MANIFIESTO [1]
Primera Junta
[9 de Septiembre de 1810]
[Fragmentos]
¡QUIÉN PUDIERA inspirar a los hombres el sentimiento de la verdad y de la moderación, o volver atrás el tiempo para prevenirlos a no precipitarse en los criminales proyectos con que se atraen la venganza de la justicia! Ellos no nos habrían puesto en los amargos conflictos que hemos sufrido.
Sensibles a sus desgracias, y más aun a la de aquellos a quienes teníamos en singular consideración, les hemos prevenido con gestiones oficiosas que debieron desviarles de la ocasión del error, y del temerario empeño a que les llevaba su arrojo, e inducían las necias instigaciones de los mal intencionados. Una preocupación funesta y más que todo, el designio concertado de sostenerse a todo trance, les hizo sordos a la voz de la razón, y a las insinuaciones más interesadas en favor suyo: enemigos de todo lo que se oponía a sus injustos caprichos, juraron nuestro exterminio; y resueltos a envolver los pueblos en las mayores desgracias, forjaron un abismo de males en que se han sepultado ellos mismos.
Ya conocéis que hablamos de los delincuentes autores de la conspiración de Córdoba, cuya existencia no nos ha sido posible conservar. Nada hemos excusado, de cuanto pudo interponerse en abono de sus personas. El valor recomendable de la dignidad e importantes servicios en los unos; el carácter de la magistratura y de los empleos en los otros; la razón de humanidad en todos; nada alcanzó a suspender el golpe que quisiéramos haber aliviado.
La naturaleza se resiente de su infortunio; la desolación de sus familias nos conmueve: la consternación consiguiente a la noticia de un castigo ejemplar nos aflige y contrista; todo lo hemos presentido, y dejando al tiempo la obra de gastar las primeras impresiones del espíritu, hemos concedido esta breve tregua al desahogo, para que en la calma y serenidad de un juicio libre y despejado, reconozcáis los urgentísimos motivos que han podido arrancar de nuestra moderación el fallo terrible, que una necesidad imperiosa hizo inevitable.
Desde que la alevosa conducta del Emperador de la Francia arrancó de España al más amado de sus monarcas, el reino quedó acéfalo, y disipado el principio donde únicamente podía concentrarse los verdaderos derechos de la soberanía. Con la falta de nuestro monarca pereció el apyo de que los magistrados derivaban sus poderes; perdieron los pueblos el padre que debía velar en su conservación; y el estado abandonado a sí mismo empezó a sentir las convulsiones consiguientes a la oposición de intereses, que mantenía antes unidos la mano del Rey, por medio de las riendas del gobierno que había dejado escapar incautamente. Es verdad que jurábamos y reconocíamos un Príncipe; pero ni podía éste ejercer los actos propios de la soberanía, ni sus vasallos encontraban expeditas otras relaciones, que las conducentes al sincero y eficaz empeño en que se habían constituido: de restituirlo al trono de sus mayores y volverlo al goce de los augustos derechos de que lo veían privado. Fernando VII tenía un reino, pero no podía gobernarlo; la monarquía española tenía un Rey, pero no podía ser gobernada por él; y en este conflicto la nación debía recurrir a sí misma, para gobernarse, defenderse, salvarse y recuperar a su monarca.
Los pueblos, de quienes los reyes derivan todo el poder con que gobiernan, no reasumieron íntegramente el que había depositado en nuestro monarca: su existencia impedía aquella reasunción; pero su cautividad les trasmitía toda la autoridad necesaria para establecer un gobierno provisorio, sin el cual correrían el riesgo de la división y anarquía. Desde ese momento las autoridades dependientes de la soberana tuvieron un ser precario; y subrogada la misma voluntad pública al órgano del Príncipe, por donde antes se explicaba, debieron esperar de ella la conti¬nuación de sus empleos, o su separación, si no merecían su confianza.
Tales son los principios inmutables que reglaron la conducta de las provincias de España, desde que sintieron sus primeras convulsiones; por ellos se erigieron las Juntas Supremas en los principales departamentos del Estado, y continuaron felizmente hasta que, concentrado el poder en una sola, fue erigida por las demás en representante de la soberanía. Los magistrados que componían esa respetable asamblea sostuvieron sin emulación a las Juntas provinciales, cuya firmeza reposaba en el voto público del reino; pues ya se había visto a los Gobernadores ceder el mando a las insinuaciones de los pueblos, que pretendían constituirse en otra forma; o ser víctimas de su furor, cuando se creyeron con bastante derecho para resistir los.
