DISCURSO EN DEFENSA DE LA INTERNACIONAL [1] [2]
"Defiendo la legalidad de la Primera Internacional, dentro de la Constitución de 1869, y el derecho de los obreros a asociarse libremente"
"Defiendo la legalidad de la Primera Internacional, dentro de la Constitución de 1869, y el derecho de los obreros a asociarse libremente"
Nicolás Salmerón [3]
[26 de Octubre de 1871]
PROPOSICIÓN DEL SR. SAAVEDRA A PROPÓSITO DE LAS MANIFESTACIONES QUE RESPECTO DE LA INTERNACIONAL HIZO EL SR. MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN
"Pedimos al Congreso se sirva declarar que ha visto con satisfacción las manifestaciones que acaba de hacer el señor ministro de la Gobernación acerca de la Internacional".
Palacio del Congreso, 18 de Octubre de 1871. - Joaquín Saavedra - Cándido Martínez - Francisco Barrenechea - Joaquín Garrido - Ángel Mansi – Pedro Muñoz Sepúlveda. - Pío Gullon
SESIÓN DEL 26 DE OCTUBRE DE 1871
Señores Diputados:
Debo ante todo justificar el voto de censura al Ministro de la Gobernación, que tuve la honra de proponer al Congreso a consecuencia de las doctrinas, en mi sentir, anti-constitucionales que sostuvo y de las conclusiones que, traspasando los limites del Poder ejecutivo, afirmó al contestará a la interpelación del Sr. Jove y Hévia; y no puedo pasar en silencio la causa, para mí doblemente sensible, que me impidió apoyarlo.
Yo creía señores diputados, y sigo creyendo sin que nada pueda apartarme de esta mi creencia, que es interés de todos, sin diferencia de partidos, mantener la integridad del derecho común cuando se trata de saber si bajo el amparo de la Constitución pueden vivir todos los españoles, sean cualesquiera sus opiniones políticas, sean cualesquiera sus aspiraciones y sus tendencias sociales; así los que piensan que todo lo antiguo se derrumba y que no bastan puntales para salvar de la inminente ruina el viejo edificio social como los que creen que, para acabar con la agitación revolucionaria de nuestros tiempos, es preciso volver la vista a las antiguas ideas que han dado días de gloria y de prosperidad a la patria. Cuando se trata de saber, repito, si los que nos hallamos en los dos polos de la vida social podemos vivir al amparo de la Constitución, es preciso, es urgente que los representantes del país declaren que toda idea innovadora, y aun toda utopia, como toda tendencia reaccionaria, pueden producirse a la luz del día, propalarse en la plaza pública, sin apelar a las maquinaciones tenebrosas de la conspiración y de las sediciones que impiden el acompasado movimiento del progreso, amagando con la destrucción de lo existente, y haciendo imposible la pacífica edificación de lo porvenir.
Como yo, señores diputados, tenia la profunda creencia de que aquí debemos confundirnos todos, desde los carlistas hasta los republicanos, en una aspiración común, la de que se mantenga la santidad de nuestro derecho para defender nuestras opiniones, para propagar nuestras aspiraciones, para ganar, en suma, si tanto pudiéramos, el voto del país y la opinión del mundo; por esto, lleno de sorpresa de un lado ante el silencio de la Asamblea, que no protestaba contra las declaraciones del Gobierno, y por otro verdaderamente dolido al ver que se pretende proscribir una de las tendencias más capitales de los tiempos modernos, envenenando con el odio y aun la saña la lucha social entre las clases proletarias y las conservadoras, me decidí a presentar un voto de censura contra el ministro de la Gobernación, no tanto para manifestar que este mi deseo debía ser igualmente patrocinado por todos los lados de la Cámara sin excepción de opiniones, sino para defender la santidad de la ley, la inviolabilidad del derecho escrito, no se si con dañada intención, o si por ignorancia, a si con ambas cosas juntas, menospreciada y hollada por las palabras de un ministro. Bien es cierto que el señor ministro de la Gobernación, no se si por extraño consejo o por la propia reflexión, hubo de poner un tan completo correctivo a las frases de su primer discurso, que ha sido calificado de una completa y cabal contradicción. Pero lo que yo en este punto puedo decir, toda vez que el ministro de la Gobernación no ha protestado contra ello, es que un ministro que sostiene un punto de vista en una cuestión de tan vital trascendencia como esta, y al día siguiente lo contradice, debe antes, y para poder rehacer su pensamiento, abandonar ese sitio, porque no se puede dignamente gobernar al país sin mantener un criterio firme y seguro que sea garantía, no ya para los diputados, sino para la nación, de que no se ha de anochecer bajo la custodia del poder que debe amparar los derechos consagrados por la Constitución , y acaso amanecer con quien trata de hollados, o mutilarlos por una torpe y aviesa interpretación.
Pero hay más, señores diputados. Se había permitido el ministro de la Gobernación hacer dos afirmaciones que eran los fundamentos en que yo apoyaba el voto de censura que tuve la honra de presentar el día pasado. “Las asociaciones, decía, pueden ser disueltas; tanto porque persigan un fin inmoral, como porque comprometan la seguridad del Estado.” Cuando tal afirmaba, permítamelo S. S., permítamelo el Congreso, ignoraba de todo punto la capital diferencia entre el derecho y el poder que la ciencia moderna, mal que le pese al Sr. Alonso Martínez, ha hecho sobre todo lo antes pensado, sobre todo lo ates realizado en la sociedad, y que no alcanzan o que no quieren comprender los doctrinarios, cayendo en la impotencia y perversión que la falta de ideas produce, porque no es posible que quien no sabe concebir los principios fundamentales de la vida, pueda luego ser el hábil artista encargado de realizarlos en la práctica. Cuando en la Constitución del Estado se afirma y declara el derecho de los ciudadanos, y al declararlo se deslinda se limita la esfera de su acción, no por eso se concede en aquel limite atribución a un poder, ni a todos los poderes juntos, para poner su mano profana sobre aquellos derechos que son los fundamentos de la ley y que regulan el organismo" de las instituciones jurídicas. Pues quien tenga ojos para leer y mediano sentido para penetrar a través de la letra muerta de lo escrito, y no tenga un espíritu mezquino por falta de ideas, y un entendimiento mohoso por falta de ejercicio en contemplarlas y aplicarlas, ¿no entiende, al leer el art. 17 de la Constitución, que se trata de la declaración de un derecho, y que , aun cuando se le limita, de ninguna manera se autoriza al poder para negarlo y destruirlo, lo cual seria otorgarle una fuerza contra el derecho mismo que es solo llamado a garantir? (Murmullos).
Oíd un poco, señores diputados, porque por nuevo y extraño que pueda pareceros mi criterio, importa mucho que penséis dónde está la razón , y veáis si es cierto que, apartándose de él, quedan sin amparo los derechos individuales, hoy grandemente comprometidos por la evolución que han hecho ciertos progresistas hacia la fracción más conservadora de la Cámara.
Como se ha leído, y (no lo atribuyáis a soberbia ni a pretensión de mi parte) no se ha penetrado en el espíritu del precepto constitucional, se han cometido en este debate graves errores que menguan la extensión del derecho y pervierten la acción del Poder ejecutivo, Dice el art. 17: “Tampoco podrá ser privado ningún español del derecho de asociarse para todos los fines de la vida humana que no sean contrarios la moral pública”.
Notad, señores diputados, que en este artículo se declara y se consagra el derecho del ciudadano español; notad que en este articulo no piensa el legislador en determinar la esfera de las atribuciones del Poder ejecutivo, con relación al derecho de asociación.
¿Sabe el señor ministro de la Gobernación lo que esto significa? ¿Lo saben los señores diputados? Al ministro de le Gobernación se lo deben enseñar los tribunales de justicia; y ante ellos, ya que no lo ha podido hacer en las aulas, podría aprender la interpretación del derecho (Rumores) y conocer su recta aplicación.
Lo que la Constitución ha querido consagrar lisa y llanamente, señores diputados, es : que todo ciudadano puede asociarse para los fines racionales de la vida, no contrarios a la moral, y exigir de los tribunales de justicia y de todos los poderes del Estado que le amparen en el ejercicio de su sacratísimo derecho. Pero si la asociación tiene por objeto fines contrarios la moral, entonces no tiene el ciudadano facultad para exigir de los Poderes ejecutivo y judicial que lo amparen en el ejercicio de ese derecho y consagren sus efectos jurídicos. Aquí, pues, es el derecho en toda su plenitud lo que se ha querido afirmar y consagrar categóricamente; mas de ninguna manera se ha pensado en determinar la esfera del Poder del Estado.
¡Medrados estaríamos, señores diputados, si después de un siglo desde la revolución francesa acá; si desde que se ha comenzado a trabajar en la ciencia del derecho, bajo los principios fundamentales indagados por la razón humana, nos halláramos sin haber descubierto que hay una capital, una profunda diferencia entre el derecho y el poder! ¿Pues no sabéis que el derecho se funda, que el derecho todo radica en la naturaleza humana? ¿No sabéis que es ingénito en la conciencia racional y que tiene su fundamento supremo en el Ser infinito que condiciona absolutamente a todas las criaturas?
Pues que, ¿no sabéis que el poder es meramente una relación de la actividad para determinar de un modo efectivo la esencia que ha de realizarse y producirse en la vida? ¿No comprendéis que mientras el derecho es absoluto en la naturaleza racional humana, el poder es de suyo esencialmente limitado al fin y a la función particular a que se consagra y en que se determina? ¿Pues quién de vosotros puede pensar, si momento reflexiona, que el Estado tenga derechos primarios, cuando a sus funciones solo corresponden los derechos secundarios nacidos de la representación determinada por la soberanía nacional, mediante el sufragio? En cambio, el derecho, en si mismo absoluto, no pende del Poder legislativo, el cual únicamente puede declararlo y consagrarlo, porque su fundamento, su principio está en la naturaleza racional del hombre. Pero sobre este punto, yo habré de volver mas tarde. Básteme ahora lo dicho para mostraros como no era una exageración mía el pensar que el ministro de la Gobernación ignoraba de todo punto el sentido íntimo del art. 17 de la Constitución, y confundía de una manera lastimosa para el derecho, y para S. S verdaderamente lamentable; el derecho reconocido por la Constitución en el ciudadano , con el poder que se da y otorga mediante representación al Estado para que garantice y consagre de un modo verdaderamente inviolable el derecho mismo previamente reconocido.
Otra razón abonaba el voto de censura. Habíase reconocido con una ligereza verdaderamente incalificable, y apenas concebible en un hombre de Estado que debe saber cual es la esfera de sus atribuciones, que estaba la Internacional fuera, de la Constitución y dentro del Código. ¿Quién es el ministro de la Gobernación, miembro del Poder ejecutivo, para hacer declaraciones semejantes, violando así de plano la sagrada independencia de la administración de justicia, declarada Poder por la Constitución del Estado? ¿Tan ignorante es el ministro de la Gobernación de los principios... (Murmullos) tan ignorante... (Interrupciones).
El señor VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden, señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Tan ignorante, repito... (Nuevos murmullos.) Quien no conoce la organización de los poderes del Estado establecidos por nuestra Constitución, es un ignorante, y el diputado que esto dice está en la plenitud de su derecho; y vosotros, al interrumpirle, no sois más que una guardia negra... (Momentos de confusión).
El Sr. MALUQUER: La guardia negra será S. S.
El Sr. VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden, señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Yo no soy guardia negra de nadie; es guardia negra el que desconoce el derecho y posterga la inviolabilidad del diputado ante las imposiciones ministeriales; mas quien pide el cumplimiento de la ley exige el respeto de su derecho, es un hombre digno ante quien vosotros, los que así procedéis, debéis doblar la cerviz.
Repito, señores diputados, porque palabra que pienso no la retiro, repito que es necesario ser ignorante para no reconocer que, cuando en la Constitución del Estado se establecen tres poderes distintos, si alguno de ellos pretende traspasar el límite por la Constitución establecido y penetrar en las atribuciones peculiares del otro, comete una infracción constitucional, declarada, no ya meramente en las opiniones, sino en el sentido para la práctica y para la conducta del Gobierno. Y cuando por desgracia el Poder judicial, por cuya independencia todos venimos suspirando en vano largos años ha , no tiene entre nosotros todo aquel prestigio , toda aquella fuerza que ha menester para amparar el derecho del ciudadano, para enfrenar los excesos del poder , principalmente del Poder ejecutivo, la declaración hecha por un ministro , de que una asociación está dentro del Código, es tanto como decir a los tribunales de justicia: “castigadla; yo que represento la unidad del poder, yo que hablo en nombre del poder más alto que en el Estado se reconoce , mando que la castiguéis , porque a cometido delitos condenados en el Código penal”.
Pues que, ¿no os habéis lamentado de la falta de independencia en el Poder judicial? ¿No la ha declarado pocos días ha el mismo ministro de Gracia y Justicia? ¿No la han confirmado los diputados de diversas fracciones de la Cámara, y recientemente los Sres. Poveda y Figueras?
En tal situación, no era solo atentatorio a la independencia del Poder judicial, sino profundamente inconveniente, que el ministro de la Gobernación se permitiera afirmar que la Internacional este condenada por el Código; y que debía, por tanto, sin necesidad de una nueva ley, ser perseguida hasta el exterminio.
Cuando esto decía un ministro traspasando los limites del Poder ejecutivo, estaba yo en mi pleno derecho para denunciarlo ante vosotros y para que decidierais con vuestro falló que ese Ministerio no podía seguir rigiendo los destinos del país, porque no entendía, conforme en la Constitución están determinados, los límites del Poder ejecutivo y la plena independencia del Poder judicial.
Tales eran, señores diputados, los motivos en que yo fundaba el voto de censura. Un accidente para mí sensible, la falta de salud, que acaso no me permita todavía exponer lo que pienso en descargo legítimo de mi conciencia , me impidió apoyar aquel voto de censura, y mi respetable amigo el Sr. Figueras uno de los que conmigo lo firmaban, creyó oportuno retirarlo ante las nuevas declaraciones del ministro de la Gobernación. Pero yo debo al Congreso, yo debo al país la declaración de que lo que en él decía lo afirmo y lo sostengo cono antes, con una razón más, que la conducta posterior del ministro me ha ofrecido, a saber: que S. S. no sabía lo que en aquel primer día dijo o lo que ha dicho después, viviendo en una completa contradicción que así podía levarle a violar la esfera sagrada del Poder judicial, como a herir acaso con una circular, según en otros tiempos se hizo, los derechos individuales.
Claro es, señores diputados, que la cuestión con que yo he de ocupar vuestra atención, si me dispensáis vuestra benevolencia por algún tiempo, es en realidad la misma que habría planteado si hubiera tenido la dicha de apoyar el voto de censura. La cuestión en realidad no ha cambiado; los términos de ella son los mismos; ha cambiado solo la situación. Y digo que ha cambiado únicamente la situación, no porque no viniera ya indicado el cambio en esta suave y al principio latente inclinación que en la política se viene señalando, sino porque de tal manera se acentúa y marca ya la tendencia que este ministerio ha venido a representar, que podemos decir, no solo como afirmaba el Sr. Rodríguez, que vamos en vías de reacción, sino que estamos en una reacción cabal y completa.
Es evidente, señores diputados, que se viene produciendo en la política española desde el comienzo de esta legislatura una evolución verdaderamente notable. Había una fracción importantísima del partido conservador, que, descontenta de las novedades que en la vida pública y en la organización del Estado ha introducido la Constitución, entendiendo que los derechos por ella consagrados son la base del edificio cuya pobre corona lleva un monarca, que en vano se presume fundador de una dinastía, para lo cual ya pasaron los tiempos; y pensando que, para combatir el título I de la Constitución, era necesario imponer un príncipe que tuviera otra representación, otras tradiciones, que llevara, e fin, la enseña del antiguo régimen, al ver que en la embriogenia de los partidos gubernamentales, no bien deslindados aún los campos , se ha separado de los radicales una parcialidad que yo creo exigua, más que por el número, por su representación, por sus ideas , se ha apercibido aquella experta fracción conservadora de que un nuevo y más llano camino se abría a su política , de la cual estaba ganoso de dar muestras inequívocas el Gobierno que ha venido a sustituir al ministerio radical en hombros de los carlistas, y ha dicho para sí: “no necesitamos ya la restauración del príncipe que representa nuestras tendencias , lo tenemos en casa; no necesitamos trastornar esta sociedad; no hemos de provocar una nueva revolución, no hemos de acudir al ejército que tantos motines ha hecho, para que haga una reacción más; suavemente, por el plano inclinado que el actual ministerio nos ofrece, nosotros somos los que podemos, los que hemos de venir a representar dentro de esta monarquía (que dinastía jamás), el sentido , el espíritu conservador , salvando el riesgo , a que otros medios nos expondrían, de ser pasados por ojo en una nueva tormenta revolucionaria, cuyo término apareciera como iris de paz la república”.
Y así se ve, señores, con ocasión de este debate, el singular fenómeno de que un solo progresista histórico lleve la voz del Gobierno con las aspiraciones y el sentido y la manera que habéis visto esta tarde, y que dos unionistas de alta significación de gran talento y de profundas ideas, cuya inspiración busca sin duda el ministerio actual, los señores Moreno Nieto y Cánovas, sean los encargados de defender su política en esta cuestión de tan capital trascendencia. ¿No os dice esto, señores, que toda la política que el actual Gabinete representa, va gravitando con peso irresistible hacia el Sr. Cánovas, el cual ha debido encontrar una esperanza mas inmediata y accesible que el príncipe Alfonso para sus ideas conservadoras , tenazmente hostiles al título I de la Constitución? Pero hay otra cosa aún más digna de notarse en esta evolución que ya no es latente, sino palpable, y de la cual resulta que al estrechar el señor ministro de la Gobernación la mano al Sr. Cánovas dándole las gracias por ser el patrono de su política y encargado de llevar la voz en turno de preferencia, ofrece el respetuoso homenaje de los progresistas históricos al más fiel representante del espíritu doctrinario, que ha renegado siempre hasta ahora de la Constitución de 1869. ¿Podrá mantener así su consecuencia el ministro de la Gobernación? Yo no lo se; lo juzgará el país, porque el fallo de las Cortes en este punto, como de partido tomado ya, no puede inspirar toda la plena confianza que para juzgar las tendencias del Gobierno se necesita.
El hecho más trascendental a que me refiero es el obstáculo que, consciente o inconscientemente, oponen con su evolución los progresistas históricos, (quienes nunca tuvieron la dicha de ser bastante hábiles para afirmar la libertad, y siempre tuvieron la desgracia de perderla por sus disensiones) a la constitución del partido radical de un lado, pretendiendo desmembrarlo, y del partido conservador de otro, usurpándole el criterio de su política. He ahí el movimiento, verdaderamente grave en este sentido, representado por el actual presidente de la Cámara, que, con la diferencia propia del progreso de los tiempos, es cuanto semejante cabe con el del centro parlamentario que engendró la unión liberal.
La unión liberal, y en esto coincido de todo punto con el sentido de los Sres. Nocedal y Esteban Collantes, la unión liberal fue quien, moralmente primero, como materialmente después, precipitó con torpe egoísmo e ingratitud insigne la ruina del trono y de la dinastía de doña Isabel II de Borbon. Y la precipitó moralmente, porque en la hora en que apareció, arrastrada por la codicia del mando, impidió que se consumara la obra de aquellas Constituyentes y que se formaran los dos partidos, el radical y el conservador, indispensables para la ponderación y el equilibrio de las monarquías constitucionales, aspirando a vincular en si el poder con la proscripción de los progresistas y con la relegación de los moderados, e impeliendo al partido liberal con la ciega fuerza de los obstáculos tradicionales a salirse de la legalidad existente y a buscar por la conspiración el derecho y el poder que por medios de paz se le hicieron inasequibles.
Pues cosa análoga representa el Sr. Sagasta, y de semejante peligro está amenazada la actual monarquía si se llega a constituir ese partido neutro, sin sentido, sin aspiraciones propias, que toma su nombre al partido radical, y sus ideas al partido conservador. Si no llegan a formarse los dos partidos que el régimen constitucional exige, quedará verdaderamente en el aire , y no tardará en precipitarse al abismo abierto , por las fuerzas democráticas del siglo, a todos los poderes permanentes : inamovibles, la dinastía que habéis levantado más parece en vuestra pro por codicia de imperio que para bien y prosperidad de la patria.
A los extremos de esta situación política, señores diputados, se hallan dos partidos: el tradicionalista y el republicano, a que yo tengo la honra de pertenecer. Aquel os dice: “mirad que no tenéis ideal para la vida, que carecéis de principios morales que sirvan de freno a las pasiones políticas y de norte a las aspiraciones sociales; reparad que la virtud ética del derecho se ha perdido , y es en balde que la busquéis con el solo auxilio de la razón : ved que tenéis a la mano, y esculpida en letras divinas, la ley de salvación , y que solo necesitáis un sencillo y natural impulso, más que de la cabeza , del corazón, para redimiros de todos los males y librar del satánico maleficio del liberalismo a la sociedad presente; que, en suma, habéis de optar entre el antiguo régimen y la demagogia, o como gráficamente se ha dicho, entre D. Carlos y el petróleo”.
Si estas palabras con que terminaba su discurso el señor Nocedal, no pasan de ser una figura que ni esperanza presta ni temor inspira a una generación revolucionaria, el sentido que en sus afirmaciones envolvía revelaba, sin duda, que la interna virtud ética del ideal antiguo no anima ya a la sociedad presente, que otro rumbo sigue y a otros principios obedece en su vida.
Del lado acá del antiguo régimen, y marcando el derrotero del movimiento revolucionario, nosotros os decimos: “mirad; el viejo ideal se derrumba, los síntomas que ofrece, no solo son de muerte, sino, en parte, de corrupción; y es en balde que volváis la vista atrás para dirigir la vida que sigue indefectiblemente la ley del progreso; solo inspirándonos en los principios fundamentales de la razón podréis alcanzar nueva virtud para salvar la crisis presente, y levantar la sociedad, enriquecida con las conquistas materiales al conocimiento y al amor de la justicia, que permita gozar a todos los hombres de los dones de la naturaleza y de los puros, y universales bienes del espíritu.
No temáis la reacción, impotente cuando las instituciones liberales han despertado la conciencia del pueblo, ni retrocedáis por miedo pueril a los excesos de la demagogia, que solo aparece cuando las masas aprenden que el poder se conquista por la fuerza, y no se las educa con la disciplina del derecho. Para afirmar los nuevos principios y proseguir las reformas que este ideal exija, contad con nuestro auxilio; más si tratáis de amenguar los derechos por la revolución ganados, o torcer la dirección que a la vida pública vienen ya imprimiendo, sabed que para defenderlos y combatir sin tregua ni descanso al poder que tal osara, nos asiste una perfecta justicia, y no faltaremos al deber de ampararla”.
Estos ideales se ofrecen ante vosotros: yo se bien que los que habéis comenzado por ser liberales de sentimiento, de instinto, rechazáis y aun odiáis el sentido y las tendencias tradicionalistas; mas, cono habéis comenzado a amar por instinto la libertad, y no habéis llegado a convertir el instinto en convicción reflexiva, dudo mucho que lleguéis a entender el sentido y las tendencias de los principios democráticos.
Pero es el hecho que se señalan estos dos polos de la esfera política, entre los cuales no podéis hallar vosotros, no hallareis jamás el ecuador que marque un igual y constante derrotero. Nosotros, en cambio, lo tenemos seguro e invariable, Como no somos un partido puesto al servicio de intereses momentáneos; como no tenemos impaciencia para alcanzar el poder, ni por tal motivo luchamos (y de ello han dado insigne muestra algunos de mis ilustres compañeros cuando en cierta ocasión se les ofreció participación en el Gobierno por el general Prim) (Rumores); como venimos a mantener en primer término los derechos consagrados por la Constitución, y... (Continúan los rumores.) Si el recuerdo histórico os molesta, no por eso dejará la historia de consignarlo y comprobarlo como una verdad innegable. (Nuevos y más fuertes rumores)
El Sr. TOPETE: Eso no es cierto.
El señor VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Es cosa notable, y sobre la cual me atrevo A llamar la atención de la Cámara que, mientras no protesta la derecha contra las tendencias ultra-conservadoras que se denuncian en la política del Gabinete que nació en los brazos de los tradicionalistas llamándose radical, protesten de tal manera contra toda tendencia, siquiera sea tan suave y tan inocente como la que yo he recordado, que signifique simpatías o benevolencia entre un Gobierno sinceramente radical y los republicanos. Esta será una nueva razón para probar al ministro de la Gobernación que color y que sabor tendrá ya su política, que al principio parecía inodora e insípida.
Prosigo mi discurso, señores diputados: Como nosotros somos un partido que no pugna por el poder, sino que al presente trata solo de afirmar el derecho, en la inquebrantable convicción, en la firme seguridad de que el día en que se hayan afirmado definitivamente en la práctica del gobierno y en la conciencia del país los derechos del individuo y del ciudadano, aun con esos deslindes y amojonamientos, que como hoy se ha dicho, logró trazar el doctrinarismo en la Constitución de 1869, habremos de ganar enteramente la opinión, cayendo entonces como un pobre y deleznable castillo de naipes la dinastía que levantasteis sobre la soberanía del pueblo, y que ya queréis oponer a aquellos derechos que con la majestad de su palabra calificaba el Sr. Ríos Rosas de derecho divino; como, en suma, al derecho servimos y por el derecho nos guiamos, tenemos y debemos natural benevolencia, sin mengua de la severidad de nuestra conducta , y sin necesidad de alianzas bastardas, a todo Gobierno que afirme no con palabras que pueden ser mentidas, sino con actos que son siempre inconcusos, los derechos fundamentales de la personalidad humana, y los respete y ampare con el criterio democrático a que responde el título I de la Constitución.
Pero no debemos aspirar a esto solo: porque el partido republicano no es meramente un partido político (y aquí hablo por mi cuenta y riesgo); porque el partido republicano no es solo un partido doctrinario, órgano de las clases medias, que venga a discutir únicamente la forma de gobierno, la organización de los poderes del Estado y la gestión administrativa, sino que patrocina una tendencia social para servir a la completa emancipación del cuarto estado , y preparar el libre organismo de la igualdad, que haya de afirmar para siempre el imperio de la justicia entre los hombres.
Verdad es que, siguiendo las corrientes del progreso en los pueblos latinos, donde preceden las reformas políticas a las sociales, atiende ahora en primer término a servir al ideal político, no de aquella república del terror que su pontífice llamaba el despotismo de la libertad, sino de la república federal, que es la fórmula más acabada y justa de la organización de los poderes del Estado que hasta hoy vislumbra la razón humana, y en la cual no resulta el orden del equilibrio movedizo y mecánico de las monarquías doctrinarias que vienen oscilando entre la reacción y la revolución , sino de la conjunción perfecta entre el derecho y el poder. Cierto, que no hemos reducido a dogma, ni lo queremos, los principios de la reforma social; pero si no hemos inscrito una fórmula social en nuestra bandera, siempre hemos dicho que no aspiramos solo a la emancipación política de todas las clases de la sociedad, ni el sufragio, que en mi opinión no es un derecho, sino un poder, es lo único que para el cuarto estado deseamos; antes bien, trabajamos por conquistar la capacidad para el ejercicio de ese poder. Mas, no la podemos ganar solo en las Asambleas y cuerpos políticos; la capacidad la hemos de adquirir, parte en la esfera del derecho que en el Estado se consagra, parte en la esfera del derecho más amplio e importante que en la sociedad se realiza, parte en la educación y vigorización interna del espíritu del hombre, de donde nacen y arrancan todas las manifestaciones exteriores de la vida. Y como somos un partido político que abriga una tendencia social tan profunda, no nos impacienta el ansia del poder. Casi estamos dispuestos a esperar que se os caiga de las manos, mientras no tratéis de mutilar nuestro derecho; y entre tanto, solo queremos consignar nuestras aspiraciones y preparar la reforma pacífica y tranquila de la organización social por los medios legales.
Bástanos por ahora que se respeten los derechos consagrados por la Constitución; y si alguien los quebranta, podremos volver, no solo como partido, sino nombre de la sociedad toda amenazada, por la santidad de la ley, bajo cuyo amparo tenemos derecho a vivir todos los españoles.
Pues bien: el partido republicano, que había dado treguas a la satisfacción de sus tendencias y aspiraciones sociales por dejar tiempo a la consolidación de las reformas políticas, y que hasta ha querido demostrar como, practicándose sinceramente el titulo I de la Constitución con un criterio radical, sabe atestiguar su profundo respeto, no solo a la ley, sino a las autoridades constituidas, aunque la organización de los poderes públicos no corresponda a sus principios; el partido republicano, repito, que ha guardado silencio en las cuestiones sociales hasta el punto de parecer que las tenia relegadas al olvido, se huelga grandemente de que hayan sido los conservadores quienes le ofrezcan ocasión propicia para manifestar que abriga, sin excepción de ninguno de sus individuos, el firme propósito de servir a la emancipación social del cuarto estado , sin el cual quedaría reducida su misión a una mera reforma política, que aun cuando de trascendencia suma, está lejos de satisfacer por sí sola el ideal de la justicia.
Y entro con esto en la cuestión que actualmente se debate.
Aparte, señores diputados, de una pequeña e insignificante cuestión de actualidad, por más que en estos Cuerpos semejantes cuestiones alcancen soberana importancia y parezca como que en último término deciden del porvenir inmediato de los Estados y de la ventura de las naciones; aparte esto, que yo no vacilo en llamar mezquina tendencia en la proposición que se discute, con la cual se pretende obtener un voto de confianza para un ministerio que se llama radical, preparado por los conservadores, apoyado por los moderados y casi bendecido por los tradicionalistas, lo que debatimos es, ni más ni menos, el derecho que existe por la Constitución del Estado para promover y plantear la reforma de todas las instituciones sociales bajo el amparo de la legalidad vigente; y es nada menos que ese, para vosotros pavoroso problema, lo que ha traído al parlamento la interpretación del Sr. Jove y Hévia.
Y como si se quisiera cortar por sorpresa la cabeza a este gigante para librar de su espanto a las clases conservadoras, se estiman todos los medios justos y todos los procedimientos aceptables: ya restringir con una torcida interpretación los derechos individuales, ya imponer al Poder judicial una aplicación del Código, ya dictar una ley de proscripción, como si la prioridad del derecho a la renovación social hubiera de ceder al egoísmo de las clases conservadoras.
Mas la cuestión existe, y es en vano negarla, aunque lograrais exterminar a los hombres que la sustentan. Discutámosla desentrañando lo que significa, y examinando luego su relación con el derecho positivo determinado en la Constitución y en el Código penal; pero indicando, cual a legisladores cumple, el criterio con que de aplicarse a una ley orgánica el precepto constitucional.
Viendo el ministro de la Gobernación que la cuestión tenia toda esta trascendencia, y no teniendo al parecer un criterio claro y perfectamente definido, vaciló en su pensamiento y en su conducta, y declaró primero que la Internacional estaba fuera de la Constitución y dentro del Código; y luego; aconsejado por el Sr. Escosura y finalmente aleccionado por el señor Alonso Martínez, reconoció que era preciso traer un proyecto de ley para acabar con aquella asociación.
Como en el curso de la discusión se ha visto, el sentido y el criterio de este Gabinete, que se dice radical, es el sentido y el criterio del Sr. Alonso Martínez, quien de tres años a esta parte viene consagrando una actividad infatigable en pugnar contra los derechos reconocidos en el título I de la Constitución.
Y claro está; como por su especial situación se encontraba el Gobierno en la necesidad imprescindible de autorizarse con un voto de confianza, para poder decir ante el país y ante otros poderes del Estado: “tengo el apoyo del Parlamento, porque represento sus aspiraciones y tendencias”, de aquí aquellas contradicciones primero, y luego otras afirmaciones que no puedo calificar sino de contumelias parlamentarias. (Rumores.) Si se ignora la palabra, en el Diccionario de la Lengua está. (Murmullos.) De aquí, repito, aquellas afirmaciones verdaderamente inauditas en un Parlamento, de eliminar los votos de los carlistas y anular los de los republicanos. Restar los votos de los carlistas, y no sumar los votos de los republicanos , era verdaderamente una ofensa al régimen representativo, a la soberanía nacional, a la dignidad de los señores diputados; y contra eso, no solo protesto, sino que exijo al ministro de la Gobernación: o que confirme su aserto para ver lo que me cumple hacer, o que lo retire; que en ello no están interesados solo los diputados republicanos, como tales, ni los tradicionalistas por la mera representación de su partido, mas estamos todos igualmente interesados, como representantes de la nación, porque con ese criterio, mañana vendrían otros, quién sabe si republicanos, que dirían: “Nosotros no sumamos los votos de los monárquicos”, llegando así a tener Gobiernos de partido, no del país. Es necesario que en este punto haga el ministro de la Gobernación una declaración terminante, y hasta que la obtenga de su señoría no dejaré de exigírsela, apelando a cuantos medios me ofrezca el reglamento.
Señor presidente, estoy en extremo fatigado, más a causa del estado de mi salud, que por el esfuerzo hasta ahora hecho, si S. S. me permitiera algunos minutos de descanso, consultando a la Cámara, se lo agradecería.
El señor PRESIDENTE: Se suspende por diez minutos la sesión.
Eran las cinco y media
[…]
A las seis menos cuarto, dijo
El señor PRESIDENTE: Continúa la sesión, el señor Salmerón en el uso de la palabra.
El Sr. SALMERÓN: Señores diputados, antes de proseguir en mi discurso, coño quiera que hayan podido interpretarse el tono y el sentido de mis palabras, como si la intención de herir a alguna personalidad me inspirara, y con mengua del respeto debido al Congreso me hubiera producido, debo declarar, manteniendo todas y cada una de mis palabras y expresiones, que, si por inexperiencia y por el hábito de llamar las cosas por su nombre, no me he atemperado a las conveniencias parlamentarias, nada, sin embargo, ha estado más lejos de mi ánimo que faltar a las consideraciones que amparan el respeto recíproco de la dignidad personal, y que deben ennoblecer la discusión y hasta la discordia entre los representantes de la nación.
Viniendo ahora a la cuestión que se debate, se ofrecen a la consideración dos términos, como los tiene siempre todo juicio, y términos complejos como los que existen en todo juicio jurídico. Trátase de pronunciar, mediante un voto de confianza, un como veredicto de esta Asamblea, para decidir si la Internacional compromete la seguridad del Estado, y debe en consecuencia suprimirse por virtud de una ley; o si su fin es contrario la moral pública, en cuyo caso, quedando fuera de la Constitución, cae dentro del Código penal.
Exige la cuestión: primero, una declaración del hecho justiciable; segundo, el fundamento de derecho bajo el cual se ha de determinar la fórmula que merezca vuestra preferencia.
Se han hecho aquí, señores diputados, varias historias de la Internacional. No temáis que yo os moleste haciendo una historia más. Ni he de parar mi atención en aquella historia tan remota que hace derivar la Internacional del pecado original, y que la juzga confirmada por la reforma del siglo XVI; ni he de seguir tampoco aquella otra que sostiene que esta asociación es pura y simplemente una manifestación pobre, estrecha, del socialismo económico contemporáneo. Aspiro en cambio a exponer ante vuestra consideración el espíritu común que para mí existe, y espero que lo reconozcáis conmigo, en todas las historias que se han hecho de la Internacional y en el origen que a esa sociedad se ha atribuido. De todo lo que respecto de la Internacional se ha dicho, resulta desde luego este hecho, por todos igualmente confesado, a saber: que por virtud de la reforma iniciada en el siglo XVI, que arrancando de lo más íntimo y profundo de la vida, que es la conciencia religiosa, ha venido proyectándose en lo al parecer más externo y menos íntimo, que es la vida política, se ha modificado la antigua organización social, y alterado en sus cimientos y en su clave.
Ha venido a resultar de aquí , que rota la antigua jerarquía social, que enlazaba cono los miembros del cuerpo humano los órganos de la vida en las naciones y los Estados, y hacia que todo partiera del espíritu común, que se alimentara de una misma aspiración y que se dirigiera también a un mismo fin, han venido a quedar disueltos por completo los vínculos que existían entre las clases sociales , abriéndose una lucha , al parecer de muerte, entre todas ellas; en cuya lucha, cada cual no busca sino la manera de afirmar lo que es para ella su derecho, lo que es para las demás su privilegio o su monopolio. Y faltando la solidaridad entre las clases sociales, y siendo aquéllas que no han tenido comunes principios y comunes intereses, que les diesen cohesión, explotadas por las clases, anteriormente constituidas, buscan una organización para oponerla a la antigua, y confiando en el número y en lo que ellas estiman su derecho, aspiran a librar la batalla, y la batalla decisiva, a fin de sustituir la jerarquía cerrada de la antigua organización por la libre y expansiva de una nueva organización democrática. Este carácter común respira, así la historia del Sr. Nocedal, como la historia del Sr. Rodríguez. Yo no quiero sino hacerlo constar ante vosotros para que pueda servir luego de base a consideraciones ulteriores.
Pero no basta, señores, para que se origine una institución social, para que se produzca una transformación en la vida, que se sienta su necesidad, que haya el acicate del interés , sino que siempre es menester un principio, un fundamento, llámese como quiera, por el cual se legitime y justifique el nacimiento de aquella institución, de aquel nuevo organismo en la sociedad, y en cuyo nombre pueda recibir la consagración de su bautismo; que no hay instituciones , cono no hay seres en el mundo , que no tengan su misión, consagrada ya por el sentido tácito de la naturaleza, ya por las tendencias e inclinaciones de su conciencia. –
Si de la armonía entre la necesidad y el principio que anima a toda institución humana resulta su vida, ¿cuál es el principio que legitima y consagra la existencia de la Sociedad Internacional de trabajadores?
Ha venido, señores, rigiendo secularmente y siendo el espíritu que inspirara una civilización de quince siglos, la religión cristiana, como impuesta por la fe, como profesada y creída, según decía Tertuliano, por imposible y absurdo. Este principio trascendental impuesto al hombre, y desde el cual se pretendía regir la vida toda, que así daba fundamento a la moral como a la constitución de los pueblos, y así determinaba relaciones entre los Estados como hacia que todos los miembros del organismo social se rigieran por la palabra infalible de la Iglesia, órgano de la verdad absoluta y divina ; este principio trascendental , repito , servia para determinar todas las manifestaciones de la vida , y señaladamente de la vida pública. Y así como al término de la antigua sociedad pagana se venia a consignar como la ultima afirmación del espíritu gentil, aquel principio de que solo era ley lo que agradaba al príncipe, aquí se pudo decir: es ley lo que agrada al Dios de la Iglesia, al Dios impuesto y creído, no al Dios indagado y reconocido libremente por la razón humana.
Por virtud de una evolución que yo no pretendo razonar, proponiéndome solo hacer constar el hecho que tan claramente han confesado aquí desde el señor Nocedal hasta mi amigo el Sr.
Díaz Quintero, es lo cierto que este principio trascendental de la vida, que ha venido rigiendo señaladamente en la existencia de los Estados cristianos, ha perdido su fuerza, y la ha perdido no solamente en el foro interno, sino también en el externo público. Ya no hay individuo, ya no hay gentes, inclusos los mismos tradicionalistas (no lo tomen a mala parte, porque no es mi intención ciertamente acusarlos de hipocresía); no hay, digo, individuo alguno, porque a la ley de los tiempos nadie puede escapar en absoluto, que crea con la misma fe que en la Edad Media los principios fundamentales afirmados en nombre del Dios confesado y creído por los hombres y a cuya libre indagación imponía un veto infranqueable la fe dogmática. Y tanto no los hay, señores diputados... (Varios señores diputados: Sí, si). No basta decir «los creo:» es necesario decir los he vivido, los vivo y los viviré.
Por esto afirmo que inclusos aquellos mismos que dicen pura e ingenuamente (he dicho, una vez por todas, que respeto las intenciones y la integridad de la conciencia de cada cual) que los profesan y los creen, no los tienen en la vida como la norma perpetua y eterna de su conciencia, como se han tenido y guardado por tantos siglos. Esto es evidente.
¿Quién de nosotros vive, o mejor dicho, quién de vosotros vive según el ideal del Evangelio? ¿Quién de vosotros aspira a vivir en nuestros tiempos como se vivía en los primeros del cristianismo? ¿Quién deja de estar más menos picado por lo que vosotros llamareis la víbora del positivismo y de los intereses mate ríales? Declaráis y confesáis en vuestra última hora estos principios que se imponen en nombre de Dios, que se llaman y presumen sobrenaturales; pero no hay ciertamente apóstoles ni mártires que den con su vida, el testimonio de su fe. (El Sr. Nocedal (D. Ramón): ¿Y las misiones?) Tienen las misiones una razón muy distinta de ser: que no me provoquen los tradicionalistas a esta discusión, porque acaso pudiera demostrarles que los misioneros no hacen más que cumplir, como los del Japón, aquel principio no cristiano, sino anticristiano, de los jesuitas: perinde ac cadaver. La religión convertida en medio político, muestra la decadencia irremediable de la dogmática. Por más que pretendáis negarlo, es un principio de vida, del cual os da testimonio toda la historia, y del que no pocos en la sociedad presente pueden ofrecerlo auténtico: que cuando se llega a perder la fe en una religión positiva, no se restaura jamás.
Acontece con la fe como con la virginidad, permitidme la comparacion, que una vez perdida no se recobra. Pero así como cuando la virginidad se pierde con la santidad del matrimonio, se adquiere una cosa que vale más que ella, que es superior a ella, la maternidad alcanzando la plenitud de la persona humana... (Risas.) ¡Que! ¿Os reís? Si creéis que perdida la fe por el hombre no queda absolutamente en su conciencia ningún principio salvador, tenéis que caer en el ateismo o refugiaros bajo la bandera del Sr. Nocedal.
Os decía, señores diputados, que se adquiere una cosa más alta que la fe dogmática mediante el esfuerzo y el trabajo del hombre, que es la convicción racional en el orden supremo de la realidad y de la vida. Que existe al presente esa tremenda lucha entre lo que el Sr. Nocedal llamaba el filosofismo y las religiones positivas, es indudable; y que dogma revelado que se discute queda herido de muerte, es verdad inconcusa. Por este camino ha llegado a divorciarse el pensamiento moderno de los principios tradicionalmente creídos por la Iglesia católica, hasta el punto de llevar aquel una tendencia dominante hacia la negación de todo lo trascendental, y de condenar ésta por impíos todos los adelantos de la civilización contemporánea y aún el progreso mismo que como ley de la humanidad proclama. En esta profunda crisis que tantas alternativas ofrece, un hecho definitivo se afirma, el progreso: la sociedad comienza a regirse por los principios de la razón común humana, y donde el Estado no se ha sobrepuesto la Iglesia, ha recabado al menos la plenitud de su soberanía.
Ahora bien, señores diputados; en esta situación todos reconocemos, y notad que busco solo los términos comunes para apoyar mi razonamiento, que la antigua organización social, rota en pedazos, no puede reconstituirse con la mera representación del poder público, por más que quieran sublimarlo en el mayestático imperio de los príncipes, ya por otra parte incompatible con la soberanía de los pueblos.
Buscando un nuevo principio para regir las nuevas relaciones de la vida, porque sin regla, sin ley, es de todo punto imposible vivir racionalmente, y en la necesidad de que sea universalmente reconocido y aceptado, no se halla otro más inmediato y accesible que aquel que lleva el hombre en sí, en la unidad de su naturaleza, y que la voz de la conciencia en todos dicta. De aquí que se pretenda erigir, como los autores de la Constitución vigente en parte han hecho, en principio de todas las relaciones sociales la individualidad humana, consagrando la fórmula que no es ya privativa de los científicos, que los políticos repiten, que circula por la plaza pública y que no debe sorprender a los legisladores, de que lo inmanente, que tiene su raíz y principio lisa y llanamente en la naturaleza individual humana, ha de sustituir lo trascendental que se impuso al hombre por la fe. Se ha vivido según lo trascendental: hoy se nos anuncia con un nuevo sentido, con nuevas aspiraciones, un nuevo código jurídico, artístico, científico, moral, ya que religioso en este ideal no cabe todavía. Partiendo el hombre de la nuda individualidad, busca en la mera relación de individuos la forma de su libertad, la ley de su derecho, el principio de la organización social.
¿Es extraño que cuando este movimiento social que no nace acá o allá, sino que está en el espíritu común de la sociedad presente, hasta en los mismos que lo pretenden negar en absoluto; es extraño, repito, que al ver que no quedan sino restos, cenizas y escombros del antiguo edificio social, se intente reorganizarlo bajo el nuevo principio? ¿Quién ha destruido el antiguo ideal? La clase media. ¿Quién trata de sacar los antiguos escombros y echar los cimientos del nuevo edificio? El cuarto estado, vuestro legítimo sucesor. El ha aprendido de vosotros a perder la fe en lo sobrenatural, y no pudiendo vivir en medio de la general disolución del antiguo régimen, sin principio, ni ley, ni regla de conducta moral, aspira a formar conciencia de su misión para realizarla en la vida. No tiene educación, porque no se la habéis dado; no tiene medios para levantarse desde el fondo de su conciencia hasta el conocimiento racional del orden divino del mundo, mas busca las bases de una nueva comunión social. ¿Cuál será la cúpula de este nuevo edificio? El no lo sabe, pero vosotros ni siquiera lo, presentís.
Ved aquí, señores diputados, como con estos términos, que son comunes entre los polos más opuestos de la Cámara, puedo afirmar que la Internacional representa estas dos cosas: primero, la ruina, por todos confesada, de la antigua organización humana; segundo, el esfuerzo, y no solo el esfuerzo, sino el ensayo de una reorganización y reconstitución social bajo un principio antitético del antiguo.
Que esto es así, pudiera fácilmente mostrároslo en todas las relaciones de la vida moral, de la vida artística, de la vida religiosa, de la vida política. ¿Representan otra cosa, por ventura, los llamados derechos individuales? En la misma palabra, ¿no notáis ya que el criterio del derecho que actualmente rige es éste y solo éste, la dignidad del hombre como individuo, erigida en principio y fundamento superior a toda ley y a toda expresión del espíritu común de la patria y aún de la humanidad misma? Los derechos individuales son la fiel y genuina consecuencia del principio de lo inmanente, que viene riñendo tremenda batalla con lo trascendental, que al presente va de vencida.
Aparte el egoísmo de clase y el interés por los bienes materiales, no deben ni pueden asustaros, a no ser que os asustéis de vuestra propia sombra, las aspiraciones de la Internacional por reconstruir la sociedad bajo el principio de que el hombre solo encuentra la norma de la ley en su autonomía, como sujeto de derecho.
¿Es esto, por ventura, decir que se haya de tal manera perdido el sentido común del hombre como ser racional, que no quede algo de común regulador entre sus individuos? No; que bajo este principio estima cada cual a los demás sujetos en la relación como a sí propio, haciendo norma y criterio de la vida jurídica la dignidad del individuo. Y de aquí la expresión que está en todos los labios, y que ha llegado a infiltrarse hasta en las clases conservadoras, de que el derecho de cada uno solo tiene por límite el derecho de los demás. No hay ya doctrinario, salvo aquellos que han quedado fieles al vetusto espíritu de los eclécticos franceses, que no acepte y proclame esta teoría jurídica enseñada por Kant a la generación presente.
