abril 03, 2010

Discurso de José Mejía Lequerica sobre libertad de imprenta

DISCURSO EN LAS CORTES DE CÁDIZ SOBRE LA LIBERTAD DE IMPRENTA
“La libertad de imprenta consiste en la abolición de la censura previa”
José Mejía Lequerica
[1]
[15 de octubre de 1810]

Señor:
Sujetar a un autor que no imprima sus libros sin que los censuren primero y los censuren con intervención y de orden de los mismos jueces, que pueden detener las obras que estimen o afecten estimar por malas, jueces que a los que se declaren autores de ellas han de castigar ellos mismos con las más formidables e infamatorias penas, esto es y será siempre sujetar las ideas y los deseos, las fatigas y la propiedad, el honor y la vida de los desdichados autores al terriblemente voluntarioso capricho de los censores, es decir, al irresistible capricho de unos hombres, que, teniendo ya por sí mismos todas las pasiones, todas las fragilidades, toda la ignorancia de cualquier hombre, están, además subyugados por todos los errores, todos los intereses y todos los resentimientos; están armados con todo el poderío, toda la impunidad de las autoridades que les confían la vara de hierro de la censura, con el intento y la persuasión de que la sacudirán en pro y a placer de ellas mismas.
Luego, si la esclavitud no es más que la dependencia del arbitrio de otro, si la libertad no sufre más yugo que el de la ley, defender la acostumbrada censura previa de los libros que han de imprimirse, es constituirse abogado de la esclavitud de la imprenta; es que los autores sean esclavos de los que mandan, sin acordarse que los mandones mismos son frecuentemente esclavos de las más bajas pasiones. Luego, sería menos malo, valdría más que en vez de conservar las cadenas de dicha previa censura, se prohibiese absolutamente escribir, y aun hablar, sobre toda materia; porque al fin el ciudadano ilustrado y franco no sería miserable juguete de un censor, de juez ignorante y artero; pues no habría hombre tan imprudente que rehusare pasar por el mundo a trueque de no exponerse a que le arranquen la lengua.

