de nuestros universitarios no terminan en los límites de la Argentina, como no terminan en los límites de Francia las actividades de esta señera universidad. y no terminan allí porque las universidades, como órganos de la democracia, se deben ocupar también de esa maravillosa aventura de todas las épocas Y de todas las latitudes: la lucha por un mundo mejor, por una paz cierta, por una justicia social palpable. La lucha por el reconocimiento de la dignidad humana.
Hago votos, señora rectora, para que esa labor común de vuestra universidad dé frutos promisorios. Conozco muy bien la tradición humanística de esta célebre universidad. y me enaltece recibir esta distinción de una universidad empeñada en luchar por el porvenir que los hombres -todos los hombres- merecen.
Muchas gracias.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN
Raúl Alfonsín
[19 de Septiembre de 1985]
Señora rectora:
Es una gran honra para todo amante de la cultura, ser recibido en una de las más antiguas y célebres universidades del mundo.
Como presidente de los argentinos, a quien hoy La Sorbona tiene la generosidad de distinguir, siento que esa honra posee una dimensión muy especial: sé muy bien que esta distinción enaltece a todo mi país, a sus tradiciones científicas, artísticas y filosóficas. Así la acepto y así la recibo.
No hay un verdadero amante de la cultura que no sea, al mismo tiempo, un ardiente partidario de la libertad y de la justicia, es que sin estos valores, aquélla es inconcebible.
La universidad de París, nacida a fines del siglo XII, nos recuerda en sus comienzos los viejos y siempre nuevos temas de la libertad y de la justicia. No en vano esta universidad adquirió su auténtica fisonomía cuando sus profesores y alumnos obtuvieron, a mediados del siglo XIII, la independencia para decidir por sí mismos las modalidades educativas y los temas de estudio, y para concertar la admisión de los profesores y la elección de las autoridades. En vano Robert de Sorbon abrió su colegio para ayudar a los estudiantes pobres.
Las conquistas alcanzadas hace más de siete siglos por los alumnos y los maestros de la incipiente universidad de París se lograron luego de una serie de conflictos que culminaron en motines, huelgas y aun exilios. Asombra que esas turbulencias sólo se suelen adjudicar a nuestra época. Quienes así lo hacen, olvidan los antecedentes del asentamiento de las grandes universidades europeas. Olvidan que la lucha para la participación de profesores y alumnos fue esencial para el surgimiento de las universidades. Hoy más que nunca debe seguir siéndolo.
No se trata, sin embargo, sólo de una lucha por la participación. Hay algo más profundo en todo ello. Algo que tiene que ver nada más ni nada menos que con la misión de la universidad y con la esencia de la cultura.
¿De qué valdría la ciencia más sofisticada, o el arte y la literatura más refinados, o los mejores laboratorios de investigación, las más completas bibliotecas, o las más exquisitas escuelas de pensamiento? ¿De qué valdrían, en suma, la enseñanza más perfecta y moderna, las elucubraciones más altas y deslumbrantes, si no fuéramos capaces de ponerlas al servicio de la formación de hombres libres y solidarios?
¿De qué valdría producir profesionales, investigadores y estudiosos desconocedores de los valores humanistas?
Estos interrogantes se plantearon y se respondieron en mi país en 1918.
Los universitarios se alzaron entonces contra un sistema educativo exclusivista, ajeno a las circunstancias políticas y sociales, aislado de la sociedad, que fundamentalmente se proponía fabricar profesionales destinados a sostener y afianzar el statu quo. Los jóvenes que iniciaron su lucha en la ciudad de Córdoba y que de allí la transmitieron a la Argentina toda y al resto de la América Latina, querían que la democracia conquistada sólo unos años antes-, llegara también a las universidades.
El movimiento de la reforma universitaria se propuso obtener la autonomía de las universidades frente a los poderes públicos, la libertad de cátedra y la participación de los alumnos y los profesores en su dirección.
Fue, de algún modo, un retorno a las fuentes. Pero también fue un avance hacia nuevos compromisos con la educación, con la sociedad y con un sistema de vida democrático. Me enorgullece señalar -señora rectora- que la reforma universitaria fue consolidada durante el gobierno del presidente Yrigoyen, y que una de sus banderas fue que la enseñanza común debe ser una obligación del Estado, la más importante quizá de sus obligaciones. Nosotros continuamos con esa tradición: sabemos que no hay verdadera soberanía popular sin una educación común, genuina y amplia. Casi diría que "educación común" es el nombre que los humanistas damos al valor soberano del pueblo.
Los mismos intereses que habían sido combatidos por la reforma universitaria volvieron por sus fueros: destruyeron el orden constitucional y por más de medio siglo -con breves excepciones-las universidades argentinas fueron centro de violencias ideológicas, despotismo, en suma, el punto de origen de un oscurantismo que llegó a negar el valor mismo de la ciencia.
Este triste cuadro respondió, sin duda, al cuadro general de un país azotado por el autoritarismo, tironeado por desencuentros internos y externos y herido muy profundamente por su divorcio con la libertad y con la justicia.