Por esto unos y otros, al preguntar dónde está el límite de los derechos individuales, no saben contestar sino una de estas dos cosas: o en la coexistencia del derecho de un sujeto con otro, o en la subordinación de los derechos del ciudadano a los derechos del Estado, que es el criterio más conservador, o por mejor decir, reaccionario y evidentemente hostil a los derechos individuales, en que el Sr. Alonso Martínez se inspira. En este punto y cuando se intentan limitar los derechos constitucionales, lo que cumple a quienes pretenden mantener la vieja entidad, el verdadero ídolo del Estado antiguo, según era entendido y profesado, como el Sr. Alonso Martínez nos decía, desde Aristóteles acá, es declarar que entienden por el Estado, cual es el principio de sus derechos y cual el fundamento, si lo hay, de que el Estado ponga limites a los derechos individuales.
Como es la base de la conclusión con que ha de cerrarse la discusión presente, yo exigiría del señor Alonso Martínez y de cuantos con S. S. piensan, señaladamente del Sr. Cánovas, que dijeran que concepto tienen del Estado, que es el Estado. ¿Es ser? ¿Es institución? ¿Es asociación? ¿Qué es, en suma, y cual el principio que en el Estado se da, para servir de límite a los derechos individuales? No me refiero especialmente al Sr. Moreno Nieto, con cuyo pensamiento guardará sin duda afinidad el de aquellos, porque ya conozco la opinión de S. S., y no podrá menos de manifestarla al contestarme. El Congreso, y sobre todo el país, tienen derecho a saber si los que luchan contra el espíritu democrático del Código fundamental, que arranca de la naturaleza del individuo, lo hacen en nombre del derecho mismo o de algo extraño al derecho, porque solo de esta manera es como podremos poner en luz si hay o no, justicia en imponer los límites que se pretenden.
Yo, a mi vez, que reclamo siempre, y mis amigos políticos me la otorgan, porque no comulgamos con el estrecho vínculo de una Iglesia cerrada; la libertad de pensamiento y de acción necesaria para no ser un sectario, he de decir lo que en este punto se me alcanza.
Cierto, que para mí el nuevo principio de vida, de que la Internacional es una de tantas manifestaciones, no es ni la última palabra de lo que la ciencia del derecho hoy nos enseña, ni lo que puede estimarse como ideal definitivo de las sociedades. Mas no vayáis a creer por esto que yo pretenda limitar a mi vez los derechos individuales; antes por lo contrario, entiendo que tienen un fundamento más alto, que con una inspiración verdaderamente superior llamaba el señor Ríos Rosas el derecho divino de los tiempos presentes. Permitidme que os exponga sumariamente mi criterio, ya que tanto se viene discutiendo este trascendental asunto con ocasión de la Internacional.
Los llamados derechos individuales, para mí con impropiedad de frase, porque no son derechos del individuo, sino del ser y de la naturaleza humana, en cuanto tiene el hombre un fin racional que proseguir y necesita condiciones esenciales para poderlo realizar, los derechos ingénitos, naturales de la personalidad humana, se dan, no en razón de la limitación en que se constituye el individuo, sino en razón del ser, del hombre mismo, que en todos y en cada uno igualmente existe.
Por ser los llamados derechos individuales una relación de la naturaleza humana misma, es por lo que yo los estimo como derechos en sí absolutos; y por que la naturaleza racional del hombre, en la cual se arraigan y de la cual no son sino la determinación de la relación infinita en que el hombre vive en el universo, se dan igualmente en todos los individuos sin excepción, sea cualquiera, como decía muy bien mi querido amigo el Sr. Castelar, la familia, sea cualquiera la patria, sea cualquiera la raza a que cada sujeto pertenezca.
Reivindicar esta unidad común de la naturaleza racional humana, afirmarla en cada pueblo y en cada individuo, es el más alto progreso que se ha cumplido hasta ahora en la historia; y claro es que no pueden llamarse con propiedad individuales los derechos que no se afirman por razón de éste o de aquel individuo, sino por razón de la dignidad humana. Pues que, si se afirmaran estos derechos solo por la relación al individuo, ¿Cómo habían de ponerse por cima de la existencia de las sociedades y de los Estados, según es el sentido con que hasta ahora se profesan los preceptos del título I de la Constitución? Pues que, si solo se afirmaran por ser derechos del individuo, por la llamada autonomía individual ¿podéis presumir siquiera que se limitara el Estado pura y simplemente a garantirlos? Pues que, entendido e todo social como formado por mera suma y colección de miembros cual si no hubiera mas que individuos en el mundo, ¿no había de valer mas el todo que la vida y la existencia de los particulares? Si tal fuera, prevalecería eternamente el principio del pueblo romano: Salus populis suprema lex. Si no se reconociera mas que el individuo, la personalidad humana desnuda en cada sujeto, entonces la salud del Estado pondría limites a este derecho, porque no reconocería el ser, la naturaleza racional en cada uno. Y este es precisamente el sentido y la tendencia de que, aún cuando no lo queráis confesar, parte siempre toda escuela doctrinaria. Mas la democracia, aunque haya por claridad adoptado el calificativo individual, y a pesar de las diferencias que en el razonamiento podáis notar entre los demócratas, es lo cierto que afirma estos derechos como inherentes a la naturaleza humana sobre toda limitación entre sujetos; y en este sentido los declaramos derechos absolutos.
Chocábale la expresión de absoluto al Sr. Alonso Martínez, y arrancaba de una parte de la Cámara el aplauso, que me atrevo a considerar por lo menos prematuro, al decir, más con agudeza de ingenio que con rectitud de razón: ¿cómo, si el derecho es relación, podéis decir que la relación es absoluta? ¿Pues a tal punto desconocéis hasta la lengua patria, que ignoráis que las palabras relación y relativo son de una misma estirpe, y que, por consiguiente, todo lo que es relación es relativo? ¡Ah, Sr. Alonso Martínez! Si sobre esto recayera nueva discusión, sería fácil que S. S. reconociera como la relación misma es en su principio necesariamente absoluta, para que pueda darse luego como relación relativa. Me dice S. S. que no; ¿y qué hace S. S. de la verdad divina que comulga y confiesa? ¿Es por ventura la verdad otra cosa que una relación de la omnipotente inteligencia que todo lo conoce, con la infinita y universal realidad que ha creado y conserva conforme a su esencia? Pues si esta relación no es absoluta, dónde queda el sentimiento religioso, el sentido divino que pudiera S. S, llevar a la ciencia o a la fe creída? Toda relación firme es una relación que en su principio tiene un fundamento, una razón absoluta, sin la cual no mantuviera, hasta sería imposible. Son, no lo dudéis, relaciones absolutas de la personalidad humana consigo y de la personalidad humana con otras, con todos los seres y con Dios, los llamados derechos individuales; y por ser relaciones absolutas son fundamento de todo otro derecho, que al punto que de ellas arranca y procede es derecho relativo. Son derechos relativos todos aquellos que luego se determinan como una aplicacion de los derechos fundamentales de la personalidad humana; pero el derecho de la personalidad en si es absoluto, como todo derecho divino.
No hay, no puede haber justicia en los límites que el Estado imponga los derechos fundamentales del hombre, cuando la esfera de sus atribuciones está determinada por su fin, que es la realización del derecho mismo. Se ponen, es verdad, límites históricos; pero lo histórico no es siempre justo, y al progreso toca destruir estas limitaciones, a la razón aconsejar el procedimiento para lograrlo. Y por eso discutimos aquí. Por lo demás, estamos aún lejos de haber llegado a entender a amar y a vivir el derecho, según en la conciencia racional se ofrece.
Pero, es que la limitación que a los derechos llamados individuales se quiere imponer en nombre del Estado es, como al principio de estas pobres observaciones os decía, hija de un desconocimiento u olvido voluntario de la naturaleza del derecho; y no se por que el Sr. Bugallal se maravilla de que el Sr. Rodríguez, alumno oficial del primer año de derecho, se permita discutir sobre los eternos principios de justicia, como si para ser un buen legislador se necesitara el titulo de abogado, y para conocer el espíritu de los preceptos constitucionales fuera preciso haber aprendido a poner pedimentos. Precisamente se observa que los peritos en el derecho positivo adquieren por virtud de su profesión, no diré una incapacidad, pero al menos una disposición intelectual que les aparta de la investigación de los principios jurídicos, para atemperarse al texto, no siempre justo ni racional, de la ley escrita. Lo que importa es saber si con la autoridad de la razón, que no estará vinculada en los letrados, sostenía el Sr. Rodríguez la verdadera teoría de los derechos individuales. Por mi parte, aun a riesgo de combatir con la superioridad reconocida del Sr. Alonso Martínez, todavía tengo que oponer algunas consideraciones a sus asertos.
Decíamos S. S. no habéis adelantado nada con vuestro racionalismo (El Sr. Alonso Martínez pide la palabra para rectificar), en punto a las relaciones de los derechos del ciudadano con los del Estado, sobre la doctrina de Aristóteles. (El Sr. Alonso Martínez: Yo no he dicho eso.) No disputemos por palabras; si no fuera este su sentido, yo aceptaré la rectificación de S. S.
Pero entiendo que afirmaba, siguiendo la teoría aristotélica, superior en su juicio a las enseñanzas de la ciencia moderna, que hay dos polos en la vida de las sociedades: el derecho del individuo y el derecho del Estado; que donde predomina el derecho del individuo reina la anarquía, y donde predomina el derecho del Estado impera el despotismo; de tal manera que es necesario buscar el ecuador entre unos y otros, para que pueda vivir un pueblo con derecho y en orden. Este era el sentido de S. S.; que aun cuando tengo pobre memoria de palabras, tengo el hábito de recordar las ideas.
Pues bien; yo afirmo a S. S. que el progreso más capital que late en todas las obras modernas de derecho, a excepción de las doctrinarias y tradicionalistas, pero que está absolutamente en todas las inspiradas en el racionalismo a que se refería S. S., es la distinción entre el derecho y el poder. El Sr. Alonso Martínez sabe, no puede ignorarlo, que el derecho se da en las personas; que en el Estado no se da primariamente el derecho, sino el poder. Pues que, ¿no es acaso de todos conocido que el Estado, como institución para realizar el derecho, no tiene más que el derecho formal para producir y realizar el derecho mismo? ¿Dónde halla un derecho primario en el Estado el Sr. Alonso Martínez, si en el Estado todo derecho es relativo y determinado por la particular función que al organismo del poder se refiere? ¿Cómo podrá el Sr. Alonso Martínez afirmar por una intuición de conciencia, como en los derechos de la personalidad humana sucede, los del Poder legislativo o del Poder ejecutivo? ¿Puede mostrarnos la intuición inmediata de la conciencia en cada hombre estos derechos, como muestra la inviolabilidad de la vida, la libertad del pensamiento, la santidad de la dignidad y
del honor, por ejemplo? Pero no es esto solo; aún en aquella esfera del derecho a que S. S. apelaba pretendiendo reducir al absurdo nuestra doctrina, aún en el derecho penal mismo, muestra la absolutividad de los derechos fundamentales de la persona humana. ¿Cree el Sr. Alonso Martínez (es imposible que lo crea en su clara inteligencia) que el derecho penal descansa solo en el poder del Estado para castigar? Aún me atrevo a afirmar que hasta en los tiempos y en los pueblos de mayor incultura jurídica ha tenido siempre el derecho penal un principio íntimo, una virtud, una santidad que, ora en nombre del principio trascendental religioso, ora en nombre de algo santo en la vida presente, ha hecho entender la pena primariamente como un derecho de la persona humana para el restablecimiento de la perturbación jurídica. Por ser esto así, enseña el racionalismo que S. S. moteja, que tiene todo hombre el derecho de pedir al Estado que le pene, para lo cual es necesario que no sea, el derecho penal el bárbaro derecho del talion o de la vindicta pública; yo criminal, tengo el derecho de que se me pene, para que, mediante la pena me enmiende y corrija, y de miembro corrompido me convierta en miembro sano y digno de la sociedad. ¿Qué otra cosa significa la tendencia en todos los pueblos cultos hacia los sistemas penitenciarios? Si el Estado impone o aplica una pena, no la aplica como fundado en su poder, porque entonces solo podría decir al criminal: “eres un ciudadano corrompido, no puedes vivir en esta sociedad, yo te proscribo”. No podría hacer el Estado otra cosa, si el derecho penal tuviera por fundamento su poder. Mas como tiene un fundamento más alto en la naturaleza humana, el Estado no solo tiene el justo poder, sino el deber de imponer el castigo, para amparar la santidad e inviolabilidad del derecho en la sociedad y en el delincuente mismo. En esta misma esfera, donde hallaba el baluarte de su doctrina el Sr. Alonso Martínez, debe reconocer como existe un principio absoluto del cual nacen los derechos relativos en la naturaleza racional humana.
Yo no entraré a discutir después de esto si los derechos individuales son o no legislables; esa es cuestión de poca monta. Como legislar no es limitar, no vacilo en decir que son legislables los derechos individuales; y tanto, que sería imposible dictar una ley si el derecho fundamental de la personalidad humana no le diera razón de ser y materia sobre que legislar; mas lejos de ser limitable, es el principio limitador de todas las relaciones jurídicos.
Pero hay otra razón todavía mas perentoria. El límite que a nombre del Estado pretendía imponer el Sr. Alonso Martínez a los derechos individuales, ¿se determina en nombre del poder? Se limita S. S. el derecho en nombre del Estado, niega la esfera del derecho, trayendo para reemplazarlo un principio que le es extraño; y si S. S. pone como límite el derecho de la personalidad humana, entonces afirma la absolutividad que nosotros sustentamos.
Voy a procurar, señores diputados, reducir lo que me resta deciros para molestar menos tiempo vuestra atención (No, no) Habéis visto como del principio de la inmanencia, que legitima la existencia de la Internacional han venido los llamados derechos individuales; y habréis reconocido como son, por decirlo así, hermanos la existencia de aquella sociedad y estos derechos, según decía con cierta razón el Sr. Nocedal. Y vosotros, que habéis proclamado los derechos individuales en la Constitución del Estado: o habéis de mostrar la fraternidad de Caín y de Abel, o tenéis que reconocer la legitimidad con que la Internacional viene a la esfera de la vida. Es uno mismo el principio... (Murmullos.) Con murmullos no se dan razones, ni menos se combaten.
Pues, si con esta plenitud de derecho viene la Internacional a la vida, ¿qué es lo que la Internacional, según este principio, profesa y propaga? Lo que la Internacional predica como dogma concreto, ya que tan aficionados somos a dogmas, es pura y simplemente esto: “la propiedad no debe ser individual, sino colectiva”. Esta declaración terminante, única hasta ahora hecha por aquella asociación, ¿basta para legitimar su proscripción? Sepámoslo: si vais a perseguir a la Internacional solo porque profesa una doctrina contraria la propiedad individual, tened el valor de decirlo, porque sabremos entonces que ponéis fuera de la ley nada menos que el derecho que existe en todo ciudadano para pedir y sostener reformas en la actual organización de la propiedad, y que para proscribirlo hacéis del régimen económico vigente un Corán cerrado a todo progreso. ¿A tanto había de llegar vuestro fanatismo de propietarios…?
¿Qué otros motivos alegáis para proscribir la Internacional? Decís que no solo combate la propiedad, sino la familia, el sentimiento religioso y la patria. Yo acepto como término del debate estas conclusiones del Sr. Candau. Veamos en primer lugar si son exactas; y en segundo, si de serlo no caben bajo los derechos individuales consagrados por la Constitución.
Con respecto a la familia, ¿qué piensa y se propone la Internacional? En las declaraciones particulares de sus miembros (hasta ahora ninguna resolución definitiva existe) se ha afirmado aquella teoría que tanto repugnaba al Sr. Bueno, el amor libre; pero ¿la entienden, por ventura, los internacionalistas, salvo alguna torpe exageración individual, que acaso profesen y aun practiquen algunos de sus mas encarnizados enemigos; la entienden, repito, según ha sido aquí interpretada? No, ciertamente. El matrimonio por el amor, que es la expresión más fiel y generalizada de su idea, significa solo que no quieren mantener la unión conyugal cuando el espíritu y el corazón de los esposos se divorcian. Y si no podéis alegar un testimonio auténtico de que es la grosera sensualidad lo que la Internacional predica, ¿a qué queda reducida esta acusación? ¿Es que estimáis inmoral la teoría del divorcio, vosotros los que habéis establecido el matrimonio civil? Los tradicionalistas son quienes pudieran decir que es inmoral sostener la disolubilidad del matrimonio; pero vosotros solo podéis afirmar que es contraria al derecho positivo.
Yo, que tengo a gran dicha el haber constituido familia hace ya largos años, apenas pude llevar esta amorosa carga, y que procuro hacer una verdadera religión del matrimonio, y del hogar un templo, vacilo en esta cuestión gravísima, y no tengo por inmoral el pensamiento ni aún el hecho del divorcio cuando los santos fines del matrimonio no pueden cumplirse; porque ante la falta del amor que ha unido los corazones en una aspiración piadosa, si se tiene religión, y sino en la intima comunión de la vida, que completa la personalidad humana en cuerpo y en espíritu, y que la procreación de los hijos santifica; ante la falta de amor, repito, que puede ocasionar intestinas discordias, cruel y aún criminal enemiga que haga imposible la educación de los hijos, vacilo y me estremezco, pensando si no seria mejor que los esposos se separaran para no corromper con su ejemplo la familia y la sociedad, y evitar las uniones licenciosas a que una grosera y ya sin freno sensualidad arrastra. Cuando no representa otra cosa lo que se llama matrimonio por el amor, ¿os atreveríais a decir que es inmoral esta doctrina? Modelos de esposos y de padres la han profesado; y es cosa digna de tenerse en cuenta, porque es muy fácil predicar, pero no lo es tanto el practicar este principio de la santidad del matrimonio.
Si es esto lo que dicen y afirman en punto a la familia, ¿qué es lo que dicen, qué es lo que afirman en punto a ese otro principio más íntimo y que toca más a la inviolabilidad de la conciencia, el principio religioso? ¿Lo sabe el señor ministro de la Gobernación? Para ello necesita estudiar todo el movimiento de la civilización cristiano-europea en los cuatro últimos siglos. El señor ministro de la Gobernación podrá saberlo, pero seguramente lo estima bajo un criterio que no es el comprensivo de esas tendencias.
No es que la Internacional haya negado la religión; la niegan solo algunos que llevan la exageración al absurdo, porque absurdo es negar lo que la negación implica. Y ¿cuántos fuera de esa asociación no niegan a Dios, y lo que es peor, afectan creencias que no tiene?
Pero repito, que si oímos a los maestros de la teoría que en la Internacional se pretende condenar, veremos que no niegan a Dios; mas dicen que no sabiendo si existe o no, y no pudiendo sobre esto dar enseñanza alguna debe quedar a la conciencia y al criterio individual el que cada uno confiese lo que bien entienda. ¿Es esto inmoral para los autores y para los fieles guardadores de la Constitución? ¿Es inmoral el que haya un hombre que diga: “yo no entro a discutir si hay un Ser absoluto, principio y creador del mundo, ordenador de las universales relaciones; yo afirmo, solo que no lo se, pero si hay otro que lo crea y confiese no le censuro; es cosa pura y simplemente reservada a la inviolabilidad de la conciencia individual?”
¿Es esto, sobre todo, contrario al art. 21 de la Constitución del Estado? O ¿es que pretende el señor ministro de la Gobernación que este artículo sea interpretado en términos de que todos, valiéndome de una frase vulgar, velis molis, hayamos de confesar a Dios, aunque no le tengamos en nuestro corazón ni en nuestra conciencia? ¿Quiere el señor ministro hacer una sociedad de hipócritas; una sociedad de hombres sinceros y varoniles que sean capaces de decir ante los demás: “yo no tengo Dios, pero ved mi vida moral observad como cumplo mis deberes?”
Y cuenta, señores diputados, que quien esto os dice por el género de vida a que se ha consagrado, no solo abriga convicciones y creencias religiosas, sino que, como mi digno amigo el Sr. Moreno Nieto más de una vez me ha dicho, peca de místico. Pero no tratamos ahora de esto, sino pura y simplemente del derecho a profesar aun el ateísmo, y de reconocerlo bajo el criterio constitucional. Es imposible, por contradictorio, que los que tomáis por bandera la Constitución de 1869, condenéis esto como inmoral. La inmoralidad que esto traiga consigo se ha de discutir, no por vosotros, sino por las escuelas. A vosotros os está vedado el proclamar desde ese sitio, como ministros del Estado, si es o no inmoral; no podéis tener más criterio que el de la Constitución, bajo cuyo amparo tienen derecho a vivir todos los españoles sin acepción de sus ideas religiosas; y si como representantes del país quisierais restringirla o reformarla, antes debíais abandonar ese banco para no ser reos de una tentativa de golpe de Estado.
Examinemos la última afirmación por que se acusa a la Internacional. ¡Ah, señores! los internacionalistas no son los primeros que han profesado esas ideas sobre la patria: reveladores y filósofos la han predicado en todos los tiempos. Pero en ellos es verdad que ha cobrado nueva fuerza y se ha convertido en una organización, donde los trabajadores persiguen un fin común de clase sobre las diferencias de nacionalidad.
Afirman, es cierto, que por cima de la idea y del sentimiento de la patria hay otra idea superior, la de la comunidad de la raza y de la civilización en medio de la cual se vive; y sobre esta, la comunión de la humanidad. ¡Ah, señores diputados!: aparte el egoísmo de clase, que yo repruebo, ¿no veis aquí, aunque partiendo de un principio meramente humano y para un fin puramente económico, la aspiración al cosmopolitismo, que ha levantado siempre los espíritus, y que santificó el cristianismo llevándolo hasta la comunión de los vivos con los muertos?
Pues, cuando este sentido late en la historia de la humanidad, ¿es inmoral quien dice: “no es que yo niegue la patria, no; es que existe la comunión humana entre nacionales y extranjeros, es que hay comunidad de fines entre todos los hombres?” Así como no se cultivan ya la ciencia, ni el arte en el estrecho circulo de las escuelas patrias, sino con espíritu universal humano; así como la religión no debe ser anglicana ni romana, sino que, salvando las diferencias de razas y aún de comuniones particulares dogmáticas, debe ser la religión que una a todos los hombres en la conciencia y amor de Dios, ¿por qué no ha de ser permitido a los trabajadores que formen una asociación internacional para establecer las leyes universales del régimen económico, con lo cual se preparará hasta la desaparición del antagonismo de las industrias nacionales?
¿Puede estimarse esto como inmoral, ni como atentatorio a la seguridad del Estado? ¿Es que se ataca con esto por ventura la existencia del Estado nacional? Invocase como prueba de la relajación del sentimiento de la patria, la conducta de los internacionalistas franceses y alemanes en la última guerra.
¡Ah, señor ministro, que bellos presentimientos nos ofrece esta conducta de las clases jornaleras! ¡Qué diferencia de la soberbia satánica y de las pequeñas miserias de los príncipes, que han dividido las gentes y regado de sangre la tierra! El cuarto estado nos permite esperar que llegará un día en que todos los pueblos se traten coma hermanos, y en que solo prevalecerá la noble competencia del trabajo; que con la guerra es imposible que prosperen las artes de la paz.
Pues estos son, señores diputados, los cargos contra la Internacional se han dirigido. ¿A que queda reducida su inmoralidad; a que la acusación de que compromete la seguridad del Estado?
Resta para formular el juicio que la presente cuestión envuelve, considerar un término de otra índole. Es necesario saber que es para vosotros, legisladores, lo moral y lo inmoral. Se ha intentado explicarlo por varios de los oradores que de inmoral acusan a la Internacional; y yo no se todavía como estos señores entienden la moral. No hablo ya de ciertas definiciones que de ella se han dado; ni yo pretendo definirla, que no se tampoco si acertaría, y temo incurrir en aquel salvajismo de que acusaba el ministro de la Gobernación a cuantos no supieran formular una definición de la moral, que parece que no hubo de lograr al cabo S. S. Limitándome a algunas sencillas consideraciones es que espero habremos de convenir, os pregunto: ¿entendéis que la moral se refiere al pensamiento y a la idea en si, o a la vida en la práctica y en las obras?
El pensamiento y la doctrina moral tocan a la ciencia de las costumbres; pero la moral misma no es sino una forma en que la vida de los seres racionales se produce: y como tal, el contenido, el objeto de la vida mora, es el acto, es la obra; de ninguna manera el pensamiento. No es esta opinión exclusiva de los racionalistas, como algunos de vosotros nos llamáis, ni de los liberales siquiera; puedo invocar la autoridad de los padres de la Iglesia, especialmente de la Iglesia griega; porque desde que se hubo elaborado y confeccionado el dogma, siguieron ya otro rumbo para someter el pensamiento a la fe. Los conceptos, las ideas, no se estimaron jamás como pecados, mientras no fueran contrarios al dogma; y aún entonces lo eran mas por la intención de apartarse de la fe o de combatirla, que por su mero carácter intelectual. Y es que la esfera de la moralidad comienza en el motivo que nos determina a la producción de ciertos actos. No hay pecado de pensamiento, se ha dicho siempre por los moralistas; y solo cuando el motivo que a pensar nos lleva es contrario a la ley del bien, puede calificarse de inmoral el pensamiento, en cuyo caso no se considera su contenido ideal, sino su valor como acto.
Y si esto se dice del foro interno, que es impenetrable y del cual solo Dios y la conciencia de cada sujeto pueden juzgar, ¿qué habremos de decir del foro externo, a que sin duda se refiere la moral pública? ¿O es que vosotros, llamándoos liberales, intentáis lo que la Iglesia, armada de la Inquisición, no intentó jamás, y aún reputó que le estaba prohibido?
Por consecuencia, señores diputados, la moral no puede referirse a las doctrinas que se profesan. Podrán ser erróneas, si queréis, las doctrinas de la Internacional, contrarias a los verdaderos principios de justicia; pero mientras no probéis que a sabiendas de su falsedad las profesa, y para lograr un fin que reconoce como mal, profanáis el sagrado de la conciencia, y os podéis hacer reos de calumnia al fulminar contra ella la acusación de inmoralidad,
Reparad además que, si por la inmoralidad de sus doctrinas ponéis fuera de la ley a la Internacional, violáis el art. 17 de la Constitución, que consagra la libertad del pensamiento sin restricción alguna, como un derecho absoluto. Que no os ciegue la pasión hasta el punto de olvidar los preceptos constitucionales.
Solo por sus actos podéis juzgar de la moralidad de aquella asociación; y si su acción de propaganda es lícita, como en términos absolutos la Constitución afirma, aun cuando el motivo de su conducta sea contrario a los principios que deben regir la vida moral, es imposible a los poderes públicos negarle la legitimad de su existencia, so pena de infringir la ley fundamental del Estado.
Quisiera terminar, señores diputados; pero aún me resta Bastante que decir, por más que sienta molestaros, y no me alcanzará el breve tiempo que falta para levantarse la sesión.
SESIÓN DEL 27 DE OCTUBRE DE 1871
Recordareis, señores diputados, que, examinando ayer las teorías de la Internacional para llegar a la conclusión de que puede y debe vivir bajo el amparo de la ley, me fijé en los cuatros cargos concretos que contra esta asociación se han hecho, tanto por el Sr. Jove y Hévia como por el ministro de la Gobernación; y desentrañando el sentido y la aspiración de las declaraciones, aunque todavía no oficiales ni dogmáticas de la Internacional, pero al fin públicas, traté de probar, y en mi sentir con verdadera exactitud, que nada hay en ellas de inmoral, a no ser que por tal se estime la aspiración legítima, aunque de torpe utopia la juzguéis, de reformar la organización de la familia, de la sociedad y del Estado y de relegar el principio religioso del orden de los fundamentos sociales, por inasequible a la razón e innecesario para la vida moral y jurídica de los individuos y de los pueblos. ¿Cómo negarle el sagrado derecho de producir estas afirmaciones, bajo una Constitución que ha emancipado por completo y para siempre el pensamiento y la conciencia?
En cuanto la propiedad, único punto que la Internacional ha definido en una conclusión, por decirlo así, dogmática, me limité a una indicación sumaria, esperando que una persona harto más competente que yo, y cuyo sentido no distará mucho del que yo sostengo, trate principalmente este término de la cuestión que nos ocupa.
Permitidme, sin embargo, que exponga algunas consideraciones, las bastantes a probar que nada hay ciertamente de pavoroso, a no ser para los siervos de un estrecho egoísmo, en las aspiraciones de la Internacional; y que, antes por lo contrario, en ellas se revela la misma tendencia que en las otras afirmaciones habéis iniciado los hombres de la clase media, de cuyo espíritu participan hoy todos los pueblos civilizados. No entraré a discutir si ha de estimarse o no como inmoral, y si es o no atentatoria a la actual organización de los Estados. Basta solo poner de un lado el hecho de que se trata de reformar la propiedad, y de otro el juicio que sobre la teoría económica del colectivismo pretendéis formular, para reconocer que, por absurda que esta sea, en nada ciertamente afecta a la moral pública ni en nada compromete la seguridad del estado. No toca ciertamente esta cuestión sino a los intereses y relaciones económicas, y la esfera de la economía se rige por principios propios, independientes del criterio moral y aun del derecho que inmediatamente toca al Estado, por más que deban estar en armonía con las leyes morales y las prescripciones eternas de la justicia. Pero, ¿qué es lo que en representa la afirmación de la propiedad colectiva?
La propiedad, como en este debate se ofrece, que no ha de confundirse con el derecho de propiedad, sea cualquiera el criterio bajo el cual se la considere, no es sino el medio y la condición sensible puesta al alcance del hombre, para poder realizar los fines racionales de su vida. No es ciertamente algo íntimo, algo inherente, algo ingénito en la naturaleza racional del hombre, por más que el derecho a ella tenga su principio y razón en la propiedad de si mismo y de sus relaciones que el ser de propia conciencia tiene. Consistiendo, pues, en los medios materiales que necesitamos apropiarnos para realizar los fines de la vida, no se da solo en razón de la personalidad humana de cada sujeto o individuo, sino en relación al fin de la vida racional que debe cumplirse mediante actividad y trabajo. Por consecuencia, la propiedad es justa y es legítima, en tanto que viene a servir a los fines racionales de la vida humana; y cuando esto no sucede, la propiedad es ilegítima, la propiedad es injusta, la propiedad debe desaparecer. Y esto no es solo una afirmación dogmática, no es una conclusión de escuela; es un hecho que revela con su testimonio elocuente e irrecusable la historia.
Cuando alguna clase social; más que una clase social, cuando algún pueblo; más que un pueblo, cuando alguna raza ha dejado de servir al fin providencial que debla realizar y cumplir, nuevas clases, nuevos pueblos, nuevas razas han salido del fondo le la humanidad en esta tierra (no legitimo los medios, hablo solo del fin y del resultado) que han adquirido, a veces arrebatado, si queréis usurpado, la propiedad de aquellas clases, de aquellos pueblos, de aquellas razas decrépitas, para emplearla como medio esencial a la realización de los fines sociales desamparados por aquellos pueblos pervertidos impotentes.
¿Que otra cosa, por ventura, representa todo el movimiento social en la historia del pueblo rey? ¿Qué otra cosa vale y significa todo el movimiento político y social de los bárbaros que al caer sobre el imperio romano, quitan la propiedad los vencidos? Es que traen virtud y fuerza para cumplir un nuevo ideal en la religión, en la moral, en el derecho y hasta en la misma constitución de las nacionalidades, imposible realizar por la sociedad gentil de los romanos.
Y, aún dentro ya de la historia de los pueblos cristianos-europeos, ¿qué otra cosa representa la condensación de la propiedad en manos le los señores feudales y de la Iglesia? Es que en los señores feudales estaba el poder, en la Iglesia estaba la idea. ¿Cómo explicar la radical transformación que ha disuelto los feudos, abolido los derechos señoriales, desvinculado los mayorazgos, desamortizado los bienes eclesiásticos, ni como justificar sino el enriquecimiento de las clases medias, a veces logrado con medidas violentas?
Es, que en el estado llano radica el vigor, la idea, la medula de la sociedad moderna.
Este es el hecho; no trato de legitimar el procedimiento, justifico solo el fin; os muestro las enseñanzas de la historia en la organización y en la transformación constante de la propiedad, y llamo vuestra atención sobre la notable y notoria circunstancia de que en cada reforma han ido siendo más razonables los medios y más extenso el circulo de los nuevos propietarios. No podía ser otra cosa rigiendo a la humanidad la ley del progreso.
Pues hoy, ¿quién, que no cierre los ojos a la evidencia, no reconoce que el cuarto estado, llamado a la vida política por ministerio del sufragio universal (única cosa que providencialmente le ha otorgado la clase media, y de la cual acaso esté en su egoísmo arrepentida, y seguramente se lamentará más tarde), que el cuarto estado que tiene ya el poder, que constituye el nervio de la sociedad contemporánea, que es no solo el que trabaja y cultiva la tierra con sus brazos, el que ejerce la industria y el comercio, sino el que se dispone a recibir y a encarnar en sí el verbo de la civilización, y a quien acaso por vuestra ceguedad liareis el Cristo de las nuevas ideas; que extraño es, repito, que el cuarto estado, prescindiendo de los medios, que seguramente habrán de ser menos violentos que los pasados, porque tal es la ley del perfeccionamiento humano, diga con toda justicia: «yo quiero la propiedad, más no para mi goce y en mi egoísta provecho como pretenden retenerla hoy las clases dominantes, sino porque soy el que trabajo y el que produzco, y de hoy más el que comienza a tener la idea y el sentido de la nueva dirección de las sociedades?»
Cuando todo esto lo siente con la amargura del dolor y lo presiente con la inspiración que siempre reciben las clases como los individuos que son llamados en la vida a realizar una gran idea, nada de extraño tiene que el cuarto estado pretenda y pida con enérgica decisión, no el pan y las fiestas con que en otros tiempos han querido hacerle llevadera la servidumbre los poderosos de la tierra que ya no quiere vivir de la sopa de los conventos, ni de la caridad, ni de la beneficencia pública, sino estos dos principios de su emancipación social: trabajo y justicia. Por el trabajo tiene la evidencia de que adquirirá la propiedad; por la justicia, la seguridad de legitimarla, porque como la va a emplear en servicio de los fines humanos, no a gozar muellemente de ella siendo un miembro ocioso en la sociedad, y va a multiplicarla con su esfuerzo y a devolverla así en idea u obras de arte al comercio de la vida, abriga el sentimiento profundo de la justicia, del derecho que le asiste para proclamar la reforma que le negáis.
Pero se me dirá: si eso explica la necesidad de que la propiedad se trasforme y se extienda al cuarto estado, no justifica el carácter con que la propiedad se demanda por los trabajadores de la Internacional.
¿Qué representa la propiedad colectiva, tal como los internacionalistas la proclaman? Para mí, que no soy partidario de esta doctrina, si bien no profeso el individualismo que niega el elemento social que aquí como en todo lo humano debe existir con lo individual indisolublemente; para mí, que ahora no discuto la verdad o el error de aquella teoría, limitándome a poner de relieve el sentido que entraña, es más el término de una antinomia para preparar la síntesis, que una negación absoluta de la propiedad individual, lo que la Internacional sustenta.
Quieren, en efecto, que no se de la propiedad por la mera relación y en exclusivo servicio del individuo, sino en razón del fin social que la propiedad debe servir de instrumento. Y de aquí, que no pretendan que sea colectiva la propiedad que se determina mediante el trabajo del individuo en una obra o en un producto: no, esta propiedad lleva el sello de la individualidad, y es por su esencia tan individual como el mismo que la produce. Lo que sostienen es: que se tenga en propiedad colectiva, notadlo bien, el instrumento del trabajo, tanto el útil, el aparato mecánico como la tierra, que para el caso los internacionalistas, no digo aquí si con razón o sin ella, consideran como instrumento de trabajo. Es decir, que quieren que la propiedad sea colectiva en cuanto tiene de medio, de elemento común para la producción, y que sea individual en cuanto es determinada en una obra mediante el trabajo del hombre: quieren la posesión en común del instrumento; el fruto, el producto, lo consideran individual. Esto significa la propiedad colectiva.
Pues bien: este sentido de que la propiedad debe darse con relación a un fin y constituirse colectivamente por respecto los medios del trabajo y en razón de los gremios de trabajadores, revela para mi que la Internacional, no diré que conozca, pero que al menos presiente los principios de una nueva organización social, fundada en el organismo de las diversas esferas del trabajo, que legitima la existencia del hombre en el mundo; y que aspira a reconocer en la propiedad su doble naturaleza individual y social, levantándose sobre el mero concepto de garantía política, bajo el cual algunos de los socialistas más eminentes, como Proudhon, pretenden justificarla, a la consideración más amplia y universal de la constitución económica, según los fines de la actividad humana.
De aquí, la aspiración a reducir la esfera del Estad dando la supremacía al organismo económico; de aquí, cierta repulsión a la mera vida política, y aún el apartamiento del partido que puede y debe favorecer sus tendencias en cuanto de legítimo tengan, y ofrecerle los medios y las condiciones necesarias para que la reforma social se verifique.
El pensamiento de limitar el individualismo de la propiedad no es exclusivo de los internacionalistas y de los representantes del cuarto estado. En nuestro mismo país, autorizados órganos de la clase media, eminentes políticos, hombres de Estado que han influido decisivamente en la vida de los actuales partidos, o mejor, de los partidos históricos, lo han profesado y difundido. El Sr. Olázaga ha sostenido la conveniencia de restringir la sucesión hereditaria, con un sentido harto más socialista que el de la Internacional, pues mientras ésta quiere la propiedad colectiva de los gremios que han de constituir el nuevo organismo social, el Sr. Olázaga desea que los bienes, sustraídos a la herencia de las familias, vayan a parar a manos del Estado, para redimir a los siervos, a los cautivos de la miseria, hoy más que nunca desamparados por la insolidaridad de la sociedad presente.
Llevar la propiedad al Estado es harto más contrario al principio de la individualización, que ofrecer a los proletarios por el colectivismo de los instrumentos del trabajo el medio de adquirir la propiedad individual de sus obras, y sobre todo, es menos favorable a la organización de la sociedad en razón de los fines humanos.
Pero no es solo el Sr. Olázaga: un ilustre orador de esta Cámara, que representa las tendencias más conservadoras dentro de la Constitución, que ha tenido una parte decisiva en ella, quizás necesaria para no dejar excluidos de la situación actual a los elementos conservadores, ni privarles de su conveniente cooperación en las reformas políticas, el Sr. Ríos Rosas, ha escrito páginas profundas y brillantes, ha pronunciado notables discursos con sentido y trascendencia verdaderamente social, en los cuales ha sostenido el principio de que es necesario que la propiedad se haga fluida para que pierda la densidad que impide su fácil circulación entre todas las clases. Así, con efecto, buscaría la propiedad su nivel en el trabajo y la virtud; el trabajo, como determinación de la actividad; la virtud, como consagración al fin que debe, realizarse en la vida. ¿Qué otro sentido sino éste, podía tener el nobilísimo deseo del Sr. Ríos Rosas?
No es, pues, señores, un sentido éste tan extraño ni hostil al orden social, cuando en unas u otras direcciones, por unos u otros medios lo acarician y prosiguen los hombres de Estado que penetran en la misión de su tiempo. Podrá haber, si queréis, exageración, no lo disputo; pero la exageración de ninguna manera contradice el principio. Ofreced otro medio más fácil y adecuado para que la propiedad siga al trabajador y huya del parásito, y habréis acabado para siempre con las exageraciones socialistas que tanto os aterran. Mas, si proscribís a la Internacional por temor a sus afirmaciones concretas, reparad que no es tanto una asociación lo que condenáis, como sus aspiraciones, que lleva en si el espíritu del siglo; y que negándoos a reformar la propiedad por la paz, será trasformada por la guerra.
Pero, aún sobre el respetable testimonio de estos distinguidos representantes de los antiguos partidos conservador y progresista, existe el sentido latente en nuestras mismas leyes, que sin duda no se estima bastante por no haber parado mientes en él, y que ha venido a determinarse especialmente en la ley hipotecaria, donde se han echado los cimientos de una, en mi sentir, radical transformación de la propiedad, y recogiendo tradiciones rotas y como dispersas en la historia de nuestra legislación, se ponen tales límites a la propiedad en favor del arrendamiento, y se enaltece de tal modo la posesión y se consagra el carácter público social de estos derechos, que bien puede decirse que el absoluto y cerrado dominio individual abre el paso a una trascendental evolución mediante la que llegará a lograrse, a mi entender, un acompasado y constante movimiento de la posesión a la propiedad, adquiriendo ésta, mediante la coparticipación del colono con el propietario, del obrero con el capitalista, aquella fluidez que con tan profunda inspiración anhela el Sr. Ríos Rosas.
Pues bien: cuando por esta dirección van todas las obras en el pensamiento como en la práctica de los legisladores y de los pueblos, ¿por qué habéis de clamar a escándalo, por qué os habéis de aterrar con un temor egoísta y pueril ante las tendencias y aspiraciones de la Asociación internacional de trabajadores?
Verdad es que en ella viene esto mezclado y confundido, indigestamente con un tan estrecho espíritu positivista, con un odio tan profundo contra la organización social presente, con una enemiga tan terrible contra todas las clases superiores, que al afirmar el cuarto estado sus ideas y su poder, y proclamar el trabajo contra el parasitismo, la justicia contra el privilegio, principios regeneradores sin duda, parece inspirado por temible ira y pretende ejercer el imperio en su provecho; como si sus legítimas aspiraciones, exigieran la sumisión de las otras clases y esferas sociales, la disolución de toda jerarquía y el exclusivo predominio del bienestar económico sobre los demás fines de la vida. Este tono verdaderamente egoísta y tocado de la pasión de venganza, que lleva la Internacional contra los elementos conservadores, es censurable sin duda y la arrastra a la injusticia que pretende desterrar para siempre; mas notad que no es éste el fondo de su idea, sino el vestido con que se presenta a la vida pública para llevar el traje común, por desgracia, a todas las clases sociales en nuestros días. Si las clases superiores, especialmente la clase media, a quién de derecho y por deber le correspondencia, hubieran dirigido al cuarto estado, ejerciendo con equidad su legitima tutela, y preparándole no solo para, influir en los destinos de la política, sino para lograr pacífica y gradualmente su completa emancipación social, entonces no se hubiera engendrado en el cuarto estado ese odio y enemiga que os espanta.
Lo que importa en esta situación, lo que urge, es que pongamos de relieve ante la sociedad todo este egoísmo, que es señal de injusticia, y que a tal punto nos devora, que si prevalece podrá traer terribles catástrofes. No permitáis que se haga tarde para prevenir a las clases conservadoras; no olvidéis la elocuente elección de la historia, de que no hay más sistema preventivo eficaz, porque no hay otro más racional y justo, que el de preparar las reformas que el curso providencial de los tiempos imponen; y sobre todo, no hagáis imposible con una injusta y desatentada proscripción, que la Internacional persiga su fin por los medios de paz, porque entonces dejareis la triste herencia de las guerras sociales.
Vengo, para no molestar por más tiempo vuestra atención, a considerar finalmente las prescripciones del derecho positivo.
No olvidéis que el término sobre el cual vais a pronunciar vuestro juicio es la doctrina de la Internacional, siquiera esta doctrina se encamina a reformar la organización social y política bajo principios antitéticos al régimen vigente; recordad con esto que, según ha procurado probaros, no se pueden condenar por inmorales las ideas; y tened presente la absoluta e ilimitada libertad de pensamiento consagrada por la Constitución del Estado.
No hay ciertamente quien no reconozca, por propio testimonio de su conciencia, que solo se alcanza la dignidad moral con las obras, y que no comienza el orden ético sino en la esfera de la práctica. Y si esto se dice del foro interno e inviolable de la conciencia, ¿qué será en el orden de la moral que el Estado sanciona? Hay en esta relación delicada de la moral con el derecho, un principio capital y evidente que no puede olvidarse, a saber: que no es la moral misma la que el derecho sanciona, lo cual seria una confusión verdaderamente lamentable y peligrosa para la libertad de la conciencia, que es la gran conquista de la civilización moderna, sino los actos, y solo los actos, -nunca las doctrinas- que se oponen a la condición de la dignidad moral, según la que tienen derecho a vivir los individuos y las sociedades. No hay ciertamente legislador que parta del respeto a la inviolabilidad de la conciencia, que se atreva a condenar las ideas, los pensamientos, antes de que se traduzcan en hechos exteriores.
Ha podido hacer lo contrario la Inquisición; ha podido penetrar en el pensamiento y condenarlo como pecado; mas esto, aparte la injusticia, la inmoralidad y hasta la impiedad que aquella institución envolvía, era porque la Iglesia tenia definido un dogma que el derecho del Estado amparaba, y contra el cual no se podía pensar sin incurrir en lo que entonces era delito de herejía. Pero podéis hacer eso vosotros, congregados aquí bajo principios que consagran la santa y absoluta libertad del pensamiento, y cuando la ley de nuestras comunes relaciones es la libre discusión? Reducida, pues, la sanción jurídica en este punto a los actos contrarios a la condición de la dignidad moral de la sociedad o de los individuos ¿podrá penarse, ni proscribirse (que es nada menos que imponer la pena de muerte) a la Internacional, cuando hasta ahora, y sobre todo en nuestro país, para el cual legislamos, no ha hecho más que una serie de afirmaciones doctrinales? ¿Qué otra cosa hace que preparar el espíritu público y trabajar la opinión en favor de una reforma social y política que por medios pacíficos y legales persigue? Ha hecho otra cosa es cierto; ha formado coligaciones para las huelgas; pero ni aún, estas se penan por el Código, que únicamente comprende en su art. 556 las obligaciones que tengan por fin encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo, o regular sus condiciones; y solo en el caso de que la coligación hubiere comenzado a ejecutarse. Hay, aparte de esto, algo comprendido la calificación de asociaciones ilícitas, citada aquí por los Sres. Alonso Martínez y Bugallal? Uno y otro afirmaban que el límite puesto por el precepto constitucional al derecho de asociación estaba sancionado por el Código en el artículo que define las sociedades ilícitas. Permitidme, señores diputados, sobre este punto algunas sumarias consideraciones.
El texto del art. 17 de la Constitución del Estado no había evidentemente de las asociaciones, que ha reservado al art. 19. Y, en mi sentir, eso lo ha hecho con una profunda razón, porque en aquel determina el derecho del ciudadano en cuanto debe ser amparado por los poderes públicos, y en este ha precisado la acción del poder con respecto a la existencia de la asociación misma. No es esta una distinción sutil; que ya os he probado la radical distinción que existe entre el derecho y el poder. Y además, como la asociación no existe sino en razón del fin para que se constituye, claro es que no a la asociación, sino al individuo; ni a la colectividad, sino al miembro que delinque, es a quien se refiere la acción de los poderes públicos, salvo el caso de que la asociación comprometa la seguridad del Estado, exceptuado taxativamente por el art. 19 de la Constitución.