Luego, la libertad de imprenta consiste precisamente en la abolición de la censura previa, verdad luminosa y fecunda, de donde necesariamente se infieren las importantísimas consecuencias siguientes:
1.- Que si dicha abolición fuese entera o parcial, absoluta o restringida, lo será igualmente y en los mismos casos la libertad de imprenta de que tanto hablamos todos, pero que (creo) entienden muy pocos.
2.- Que los que quieren que todas las obras pasen por la censura, quieren (acaso sin quererlo, pero no lo conocen) que todos los autores sean totalmente esclavos.
3.- Que los que de buena fe se contentan con la abolición de la censura en unas materias y convienen en su continuación en otras, se contentan con ser libres a medias y consienten ser todavía medio esclavos; y como no cabe más medicina entre la libertad y la esclavitud que el intermedio concepto de "libertinos" (esto es, libertos del que se dignó darles la libertad que ellos no tenían ni debían tener de justicia), resulta que estos ciudadanos mediceneros (sic), estos literatos medidos, procuran que la liberalísima profesión de un escritor público envuelva el villano concepto de ser los hombres, de ser los autores mismos, libres por gracia y a merced, pero esclavos por naturaleza y obligación.
4.- Que estos mismos, demasiado prudentes, pero poco cautos reclamadores de esta mediocre libertad de imprenta, no hablan más que de memoria, no calculan sino sobre sus buenos deseos, no establecen más que una impracticable teoría, olvidando en esto (pues ya que no lo ignoran) la ignita, invariable, incorregible depravación del corazón humano, depravación que ha hecho y ha de hacer siempre que en sujetando a censura previa, aunque no sea más que la religiosa, los escritos concernientes a las cosas sagradas, quedará efectivamente (a la manera que ha sucedido en todas partes con los bienes de los eclesiásticos) "religionizado", espiritualizado, consagrado, todo lo que se escriba aunque sea meramente legislativo, judicial, político, administrativo, literato o militar; porque los censores religiosos dirán (y dirán bien, como ya tienen dicho) que ni lo legislativo, ni lo judicial, ni lo literato, ni lo militar, etcétera, etc., etc., en una palabra, ni una palabra, ni una respiración, ni un ademán, está exento de poder contener doctrinas, miras, alusiones religiosas. Y entonces, supuesto que los libros irreligiosos no deben imprimirse, supuesto que los autores irreligiosos deben ser castigados y supuesto que los que han de calificar la irreligión han de ser religiosos, han de ser regulares, o a lo menos religiosos discípulos de los regulares, ¿dónde está el libro, dónde el autor, dónde el inviolable diputado, dónde las Soberanas Cortes (este último, centro santo de la madre patria) que no estén expuestas desde ahora a ser, que no hayan de ser efectivamente algún día declaradas irreligiosas, y violadas, quemadas, aniquiladas por aquellos mismos a quienes estamos procurando hacer felices a costa de nuestra propia felicidad?
¡Oh, Sócrates! ¡Oh, Galileo! ¡Oh, Padilla! ¡Vosotros, maestros modelos, envidia mía: vosotros sabéis que aunque no tenga vuestro saber, he tenido desde la aurora de mi razón, y tenga ahora, que es el mediodía de la libertad española, he tenido y tengo, sí, vuestras ideas, vuestra virtud, y ese vuestro noble deseo de haceros acreedores a una suerte gloriosamente desgraciada!... Pero, ¡ah! Galileo, Galileo!... tú me has enseñado con tu vergonzosa retractación que pueden tenerse los deseos de Sócrates y sin el valor necesario para morir.
Sócrates, Sócrates, (última trinchera de la miseria humana), ah, tú me has enseñado con tu supersticiosa manda al morir, que los que mueren peleando contra la superstición suelen morir supersticiosamente.
Pero, ¡gloria al nombre español en toda la tierra!
¡Tú, divino Padilla, ápice sumo del saber y de la libertad y de la virtud mejor diré, tú maestra (ésa tu nobilísima, heroica, inmortal mujer) me habéis enseñado a ser lo que nadie fue nunca a un tiempo... a saber: sabio, libre y virtuoso por igual, y a desear serlo hasta la muerte, y a morir efectivamente por haberlo sido y siéndolo.
Y vosotros, ¡venerables representantes de la soberanía del pueblo; vosotros los que habéis protestado que el pueblo es el origen y el término, el regulador y el juez inapelable de vuestra representación popular, avergonzaos, os ruego, de no haber ya pedido para ese vuestro constituyente, vuestro maestro y vuestro residenciador, al menos una parte de la "inviolabilidad" que os habéis decretado para vosotros y que yo "como soy y me apellido popular" exijo de vosotros para ese mismo pueblo que sea pueblo escritor, pueblo de autores!
JOSÉ MEJÍA LEQUERICA
[1] José Mejía (o Mexía) Lequerica (1777-1813), nació en Quito, Ecuador. Autodidacta con conocimientos filosóficos, históricos, jurídicos y políticos que incursionó en el periodismo revolucionario y en la cátedra universitaria. Poseedor de varios grados universitarios e importantes investigaciones botánicas y diputado en las cortes de Cádiz. En 1803 contrajo matrimonio con Manuela Santa Cruz y Espejo, hermana del precursor americano. Se destacó como un gran político liberal y americanista e insigne orador, conociéndosele en el Congreso con los nombres del «Mirabeau americano» y como el «rival del divino Argüelles». Su vida y su obra son conocidas precisamente por su relevante actuación como diputado en esas Cortes, donde es recordado como un gran orador. Al margen de esto, la actividad científica de Mejía Lequerica representa el inicio y el desarrollo de la botánica científica ecuatoriana, al ser considerado como el primer observador riguroso de la flora de este país que aplicó en su estudio teorías y métodos científicos modernos.
Colocado en España por las circunstancias sociales y políticas, peleó en las filas españolas contra José Bonaparte.
Como diputado en las Cortes de Cádiz defendió la libertad de expresión y la igualdad de representación de América y España; se pronunció contra la monarquía y sus poderes omnímodos; denunció los asesinatos cometidos en Quito; luchó por la supresión del vasallaje y de los señoríos; consiguió poner término a los tributos y repartimientos; la derogatoria de los diezmos y primicias; la cesación de los privilegios económicos para los conventos; obtuvo que se permitiera a los negros ingresar a las órdenes religiosas y obtener títulos académicos. En su célebre discurso en defensa de los indios atacó a la inquisición con pruebas irrefutables consiguiendo que no fuera restaurado este nefasto tribunal y sus criminales prácticas de torturas y penas infamantes.
Además, defendió el derecho de las colonias a un trato igual con la metrópoli en el comercio y en la aplicación de las Leyes de Indias y sostuvo que el poder del Rey emanaba del pueblo y que debía ser para el pueblo. Es célebre su frase: “desaparezcan de una vez esas odiosas expresiones de: pueblo bajo, plebe y canalla. Este pueblo bajo, esta plebe, esta canalla es la que libertará a España, si se liberta...”, en relación a la dominación francesa contra la cual luchó. Argumentó la necesidad de que la religión esté separada del Estado y de que cada quien profese el credo que a bien tuviere, y no por obligación de la iglesia. La educación debía desterrar el terror y la imposición para dar paso al desarrollo cabal de las mejores capacidades del educando.
Como periodista trabajó en la redacción en dos periódicos: LA ABEJA ESPAÑOLA, y en LA TRIPLE ALIANZA mediante comentarios y editoriales de avanzada y revolucionarios.

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