Buenos Aires, observador atento de estos grandes sucesos no quiso tomar parte en las tentativas de un número de particulares, que formaron el proyecto de mudar el gobierno; pues aunque su consentimiento pudo legitimar aquella empresa, no se consideró por entonces oportuna y necesaria. Mas cuando decaída de la confianza de la nación, la Junta Central vio vacilar primero, y luego suprimirse su autoridad y representación; cuando supo que las columnas de Hércules se conmovían en fuertes vaivenes a la presencia de un ejército poderoso, que penetrando en las Andalucías reducía al más apurado conflicto los restos preciosos de aquella provincia; cuando la parte libre de nuestra península se presentó dividida en fragmentos incomunicados, y el cuerpo del estado sin un sistema de asociación unida para concentrar sus miras, sus disposiciones y sus fuerzas: entonces fue, que convirtiéndose este gran pueblo a su situación propia, y a la necesidad de proveer -en la inminencia de los peligros que lo rodeaban- a la seguridad de nuestra suerte futura, creó por la plenitud de sus votos la corporación de esta Junta Provisional de gobierno, al modelo de las que habían formado todas las provincias de España.
La época de nuestra instalación era precisamente la de la disolución de la Junta Central; y si había podido constituirse ésta legítimamente, por el ejercicio de aquellos derechos que la ausencia del Rey había hecho retrovertir a los pueblos, debía reconocerse en ellos igual facultad para un nuevo acto, que asegurase los efectos del primero, que desgraciadamente se veía disipado. Los que derivan del reconocimiento de la Junta Central un argumento contra la legitimidad de nuestro Gobierno, desconocen seguramente los verdaderos principios de su instalación. Los pueblos pudieron erigir en la Junta Central un representante soberano del Rey ausente; disuelto aquél, reasumían la autoridad que antes habían ejercido, para subrogarle otro nuevo; y el acto de esta subrogación les confería una plenitud de facultades extensiva como antes a la conservación o remoción de aquellos magistrados que no hubiesen merecido la confianza; teniendo éstos contra sí la presunción de haber sido agentes de un poder que expiraba en el último descrédito.
Habéis visto en nuestros papeles públicos los principios y razones que legitiman el poder que ejercemos; no nos falta un solo título de los que pudieran desearse, y jamás autoridad alguna se derivó de un origen más puro que el que anima la nuestra. Tan libres éstos como los pueblos de la península, deben creerse con iguales facultades que aquéllos; y si pudieron formar juntas, y separar a sus magistrados las capitales de España, no puede negarse igual autoridad a las de América.
La aclamación general de los habitantes de esta numerosa población, de sus vastas campañas e inmediatas dependencias (si solamente se exceptúa una porción pequeña de rivales conocidos que murmuran en silencio) es un hecho de evidencia notoria. No se puede dudar de la expresión unánime, y del voto general con que se explica la voz del espíritu del sentimiento íntimo del reconocimiento y obediencia: estamos ciertos de que mandamos en los corazones, que la más leve insinuación es seguida de su efecto; que se forman nuestros súbditos por principios de probidad, y por sentimientos de honor; que se distingue y brilla el interés y empeño que toman en la buena causa del gobierno; que se guarda el orden social y la honestidad pública, sin notarse enormidad en los excesos, ofensa en las fortunas, lesión en las personas; y que se sienten los efectos de la beneficencia, besando al mismo tiempo la mano que castiga los delitos. ¡Qué dulce satisfacción para suavizar el rigor de nuestras fatigas! ¡Y qué testimonio tan brillante de la sincera adhesión de los que nos obedecen!
La forma interior de nuestro-gobierno es la misma que las leyes del reino nos prescriben: nunca se han visto éstas en una observancia más rigorosa: no hemos hecho en ellas alteración sustancial: sujetamos a sus reglas nuestros procedimientos y observamos con admiración y respeto la sabiduría de sus disposiciones, tributándoles la sumisión más profunda.
El digno objeto de nuestro culto político es el de la constitución nacional. Juramos por nuestro Rey legítimo al Sr. D. Fernando VII; y protestamos dependencia del poder soberano que sea legítimamente constituido; llenando con esta sagrada protesta el primero y más esencial deber de nuestra acreditada lealtad. No presentamos a los pueblos de nuestra dependencia un reconocimiento nominal, ni un título de vana ostentación con que autoricemos la perfidia. Un sistema sostenido, ligado escrupulosamente por las pautas formadas para conservar la dependencia de estos territorios a la obediencia de nuestros soberanos, es el más seguro intérprete de nuestros fieles sentimientos.
Ciudadanos: vosotros sois testigos de nuestra conducta, y sabéis que nuestros rivales no son capaces de notar en ella un solo ápice que nos desmienta. Señálense todos los caracteres de la independencia e insurrección: ellos son irreconciliables con nuestros principios; y si no es un crimen especial en América seguir los modelos que se nos han presentado a la imitación en la península; si los pueblos de estos inmensos terri¬torios son libres y con derecho de sufragio; o si al menos no son reputados como bestias sujetos siempre a recibir el yugo que sus mayorales quieran imponerles; Si en los gravísimos riesgos que los amenazan en el casi inevitable evento de la pérdida de España, tienen acción a precaverse con remoción de aquellos, que por el influjo del poder eran peligrosos a la causa general, nada hay que pueda notarse de ilegítimo, para impedir el respeto y obediencia que se deben a la autoridad superior subrogada en esta Junta.