Pero al llegar aquí; y puesto que en el Código penal se apoyan los que pretenden condenar como sociedad ilícita a la Internacional de trabajadores, debo hacer una observación decisiva, sobre todo para legisladores, que no deben consentir jamás que la esfera de sus atribuciones se mengüe por el Poder ejecutivo, ni se olvide o menosprecio por el Poder judicial. No logrando, a pesar de las interpretaciones violentas del art. 17 de la Constitución, probar que la Internacional esta fuera de la ley fundamental del Estado, se apela a la afirmación de que esta condenada por el código. Pues bien: en la hora presente no tiene el código fuerza legal, no es una ley de derecho en cuantos artículos se refieren a los preceptos constitucionales; y ni el Poder Ejecutivo puede imponer su cumplimiento sin una arbitrariedad y usurpación de soberanía, verdaderamente notorias, ni el Poder Judicial aplicarlo sin una palmaria injusticia y una flagrante violación del organismo constitucional.
Y es necesario que esto se diga y se proclame aquí, para evitar los abusos de los poderes públicos. Sabéis señores diputados, que el código penal se planteó por virtud de una autorización condicional de las Cortes Constituyentes, que determinaron no había de regir sino hasta la legislatura inmediata, en que necesariamente había de discutirse, declarándose y reconociéndose además por los representantes de la nación que solo en aquella interinidad de tiempo marcado podía regir; tanto más, cuanto que algunos de sus artículos parecían contrarios a los derechos por la Constitución reconocidos.
¿Y sabéis, si aquí realmente hubiera existido un Poder judicial independiente, cual habría sido su conducta? ¿Sabéis que habría hecho de esta determinación del Poder Ejecutivo, de esta tolerancia del Poder legislativo? Pues habría dejado de aplicar el Código en todos los artículos que se oponen a los preceptos constitucionales, y habría probado al Poder Ejecutivo, y al Legislativo mismo, que en un Estado bien regido no se quebranta la jerarquía de las leyes. Mas, si esto por desgracia no han sabido, o no han querido hacerlo los tribunales de justicia, es imposible, es indigno que vosotros, legisladores, reconozcáis la legitimidad del Código penal contra los preceptos de la Constitución y con mengua del Poder Legislativo. Y seria de desear por honra de la magistratura española, que alguna vez se viera que se respetaba más la ley fundamental del Estado que las leyes orgánicas, y las leyes más que los decretos. Aquí tenemos ciertamente el mal, y es una desgracia terrible, de que las últimas disposiciones legales que menos virtud y fuerza tienen, sean las que los poderes del Estado quieren hacer más respetables y santas. Aquí se ha visto con frecuencia que un decreto que ha conculcado una ley ha sido aplicado por el Poder Judicial; y se ha exigido con frecuencia por el Poder Ejecutivo que esas disposiciones se apliquen, olvidándose de que sobre ellas están las leyes, y sobre las leyes los principios y preceptos de la Constitución. Mientras esto suceda, ni existirá el orden legal, ni tendremos una magistratura respetable y respetada.
Y, esto sentado, ¿a qué ocultarlo? No he de ser yo quien reconociendo la verdad la oculte ni la disfrace. ¿A qué ocultar que hay contradicción entre el código penal y la Constitución? Hay desde luego una contradicción terminante; puesto que hay derechos consagrados en la Constitución sin límite alguno, tal como la libertad de emitir el pensamiento, de palabra o por escrito, que se halla penado en el código. Y yo os pregunto a vosotros, legisladores, a quienes no es lícito olvidar la jerarquía que existe en el organismo de las leyes, ¿cuál de estos preceptos legales antitéticos debe prevalecer, cuál debe sucumbir? ¿Había de anular el código, que carece de toda virtud legal, que rige indebidamente, los preceptos fundamentales de la Constitución del Estado? Representantes de la soberanía de la nación, ¿no debierais volver por la integridad del Poder Legislativo que solo en vosotros radica, exigiendo la pronta, la inmediata discusión del código y pidiendo la responsabilidad contra los jueces que, por ignorancia o por malicia, haya olvidado la inviolable jerarquía de las leyes? No es, no debe ser para vosotros esta, señores diputados, una consideración insignificante; afecta nada menos que al organismo de los poderes del Estado, y se trata de salvar la supremacía de la Constitución que tan paladinamente se desconoce; y que en la práctica parecen dispuestos a negarla, no solo el Gobierno, sino el Poder Judicial, lo que es harto más grave y lamentable.
Pero, aún suponiendo que por tan torpe corriente dejéis marchar y aún arrastréis a los poderes del Estado, y que aplaudáis la disertación ingeniosa contra los derechos individuales y en menosprecio de la santidad de la Constitución, que el Sr. Bugallal pronunció aquí ¿qué supondría la existencia de esos innumerables artículos del Código, en los cuales halla S. S. penada la Internacional, sino que los tribunales hasta ahora han tenido distinto criterio que S.S.?¿O es que se pretende influir en ellos desde aquí, y, coadyuvando a los extravíos del Gobierno, darles prejuzgada la cuestión?
Lo que en verdad resulta es un reato contra la magistratura que, según vosotros, no ha aplicado las leyes; y para ser consecuentes debíais exigir la responsabilidad de los jueces que o no han sabido o no han querido, según vosotros, aplicar los artículos del código; pero de ningún modo podéis invocar esas razones, que antes bien son contraproducentes, para probar que la Internacional está fuera de la Constitución y dentro del código penal.
Y después de todo, si por inmoral hubiera de condenarse esta asociación, ¿qué habían de juzgar los tribunales sino sus actos, pues que a las doctrinas, por erróneas que sean, y aun prescindiendo del absoluto, del ilimitado derecho con que el art. 17 de la Constitución las ampara, es imposible aplicar rectamente ninguno de los artículos del código? Pero, si se la quiere condenar por otra cosa que por los actos, es de todo punto atentatorio a los preceptos constitucionales, es contrario al espíritu mismo según el cual debe determinarse el derecho penal, que debe subordinarse a la Constitución.
Y si la moral hubiera de entenderse como un límite al derecho de asociación, según el ministro de la Gobernación ha afirmado bajo la inspiración del señor Alonso Martínez, es necesario entonces reconocer que no es ciertamente el juez de derecho quien puede venir a declarar lo conforme o lo contrario a la moralidad pública, no; porque el juez de derecho solo puede aplicar taxativamente los preceptos legales que le ofrece el Código; no tienen para el caso más criterio que la ley escrita, la cual no ha definido la moral pública. Ese juez es incompetente en la esfera de la moral; quien únicamente puede entender, quien únicamente puede decidir sobre lo moral y lo inmoral, es la sociedad misma, y según la razón natural, ya que no puede invocarse legalmente la autoridad de la Iglesia.
Es una desgracia del tiempo, porque estamos harto lejos de una verdadera organización social, que una vez quebrantada la influencia y la autoridad de la Iglesia Católica, haya quedado esta sociedad verdaderamente huérfana de una institución moral.
Debieron los poderes legislativo y ejecutivo tratar de dotar a esta sociedad de una institución moral que hoy no tiene, y por la cual combaten y discuten unos con otros acerca de lo moral y de lo inmoral, sin que pueda llegarse a saber con toda precisión que parte o que relaciones de la moral deben ampararse por el derecho del Estado; que es lo que a la vida de la sociedad y del Estado importa, quedando a la conciencia individual el resto. Pero, ya que esta iniciativa para constituir socialmente una institución moral no haya partido ni seguramente partirá por ahora de los poderes públicos, ¿qué es lo que tenéis como resorte, como medio en la actual organización social, para suplir la falta de aquella institución, de que también carecen los pueblos todos de Europa? Tenéis, o por mejor decir, tiene la Constitución del Estado escrita una institución a la cual hay que apelar con frecuencia siempre que se trata de pronunciar un veredicto de conciencia: tenéis el jurado, la única institución que puede hasta ahora decidir propiamente sobre la sanción moral pública: el juez de derecho le está absolutamente vedado por su ministerio. Y vosotros los que negáis la institución del jurado, los que cuando habéis tenido el poder o habéis influido en él habéis hecho todo lo posible porque se retrase su creación; vosotros los que no queréis sino el juez de derecho para que maneje como una férula de ley, ante la cual deponga su conciencia de hombre, porque así os conviene para perseguir con mayor dureza el espíritu innovador de los tiempos y las tendencias reformadoras de las últimas clases sociales, ¿cómo queréis pedir a ese juez, que no debe hacer otra cosa que aplicar taxativamente los preceptos estrictos de la ley, la decisión de lo moral y lo inmoral? Pues que, señores diputados, si tal se hiciera y hubiera jueces celosos como aquellos con quienes frecuentemente la Inquisición se honraba, ¿creéis que alguna vez no penetrarían y sorprenderían en lo más íntimo de la política, algo profundamente inmoral, y sin duda más en las altas que en las bajas esferas, y condenarían lo más delicados resortes que la generalidad de los hombres de Estado manejan? Si vierais próximo este peligro ya tratarías de alejarlo; que por algo habéis querido que juzguen las Cortes, y no los tribunales de justicia, a lo ministros.
Y es que hay una radical incompetencia que impide a los jueces de derecho decidir sobre la moral pública. Cuando hayáis creado el jurado podréis tener quien, en nombre y representación de la sociedad, decida, según conciencia, que es lo que se opone a la moral pública, y debe recaer, por consecuencia, bajo la sanción del código.
Pero no es esto lo que últimamente se pretende; no se quiere ya que se aplique el código penal, porque no lo han aplicado los tribunales y harían mal en aplicarlo por un voto improcedente del Poder Legislativo, o por una orden del Poder Ejecutivo que aquel autorizara; lo que se quiere ahora es que se declare que la Internacional compromete la seguridad del Estado, y que en consecuencia se la proscriba por medio de una ley. Es este punto cae enteramente bajo la competencia del Poder Legislativo, como que se refiere a la existencia del Estado, y un precepto constitucional autoriza el procedimiento; en este punto, repito, pueden con pleno derecho decidir las Cortes. Pero, ¿es que no hay en el código penal una larga serie, y en esto no ha andado escaso el legislador, una larga serie de delitos contra la seguridad del Estado? ¿Hay alguno de ellos, cuando se ha llevado hasta la exageración la determinación y el castigo de estos delitos, hay alguno que la Internacional haya siquiera intentado? ¿Es que intenta o maquina algo que, no comprendido en los artículos del código compromete la seguridad del Estado? Legisladores serios y graves, que no obráis caprichosamente, ni por el impulso de la pasión, ni para satisfacer intereses momentáneos, ni para hacer de tan altas causas resortes de la ambición política que pueden calificarse de mezquinos, ¿no reconocéis que es ante todo preciso mostrar cuáles son los actos, y aun si queréis, los propósitos con que la Internacional atente a la existencia del Estado? ¿Ignoráis, por ventura, que el precepto constitucional no os permite, o por mejor decir, os prohíbe que apeléis al extremo recurso de disolver por una ley una asociación que combata la organización social vigente? ¿Es que queréis confundir la sociedad con el Estado, desconociendo que el Estado se reduce al organismo de los poderes públicos?
Mientras no haya un acto, porque las doctrinas no pueden tener ese alcance peligroso, encaminadas a ganar la opinión por los medios pacíficos, y amparadas, que no prohibidas, por la ley, mientras no haya un acto atentatorio a la seguridad del Estado, que no a los intereses sociales, es de todo punto anticonstitucional e inicuo perseguir a la Internacional. Y como lo injusto ni logra el respeto ni al cabo prevalece, la Internacional, no solo seguirá viviendo a espaldas de la ley, barrenándola, sino que llegará a destruirla; y cuando la haya barrenado y la haya destruido por los mismos medios con los cuales vosotros habéis barrenado y destruido otras leyes, otras dinastías y otras Constituciones, entonces no solamente habréis de sufrir lo que en la Internacional hay de justo, de legitimo y de noble, que todo hombre de recta conciencia debe desde luego patrocinar, sino que os impondrá por la fuerza, y con los excesos a que toda guerra, y mas la social arrastra, sus más exagerados propósitos, destruyendo acaso, aunque por breve tiempo (que al fin, y caminando por tales asperezas se abrirá paso la justicia) aun los legítimos principios que con torpe pasión comprometéis.
Y si no aprended en el ejemplo que acaba de ofreceros la dinastía de Isabel II. Cayó porque de una manera tenaz y torpe se oponía que rigiera los destinos del país el partido progresista; porque opuso obstáculos, que se llamaron tradicionales, al régimen liberal, sirviendo por su desgracia a las ambiciones de moderados y unionistas. Aquella pobre señora pagó con su destronamiento y expía en el destierro su torpeza; y las clases conservadoras, no solo han tenido
que sufrir el imperio del partido progresista, sino, lo que es para ellos más duro y casi intolerable, los principios democráticos.
Y es, señores, que no son dos opuestos criterios el de la justicia y el de la conveniencia. Con frecuencia los partidos doctrinarios no han consultado hasta aquí, no consultan quizá ahora mismo lo que en realidad conviene a sus intereses, a sus aspiraciones, atentos solo a la egoísta utilidad del momento. Con esta triste enseñanza de las clases superiores, ya todos suelen preguntarse: ¿qué me conviene? ¿Tengo poder para arrostrar la lucha? ¿Tengo medios para alcanzar el triunfo? Esto es lo que se dicen todos los que conspiran; esto es lo que os habéis dicho vosotros cuando quisisteis poner por obra la destrucción de la dinastía de doña Isabel II. No parece sino que el juicio intimo de la realidad, de la justicia y del derecho, ha huido de la tierra y que solo lo guarda el que tiene la dirección del mundo. No preguntan los partidos y las clases sociales si sus propósitos son justos; preguntan solo si les convienen. Y como la conveniencia egoísta no es toda, ni la recta y definitiva conveniencia, sino que es la conveniencia de mí contra ti, la conveniencia de un partido contra otro, de un pueblo contra otro, en un momento de la vida, que no en toda la serie del tiempo, lleva por eso a términos injustos; pero la conveniencia en toda su plenitud, lo útil en toda su razón y eternidad es solo aquello que es real y soberanamente justo.
Pues bien, señores diputados, lo conveniente como lo justo es no proscribir a la sociedad Internacional de trabajadores, sino ofrecerle el amparo de la ley. Lo conveniente, sobre todo para las clases conservadoras, es dirigir ese movimiento, quitarle aquellos extravíos y aspereza que en la enemiga de las clases se engendran y que en la discusión pacífica se templa hasta lograr acaso la concordia.
De esta manera las clases conservadoras, con su influjo, con su ilustración superior y con todos los elementos de que disponen, podrán defender su derecho, y salvar a la sociedad de una tremenda lucha, que la represión precipita y agrava.
Y esto que aquí es un ruego, un consejo acaso estéril, es, señores diputados, una realidad en otras partes. Esto se hace, esto se pone en práctica en aquellos pueblos en los cuales las clases conservadoras tienen el espíritu de la justicia y la conciencia de su misión y el recto conocimiento de sus intereses. Hoy mismo en Inglaterra, por una sociedad de Lores se reconoce la necesidad de entenderse con los obreros para mejorar su triste posición.
Para conocer lo que hay de justo en sus pretensiones, se les consulta, ofreciéndoles llevar los acuerdos comunes a la decisión del Parlamento. A este propósito me permitiréis que os lea los que un comité de Lores de la Gran Bretaña, puesto en relación con otro de obreros, ha ofrecido presentar al Parlamento y trabajar activamente hasta convertirlos en ley; y ya es sabido que en Inglaterra una reforma que se inicia es reforma que se consuma. Pues bien, oíd estas conclusiones:
1º Una nueva ley que permita a los obreros hallar mejores habitaciones en el ámbito de las ciudades.
2º Establecimiento de una especie de municipio en los condados, con más autoridad y con derecho de comprar territorio y revenderlo en beneficio de las masas.
3º La duración de horas de trabajo, que no excederá de ocho al día.
4º Establecimiento de escuelas industriales, costeadas por el Estado, en el centro de los barrios de los obreros.
5º Instalación de mercados populares, donde el obrero pueda comprar víveres al precio que saldrían si los tomase al por mayor.
6º Creación de establecimientos de recreo e instrucción para los obreros.
7º Adquisición de todos los ferrocarriles por el Estado.
Así se es conservador, trabajando, no por mantener las instituciones caducas y el régimen ya condenado por una superior conciencia del derecho, sino por afirmar los progresos cumplidos, y prevenir con prudencia el curso de los acontecimientos, para evitar las exageraciones, (yo no trato de negarlas) con que suelen anunciarse las reformas, principalmente en el seno de las clases a quienes no se ha aleccionado hasta ahora más que con el desprecio y la miseria. Anticipándose a hacer esta reforma, es como pueden todavía las clases conservadoras retener por el tiempo que es necesario para su bien, y para el bien general de la sociedad, la dirección de los pueblos. Vosotros tenéis sin duda, no solo el derecho, sino algo más alto y sagrado que el derecho, vosotros tenéis el deber de ejercer esa tutela sobre las clases, hasta hoy desheredadas, de la sociedad. Pero, ¿vais a ejercer la tutela opresora y tiránicamente solo en beneficio vuestro, y no para regenerar y emancipar al cuarto estado, a quien, sin embargo, habéis comenzado por otorgar el poder político con el sufragio universal...? ¡Ay de vosotros si tal hacéis; que la justicia os impondrá terrible expiación!
Las clases inferiores de la sociedad son verdaderos pupilos; y si los que tiene n el deber de ejercer la tutela, en vez de ejercerla justamente, la ejercen de una manera cruel y despiadada, expiarán su falta con una pena terrible: con la degradación y la anulación social y pública.
Voy a concluir, señores diputados, sintiendo haber molestado vuestra atención por tanto tiempo.
Hay para mi en todo el movimiento social contemporáneo, del cual no es más que una manifestación la Internacional de trabajadores, la tendencia a consagrar un nuevo principio de vida, poniéndole por encima, no ya de las instituciones y de los poderes del Estado, sino de los mismos principios religiosos y morales impuestos por la fe dogmática. Este principio es, como ya os dije ayer, el de la razón inmanente en la naturaleza humana.
El principio tradicional ha sucumbido; y si tenéis sentido y conciencia del progreso, debéis abrir paso a este nuevo elemento, a esta nueva dirección de la vida para que se realice plenamente.
Confiad en la justicia de este principio, puesto que no debéis creer que sea tan débil vuestra fe, tan escasa vuestra convicción, y tan triste la devoción de vuestro corazón a los principios conservadores, que temáis que porque el hombre vuelva los ojos hacia sí y quiera dignificar la excelsitud de su naturaleza, van a perderse el orden moral y el jurídico y a acabar el imperio de Dios en el mundo. ¡Triste muestra daríais de la sinceridad y firmeza de vuestra fe! No temáis eso; tened la seguridad de que el hombre que atiende a sí mismo rectamente, que consulta con pureza la voz de la razón, llega a conocer los principios y la ley de la vida, y a dirigir su voluntad con amorosa devoción al cumplimiento de su providencial destino.
Si aceptáis ese nuevo principio de la sociedad contemporánea, como elemento que viene a sustituir al principio tradicional antiguo, llegará la hora que los individuos y los pueblos eleven de concierto un verdadero y divino sursum corda, realizándose su misión en el mundo bajo el dictado de la razón y las prescripciones de la justicia.- He concluido.
RECTIFICACIÓN
AL MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN Y AL SEÑOR TOPETE.
El señor ministro de la Gobernación se ha limitado a hacer algunas protestas, tratando de poner un límite al sentido o al alcance que pudieran tener algunas de mis afirmaciones; y después el Sr. Topete, creyendo que en mis palabras podía haber una ofensa, si no desde mi punto de vista, desde el común sentir de los monárquicos, a la memoria, para mí respetable, del general Prim, ha venido a denegar una afirmación mía. Al contestar a uno y otro señor procuraré ceñirme los más estrechos límites de una rectificación.
Mucho le ha dolido, sin duda, al señor ministro de la Gobernación el que yo pronunciara una frase, no asertórica, sino interrogativa, y que una parte de la Cámara interrumpió antes de que la terminara. ¿Puede suponerse, decía, tan ignorante al señor ministro de la Gobernación, de la organización de los poderes del Estado...? No hubo de mi parte, al proferir esta expresión, falta alguna de respeto personal al individuo del Gobierno, ni menos a la persona del señor Candau. Porque yo no podía explicarme, que cuando se pasaba de los límites por la Constitución determinados al Poder ejecutivo, pudiera un ministro, con pleno y cabal conocimiento de causa, pasar este límite, infringiendo la relación entre los poderes del Estado, cosa para mí tanto mas grave, cuanto que la esencia del llamado régimen constitucional consiste en un equilibrio mecánico y de frágiles resortes; no en un equilibrio real y vivo de todos los poderes, como aquel que la república federal mantiene.
Como que la garantía del derecho en las monarquías constitucionales resulta de compensaciones delicadas y débiles para precaver del abuso de un poder, señaladamente del ejecutivo, que propende siempre a dominar, por eso estimaba yo grave, gravísima la falta, y por lo mismo más quería atribuirla a inocencia que a malicia, con lo cual no salía mal librado el señor ministro de la Gobernación.
Vea, pues, S. S. y vea la Cámara como yo no pretendido de ninguna manera con el calificativo de ignorancia convertirle en alumno y mucho menos de tan humilde maestro. Creo que basta, respecto a esta protesta, sobre la cual ayer, sin excitación de ningún género, dije lo bastante para que pudiera el Sr. Candau haberse excusado de hacerla.
Se refiere la segunda protesta a una insinuación, sin duda mal expresada por mí o mal interpretada por el ministro de la Gobernación. Yo no decía que debiera a una torpe maquinación su existencia el actual ministerio, sino a la complacencia del elemento ultraconservador de esta Cámara y de la minoría tradicionalista, la cual no podrá ciertamente negar el señor Candau, cuando hablan los votos y los hechos por la actitud de estas fracciones; cosa reconocida y declarada además por el presidente del Congreso al ocupar ese sitial.
Pero no era ésta, en verdad, la intención del cargo que yo dirigía al Gobierno, y especialmente al ministro de la Gobernación: mi cargo se fundaba en que habiéndose decidido una crisis, en mi opinión de capital trascendencia, por los votos de la minoría carlista, se pretendiera ahora negar el valor legal de esos votos y de esta minoría, diciendo que ni unos ni otros debían intervenir para nada en la decisión de la política del país.
Sobre este punto recordareis, señores diputados, que exigí al ministro de la Gobernación una declaración expresa y terminante, declaración que hoy estaba en el deber de hacer al levantarse a protestar, y que ciertamente no ha hecho. Es preciso, es urgente, por la dignidad del Parlamento, por la integridad de los derechos del diputado, por la santidad de la soberanía de la nación, que S. S. diga si insiste en afirmar que no han de computarse los votos de los tradicionalistas y de los republicanos al par de los votos de los monárquicos constitucionales , partidarios de la actual dinastía, en la dirección del Gobierno; que no es, que no debe ser Gobierno del rey, que no es Gobierno de un partido, que es, sobre todo esto y antes que todo esto, Gobierno de la nación española.
Esta es la declaración que estaba obligado o hacer el señor ministro antes de quejarse de que hubiera un diputado que volviera por su dignidad, que es en este caso la dignidad del Parlamento.
La tercera protesta del señor ministro es la de que yo he acusado a S. S. con cierta ligereza y con falta de razón, de haberse contradicho en la discusión presente. Con razón decía S. S. que no era yo solo de esta opinión, que lo eran también algunos otros. La razón precisamente en que mi ilustre amigo, el Sr. Figueras, se fundó para retirar el voto de censura, fue el haber sostenido el señor ministro de la Gobernación el segundo día de este debate lo contrario de lo que había dicho el primero, porque desde entonces creyó que no había lugar la presentación del voto de censura. No se si luego en el Extracto oficial de estas sesiones, que por el quebranto de mi salud no he podido leer, y en el Diario, aparecerá otra cosa; pero, sobre todo, resulta de hechos palpables esta contradicción. ¿No recordáis todos que el ministro de la Gobernación hizo la declaración expresa de que la Internacional estaba fuera de la Constitución y dentro del Código, y afirmó que debía ya haber sido perseguida y condenada? ¿No recordáis igualmente que después, al indicar el Sr. Escosura que, en su sentir, no había más sino dejar libre y expedita la iniciativa de los tribunales o traer una ley a las Cortes, fue cuando el Sr. Candau se levantó a decir: pues haremos la ley?» Este cambio de punto de vista al estimar la cuestión presente, ¿es o no una contradicción?
Cuando se viene a decir, de un lado que la Internacional esta fuera de la Constitución, y de otro que para proscribirla se necesita una ley, ¿hay o no una manera contraria de ver, que en la dirección de la política, en que debe guardarse consecuencia, puede llamarse con toda, justicia una contradicción? Y, en consecuencia, ¿fue afirmación ligera, recta y fundada, la de que antes de cambiar de opinión de este modo inusitado en el curso de un mismo debate y en cuestión de tanta magnitud, era obligado abandonar ese sitio para poder sostener lo contrario desde estos bancos? No había, pues, en esto ofensa alguna personal; había simplemente el juicio de la conducta de un ministro y de un Gobierno, que puedo y aun debo formular.
Por lo demás, en cuanto a la censura que con este motivo yo dirigía al Gobierno de reaccionario, ¿no lo están diciendo los hechos? Pues que, ¿no hay aquí realmente una tendencia a buscar la conjuntiva con el Sr. Alonso Martínez, que, como ayer decía, viene trabajando con afán y esfuerzo por limitar el sentido y torcer el espíritu del titulo I de la Constitución? Si el Gobierno quiere hacer política radical, ¿por qué no lo interpreta con el criterio radical? Pero si es un ministerio que se llama radical, y se inspira en las ideas y en las doctrinas del Sr. Alonso Martínez, deje ese puesto al Sr. Alonso Martínez a los suyos: esto es lo que manda la conciencia política, esto es lo que prescribe el deber; los nombres son propios de las cosas que representan, de ninguna manera se dan nombres para fingir lo que no se da en la realidad de las cosas.
Voy a la última protesta, en la que tengo a la par que dirigirme al ministro de la Gobernación y al señor Topete. Recordareis, señores, que al tratar de demostraros que el partido republicano no es meramente un partido político que tenga por único objetivo el poder, siquiera sea con el noble propósito, que no niego ni a este ministerio ni a ninguno mientras no tenga pruebas evidentes, de realizar el bien del país, decía que de esto era prueba incontestable el que habiéndose ofrecido participación en el poder a algunos republicanos antes de establecer la dinastía, aunque después de votada la monarquía, lo rehusaron con noble consecuencia. Esto han creído los Sres. Topete y Candau que podía ser una ofensa a la memoria del general Prim. Quizás no fuera exacta mi aseveración de que el mismo general Prim fuera quien ofreciese la participación en el poder a los republicanos, y defiero en este detalle al testimonio de los informados directamente: soy hombre que por mi género de vida no vivo mucho en las relaciones de la política, que conozco solo por las manifestaciones de la prensa. Aplicando un regular discernimiento a las contradicciones y afirmaciones de los unos y a las excusas de los otros, llegué a conocer que había en el fondo algo, y que el algo que había no era depresivo ni para el general Prim, ni ofensivo para los republicanos.
No labia deslealtad ni en el general Prim ni en el señor Ruiz Zorrilla, ni en nadie; antes bien puede con razón afirmarse que había un nobilísimo sentimiento, una aspiración patriótica que hubiera podido librar de grandes crisis y conflictos al país. Es que se decía a mis amigos: “Os llamamos, no como republicanos, sino como diputados, porque convenimos en un punto capital de la Constitución, en el título I; dejemos a un lado la cuestión de la monarquía, puesto que no tenemos por ahora candidato, y vamos a consolidar nuestra obra común, que esta sobre la monarquía (y bueno es que se diga), que es afirmar los derechos consagrados por la Constitución”.
En este sentido decía yo que se les había llamado y ofrecido participación en el poder, no para que los republicanos dejaran de serlo y se hicieran monárquicos, -que hubiera sido una ofensa para hombres de consecuencia como mis amigos- ni porque hicieran una evolución hacia la república el Sr. Ruiz Zorrilla y el general Prim, sino porque sobre la monarquía y la república esta la afirmación, la consagración de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, bajo cuyo amparo deben vivir todos los españoles.
Este es el sentido de la declaración que yo hice. ¿Quién puede decir que hay ofensa para la memoria del general Prim? Lo que esto significa, sea en el general Prim, sea en el Sr. Ruiz Zorrilla, es un alto sentido que, sobreponiéndose al movimiento de mezquinas pasiones y a la enemiga de los partidos políticos, divididos por el art. 33, respondía a la patriótica aspiración de consolidar el derecho común.
SESIÓN DEL DÍA 3 DE NOVIEMBRE
RECTIFICACIÓN
A LOS SRES. MORENO NIETO, RÍOS ROSAS Y CANOVAS.
Señores Diputados:
No creía ciertamente que fuese esta tarde, cuando la Cámara está todavía bajo la impresión de la
palabra elocuentísima que se acaba de oír (la del señor Cánovas), cuando tuviera yo que rectificar los conceptos que con error se me han atribuido, y contestar, tanto a las alusiones que se me han hecho, cuanto a las impugnaciones de que ha sido objeto el discurso que he tenido la honra de pronunciar en este debate.
Y no lo esperaba, porque creía que inmediatamente después de la peroración del Sr. Cánovas, cuando ha hecho declaraciones de tanta trascendencia, cuando se ha venido a demostrar que el actual ministerio merece el apoyo de la fracción ultra-conservadora de la Cámara, que ha batido con ardimiento, y al parecer con éxito dentro de la situación, la política radical, hasta el punto de someter a su tendencia los principios democráticos de la Constitución del Estado, se levantaría el Sr. ministro de la Gobernación a protestar del sentido político que representaba y a mantener hoy, como anunciaba el primer día, el criterio radical. No parece sino que S. S. ha querido dejar que sea el espíritu que sobrenade al término de esta discusión el espíritu y el sentido que representa el Sr. Cánovas del Castillo ¿Qué significa esto, señores ministros? ¿Es que tan pobre y sobre todo tan débil es el espíritu con que profesáis las ideas liberales, que cuando se presenta un orador de aquel lado de la Cámara y viene a revelar sus aspiraciones, sus exigencias, sus imposiciones mismas, os creéis obligados ante sus declaraciones de dinastismo a abrirle paso al poder para que vengan a regir en buena o en mala hora los destinos del país...?
Ved, señores, con cuánta razón os decía yo que este plano inclinado que ofrecía el actual ministerio a la política conservadora había de provocar inmediatamente una declaración benévola a la situación y a la dinastía de parte de algunos que hasta ahora se inclinaban la restauración, y que con ella se dispondrían, fingiendo inminentes peligros sociales, a arrollar aquí la bandera de la libertad y traer lo que, mal que le pese al Sr. Cánovas, llamaré una y mil veces el espíritu y el sentido reaccionario.
Yo dejo al señor ministro de la Gobernación, yo dejo al ministerio todo la satisfacción y la honra de su consecuencia por la ardiente defensa y las seguridades de triunfo que le acaba de proporcionar esta tarde el Sr. Cánovas.
Viniendo, señores diputados, a contestar a las impugnaciones capitales que se me han dirigido en el curso del debate, y siguiendo el orden mismo en que se han presentado, habré de replicar en primer término al Sr. Moreno Nieto; después habré de ocuparme en algunas de las observaciones que me dirigía el Sr. Ríos y Rosas con un espíritu y un sentido profundos, con el espíritu y el sentido que yo desearía ver en el partido conservador de España, porque sería señal de que se decidía a consolidar las libertades por la revolución conquistadas; y habré de contestar, por último, a las conclusiones del Sr. Cánovas del Castillo. Mas, si el señor presidente creyera que no debía molestar al Congreso por tanto tiempo como para esta difícil tarea necesito, apenas me anuncie que debo ceñirme a los límites de una rectificación, me atemperaré gustoso al derecho que la presidencia me reconozca.
Ante todo, y sin que sea visto que a ello me muevan las complacencias inmerecidas que conmigo han tenido los señores Moreno Nieto, Rios y Rosas y Cánovas, permitidme os diga que, por más que haya procurado, antes de venir aquí, formar sentido y criterio político, en propia convicción, me embarazan por extremo al discutir con repúblicos tan distinguidos, el respeto que de largos años guardo al Sr. Moreno Nieto por la elevación de su inteligencia, por la nobleza de sus sentimientos y por el poder de su fantasía, que le mueve siempre hacia las grandes ideas; la admiración que impone la ilustre historia parlamentaria del Sr. Ríos y Rosas, a quien siempre será debido el tributo que merecen un pensamiento profundo, una consecuencia inflexible, y sobre todo, el espíritu de diamante que ha grabado en todos los actos de su vida; y el temor casi invencible que inspira la habilidad parlamentaria y el tacto político del señor Cánovas, que tan diestramente posee los más difíciles resolver y las mas delicadas relación de estas contiendas y del catecismo que explica sus misterios, impenetrables para el catecúmeno, y por siempre inasequibles para quien como yo jamás pretenderá llegar a ser catequista en esta comunión. Mas, a pesar de mi inferioridad notoria y de mi extrema inexperiencia, no retrocederé ante el deber de oponerme a la nueva invasión del doctrinarismo y denunciar al país las suaves cuanto temibles tendencias que en la evolución de los conservadores se anuncian, y que amenazan la existencia de los nuevos principios liberales en que la organización de la sociedad y el Estado se fundan.
Recordareis, señores diputados, y es declaración que me importa, porque con ella contesto, más que a acusaciones francas, a insinuaciones encubiertas que pudieran herir la completa sinceridad con que pretendo emitir siempre mi pensamiento; recordareis, señores diputados, que en varios pasajes de mi discurso repetía con insistencia, por temor de que la velocidad de la palabra impidiera comprender mi espíritu, que no venia a hablaros en nombre de los principios que yo particularmente profeso; que no era esta mi misión aquí; que venía, primero, a ser pura y exclusivamente un crítico severo e imparcial de los principios, de las tendencias, de las aspiraciones de la Internacional según yo los entiendo; después, un discutidor desapasionado y lógico de los principios, de los preceptos de la Constitución y de los artículos del código que aquí se habían invocado para condenar y proscribir aquella asociación. Si, pues, me he limitado a exponeros el hecho y discutir el principio de derecho según el cual aquel ha de juzgarse, ¿con que razón puede decirse que yo he patrocinado ciertas tendencias olvidándome de los principios que profeso, hasta el punto de echarme en los brazos de la doctrina de la inmanencia, que amenaza al presente con fuerza irresistible todos los principios fundamentales y supremos en el orden de la realidad y de la vida?
Yo no vengo a discutir tesis doctrinales. Aunque nuevo en el Parlamento y extraño a este género de discusiones, no deja de alcanzárseme que no se viene aquí debatir principios científicos, ni plantear las cuestiones como deben dilucidarse en las aulas. Es verdad que os he hablado de la inmanencia y de la trascendencia no pretendo negar que haya empleado términos y frases más académicas que parlamentarias, las cuales habrán venido a mis labios por la propensión que presta el oficio. Pero decidme, señores diputados, ¿hay alguna afirmación, hay alguna profesión de escuela en cuanto yo he tenido el honor de exponer a vuestra consideración? ¿Qué me importa, por lo demás, que cuando yo he procurado inspirarme en el sentido y en el criterio coman de los partidos en esta Cámara, en nuestro pueblo y aun fuera de España, haya quien diga que el hombre que viene con tales novedades, no solo desconoce lo que la alta honra (por mí inmerecida, pero jamás pretendida y con dificultad aceptada) de la representación del país impone, sino que debe estar relegado, no ya donde viven las utopías, sino donde se precaven los delirios que corrompen y pervierten la sociedad?
No es, repito, señores diputados, una discusión de principios escolásticos lo que proponía yo a vuestra consideración. Yo sabia bien que había aquí inteligencias levantadas, pensamientos poderosos, espíritus que sorprenden las más latentes corrientes de la civilización moderna, que no habían de pensar que lo que la Internacional representa, siquiera pretenda reducírsela a una cuestión rastrera y mezquina, dejara de ser una manifestación de esta profunda y trascendental lucha que actualmente riñen dos principios: el principio trascendental que ha vivido hasta ahora por la fe, y el principio inmanente, que se quiere buscar en la conciencia del hombre para regir las sociedades que ya no se inspiran en dogmas revelados. Pues que, ¿he sido yo siquiera el primero que haya planteado en estos términos la cuestión que se debate? ¿No había ya indicado el Sr. Nocedal, y aun tornándolo de orígenes bien remotos, que eran, después de todo, las teorías de la Internacional una consecuencia de la lucha entre el filosofismo contemporáneo de un lado, y el espíritu tradicionalista representado por la Iglesia católica, de otro? No es, pues, una cuestión abstrusa, metafísica, la que yo aquí propuse en términos y principios que debe cada hombre hallar en su conciencia y observar en la sociedad contemporánea. Y a quien entienda que son cuestiones estas impropias del Parlamento, permitidme, señores diputados, que le diga que ignora la elevada misión de los legisladores y de los Gobiernos, y que no ha penetrado en el espíritu de los tiempos.
Pues bien, el Sr. Moreno Nieto, aunque no tuve la satisfacción de oírle en esta parte de su discurso, parece que, combatiendo el sentido que penetraba al través de mis palabras, decía que por defender a la Internacional desertaba de los principios fundamentales que he profesado constantemente. No, Sr. Moreno Nieto; no deserto de mi bandera, ni abandono mis principios; ahora menos que nunca. En cuanto pueda, por escasa que sea la importancia de mi palabra, por pobres que sean mis fuerzas físicas y morales, yo me atravesaré en medio de la corriente para que no vivan los individuos y los pueblos solo bajo el principio de la inmanencia.
Pero no es esto ciertamente lo que aquí se trata; no es esto lo que aquí me tocaba hacer. En la cátedra, desde el retiro de mi gabinete y en el seno de las asociaciones científicas y populares, trabajaré hasta donde mi poder alcance y la conciencia me ilumine, por sustituir la fe dogmática que han abandonado los pueblos; y más que los pueblos los individuos, porque como ya lo habéis oído de los labios autorizados del Sr. Cánovas, los Gobiernos quieren conservarla como resorte de su dominación. Contra esta corriente, yo interpondré mi pequeño esfuerzo diciendo a los espíritus sursum corda: elevaos desde la afirmación de la propia conciencia al principio fundamental de la realidad y de la vida, y consultad la razón que había con voz elocuentísima, con voz eterna y divina, a cuantos libres de preocupación la solicitan. Este es, Sr. Moreno Nieto, mi puesto de siempre.
Mas aquí, y en esta controversia, desposeyéndome por completo de toda afección escolástica, de toda presunción doctrinal, he venido a deciros: ¿no sorprendéis en nuestro estado social esa dirección del pensamiento moderno, que afirma como único principio de la vida lo inmanente en la conciencia del individuo y de las sociedades? Seréis tan miopes, que no reconozcáis que los derechos individuales, hoy consagrados, son una determinación de este principio de la inmanencia? ¿No veis que la doctrina de la moral in dependiente, como las afirmaciones y tendencias de la Internacional, son otras tantas consecuencias de este principio que ha venido a la vida relegando el imperio de lo trascendental creído o impuesto por la Iglesia? ¿Cómo había yo de creer, que muchos de los señores diputados que tienen la obligación (y el poder intelectual les sobra) de conocer esta tendencia para ser medianos legisladores, como había de creer, repito, que desconocieran la trascendencia de este debate que ha herido en el fondo de la cuestión social y hasta removido en una cuestión constituyente?
Después de esta observación, me dirigía el señor Moreno Nieto otra que tenía ya cierto carácter práctico y que estaba, al parecer, más dentro de la esfera y de las condiciones de un Cuerpo legislador. Hablaba el Sr. Moreno Nieto de la propiedad; con ocasión de la propiedad declaraba su sentido en la trascendental cuestión entre el individualismo y el socialismo, con una elevación de pensamiento que yo soy el primero en reconocer; pero, permítame S. S. que se lo diga, con una vacilación tal, que no he acertado a comprender la solución a que se inclina. No es este el momento de discutir la teoría de la propiedad, y por lo mismo me importa dejar consignado que, olvidándose sin duda el Sr. Moreno Nieto de lo que más de una vez hemos departido sobre este punto, y con más espacio y serenidad que en este sitio, ha tornado por una conclusión mía la fórmula de la Internacional, que .yo examinaba, no como partidario de ella, mas para justificar la aspiración que envuelve y despojarla del temor que inspira a los que creen ligado el porvenir de la civilización a la perpetuidad inmutable de la propiedad individual.
No es ciertamente que yo sostuviera la propiedad colectiva; no, ni nunca; ya lo he declarado más de una vez. Lo que yo decía era lo siguiente: «Reparad que la cuestión de la propiedad viene hoy puesta por la Internacional, o mejor, por toda la civilización moderna, entre dos polos, en medio de los cuales es indispensable que acertemos a señalar el ecuador fijo y constante que regule su movimiento, y que preste al orden social, en cuanto a la propiedad se refiere, la ley que determine su adquisición y conservación por el trabajo, y su aplicación equitativa a todos los fines racionales de la vida humana. » Y añadía: «posible negar que aun cuando la propiedad radica en un derecho fundamental de la personalidad humana, solo se legitima en razón del fin a que sirve de medio y condición? » Pues que, ¿es posible que la propiedad pueda considerarse justa y legítima allí donde el hombre queda en el ocio, o yace en la corrupción? para confirmar mi sentido, y para que pudierais reconocer el derecho con que la Internacional viene, no diré a pedir el colectivismo, mas sí a poner en cuestión la organización actual de la propiedad y a reclamar la constante posibilidad de su reforma, os decía: «Mirad los ejemplos de la historia; desde que hay memoria de las sociedades hasta el día, donde quiera que ha aparecido alguna clase, algún pueblo, alguna raza que ha traído un principio fintes desconocido, pero que representaba un progreso, allí ha ido a gravitar la propiedad con una fuerza irresistible, como el medio providencialmente deparado para cumplir aquel fin.» Y, por último , afirmaba que, cuando se han negado las reformas pacíficas, se han cumplido al cabo por la guerra, ofreciéndonos la historia Ja animadora enseñanza de que en cada etapa de este camino van siendo los medios menos violentos, y la extensión, el circulo de la propiedad más amplio.
Si en nuestros días es la lucha de las ideas más profunda, si la cuestión económica, como todas, se ha de resolver antes en el pensamiento que en la práctica, y si en el espíritu sintético que se anuncia en la civilización contemporánea se aspira a consolidar cada progreso cumplido, y no a la destrucción total de lo existente, no es de extrañar que al lado de las aspiraciones del individualismo se anuncien las utopías socialistas, entre cuyos extremos van marcando las leyes el camino para lograr el concierto entre el elemento individual y el elemento social de la propiedad. Limitando el absolutismo irracional de la propiedad, ampliando la esfera de la posesión, es como llegará un día en que la propiedad busque las leyes de su distribución en el trabajo y la virtud, y que allí donde la actividad del hombre no exista, y por decirlo así, no se divinice con un fin racional, allí la propiedad desaparezca, abandonando a los holgazanes y a los parásitos para ir a buscar al que rinda culto a la ley divina del trabajo. Este es, ni más ni menos, mi sentir, Pero ¿me he permitido yo, por ventura, traer aquí una fórmula, determinar una afirmación, señalar un principio para que vayamos siguiendo este progreso que vosotros habéis sido los primeros en iniciar, y que el cuarto estado y sus representantes no harán más que continuar con espíritu menos egoísta y con sentimientos más altos y más propios del fin providencial a que la propiedad sirve? No; yo no he enunciado principio alguno. Si esta legislatura pudiera durar, y si nos diera tregua esta luna intestina de los partidos monárquicos, que no se si para satisfacer personales ambiciones, o para algo más alto, para la constitución de los dos partidos constitucionales, habéis provocado, probablemente veríais salir de estos bancos algún proyecto de ley en que se os anunciara como entendemos que debe irse preparando y abordando la cuestión social, no para realizar ese socialismo que el Sr. Moreno Nieto llamaba grosero, y a que tanto tercia el señor ministro de la Gobernación, sino para afirmar principios de justicia y para proponeros los medios pacíficos y legales de que esa lucha tremenda, que se va a decidir, según el Sr. Cánovas afirma, por la victoria de la fuerza, sin otro criterio, sin otra norma que la terrible ley gentil, anticristiana, impía, del éxito, se fuera resolviendo por el derecho, única fuerza legítima, y por fortuna de todos, la que hasta ahora invocan, aunque yerren en su concepto, las clases trabajadoras.
Lo demás que con esta ocasión y sobre el individualismo y el socialismo ha discutido el Sr. Moreno Nieto, me llevaría demasiado lejos de la cuestión presente. Básteme repetir, para que no se me atribuya más que lo que pienso y digo sin reservas que jamás acostumbro a guardar, que entiendo y sostengo que la propiedad es individual y social juntamente como la naturaleza racional del hombre; y así como estos dos elementos se unen por virtud de una cópula divina en cada individuo, así pretendo yo, así espero yo que llegue un día en que la propiedad se constituya, siendo individual, en lo que de individual tiene el hombre, y siendo social, en lo que de social el hombre tiene. Cómo esto sea, señores diputados, por que procedimiento se lleve a cabo, ¿creéis que puedo decirlo yo, que apenas si tengo alguna claridad en los principios, y que siervo del trabajo en otras esferas, no he entrado hasta ahora en la categoría de los hombres prácticos? ¿Creéis tampoco que puede decirlo el criterio del partido republicano? ¿Creéis que puede decirlo vuestro criterio? No; la cuestión social, como hoy se plantea, exige los esfuerzos de todos los hombres de buen sentido, de rectas aspiraciones, de nobles pensamientos, que no tengan el mezquino egoísmo de clase y que quieran que la propiedad se universalice y fluidifique como el señor Ríos Rosas decía. Todos somos llamados juntamente a discutir, despojándonos de la pasión política, cuál es el criterio y el principio de justicia que debemos aplicar a la reorganización de la sociedad presente.
Por desgracia, señores diputados, aquí se piensa y se dice que esa cuestión debe resolverse, o, más bien, negarse por el hierro y el fuego; y eso se ha dicho por los que se llaman representantes de las clases conservadoras, perjudicándolas gravemente, por que valen algo más, y a más son llamadas que a servir sus egoístas intereses con el poder político. Las clases conservadoras no pueden menos de abrigar una tendencia social: llevarán a ella taló cual criterio; pero negar que la cuestión social existe, pretender anularla por la fuerza, querer proscribir a los que la promueven, como si con la proscripción de los hombres se proscribieran las ideas, eso no es solo un torpe egoísmo, sino que es también una profunda ceguedad.