Hace casi dos años los argentinos pusimos fin a esa larga y dolorosa decadencia. Inauguramos una nueva etapa, nos propusimos vivir una vida caracterizada por la racionalidad, la vigencia del derecho y el primado de la concordia y de la justicia social. Nos propusimos vivir plenamente en un sistema de vida democrático.
Señora rectora: percibo que más que al responsable de una administración, se ha distinguido al portavoz de un pueblo que ha conseguido recuperar una condición esencial: la vigencia del derecho a la vida y a la esperanza, una condición que -lo señalo con orgullo extiende hoy su vigencia a la mayor parte de nuestra Latinoamérica. La consolidación del estado de derecho, la efectivización de la participación social y el avance en el proceso de dignificar en todos los planos al hombre, son las metas claras de nuestros pueblos.
El restablecimiento de la democracia en la Argentina ha significado proponerse la difícil tarea de restañar las profundas heridas abiertas, de reconstituir el tejido social y político desgarrado en el pasado reciente.
Es así como en estos dos primeros anos de gobierno hemos adoptado un conjunto de medidas que expresan, más que la mera decisión de un grupo de hombres, la firme convicción colectiva de nuestra sociedad. Es así como:
Hemos promovido la investigación de las violaciones de los derechos humanos cometidas en el pasado y hemos decidido el juzgamiento de los responsables a través de los órganos judiciales competentes y dentro de las garantías del debido proceso legal.
Hemos derogado la pena de muerte, hemos establecido para la tortura la misma pena que para el homicidio y hemos ampliado las posibilidades del hábeas corpus.
Hemos eliminado todo tipo de censura de las ideas y de las opiniones.
Hemos derogado una extensa legislación represiva.
Hemos cambiado la idea de la seguridad nacional por el principio de la defensa nacional.
Hemos aprobado y ratificado convenciones internacionales relativas a los derechos humanos y hemos reconocido la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Hemos enviado al Congreso proyectos de ley que se proponen evitar toda forma de discriminación.
Hemos organizado un Plan Alimentario Nacional que nos ha permitido garantizar a varios millones de argentinos no sólo una alimentación adecuada, sino también su integración a planes sanitarios y educativos.
Hemos desarrollado asimismo un plan de reordenamiento económico y de reconstrucción del aparato productivo, cuyo objetivo inmediato es hacer descender drásticamente los índices pavorosos de inflación que habíamos alcanzado.
El éxito que hemos logrado en esta área se debe fundamentalmente al decidido apoyo que la sociedad argentina ha brindado a nuestra propuesta económica.
Hemos demostrado nuestra vocación para dirimir pacíficamente las controversias internacionales, al firmar un tratado de paz y amistad con la República de Chile, que también fue apoyado mayoritariamente por el pueblo argentino.
Hemos volcado, por fin, nuestros esfuerzos en el ámbito internacional para bregar por un nuevo orden económico que sea más justo y solidario, y para impedir el holocausto de la humanidad a través de un conflicto nuclear.
Estas medidas, estas políticas, son el fruto de una adhesión profunda y franca a una filosofía política que se basa fundamentalmente en la idea de que el primado de la libertad y de la justicia son las metas necesarias de todo gobierno, y que se sustenta además en la tesis que los conflictos que se producen en la sociedad civil y política surgen fundamentalmente por las limitaciones y los obstáculos que permanentemente se oponen a la realización de esos valores.
Dentro de ese marco, creemos que la acción educativa del gobierno debe llevarse a cabo con imaginación Y con creatividad. Una de nuestras primeras medidas fue devolver a las universidades el lugar que les corresponde en el progreso de la sociedad Y en la construcción de nuestra democracia. Sus puertas se han abierto otra vez de par en par, y el aire fresco de la vida contemporánea ha barrido ya el silencio Y el atraso.
Nuestras universidades trabajan para que la Argentina juegue un papel en el futuro de la humanidad. No nos importan las diferencias de escuelas, no nos preocupan las diferencias institucionales, no nos arredran las oposiciones entre la teoría Y la práctica. Estas y otras divergencias nutren a nuestra universidad democrática, que ayuda así a afianzar una sociedad pluralista en la que tenga vigencia la cultura de la diversidad, de la discrepancia, de la racionalidad Y del pensamiento crítico.
Los intelectuales Y los científicos argentinos tienen no sólo la posibilidad sino el deber de proponer al país nuevas ideas, orientando debates acerca de la Argentina que estamos edificando.
Estos objetivos, estos deberes, estos aportes de nuestras universidades y de nuestros universitarios no terminan en los límites de la Argentina, como no terminan en los límites de Francia las actividades de esta señera universidad. y no terminan allí porque las universidades, como órganos de la democracia, se deben ocupar también de esa maravillosa aventura de todas las épocas Y de todas las latitudes: la lucha por un mundo mejor, por una paz cierta, por una justicia social palpable. La lucha por el reconocimiento de la dignidad humana.
Hago votos, señora rectora, para que esa labor común de vuestra universidad dé frutos promisorios. Conozco muy bien la tradición humanística de esta célebre universidad. y me enaltece recibir esta distinción de una universidad empeñada en luchar por el porvenir que los hombres -todos los hombres- merecen.
Muchas gracias.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN
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