Llegaba a afirmar después el Sr. Moreno Nieto que los que defendemos el derecho de la Internacional a vivir bajo el amparo de las leyes nos proponíamos destruir los fundamentos de la sociedad, constituida sobre la santa unidad de la familia, sobre la propiedad y sobre la religión. Aun prescindiendo de que el sostener la legalidad de una asociación no implica la aceptación de sus principios y aspiraciones, no es cierto, señores diputados, cine niegue la Internacional aquellos fundamentos sociales. Lo que sostiene es: que la idea de Dios, como la de todo lo absoluto, es incomprensible para el hombre, en lo cual conviene con los que afirman que solo puede alcanzarse por la fe; que la moral y el derecho pueden y deben afirmarse independientemente de todo dogma religioso, y que la familia como la propiedad exigen capitales reformas.
Y so pena de que declaréis ya irreformables las instituciones en que principalmente se determina el progreso de la humanidad, no podréis menos de reconocer que no bastan el hecho presente, ni la mera tradición para afirmar la definitiva justicia de su actual organización. Pues que, ¿bastaría, para legitimar la propiedad el hecho material de tenerla y poseerla, siquiera tenga la consagración del tiempo? Si el hecho solo bastara, y fuéramos a investigar los orígenes y aun los títulos de la propiedad actual, nos encontraríamos las más veces con que procede de la conquista, y no pocas de la usurpación sellada con la sangre.
Si del hecho consumado ha nacido el derecho, ha sido a título de un principio superior que ha legitimado, no el origen, sino el uso y el destino ulterior de la propiedad. Pues ese principio es el que hoy buscan las clases trabajadoras. Podrán errar en el camino, mas su aspiración es santa y legítima.
Pero ¿es exacto que la Internacional pretenda disolver la familia? Sérialo, sin duda, si el principio que invocara fuera, como aquí se ha repetido, el amor libre, grosero y sensual. No parece sino que se inventan acusaciones por el placer de condenarla. Sobre que no ha hecho declaración alguna en este punto, importa insistir, volviendo por los fueros de la verdad, en que la teoría que algunos internacionalistas individualmente profesan es, como el día pasado os dije, la de que el matrimonio debe fundarse en el principio que inmediatamente ofrece la conciencia, a falta de una más alta consagración religiosa, en el principio del amor. Cuando este principio falta, entienden que está realmente disuelto el matrimonio. Para vosotros los espiritualistas, para vosotros los que invocáis siempre el sentido moral, como si la moralidad estuviera relegada de estos bancos, ¿es preferible que siga una grosera y torpe unión carnal, cuando el puro amor humano se ha borrado del espíritu y del corazón?
No es que yo me declare por la disolubilidad del matrimonio, ni menos que niegue la sanción religiosa a esta unión, providencialmente destinada al complemento de la persona humana; no es el momento de discutir estas cuestiones; mas lo único que importa es decidir si la Internacional tiene derecho a debatirlas y resolverlas, proponiendo las reformas que estime convenientes a remediar los males que perturban e impurifican al presente la vida de las familias. Y es bien extraño que los representantes de las clases conservadoras griten contra el escándalo de las doctrinas, y apenas se preocupen de la perversión de las costumbres. ¡Quién sabe si el espanto que aquellas producen no es más que el horror a su propia sombra! Lo cierto es que la reforma de la familia se invoca en nombre de la regeneración de la mujer y de la afirmación de la personalidad del hijo, en gran parte desconocida todavía, y de la educación a que todos los miembros de la sociedad tienen incuestionable derecho. Podrán las soluciones ser erróneas; pero; ¿quién se atreverá a decir que los propósitos son inmorales?
Al tratar el Sr. Moreno Nieto de los derechos individuales, concretaba su pensamiento en una fórmula cuyo sentido contradictorio no he logrado descifrar. Decía. S. S.: “Puede el Estado, pueden los poderes públicos perseguir, imponer la pena de muerte, que no otra cosa es disolver las asociaciones; puede igualmente limitar el Estado todos los derechos individuales, pero no debe hacerlo”.
Esta antinomia entre el poder del Estado y el deber del Estado solo puede resolverse por la arbitrariedad. Permítame S. S. que le diga, que en la esfera de las atribuciones del Estado no hay nada potestativo, todo es debido. Por singular excepción, y tratándose de los derechos de la personalidad humana, nunca de los derechos de la soberanía, comprendo que haya algo de potestativo, puesto que pueden ejercerse o no ejercerse; pero tratándose del Estado, que no es una persona, que no tiene derechos primarios, sino derechos relativos a las funciones que ejerce, seria autorizarle a que faltara a ellas el declararlas potestativas. De aquí, que cuanto se afirma del poder del Estado, se afirma necesariamente como deber. ¿Dónde iríamos a parar si prevaleciera el criterio del Sr. Moreno Nieto? Si esto pudiera aceptarse, sería completamente inútil la organización de los poderes públicos, porque al fin todas las cuestiones se decidirían por la arbitrariedad en cuanto vinieran a caer en la esfera del poder del Estado.
No es esto, ciertamente, lo que puede y lo que debe exigirse del Estado en relación con los derechos del individuo y de la sociedad. Lo que puede y debe exigirse del Estado es que fije y consagre los derechos, así en lo que se refiere a las personas, como en lo que concierne a las sociedades. La cuestión, aquí, está en hallar el criterio, según el cual se haya de entender el derecho en la persona del ciudadano y el derecho en las instituciones sociales. Sobre esto, fuera por que no alcanzara mi penetración, fuera por la vacilación de pensamiento en que el Sr. Moreno Nieto se movía, la verdad es, que no pude hallar un criterio fijo para determinar las relaciones entre los derechos individuales y la acción de los poderes públicos. Todo cuanto afirmó el Sr. Moreno Nieto se redujo a decir, que podían y no debían limitarse aquellos derechos. Y haciendo aplicación a la cuestión presente, añadía S. S.: no debe condenarse a la Internacional a completo y perpetuo silencio, porque la represión y la violencia no bastan para impedir estas manifestaciones de la vida; no importa que se hable y discuta en cierta medida sobre el pavoroso problema social.
Pero ¿cuál es la esfera del derecho, que nunca debe ser vaga e indefinida, si no hay más criterio que el poder y no el deber del Estado? Hablarían de todo aquello que agradase al poder y guardarían completo silencio sobre todo aquello que le desagradara. Con este sistema, apoteosis del régimen doctrinario que tan bien entiende y practica el Sr. Cánovas del Castillo, ¿cuál seria la suerte de la libertad del pensamiento? Juzgad por ella dónde quedarían los derechos individuales.
Discutiendo por último, el Sr. Moreno Nieto si la Internacional es, o no, contraria a la moral pública, hacia algunas afirmaciones verdaderamente contrarias a la letra y al espíritu de la Constitución vigente. Es digno de notarse que cuantos se han levantado a defender la política del Gobierno sostienen que el criterio para decidir sobre la moral pública consiste en las tradiciones, en los hábitos, en las costumbres, en las creencias y hasta en las preocupaciones sociales, viniendo así a parar en que la moral pública no es, no puede ser otra que la moral católica.
Después de esto, no resta sino aceptar aquella conclusión que el Sr. Moreno Nieto exponía con una elocuencia que me recordaba a Donoso Cortés: “un solo medio hay para salvar a la sociedad de la invasión de los nuevos principios revolucionarios: restaurar la autoridad de la Iglesia y consolidar su espíritu en el poder del Estado”.
Insistiendo en la misma tendencia, el Sr. Ríos Rosas se revolvía airado contra el ministerio radical, como si quisiera después de caldo sepultar su política, y exclamaba: “¡es que aquí de tal manera se ha roto todo freno; es que aquí de tal suerte se han destruido los sentimientos morales; es que aquí han desaparecido las tradiciones y quebrantándose a tal punto el espíritu religioso, sin el cual no es posible la moral, que ha habido un Gobierno tan desatentado que se ha atrevido a cometer el último despojo en los bienes de la Iglesia!” Este es el sentido, este es el espíritu conservador y éste es el que tienen que venir a aceptar todos aquellos que pretendan poner a la Internacional fuera de la ley. Solo donde hay un dogma definido, y solo donde los tribunales declaran delito cuanto sea contrario al dogma, puede ser condenada por inmoral la profesión de determinadas doctrinas.
Ahora bien: vosotros los autores de la Constitución del 69; vosotros los que la habéis aceptado, y sobre todo, vosotros los que tenéis el deber de aplicarla, ignoráis que hay al menos un derecho en la Constitución del Estado verdaderamente absoluto en todo el rigor de la palabra, un derecho plenamente ilimitado, que es el de la libertad del pensamiento? Pues que, ¿no sabéis que ningún poder, mientras la Constitución exista, puede, so pena de incurrir en la responsabilidad de un golpe de Estado, limitar aquel derecho en ningún ciudadano, ni en ninguna asociación? ¿No dice expresamente el párrafo primero del art. 17, que no podrá ser privado ningún español de la libertad del pensamiento, sea cualquiera su forma, sea cualquiera la determinación en que se produzca, bien sea por la palabra a por escrito, bien por medio de la prensa o por cualquier otro medio mecánico? Pues si aquí se trata solo, y no habéis logrado demostrar lo contrario de ideas, de pensamientos, ¿podéis creer que se limite ese derecho sin infringir el precepto Constitucional?
Permitidme, señores diputados, que al llegar a este punto os recuerde que se ha olvidado por cuantos me han precedido en el uso de la palabra una razón, en mi sentir de capital trascendencia, que sin mengua vuestra no podéis olvidar, y que estáis al menos obligados a discutir, si no queréis que yo, y los que como yo piensan, creamos que dejáis violar los fueros del Parlamento. Yo os decía: no invoquéis aquí la autoridad del Código penal, vosotros, legisladores, ya que no tengamos una magistratura bastante independiente y digna para hacer respetar, contra los abusos del Poder ejecutivo, la inviolable jerarquía de las leyes.
Pues que, ¿no sabéis que el Código penal se ha planteado por una autorización, y por una autorización condicional? Pues que, ¿ignoráis que esa condición tuvo su límite preciso en el tiempo? Pues que, ¿habéis olvidado que se levantaron muchos diputados de las Constituyentes a decir que era preciso que solo dentro de un limite rigiera el Código penal, porque en él se contenían limitaciones de los preceptos de la Constitución? Pues si esto es así; si sabéis que no ha podido regir el Código sino dentro de aquella condición, ¿cómo podéis invocarlo ahora en lo que se opone a la Constitución del Estado? ¿Cómo, sobre todo, puede invocarle un Gobierno que debe velar por la integridad de las leyes y por los fueros de la magistratura?
Y, aunque así no fuera, al encontrar un articulo en el Código que pena la emisión del pensamiento, ¿podéis vosotros, sobre todo los que habéis ejercido la magistratura, olvidando que son antes los preceptos constitucionales que las leyes, que son antes las leyes que los decretos, aunque en esta tierra de España haya pasado lo contrario; podéis, repito, exigir que este artículo del Código se aplique y cumpla contraviniendo al precepto expreso de la Constitución? Sepamos todos dónde y cómo estamos, señores diputados; y aclárese de una vez para siempre que no es solo del derecho de asociación, y del limite a este derecho prefijado, de lo que se trata, sino de todos los derechos consagrados en el tituló I de la Constitución; porque en último término, a donde a dirigido sus golpes certeros y formidables el Sr. Ríos Rosas, aunque tributando más respeto al sentido y a la letra de la Constitución que el Sr. Cánovas, ha sido a la libertad del pensamiento, a la emancipación de la conciencia.
Conste, pues, que si condenáis a la Internacional, no es por sus actos, sino por su doctrina; y por consecuencia, que lo que está sobre todo en cuestión es la libertad del pensamiento.
Yo tiemblo por mi mismo al pensarlo, señores diputados, porque temo si llegara a faltarme en la cátedra el amparo legal, no ya para combatir las creencias religiosas, que siempre he tratado, aun las más contrarias a mis ideas, con el más profundo respeto, sino para decir, en nombre de la razón, cuya sola autoridad me es lícito invocar, que es falso que la moral proceda de tal o cual religión positiva; que la sanción enseñada por la fe dogmática es contraria a la ley moral, porque solo el bien es el último destino del hombre. No se si prosiguiendo por este camino llegará a repetirse el inicuo despojo que, invocando los mismos principios; se consumó por el Gobierno de Isabel II en un ilustre profesor, a quien nunca pagará el país un tributo suficiente de respeto y gratitud por su heroica y santa consagración a la enseñanza de la verdad. Mas, si no habéis de negar al catedrático, sostenido por el Estado, el derecho de profesar libremente sus doctrinas, ¿vais a cometer la iniquidad de negárselo a la sociedad Internacional de trabajadores? ¿O es que tanto pesa sobre vosotros ese espíritu estrecho, egoísta, ese espíritu volteriano, que entendáis que los hombres de ciencia, que las clases cuitas puedan sin riesgo para la sociedad, sin peligro para las instituciones públicas, pasar sin religión, sin los principios morales que la religión enseña, mientras las clases inferiores han de vivir bajo la férula de la fe, como el Sr. Cánovas decía? ¿Creéis todavía que la religión se ha hecho para dominar a los tontos y en beneficio de los que ejercen el imperio...?
Tengo ahora que debatir, por más que reconozca la inferioridad de mis fuerzas, con el Sr. Ríos Rosas, que tuvo a bien impugnar algunas de mis doctrinas.
Su señoría, con una profundidad de pensamiento, con una claridad y con una penetración que yo no acabé de admirar durante su peroración, vino a mostraros, señores diputados, que los derechos impropiamente llamados individuales, eran con efecto en su principio y en su raíz derechos absolutos, y que no vacilaba en declararlos anteriores, exteriores y superiores a la ley, confirmando las palabras que recordaba mi amigo el Sr. Rodríguez.
Pero, al paso que el Sr. Ríos Rosas, sin hacer aquellas distinciones del Sr. Moreno Nieto, venía a
afirmar esa absolutividad de los derechos individuales, poniendo una cabal y cumplida corrección a las declaraciones del Sr. Alonso Martínez, añadía que estos derechos, que con razón pueden llamarse de derecho divino, escritos y grabados por la mano de Dios en la conciencia del hombre, se limitan en la práctica, no ya por el derecho que el Estado tenga (en lo cual revela un más recto y profundo sentido del Estado que el que se ha invocado aquí antes de ahora para imponer límites arbitrarios al derecho individual), sino en nombre de la misma personalidad humana, en nombre de cada sujeto y de la relación de unos con otros en la sociedad.
Tal era, en mi sentir, el criterio con que el señor Ríos y Rosas procedía; y aun cuando bien me holgara yo de que en él se inspirara el partido conservador, hallo, sin embargo, en esta al parecer pequeña diferencia que separaba a S. S. de la doctrina sustentada por el Sr. Rodríguez, por el Sr. Pi y Margall y por mí, aquella secreta raíz de donde proceden las tendencias de su partido, por más que pretendiera en este punto identificar las opiniones del Sr. Becerra con aquél sentido que inspiró al Sr. Sagasta la gráfica expresión de derechos inaguantables.
¡Ah, señores! Es que el Sr. Ríos y Rosas buscaba hábilmente un límite en nombre de la personalidad humana misma para ingerir en la regulación de estos derechos el poder del Estado. No acuso en esto de siniestra intención a S. S. le reconozco el deseo de procurar el puro bien del orden social; pero como esas limitaciones exigen un órgano que las imponga, y este órgano es el Estado, aunque no lo haga por el derecho peculiar a su poder, llegaba S. S. por tan hábil y diestra manera a la misma conclusión práctica de los Sres. Cánovas del Castillo y Alonso Martínez.
Con efecto, entre la opinión de S. SS. no hay más diferencia sino la de que mientras los unos limitan los derechos individuales por una facultad arbitraria de los poderes públicos, el otro los limita en nombre de un cierto derecho que, como delegado y por representación tácita, pero solemne, de la sociedad, ejerce el Estado.
Una diferencia fundamental existe entre la opinión de S. SS. y la que en este lado de la Cámara sustentamos. Sin entrar ahora a determinar cuáles sean los derechos primarios de la personalidad humana, entendemos que no toca al Estado sino ampararlos, de ninguna manera limitarlos, porque no tienen en justicia límite alguno exterior, y afirmamos además que nos da en gran parte la razón la Constitución vigente.
La libertad del pensamiento no tiene en ella límite alguno; el derecho de profesar las creencias que la conciencia dicte, no lo tiene tampoco. Solo los actos atentatorios de otra creencia religiosa lo tienen; pero aquí no es ya el derecho mismo lo que se limita, sino que, por lo contrario, es el principio que sirve para deslindar una esfera de otra, según lo están ya, como decía perfectamente el Sr. Pi y Margall, por razón de la misma personalidad humana.
Después de esto, para no molestar mucho vuestra atención, que debe estar ya harto fatigada, procuraré reducir mi pensamiento, y me haré solo cargo, por lo que al Sr. Ríos y Rosas se refiere, de la declaración que hizo con motivo de la alusión que yo tuve la honra de dirigir a S. S.
No invocaba yo ciertamente la autoridad del señor Ríos y Rosas, como si creyera que patrocinaba las aspiraciones de la Internacional en punto a la propiedad colectiva. Empleando casi las mismas palabras que S. S. nos leyó en el día de ayer, decía que en una ocasión solemne, nada menos que en la discusión de la forma de gobierno, y presintiendo cuanto en aquella cuestión se entrañaba, había afirmado que era preciso trabajar porque se hiciera más fluida la propiedad, para que circulando fácilmente por todas las clases sociales, se universalizara cono la moneda.
De esta manera es como el Sr. Ríos y Rosas venía a consagrar esta afirmación mía: que la universalización de la propiedad no es solo una tendencia del cuarto estado, sino una exigencia que impone a toda la sociedad el progreso de los tiempos. Y pues un representante, y lo debe ser entre los primeros, del partido conservador, ha sostenido que debe reformarse la propiedad, para lo cual es innegable que es necesario discutir sus fundamentos, claro es que no puede tenerse por ilícito, por más erróneo que se repute, que haya quien patrocine la idea de que debe ser en parte colectiva; y digo solo en parte, porque no se ha negado el carácter individual al fruto inmediato del trabajo. Esto basta para justificar la razón con que invocaba la autoridad del Sr. Ríos Rosas, y afirmaba que los verdaderos conservadores que no se oponen al progreso de los pueblos, ni se confunden con los reaccionarios que pretenden restaurar lo pasado, con mengua de la paz y del derecho, patrocinan también aunque con su especial criterio, la saludable tendencia, de las reformas sociales.
Concluyó el Sr. Ríos Rosas mostrando cierta extrañeza de que yo me permitiera amparar las aspiraciones de una asociación que abriga cierto fondo de impiedad, olvidándome de mis principios y opiniones religiosas. Para mí, señores diputados, como al principio os indicaba, cuando se ha perdido la creencia en la religión impuesta por la fe, no queda absolutamente más que seguir uno de estos dos caminos: a venir a la negación del principio absoluto, para reconocerse a si propio y afirmar solo lo que en el testimonio de la conciencia se muestra; o sostener que aquella creencia, aunque no sinceramente profesada, es necesaria al régimen de las sociedades.
Sobre este sentido, que los doctrinarios sostienen, y el otro a que la Internacional se inclina, hacia yo esta declaración al terminar mi discurso: no condenemos esta aspiración, que en el cuarto estado se anuncia, de buscar el principio de la moral y del derecho en el fondo de la conciencia, que es siempre santa y sagrada, aunque el sujeto presuma de impío; pero enseñémosle, eduquémosle, guiémosle, para que, mediante una dirección racional llegue a reconocer que hay un principio y fundamento supremo, no solo de estas relaciones legales, que parecen convencionales e hijas del pacto, como el Sr. Cánovas poco ha decía, sino de toda realidad y de la conciencia misma, a la cual se ofrecen por la razón como una revelación permanente y verdaderamente infalible. Así terminaba yo, no cogiendo la bandera de la Internacional, sino diciéndole: tienes derecho a vivir bajo el amparo de la ley, mientras emplees medios pacíficos para lograr tus aspiraciones; pero no caigas en la preocupación de negar las más altas relaciones de la conciencia, por solo el hecho de hallar infundada la antigua fe, ni menos te encierres en el estrecho y pernicioso egoísmo de clase, que haría imposible la justicia entre los hombres; y así podrás exigir de las clases dominantes, no solo que respeten la libertad de tu pensamiento, que negarla sería violar la santidad de la conciencia, sino que te ayuden a redimirte de la servidumbre, de la miseria y de la ignorancia, alcanzando la convicción racional en el principio supremo de la justicia, bajo el cual debemos vivir en amorosa paz los hombres y los pueblos.
Tal era el sentido, señores diputados, con que yo sostenía el derecho de la Internacional.
Y llego ahora al Sr. Cánovas del Castillo, sintiendo no poder ya disponer del tiempo necesario para contestarle ampliamente.
Cosas ha dicho S. S. dirigiéndose a mí, primero sin nombrarme, más tarde expresamente, de tanta importancia, de trascendencia tan grande, que aun cuando al parecer dirigidas a estos bancos, iban en realidad enderezadas al Gobierno del país. Y tanto es así, que cuidándose apenas S. S. de discutir con nosotros sobre los principios constitucionales que determinan la organización del Estado, y preocupándose en cambio de parar los golpes que se dirigían al ministerio, afirmaba que no es tal hoy la división de los poderes públicos, que no le sea lícito al ejecutivo intervenir directamente en la gestión del Poder judicial.
Yo de mi se decir, señores diputados, que si todavía después de la revolución de Setiembre ese criterio prevaleciera, el Poder judicial, sobre todo, no debiera llevar el nombre que en la Constitución tiene, y que en sus artículos se consagra, sino que debiera ser y llamarse, como ex abundantia cordis lo ha llamado el Sr. Cánovas del Castillo, administración de justicia. Entonces si que, con ser administración, estaría ciertamente bajo la dependencia e inspección del Poder ejecutivo.
¿Sabe el Sr. Cánovas del Castillo por que decía yo que debía declarar el Congreso que había oído con desagrado las palabras pronunciadas por el ministro de la Gobernación, como atentatorias a la organización de los poderes públicos? Porque según la Constitución de 1869 no es lícito ni permitido al Poder ejecutivo intervenir directa ni indirectamente en el judicial. Todavía puede, porque no están completas las leyes orgánicas, porque no está constituida la magistratura y no puede estarlo porque, según aquí se ha dicho, aun no lo merece este cuerpo; todavía puede intervenir, mediante el nombramiento y la separación, si bien dentro de las limitaciones que en la Constitución se determinan. Pero ¿dándoles el criterio que ha de presidir a su fallo? ¿Permitiéndose en pleno Parlamento el representante del Poder ejecutivo decir que hay un delito penado en el Código aunque no lo hayan juzgado así los tribunales? Esto; repito, es una infracción de la organización de los poderes públicos que forman el régimen vigente, y de todas las garantías que mediante él a la sociedad se conceden. Lo único que podía hacer el Gobierno, ya se lo ha dicho el Sr. Cánovas del Castillo dándole una soberana lección, era dirigirse al ministerio fiscal, que aun depende del Poder ejecutivo, para que interpusiera su acción ante los tribunales de justicia, a los cuales con plena, con absoluta independencia, les toca decidir si la Internacional está o no fuera de la legalidad. Entender de otra manera la organización de los poderes del Estado; subordinarlos a la acción del Poder ejecutivo, ese es, sépalo el Sr. Cánovas del Castillo, el sentido y el criterio verdaderamente doctrinario.
Quejábase S. S. de que tal denominación le diera. Mas las palabras vienen consagradas por el uso y hay que respetarlas según las ha autorizado y las ha trasmitido; y S. S., académico de la lengua, sabrá sin duda que el uso da, como decía Horacio, la norma de la dicción. No es, no se llama doctrinario al que profesa una doctrina, sino al que la profesa afirmando que los principios se han de atemperar arbitrariamente a la conveniencia, porque, como una cosa es la teoría y otra la práctica, y como en esta juegan elementos extraños, es preciso modificar, cambiar, mutilar, en suma, los principios que la razón concibe. Ese es el doctrinarismo y en este sentido es en el que yo llamaba a S. S., y a los que como S. S. piensan, doctrinarios.
Se extrañaba además el Sr. Cánovas del Castillo de la calificación de reaccionario, y he de decirle que como yo entiendo y pienso que S. S. quiere mantener cierta consecuencia de pensamiento y conducta, importándole poco la entidad del jefe del Estado, según ya otro día tuve ocasión de decir; teniendo con razón por secundario que sea un príncipe de la casa de Borbon o de la casa de Saboya el que represente las ideas que ha realizado en el Gobierno y defendido en el Parlamento; como pienso, repito, que su señoría quiere y desea que con el nombre de la Constitución de 1869 se aplique su antiguo criterio, que la legalidad existente ha hecho ya imposible, so pena de restaurar el antiguo régimen, no se que pueda ni deba llamarse otra cosa que reaccionario en la genuina acepción del vocablo, que es muy otra que la empleada por algún demagogo contra los Sres. Castelar y Pi.
No quiere ninguno de mi;; dignos amigos volver al régimen pasado bajo la pantalla de la Constitución de 1869. Por esto podrán llamarlos inconscientemente, sin razón, reaccionarios. Pero al Sr. Cánovas puede llamárselo con plena razón, so pena de que haga una declaración que importaría mucho para la organización de los actuales partidos históricos: la declaración de que S. S. no piensa como antes pensaba. Si el Sr. Cánovas del Castillo hace esta declaración, entonces deja de ser reaccionario; pero mientras no la haga, reaccionario, repito puede y debe llamarse S. S.
Entre los puntos que el Sr. Cánovas del Castillo con verdadera elocuencia y con sin igual habilidad parlamentaria ha tratado, se halla el que más importa al pensamiento que nosotros defendemos aquí y al sagrado derecho que La Internacional tiene a la vida, por el cual protestaremos aun después que haya recaído vuestro veredicto, es a saber: la interpretación del derecho de asociarse y de la asociación. Pero como si S. S. quisiera dar infinita más intención a su discurso que las palabras mismas y la frase podían significar, para probar que el derecho de asociarse estaba limitado por la Constitución del Estado, se dedicó a probar que lo estaban el derecho de reunión y el de la libertad del pensamiento. Y esto lo hizo con tan sin igual habilidad 5. S., que cuantos hayan estado atentos a su elocuente peroración habrán notado que, dando ya por muerto el derecho de asociarse, para no gastar en balde sus poderosas fuerzas, las aplicaba a combatir otros derechos individuales que aún pueden sobrevivir a la proscripción de la Internacional. Bastan estas indicaciones para reconocer con toda exactitud el objetivo de S. S. Con respecto a la asociación, fue tan sobrio S. S., que en aquél momento se olvidó o creyó que era cosa baladí la doctrina constitucional, que no constituyente, por nosotros sustentada, de la distinción entre varios preceptos de la ley fundamental del Estado. Y no es que para distinguirlos traiga yo aquí abstrusas teorías filosóficas (que procuro guardar la filosofía para mis estudios, bastándome apelar en este sitio a la luz natural de la razón), sino que al leer la Constitución entiendo que cuando ha querido emplear una palabra, no es lícito en manera alguna que pueda ser alterada ni aun por el legislador mismo, a no ser por medio de una reforma con todas las condiciones legales, ni menos recibir una interpretación doctrinaria que hábilmente pervierta su espíritu.
¿Quién le ha dicho al Sr. Cánovas que el art. 17 de la Constitución habla de las asociaciones? ¿Cómo, no hablándose de asociaciones en el art. 17 puede llevar a él el sentido y el criterio que para otro distinto precepto constitucional se ha reservado? ¿Qué le autoriza a S. S. para afirmar que donde se pone el límite de la moral al derecho de asociarse, está afirmado el poder del Estado? Es una afirmación gratuita, y hablando el lenguaje de la verdad, según yo lo entiendo, completamente arbitraria. No soy yo el que lo dice; lo está diciendo la misma Constitución, la cual, no ha querido distinguir el derecho de asociarse y la intervención del Poder en la vida de las asociaciones con una mera separación en párrafos distintos, sino en artículos diversos, de tal manera, que es el art. 19 el que viene a hablar de las asociaciones después de haber declarado el 17 el derecho de asociarse.
Y notadlo bien, Sres. Diputados: es sólo el artículo 19 el que, con ocasión de los límites puestos a las asociaciones, que son, otros que el prefijado al derecho de asociarse, prescribe al Poder el procedimiento legislativo, administrativo y judicial, según los casos, para disolver, suspender o proscribir una asociación.
Es necesario, sobre todo para los que tenéis interés por la conservación de los derechos individuales, creyendo que no son una letra muerta, sino un espíritu vivo que presta fuerza y energía a las instituciones todas del país, que tengáis ojo avizor, espíritu experto y energía de alma bastante para protestar contra estas sutiles insinuaciones, contra estas hábiles interpretaciones doctrinarias que vienen a mermar la única obra que puede legitimar vuestra estancia en esos bancos separados de nosotros.
Y si al llegar a este punto, donde ciertamente veía el Sr. Cánovas un peligro del cual no podía salir, pasaba como sobre ascuas, no podía ya extrañarme que hablara corno ha hablado de las relaciones entre el derecho y el Poder.
¡Como procuró S. S. hurtar el cuerpo, como vulgarmente se dice, de la obligación que impone el sincero y recto espíritu conservador dentro de la Constitución! En vez de declarar terminantemente si considera la accione de los poderes públicos contraria y antitética a los derechos individuales, como el señor Alonso Martínez había sostenido, o si la concibe de la manera que el Sr. Ríos y Rosas indicaba, se limitó a una insinuación suave, que hábil y expertamente sabrá ejercitar S. S. si llega a representar en el Gobierno al partido conservador, es a saber: que allí donde la Constitución señala un límite al derecho, allí se afirma el Poder del Estado.
Esta es precisamente la diferencia capital, esenciadísima, que os separa en la inteligencia y en el sentido de las leyes y de la Constitución a los que ocupáis esos bancos (la derecha), de los que se sientan en este lado de la Cámara.
Cuando es tan capital esta diferencia, no lo dudéis, está puesta en cuestión la Constitución mismas y nosotros tenernos pleno derecho de renovar la cuestión constituyente mientras no se fije definitivamente el espíritu común con que ha de respetarse y aplicarse. No podéis decir que esté cerrado el período constituyente, cuando unos sostienen que para que exista el Poder con fuerza bastante a limitar los derechos individuales es necesario que esté afirmado y declarado expresamente en la Constitución, y otros entienden que donde quiera que hay un límite a aquellos derechos (y para ellos hasta la libre emisión del pensamiento lo tiene), allí está reconocido y consagrado el Poder del Estado.
Sin duda alguna es el Sr. Cánovas fiel discípulo de aquellos ministros de Luis Felipe que prepararon la corrupción y la degradación de la Francia, no por su conducta personal, que era en algunos de ellos tan incorruptible corno en los viejos republicanos, sino por la manera de entender, de interpretar y de practicar el Código fundamental del Estado, y de ejercer las funciones del Gobierno; porque cuando se pierde la fe en los principios , el desquiciamiento general de la vida sobreviene inevitablemente. Luis Felipe, expulsado de la Francia y condenado por la conciencia pública, pudo decir al bajar las gradas del trono: “y sin embargo yo no he infringido ningún artículo de la Carta constitucional”. Era verdad; pero jamás se había cumplido el espíritu y el sentido de la Constitución. Este es precisamente el camino de perdición que los doctrinarios, maestros de S. S., han seguido; el camino de perdición por donde se precipitó la dinastía de Isabel II, y el camino, que si llega a prevalecer, dará pronto al traste con esta frágil monarquía que habéis levantado sobre la soberanía de la Nación.
Voy a concretarme, porque estoy fatigado y molesto demasiado vuestra atención, a dos afirmaciones que no sólo han sido, al parecer, el objetivo del señor Cánovas, en cuanto a este lado de la Cámara se refieren, sino que parecen ser el límite que S. S. deseaba acentuar entre el criterio conservador y el radical: hablo de la manera con que entiende S. S. el Estado, y de la acusación de socialismo que nos ha dirigido a algunos de los que nos sentamos en estos bancos.
Es verdad que yo me había permitido regar al Sr. Cánovas que diera un concepto preciso y terminante del Estado; y esta exigencia era tanto más fundada, cuanto que tratándose de saber quién había de señalar límites a los derechos individuales, y creyéndose por los que están al lado de S. S. que estos limites podía y debía fijarlos el Estado, se necesitaba saber que era esta institución y en nombre de que principio había de limitar el derecho.
La noción que el Sr. Cánovas ha expuesto es tan movediza y elástica, como formada para servir de base a una política doctrinaria. No es un ser, decía su señoría, no es una persona, sino un instrumento que tiene todos los derechos de la personalidad humana; por cuya manera aspiraba el Sr. Cánovas a poner al Estado en superior categoría, por lo que respecta a la esfera de su poder, que los derechos individuales. Procuré tomar nota de las palabras de S. S.; si no fuera éste su sentido, discutiremos después. Pero importa poco que no sean estas las palabras de S. S. si es éste su sentido; que una cosa análoga me aconteció con el Sr. Alonso Martínez. El Sr. Cánovas ha querido afirmar que no es el Estado una institución que tenga derechos por si misma, sino por delegación y representación; pero añadía S. S. que por esta delegación tiene los mismos derechos que la persona humana, y como tal, y en representación del todo social, puede imponer, con su propio criterio, limites a los derechos llamados individuales.
¿Era ésta o no la conclusión ineludible en que venia a parar el pensamiento de S. S.? Y fue tan profundo el abismo en que S. S. cayó, que llegó a decir: que lo declarado por la ley en nombre de esta personalidad representativa del Estado, eso y no más era el criterio de la justicia: afirmación, señores diputados, que yo oí con una sorpresa que rayó en espanto.
¿Dónde estamos, señores diputados? ¿Dónde está la conciencia del hombre que ya no puede decir si una ley es justa o injusta, que ya no puede afirmar ningún principio fundamental de derecho sobre las declaraciones legales? Reparadlo bien, para que conozcáis toda su fatal trascendencia: ese es el sentido verdaderamente horrible que ha dominado durante tanto tiempo, y cuyo órgano fidelísimo ha sido hoy el Sr. Cánovas; ese es el principio de que no hay más ley que la voluntad de las mayorías.
Sucede con frecuencia que sean las minorías las que lleven la voz de la verdad y de la justicia, predicando innovaciones y reformas que marcan el camino del progreso; y cuando a estas minorías se les niega el derecho de invocar la justicia, y hasta se las proscribe fundándose en la razón de Estado como- representante de la sociedad y baluarte de los conservadores; ¿es extraño que unas veces por el martirio, otras por el heroísmo y por la violencia otras, se abran paso esas afirmaciones de los principios de justicia? Cuando ni siquiera concedéis a la conciencia del hombre el derecho para calificar de injusta una declaración del Poder legislativo, ¿qué medio dejáis al impulso reformador que agita providencialmente a los pueblos, sino la revolución material y con ella la demolición cruenta de lo existente?
Ha habido más, señores diputados. Se ha dicho, prosiguiendo en este espíritu ultra-conservador, una cosa tan opuesta a todo sentido moral, que no se como haya podido ocurrir en un pensamiento tan circunspecto y en una prudencia tan acabada como al Sr. Cánovas distinguen. ¿No habéis oído con asombro, señores diputados, que la lucha vendrá, que es imposible evitarla, que es preciso que las clases conservadoras se armen de todas armas, para que la victoria decida su razón? ¿Qué es esto señores, sino esa verdaderamente odiosa teoría del éxito que acaba con todo criterio de justicia y de moralidad? Es la que alegaba como timbre de legitimidad el imperio, es la profesada por Thiers como historiador, y la que, siendo monárquico, le ha llevado a ser presidente de la república. Yo no niego que pueda rendirse culto al éxito; pero quien esto piense no tiene pensamiento propio, y no teniendo pensamiento propio, no tiene idea de la conciencia.
Es decir, que si ahora la Internacional no tiene derecho, si se arma en secreto, si allega recursos, si atrae numerosos adeptos para poder claros la batalla material, y sepultar os en el fondo del abismo, entonces la Internacional es santa y justa. ¡Qué criterio, señores conservadores! (Aplausos.) ¡Y todavía rechazareis el calificativo de impenitentes doctrinarios!
La última afirmación que ha hecho el Sr. Cánovas es que luchaban en este lado de la Cámara y aun entre nosotros mismos el socialismo y el individualismo. ¿En qué puede afectarnos la contradicción con los radicales, cuando ahora se trata sólo del acuerdo que presta la santidad del derecho, que pretende negarse con el apoyo de los conservadores y de los reaccionarios? ¿Es que se van estrechando tanto las distancias entre el Sr. Cánovas y el ministerio que pueda ya echarnos en cara las diferencias que separan a dos partidos políticos?
Por lo demás, ¿qué extraño es que tratándose de la cuestión social tengamos opiniones distintas mi amigo el Sr. Rodríguez y yo? ¡Pues si yo pienso que los verdaderos conservadores son los señores que se sientan en estos bancos! (los de los radicales.) Aquí donde realmente se sacan de quicio las relaciones entre los partidos políticos; donde el partido conservador se hace reaccionario, ¿qué le resta que hacer al partido radical sino hacerse conservador? Pues que, creéis que estarán los radicales dispuestos, por ventura, a preparar algunas reformas, en nuestro sentir fácilmente realizables en la Constitución? Ciertamente que no, porque la siguen casi corno los musulmanes el Corán.
Pero en cambio el Sr. Cánovas y los que como su señoría piensan, ¿no están desde luego dispuestos y decididos, no a pedir, cosa que provocarla un escándalo, y que nos expondría a unas nuevas Constituyentes que pudieran dar al traste con la monarquía por la fuerza de las ideas y el impulso de los tiempos, no a pedir una reforma constitucional, pero sí a envolvernos secreta y suavemente, con todo aparente respeto y devoción a la legalidad, en una política enteramente hostil a los preceptos constitucionales? Y a este propósito he de decires, porque al buen pagador no le duelen prendas, que abrigo la convicción, aquí sostenida por el diputado cuya muerte prematura, como el Sr. Cánovas ha dicho, todos lamentarnos, de que el último baluarte y refugio de los elementos conservadores ha de ser, no ya la monarquía democrática, sino la república unitaria, que por tercera vez eleva la clase media en Francia.
Mas el verdadero espíritu revolucionario, aquél que no quiere sólo las garantías políticas que fácilmente pueden ser mentidas, aquél que no se satisface con el poder del sufragio universal, sino que procura adquirir la capacidad para ejercitarlo inspirándose en un criterio de justicia, ese espíritu es el que nosotros representamos. Y como no el interés, sino el derecho nos guía, no buscamos los medios violentos (eso ya lo hicisteis vosotros los conservadores), sino los legales y pacíficos para reformar la actual organización social. Con este sentido, no con el histórico que la palabra ha recibido, puede, por lo que a mi toca, calificárseme de socialista: patrocino las que tengo por nobles aspiraciones de establecer el libre organismo de la igualdad, que afirme definitivamente la democracia en el concierto de los derechos inviolables de la persona humana, con la solidaridad social, hoy disuelta por el atomismo individualista.
Por esto no rechazo enteramente la tendencia del cuarto estado; y aunque crea su dirección en muchos puntos extraviada, y señaladamente en el egoísmo de clase en que os ha tomado por modelo, no le negaré jamás mi humilde apoyo, y si tanta influencia alcanzara, mi leal consejo.
Por lo demás, que entre nosotros haya quien otra dirección lleve, ¿disminuirá en un ápice nuestra cohesión como partido político, nuestra convicción común de que la república federal es la condición política para resolver el problema social, y nuestra aspiración común también a la emancipación social y económica del cuarto estado? ¿Con qué razón nos podéis acusar por diferencias secundarias cuando individuos hay en esa mayoría tan conservadora que siguen la escuela de Fourier? Cuando esto veis, cuando lleváis el socialismo en vuestro corazón, y el socialismo de peor género, el gubernamental y autoritario que mutila la individualidad; ¿con qué derecho venís a decir que nosotros, porque aspirarnos a realizar reformas sociales, caemos en el panteísmo del Estado?
Ni nos asustan los nombres, ni nos hará retroceder el odio que quiere provocarse contra nosotros en las clases conservadoras; lejos de eso, a ellas nos dirigirnos también para que se preparen, no a la lucha como en su daño les aconseja el Sr. Cánovas; no tampoco a sufrir resignada expoliaciones y venganzas, sino a reconocer el derecho que las clases trabajadoras, llamadas ya a intervenir en la gobernación del Estado, tienen para procurar por medios pacíficos y legales todo género de reformas en la organización económica y social. Aconsejarles que, en vez de erigir la propiedad en un ídolo gentil que exija el sacrificio de víctimas humanas, y a quien todos los poderes del cielo y de la tierra sirvan, aconsejarles que imiten la conducta de la culta y previsora aristocracia inglesa, es el modo de servir a la justicia y de evitar las catástrofes que por la represión violenta se precipitan.
Con este espíritu de concordia aconsejaba yo, de un lado a la Internacional, de otro a los conservadores; y libre de pasión y exento de toda ambición política, me permitía decir a unos y a otros: no os tratéis con cruel enemiga, no os precipitéis en el abismo de la reacción ni en los extravíos de las conspiraciones; mas inspirándoos todos en el sentimiento de la justicia y en el respeto a las leyes, llevad vuestros representantes al Parlamento, y sin hacer de la propiedad una granjería de clase ni mi resorte de dominación odiosa, buscad en el trabajo y la virtud los títulos de adquisición, y en la justicia el principio de su legitimidad.
Pero si, apasionadas y egoístas, las clases conservadoras se niegan a toda reforma pacífica, por más que apelen a la fuerza e invoquen las creencias religiosas para inspirar resignación en la miseria y gozar entre tanto muellemente de las riquezas acumuladas por el trabajo ajeno, vendrá no lo dudéis, la barredera de la revolución, y arrebatará de sus manos el ídolo de la propiedad. Y ¡quién sabe si entonces arrastrará por tiempo el mismo principio religioso que hoy se emplea como instrumento, y que no podrá inspirar ya a las conciencias, después de haberle hecho descender del santuario para sumirlo en el fango de los intereses materiales! He concluido.
NICOLÁS SALMERÓN
[26 de Octubre de 1871]
PROPOSICIÓN DEL SR. SAAVEDRA A PROPÓSITO DE LAS MANIFESTACIONES QUE RESPECTO DE LA INTERNACIONAL HIZO EL SR. MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN
"Pedimos al Congreso se sirva declarar que ha visto con satisfacción las manifestaciones que acaba de hacer el señor ministro de la Gobernación acerca de la Internacional".
Palacio del Congreso, 18 de Octubre de 1871. - Joaquín Saavedra - Cándido Martínez - Francisco Barrenechea - Joaquín Garrido - Ángel Mansi – Pedro Muñoz Sepúlveda. - Pío Gullon
SESIÓN DEL 26 DE OCTUBRE DE 1871
Señores Diputados:
Debo ante todo justificar el voto de censura al Ministro de la Gobernación, que tuve la honra de proponer al Congreso a consecuencia de las doctrinas, en mi sentir, anti-constitucionales que sostuvo y de las conclusiones que, traspasando los limites del Poder ejecutivo, afirmó al contestará a la interpelación del Sr. Jove y Hévia; y no puedo pasar en silencio la causa, para mí doblemente sensible, que me impidió apoyarlo.
Yo creía señores diputados, y sigo creyendo sin que nada pueda apartarme de esta mi creencia, que es interés de todos, sin diferencia de partidos, mantener la integridad del derecho común cuando se trata de saber si bajo el amparo de la Constitución pueden vivir todos los españoles, sean cualesquiera sus opiniones políticas, sean cualesquiera sus aspiraciones y sus tendencias sociales; así los que piensan que todo lo antiguo se derrumba y que no bastan puntales para salvar de la inminente ruina el viejo edificio social como los que creen que, para acabar con la agitación revolucionaria de nuestros tiempos, es preciso volver la vista a las antiguas ideas que han dado días de gloria y de prosperidad a la patria. Cuando se trata de saber, repito, si los que nos hallamos en los dos polos de la vida social podemos vivir al amparo de la Constitución, es preciso, es urgente que los representantes del país declaren que toda idea innovadora, y aun toda utopia, como toda tendencia reaccionaria, pueden producirse a la luz del día, propalarse en la plaza pública, sin apelar a las maquinaciones tenebrosas de la conspiración y de las sediciones que impiden el acompasado movimiento del progreso, amagando con la destrucción de lo existente, y haciendo imposible la pacífica edificación de lo porvenir.
Como yo, señores diputados, tenia la profunda creencia de que aquí debemos confundirnos todos, desde los carlistas hasta los republicanos, en una aspiración común, la de que se mantenga la santidad de nuestro derecho para defender nuestras opiniones, para propagar nuestras aspiraciones, para ganar, en suma, si tanto pudiéramos, el voto del país y la opinión del mundo; por esto, lleno de sorpresa de un lado ante el silencio de la Asamblea, que no protestaba contra las declaraciones del Gobierno, y por otro verdaderamente dolido al ver que se pretende proscribir una de las tendencias más capitales de los tiempos modernos, envenenando con el odio y aun la saña la lucha social entre las clases proletarias y las conservadoras, me decidí a presentar un voto de censura contra el ministro de la Gobernación, no tanto para manifestar que este mi deseo debía ser igualmente patrocinado por todos los lados de la Cámara sin excepción de opiniones, sino para defender la santidad de la ley, la inviolabilidad del derecho escrito, no se si con dañada intención, o si por ignorancia, a si con ambas cosas juntas, menospreciada y hollada por las palabras de un ministro. Bien es cierto que el señor ministro de la Gobernación, no se si por extraño consejo o por la propia reflexión, hubo de poner un tan completo correctivo a las frases de su primer discurso, que ha sido calificado de una completa y cabal contradicción. Pero lo que yo en este punto puedo decir, toda vez que el ministro de la Gobernación no ha protestado contra ello, es que un ministro que sostiene un punto de vista en una cuestión de tan vital trascendencia como esta, y al día siguiente lo contradice, debe antes, y para poder rehacer su pensamiento, abandonar ese sitio, porque no se puede dignamente gobernar al país sin mantener un criterio firme y seguro que sea garantía, no ya para los diputados, sino para la nación, de que no se ha de anochecer bajo la custodia del poder que debe amparar los derechos consagrados por la Constitución , y acaso amanecer con quien trata de hollados, o mutilarlos por una torpe y aviesa interpretación.
Pero hay más, señores diputados. Se había permitido el ministro de la Gobernación hacer dos afirmaciones que eran los fundamentos en que yo apoyaba el voto de censura que tuve la honra de presentar el día pasado. “Las asociaciones, decía, pueden ser disueltas; tanto porque persigan un fin inmoral, como porque comprometan la seguridad del Estado.” Cuando tal afirmaba, permítamelo S. S., permítamelo el Congreso, ignoraba de todo punto la capital diferencia entre el derecho y el poder que la ciencia moderna, mal que le pese al Sr. Alonso Martínez, ha hecho sobre todo lo antes pensado, sobre todo lo ates realizado en la sociedad, y que no alcanzan o que no quieren comprender los doctrinarios, cayendo en la impotencia y perversión que la falta de ideas produce, porque no es posible que quien no sabe concebir los principios fundamentales de la vida, pueda luego ser el hábil artista encargado de realizarlos en la práctica. Cuando en la Constitución del Estado se afirma y declara el derecho de los ciudadanos, y al declararlo se deslinda se limita la esfera de su acción, no por eso se concede en aquel limite atribución a un poder, ni a todos los poderes juntos, para poner su mano profana sobre aquellos derechos que son los fundamentos de la ley y que regulan el organismo" de las instituciones jurídicas. Pues quien tenga ojos para leer y mediano sentido para penetrar a través de la letra muerta de lo escrito, y no tenga un espíritu mezquino por falta de ideas, y un entendimiento mohoso por falta de ejercicio en contemplarlas y aplicarlas, ¿no entiende, al leer el art. 17 de la Constitución, que se trata de la declaración de un derecho, y que , aun cuando se le limita, de ninguna manera se autoriza al poder para negarlo y destruirlo, lo cual seria otorgarle una fuerza contra el derecho mismo que es solo llamado a garantir? (Murmullos).
Oíd un poco, señores diputados, porque por nuevo y extraño que pueda pareceros mi criterio, importa mucho que penséis dónde está la razón , y veáis si es cierto que, apartándose de él, quedan sin amparo los derechos individuales, hoy grandemente comprometidos por la evolución que han hecho ciertos progresistas hacia la fracción más conservadora de la Cámara.
Como se ha leído, y (no lo atribuyáis a soberbia ni a pretensión de mi parte) no se ha penetrado en el espíritu del precepto constitucional, se han cometido en este debate graves errores que menguan la extensión del derecho y pervierten la acción del Poder ejecutivo, Dice el art. 17: “Tampoco podrá ser privado ningún español del derecho de asociarse para todos los fines de la vida humana que no sean contrarios la moral pública”.
Notad, señores diputados, que en este artículo se declara y se consagra el derecho del ciudadano español; notad que en este articulo no piensa el legislador en determinar la esfera de las atribuciones del Poder ejecutivo, con relación al derecho de asociación.
¿Sabe el señor ministro de la Gobernación lo que esto significa? ¿Lo saben los señores diputados? Al ministro de le Gobernación se lo deben enseñar los tribunales de justicia; y ante ellos, ya que no lo ha podido hacer en las aulas, podría aprender la interpretación del derecho (Rumores) y conocer su recta aplicación.
Lo que la Constitución ha querido consagrar lisa y llanamente, señores diputados, es : que todo ciudadano puede asociarse para los fines racionales de la vida, no contrarios a la moral, y exigir de los tribunales de justicia y de todos los poderes del Estado que le amparen en el ejercicio de su sacratísimo derecho. Pero si la asociación tiene por objeto fines contrarios la moral, entonces no tiene el ciudadano facultad para exigir de los Poderes ejecutivo y judicial que lo amparen en el ejercicio de ese derecho y consagren sus efectos jurídicos. Aquí, pues, es el derecho en toda su plenitud lo que se ha querido afirmar y consagrar categóricamente; mas de ninguna manera se ha pensado en determinar la esfera del Poder del Estado.
¡Medrados estaríamos, señores diputados, si después de un siglo desde la revolución francesa acá; si desde que se ha comenzado a trabajar en la ciencia del derecho, bajo los principios fundamentales indagados por la razón humana, nos halláramos sin haber descubierto que hay una capital, una profunda diferencia entre el derecho y el poder! ¿Pues no sabéis que el derecho se funda, que el derecho todo radica en la naturaleza humana? ¿No sabéis que es ingénito en la conciencia racional y que tiene su fundamento supremo en el Ser infinito que condiciona absolutamente a todas las criaturas?
Pues que, ¿no sabéis que el poder es meramente una relación de la actividad para determinar de un modo efectivo la esencia que ha de realizarse y producirse en la vida? ¿No comprendéis que mientras el derecho es absoluto en la naturaleza racional humana, el poder es de suyo esencialmente limitado al fin y a la función particular a que se consagra y en que se determina? ¿Pues quién de vosotros puede pensar, si momento reflexiona, que el Estado tenga derechos primarios, cuando a sus funciones solo corresponden los derechos secundarios nacidos de la representación determinada por la soberanía nacional, mediante el sufragio? En cambio, el derecho, en si mismo absoluto, no pende del Poder legislativo, el cual únicamente puede declararlo y consagrarlo, porque su fundamento, su principio está en la naturaleza racional del hombre. Pero sobre este punto, yo habré de volver mas tarde. Básteme ahora lo dicho para mostraros como no era una exageración mía el pensar que el ministro de la Gobernación ignoraba de todo punto el sentido íntimo del art. 17 de la Constitución, y confundía de una manera lastimosa para el derecho, y para S. S verdaderamente lamentable; el derecho reconocido por la Constitución en el ciudadano , con el poder que se da y otorga mediante representación al Estado para que garantice y consagre de un modo verdaderamente inviolable el derecho mismo previamente reconocido.
Otra razón abonaba el voto de censura. Habíase reconocido con una ligereza verdaderamente incalificable, y apenas concebible en un hombre de Estado que debe saber cual es la esfera de sus atribuciones, que estaba la Internacional fuera, de la Constitución y dentro del Código. ¿Quién es el ministro de la Gobernación, miembro del Poder ejecutivo, para hacer declaraciones semejantes, violando así de plano la sagrada independencia de la administración de justicia, declarada Poder por la Constitución del Estado? ¿Tan ignorante es el ministro de la Gobernación de los principios... (Murmullos) tan ignorante... (Interrupciones).
El señor VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden, señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Tan ignorante, repito... (Nuevos murmullos.) Quien no conoce la organización de los poderes del Estado establecidos por nuestra Constitución, es un ignorante, y el diputado que esto dice está en la plenitud de su derecho; y vosotros, al interrumpirle, no sois más que una guardia negra... (Momentos de confusión).
El Sr. MALUQUER: La guardia negra será S. S.
El Sr. VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden, señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Yo no soy guardia negra de nadie; es guardia negra el que desconoce el derecho y posterga la inviolabilidad del diputado ante las imposiciones ministeriales; mas quien pide el cumplimiento de la ley exige el respeto de su derecho, es un hombre digno ante quien vosotros, los que así procedéis, debéis doblar la cerviz.
Repito, señores diputados, porque palabra que pienso no la retiro, repito que es necesario ser ignorante para no reconocer que, cuando en la Constitución del Estado se establecen tres poderes distintos, si alguno de ellos pretende traspasar el límite por la Constitución establecido y penetrar en las atribuciones peculiares del otro, comete una infracción constitucional, declarada, no ya meramente en las opiniones, sino en el sentido para la práctica y para la conducta del Gobierno. Y cuando por desgracia el Poder judicial, por cuya independencia todos venimos suspirando en vano largos años ha , no tiene entre nosotros todo aquel prestigio , toda aquella fuerza que ha menester para amparar el derecho del ciudadano, para enfrenar los excesos del poder , principalmente del Poder ejecutivo, la declaración hecha por un ministro , de que una asociación está dentro del Código, es tanto como decir a los tribunales de justicia: “castigadla; yo que represento la unidad del poder, yo que hablo en nombre del poder más alto que en el Estado se reconoce , mando que la castiguéis , porque a cometido delitos condenados en el Código penal”.
Pues que, ¿no os habéis lamentado de la falta de independencia en el Poder judicial? ¿No la ha declarado pocos días ha el mismo ministro de Gracia y Justicia? ¿No la han confirmado los diputados de diversas fracciones de la Cámara, y recientemente los Sres. Poveda y Figueras?
En tal situación, no era solo atentatorio a la independencia del Poder judicial, sino profundamente inconveniente, que el ministro de la Gobernación se permitiera afirmar que la Internacional este condenada por el Código; y que debía, por tanto, sin necesidad de una nueva ley, ser perseguida hasta el exterminio.
Cuando esto decía un ministro traspasando los limites del Poder ejecutivo, estaba yo en mi pleno derecho para denunciarlo ante vosotros y para que decidierais con vuestro falló que ese Ministerio no podía seguir rigiendo los destinos del país, porque no entendía, conforme en la Constitución están determinados, los límites del Poder ejecutivo y la plena independencia del Poder judicial.
Tales eran, señores diputados, los motivos en que yo fundaba el voto de censura. Un accidente para mí sensible, la falta de salud, que acaso no me permita todavía exponer lo que pienso en descargo legítimo de mi conciencia , me impidió apoyar aquel voto de censura, y mi respetable amigo el Sr. Figueras uno de los que conmigo lo firmaban, creyó oportuno retirarlo ante las nuevas declaraciones del ministro de la Gobernación. Pero yo debo al Congreso, yo debo al país la declaración de que lo que en él decía lo afirmo y lo sostengo cono antes, con una razón más, que la conducta posterior del ministro me ha ofrecido, a saber: que S. S. no sabía lo que en aquel primer día dijo o lo que ha dicho después, viviendo en una completa contradicción que así podía levarle a violar la esfera sagrada del Poder judicial, como a herir acaso con una circular, según en otros tiempos se hizo, los derechos individuales.
Claro es, señores diputados, que la cuestión con que yo he de ocupar vuestra atención, si me dispensáis vuestra benevolencia por algún tiempo, es en realidad la misma que habría planteado si hubiera tenido la dicha de apoyar el voto de censura. La cuestión en realidad no ha cambiado; los términos de ella son los mismos; ha cambiado solo la situación. Y digo que ha cambiado únicamente la situación, no porque no viniera ya indicado el cambio en esta suave y al principio latente inclinación que en la política se viene señalando, sino porque de tal manera se acentúa y marca ya la tendencia que este ministerio ha venido a representar, que podemos decir, no solo como afirmaba el Sr. Rodríguez, que vamos en vías de reacción, sino que estamos en una reacción cabal y completa.
Es evidente, señores diputados, que se viene produciendo en la política española desde el comienzo de esta legislatura una evolución verdaderamente notable. Había una fracción importantísima del partido conservador, que, descontenta de las novedades que en la vida pública y en la organización del Estado ha introducido la Constitución, entendiendo que los derechos por ella consagrados son la base del edificio cuya pobre corona lleva un monarca, que en vano se presume fundador de una dinastía, para lo cual ya pasaron los tiempos; y pensando que, para combatir el título I de la Constitución, era necesario imponer un príncipe que tuviera otra representación, otras tradiciones, que llevara, e fin, la enseña del antiguo régimen, al ver que en la embriogenia de los partidos gubernamentales, no bien deslindados aún los campos , se ha separado de los radicales una parcialidad que yo creo exigua, más que por el número, por su representación, por sus ideas , se ha apercibido aquella experta fracción conservadora de que un nuevo y más llano camino se abría a su política , de la cual estaba ganoso de dar muestras inequívocas el Gobierno que ha venido a sustituir al ministerio radical en hombros de los carlistas, y ha dicho para sí: “no necesitamos ya la restauración del príncipe que representa nuestras tendencias , lo tenemos en casa; no necesitamos trastornar esta sociedad; no hemos de provocar una nueva revolución, no hemos de acudir al ejército que tantos motines ha hecho, para que haga una reacción más; suavemente, por el plano inclinado que el actual ministerio nos ofrece, nosotros somos los que podemos, los que hemos de venir a representar dentro de esta monarquía (que dinastía jamás), el sentido , el espíritu conservador , salvando el riesgo , a que otros medios nos expondrían, de ser pasados por ojo en una nueva tormenta revolucionaria, cuyo término apareciera como iris de paz la república”.
Y así se ve, señores, con ocasión de este debate, el singular fenómeno de que un solo progresista histórico lleve la voz del Gobierno con las aspiraciones y el sentido y la manera que habéis visto esta tarde, y que dos unionistas de alta significación de gran talento y de profundas ideas, cuya inspiración busca sin duda el ministerio actual, los señores Moreno Nieto y Cánovas, sean los encargados de defender su política en esta cuestión de tan capital trascendencia. ¿No os dice esto, señores, que toda la política que el actual Gabinete representa, va gravitando con peso irresistible hacia el Sr. Cánovas, el cual ha debido encontrar una esperanza mas inmediata y accesible que el príncipe Alfonso para sus ideas conservadoras , tenazmente hostiles al título I de la Constitución? Pero hay otra cosa aún más digna de notarse en esta evolución que ya no es latente, sino palpable, y de la cual resulta que al estrechar el señor ministro de la Gobernación la mano al Sr. Cánovas dándole las gracias por ser el patrono de su política y encargado de llevar la voz en turno de preferencia, ofrece el respetuoso homenaje de los progresistas históricos al más fiel representante del espíritu doctrinario, que ha renegado siempre hasta ahora de la Constitución de 1869. ¿Podrá mantener así su consecuencia el ministro de la Gobernación? Yo no lo se; lo juzgará el país, porque el fallo de las Cortes en este punto, como de partido tomado ya, no puede inspirar toda la plena confianza que para juzgar las tendencias del Gobierno se necesita.
El hecho más trascendental a que me refiero es el obstáculo que, consciente o inconscientemente, oponen con su evolución los progresistas históricos, (quienes nunca tuvieron la dicha de ser bastante hábiles para afirmar la libertad, y siempre tuvieron la desgracia de perderla por sus disensiones) a la constitución del partido radical de un lado, pretendiendo desmembrarlo, y del partido conservador de otro, usurpándole el criterio de su política. He ahí el movimiento, verdaderamente grave en este sentido, representado por el actual presidente de la Cámara, que, con la diferencia propia del progreso de los tiempos, es cuanto semejante cabe con el del centro parlamentario que engendró la unión liberal.
La unión liberal, y en esto coincido de todo punto con el sentido de los Sres. Nocedal y Esteban Collantes, la unión liberal fue quien, moralmente primero, como materialmente después, precipitó con torpe egoísmo e ingratitud insigne la ruina del trono y de la dinastía de doña Isabel II de Borbon. Y la precipitó moralmente, porque en la hora en que apareció, arrastrada por la codicia del mando, impidió que se consumara la obra de aquellas Constituyentes y que se formaran los dos partidos, el radical y el conservador, indispensables para la ponderación y el equilibrio de las monarquías constitucionales, aspirando a vincular en si el poder con la proscripción de los progresistas y con la relegación de los moderados, e impeliendo al partido liberal con la ciega fuerza de los obstáculos tradicionales a salirse de la legalidad existente y a buscar por la conspiración el derecho y el poder que por medios de paz se le hicieron inasequibles.
Pues cosa análoga representa el Sr. Sagasta, y de semejante peligro está amenazada la actual monarquía si se llega a constituir ese partido neutro, sin sentido, sin aspiraciones propias, que toma su nombre al partido radical, y sus ideas al partido conservador. Si no llegan a formarse los dos partidos que el régimen constitucional exige, quedará verdaderamente en el aire , y no tardará en precipitarse al abismo abierto , por las fuerzas democráticas del siglo, a todos los poderes permanentes : inamovibles, la dinastía que habéis levantado más parece en vuestra pro por codicia de imperio que para bien y prosperidad de la patria.
A los extremos de esta situación política, señores diputados, se hallan dos partidos: el tradicionalista y el republicano, a que yo tengo la honra de pertenecer. Aquel os dice: “mirad que no tenéis ideal para la vida, que carecéis de principios morales que sirvan de freno a las pasiones políticas y de norte a las aspiraciones sociales; reparad que la virtud ética del derecho se ha perdido , y es en balde que la busquéis con el solo auxilio de la razón : ved que tenéis a la mano, y esculpida en letras divinas, la ley de salvación , y que solo necesitáis un sencillo y natural impulso, más que de la cabeza , del corazón, para redimiros de todos los males y librar del satánico maleficio del liberalismo a la sociedad presente; que, en suma, habéis de optar entre el antiguo régimen y la demagogia, o como gráficamente se ha dicho, entre D. Carlos y el petróleo”.
Si estas palabras con que terminaba su discurso el señor Nocedal, no pasan de ser una figura que ni esperanza presta ni temor inspira a una generación revolucionaria, el sentido que en sus afirmaciones envolvía revelaba, sin duda, que la interna virtud ética del ideal antiguo no anima ya a la sociedad presente, que otro rumbo sigue y a otros principios obedece en su vida.
Del lado acá del antiguo régimen, y marcando el derrotero del movimiento revolucionario, nosotros os decimos: “mirad; el viejo ideal se derrumba, los síntomas que ofrece, no solo son de muerte, sino, en parte, de corrupción; y es en balde que volváis la vista atrás para dirigir la vida que sigue indefectiblemente la ley del progreso; solo inspirándonos en los principios fundamentales de la razón podréis alcanzar nueva virtud para salvar la crisis presente, y levantar la sociedad, enriquecida con las conquistas materiales al conocimiento y al amor de la justicia, que permita gozar a todos los hombres de los dones de la naturaleza y de los puros, y universales bienes del espíritu.
No temáis la reacción, impotente cuando las instituciones liberales han despertado la conciencia del pueblo, ni retrocedáis por miedo pueril a los excesos de la demagogia, que solo aparece cuando las masas aprenden que el poder se conquista por la fuerza, y no se las educa con la disciplina del derecho. Para afirmar los nuevos principios y proseguir las reformas que este ideal exija, contad con nuestro auxilio; más si tratáis de amenguar los derechos por la revolución ganados, o torcer la dirección que a la vida pública vienen ya imprimiendo, sabed que para defenderlos y combatir sin tregua ni descanso al poder que tal osara, nos asiste una perfecta justicia, y no faltaremos al deber de ampararla”.
Estos ideales se ofrecen ante vosotros: yo se bien que los que habéis comenzado por ser liberales de sentimiento, de instinto, rechazáis y aun odiáis el sentido y las tendencias tradicionalistas; mas, cono habéis comenzado a amar por instinto la libertad, y no habéis llegado a convertir el instinto en convicción reflexiva, dudo mucho que lleguéis a entender el sentido y las tendencias de los principios democráticos.
Pero es el hecho que se señalan estos dos polos de la esfera política, entre los cuales no podéis hallar vosotros, no hallareis jamás el ecuador que marque un igual y constante derrotero. Nosotros, en cambio, lo tenemos seguro e invariable, Como no somos un partido puesto al servicio de intereses momentáneos; como no tenemos impaciencia para alcanzar el poder, ni por tal motivo luchamos (y de ello han dado insigne muestra algunos de mis ilustres compañeros cuando en cierta ocasión se les ofreció participación en el Gobierno por el general Prim) (Rumores); como venimos a mantener en primer término los derechos consagrados por la Constitución, y... (Continúan los rumores.) Si el recuerdo histórico os molesta, no por eso dejará la historia de consignarlo y comprobarlo como una verdad innegable. (Nuevos y más fuertes rumores)
El Sr. TOPETE: Eso no es cierto.
El señor VICEPRESIDENTE (Becerra): Orden señores diputados.
El Sr. SALMERÓN: Es cosa notable, y sobre la cual me atrevo A llamar la atención de la Cámara que, mientras no protesta la derecha contra las tendencias ultra-conservadoras que se denuncian en la política del Gabinete que nació en los brazos de los tradicionalistas llamándose radical, protesten de tal manera contra toda tendencia, siquiera sea tan suave y tan inocente como la que yo he recordado, que signifique simpatías o benevolencia entre un Gobierno sinceramente radical y los republicanos. Esta será una nueva razón para probar al ministro de la Gobernación que color y que sabor tendrá ya su política, que al principio parecía inodora e insípida.
Prosigo mi discurso, señores diputados: Como nosotros somos un partido que no pugna por el poder, sino que al presente trata solo de afirmar el derecho, en la inquebrantable convicción, en la firme seguridad de que el día en que se hayan afirmado definitivamente en la práctica del gobierno y en la conciencia del país los derechos del individuo y del ciudadano, aun con esos deslindes y amojonamientos, que como hoy se ha dicho, logró trazar el doctrinarismo en la Constitución de 1869, habremos de ganar enteramente la opinión, cayendo entonces como un pobre y deleznable castillo de naipes la dinastía que levantasteis sobre la soberanía del pueblo, y que ya queréis oponer a aquellos derechos que con la majestad de su palabra calificaba el Sr. Ríos Rosas de derecho divino; como, en suma, al derecho servimos y por el derecho nos guiamos, tenemos y debemos natural benevolencia, sin mengua de la severidad de nuestra conducta , y sin necesidad de alianzas bastardas, a todo Gobierno que afirme no con palabras que pueden ser mentidas, sino con actos que son siempre inconcusos, los derechos fundamentales de la personalidad humana, y los respete y ampare con el criterio democrático a que responde el título I de la Constitución.
Pero no debemos aspirar a esto solo: porque el partido republicano no es meramente un partido político (y aquí hablo por mi cuenta y riesgo); porque el partido republicano no es solo un partido doctrinario, órgano de las clases medias, que venga a discutir únicamente la forma de gobierno, la organización de los poderes del Estado y la gestión administrativa, sino que patrocina una tendencia social para servir a la completa emancipación del cuarto estado , y preparar el libre organismo de la igualdad, que haya de afirmar para siempre el imperio de la justicia entre los hombres.
Verdad es que, siguiendo las corrientes del progreso en los pueblos latinos, donde preceden las reformas políticas a las sociales, atiende ahora en primer término a servir al ideal político, no de aquella república del terror que su pontífice llamaba el despotismo de la libertad, sino de la república federal, que es la fórmula más acabada y justa de la organización de los poderes del Estado que hasta hoy vislumbra la razón humana, y en la cual no resulta el orden del equilibrio movedizo y mecánico de las monarquías doctrinarias que vienen oscilando entre la reacción y la revolución , sino de la conjunción perfecta entre el derecho y el poder. Cierto, que no hemos reducido a dogma, ni lo queremos, los principios de la reforma social; pero si no hemos inscrito una fórmula social en nuestra bandera, siempre hemos dicho que no aspiramos solo a la emancipación política de todas las clases de la sociedad, ni el sufragio, que en mi opinión no es un derecho, sino un poder, es lo único que para el cuarto estado deseamos; antes bien, trabajamos por conquistar la capacidad para el ejercicio de ese poder. Mas, no la podemos ganar solo en las Asambleas y cuerpos políticos; la capacidad la hemos de adquirir, parte en la esfera del derecho que en el Estado se consagra, parte en la esfera del derecho más amplio e importante que en la sociedad se realiza, parte en la educación y vigorización interna del espíritu del hombre, de donde nacen y arrancan todas las manifestaciones exteriores de la vida. Y como somos un partido político que abriga una tendencia social tan profunda, no nos impacienta el ansia del poder. Casi estamos dispuestos a esperar que se os caiga de las manos, mientras no tratéis de mutilar nuestro derecho; y entre tanto, solo queremos consignar nuestras aspiraciones y preparar la reforma pacífica y tranquila de la organización social por los medios legales.
Bástanos por ahora que se respeten los derechos consagrados por la Constitución; y si alguien los quebranta, podremos volver, no solo como partido, sino nombre de la sociedad toda amenazada, por la santidad de la ley, bajo cuyo amparo tenemos derecho a vivir todos los españoles.
Pues bien: el partido republicano, que había dado treguas a la satisfacción de sus tendencias y aspiraciones sociales por dejar tiempo a la consolidación de las reformas políticas, y que hasta ha querido demostrar como, practicándose sinceramente el titulo I de la Constitución con un criterio radical, sabe atestiguar su profundo respeto, no solo a la ley, sino a las autoridades constituidas, aunque la organización de los poderes públicos no corresponda a sus principios; el partido republicano, repito, que ha guardado silencio en las cuestiones sociales hasta el punto de parecer que las tenia relegadas al olvido, se huelga grandemente de que hayan sido los conservadores quienes le ofrezcan ocasión propicia para manifestar que abriga, sin excepción de ninguno de sus individuos, el firme propósito de servir a la emancipación social del cuarto estado , sin el cual quedaría reducida su misión a una mera reforma política, que aun cuando de trascendencia suma, está lejos de satisfacer por sí sola el ideal de la justicia.
Y entro con esto en la cuestión que actualmente se debate.
Aparte, señores diputados, de una pequeña e insignificante cuestión de actualidad, por más que en estos Cuerpos semejantes cuestiones alcancen soberana importancia y parezca como que en último término deciden del porvenir inmediato de los Estados y de la ventura de las naciones; aparte esto, que yo no vacilo en llamar mezquina tendencia en la proposición que se discute, con la cual se pretende obtener un voto de confianza para un ministerio que se llama radical, preparado por los conservadores, apoyado por los moderados y casi bendecido por los tradicionalistas, lo que debatimos es, ni más ni menos, el derecho que existe por la Constitución del Estado para promover y plantear la reforma de todas las instituciones sociales bajo el amparo de la legalidad vigente; y es nada menos que ese, para vosotros pavoroso problema, lo que ha traído al parlamento la interpretación del Sr. Jove y Hévia.
Y como si se quisiera cortar por sorpresa la cabeza a este gigante para librar de su espanto a las clases conservadoras, se estiman todos los medios justos y todos los procedimientos aceptables: ya restringir con una torcida interpretación los derechos individuales, ya imponer al Poder judicial una aplicación del Código, ya dictar una ley de proscripción, como si la prioridad del derecho a la renovación social hubiera de ceder al egoísmo de las clases conservadoras.
Mas la cuestión existe, y es en vano negarla, aunque lograrais exterminar a los hombres que la sustentan. Discutámosla desentrañando lo que significa, y examinando luego su relación con el derecho positivo determinado en la Constitución y en el Código penal; pero indicando, cual a legisladores cumple, el criterio con que de aplicarse a una ley orgánica el precepto constitucional.
Viendo el ministro de la Gobernación que la cuestión tenia toda esta trascendencia, y no teniendo al parecer un criterio claro y perfectamente definido, vaciló en su pensamiento y en su conducta, y declaró primero que la Internacional estaba fuera de la Constitución y dentro del Código; y luego; aconsejado por el Sr. Escosura y finalmente aleccionado por el señor Alonso Martínez, reconoció que era preciso traer un proyecto de ley para acabar con aquella asociación.
Como en el curso de la discusión se ha visto, el sentido y el criterio de este Gabinete, que se dice radical, es el sentido y el criterio del Sr. Alonso Martínez, quien de tres años a esta parte viene consagrando una actividad infatigable en pugnar contra los derechos reconocidos en el título I de la Constitución.
Y claro está; como por su especial situación se encontraba el Gobierno en la necesidad imprescindible de autorizarse con un voto de confianza, para poder decir ante el país y ante otros poderes del Estado: “tengo el apoyo del Parlamento, porque represento sus aspiraciones y tendencias”, de aquí aquellas contradicciones primero, y luego otras afirmaciones que no puedo calificar sino de contumelias parlamentarias. (Rumores.) Si se ignora la palabra, en el Diccionario de la Lengua está. (Murmullos.) De aquí, repito, aquellas afirmaciones verdaderamente inauditas en un Parlamento, de eliminar los votos de los carlistas y anular los de los republicanos. Restar los votos de los carlistas, y no sumar los votos de los republicanos , era verdaderamente una ofensa al régimen representativo, a la soberanía nacional, a la dignidad de los señores diputados; y contra eso, no solo protesto, sino que exijo al ministro de la Gobernación: o que confirme su aserto para ver lo que me cumple hacer, o que lo retire; que en ello no están interesados solo los diputados republicanos, como tales, ni los tradicionalistas por la mera representación de su partido, mas estamos todos igualmente interesados, como representantes de la nación, porque con ese criterio, mañana vendrían otros, quién sabe si republicanos, que dirían: “Nosotros no sumamos los votos de los monárquicos”, llegando así a tener Gobiernos de partido, no del país. Es necesario que en este punto haga el ministro de la Gobernación una declaración terminante, y hasta que la obtenga de su señoría no dejaré de exigírsela, apelando a cuantos medios me ofrezca el reglamento.
Señor presidente, estoy en extremo fatigado, más a causa del estado de mi salud, que por el esfuerzo hasta ahora hecho, si S. S. me permitiera algunos minutos de descanso, consultando a la Cámara, se lo agradecería.
El señor PRESIDENTE: Se suspende por diez minutos la sesión.
Eran las cinco y media
[…]
A las seis menos cuarto, dijo
El señor PRESIDENTE: Continúa la sesión, el señor Salmerón en el uso de la palabra.
El Sr. SALMERÓN: Señores diputados, antes de proseguir en mi discurso, coño quiera que hayan podido interpretarse el tono y el sentido de mis palabras, como si la intención de herir a alguna personalidad me inspirara, y con mengua del respeto debido al Congreso me hubiera producido, debo declarar, manteniendo todas y cada una de mis palabras y expresiones, que, si por inexperiencia y por el hábito de llamar las cosas por su nombre, no me he atemperado a las conveniencias parlamentarias, nada, sin embargo, ha estado más lejos de mi ánimo que faltar a las consideraciones que amparan el respeto recíproco de la dignidad personal, y que deben ennoblecer la discusión y hasta la discordia entre los representantes de la nación.
Viniendo ahora a la cuestión que se debate, se ofrecen a la consideración dos términos, como los tiene siempre todo juicio, y términos complejos como los que existen en todo juicio jurídico. Trátase de pronunciar, mediante un voto de confianza, un como veredicto de esta Asamblea, para decidir si la Internacional compromete la seguridad del Estado, y debe en consecuencia suprimirse por virtud de una ley; o si su fin es contrario la moral pública, en cuyo caso, quedando fuera de la Constitución, cae dentro del Código penal.
Exige la cuestión: primero, una declaración del hecho justiciable; segundo, el fundamento de derecho bajo el cual se ha de determinar la fórmula que merezca vuestra preferencia.
Se han hecho aquí, señores diputados, varias historias de la Internacional. No temáis que yo os moleste haciendo una historia más. Ni he de parar mi atención en aquella historia tan remota que hace derivar la Internacional del pecado original, y que la juzga confirmada por la reforma del siglo XVI; ni he de seguir tampoco aquella otra que sostiene que esta asociación es pura y simplemente una manifestación pobre, estrecha, del socialismo económico contemporáneo. Aspiro en cambio a exponer ante vuestra consideración el espíritu común que para mí existe, y espero que lo reconozcáis conmigo, en todas las historias que se han hecho de la Internacional y en el origen que a esa sociedad se ha atribuido. De todo lo que respecto de la Internacional se ha dicho, resulta desde luego este hecho, por todos igualmente confesado, a saber: que por virtud de la reforma iniciada en el siglo XVI, que arrancando de lo más íntimo y profundo de la vida, que es la conciencia religiosa, ha venido proyectándose en lo al parecer más externo y menos íntimo, que es la vida política, se ha modificado la antigua organización social, y alterado en sus cimientos y en su clave.
Ha venido a resultar de aquí , que rota la antigua jerarquía social, que enlazaba cono los miembros del cuerpo humano los órganos de la vida en las naciones y los Estados, y hacia que todo partiera del espíritu común, que se alimentara de una misma aspiración y que se dirigiera también a un mismo fin, han venido a quedar disueltos por completo los vínculos que existían entre las clases sociales , abriéndose una lucha , al parecer de muerte, entre todas ellas; en cuya lucha, cada cual no busca sino la manera de afirmar lo que es para ella su derecho, lo que es para las demás su privilegio o su monopolio. Y faltando la solidaridad entre las clases sociales, y siendo aquéllas que no han tenido comunes principios y comunes intereses, que les diesen cohesión, explotadas por las clases, anteriormente constituidas, buscan una organización para oponerla a la antigua, y confiando en el número y en lo que ellas estiman su derecho, aspiran a librar la batalla, y la batalla decisiva, a fin de sustituir la jerarquía cerrada de la antigua organización por la libre y expansiva de una nueva organización democrática. Este carácter común respira, así la historia del Sr. Nocedal, como la historia del Sr. Rodríguez. Yo no quiero sino hacerlo constar ante vosotros para que pueda servir luego de base a consideraciones ulteriores.
Pero no basta, señores, para que se origine una institución social, para que se produzca una transformación en la vida, que se sienta su necesidad, que haya el acicate del interés , sino que siempre es menester un principio, un fundamento, llámese como quiera, por el cual se legitime y justifique el nacimiento de aquella institución, de aquel nuevo organismo en la sociedad, y en cuyo nombre pueda recibir la consagración de su bautismo; que no hay instituciones , cono no hay seres en el mundo , que no tengan su misión, consagrada ya por el sentido tácito de la naturaleza, ya por las tendencias e inclinaciones de su conciencia. –
Si de la armonía entre la necesidad y el principio que anima a toda institución humana resulta su vida, ¿cuál es el principio que legitima y consagra la existencia de la Sociedad Internacional de trabajadores?
Ha venido, señores, rigiendo secularmente y siendo el espíritu que inspirara una civilización de quince siglos, la religión cristiana, como impuesta por la fe, como profesada y creída, según decía Tertuliano, por imposible y absurdo. Este principio trascendental impuesto al hombre, y desde el cual se pretendía regir la vida toda, que así daba fundamento a la moral como a la constitución de los pueblos, y así determinaba relaciones entre los Estados como hacia que todos los miembros del organismo social se rigieran por la palabra infalible de la Iglesia, órgano de la verdad absoluta y divina ; este principio trascendental , repito , servia para determinar todas las manifestaciones de la vida , y señaladamente de la vida pública. Y así como al término de la antigua sociedad pagana se venia a consignar como la ultima afirmación del espíritu gentil, aquel principio de que solo era ley lo que agradaba al príncipe, aquí se pudo decir: es ley lo que agrada al Dios de la Iglesia, al Dios impuesto y creído, no al Dios indagado y reconocido libremente por la razón humana.
Por virtud de una evolución que yo no pretendo razonar, proponiéndome solo hacer constar el hecho que tan claramente han confesado aquí desde el señor Nocedal hasta mi amigo el Sr.
Díaz Quintero, es lo cierto que este principio trascendental de la vida, que ha venido rigiendo señaladamente en la existencia de los Estados cristianos, ha perdido su fuerza, y la ha perdido no solamente en el foro interno, sino también en el externo público. Ya no hay individuo, ya no hay gentes, inclusos los mismos tradicionalistas (no lo tomen a mala parte, porque no es mi intención ciertamente acusarlos de hipocresía); no hay, digo, individuo alguno, porque a la ley de los tiempos nadie puede escapar en absoluto, que crea con la misma fe que en la Edad Media los principios fundamentales afirmados en nombre del Dios confesado y creído por los hombres y a cuya libre indagación imponía un veto infranqueable la fe dogmática. Y tanto no los hay, señores diputados... (Varios señores diputados: Sí, si). No basta decir «los creo:» es necesario decir los he vivido, los vivo y los viviré.
Por esto afirmo que inclusos aquellos mismos que dicen pura e ingenuamente (he dicho, una vez por todas, que respeto las intenciones y la integridad de la conciencia de cada cual) que los profesan y los creen, no los tienen en la vida como la norma perpetua y eterna de su conciencia, como se han tenido y guardado por tantos siglos. Esto es evidente.
¿Quién de nosotros vive, o mejor dicho, quién de vosotros vive según el ideal del Evangelio? ¿Quién de vosotros aspira a vivir en nuestros tiempos como se vivía en los primeros del cristianismo? ¿Quién deja de estar más menos picado por lo que vosotros llamareis la víbora del positivismo y de los intereses mate ríales? Declaráis y confesáis en vuestra última hora estos principios que se imponen en nombre de Dios, que se llaman y presumen sobrenaturales; pero no hay ciertamente apóstoles ni mártires que den con su vida, el testimonio de su fe. (El Sr. Nocedal (D. Ramón): ¿Y las misiones?) Tienen las misiones una razón muy distinta de ser: que no me provoquen los tradicionalistas a esta discusión, porque acaso pudiera demostrarles que los misioneros no hacen más que cumplir, como los del Japón, aquel principio no cristiano, sino anticristiano, de los jesuitas: perinde ac cadaver. La religión convertida en medio político, muestra la decadencia irremediable de la dogmática. Por más que pretendáis negarlo, es un principio de vida, del cual os da testimonio toda la historia, y del que no pocos en la sociedad presente pueden ofrecerlo auténtico: que cuando se llega a perder la fe en una religión positiva, no se restaura jamás.
Acontece con la fe como con la virginidad, permitidme la comparacion, que una vez perdida no se recobra. Pero así como cuando la virginidad se pierde con la santidad del matrimonio, se adquiere una cosa que vale más que ella, que es superior a ella, la maternidad alcanzando la plenitud de la persona humana... (Risas.) ¡Que! ¿Os reís? Si creéis que perdida la fe por el hombre no queda absolutamente en su conciencia ningún principio salvador, tenéis que caer en el ateismo o refugiaros bajo la bandera del Sr. Nocedal.
Os decía, señores diputados, que se adquiere una cosa más alta que la fe dogmática mediante el esfuerzo y el trabajo del hombre, que es la convicción racional en el orden supremo de la realidad y de la vida. Que existe al presente esa tremenda lucha entre lo que el Sr. Nocedal llamaba el filosofismo y las religiones positivas, es indudable; y que dogma revelado que se discute queda herido de muerte, es verdad inconcusa. Por este camino ha llegado a divorciarse el pensamiento moderno de los principios tradicionalmente creídos por la Iglesia católica, hasta el punto de llevar aquel una tendencia dominante hacia la negación de todo lo trascendental, y de condenar ésta por impíos todos los adelantos de la civilización contemporánea y aún el progreso mismo que como ley de la humanidad proclama. En esta profunda crisis que tantas alternativas ofrece, un hecho definitivo se afirma, el progreso: la sociedad comienza a regirse por los principios de la razón común humana, y donde el Estado no se ha sobrepuesto la Iglesia, ha recabado al menos la plenitud de su soberanía.
Ahora bien, señores diputados; en esta situación todos reconocemos, y notad que busco solo los términos comunes para apoyar mi razonamiento, que la antigua organización social, rota en pedazos, no puede reconstituirse con la mera representación del poder público, por más que quieran sublimarlo en el mayestático imperio de los príncipes, ya por otra parte incompatible con la soberanía de los pueblos.
Buscando un nuevo principio para regir las nuevas relaciones de la vida, porque sin regla, sin ley, es de todo punto imposible vivir racionalmente, y en la necesidad de que sea universalmente reconocido y aceptado, no se halla otro más inmediato y accesible que aquel que lleva el hombre en sí, en la unidad de su naturaleza, y que la voz de la conciencia en todos dicta. De aquí que se pretenda erigir, como los autores de la Constitución vigente en parte han hecho, en principio de todas las relaciones sociales la individualidad humana, consagrando la fórmula que no es ya privativa de los científicos, que los políticos repiten, que circula por la plaza pública y que no debe sorprender a los legisladores, de que lo inmanente, que tiene su raíz y principio lisa y llanamente en la naturaleza individual humana, ha de sustituir lo trascendental que se impuso al hombre por la fe. Se ha vivido según lo trascendental: hoy se nos anuncia con un nuevo sentido, con nuevas aspiraciones, un nuevo código jurídico, artístico, científico, moral, ya que religioso en este ideal no cabe todavía. Partiendo el hombre de la nuda individualidad, busca en la mera relación de individuos la forma de su libertad, la ley de su derecho, el principio de la organización social.
¿Es extraño que cuando este movimiento social que no nace acá o allá, sino que está en el espíritu común de la sociedad presente, hasta en los mismos que lo pretenden negar en absoluto; es extraño, repito, que al ver que no quedan sino restos, cenizas y escombros del antiguo edificio social, se intente reorganizarlo bajo el nuevo principio? ¿Quién ha destruido el antiguo ideal? La clase media. ¿Quién trata de sacar los antiguos escombros y echar los cimientos del nuevo edificio? El cuarto estado, vuestro legítimo sucesor. El ha aprendido de vosotros a perder la fe en lo sobrenatural, y no pudiendo vivir en medio de la general disolución del antiguo régimen, sin principio, ni ley, ni regla de conducta moral, aspira a formar conciencia de su misión para realizarla en la vida. No tiene educación, porque no se la habéis dado; no tiene medios para levantarse desde el fondo de su conciencia hasta el conocimiento racional del orden divino del mundo, mas busca las bases de una nueva comunión social. ¿Cuál será la cúpula de este nuevo edificio? El no lo sabe, pero vosotros ni siquiera lo, presentís.
Ved aquí, señores diputados, como con estos términos, que son comunes entre los polos más opuestos de la Cámara, puedo afirmar que la Internacional representa estas dos cosas: primero, la ruina, por todos confesada, de la antigua organización humana; segundo, el esfuerzo, y no solo el esfuerzo, sino el ensayo de una reorganización y reconstitución social bajo un principio antitético del antiguo.
Que esto es así, pudiera fácilmente mostrároslo en todas las relaciones de la vida moral, de la vida artística, de la vida religiosa, de la vida política. ¿Representan otra cosa, por ventura, los llamados derechos individuales? En la misma palabra, ¿no notáis ya que el criterio del derecho que actualmente rige es éste y solo éste, la dignidad del hombre como individuo, erigida en principio y fundamento superior a toda ley y a toda expresión del espíritu común de la patria y aún de la humanidad misma? Los derechos individuales son la fiel y genuina consecuencia del principio de lo inmanente, que viene riñendo tremenda batalla con lo trascendental, que al presente va de vencida.
Aparte el egoísmo de clase y el interés por los bienes materiales, no deben ni pueden asustaros, a no ser que os asustéis de vuestra propia sombra, las aspiraciones de la Internacional por reconstruir la sociedad bajo el principio de que el hombre solo encuentra la norma de la ley en su autonomía, como sujeto de derecho.
¿Es esto, por ventura, decir que se haya de tal manera perdido el sentido común del hombre como ser racional, que no quede algo de común regulador entre sus individuos? No; que bajo este principio estima cada cual a los demás sujetos en la relación como a sí propio, haciendo norma y criterio de la vida jurídica la dignidad del individuo. Y de aquí la expresión que está en todos los labios, y que ha llegado a infiltrarse hasta en las clases conservadoras, de que el derecho de cada uno solo tiene por límite el derecho de los demás. No hay ya doctrinario, salvo aquellos que han quedado fieles al vetusto espíritu de los eclécticos franceses, que no acepte y proclame esta teoría jurídica enseñada por Kant a la generación presente.
Por esto unos y otros, al preguntar dónde está el límite de los derechos individuales, no saben contestar sino una de estas dos cosas: o en la coexistencia del derecho de un sujeto con otro, o en la subordinación de los derechos del ciudadano a los derechos del Estado, que es el criterio más conservador, o por mejor decir, reaccionario y evidentemente hostil a los derechos individuales, en que el Sr. Alonso Martínez se inspira. En este punto y cuando se intentan limitar los derechos constitucionales, lo que cumple a quienes pretenden mantener la vieja entidad, el verdadero ídolo del Estado antiguo, según era entendido y profesado, como el Sr. Alonso Martínez nos decía, desde Aristóteles acá, es declarar que entienden por el Estado, cual es el principio de sus derechos y cual el fundamento, si lo hay, de que el Estado ponga limites a los derechos individuales.
Como es la base de la conclusión con que ha de cerrarse la discusión presente, yo exigiría del señor Alonso Martínez y de cuantos con S. S. piensan, señaladamente del Sr. Cánovas, que dijeran que concepto tienen del Estado, que es el Estado. ¿Es ser? ¿Es institución? ¿Es asociación? ¿Qué es, en suma, y cual el principio que en el Estado se da, para servir de límite a los derechos individuales? No me refiero especialmente al Sr. Moreno Nieto, con cuyo pensamiento guardará sin duda afinidad el de aquellos, porque ya conozco la opinión de S. S., y no podrá menos de manifestarla al contestarme. El Congreso, y sobre todo el país, tienen derecho a saber si los que luchan contra el espíritu democrático del Código fundamental, que arranca de la naturaleza del individuo, lo hacen en nombre del derecho mismo o de algo extraño al derecho, porque solo de esta manera es como podremos poner en luz si hay o no, justicia en imponer los límites que se pretenden.
Yo, a mi vez, que reclamo siempre, y mis amigos políticos me la otorgan, porque no comulgamos con el estrecho vínculo de una Iglesia cerrada; la libertad de pensamiento y de acción necesaria para no ser un sectario, he de decir lo que en este punto se me alcanza.
Cierto, que para mí el nuevo principio de vida, de que la Internacional es una de tantas manifestaciones, no es ni la última palabra de lo que la ciencia del derecho hoy nos enseña, ni lo que puede estimarse como ideal definitivo de las sociedades. Mas no vayáis a creer por esto que yo pretenda limitar a mi vez los derechos individuales; antes por lo contrario, entiendo que tienen un fundamento más alto, que con una inspiración verdaderamente superior llamaba el señor Ríos Rosas el derecho divino de los tiempos presentes. Permitidme que os exponga sumariamente mi criterio, ya que tanto se viene discutiendo este trascendental asunto con ocasión de la Internacional.
Los llamados derechos individuales, para mí con impropiedad de frase, porque no son derechos del individuo, sino del ser y de la naturaleza humana, en cuanto tiene el hombre un fin racional que proseguir y necesita condiciones esenciales para poderlo realizar, los derechos ingénitos, naturales de la personalidad humana, se dan, no en razón de la limitación en que se constituye el individuo, sino en razón del ser, del hombre mismo, que en todos y en cada uno igualmente existe.
Por ser los llamados derechos individuales una relación de la naturaleza humana misma, es por lo que yo los estimo como derechos en sí absolutos; y por que la naturaleza racional del hombre, en la cual se arraigan y de la cual no son sino la determinación de la relación infinita en que el hombre vive en el universo, se dan igualmente en todos los individuos sin excepción, sea cualquiera, como decía muy bien mi querido amigo el Sr. Castelar, la familia, sea cualquiera la patria, sea cualquiera la raza a que cada sujeto pertenezca.
Reivindicar esta unidad común de la naturaleza racional humana, afirmarla en cada pueblo y en cada individuo, es el más alto progreso que se ha cumplido hasta ahora en la historia; y claro es que no pueden llamarse con propiedad individuales los derechos que no se afirman por razón de éste o de aquel individuo, sino por razón de la dignidad humana. Pues que, si se afirmaran estos derechos solo por la relación al individuo, ¿Cómo habían de ponerse por cima de la existencia de las sociedades y de los Estados, según es el sentido con que hasta ahora se profesan los preceptos del título I de la Constitución? Pues que, si solo se afirmaran por ser derechos del individuo, por la llamada autonomía individual ¿podéis presumir siquiera que se limitara el Estado pura y simplemente a garantirlos? Pues que, entendido e todo social como formado por mera suma y colección de miembros cual si no hubiera mas que individuos en el mundo, ¿no había de valer mas el todo que la vida y la existencia de los particulares? Si tal fuera, prevalecería eternamente el principio del pueblo romano: Salus populis suprema lex. Si no se reconociera mas que el individuo, la personalidad humana desnuda en cada sujeto, entonces la salud del Estado pondría limites a este derecho, porque no reconocería el ser, la naturaleza racional en cada uno. Y este es precisamente el sentido y la tendencia de que, aún cuando no lo queráis confesar, parte siempre toda escuela doctrinaria. Mas la democracia, aunque haya por claridad adoptado el calificativo individual, y a pesar de las diferencias que en el razonamiento podáis notar entre los demócratas, es lo cierto que afirma estos derechos como inherentes a la naturaleza humana sobre toda limitación entre sujetos; y en este sentido los declaramos derechos absolutos.
Chocábale la expresión de absoluto al Sr. Alonso Martínez, y arrancaba de una parte de la Cámara el aplauso, que me atrevo a considerar por lo menos prematuro, al decir, más con agudeza de ingenio que con rectitud de razón: ¿cómo, si el derecho es relación, podéis decir que la relación es absoluta? ¿Pues a tal punto desconocéis hasta la lengua patria, que ignoráis que las palabras relación y relativo son de una misma estirpe, y que, por consiguiente, todo lo que es relación es relativo? ¡Ah, Sr. Alonso Martínez! Si sobre esto recayera nueva discusión, sería fácil que S. S. reconociera como la relación misma es en su principio necesariamente absoluta, para que pueda darse luego como relación relativa. Me dice S. S. que no; ¿y qué hace S. S. de la verdad divina que comulga y confiesa? ¿Es por ventura la verdad otra cosa que una relación de la omnipotente inteligencia que todo lo conoce, con la infinita y universal realidad que ha creado y conserva conforme a su esencia? Pues si esta relación no es absoluta, dónde queda el sentimiento religioso, el sentido divino que pudiera S. S, llevar a la ciencia o a la fe creída? Toda relación firme es una relación que en su principio tiene un fundamento, una razón absoluta, sin la cual no mantuviera, hasta sería imposible. Son, no lo dudéis, relaciones absolutas de la personalidad humana consigo y de la personalidad humana con otras, con todos los seres y con Dios, los llamados derechos individuales; y por ser relaciones absolutas son fundamento de todo otro derecho, que al punto que de ellas arranca y procede es derecho relativo. Son derechos relativos todos aquellos que luego se determinan como una aplicacion de los derechos fundamentales de la personalidad humana; pero el derecho de la personalidad en si es absoluto, como todo derecho divino.
No hay, no puede haber justicia en los límites que el Estado imponga los derechos fundamentales del hombre, cuando la esfera de sus atribuciones está determinada por su fin, que es la realización del derecho mismo. Se ponen, es verdad, límites históricos; pero lo histórico no es siempre justo, y al progreso toca destruir estas limitaciones, a la razón aconsejar el procedimiento para lograrlo. Y por eso discutimos aquí. Por lo demás, estamos aún lejos de haber llegado a entender a amar y a vivir el derecho, según en la conciencia racional se ofrece.
Pero, es que la limitación que a los derechos llamados individuales se quiere imponer en nombre del Estado es, como al principio de estas pobres observaciones os decía, hija de un desconocimiento u olvido voluntario de la naturaleza del derecho; y no se por que el Sr. Bugallal se maravilla de que el Sr. Rodríguez, alumno oficial del primer año de derecho, se permita discutir sobre los eternos principios de justicia, como si para ser un buen legislador se necesitara el titulo de abogado, y para conocer el espíritu de los preceptos constitucionales fuera preciso haber aprendido a poner pedimentos. Precisamente se observa que los peritos en el derecho positivo adquieren por virtud de su profesión, no diré una incapacidad, pero al menos una disposición intelectual que les aparta de la investigación de los principios jurídicos, para atemperarse al texto, no siempre justo ni racional, de la ley escrita. Lo que importa es saber si con la autoridad de la razón, que no estará vinculada en los letrados, sostenía el Sr. Rodríguez la verdadera teoría de los derechos individuales. Por mi parte, aun a riesgo de combatir con la superioridad reconocida del Sr. Alonso Martínez, todavía tengo que oponer algunas consideraciones a sus asertos.
Decíamos S. S. no habéis adelantado nada con vuestro racionalismo (El Sr. Alonso Martínez pide la palabra para rectificar), en punto a las relaciones de los derechos del ciudadano con los del Estado, sobre la doctrina de Aristóteles. (El Sr. Alonso Martínez: Yo no he dicho eso.) No disputemos por palabras; si no fuera este su sentido, yo aceptaré la rectificación de S. S.
Pero entiendo que afirmaba, siguiendo la teoría aristotélica, superior en su juicio a las enseñanzas de la ciencia moderna, que hay dos polos en la vida de las sociedades: el derecho del individuo y el derecho del Estado; que donde predomina el derecho del individuo reina la anarquía, y donde predomina el derecho del Estado impera el despotismo; de tal manera que es necesario buscar el ecuador entre unos y otros, para que pueda vivir un pueblo con derecho y en orden. Este era el sentido de S. S.; que aun cuando tengo pobre memoria de palabras, tengo el hábito de recordar las ideas.
Pues bien; yo afirmo a S. S. que el progreso más capital que late en todas las obras modernas de derecho, a excepción de las doctrinarias y tradicionalistas, pero que está absolutamente en todas las inspiradas en el racionalismo a que se refería S. S., es la distinción entre el derecho y el poder. El Sr. Alonso Martínez sabe, no puede ignorarlo, que el derecho se da en las personas; que en el Estado no se da primariamente el derecho, sino el poder. Pues que, ¿no es acaso de todos conocido que el Estado, como institución para realizar el derecho, no tiene más que el derecho formal para producir y realizar el derecho mismo? ¿Dónde halla un derecho primario en el Estado el Sr. Alonso Martínez, si en el Estado todo derecho es relativo y determinado por la particular función que al organismo del poder se refiere? ¿Cómo podrá el Sr. Alonso Martínez afirmar por una intuición de conciencia, como en los derechos de la personalidad humana sucede, los del Poder legislativo o del Poder ejecutivo? ¿Puede mostrarnos la intuición inmediata de la conciencia en cada hombre estos derechos, como muestra la inviolabilidad de la vida, la libertad del pensamiento, la santidad de la dignidad y
del honor, por ejemplo? Pero no es esto solo; aún en aquella esfera del derecho a que S. S. apelaba pretendiendo reducir al absurdo nuestra doctrina, aún en el derecho penal mismo, muestra la absolutividad de los derechos fundamentales de la persona humana. ¿Cree el Sr. Alonso Martínez (es imposible que lo crea en su clara inteligencia) que el derecho penal descansa solo en el poder del Estado para castigar? Aún me atrevo a afirmar que hasta en los tiempos y en los pueblos de mayor incultura jurídica ha tenido siempre el derecho penal un principio íntimo, una virtud, una santidad que, ora en nombre del principio trascendental religioso, ora en nombre de algo santo en la vida presente, ha hecho entender la pena primariamente como un derecho de la persona humana para el restablecimiento de la perturbación jurídica. Por ser esto así, enseña el racionalismo que S. S. moteja, que tiene todo hombre el derecho de pedir al Estado que le pene, para lo cual es necesario que no sea, el derecho penal el bárbaro derecho del talion o de la vindicta pública; yo criminal, tengo el derecho de que se me pene, para que, mediante la pena me enmiende y corrija, y de miembro corrompido me convierta en miembro sano y digno de la sociedad. ¿Qué otra cosa significa la tendencia en todos los pueblos cultos hacia los sistemas penitenciarios? Si el Estado impone o aplica una pena, no la aplica como fundado en su poder, porque entonces solo podría decir al criminal: “eres un ciudadano corrompido, no puedes vivir en esta sociedad, yo te proscribo”. No podría hacer el Estado otra cosa, si el derecho penal tuviera por fundamento su poder. Mas como tiene un fundamento más alto en la naturaleza humana, el Estado no solo tiene el justo poder, sino el deber de imponer el castigo, para amparar la santidad e inviolabilidad del derecho en la sociedad y en el delincuente mismo. En esta misma esfera, donde hallaba el baluarte de su doctrina el Sr. Alonso Martínez, debe reconocer como existe un principio absoluto del cual nacen los derechos relativos en la naturaleza racional humana.
Yo no entraré a discutir después de esto si los derechos individuales son o no legislables; esa es cuestión de poca monta. Como legislar no es limitar, no vacilo en decir que son legislables los derechos individuales; y tanto, que sería imposible dictar una ley si el derecho fundamental de la personalidad humana no le diera razón de ser y materia sobre que legislar; mas lejos de ser limitable, es el principio limitador de todas las relaciones jurídicos.
Pero hay otra razón todavía mas perentoria. El límite que a nombre del Estado pretendía imponer el Sr. Alonso Martínez a los derechos individuales, ¿se determina en nombre del poder? Se limita S. S. el derecho en nombre del Estado, niega la esfera del derecho, trayendo para reemplazarlo un principio que le es extraño; y si S. S. pone como límite el derecho de la personalidad humana, entonces afirma la absolutividad que nosotros sustentamos.
Voy a procurar, señores diputados, reducir lo que me resta deciros para molestar menos tiempo vuestra atención (No, no) Habéis visto como del principio de la inmanencia, que legitima la existencia de la Internacional han venido los llamados derechos individuales; y habréis reconocido como son, por decirlo así, hermanos la existencia de aquella sociedad y estos derechos, según decía con cierta razón el Sr. Nocedal. Y vosotros, que habéis proclamado los derechos individuales en la Constitución del Estado: o habéis de mostrar la fraternidad de Caín y de Abel, o tenéis que reconocer la legitimidad con que la Internacional viene a la esfera de la vida. Es uno mismo el principio... (Murmullos.) Con murmullos no se dan razones, ni menos se combaten.
Pues, si con esta plenitud de derecho viene la Internacional a la vida, ¿qué es lo que la Internacional, según este principio, profesa y propaga? Lo que la Internacional predica como dogma concreto, ya que tan aficionados somos a dogmas, es pura y simplemente esto: “la propiedad no debe ser individual, sino colectiva”. Esta declaración terminante, única hasta ahora hecha por aquella asociación, ¿basta para legitimar su proscripción? Sepámoslo: si vais a perseguir a la Internacional solo porque profesa una doctrina contraria la propiedad individual, tened el valor de decirlo, porque sabremos entonces que ponéis fuera de la ley nada menos que el derecho que existe en todo ciudadano para pedir y sostener reformas en la actual organización de la propiedad, y que para proscribirlo hacéis del régimen económico vigente un Corán cerrado a todo progreso. ¿A tanto había de llegar vuestro fanatismo de propietarios…?
¿Qué otros motivos alegáis para proscribir la Internacional? Decís que no solo combate la propiedad, sino la familia, el sentimiento religioso y la patria. Yo acepto como término del debate estas conclusiones del Sr. Candau. Veamos en primer lugar si son exactas; y en segundo, si de serlo no caben bajo los derechos individuales consagrados por la Constitución.
Con respecto a la familia, ¿qué piensa y se propone la Internacional? En las declaraciones particulares de sus miembros (hasta ahora ninguna resolución definitiva existe) se ha afirmado aquella teoría que tanto repugnaba al Sr. Bueno, el amor libre; pero ¿la entienden, por ventura, los internacionalistas, salvo alguna torpe exageración individual, que acaso profesen y aun practiquen algunos de sus mas encarnizados enemigos; la entienden, repito, según ha sido aquí interpretada? No, ciertamente. El matrimonio por el amor, que es la expresión más fiel y generalizada de su idea, significa solo que no quieren mantener la unión conyugal cuando el espíritu y el corazón de los esposos se divorcian. Y si no podéis alegar un testimonio auténtico de que es la grosera sensualidad lo que la Internacional predica, ¿a qué queda reducida esta acusación? ¿Es que estimáis inmoral la teoría del divorcio, vosotros los que habéis establecido el matrimonio civil? Los tradicionalistas son quienes pudieran decir que es inmoral sostener la disolubilidad del matrimonio; pero vosotros solo podéis afirmar que es contraria al derecho positivo.
Yo, que tengo a gran dicha el haber constituido familia hace ya largos años, apenas pude llevar esta amorosa carga, y que procuro hacer una verdadera religión del matrimonio, y del hogar un templo, vacilo en esta cuestión gravísima, y no tengo por inmoral el pensamiento ni aún el hecho del divorcio cuando los santos fines del matrimonio no pueden cumplirse; porque ante la falta del amor que ha unido los corazones en una aspiración piadosa, si se tiene religión, y sino en la intima comunión de la vida, que completa la personalidad humana en cuerpo y en espíritu, y que la procreación de los hijos santifica; ante la falta de amor, repito, que puede ocasionar intestinas discordias, cruel y aún criminal enemiga que haga imposible la educación de los hijos, vacilo y me estremezco, pensando si no seria mejor que los esposos se separaran para no corromper con su ejemplo la familia y la sociedad, y evitar las uniones licenciosas a que una grosera y ya sin freno sensualidad arrastra. Cuando no representa otra cosa lo que se llama matrimonio por el amor, ¿os atreveríais a decir que es inmoral esta doctrina? Modelos de esposos y de padres la han profesado; y es cosa digna de tenerse en cuenta, porque es muy fácil predicar, pero no lo es tanto el practicar este principio de la santidad del matrimonio.
Si es esto lo que dicen y afirman en punto a la familia, ¿qué es lo que dicen, qué es lo que afirman en punto a ese otro principio más íntimo y que toca más a la inviolabilidad de la conciencia, el principio religioso? ¿Lo sabe el señor ministro de la Gobernación? Para ello necesita estudiar todo el movimiento de la civilización cristiano-europea en los cuatro últimos siglos. El señor ministro de la Gobernación podrá saberlo, pero seguramente lo estima bajo un criterio que no es el comprensivo de esas tendencias.
No es que la Internacional haya negado la religión; la niegan solo algunos que llevan la exageración al absurdo, porque absurdo es negar lo que la negación implica. Y ¿cuántos fuera de esa asociación no niegan a Dios, y lo que es peor, afectan creencias que no tiene?
Pero repito, que si oímos a los maestros de la teoría que en la Internacional se pretende condenar, veremos que no niegan a Dios; mas dicen que no sabiendo si existe o no, y no pudiendo sobre esto dar enseñanza alguna debe quedar a la conciencia y al criterio individual el que cada uno confiese lo que bien entienda. ¿Es esto inmoral para los autores y para los fieles guardadores de la Constitución? ¿Es inmoral el que haya un hombre que diga: “yo no entro a discutir si hay un Ser absoluto, principio y creador del mundo, ordenador de las universales relaciones; yo afirmo, solo que no lo se, pero si hay otro que lo crea y confiese no le censuro; es cosa pura y simplemente reservada a la inviolabilidad de la conciencia individual?”
¿Es esto, sobre todo, contrario al art. 21 de la Constitución del Estado? O ¿es que pretende el señor ministro de la Gobernación que este artículo sea interpretado en términos de que todos, valiéndome de una frase vulgar, velis molis, hayamos de confesar a Dios, aunque no le tengamos en nuestro corazón ni en nuestra conciencia? ¿Quiere el señor ministro hacer una sociedad de hipócritas; una sociedad de hombres sinceros y varoniles que sean capaces de decir ante los demás: “yo no tengo Dios, pero ved mi vida moral observad como cumplo mis deberes?”
Y cuenta, señores diputados, que quien esto os dice por el género de vida a que se ha consagrado, no solo abriga convicciones y creencias religiosas, sino que, como mi digno amigo el Sr. Moreno Nieto más de una vez me ha dicho, peca de místico. Pero no tratamos ahora de esto, sino pura y simplemente del derecho a profesar aun el ateísmo, y de reconocerlo bajo el criterio constitucional. Es imposible, por contradictorio, que los que tomáis por bandera la Constitución de 1869, condenéis esto como inmoral. La inmoralidad que esto traiga consigo se ha de discutir, no por vosotros, sino por las escuelas. A vosotros os está vedado el proclamar desde ese sitio, como ministros del Estado, si es o no inmoral; no podéis tener más criterio que el de la Constitución, bajo cuyo amparo tienen derecho a vivir todos los españoles sin acepción de sus ideas religiosas; y si como representantes del país quisierais restringirla o reformarla, antes debíais abandonar ese banco para no ser reos de una tentativa de golpe de Estado.
Examinemos la última afirmación por que se acusa a la Internacional. ¡Ah, señores! los internacionalistas no son los primeros que han profesado esas ideas sobre la patria: reveladores y filósofos la han predicado en todos los tiempos. Pero en ellos es verdad que ha cobrado nueva fuerza y se ha convertido en una organización, donde los trabajadores persiguen un fin común de clase sobre las diferencias de nacionalidad.
Afirman, es cierto, que por cima de la idea y del sentimiento de la patria hay otra idea superior, la de la comunidad de la raza y de la civilización en medio de la cual se vive; y sobre esta, la comunión de la humanidad. ¡Ah, señores diputados!: aparte el egoísmo de clase, que yo repruebo, ¿no veis aquí, aunque partiendo de un principio meramente humano y para un fin puramente económico, la aspiración al cosmopolitismo, que ha levantado siempre los espíritus, y que santificó el cristianismo llevándolo hasta la comunión de los vivos con los muertos?
Pues, cuando este sentido late en la historia de la humanidad, ¿es inmoral quien dice: “no es que yo niegue la patria, no; es que existe la comunión humana entre nacionales y extranjeros, es que hay comunidad de fines entre todos los hombres?” Así como no se cultivan ya la ciencia, ni el arte en el estrecho circulo de las escuelas patrias, sino con espíritu universal humano; así como la religión no debe ser anglicana ni romana, sino que, salvando las diferencias de razas y aún de comuniones particulares dogmáticas, debe ser la religión que una a todos los hombres en la conciencia y amor de Dios, ¿por qué no ha de ser permitido a los trabajadores que formen una asociación internacional para establecer las leyes universales del régimen económico, con lo cual se preparará hasta la desaparición del antagonismo de las industrias nacionales?
¿Puede estimarse esto como inmoral, ni como atentatorio a la seguridad del Estado? ¿Es que se ataca con esto por ventura la existencia del Estado nacional? Invocase como prueba de la relajación del sentimiento de la patria, la conducta de los internacionalistas franceses y alemanes en la última guerra.
¡Ah, señor ministro, que bellos presentimientos nos ofrece esta conducta de las clases jornaleras! ¡Qué diferencia de la soberbia satánica y de las pequeñas miserias de los príncipes, que han dividido las gentes y regado de sangre la tierra! El cuarto estado nos permite esperar que llegará un día en que todos los pueblos se traten coma hermanos, y en que solo prevalecerá la noble competencia del trabajo; que con la guerra es imposible que prosperen las artes de la paz.
Pues estos son, señores diputados, los cargos contra la Internacional se han dirigido. ¿A que queda reducida su inmoralidad; a que la acusación de que compromete la seguridad del Estado?
Resta para formular el juicio que la presente cuestión envuelve, considerar un término de otra índole. Es necesario saber que es para vosotros, legisladores, lo moral y lo inmoral. Se ha intentado explicarlo por varios de los oradores que de inmoral acusan a la Internacional; y yo no se todavía como estos señores entienden la moral. No hablo ya de ciertas definiciones que de ella se han dado; ni yo pretendo definirla, que no se tampoco si acertaría, y temo incurrir en aquel salvajismo de que acusaba el ministro de la Gobernación a cuantos no supieran formular una definición de la moral, que parece que no hubo de lograr al cabo S. S. Limitándome a algunas sencillas consideraciones es que espero habremos de convenir, os pregunto: ¿entendéis que la moral se refiere al pensamiento y a la idea en si, o a la vida en la práctica y en las obras?
El pensamiento y la doctrina moral tocan a la ciencia de las costumbres; pero la moral misma no es sino una forma en que la vida de los seres racionales se produce: y como tal, el contenido, el objeto de la vida mora, es el acto, es la obra; de ninguna manera el pensamiento. No es esta opinión exclusiva de los racionalistas, como algunos de vosotros nos llamáis, ni de los liberales siquiera; puedo invocar la autoridad de los padres de la Iglesia, especialmente de la Iglesia griega; porque desde que se hubo elaborado y confeccionado el dogma, siguieron ya otro rumbo para someter el pensamiento a la fe. Los conceptos, las ideas, no se estimaron jamás como pecados, mientras no fueran contrarios al dogma; y aún entonces lo eran mas por la intención de apartarse de la fe o de combatirla, que por su mero carácter intelectual. Y es que la esfera de la moralidad comienza en el motivo que nos determina a la producción de ciertos actos. No hay pecado de pensamiento, se ha dicho siempre por los moralistas; y solo cuando el motivo que a pensar nos lleva es contrario a la ley del bien, puede calificarse de inmoral el pensamiento, en cuyo caso no se considera su contenido ideal, sino su valor como acto.
Y si esto se dice del foro interno, que es impenetrable y del cual solo Dios y la conciencia de cada sujeto pueden juzgar, ¿qué habremos de decir del foro externo, a que sin duda se refiere la moral pública? ¿O es que vosotros, llamándoos liberales, intentáis lo que la Iglesia, armada de la Inquisición, no intentó jamás, y aún reputó que le estaba prohibido?
Por consecuencia, señores diputados, la moral no puede referirse a las doctrinas que se profesan. Podrán ser erróneas, si queréis, las doctrinas de la Internacional, contrarias a los verdaderos principios de justicia; pero mientras no probéis que a sabiendas de su falsedad las profesa, y para lograr un fin que reconoce como mal, profanáis el sagrado de la conciencia, y os podéis hacer reos de calumnia al fulminar contra ella la acusación de inmoralidad,
Reparad además que, si por la inmoralidad de sus doctrinas ponéis fuera de la ley a la Internacional, violáis el art. 17 de la Constitución, que consagra la libertad del pensamiento sin restricción alguna, como un derecho absoluto. Que no os ciegue la pasión hasta el punto de olvidar los preceptos constitucionales.
Solo por sus actos podéis juzgar de la moralidad de aquella asociación; y si su acción de propaganda es lícita, como en términos absolutos la Constitución afirma, aun cuando el motivo de su conducta sea contrario a los principios que deben regir la vida moral, es imposible a los poderes públicos negarle la legitimad de su existencia, so pena de infringir la ley fundamental del Estado.
Quisiera terminar, señores diputados; pero aún me resta Bastante que decir, por más que sienta molestaros, y no me alcanzará el breve tiempo que falta para levantarse la sesión.
SESIÓN DEL 27 DE OCTUBRE DE 1871
Recordareis, señores diputados, que, examinando ayer las teorías de la Internacional para llegar a la conclusión de que puede y debe vivir bajo el amparo de la ley, me fijé en los cuatros cargos concretos que contra esta asociación se han hecho, tanto por el Sr. Jove y Hévia como por el ministro de la Gobernación; y desentrañando el sentido y la aspiración de las declaraciones, aunque todavía no oficiales ni dogmáticas de la Internacional, pero al fin públicas, traté de probar, y en mi sentir con verdadera exactitud, que nada hay en ellas de inmoral, a no ser que por tal se estime la aspiración legítima, aunque de torpe utopia la juzguéis, de reformar la organización de la familia, de la sociedad y del Estado y de relegar el principio religioso del orden de los fundamentos sociales, por inasequible a la razón e innecesario para la vida moral y jurídica de los individuos y de los pueblos. ¿Cómo negarle el sagrado derecho de producir estas afirmaciones, bajo una Constitución que ha emancipado por completo y para siempre el pensamiento y la conciencia?
En cuanto la propiedad, único punto que la Internacional ha definido en una conclusión, por decirlo así, dogmática, me limité a una indicación sumaria, esperando que una persona harto más competente que yo, y cuyo sentido no distará mucho del que yo sostengo, trate principalmente este término de la cuestión que nos ocupa.
Permitidme, sin embargo, que exponga algunas consideraciones, las bastantes a probar que nada hay ciertamente de pavoroso, a no ser para los siervos de un estrecho egoísmo, en las aspiraciones de la Internacional; y que, antes por lo contrario, en ellas se revela la misma tendencia que en las otras afirmaciones habéis iniciado los hombres de la clase media, de cuyo espíritu participan hoy todos los pueblos civilizados. No entraré a discutir si ha de estimarse o no como inmoral, y si es o no atentatoria a la actual organización de los Estados. Basta solo poner de un lado el hecho de que se trata de reformar la propiedad, y de otro el juicio que sobre la teoría económica del colectivismo pretendéis formular, para reconocer que, por absurda que esta sea, en nada ciertamente afecta a la moral pública ni en nada compromete la seguridad del estado. No toca ciertamente esta cuestión sino a los intereses y relaciones económicas, y la esfera de la economía se rige por principios propios, independientes del criterio moral y aun del derecho que inmediatamente toca al Estado, por más que deban estar en armonía con las leyes morales y las prescripciones eternas de la justicia. Pero, ¿qué es lo que en representa la afirmación de la propiedad colectiva?
La propiedad, como en este debate se ofrece, que no ha de confundirse con el derecho de propiedad, sea cualquiera el criterio bajo el cual se la considere, no es sino el medio y la condición sensible puesta al alcance del hombre, para poder realizar los fines racionales de su vida. No es ciertamente algo íntimo, algo inherente, algo ingénito en la naturaleza racional del hombre, por más que el derecho a ella tenga su principio y razón en la propiedad de si mismo y de sus relaciones que el ser de propia conciencia tiene. Consistiendo, pues, en los medios materiales que necesitamos apropiarnos para realizar los fines de la vida, no se da solo en razón de la personalidad humana de cada sujeto o individuo, sino en relación al fin de la vida racional que debe cumplirse mediante actividad y trabajo. Por consecuencia, la propiedad es justa y es legítima, en tanto que viene a servir a los fines racionales de la vida humana; y cuando esto no sucede, la propiedad es ilegítima, la propiedad es injusta, la propiedad debe desaparecer. Y esto no es solo una afirmación dogmática, no es una conclusión de escuela; es un hecho que revela con su testimonio elocuente e irrecusable la historia.
Cuando alguna clase social; más que una clase social, cuando algún pueblo; más que un pueblo, cuando alguna raza ha dejado de servir al fin providencial que debla realizar y cumplir, nuevas clases, nuevos pueblos, nuevas razas han salido del fondo le la humanidad en esta tierra (no legitimo los medios, hablo solo del fin y del resultado) que han adquirido, a veces arrebatado, si queréis usurpado, la propiedad de aquellas clases, de aquellos pueblos, de aquellas razas decrépitas, para emplearla como medio esencial a la realización de los fines sociales desamparados por aquellos pueblos pervertidos impotentes.
¿Que otra cosa, por ventura, representa todo el movimiento social en la historia del pueblo rey? ¿Qué otra cosa vale y significa todo el movimiento político y social de los bárbaros que al caer sobre el imperio romano, quitan la propiedad los vencidos? Es que traen virtud y fuerza para cumplir un nuevo ideal en la religión, en la moral, en el derecho y hasta en la misma constitución de las nacionalidades, imposible realizar por la sociedad gentil de los romanos.
Y, aún dentro ya de la historia de los pueblos cristianos-europeos, ¿qué otra cosa representa la condensación de la propiedad en manos le los señores feudales y de la Iglesia? Es que en los señores feudales estaba el poder, en la Iglesia estaba la idea. ¿Cómo explicar la radical transformación que ha disuelto los feudos, abolido los derechos señoriales, desvinculado los mayorazgos, desamortizado los bienes eclesiásticos, ni como justificar sino el enriquecimiento de las clases medias, a veces logrado con medidas violentas?
Es, que en el estado llano radica el vigor, la idea, la medula de la sociedad moderna.
Este es el hecho; no trato de legitimar el procedimiento, justifico solo el fin; os muestro las enseñanzas de la historia en la organización y en la transformación constante de la propiedad, y llamo vuestra atención sobre la notable y notoria circunstancia de que en cada reforma han ido siendo más razonables los medios y más extenso el circulo de los nuevos propietarios. No podía ser otra cosa rigiendo a la humanidad la ley del progreso.
Pues hoy, ¿quién, que no cierre los ojos a la evidencia, no reconoce que el cuarto estado, llamado a la vida política por ministerio del sufragio universal (única cosa que providencialmente le ha otorgado la clase media, y de la cual acaso esté en su egoísmo arrepentida, y seguramente se lamentará más tarde), que el cuarto estado que tiene ya el poder, que constituye el nervio de la sociedad contemporánea, que es no solo el que trabaja y cultiva la tierra con sus brazos, el que ejerce la industria y el comercio, sino el que se dispone a recibir y a encarnar en sí el verbo de la civilización, y a quien acaso por vuestra ceguedad liareis el Cristo de las nuevas ideas; que extraño es, repito, que el cuarto estado, prescindiendo de los medios, que seguramente habrán de ser menos violentos que los pasados, porque tal es la ley del perfeccionamiento humano, diga con toda justicia: «yo quiero la propiedad, más no para mi goce y en mi egoísta provecho como pretenden retenerla hoy las clases dominantes, sino porque soy el que trabajo y el que produzco, y de hoy más el que comienza a tener la idea y el sentido de la nueva dirección de las sociedades?»
Cuando todo esto lo siente con la amargura del dolor y lo presiente con la inspiración que siempre reciben las clases como los individuos que son llamados en la vida a realizar una gran idea, nada de extraño tiene que el cuarto estado pretenda y pida con enérgica decisión, no el pan y las fiestas con que en otros tiempos han querido hacerle llevadera la servidumbre los poderosos de la tierra que ya no quiere vivir de la sopa de los conventos, ni de la caridad, ni de la beneficencia pública, sino estos dos principios de su emancipación social: trabajo y justicia. Por el trabajo tiene la evidencia de que adquirirá la propiedad; por la justicia, la seguridad de legitimarla, porque como la va a emplear en servicio de los fines humanos, no a gozar muellemente de ella siendo un miembro ocioso en la sociedad, y va a multiplicarla con su esfuerzo y a devolverla así en idea u obras de arte al comercio de la vida, abriga el sentimiento profundo de la justicia, del derecho que le asiste para proclamar la reforma que le negáis.
Pero se me dirá: si eso explica la necesidad de que la propiedad se trasforme y se extienda al cuarto estado, no justifica el carácter con que la propiedad se demanda por los trabajadores de la Internacional.
¿Qué representa la propiedad colectiva, tal como los internacionalistas la proclaman? Para mí, que no soy partidario de esta doctrina, si bien no profeso el individualismo que niega el elemento social que aquí como en todo lo humano debe existir con lo individual indisolublemente; para mí, que ahora no discuto la verdad o el error de aquella teoría, limitándome a poner de relieve el sentido que entraña, es más el término de una antinomia para preparar la síntesis, que una negación absoluta de la propiedad individual, lo que la Internacional sustenta.
Quieren, en efecto, que no se de la propiedad por la mera relación y en exclusivo servicio del individuo, sino en razón del fin social que la propiedad debe servir de instrumento. Y de aquí, que no pretendan que sea colectiva la propiedad que se determina mediante el trabajo del individuo en una obra o en un producto: no, esta propiedad lleva el sello de la individualidad, y es por su esencia tan individual como el mismo que la produce. Lo que sostienen es: que se tenga en propiedad colectiva, notadlo bien, el instrumento del trabajo, tanto el útil, el aparato mecánico como la tierra, que para el caso los internacionalistas, no digo aquí si con razón o sin ella, consideran como instrumento de trabajo. Es decir, que quieren que la propiedad sea colectiva en cuanto tiene de medio, de elemento común para la producción, y que sea individual en cuanto es determinada en una obra mediante el trabajo del hombre: quieren la posesión en común del instrumento; el fruto, el producto, lo consideran individual. Esto significa la propiedad colectiva.
Pues bien: este sentido de que la propiedad debe darse con relación a un fin y constituirse colectivamente por respecto los medios del trabajo y en razón de los gremios de trabajadores, revela para mi que la Internacional, no diré que conozca, pero que al menos presiente los principios de una nueva organización social, fundada en el organismo de las diversas esferas del trabajo, que legitima la existencia del hombre en el mundo; y que aspira a reconocer en la propiedad su doble naturaleza individual y social, levantándose sobre el mero concepto de garantía política, bajo el cual algunos de los socialistas más eminentes, como Proudhon, pretenden justificarla, a la consideración más amplia y universal de la constitución económica, según los fines de la actividad humana.
De aquí, la aspiración a reducir la esfera del Estad dando la supremacía al organismo económico; de aquí, cierta repulsión a la mera vida política, y aún el apartamiento del partido que puede y debe favorecer sus tendencias en cuanto de legítimo tengan, y ofrecerle los medios y las condiciones necesarias para que la reforma social se verifique.
El pensamiento de limitar el individualismo de la propiedad no es exclusivo de los internacionalistas y de los representantes del cuarto estado. En nuestro mismo país, autorizados órganos de la clase media, eminentes políticos, hombres de Estado que han influido decisivamente en la vida de los actuales partidos, o mejor, de los partidos históricos, lo han profesado y difundido. El Sr. Olázaga ha sostenido la conveniencia de restringir la sucesión hereditaria, con un sentido harto más socialista que el de la Internacional, pues mientras ésta quiere la propiedad colectiva de los gremios que han de constituir el nuevo organismo social, el Sr. Olázaga desea que los bienes, sustraídos a la herencia de las familias, vayan a parar a manos del Estado, para redimir a los siervos, a los cautivos de la miseria, hoy más que nunca desamparados por la insolidaridad de la sociedad presente.
Llevar la propiedad al Estado es harto más contrario al principio de la individualización, que ofrecer a los proletarios por el colectivismo de los instrumentos del trabajo el medio de adquirir la propiedad individual de sus obras, y sobre todo, es menos favorable a la organización de la sociedad en razón de los fines humanos.
Pero no es solo el Sr. Olázaga: un ilustre orador de esta Cámara, que representa las tendencias más conservadoras dentro de la Constitución, que ha tenido una parte decisiva en ella, quizás necesaria para no dejar excluidos de la situación actual a los elementos conservadores, ni privarles de su conveniente cooperación en las reformas políticas, el Sr. Ríos Rosas, ha escrito páginas profundas y brillantes, ha pronunciado notables discursos con sentido y trascendencia verdaderamente social, en los cuales ha sostenido el principio de que es necesario que la propiedad se haga fluida para que pierda la densidad que impide su fácil circulación entre todas las clases. Así, con efecto, buscaría la propiedad su nivel en el trabajo y la virtud; el trabajo, como determinación de la actividad; la virtud, como consagración al fin que debe, realizarse en la vida. ¿Qué otro sentido sino éste, podía tener el nobilísimo deseo del Sr. Ríos Rosas?
No es, pues, señores, un sentido éste tan extraño ni hostil al orden social, cuando en unas u otras direcciones, por unos u otros medios lo acarician y prosiguen los hombres de Estado que penetran en la misión de su tiempo. Podrá haber, si queréis, exageración, no lo disputo; pero la exageración de ninguna manera contradice el principio. Ofreced otro medio más fácil y adecuado para que la propiedad siga al trabajador y huya del parásito, y habréis acabado para siempre con las exageraciones socialistas que tanto os aterran. Mas, si proscribís a la Internacional por temor a sus afirmaciones concretas, reparad que no es tanto una asociación lo que condenáis, como sus aspiraciones, que lleva en si el espíritu del siglo; y que negándoos a reformar la propiedad por la paz, será trasformada por la guerra.
Pero, aún sobre el respetable testimonio de estos distinguidos representantes de los antiguos partidos conservador y progresista, existe el sentido latente en nuestras mismas leyes, que sin duda no se estima bastante por no haber parado mientes en él, y que ha venido a determinarse especialmente en la ley hipotecaria, donde se han echado los cimientos de una, en mi sentir, radical transformación de la propiedad, y recogiendo tradiciones rotas y como dispersas en la historia de nuestra legislación, se ponen tales límites a la propiedad en favor del arrendamiento, y se enaltece de tal modo la posesión y se consagra el carácter público social de estos derechos, que bien puede decirse que el absoluto y cerrado dominio individual abre el paso a una trascendental evolución mediante la que llegará a lograrse, a mi entender, un acompasado y constante movimiento de la posesión a la propiedad, adquiriendo ésta, mediante la coparticipación del colono con el propietario, del obrero con el capitalista, aquella fluidez que con tan profunda inspiración anhela el Sr. Ríos Rosas.
Pues bien: cuando por esta dirección van todas las obras en el pensamiento como en la práctica de los legisladores y de los pueblos, ¿por qué habéis de clamar a escándalo, por qué os habéis de aterrar con un temor egoísta y pueril ante las tendencias y aspiraciones de la Asociación internacional de trabajadores?
Verdad es que en ella viene esto mezclado y confundido, indigestamente con un tan estrecho espíritu positivista, con un odio tan profundo contra la organización social presente, con una enemiga tan terrible contra todas las clases superiores, que al afirmar el cuarto estado sus ideas y su poder, y proclamar el trabajo contra el parasitismo, la justicia contra el privilegio, principios regeneradores sin duda, parece inspirado por temible ira y pretende ejercer el imperio en su provecho; como si sus legítimas aspiraciones, exigieran la sumisión de las otras clases y esferas sociales, la disolución de toda jerarquía y el exclusivo predominio del bienestar económico sobre los demás fines de la vida. Este tono verdaderamente egoísta y tocado de la pasión de venganza, que lleva la Internacional contra los elementos conservadores, es censurable sin duda y la arrastra a la injusticia que pretende desterrar para siempre; mas notad que no es éste el fondo de su idea, sino el vestido con que se presenta a la vida pública para llevar el traje común, por desgracia, a todas las clases sociales en nuestros días. Si las clases superiores, especialmente la clase media, a quién de derecho y por deber le correspondencia, hubieran dirigido al cuarto estado, ejerciendo con equidad su legitima tutela, y preparándole no solo para, influir en los destinos de la política, sino para lograr pacífica y gradualmente su completa emancipación social, entonces no se hubiera engendrado en el cuarto estado ese odio y enemiga que os espanta.
Lo que importa en esta situación, lo que urge, es que pongamos de relieve ante la sociedad todo este egoísmo, que es señal de injusticia, y que a tal punto nos devora, que si prevalece podrá traer terribles catástrofes. No permitáis que se haga tarde para prevenir a las clases conservadoras; no olvidéis la elocuente elección de la historia, de que no hay más sistema preventivo eficaz, porque no hay otro más racional y justo, que el de preparar las reformas que el curso providencial de los tiempos imponen; y sobre todo, no hagáis imposible con una injusta y desatentada proscripción, que la Internacional persiga su fin por los medios de paz, porque entonces dejareis la triste herencia de las guerras sociales.
Vengo, para no molestar por más tiempo vuestra atención, a considerar finalmente las prescripciones del derecho positivo.
No olvidéis que el término sobre el cual vais a pronunciar vuestro juicio es la doctrina de la Internacional, siquiera esta doctrina se encamina a reformar la organización social y política bajo principios antitéticos al régimen vigente; recordad con esto que, según ha procurado probaros, no se pueden condenar por inmorales las ideas; y tened presente la absoluta e ilimitada libertad de pensamiento consagrada por la Constitución del Estado.
No hay ciertamente quien no reconozca, por propio testimonio de su conciencia, que solo se alcanza la dignidad moral con las obras, y que no comienza el orden ético sino en la esfera de la práctica. Y si esto se dice del foro interno e inviolable de la conciencia, ¿qué será en el orden de la moral que el Estado sanciona? Hay en esta relación delicada de la moral con el derecho, un principio capital y evidente que no puede olvidarse, a saber: que no es la moral misma la que el derecho sanciona, lo cual seria una confusión verdaderamente lamentable y peligrosa para la libertad de la conciencia, que es la gran conquista de la civilización moderna, sino los actos, y solo los actos, -nunca las doctrinas- que se oponen a la condición de la dignidad moral, según la que tienen derecho a vivir los individuos y las sociedades. No hay ciertamente legislador que parta del respeto a la inviolabilidad de la conciencia, que se atreva a condenar las ideas, los pensamientos, antes de que se traduzcan en hechos exteriores.
Ha podido hacer lo contrario la Inquisición; ha podido penetrar en el pensamiento y condenarlo como pecado; mas esto, aparte la injusticia, la inmoralidad y hasta la impiedad que aquella institución envolvía, era porque la Iglesia tenia definido un dogma que el derecho del Estado amparaba, y contra el cual no se podía pensar sin incurrir en lo que entonces era delito de herejía. Pero podéis hacer eso vosotros, congregados aquí bajo principios que consagran la santa y absoluta libertad del pensamiento, y cuando la ley de nuestras comunes relaciones es la libre discusión? Reducida, pues, la sanción jurídica en este punto a los actos contrarios a la condición de la dignidad moral de la sociedad o de los individuos ¿podrá penarse, ni proscribirse (que es nada menos que imponer la pena de muerte) a la Internacional, cuando hasta ahora, y sobre todo en nuestro país, para el cual legislamos, no ha hecho más que una serie de afirmaciones doctrinales? ¿Qué otra cosa hace que preparar el espíritu público y trabajar la opinión en favor de una reforma social y política que por medios pacíficos y legales persigue? Ha hecho otra cosa es cierto; ha formado coligaciones para las huelgas; pero ni aún, estas se penan por el Código, que únicamente comprende en su art. 556 las obligaciones que tengan por fin encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo, o regular sus condiciones; y solo en el caso de que la coligación hubiere comenzado a ejecutarse. Hay, aparte de esto, algo comprendido la calificación de asociaciones ilícitas, citada aquí por los Sres. Alonso Martínez y Bugallal? Uno y otro afirmaban que el límite puesto por el precepto constitucional al derecho de asociación estaba sancionado por el Código en el artículo que define las sociedades ilícitas. Permitidme, señores diputados, sobre este punto algunas sumarias consideraciones.
El texto del art. 17 de la Constitución del Estado no había evidentemente de las asociaciones, que ha reservado al art. 19. Y, en mi sentir, eso lo ha hecho con una profunda razón, porque en aquel determina el derecho del ciudadano en cuanto debe ser amparado por los poderes públicos, y en este ha precisado la acción del poder con respecto a la existencia de la asociación misma. No es esta una distinción sutil; que ya os he probado la radical distinción que existe entre el derecho y el poder. Y además, como la asociación no existe sino en razón del fin para que se constituye, claro es que no a la asociación, sino al individuo; ni a la colectividad, sino al miembro que delinque, es a quien se refiere la acción de los poderes públicos, salvo el caso de que la asociación comprometa la seguridad del Estado, exceptuado taxativamente por el art. 19 de la Constitución.
Pero al llegar aquí; y puesto que en el Código penal se apoyan los que pretenden condenar como sociedad ilícita a la Internacional de trabajadores, debo hacer una observación decisiva, sobre todo para legisladores, que no deben consentir jamás que la esfera de sus atribuciones se mengüe por el Poder ejecutivo, ni se olvide o menosprecio por el Poder judicial. No logrando, a pesar de las interpretaciones violentas del art. 17 de la Constitución, probar que la Internacional esta fuera de la ley fundamental del Estado, se apela a la afirmación de que esta condenada por el código. Pues bien: en la hora presente no tiene el código fuerza legal, no es una ley de derecho en cuantos artículos se refieren a los preceptos constitucionales; y ni el Poder Ejecutivo puede imponer su cumplimiento sin una arbitrariedad y usurpación de soberanía, verdaderamente notorias, ni el Poder Judicial aplicarlo sin una palmaria injusticia y una flagrante violación del organismo constitucional.
Y es necesario que esto se diga y se proclame aquí, para evitar los abusos de los poderes públicos. Sabéis señores diputados, que el código penal se planteó por virtud de una autorización condicional de las Cortes Constituyentes, que determinaron no había de regir sino hasta la legislatura inmediata, en que necesariamente había de discutirse, declarándose y reconociéndose además por los representantes de la nación que solo en aquella interinidad de tiempo marcado podía regir; tanto más, cuanto que algunos de sus artículos parecían contrarios a los derechos por la Constitución reconocidos.
¿Y sabéis, si aquí realmente hubiera existido un Poder judicial independiente, cual habría sido su conducta? ¿Sabéis que habría hecho de esta determinación del Poder Ejecutivo, de esta tolerancia del Poder legislativo? Pues habría dejado de aplicar el Código en todos los artículos que se oponen a los preceptos constitucionales, y habría probado al Poder Ejecutivo, y al Legislativo mismo, que en un Estado bien regido no se quebranta la jerarquía de las leyes. Mas, si esto por desgracia no han sabido, o no han querido hacerlo los tribunales de justicia, es imposible, es indigno que vosotros, legisladores, reconozcáis la legitimidad del Código penal contra los preceptos de la Constitución y con mengua del Poder Legislativo. Y seria de desear por honra de la magistratura española, que alguna vez se viera que se respetaba más la ley fundamental del Estado que las leyes orgánicas, y las leyes más que los decretos. Aquí tenemos ciertamente el mal, y es una desgracia terrible, de que las últimas disposiciones legales que menos virtud y fuerza tienen, sean las que los poderes del Estado quieren hacer más respetables y santas. Aquí se ha visto con frecuencia que un decreto que ha conculcado una ley ha sido aplicado por el Poder Judicial; y se ha exigido con frecuencia por el Poder Ejecutivo que esas disposiciones se apliquen, olvidándose de que sobre ellas están las leyes, y sobre las leyes los principios y preceptos de la Constitución. Mientras esto suceda, ni existirá el orden legal, ni tendremos una magistratura respetable y respetada.
Y, esto sentado, ¿a qué ocultarlo? No he de ser yo quien reconociendo la verdad la oculte ni la disfrace. ¿A qué ocultar que hay contradicción entre el código penal y la Constitución? Hay desde luego una contradicción terminante; puesto que hay derechos consagrados en la Constitución sin límite alguno, tal como la libertad de emitir el pensamiento, de palabra o por escrito, que se halla penado en el código. Y yo os pregunto a vosotros, legisladores, a quienes no es lícito olvidar la jerarquía que existe en el organismo de las leyes, ¿cuál de estos preceptos legales antitéticos debe prevalecer, cuál debe sucumbir? ¿Había de anular el código, que carece de toda virtud legal, que rige indebidamente, los preceptos fundamentales de la Constitución del Estado? Representantes de la soberanía de la nación, ¿no debierais volver por la integridad del Poder Legislativo que solo en vosotros radica, exigiendo la pronta, la inmediata discusión del código y pidiendo la responsabilidad contra los jueces que, por ignorancia o por malicia, haya olvidado la inviolable jerarquía de las leyes? No es, no debe ser para vosotros esta, señores diputados, una consideración insignificante; afecta nada menos que al organismo de los poderes del Estado, y se trata de salvar la supremacía de la Constitución que tan paladinamente se desconoce; y que en la práctica parecen dispuestos a negarla, no solo el Gobierno, sino el Poder Judicial, lo que es harto más grave y lamentable.
Pero, aún suponiendo que por tan torpe corriente dejéis marchar y aún arrastréis a los poderes del Estado, y que aplaudáis la disertación ingeniosa contra los derechos individuales y en menosprecio de la santidad de la Constitución, que el Sr. Bugallal pronunció aquí ¿qué supondría la existencia de esos innumerables artículos del Código, en los cuales halla S. S. penada la Internacional, sino que los tribunales hasta ahora han tenido distinto criterio que S.S.?¿O es que se pretende influir en ellos desde aquí, y, coadyuvando a los extravíos del Gobierno, darles prejuzgada la cuestión?
Lo que en verdad resulta es un reato contra la magistratura que, según vosotros, no ha aplicado las leyes; y para ser consecuentes debíais exigir la responsabilidad de los jueces que o no han sabido o no han querido, según vosotros, aplicar los artículos del código; pero de ningún modo podéis invocar esas razones, que antes bien son contraproducentes, para probar que la Internacional está fuera de la Constitución y dentro del código penal.
Y después de todo, si por inmoral hubiera de condenarse esta asociación, ¿qué habían de juzgar los tribunales sino sus actos, pues que a las doctrinas, por erróneas que sean, y aun prescindiendo del absoluto, del ilimitado derecho con que el art. 17 de la Constitución las ampara, es imposible aplicar rectamente ninguno de los artículos del código? Pero, si se la quiere condenar por otra cosa que por los actos, es de todo punto atentatorio a los preceptos constitucionales, es contrario al espíritu mismo según el cual debe determinarse el derecho penal, que debe subordinarse a la Constitución.
Y si la moral hubiera de entenderse como un límite al derecho de asociación, según el ministro de la Gobernación ha afirmado bajo la inspiración del señor Alonso Martínez, es necesario entonces reconocer que no es ciertamente el juez de derecho quien puede venir a declarar lo conforme o lo contrario a la moralidad pública, no; porque el juez de derecho solo puede aplicar taxativamente los preceptos legales que le ofrece el Código; no tienen para el caso más criterio que la ley escrita, la cual no ha definido la moral pública. Ese juez es incompetente en la esfera de la moral; quien únicamente puede entender, quien únicamente puede decidir sobre lo moral y lo inmoral, es la sociedad misma, y según la razón natural, ya que no puede invocarse legalmente la autoridad de la Iglesia.
Es una desgracia del tiempo, porque estamos harto lejos de una verdadera organización social, que una vez quebrantada la influencia y la autoridad de la Iglesia Católica, haya quedado esta sociedad verdaderamente huérfana de una institución moral.
Debieron los poderes legislativo y ejecutivo tratar de dotar a esta sociedad de una institución moral que hoy no tiene, y por la cual combaten y discuten unos con otros acerca de lo moral y de lo inmoral, sin que pueda llegarse a saber con toda precisión que parte o que relaciones de la moral deben ampararse por el derecho del Estado; que es lo que a la vida de la sociedad y del Estado importa, quedando a la conciencia individual el resto. Pero, ya que esta iniciativa para constituir socialmente una institución moral no haya partido ni seguramente partirá por ahora de los poderes públicos, ¿qué es lo que tenéis como resorte, como medio en la actual organización social, para suplir la falta de aquella institución, de que también carecen los pueblos todos de Europa? Tenéis, o por mejor decir, tiene la Constitución del Estado escrita una institución a la cual hay que apelar con frecuencia siempre que se trata de pronunciar un veredicto de conciencia: tenéis el jurado, la única institución que puede hasta ahora decidir propiamente sobre la sanción moral pública: el juez de derecho le está absolutamente vedado por su ministerio. Y vosotros los que negáis la institución del jurado, los que cuando habéis tenido el poder o habéis influido en él habéis hecho todo lo posible porque se retrase su creación; vosotros los que no queréis sino el juez de derecho para que maneje como una férula de ley, ante la cual deponga su conciencia de hombre, porque así os conviene para perseguir con mayor dureza el espíritu innovador de los tiempos y las tendencias reformadoras de las últimas clases sociales, ¿cómo queréis pedir a ese juez, que no debe hacer otra cosa que aplicar taxativamente los preceptos estrictos de la ley, la decisión de lo moral y lo inmoral? Pues que, señores diputados, si tal se hiciera y hubiera jueces celosos como aquellos con quienes frecuentemente la Inquisición se honraba, ¿creéis que alguna vez no penetrarían y sorprenderían en lo más íntimo de la política, algo profundamente inmoral, y sin duda más en las altas que en las bajas esferas, y condenarían lo más delicados resortes que la generalidad de los hombres de Estado manejan? Si vierais próximo este peligro ya tratarías de alejarlo; que por algo habéis querido que juzguen las Cortes, y no los tribunales de justicia, a lo ministros.
Y es que hay una radical incompetencia que impide a los jueces de derecho decidir sobre la moral pública. Cuando hayáis creado el jurado podréis tener quien, en nombre y representación de la sociedad, decida, según conciencia, que es lo que se opone a la moral pública, y debe recaer, por consecuencia, bajo la sanción del código.
Pero no es esto lo que últimamente se pretende; no se quiere ya que se aplique el código penal, porque no lo han aplicado los tribunales y harían mal en aplicarlo por un voto improcedente del Poder Legislativo, o por una orden del Poder Ejecutivo que aquel autorizara; lo que se quiere ahora es que se declare que la Internacional compromete la seguridad del Estado, y que en consecuencia se la proscriba por medio de una ley. Es este punto cae enteramente bajo la competencia del Poder Legislativo, como que se refiere a la existencia del Estado, y un precepto constitucional autoriza el procedimiento; en este punto, repito, pueden con pleno derecho decidir las Cortes. Pero, ¿es que no hay en el código penal una larga serie, y en esto no ha andado escaso el legislador, una larga serie de delitos contra la seguridad del Estado? ¿Hay alguno de ellos, cuando se ha llevado hasta la exageración la determinación y el castigo de estos delitos, hay alguno que la Internacional haya siquiera intentado? ¿Es que intenta o maquina algo que, no comprendido en los artículos del código compromete la seguridad del Estado? Legisladores serios y graves, que no obráis caprichosamente, ni por el impulso de la pasión, ni para satisfacer intereses momentáneos, ni para hacer de tan altas causas resortes de la ambición política que pueden calificarse de mezquinos, ¿no reconocéis que es ante todo preciso mostrar cuáles son los actos, y aun si queréis, los propósitos con que la Internacional atente a la existencia del Estado? ¿Ignoráis, por ventura, que el precepto constitucional no os permite, o por mejor decir, os prohíbe que apeléis al extremo recurso de disolver por una ley una asociación que combata la organización social vigente? ¿Es que queréis confundir la sociedad con el Estado, desconociendo que el Estado se reduce al organismo de los poderes públicos?
Mientras no haya un acto, porque las doctrinas no pueden tener ese alcance peligroso, encaminadas a ganar la opinión por los medios pacíficos, y amparadas, que no prohibidas, por la ley, mientras no haya un acto atentatorio a la seguridad del Estado, que no a los intereses sociales, es de todo punto anticonstitucional e inicuo perseguir a la Internacional. Y como lo injusto ni logra el respeto ni al cabo prevalece, la Internacional, no solo seguirá viviendo a espaldas de la ley, barrenándola, sino que llegará a destruirla; y cuando la haya barrenado y la haya destruido por los mismos medios con los cuales vosotros habéis barrenado y destruido otras leyes, otras dinastías y otras Constituciones, entonces no solamente habréis de sufrir lo que en la Internacional hay de justo, de legitimo y de noble, que todo hombre de recta conciencia debe desde luego patrocinar, sino que os impondrá por la fuerza, y con los excesos a que toda guerra, y mas la social arrastra, sus más exagerados propósitos, destruyendo acaso, aunque por breve tiempo (que al fin, y caminando por tales asperezas se abrirá paso la justicia) aun los legítimos principios que con torpe pasión comprometéis.
Y si no aprended en el ejemplo que acaba de ofreceros la dinastía de Isabel II. Cayó porque de una manera tenaz y torpe se oponía que rigiera los destinos del país el partido progresista; porque opuso obstáculos, que se llamaron tradicionales, al régimen liberal, sirviendo por su desgracia a las ambiciones de moderados y unionistas. Aquella pobre señora pagó con su destronamiento y expía en el destierro su torpeza; y las clases conservadoras, no solo han tenido
que sufrir el imperio del partido progresista, sino, lo que es para ellos más duro y casi intolerable, los principios democráticos.
Y es, señores, que no son dos opuestos criterios el de la justicia y el de la conveniencia. Con frecuencia los partidos doctrinarios no han consultado hasta aquí, no consultan quizá ahora mismo lo que en realidad conviene a sus intereses, a sus aspiraciones, atentos solo a la egoísta utilidad del momento. Con esta triste enseñanza de las clases superiores, ya todos suelen preguntarse: ¿qué me conviene? ¿Tengo poder para arrostrar la lucha? ¿Tengo medios para alcanzar el triunfo? Esto es lo que se dicen todos los que conspiran; esto es lo que os habéis dicho vosotros cuando quisisteis poner por obra la destrucción de la dinastía de doña Isabel II. No parece sino que el juicio intimo de la realidad, de la justicia y del derecho, ha huido de la tierra y que solo lo guarda el que tiene la dirección del mundo. No preguntan los partidos y las clases sociales si sus propósitos son justos; preguntan solo si les convienen. Y como la conveniencia egoísta no es toda, ni la recta y definitiva conveniencia, sino que es la conveniencia de mí contra ti, la conveniencia de un partido contra otro, de un pueblo contra otro, en un momento de la vida, que no en toda la serie del tiempo, lleva por eso a términos injustos; pero la conveniencia en toda su plenitud, lo útil en toda su razón y eternidad es solo aquello que es real y soberanamente justo.
Pues bien, señores diputados, lo conveniente como lo justo es no proscribir a la sociedad Internacional de trabajadores, sino ofrecerle el amparo de la ley. Lo conveniente, sobre todo para las clases conservadoras, es dirigir ese movimiento, quitarle aquellos extravíos y aspereza que en la enemiga de las clases se engendran y que en la discusión pacífica se templa hasta lograr acaso la concordia.
De esta manera las clases conservadoras, con su influjo, con su ilustración superior y con todos los elementos de que disponen, podrán defender su derecho, y salvar a la sociedad de una tremenda lucha, que la represión precipita y agrava.
Y esto que aquí es un ruego, un consejo acaso estéril, es, señores diputados, una realidad en otras partes. Esto se hace, esto se pone en práctica en aquellos pueblos en los cuales las clases conservadoras tienen el espíritu de la justicia y la conciencia de su misión y el recto conocimiento de sus intereses. Hoy mismo en Inglaterra, por una sociedad de Lores se reconoce la necesidad de entenderse con los obreros para mejorar su triste posición.
Para conocer lo que hay de justo en sus pretensiones, se les consulta, ofreciéndoles llevar los acuerdos comunes a la decisión del Parlamento. A este propósito me permitiréis que os lea los que un comité de Lores de la Gran Bretaña, puesto en relación con otro de obreros, ha ofrecido presentar al Parlamento y trabajar activamente hasta convertirlos en ley; y ya es sabido que en Inglaterra una reforma que se inicia es reforma que se consuma. Pues bien, oíd estas conclusiones:
1º Una nueva ley que permita a los obreros hallar mejores habitaciones en el ámbito de las ciudades.
2º Establecimiento de una especie de municipio en los condados, con más autoridad y con derecho de comprar territorio y revenderlo en beneficio de las masas.
3º La duración de horas de trabajo, que no excederá de ocho al día.
4º Establecimiento de escuelas industriales, costeadas por el Estado, en el centro de los barrios de los obreros.
5º Instalación de mercados populares, donde el obrero pueda comprar víveres al precio que saldrían si los tomase al por mayor.
6º Creación de establecimientos de recreo e instrucción para los obreros.
7º Adquisición de todos los ferrocarriles por el Estado.
Así se es conservador, trabajando, no por mantener las instituciones caducas y el régimen ya condenado por una superior conciencia del derecho, sino por afirmar los progresos cumplidos, y prevenir con prudencia el curso de los acontecimientos, para evitar las exageraciones, (yo no trato de negarlas) con que suelen anunciarse las reformas, principalmente en el seno de las clases a quienes no se ha aleccionado hasta ahora más que con el desprecio y la miseria. Anticipándose a hacer esta reforma, es como pueden todavía las clases conservadoras retener por el tiempo que es necesario para su bien, y para el bien general de la sociedad, la dirección de los pueblos. Vosotros tenéis sin duda, no solo el derecho, sino algo más alto y sagrado que el derecho, vosotros tenéis el deber de ejercer esa tutela sobre las clases, hasta hoy desheredadas, de la sociedad. Pero, ¿vais a ejercer la tutela opresora y tiránicamente solo en beneficio vuestro, y no para regenerar y emancipar al cuarto estado, a quien, sin embargo, habéis comenzado por otorgar el poder político con el sufragio universal...? ¡Ay de vosotros si tal hacéis; que la justicia os impondrá terrible expiación!
Las clases inferiores de la sociedad son verdaderos pupilos; y si los que tiene n el deber de ejercer la tutela, en vez de ejercerla justamente, la ejercen de una manera cruel y despiadada, expiarán su falta con una pena terrible: con la degradación y la anulación social y pública.
Voy a concluir, señores diputados, sintiendo haber molestado vuestra atención por tanto tiempo.
Hay para mi en todo el movimiento social contemporáneo, del cual no es más que una manifestación la Internacional de trabajadores, la tendencia a consagrar un nuevo principio de vida, poniéndole por encima, no ya de las instituciones y de los poderes del Estado, sino de los mismos principios religiosos y morales impuestos por la fe dogmática. Este principio es, como ya os dije ayer, el de la razón inmanente en la naturaleza humana.
El principio tradicional ha sucumbido; y si tenéis sentido y conciencia del progreso, debéis abrir paso a este nuevo elemento, a esta nueva dirección de la vida para que se realice plenamente.
Confiad en la justicia de este principio, puesto que no debéis creer que sea tan débil vuestra fe, tan escasa vuestra convicción, y tan triste la devoción de vuestro corazón a los principios conservadores, que temáis que porque el hombre vuelva los ojos hacia sí y quiera dignificar la excelsitud de su naturaleza, van a perderse el orden moral y el jurídico y a acabar el imperio de Dios en el mundo. ¡Triste muestra daríais de la sinceridad y firmeza de vuestra fe! No temáis eso; tened la seguridad de que el hombre que atiende a sí mismo rectamente, que consulta con pureza la voz de la razón, llega a conocer los principios y la ley de la vida, y a dirigir su voluntad con amorosa devoción al cumplimiento de su providencial destino.
Si aceptáis ese nuevo principio de la sociedad contemporánea, como elemento que viene a sustituir al principio tradicional antiguo, llegará la hora que los individuos y los pueblos eleven de concierto un verdadero y divino sursum corda, realizándose su misión en el mundo bajo el dictado de la razón y las prescripciones de la justicia.- He concluido.
RECTIFICACIÓN
AL MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN Y AL SEÑOR TOPETE.
El señor ministro de la Gobernación se ha limitado a hacer algunas protestas, tratando de poner un límite al sentido o al alcance que pudieran tener algunas de mis afirmaciones; y después el Sr. Topete, creyendo que en mis palabras podía haber una ofensa, si no desde mi punto de vista, desde el común sentir de los monárquicos, a la memoria, para mí respetable, del general Prim, ha venido a denegar una afirmación mía. Al contestar a uno y otro señor procuraré ceñirme los más estrechos límites de una rectificación.
Mucho le ha dolido, sin duda, al señor ministro de la Gobernación el que yo pronunciara una frase, no asertórica, sino interrogativa, y que una parte de la Cámara interrumpió antes de que la terminara. ¿Puede suponerse, decía, tan ignorante al señor ministro de la Gobernación, de la organización de los poderes del Estado...? No hubo de mi parte, al proferir esta expresión, falta alguna de respeto personal al individuo del Gobierno, ni menos a la persona del señor Candau. Porque yo no podía explicarme, que cuando se pasaba de los límites por la Constitución determinados al Poder ejecutivo, pudiera un ministro, con pleno y cabal conocimiento de causa, pasar este límite, infringiendo la relación entre los poderes del Estado, cosa para mí tanto mas grave, cuanto que la esencia del llamado régimen constitucional consiste en un equilibrio mecánico y de frágiles resortes; no en un equilibrio real y vivo de todos los poderes, como aquel que la república federal mantiene.
Como que la garantía del derecho en las monarquías constitucionales resulta de compensaciones delicadas y débiles para precaver del abuso de un poder, señaladamente del ejecutivo, que propende siempre a dominar, por eso estimaba yo grave, gravísima la falta, y por lo mismo más quería atribuirla a inocencia que a malicia, con lo cual no salía mal librado el señor ministro de la Gobernación.
Vea, pues, S. S. y vea la Cámara como yo no pretendido de ninguna manera con el calificativo de ignorancia convertirle en alumno y mucho menos de tan humilde maestro. Creo que basta, respecto a esta protesta, sobre la cual ayer, sin excitación de ningún género, dije lo bastante para que pudiera el Sr. Candau haberse excusado de hacerla.
Se refiere la segunda protesta a una insinuación, sin duda mal expresada por mí o mal interpretada por el ministro de la Gobernación. Yo no decía que debiera a una torpe maquinación su existencia el actual ministerio, sino a la complacencia del elemento ultraconservador de esta Cámara y de la minoría tradicionalista, la cual no podrá ciertamente negar el señor Candau, cuando hablan los votos y los hechos por la actitud de estas fracciones; cosa reconocida y declarada además por el presidente del Congreso al ocupar ese sitial.
Pero no era ésta, en verdad, la intención del cargo que yo dirigía al Gobierno, y especialmente al ministro de la Gobernación: mi cargo se fundaba en que habiéndose decidido una crisis, en mi opinión de capital trascendencia, por los votos de la minoría carlista, se pretendiera ahora negar el valor legal de esos votos y de esta minoría, diciendo que ni unos ni otros debían intervenir para nada en la decisión de la política del país.
Sobre este punto recordareis, señores diputados, que exigí al ministro de la Gobernación una declaración expresa y terminante, declaración que hoy estaba en el deber de hacer al levantarse a protestar, y que ciertamente no ha hecho. Es preciso, es urgente, por la dignidad del Parlamento, por la integridad de los derechos del diputado, por la santidad de la soberanía de la nación, que S. S. diga si insiste en afirmar que no han de computarse los votos de los tradicionalistas y de los republicanos al par de los votos de los monárquicos constitucionales , partidarios de la actual dinastía, en la dirección del Gobierno; que no es, que no debe ser Gobierno del rey, que no es Gobierno de un partido, que es, sobre todo esto y antes que todo esto, Gobierno de la nación española.
Esta es la declaración que estaba obligado o hacer el señor ministro antes de quejarse de que hubiera un diputado que volviera por su dignidad, que es en este caso la dignidad del Parlamento.
La tercera protesta del señor ministro es la de que yo he acusado a S. S. con cierta ligereza y con falta de razón, de haberse contradicho en la discusión presente. Con razón decía S. S. que no era yo solo de esta opinión, que lo eran también algunos otros. La razón precisamente en que mi ilustre amigo, el Sr. Figueras, se fundó para retirar el voto de censura, fue el haber sostenido el señor ministro de la Gobernación el segundo día de este debate lo contrario de lo que había dicho el primero, porque desde entonces creyó que no había lugar la presentación del voto de censura. No se si luego en el Extracto oficial de estas sesiones, que por el quebranto de mi salud no he podido leer, y en el Diario, aparecerá otra cosa; pero, sobre todo, resulta de hechos palpables esta contradicción. ¿No recordáis todos que el ministro de la Gobernación hizo la declaración expresa de que la Internacional estaba fuera de la Constitución y dentro del Código, y afirmó que debía ya haber sido perseguida y condenada? ¿No recordáis igualmente que después, al indicar el Sr. Escosura que, en su sentir, no había más sino dejar libre y expedita la iniciativa de los tribunales o traer una ley a las Cortes, fue cuando el Sr. Candau se levantó a decir: pues haremos la ley?» Este cambio de punto de vista al estimar la cuestión presente, ¿es o no una contradicción?
Cuando se viene a decir, de un lado que la Internacional esta fuera de la Constitución, y de otro que para proscribirla se necesita una ley, ¿hay o no una manera contraria de ver, que en la dirección de la política, en que debe guardarse consecuencia, puede llamarse con toda, justicia una contradicción? Y, en consecuencia, ¿fue afirmación ligera, recta y fundada, la de que antes de cambiar de opinión de este modo inusitado en el curso de un mismo debate y en cuestión de tanta magnitud, era obligado abandonar ese sitio para poder sostener lo contrario desde estos bancos? No había, pues, en esto ofensa alguna personal; había simplemente el juicio de la conducta de un ministro y de un Gobierno, que puedo y aun debo formular.
Por lo demás, en cuanto a la censura que con este motivo yo dirigía al Gobierno de reaccionario, ¿no lo están diciendo los hechos? Pues que, ¿no hay aquí realmente una tendencia a buscar la conjuntiva con el Sr. Alonso Martínez, que, como ayer decía, viene trabajando con afán y esfuerzo por limitar el sentido y torcer el espíritu del titulo I de la Constitución? Si el Gobierno quiere hacer política radical, ¿por qué no lo interpreta con el criterio radical? Pero si es un ministerio que se llama radical, y se inspira en las ideas y en las doctrinas del Sr. Alonso Martínez, deje ese puesto al Sr. Alonso Martínez a los suyos: esto es lo que manda la conciencia política, esto es lo que prescribe el deber; los nombres son propios de las cosas que representan, de ninguna manera se dan nombres para fingir lo que no se da en la realidad de las cosas.
Voy a la última protesta, en la que tengo a la par que dirigirme al ministro de la Gobernación y al señor Topete. Recordareis, señores, que al tratar de demostraros que el partido republicano no es meramente un partido político que tenga por único objetivo el poder, siquiera sea con el noble propósito, que no niego ni a este ministerio ni a ninguno mientras no tenga pruebas evidentes, de realizar el bien del país, decía que de esto era prueba incontestable el que habiéndose ofrecido participación en el poder a algunos republicanos antes de establecer la dinastía, aunque después de votada la monarquía, lo rehusaron con noble consecuencia. Esto han creído los Sres. Topete y Candau que podía ser una ofensa a la memoria del general Prim. Quizás no fuera exacta mi aseveración de que el mismo general Prim fuera quien ofreciese la participación en el poder a los republicanos, y defiero en este detalle al testimonio de los informados directamente: soy hombre que por mi género de vida no vivo mucho en las relaciones de la política, que conozco solo por las manifestaciones de la prensa. Aplicando un regular discernimiento a las contradicciones y afirmaciones de los unos y a las excusas de los otros, llegué a conocer que había en el fondo algo, y que el algo que había no era depresivo ni para el general Prim, ni ofensivo para los republicanos.
No labia deslealtad ni en el general Prim ni en el señor Ruiz Zorrilla, ni en nadie; antes bien puede con razón afirmarse que había un nobilísimo sentimiento, una aspiración patriótica que hubiera podido librar de grandes crisis y conflictos al país. Es que se decía a mis amigos: “Os llamamos, no como republicanos, sino como diputados, porque convenimos en un punto capital de la Constitución, en el título I; dejemos a un lado la cuestión de la monarquía, puesto que no tenemos por ahora candidato, y vamos a consolidar nuestra obra común, que esta sobre la monarquía (y bueno es que se diga), que es afirmar los derechos consagrados por la Constitución”.
En este sentido decía yo que se les había llamado y ofrecido participación en el poder, no para que los republicanos dejaran de serlo y se hicieran monárquicos, -que hubiera sido una ofensa para hombres de consecuencia como mis amigos- ni porque hicieran una evolución hacia la república el Sr. Ruiz Zorrilla y el general Prim, sino porque sobre la monarquía y la república esta la afirmación, la consagración de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, bajo cuyo amparo deben vivir todos los españoles.
Este es el sentido de la declaración que yo hice. ¿Quién puede decir que hay ofensa para la memoria del general Prim? Lo que esto significa, sea en el general Prim, sea en el Sr. Ruiz Zorrilla, es un alto sentido que, sobreponiéndose al movimiento de mezquinas pasiones y a la enemiga de los partidos políticos, divididos por el art. 33, respondía a la patriótica aspiración de consolidar el derecho común.
SESIÓN DEL DÍA 3 DE NOVIEMBRE
RECTIFICACIÓN
A LOS SRES. MORENO NIETO, RÍOS ROSAS Y CANOVAS.
Señores Diputados:
No creía ciertamente que fuese esta tarde, cuando la Cámara está todavía bajo la impresión de la
palabra elocuentísima que se acaba de oír (la del señor Cánovas), cuando tuviera yo que rectificar los conceptos que con error se me han atribuido, y contestar, tanto a las alusiones que se me han hecho, cuanto a las impugnaciones de que ha sido objeto el discurso que he tenido la honra de pronunciar en este debate.
Y no lo esperaba, porque creía que inmediatamente después de la peroración del Sr. Cánovas, cuando ha hecho declaraciones de tanta trascendencia, cuando se ha venido a demostrar que el actual ministerio merece el apoyo de la fracción ultra-conservadora de la Cámara, que ha batido con ardimiento, y al parecer con éxito dentro de la situación, la política radical, hasta el punto de someter a su tendencia los principios democráticos de la Constitución del Estado, se levantaría el Sr. ministro de la Gobernación a protestar del sentido político que representaba y a mantener hoy, como anunciaba el primer día, el criterio radical. No parece sino que S. S. ha querido dejar que sea el espíritu que sobrenade al término de esta discusión el espíritu y el sentido que representa el Sr. Cánovas del Castillo ¿Qué significa esto, señores ministros? ¿Es que tan pobre y sobre todo tan débil es el espíritu con que profesáis las ideas liberales, que cuando se presenta un orador de aquel lado de la Cámara y viene a revelar sus aspiraciones, sus exigencias, sus imposiciones mismas, os creéis obligados ante sus declaraciones de dinastismo a abrirle paso al poder para que vengan a regir en buena o en mala hora los destinos del país...?
Ved, señores, con cuánta razón os decía yo que este plano inclinado que ofrecía el actual ministerio a la política conservadora había de provocar inmediatamente una declaración benévola a la situación y a la dinastía de parte de algunos que hasta ahora se inclinaban la restauración, y que con ella se dispondrían, fingiendo inminentes peligros sociales, a arrollar aquí la bandera de la libertad y traer lo que, mal que le pese al Sr. Cánovas, llamaré una y mil veces el espíritu y el sentido reaccionario.
Yo dejo al señor ministro de la Gobernación, yo dejo al ministerio todo la satisfacción y la honra de su consecuencia por la ardiente defensa y las seguridades de triunfo que le acaba de proporcionar esta tarde el Sr. Cánovas.
Viniendo, señores diputados, a contestar a las impugnaciones capitales que se me han dirigido en el curso del debate, y siguiendo el orden mismo en que se han presentado, habré de replicar en primer término al Sr. Moreno Nieto; después habré de ocuparme en algunas de las observaciones que me dirigía el Sr. Ríos y Rosas con un espíritu y un sentido profundos, con el espíritu y el sentido que yo desearía ver en el partido conservador de España, porque sería señal de que se decidía a consolidar las libertades por la revolución conquistadas; y habré de contestar, por último, a las conclusiones del Sr. Cánovas del Castillo. Mas, si el señor presidente creyera que no debía molestar al Congreso por tanto tiempo como para esta difícil tarea necesito, apenas me anuncie que debo ceñirme a los límites de una rectificación, me atemperaré gustoso al derecho que la presidencia me reconozca.
Ante todo, y sin que sea visto que a ello me muevan las complacencias inmerecidas que conmigo han tenido los señores Moreno Nieto, Rios y Rosas y Cánovas, permitidme os diga que, por más que haya procurado, antes de venir aquí, formar sentido y criterio político, en propia convicción, me embarazan por extremo al discutir con repúblicos tan distinguidos, el respeto que de largos años guardo al Sr. Moreno Nieto por la elevación de su inteligencia, por la nobleza de sus sentimientos y por el poder de su fantasía, que le mueve siempre hacia las grandes ideas; la admiración que impone la ilustre historia parlamentaria del Sr. Ríos y Rosas, a quien siempre será debido el tributo que merecen un pensamiento profundo, una consecuencia inflexible, y sobre todo, el espíritu de diamante que ha grabado en todos los actos de su vida; y el temor casi invencible que inspira la habilidad parlamentaria y el tacto político del señor Cánovas, que tan diestramente posee los más difíciles resolver y las mas delicadas relación de estas contiendas y del catecismo que explica sus misterios, impenetrables para el catecúmeno, y por siempre inasequibles para quien como yo jamás pretenderá llegar a ser catequista en esta comunión. Mas, a pesar de mi inferioridad notoria y de mi extrema inexperiencia, no retrocederé ante el deber de oponerme a la nueva invasión del doctrinarismo y denunciar al país las suaves cuanto temibles tendencias que en la evolución de los conservadores se anuncian, y que amenazan la existencia de los nuevos principios liberales en que la organización de la sociedad y el Estado se fundan.
Recordareis, señores diputados, y es declaración que me importa, porque con ella contesto, más que a acusaciones francas, a insinuaciones encubiertas que pudieran herir la completa sinceridad con que pretendo emitir siempre mi pensamiento; recordareis, señores diputados, que en varios pasajes de mi discurso repetía con insistencia, por temor de que la velocidad de la palabra impidiera comprender mi espíritu, que no venia a hablaros en nombre de los principios que yo particularmente profeso; que no era esta mi misión aquí; que venía, primero, a ser pura y exclusivamente un crítico severo e imparcial de los principios, de las tendencias, de las aspiraciones de la Internacional según yo los entiendo; después, un discutidor desapasionado y lógico de los principios, de los preceptos de la Constitución y de los artículos del código que aquí se habían invocado para condenar y proscribir aquella asociación. Si, pues, me he limitado a exponeros el hecho y discutir el principio de derecho según el cual aquel ha de juzgarse, ¿con que razón puede decirse que yo he patrocinado ciertas tendencias olvidándome de los principios que profeso, hasta el punto de echarme en los brazos de la doctrina de la inmanencia, que amenaza al presente con fuerza irresistible todos los principios fundamentales y supremos en el orden de la realidad y de la vida?
Yo no vengo a discutir tesis doctrinales. Aunque nuevo en el Parlamento y extraño a este género de discusiones, no deja de alcanzárseme que no se viene aquí debatir principios científicos, ni plantear las cuestiones como deben dilucidarse en las aulas. Es verdad que os he hablado de la inmanencia y de la trascendencia no pretendo negar que haya empleado términos y frases más académicas que parlamentarias, las cuales habrán venido a mis labios por la propensión que presta el oficio. Pero decidme, señores diputados, ¿hay alguna afirmación, hay alguna profesión de escuela en cuanto yo he tenido el honor de exponer a vuestra consideración? ¿Qué me importa, por lo demás, que cuando yo he procurado inspirarme en el sentido y en el criterio coman de los partidos en esta Cámara, en nuestro pueblo y aun fuera de España, haya quien diga que el hombre que viene con tales novedades, no solo desconoce lo que la alta honra (por mí inmerecida, pero jamás pretendida y con dificultad aceptada) de la representación del país impone, sino que debe estar relegado, no ya donde viven las utopías, sino donde se precaven los delirios que corrompen y pervierten la sociedad?
No es, repito, señores diputados, una discusión de principios escolásticos lo que proponía yo a vuestra consideración. Yo sabia bien que había aquí inteligencias levantadas, pensamientos poderosos, espíritus que sorprenden las más latentes corrientes de la civilización moderna, que no habían de pensar que lo que la Internacional representa, siquiera pretenda reducírsela a una cuestión rastrera y mezquina, dejara de ser una manifestación de esta profunda y trascendental lucha que actualmente riñen dos principios: el principio trascendental que ha vivido hasta ahora por la fe, y el principio inmanente, que se quiere buscar en la conciencia del hombre para regir las sociedades que ya no se inspiran en dogmas revelados. Pues que, ¿he sido yo siquiera el primero que haya planteado en estos términos la cuestión que se debate? ¿No había ya indicado el Sr. Nocedal, y aun tornándolo de orígenes bien remotos, que eran, después de todo, las teorías de la Internacional una consecuencia de la lucha entre el filosofismo contemporáneo de un lado, y el espíritu tradicionalista representado por la Iglesia católica, de otro? No es, pues, una cuestión abstrusa, metafísica, la que yo aquí propuse en términos y principios que debe cada hombre hallar en su conciencia y observar en la sociedad contemporánea. Y a quien entienda que son cuestiones estas impropias del Parlamento, permitidme, señores diputados, que le diga que ignora la elevada misión de los legisladores y de los Gobiernos, y que no ha penetrado en el espíritu de los tiempos.
Pues bien, el Sr. Moreno Nieto, aunque no tuve la satisfacción de oírle en esta parte de su discurso, parece que, combatiendo el sentido que penetraba al través de mis palabras, decía que por defender a la Internacional desertaba de los principios fundamentales que he profesado constantemente. No, Sr. Moreno Nieto; no deserto de mi bandera, ni abandono mis principios; ahora menos que nunca. En cuanto pueda, por escasa que sea la importancia de mi palabra, por pobres que sean mis fuerzas físicas y morales, yo me atravesaré en medio de la corriente para que no vivan los individuos y los pueblos solo bajo el principio de la inmanencia.
Pero no es esto ciertamente lo que aquí se trata; no es esto lo que aquí me tocaba hacer. En la cátedra, desde el retiro de mi gabinete y en el seno de las asociaciones científicas y populares, trabajaré hasta donde mi poder alcance y la conciencia me ilumine, por sustituir la fe dogmática que han abandonado los pueblos; y más que los pueblos los individuos, porque como ya lo habéis oído de los labios autorizados del Sr. Cánovas, los Gobiernos quieren conservarla como resorte de su dominación. Contra esta corriente, yo interpondré mi pequeño esfuerzo diciendo a los espíritus sursum corda: elevaos desde la afirmación de la propia conciencia al principio fundamental de la realidad y de la vida, y consultad la razón que había con voz elocuentísima, con voz eterna y divina, a cuantos libres de preocupación la solicitan. Este es, Sr. Moreno Nieto, mi puesto de siempre.
Mas aquí, y en esta controversia, desposeyéndome por completo de toda afección escolástica, de toda presunción doctrinal, he venido a deciros: ¿no sorprendéis en nuestro estado social esa dirección del pensamiento moderno, que afirma como único principio de la vida lo inmanente en la conciencia del individuo y de las sociedades? Seréis tan miopes, que no reconozcáis que los derechos individuales, hoy consagrados, son una determinación de este principio de la inmanencia? ¿No veis que la doctrina de la moral in dependiente, como las afirmaciones y tendencias de la Internacional, son otras tantas consecuencias de este principio que ha venido a la vida relegando el imperio de lo trascendental creído o impuesto por la Iglesia? ¿Cómo había yo de creer, que muchos de los señores diputados que tienen la obligación (y el poder intelectual les sobra) de conocer esta tendencia para ser medianos legisladores, como había de creer, repito, que desconocieran la trascendencia de este debate que ha herido en el fondo de la cuestión social y hasta removido en una cuestión constituyente?
Después de esta observación, me dirigía el señor Moreno Nieto otra que tenía ya cierto carácter práctico y que estaba, al parecer, más dentro de la esfera y de las condiciones de un Cuerpo legislador. Hablaba el Sr. Moreno Nieto de la propiedad; con ocasión de la propiedad declaraba su sentido en la trascendental cuestión entre el individualismo y el socialismo, con una elevación de pensamiento que yo soy el primero en reconocer; pero, permítame S. S. que se lo diga, con una vacilación tal, que no he acertado a comprender la solución a que se inclina. No es este el momento de discutir la teoría de la propiedad, y por lo mismo me importa dejar consignado que, olvidándose sin duda el Sr. Moreno Nieto de lo que más de una vez hemos departido sobre este punto, y con más espacio y serenidad que en este sitio, ha tornado por una conclusión mía la fórmula de la Internacional, que .yo examinaba, no como partidario de ella, mas para justificar la aspiración que envuelve y despojarla del temor que inspira a los que creen ligado el porvenir de la civilización a la perpetuidad inmutable de la propiedad individual.
No es ciertamente que yo sostuviera la propiedad colectiva; no, ni nunca; ya lo he declarado más de una vez. Lo que yo decía era lo siguiente: «Reparad que la cuestión de la propiedad viene hoy puesta por la Internacional, o mejor, por toda la civilización moderna, entre dos polos, en medio de los cuales es indispensable que acertemos a señalar el ecuador fijo y constante que regule su movimiento, y que preste al orden social, en cuanto a la propiedad se refiere, la ley que determine su adquisición y conservación por el trabajo, y su aplicación equitativa a todos los fines racionales de la vida humana. » Y añadía: «posible negar que aun cuando la propiedad radica en un derecho fundamental de la personalidad humana, solo se legitima en razón del fin a que sirve de medio y condición? » Pues que, ¿es posible que la propiedad pueda considerarse justa y legítima allí donde el hombre queda en el ocio, o yace en la corrupción? para confirmar mi sentido, y para que pudierais reconocer el derecho con que la Internacional viene, no diré a pedir el colectivismo, mas sí a poner en cuestión la organización actual de la propiedad y a reclamar la constante posibilidad de su reforma, os decía: «Mirad los ejemplos de la historia; desde que hay memoria de las sociedades hasta el día, donde quiera que ha aparecido alguna clase, algún pueblo, alguna raza que ha traído un principio fintes desconocido, pero que representaba un progreso, allí ha ido a gravitar la propiedad con una fuerza irresistible, como el medio providencialmente deparado para cumplir aquel fin.» Y, por último , afirmaba que, cuando se han negado las reformas pacíficas, se han cumplido al cabo por la guerra, ofreciéndonos la historia Ja animadora enseñanza de que en cada etapa de este camino van siendo los medios menos violentos, y la extensión, el circulo de la propiedad más amplio.
Si en nuestros días es la lucha de las ideas más profunda, si la cuestión económica, como todas, se ha de resolver antes en el pensamiento que en la práctica, y si en el espíritu sintético que se anuncia en la civilización contemporánea se aspira a consolidar cada progreso cumplido, y no a la destrucción total de lo existente, no es de extrañar que al lado de las aspiraciones del individualismo se anuncien las utopías socialistas, entre cuyos extremos van marcando las leyes el camino para lograr el concierto entre el elemento individual y el elemento social de la propiedad. Limitando el absolutismo irracional de la propiedad, ampliando la esfera de la posesión, es como llegará un día en que la propiedad busque las leyes de su distribución en el trabajo y la virtud, y que allí donde la actividad del hombre no exista, y por decirlo así, no se divinice con un fin racional, allí la propiedad desaparezca, abandonando a los holgazanes y a los parásitos para ir a buscar al que rinda culto a la ley divina del trabajo. Este es, ni más ni menos, mi sentir, Pero ¿me he permitido yo, por ventura, traer aquí una fórmula, determinar una afirmación, señalar un principio para que vayamos siguiendo este progreso que vosotros habéis sido los primeros en iniciar, y que el cuarto estado y sus representantes no harán más que continuar con espíritu menos egoísta y con sentimientos más altos y más propios del fin providencial a que la propiedad sirve? No; yo no he enunciado principio alguno. Si esta legislatura pudiera durar, y si nos diera tregua esta luna intestina de los partidos monárquicos, que no se si para satisfacer personales ambiciones, o para algo más alto, para la constitución de los dos partidos constitucionales, habéis provocado, probablemente veríais salir de estos bancos algún proyecto de ley en que se os anunciara como entendemos que debe irse preparando y abordando la cuestión social, no para realizar ese socialismo que el Sr. Moreno Nieto llamaba grosero, y a que tanto tercia el señor ministro de la Gobernación, sino para afirmar principios de justicia y para proponeros los medios pacíficos y legales de que esa lucha tremenda, que se va a decidir, según el Sr. Cánovas afirma, por la victoria de la fuerza, sin otro criterio, sin otra norma que la terrible ley gentil, anticristiana, impía, del éxito, se fuera resolviendo por el derecho, única fuerza legítima, y por fortuna de todos, la que hasta ahora invocan, aunque yerren en su concepto, las clases trabajadoras.
Lo demás que con esta ocasión y sobre el individualismo y el socialismo ha discutido el Sr. Moreno Nieto, me llevaría demasiado lejos de la cuestión presente. Básteme repetir, para que no se me atribuya más que lo que pienso y digo sin reservas que jamás acostumbro a guardar, que entiendo y sostengo que la propiedad es individual y social juntamente como la naturaleza racional del hombre; y así como estos dos elementos se unen por virtud de una cópula divina en cada individuo, así pretendo yo, así espero yo que llegue un día en que la propiedad se constituya, siendo individual, en lo que de individual tiene el hombre, y siendo social, en lo que de social el hombre tiene. Cómo esto sea, señores diputados, por que procedimiento se lleve a cabo, ¿creéis que puedo decirlo yo, que apenas si tengo alguna claridad en los principios, y que siervo del trabajo en otras esferas, no he entrado hasta ahora en la categoría de los hombres prácticos? ¿Creéis tampoco que puede decirlo el criterio del partido republicano? ¿Creéis que puede decirlo vuestro criterio? No; la cuestión social, como hoy se plantea, exige los esfuerzos de todos los hombres de buen sentido, de rectas aspiraciones, de nobles pensamientos, que no tengan el mezquino egoísmo de clase y que quieran que la propiedad se universalice y fluidifique como el señor Ríos Rosas decía. Todos somos llamados juntamente a discutir, despojándonos de la pasión política, cuál es el criterio y el principio de justicia que debemos aplicar a la reorganización de la sociedad presente.
Por desgracia, señores diputados, aquí se piensa y se dice que esa cuestión debe resolverse, o, más bien, negarse por el hierro y el fuego; y eso se ha dicho por los que se llaman representantes de las clases conservadoras, perjudicándolas gravemente, por que valen algo más, y a más son llamadas que a servir sus egoístas intereses con el poder político. Las clases conservadoras no pueden menos de abrigar una tendencia social: llevarán a ella taló cual criterio; pero negar que la cuestión social existe, pretender anularla por la fuerza, querer proscribir a los que la promueven, como si con la proscripción de los hombres se proscribieran las ideas, eso no es solo un torpe egoísmo, sino que es también una profunda ceguedad.
Llegaba a afirmar después el Sr. Moreno Nieto que los que defendemos el derecho de la Internacional a vivir bajo el amparo de las leyes nos proponíamos destruir los fundamentos de la sociedad, constituida sobre la santa unidad de la familia, sobre la propiedad y sobre la religión. Aun prescindiendo de que el sostener la legalidad de una asociación no implica la aceptación de sus principios y aspiraciones, no es cierto, señores diputados, cine niegue la Internacional aquellos fundamentos sociales. Lo que sostiene es: que la idea de Dios, como la de todo lo absoluto, es incomprensible para el hombre, en lo cual conviene con los que afirman que solo puede alcanzarse por la fe; que la moral y el derecho pueden y deben afirmarse independientemente de todo dogma religioso, y que la familia como la propiedad exigen capitales reformas.
Y so pena de que declaréis ya irreformables las instituciones en que principalmente se determina el progreso de la humanidad, no podréis menos de reconocer que no bastan el hecho presente, ni la mera tradición para afirmar la definitiva justicia de su actual organización. Pues que, ¿bastaría, para legitimar la propiedad el hecho material de tenerla y poseerla, siquiera tenga la consagración del tiempo? Si el hecho solo bastara, y fuéramos a investigar los orígenes y aun los títulos de la propiedad actual, nos encontraríamos las más veces con que procede de la conquista, y no pocas de la usurpación sellada con la sangre.
Si del hecho consumado ha nacido el derecho, ha sido a título de un principio superior que ha legitimado, no el origen, sino el uso y el destino ulterior de la propiedad. Pues ese principio es el que hoy buscan las clases trabajadoras. Podrán errar en el camino, mas su aspiración es santa y legítima.
Pero ¿es exacto que la Internacional pretenda disolver la familia? Sérialo, sin duda, si el principio que invocara fuera, como aquí se ha repetido, el amor libre, grosero y sensual. No parece sino que se inventan acusaciones por el placer de condenarla. Sobre que no ha hecho declaración alguna en este punto, importa insistir, volviendo por los fueros de la verdad, en que la teoría que algunos internacionalistas individualmente profesan es, como el día pasado os dije, la de que el matrimonio debe fundarse en el principio que inmediatamente ofrece la conciencia, a falta de una más alta consagración religiosa, en el principio del amor. Cuando este principio falta, entienden que está realmente disuelto el matrimonio. Para vosotros los espiritualistas, para vosotros los que invocáis siempre el sentido moral, como si la moralidad estuviera relegada de estos bancos, ¿es preferible que siga una grosera y torpe unión carnal, cuando el puro amor humano se ha borrado del espíritu y del corazón?
No es que yo me declare por la disolubilidad del matrimonio, ni menos que niegue la sanción religiosa a esta unión, providencialmente destinada al complemento de la persona humana; no es el momento de discutir estas cuestiones; mas lo único que importa es decidir si la Internacional tiene derecho a debatirlas y resolverlas, proponiendo las reformas que estime convenientes a remediar los males que perturban e impurifican al presente la vida de las familias. Y es bien extraño que los representantes de las clases conservadoras griten contra el escándalo de las doctrinas, y apenas se preocupen de la perversión de las costumbres. ¡Quién sabe si el espanto que aquellas producen no es más que el horror a su propia sombra! Lo cierto es que la reforma de la familia se invoca en nombre de la regeneración de la mujer y de la afirmación de la personalidad del hijo, en gran parte desconocida todavía, y de la educación a que todos los miembros de la sociedad tienen incuestionable derecho. Podrán las soluciones ser erróneas; pero; ¿quién se atreverá a decir que los propósitos son inmorales?
Al tratar el Sr. Moreno Nieto de los derechos individuales, concretaba su pensamiento en una fórmula cuyo sentido contradictorio no he logrado descifrar. Decía. S. S.: “Puede el Estado, pueden los poderes públicos perseguir, imponer la pena de muerte, que no otra cosa es disolver las asociaciones; puede igualmente limitar el Estado todos los derechos individuales, pero no debe hacerlo”.
Esta antinomia entre el poder del Estado y el deber del Estado solo puede resolverse por la arbitrariedad. Permítame S. S. que le diga, que en la esfera de las atribuciones del Estado no hay nada potestativo, todo es debido. Por singular excepción, y tratándose de los derechos de la personalidad humana, nunca de los derechos de la soberanía, comprendo que haya algo de potestativo, puesto que pueden ejercerse o no ejercerse; pero tratándose del Estado, que no es una persona, que no tiene derechos primarios, sino derechos relativos a las funciones que ejerce, seria autorizarle a que faltara a ellas el declararlas potestativas. De aquí, que cuanto se afirma del poder del Estado, se afirma necesariamente como deber. ¿Dónde iríamos a parar si prevaleciera el criterio del Sr. Moreno Nieto? Si esto pudiera aceptarse, sería completamente inútil la organización de los poderes públicos, porque al fin todas las cuestiones se decidirían por la arbitrariedad en cuanto vinieran a caer en la esfera del poder del Estado.
No es esto, ciertamente, lo que puede y lo que debe exigirse del Estado en relación con los derechos del individuo y de la sociedad. Lo que puede y debe exigirse del Estado es que fije y consagre los derechos, así en lo que se refiere a las personas, como en lo que concierne a las sociedades. La cuestión, aquí, está en hallar el criterio, según el cual se haya de entender el derecho en la persona del ciudadano y el derecho en las instituciones sociales. Sobre esto, fuera por que no alcanzara mi penetración, fuera por la vacilación de pensamiento en que el Sr. Moreno Nieto se movía, la verdad es, que no pude hallar un criterio fijo para determinar las relaciones entre los derechos individuales y la acción de los poderes públicos. Todo cuanto afirmó el Sr. Moreno Nieto se redujo a decir, que podían y no debían limitarse aquellos derechos. Y haciendo aplicación a la cuestión presente, añadía S. S.: no debe condenarse a la Internacional a completo y perpetuo silencio, porque la represión y la violencia no bastan para impedir estas manifestaciones de la vida; no importa que se hable y discuta en cierta medida sobre el pavoroso problema social.
Pero ¿cuál es la esfera del derecho, que nunca debe ser vaga e indefinida, si no hay más criterio que el poder y no el deber del Estado? Hablarían de todo aquello que agradase al poder y guardarían completo silencio sobre todo aquello que le desagradara. Con este sistema, apoteosis del régimen doctrinario que tan bien entiende y practica el Sr. Cánovas del Castillo, ¿cuál seria la suerte de la libertad del pensamiento? Juzgad por ella dónde quedarían los derechos individuales.
Discutiendo por último, el Sr. Moreno Nieto si la Internacional es, o no, contraria a la moral pública, hacia algunas afirmaciones verdaderamente contrarias a la letra y al espíritu de la Constitución vigente. Es digno de notarse que cuantos se han levantado a defender la política del Gobierno sostienen que el criterio para decidir sobre la moral pública consiste en las tradiciones, en los hábitos, en las costumbres, en las creencias y hasta en las preocupaciones sociales, viniendo así a parar en que la moral pública no es, no puede ser otra que la moral católica.
Después de esto, no resta sino aceptar aquella conclusión que el Sr. Moreno Nieto exponía con una elocuencia que me recordaba a Donoso Cortés: “un solo medio hay para salvar a la sociedad de la invasión de los nuevos principios revolucionarios: restaurar la autoridad de la Iglesia y consolidar su espíritu en el poder del Estado”.
Insistiendo en la misma tendencia, el Sr. Ríos Rosas se revolvía airado contra el ministerio radical, como si quisiera después de caldo sepultar su política, y exclamaba: “¡es que aquí de tal manera se ha roto todo freno; es que aquí de tal suerte se han destruido los sentimientos morales; es que aquí han desaparecido las tradiciones y quebrantándose a tal punto el espíritu religioso, sin el cual no es posible la moral, que ha habido un Gobierno tan desatentado que se ha atrevido a cometer el último despojo en los bienes de la Iglesia!” Este es el sentido, este es el espíritu conservador y éste es el que tienen que venir a aceptar todos aquellos que pretendan poner a la Internacional fuera de la ley. Solo donde hay un dogma definido, y solo donde los tribunales declaran delito cuanto sea contrario al dogma, puede ser condenada por inmoral la profesión de determinadas doctrinas.
Ahora bien: vosotros los autores de la Constitución del 69; vosotros los que la habéis aceptado, y sobre todo, vosotros los que tenéis el deber de aplicarla, ignoráis que hay al menos un derecho en la Constitución del Estado verdaderamente absoluto en todo el rigor de la palabra, un derecho plenamente ilimitado, que es el de la libertad del pensamiento? Pues que, ¿no sabéis que ningún poder, mientras la Constitución exista, puede, so pena de incurrir en la responsabilidad de un golpe de Estado, limitar aquel derecho en ningún ciudadano, ni en ninguna asociación? ¿No dice expresamente el párrafo primero del art. 17, que no podrá ser privado ningún español de la libertad del pensamiento, sea cualquiera su forma, sea cualquiera la determinación en que se produzca, bien sea por la palabra a por escrito, bien por medio de la prensa o por cualquier otro medio mecánico? Pues si aquí se trata solo, y no habéis logrado demostrar lo contrario de ideas, de pensamientos, ¿podéis creer que se limite ese derecho sin infringir el precepto Constitucional?
Permitidme, señores diputados, que al llegar a este punto os recuerde que se ha olvidado por cuantos me han precedido en el uso de la palabra una razón, en mi sentir de capital trascendencia, que sin mengua vuestra no podéis olvidar, y que estáis al menos obligados a discutir, si no queréis que yo, y los que como yo piensan, creamos que dejáis violar los fueros del Parlamento. Yo os decía: no invoquéis aquí la autoridad del Código penal, vosotros, legisladores, ya que no tengamos una magistratura bastante independiente y digna para hacer respetar, contra los abusos del Poder ejecutivo, la inviolable jerarquía de las leyes.
Pues que, ¿no sabéis que el Código penal se ha planteado por una autorización, y por una autorización condicional? Pues que, ¿ignoráis que esa condición tuvo su límite preciso en el tiempo? Pues que, ¿habéis olvidado que se levantaron muchos diputados de las Constituyentes a decir que era preciso que solo dentro de un limite rigiera el Código penal, porque en él se contenían limitaciones de los preceptos de la Constitución? Pues si esto es así; si sabéis que no ha podido regir el Código sino dentro de aquella condición, ¿cómo podéis invocarlo ahora en lo que se opone a la Constitución del Estado? ¿Cómo, sobre todo, puede invocarle un Gobierno que debe velar por la integridad de las leyes y por los fueros de la magistratura?
Y, aunque así no fuera, al encontrar un articulo en el Código que pena la emisión del pensamiento, ¿podéis vosotros, sobre todo los que habéis ejercido la magistratura, olvidando que son antes los preceptos constitucionales que las leyes, que son antes las leyes que los decretos, aunque en esta tierra de España haya pasado lo contrario; podéis, repito, exigir que este artículo del Código se aplique y cumpla contraviniendo al precepto expreso de la Constitución? Sepamos todos dónde y cómo estamos, señores diputados; y aclárese de una vez para siempre que no es solo del derecho de asociación, y del limite a este derecho prefijado, de lo que se trata, sino de todos los derechos consagrados en el tituló I de la Constitución; porque en último término, a donde a dirigido sus golpes certeros y formidables el Sr. Ríos Rosas, aunque tributando más respeto al sentido y a la letra de la Constitución que el Sr. Cánovas, ha sido a la libertad del pensamiento, a la emancipación de la conciencia.
Conste, pues, que si condenáis a la Internacional, no es por sus actos, sino por su doctrina; y por consecuencia, que lo que está sobre todo en cuestión es la libertad del pensamiento.
Yo tiemblo por mi mismo al pensarlo, señores diputados, porque temo si llegara a faltarme en la cátedra el amparo legal, no ya para combatir las creencias religiosas, que siempre he tratado, aun las más contrarias a mis ideas, con el más profundo respeto, sino para decir, en nombre de la razón, cuya sola autoridad me es lícito invocar, que es falso que la moral proceda de tal o cual religión positiva; que la sanción enseñada por la fe dogmática es contraria a la ley moral, porque solo el bien es el último destino del hombre. No se si prosiguiendo por este camino llegará a repetirse el inicuo despojo que, invocando los mismos principios; se consumó por el Gobierno de Isabel II en un ilustre profesor, a quien nunca pagará el país un tributo suficiente de respeto y gratitud por su heroica y santa consagración a la enseñanza de la verdad. Mas, si no habéis de negar al catedrático, sostenido por el Estado, el derecho de profesar libremente sus doctrinas, ¿vais a cometer la iniquidad de negárselo a la sociedad Internacional de trabajadores? ¿O es que tanto pesa sobre vosotros ese espíritu estrecho, egoísta, ese espíritu volteriano, que entendáis que los hombres de ciencia, que las clases cuitas puedan sin riesgo para la sociedad, sin peligro para las instituciones públicas, pasar sin religión, sin los principios morales que la religión enseña, mientras las clases inferiores han de vivir bajo la férula de la fe, como el Sr. Cánovas decía? ¿Creéis todavía que la religión se ha hecho para dominar a los tontos y en beneficio de los que ejercen el imperio...?
Tengo ahora que debatir, por más que reconozca la inferioridad de mis fuerzas, con el Sr. Ríos Rosas, que tuvo a bien impugnar algunas de mis doctrinas.
Su señoría, con una profundidad de pensamiento, con una claridad y con una penetración que yo no acabé de admirar durante su peroración, vino a mostraros, señores diputados, que los derechos impropiamente llamados individuales, eran con efecto en su principio y en su raíz derechos absolutos, y que no vacilaba en declararlos anteriores, exteriores y superiores a la ley, confirmando las palabras que recordaba mi amigo el Sr. Rodríguez.
Pero, al paso que el Sr. Ríos Rosas, sin hacer aquellas distinciones del Sr. Moreno Nieto, venía a
afirmar esa absolutividad de los derechos individuales, poniendo una cabal y cumplida corrección a las declaraciones del Sr. Alonso Martínez, añadía que estos derechos, que con razón pueden llamarse de derecho divino, escritos y grabados por la mano de Dios en la conciencia del hombre, se limitan en la práctica, no ya por el derecho que el Estado tenga (en lo cual revela un más recto y profundo sentido del Estado que el que se ha invocado aquí antes de ahora para imponer límites arbitrarios al derecho individual), sino en nombre de la misma personalidad humana, en nombre de cada sujeto y de la relación de unos con otros en la sociedad.
Tal era, en mi sentir, el criterio con que el señor Ríos y Rosas procedía; y aun cuando bien me holgara yo de que en él se inspirara el partido conservador, hallo, sin embargo, en esta al parecer pequeña diferencia que separaba a S. S. de la doctrina sustentada por el Sr. Rodríguez, por el Sr. Pi y Margall y por mí, aquella secreta raíz de donde proceden las tendencias de su partido, por más que pretendiera en este punto identificar las opiniones del Sr. Becerra con aquél sentido que inspiró al Sr. Sagasta la gráfica expresión de derechos inaguantables.
¡Ah, señores! Es que el Sr. Ríos y Rosas buscaba hábilmente un límite en nombre de la personalidad humana misma para ingerir en la regulación de estos derechos el poder del Estado. No acuso en esto de siniestra intención a S. S. le reconozco el deseo de procurar el puro bien del orden social; pero como esas limitaciones exigen un órgano que las imponga, y este órgano es el Estado, aunque no lo haga por el derecho peculiar a su poder, llegaba S. S. por tan hábil y diestra manera a la misma conclusión práctica de los Sres. Cánovas del Castillo y Alonso Martínez.
Con efecto, entre la opinión de S. SS. no hay más diferencia sino la de que mientras los unos limitan los derechos individuales por una facultad arbitraria de los poderes públicos, el otro los limita en nombre de un cierto derecho que, como delegado y por representación tácita, pero solemne, de la sociedad, ejerce el Estado.
Una diferencia fundamental existe entre la opinión de S. SS. y la que en este lado de la Cámara sustentamos. Sin entrar ahora a determinar cuáles sean los derechos primarios de la personalidad humana, entendemos que no toca al Estado sino ampararlos, de ninguna manera limitarlos, porque no tienen en justicia límite alguno exterior, y afirmamos además que nos da en gran parte la razón la Constitución vigente.
La libertad del pensamiento no tiene en ella límite alguno; el derecho de profesar las creencias que la conciencia dicte, no lo tiene tampoco. Solo los actos atentatorios de otra creencia religiosa lo tienen; pero aquí no es ya el derecho mismo lo que se limita, sino que, por lo contrario, es el principio que sirve para deslindar una esfera de otra, según lo están ya, como decía perfectamente el Sr. Pi y Margall, por razón de la misma personalidad humana.
Después de esto, para no molestar mucho vuestra atención, que debe estar ya harto fatigada, procuraré reducir mi pensamiento, y me haré solo cargo, por lo que al Sr. Ríos y Rosas se refiere, de la declaración que hizo con motivo de la alusión que yo tuve la honra de dirigir a S. S.
No invocaba yo ciertamente la autoridad del señor Ríos y Rosas, como si creyera que patrocinaba las aspiraciones de la Internacional en punto a la propiedad colectiva. Empleando casi las mismas palabras que S. S. nos leyó en el día de ayer, decía que en una ocasión solemne, nada menos que en la discusión de la forma de gobierno, y presintiendo cuanto en aquella cuestión se entrañaba, había afirmado que era preciso trabajar porque se hiciera más fluida la propiedad, para que circulando fácilmente por todas las clases sociales, se universalizara cono la moneda.
De esta manera es como el Sr. Ríos y Rosas venía a consagrar esta afirmación mía: que la universalización de la propiedad no es solo una tendencia del cuarto estado, sino una exigencia que impone a toda la sociedad el progreso de los tiempos. Y pues un representante, y lo debe ser entre los primeros, del partido conservador, ha sostenido que debe reformarse la propiedad, para lo cual es innegable que es necesario discutir sus fundamentos, claro es que no puede tenerse por ilícito, por más erróneo que se repute, que haya quien patrocine la idea de que debe ser en parte colectiva; y digo solo en parte, porque no se ha negado el carácter individual al fruto inmediato del trabajo. Esto basta para justificar la razón con que invocaba la autoridad del Sr. Ríos Rosas, y afirmaba que los verdaderos conservadores que no se oponen al progreso de los pueblos, ni se confunden con los reaccionarios que pretenden restaurar lo pasado, con mengua de la paz y del derecho, patrocinan también aunque con su especial criterio, la saludable tendencia, de las reformas sociales.
Concluyó el Sr. Ríos Rosas mostrando cierta extrañeza de que yo me permitiera amparar las aspiraciones de una asociación que abriga cierto fondo de impiedad, olvidándome de mis principios y opiniones religiosas. Para mí, señores diputados, como al principio os indicaba, cuando se ha perdido la creencia en la religión impuesta por la fe, no queda absolutamente más que seguir uno de estos dos caminos: a venir a la negación del principio absoluto, para reconocerse a si propio y afirmar solo lo que en el testimonio de la conciencia se muestra; o sostener que aquella creencia, aunque no sinceramente profesada, es necesaria al régimen de las sociedades.
Sobre este sentido, que los doctrinarios sostienen, y el otro a que la Internacional se inclina, hacia yo esta declaración al terminar mi discurso: no condenemos esta aspiración, que en el cuarto estado se anuncia, de buscar el principio de la moral y del derecho en el fondo de la conciencia, que es siempre santa y sagrada, aunque el sujeto presuma de impío; pero enseñémosle, eduquémosle, guiémosle, para que, mediante una dirección racional llegue a reconocer que hay un principio y fundamento supremo, no solo de estas relaciones legales, que parecen convencionales e hijas del pacto, como el Sr. Cánovas poco ha decía, sino de toda realidad y de la conciencia misma, a la cual se ofrecen por la razón como una revelación permanente y verdaderamente infalible. Así terminaba yo, no cogiendo la bandera de la Internacional, sino diciéndole: tienes derecho a vivir bajo el amparo de la ley, mientras emplees medios pacíficos para lograr tus aspiraciones; pero no caigas en la preocupación de negar las más altas relaciones de la conciencia, por solo el hecho de hallar infundada la antigua fe, ni menos te encierres en el estrecho y pernicioso egoísmo de clase, que haría imposible la justicia entre los hombres; y así podrás exigir de las clases dominantes, no solo que respeten la libertad de tu pensamiento, que negarla sería violar la santidad de la conciencia, sino que te ayuden a redimirte de la servidumbre, de la miseria y de la ignorancia, alcanzando la convicción racional en el principio supremo de la justicia, bajo el cual debemos vivir en amorosa paz los hombres y los pueblos.
Tal era el sentido, señores diputados, con que yo sostenía el derecho de la Internacional.
Y llego ahora al Sr. Cánovas del Castillo, sintiendo no poder ya disponer del tiempo necesario para contestarle ampliamente.
Cosas ha dicho S. S. dirigiéndose a mí, primero sin nombrarme, más tarde expresamente, de tanta importancia, de trascendencia tan grande, que aun cuando al parecer dirigidas a estos bancos, iban en realidad enderezadas al Gobierno del país. Y tanto es así, que cuidándose apenas S. S. de discutir con nosotros sobre los principios constitucionales que determinan la organización del Estado, y preocupándose en cambio de parar los golpes que se dirigían al ministerio, afirmaba que no es tal hoy la división de los poderes públicos, que no le sea lícito al ejecutivo intervenir directamente en la gestión del Poder judicial.
Yo de mi se decir, señores diputados, que si todavía después de la revolución de Setiembre ese criterio prevaleciera, el Poder judicial, sobre todo, no debiera llevar el nombre que en la Constitución tiene, y que en sus artículos se consagra, sino que debiera ser y llamarse, como ex abundantia cordis lo ha llamado el Sr. Cánovas del Castillo, administración de justicia. Entonces si que, con ser administración, estaría ciertamente bajo la dependencia e inspección del Poder ejecutivo.
¿Sabe el Sr. Cánovas del Castillo por que decía yo que debía declarar el Congreso que había oído con desagrado las palabras pronunciadas por el ministro de la Gobernación, como atentatorias a la organización de los poderes públicos? Porque según la Constitución de 1869 no es lícito ni permitido al Poder ejecutivo intervenir directa ni indirectamente en el judicial. Todavía puede, porque no están completas las leyes orgánicas, porque no está constituida la magistratura y no puede estarlo porque, según aquí se ha dicho, aun no lo merece este cuerpo; todavía puede intervenir, mediante el nombramiento y la separación, si bien dentro de las limitaciones que en la Constitución se determinan. Pero ¿dándoles el criterio que ha de presidir a su fallo? ¿Permitiéndose en pleno Parlamento el representante del Poder ejecutivo decir que hay un delito penado en el Código aunque no lo hayan juzgado así los tribunales? Esto; repito, es una infracción de la organización de los poderes públicos que forman el régimen vigente, y de todas las garantías que mediante él a la sociedad se conceden. Lo único que podía hacer el Gobierno, ya se lo ha dicho el Sr. Cánovas del Castillo dándole una soberana lección, era dirigirse al ministerio fiscal, que aun depende del Poder ejecutivo, para que interpusiera su acción ante los tribunales de justicia, a los cuales con plena, con absoluta independencia, les toca decidir si la Internacional está o no fuera de la legalidad. Entender de otra manera la organización de los poderes del Estado; subordinarlos a la acción del Poder ejecutivo, ese es, sépalo el Sr. Cánovas del Castillo, el sentido y el criterio verdaderamente doctrinario.
Quejábase S. S. de que tal denominación le diera. Mas las palabras vienen consagradas por el uso y hay que respetarlas según las ha autorizado y las ha trasmitido; y S. S., académico de la lengua, sabrá sin duda que el uso da, como decía Horacio, la norma de la dicción. No es, no se llama doctrinario al que profesa una doctrina, sino al que la profesa afirmando que los principios se han de atemperar arbitrariamente a la conveniencia, porque, como una cosa es la teoría y otra la práctica, y como en esta juegan elementos extraños, es preciso modificar, cambiar, mutilar, en suma, los principios que la razón concibe. Ese es el doctrinarismo y en este sentido es en el que yo llamaba a S. S., y a los que como S. S. piensan, doctrinarios.
Se extrañaba además el Sr. Cánovas del Castillo de la calificación de reaccionario, y he de decirle que como yo entiendo y pienso que S. S. quiere mantener cierta consecuencia de pensamiento y conducta, importándole poco la entidad del jefe del Estado, según ya otro día tuve ocasión de decir; teniendo con razón por secundario que sea un príncipe de la casa de Borbon o de la casa de Saboya el que represente las ideas que ha realizado en el Gobierno y defendido en el Parlamento; como pienso, repito, que su señoría quiere y desea que con el nombre de la Constitución de 1869 se aplique su antiguo criterio, que la legalidad existente ha hecho ya imposible, so pena de restaurar el antiguo régimen, no se que pueda ni deba llamarse otra cosa que reaccionario en la genuina acepción del vocablo, que es muy otra que la empleada por algún demagogo contra los Sres. Castelar y Pi.
No quiere ninguno de mi;; dignos amigos volver al régimen pasado bajo la pantalla de la Constitución de 1869. Por esto podrán llamarlos inconscientemente, sin razón, reaccionarios. Pero al Sr. Cánovas puede llamárselo con plena razón, so pena de que haga una declaración que importaría mucho para la organización de los actuales partidos históricos: la declaración de que S. S. no piensa como antes pensaba. Si el Sr. Cánovas del Castillo hace esta declaración, entonces deja de ser reaccionario; pero mientras no la haga, reaccionario, repito puede y debe llamarse S. S.
Entre los puntos que el Sr. Cánovas del Castillo con verdadera elocuencia y con sin igual habilidad parlamentaria ha tratado, se halla el que más importa al pensamiento que nosotros defendemos aquí y al sagrado derecho que La Internacional tiene a la vida, por el cual protestaremos aun después que haya recaído vuestro veredicto, es a saber: la interpretación del derecho de asociarse y de la asociación. Pero como si S. S. quisiera dar infinita más intención a su discurso que las palabras mismas y la frase podían significar, para probar que el derecho de asociarse estaba limitado por la Constitución del Estado, se dedicó a probar que lo estaban el derecho de reunión y el de la libertad del pensamiento. Y esto lo hizo con tan sin igual habilidad 5. S., que cuantos hayan estado atentos a su elocuente peroración habrán notado que, dando ya por muerto el derecho de asociarse, para no gastar en balde sus poderosas fuerzas, las aplicaba a combatir otros derechos individuales que aún pueden sobrevivir a la proscripción de la Internacional. Bastan estas indicaciones para reconocer con toda exactitud el objetivo de S. S. Con respecto a la asociación, fue tan sobrio S. S., que en aquél momento se olvidó o creyó que era cosa baladí la doctrina constitucional, que no constituyente, por nosotros sustentada, de la distinción entre varios preceptos de la ley fundamental del Estado. Y no es que para distinguirlos traiga yo aquí abstrusas teorías filosóficas (que procuro guardar la filosofía para mis estudios, bastándome apelar en este sitio a la luz natural de la razón), sino que al leer la Constitución entiendo que cuando ha querido emplear una palabra, no es lícito en manera alguna que pueda ser alterada ni aun por el legislador mismo, a no ser por medio de una reforma con todas las condiciones legales, ni menos recibir una interpretación doctrinaria que hábilmente pervierta su espíritu.
¿Quién le ha dicho al Sr. Cánovas que el art. 17 de la Constitución habla de las asociaciones? ¿Cómo, no hablándose de asociaciones en el art. 17 puede llevar a él el sentido y el criterio que para otro distinto precepto constitucional se ha reservado? ¿Qué le autoriza a S. S. para afirmar que donde se pone el límite de la moral al derecho de asociarse, está afirmado el poder del Estado? Es una afirmación gratuita, y hablando el lenguaje de la verdad, según yo lo entiendo, completamente arbitraria. No soy yo el que lo dice; lo está diciendo la misma Constitución, la cual, no ha querido distinguir el derecho de asociarse y la intervención del Poder en la vida de las asociaciones con una mera separación en párrafos distintos, sino en artículos diversos, de tal manera, que es el art. 19 el que viene a hablar de las asociaciones después de haber declarado el 17 el derecho de asociarse.
Y notadlo bien, Sres. Diputados: es sólo el artículo 19 el que, con ocasión de los límites puestos a las asociaciones, que son, otros que el prefijado al derecho de asociarse, prescribe al Poder el procedimiento legislativo, administrativo y judicial, según los casos, para disolver, suspender o proscribir una asociación.
Es necesario, sobre todo para los que tenéis interés por la conservación de los derechos individuales, creyendo que no son una letra muerta, sino un espíritu vivo que presta fuerza y energía a las instituciones todas del país, que tengáis ojo avizor, espíritu experto y energía de alma bastante para protestar contra estas sutiles insinuaciones, contra estas hábiles interpretaciones doctrinarias que vienen a mermar la única obra que puede legitimar vuestra estancia en esos bancos separados de nosotros.
Y si al llegar a este punto, donde ciertamente veía el Sr. Cánovas un peligro del cual no podía salir, pasaba como sobre ascuas, no podía ya extrañarme que hablara corno ha hablado de las relaciones entre el derecho y el Poder.
¡Como procuró S. S. hurtar el cuerpo, como vulgarmente se dice, de la obligación que impone el sincero y recto espíritu conservador dentro de la Constitución! En vez de declarar terminantemente si considera la accione de los poderes públicos contraria y antitética a los derechos individuales, como el señor Alonso Martínez había sostenido, o si la concibe de la manera que el Sr. Ríos y Rosas indicaba, se limitó a una insinuación suave, que hábil y expertamente sabrá ejercitar S. S. si llega a representar en el Gobierno al partido conservador, es a saber: que allí donde la Constitución señala un límite al derecho, allí se afirma el Poder del Estado.
Esta es precisamente la diferencia capital, esenciadísima, que os separa en la inteligencia y en el sentido de las leyes y de la Constitución a los que ocupáis esos bancos (la derecha), de los que se sientan en este lado de la Cámara.
Cuando es tan capital esta diferencia, no lo dudéis, está puesta en cuestión la Constitución mismas y nosotros tenernos pleno derecho de renovar la cuestión constituyente mientras no se fije definitivamente el espíritu común con que ha de respetarse y aplicarse. No podéis decir que esté cerrado el período constituyente, cuando unos sostienen que para que exista el Poder con fuerza bastante a limitar los derechos individuales es necesario que esté afirmado y declarado expresamente en la Constitución, y otros entienden que donde quiera que hay un límite a aquellos derechos (y para ellos hasta la libre emisión del pensamiento lo tiene), allí está reconocido y consagrado el Poder del Estado.
Sin duda alguna es el Sr. Cánovas fiel discípulo de aquellos ministros de Luis Felipe que prepararon la corrupción y la degradación de la Francia, no por su conducta personal, que era en algunos de ellos tan incorruptible corno en los viejos republicanos, sino por la manera de entender, de interpretar y de practicar el Código fundamental del Estado, y de ejercer las funciones del Gobierno; porque cuando se pierde la fe en los principios , el desquiciamiento general de la vida sobreviene inevitablemente. Luis Felipe, expulsado de la Francia y condenado por la conciencia pública, pudo decir al bajar las gradas del trono: “y sin embargo yo no he infringido ningún artículo de la Carta constitucional”. Era verdad; pero jamás se había cumplido el espíritu y el sentido de la Constitución. Este es precisamente el camino de perdición que los doctrinarios, maestros de S. S., han seguido; el camino de perdición por donde se precipitó la dinastía de Isabel II, y el camino, que si llega a prevalecer, dará pronto al traste con esta frágil monarquía que habéis levantado sobre la soberanía de la Nación.
Voy a concretarme, porque estoy fatigado y molesto demasiado vuestra atención, a dos afirmaciones que no sólo han sido, al parecer, el objetivo del señor Cánovas, en cuanto a este lado de la Cámara se refieren, sino que parecen ser el límite que S. S. deseaba acentuar entre el criterio conservador y el radical: hablo de la manera con que entiende S. S. el Estado, y de la acusación de socialismo que nos ha dirigido a algunos de los que nos sentamos en estos bancos.
Es verdad que yo me había permitido regar al Sr. Cánovas que diera un concepto preciso y terminante del Estado; y esta exigencia era tanto más fundada, cuanto que tratándose de saber quién había de señalar límites a los derechos individuales, y creyéndose por los que están al lado de S. S. que estos limites podía y debía fijarlos el Estado, se necesitaba saber que era esta institución y en nombre de que principio había de limitar el derecho.
La noción que el Sr. Cánovas ha expuesto es tan movediza y elástica, como formada para servir de base a una política doctrinaria. No es un ser, decía su señoría, no es una persona, sino un instrumento que tiene todos los derechos de la personalidad humana; por cuya manera aspiraba el Sr. Cánovas a poner al Estado en superior categoría, por lo que respecta a la esfera de su poder, que los derechos individuales. Procuré tomar nota de las palabras de S. S.; si no fuera éste su sentido, discutiremos después. Pero importa poco que no sean estas las palabras de S. S. si es éste su sentido; que una cosa análoga me aconteció con el Sr. Alonso Martínez. El Sr. Cánovas ha querido afirmar que no es el Estado una institución que tenga derechos por si misma, sino por delegación y representación; pero añadía S. S. que por esta delegación tiene los mismos derechos que la persona humana, y como tal, y en representación del todo social, puede imponer, con su propio criterio, limites a los derechos llamados individuales.
¿Era ésta o no la conclusión ineludible en que venia a parar el pensamiento de S. S.? Y fue tan profundo el abismo en que S. S. cayó, que llegó a decir: que lo declarado por la ley en nombre de esta personalidad representativa del Estado, eso y no más era el criterio de la justicia: afirmación, señores diputados, que yo oí con una sorpresa que rayó en espanto.
¿Dónde estamos, señores diputados? ¿Dónde está la conciencia del hombre que ya no puede decir si una ley es justa o injusta, que ya no puede afirmar ningún principio fundamental de derecho sobre las declaraciones legales? Reparadlo bien, para que conozcáis toda su fatal trascendencia: ese es el sentido verdaderamente horrible que ha dominado durante tanto tiempo, y cuyo órgano fidelísimo ha sido hoy el Sr. Cánovas; ese es el principio de que no hay más ley que la voluntad de las mayorías.
Sucede con frecuencia que sean las minorías las que lleven la voz de la verdad y de la justicia, predicando innovaciones y reformas que marcan el camino del progreso; y cuando a estas minorías se les niega el derecho de invocar la justicia, y hasta se las proscribe fundándose en la razón de Estado como- representante de la sociedad y baluarte de los conservadores; ¿es extraño que unas veces por el martirio, otras por el heroísmo y por la violencia otras, se abran paso esas afirmaciones de los principios de justicia? Cuando ni siquiera concedéis a la conciencia del hombre el derecho para calificar de injusta una declaración del Poder legislativo, ¿qué medio dejáis al impulso reformador que agita providencialmente a los pueblos, sino la revolución material y con ella la demolición cruenta de lo existente?
Ha habido más, señores diputados. Se ha dicho, prosiguiendo en este espíritu ultra-conservador, una cosa tan opuesta a todo sentido moral, que no se como haya podido ocurrir en un pensamiento tan circunspecto y en una prudencia tan acabada como al Sr. Cánovas distinguen. ¿No habéis oído con asombro, señores diputados, que la lucha vendrá, que es imposible evitarla, que es preciso que las clases conservadoras se armen de todas armas, para que la victoria decida su razón? ¿Qué es esto señores, sino esa verdaderamente odiosa teoría del éxito que acaba con todo criterio de justicia y de moralidad? Es la que alegaba como timbre de legitimidad el imperio, es la profesada por Thiers como historiador, y la que, siendo monárquico, le ha llevado a ser presidente de la república. Yo no niego que pueda rendirse culto al éxito; pero quien esto piense no tiene pensamiento propio, y no teniendo pensamiento propio, no tiene idea de la conciencia.
Es decir, que si ahora la Internacional no tiene derecho, si se arma en secreto, si allega recursos, si atrae numerosos adeptos para poder claros la batalla material, y sepultar os en el fondo del abismo, entonces la Internacional es santa y justa. ¡Qué criterio, señores conservadores! (Aplausos.) ¡Y todavía rechazareis el calificativo de impenitentes doctrinarios!
La última afirmación que ha hecho el Sr. Cánovas es que luchaban en este lado de la Cámara y aun entre nosotros mismos el socialismo y el individualismo. ¿En qué puede afectarnos la contradicción con los radicales, cuando ahora se trata sólo del acuerdo que presta la santidad del derecho, que pretende negarse con el apoyo de los conservadores y de los reaccionarios? ¿Es que se van estrechando tanto las distancias entre el Sr. Cánovas y el ministerio que pueda ya echarnos en cara las diferencias que separan a dos partidos políticos?
Por lo demás, ¿qué extraño es que tratándose de la cuestión social tengamos opiniones distintas mi amigo el Sr. Rodríguez y yo? ¡Pues si yo pienso que los verdaderos conservadores son los señores que se sientan en estos bancos! (los de los radicales.) Aquí donde realmente se sacan de quicio las relaciones entre los partidos políticos; donde el partido conservador se hace reaccionario, ¿qué le resta que hacer al partido radical sino hacerse conservador? Pues que, creéis que estarán los radicales dispuestos, por ventura, a preparar algunas reformas, en nuestro sentir fácilmente realizables en la Constitución? Ciertamente que no, porque la siguen casi corno los musulmanes el Corán.
Pero en cambio el Sr. Cánovas y los que como su señoría piensan, ¿no están desde luego dispuestos y decididos, no a pedir, cosa que provocarla un escándalo, y que nos expondría a unas nuevas Constituyentes que pudieran dar al traste con la monarquía por la fuerza de las ideas y el impulso de los tiempos, no a pedir una reforma constitucional, pero sí a envolvernos secreta y suavemente, con todo aparente respeto y devoción a la legalidad, en una política enteramente hostil a los preceptos constitucionales? Y a este propósito he de decires, porque al buen pagador no le duelen prendas, que abrigo la convicción, aquí sostenida por el diputado cuya muerte prematura, como el Sr. Cánovas ha dicho, todos lamentarnos, de que el último baluarte y refugio de los elementos conservadores ha de ser, no ya la monarquía democrática, sino la república unitaria, que por tercera vez eleva la clase media en Francia.
Mas el verdadero espíritu revolucionario, aquél que no quiere sólo las garantías políticas que fácilmente pueden ser mentidas, aquél que no se satisface con el poder del sufragio universal, sino que procura adquirir la capacidad para ejercitarlo inspirándose en un criterio de justicia, ese espíritu es el que nosotros representamos. Y como no el interés, sino el derecho nos guía, no buscamos los medios violentos (eso ya lo hicisteis vosotros los conservadores), sino los legales y pacíficos para reformar la actual organización social. Con este sentido, no con el histórico que la palabra ha recibido, puede, por lo que a mi toca, calificárseme de socialista: patrocino las que tengo por nobles aspiraciones de establecer el libre organismo de la igualdad, que afirme definitivamente la democracia en el concierto de los derechos inviolables de la persona humana, con la solidaridad social, hoy disuelta por el atomismo individualista.
Por esto no rechazo enteramente la tendencia del cuarto estado; y aunque crea su dirección en muchos puntos extraviada, y señaladamente en el egoísmo de clase en que os ha tomado por modelo, no le negaré jamás mi humilde apoyo, y si tanta influencia alcanzara, mi leal consejo.
Por lo demás, que entre nosotros haya quien otra dirección lleve, ¿disminuirá en un ápice nuestra cohesión como partido político, nuestra convicción común de que la república federal es la condición política para resolver el problema social, y nuestra aspiración común también a la emancipación social y económica del cuarto estado? ¿Con qué razón nos podéis acusar por diferencias secundarias cuando individuos hay en esa mayoría tan conservadora que siguen la escuela de Fourier? Cuando esto veis, cuando lleváis el socialismo en vuestro corazón, y el socialismo de peor género, el gubernamental y autoritario que mutila la individualidad; ¿con qué derecho venís a decir que nosotros, porque aspirarnos a realizar reformas sociales, caemos en el panteísmo del Estado?
Ni nos asustan los nombres, ni nos hará retroceder el odio que quiere provocarse contra nosotros en las clases conservadoras; lejos de eso, a ellas nos dirigirnos también para que se preparen, no a la lucha como en su daño les aconseja el Sr. Cánovas; no tampoco a sufrir resignada expoliaciones y venganzas, sino a reconocer el derecho que las clases trabajadoras, llamadas ya a intervenir en la gobernación del Estado, tienen para procurar por medios pacíficos y legales todo género de reformas en la organización económica y social. Aconsejarles que, en vez de erigir la propiedad en un ídolo gentil que exija el sacrificio de víctimas humanas, y a quien todos los poderes del cielo y de la tierra sirvan, aconsejarles que imiten la conducta de la culta y previsora aristocracia inglesa, es el modo de servir a la justicia y de evitar las catástrofes que por la represión violenta se precipitan.
Con este espíritu de concordia aconsejaba yo, de un lado a la Internacional, de otro a los conservadores; y libre de pasión y exento de toda ambición política, me permitía decir a unos y a otros: no os tratéis con cruel enemiga, no os precipitéis en el abismo de la reacción ni en los extravíos de las conspiraciones; mas inspirándoos todos en el sentimiento de la justicia y en el respeto a las leyes, llevad vuestros representantes al Parlamento, y sin hacer de la propiedad una granjería de clase ni mi resorte de dominación odiosa, buscad en el trabajo y la virtud los títulos de adquisición, y en la justicia el principio de su legitimidad.
Pero si, apasionadas y egoístas, las clases conservadoras se niegan a toda reforma pacífica, por más que apelen a la fuerza e invoquen las creencias religiosas para inspirar resignación en la miseria y gozar entre tanto muellemente de las riquezas acumuladas por el trabajo ajeno, vendrá no lo dudéis, la barredera de la revolución, y arrebatará de sus manos el ídolo de la propiedad. Y ¡quién sabe si entonces arrastrará por tiempo el mismo principio religioso que hoy se emplea como instrumento, y que no podrá inspirar ya a las conciencias, después de haberle hecho descender del santuario para sumirlo en el fango de los intereses materiales! He concluido.
NICOLÁS SALMERÓN
[1] Ortografía modernizada.
[2] CARTA DEL EXCMO. SR. D. FERNANDO D. CASTRO FELICITANDO AL SR. SALMERÓN POR SU DISCURSO SOBRE LA INTERNACIONAL.
Sr. D. Nicolás Salmerón y Alonso
Madrid, 3 de noviembre de 1871.
Mi muy querido amigo y compañero: El primer discurso pronunciado por V. en el Parlamento propósito de La Internacional, ha sido, permítame que lo diga, un verdadero acontecimiento, de tal naturaleza y trascendencia, que equivale, si así puede decirse, a una como Revelación. Opino que, después de despertar vivamente todas las inteligencias, está destinado a afirmar en muchos, con nueva fe racional, sus convicciones acerca del valor absoluto de la personalidad humana, anterior y superior a todo derecho constituido, y a determinar a muchos s más a que estudien y abracen la teoría de lo Inmanente, punto de arranque para la afirmación del derecho en lo humano y para la negación de lo sobrenatural en lo divino; pero centro también fijo y permanente, desde el cual, de premisa en premisa y de deducción en deducción , se haya de llegar por indagación libre y racional discurso, al principio de lo Trascendente a Dios, causa, fundamento y ley de todo lo que existe, ideal y ley de vida de lo que piensa. Único procedimiento tan eficaz como varonil y humano, para regenerar nuestra sociedad, corrompida por la ambición y por el egoísmo, falseada por la incredulidad y la duda, peligrosamente conturbada por la falta de un criterio absoluto y regulador de la vida política de las naciones.
El beneficio que V. ha hecho al progreso de las ideas en nuestra patria, apareciendo de una manera inesperada para los más, y en una cuestión que los enemigos del humanismo habían escogido para su triunfo engrandecimiento, ni V. ni yo podemos estimarlo. La generación actual lo presentirá; la que le suceda lo formulará ya con clara conciencia y sentido universal.
Queriendo yo por todo lo expuesto- y en lo cual, aunque escasa, alguna honra, que no renuncio, me corresponde- así como por la amistad y el compañerismo que nos une, dar a V. un cordial testimonio de mi aprecio a su talento, a sus doctrinas y a su elevado carácter moral, voy a manifestarle en lo que consiste y la forma en que ha de ser realizado.
No ignora V. que el Ayuntamiento de la M. N. y L. ciudad de Bilbao, acaba de honrarme con un delicado presente, por haber predicado el día que inauguró el monumento de Mallona, recuerdo patriótico para eternizar el heroísmo de los valientes que en la última guerra civil sucumbieron derramando su sangre en los sitios de Bilbao, y en defensa de lo que entonces era símbolo de sus fueros y de la libertad. Este presente es, como V. sabe, una pluma de oro.
Pues bien, es mi voluntad, añadida hoy por codicilo a mi testamento, que esa pluma pase a V. a mi muerte, como monumento histórico, que será del último sermón de un sacerdote que ha perdido la; pero que ha ganado, en cambio, la de la razón y una nueva creencia en Dios; y que, después de las fatigosas horas que preceden a todo alumbramiento, vive hoy la vida de la conciencia con fuerzas antes desconocidas, y en medio de un bienestar moral tan tranquilo, plácido y sereno, que ni la duda le atormenta, ni la calumnia le contrista, ni el fin de la vida le preocupa: y es mi voluntad que pase a manos de V., además, como memoria que ha de ser desde hoy del primer discurso del filósofo que ha tomado asiento en el Congreso español, como racionalista, en el buen sentido de la palabra, y defensor de los derechos individuales inherentes a la naturaleza humana.
Hará V. de esa pluma, a mi muerte, el uso para que sirve, y a su fallecimiento le legará, bien al Museo Arqueológico Nacional, o bien a persona que a juicio de V. sea digna de poseerla por las mismas razones y circunstancias que a mí me cabe la honra de legarla a V. al presente.
Que Dios haga, sobre todo, que sus doctrinas y nuestras comunes aspiraciones sobre el humanismo triunfen, a fin de que la Buena nueva haga que se cumpla la aspiración también, todavía no realizada, de la Antigua: “Gloria a Dios en las alturas; en tierra paz; a los hombres buena voluntad”.
Que el Todopoderoso le conceda largos y dilatados años para luchar noble y valerosamente por la causa de la razón y de la humanidad, como de todas veras se lo pide su afectísimo compañero y que tanto se honra con haber sido su maestro.
[3] Nicolás Salmerón y Alonso (1838-1908). Filósofo, político y periodista español. Sus artículos en los periódicos La Discusión y La Democracia le dieron renombre, y en 1867 fue detenido por sus actividades revolucionarias dentro del Partido Demócrata, junto a Pi y Margall, Figueras y Orense, sufriendo cinco meses de cárcel. Durante el sexenio democrático (1868-1874) fue uno de los adalides del republicanismo (a pesar de las discrepancias doctrinales que tenía con el federalismo de Pi y Margall). Fue Presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española durante mes y medio en 1873. Dimitió por negarse a firmar una pena de muerte; catedrático de Historia Universal en la Universidad de Oviedo y de Metafísica en la Universidad de Madrid y estudioso de las teorías de Krause, que inspiraron a la Institución Libre de Enseñanza.
Salmerón fue un hombre que creyó profundamente en la política como principio rector de la convivencia democrática. Entendió la libertad como no dominación, se esforzó en cultivar las virtudes cívicas y dedicó gran parte de su esfuerzo político en la creación de una ciudadanía capaz de sostener las instituciones de una sociedad libre. Le disgustaba profundamente el quebrantamiento de las reglas de la democracia representativa. Combatió el doctrinarismo de la época isabelina y de Cánovas del Castillo por que desde su punto de vista era totalmente inaceptable la soberanía compartida, la confesionalidad del Estado y, sobre todo, el fraude electoral que hizo del Parlamento una cámara sin valor representativo.
[2] CARTA DEL EXCMO. SR. D. FERNANDO D. CASTRO FELICITANDO AL SR. SALMERÓN POR SU DISCURSO SOBRE LA INTERNACIONAL.
Sr. D. Nicolás Salmerón y Alonso
Madrid, 3 de noviembre de 1871.
Mi muy querido amigo y compañero: El primer discurso pronunciado por V. en el Parlamento propósito de La Internacional, ha sido, permítame que lo diga, un verdadero acontecimiento, de tal naturaleza y trascendencia, que equivale, si así puede decirse, a una como Revelación. Opino que, después de despertar vivamente todas las inteligencias, está destinado a afirmar en muchos, con nueva fe racional, sus convicciones acerca del valor absoluto de la personalidad humana, anterior y superior a todo derecho constituido, y a determinar a muchos s más a que estudien y abracen la teoría de lo Inmanente, punto de arranque para la afirmación del derecho en lo humano y para la negación de lo sobrenatural en lo divino; pero centro también fijo y permanente, desde el cual, de premisa en premisa y de deducción en deducción , se haya de llegar por indagación libre y racional discurso, al principio de lo Trascendente a Dios, causa, fundamento y ley de todo lo que existe, ideal y ley de vida de lo que piensa. Único procedimiento tan eficaz como varonil y humano, para regenerar nuestra sociedad, corrompida por la ambición y por el egoísmo, falseada por la incredulidad y la duda, peligrosamente conturbada por la falta de un criterio absoluto y regulador de la vida política de las naciones.
El beneficio que V. ha hecho al progreso de las ideas en nuestra patria, apareciendo de una manera inesperada para los más, y en una cuestión que los enemigos del humanismo habían escogido para su triunfo engrandecimiento, ni V. ni yo podemos estimarlo. La generación actual lo presentirá; la que le suceda lo formulará ya con clara conciencia y sentido universal.
Queriendo yo por todo lo expuesto- y en lo cual, aunque escasa, alguna honra, que no renuncio, me corresponde- así como por la amistad y el compañerismo que nos une, dar a V. un cordial testimonio de mi aprecio a su talento, a sus doctrinas y a su elevado carácter moral, voy a manifestarle en lo que consiste y la forma en que ha de ser realizado.
No ignora V. que el Ayuntamiento de la M. N. y L. ciudad de Bilbao, acaba de honrarme con un delicado presente, por haber predicado el día que inauguró el monumento de Mallona, recuerdo patriótico para eternizar el heroísmo de los valientes que en la última guerra civil sucumbieron derramando su sangre en los sitios de Bilbao, y en defensa de lo que entonces era símbolo de sus fueros y de la libertad. Este presente es, como V. sabe, una pluma de oro.
Pues bien, es mi voluntad, añadida hoy por codicilo a mi testamento, que esa pluma pase a V. a mi muerte, como monumento histórico, que será del último sermón de un sacerdote que ha perdido la
Hará V. de esa pluma, a mi muerte, el uso para que sirve, y a su fallecimiento le legará, bien al Museo Arqueológico Nacional, o bien a persona que a juicio de V. sea digna de poseerla por las mismas razones y circunstancias que a mí me cabe la honra de legarla a V. al presente.
Que Dios haga, sobre todo, que sus doctrinas y nuestras comunes aspiraciones sobre el humanismo triunfen, a fin de que la Buena nueva haga que se cumpla la aspiración también, todavía no realizada, de la Antigua: “Gloria a Dios en las alturas; en tierra paz; a los hombres buena voluntad”.
Que el Todopoderoso le conceda largos y dilatados años para luchar noble y valerosamente por la causa de la razón y de la humanidad, como de todas veras se lo pide su afectísimo compañero y que tanto se honra con haber sido su maestro.
[3] Nicolás Salmerón y Alonso (1838-1908). Filósofo, político y periodista español. Sus artículos en los periódicos La Discusión y La Democracia le dieron renombre, y en 1867 fue detenido por sus actividades revolucionarias dentro del Partido Demócrata, junto a Pi y Margall, Figueras y Orense, sufriendo cinco meses de cárcel. Durante el sexenio democrático (1868-1874) fue uno de los adalides del republicanismo (a pesar de las discrepancias doctrinales que tenía con el federalismo de Pi y Margall). Fue Presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española durante mes y medio en 1873. Dimitió por negarse a firmar una pena de muerte; catedrático de Historia Universal en la Universidad de Oviedo y de Metafísica en la Universidad de Madrid y estudioso de las teorías de Krause, que inspiraron a la Institución Libre de Enseñanza.
Salmerón fue un hombre que creyó profundamente en la política como principio rector de la convivencia democrática. Entendió la libertad como no dominación, se esforzó en cultivar las virtudes cívicas y dedicó gran parte de su esfuerzo político en la creación de una ciudadanía capaz de sostener las instituciones de una sociedad libre. Le disgustaba profundamente el quebrantamiento de las reglas de la democracia representativa. Combatió el doctrinarismo de la época isabelina y de Cánovas del Castillo por que desde su punto de vista era totalmente inaceptable la soberanía compartida, la confesionalidad del Estado y, sobre todo, el fraude electoral que hizo del Parlamento una cámara sin valor representativo.
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