[…]
Los conspiradores de Córdoba han cometido el mayor crimen de estado, cuando atacando en su nacimiento nuestra grande obra, trataron de envolver estas provincias en la confusión y desórdenes de una anarquía. Los pueblos han podido establecer legítimamente un gobierno provisorio, y manifestada su voluntad en favor del nuestro revestía éste el sagrado carácter de una Constitución nacional, cuyo trastorno debe clasificarse por el más grave de todos los delitos. Es necesario observar que los jefes de Córdoba no nos reprochaban excesos, cuya reforma pudiera producir una conciliación; ellos miraban con horror todo desvío del antiguo sistema; querían el exterminio de la Junta, por más justos que fuesen los fines de su instalación; y juraban la ruina de los pueblos, siempre que persistiesen en el empeño de sostener sus derechos, y buscar guías distintas que el ciego impulso de sus corrompidos mandones. Semejante empeño (que se mani¬fiesta expresamente en sus correspondencias) condena la América a una perpetua esclavitud, y apelamos al juicio de las almas nobles, para que gradúen el crimen de seis hombres que han querido sofocar con fuerza armada los derechos más sagrados, y la felicidad más segura de los innumerables habitantes de este vasto continente.
La historia de los pueblos nos descubre el horror con que siempre se han mirado esos genios turbulentos, que agitados de una ambición desmedida han pretendido trastornar las instituciones más bien estableci¬das. Todos los hombres tienen un interés individual en el exterminio de los malvados, que atacan el orden social de que pende su seguridad y subsistencia; y la impunidad de uno sólo sería la lección más funesta para los perversos, y el mayor agravio a los hombres de bien, que reposan sobre el celo con que el gobierno debe castigar estos delitos.
Nada descubre tanto la perfidia e inicuas miras a que los conspiradores de Córdoba extendían su proyecto, como los medios empleados para su ejecución. No se trataba de un acomodamiento, ni de tolerar cualquier error, con tal que la tierra se asegurase para nuestro amado monarca el Sr. D. Fernando VII; nuestro exterminio era lo que únicamente podía satisfacer sus deseos, y nada les importaba la conservación de nuestro justo vasallaje, si no se sostenía ciegamente sujeto a los intereses y caprichos de sus personas. Que la marina de Montevideo nos bloquease con rigor, y que a un mismo tiempo interceptase la circulación de nuestro comercio y los socorros de víveres que la Banda Oriental nos provea; que el gobernador del Paraguay se apoderase de Santa Fe, y engrosase con sus fuerzas las que ellos formaban en Córdoba a toda costa; que el Perú les remitiese auxilios con que pudieran resistir nuestras empresas; éste era el plan como binado que debía producir el hambre, la peste, la guerra civil y la desolación de este gran pueblo, que querían arruinar sin atacarlo; porque la cobardía, compañera inseparable de los delitos, ha sido el signo distintivo de nuestros enemigos.
Los excesos más horribles se presentaron llanos a unos hombres que nada respetaban, sino lo que podía contribuir a la ejecución de sus inicuos proyectos. Dilapidaron el erario en cantidad de setenta y siete mil pesos, sin causa justa, sin sistema, y sin otro objeto que la ostentación de un aparato vano y de un juguete ridículo. Interceptaron e hicieron regresar los situados con avisos dirigidos a este fin; abandonándonos a nuestros recursos en la falsa persuasión de que el genio que preside a nuestro gobierno, fuese capaz de regirse por las ideas limitadas, con que solo han sabido consumir y prodigar los tesoros que las minas y tributos nos rendían, agravando además el erario con deudas enormes, de que lo estamos aliviando. Incendiaron los campos, las cabañas, las mieses, los rebaños, sin motivo y sin utilidad, derramando en esos infelices el veneno del odio con que les execraban. Los viajeros nos han comunicado los horrores que un incendio de muchos días ha causado en nuestros campos, y la consternación que inspiraban los miserables campestres, que habían sido tristes víctimas del furor y despecho de aquellos malvados.
Todo podría habérseles indultado, si no excediesen de esta esfera los males que causaron; pero están fuera de los términos de la piedad y de las facultades de la justicia, los que en la inmensa trascendencia de las medidas y conciertos con que han conspirado y conmovido la tierra, serían del último peligro al Estado y a la salud pública, si no se remediaran eficazmente y de un modo capaz de atajar el influjo, o debilitar sus efectos.
No pueden atacarse impunemente los derechos de los pueblos. En los particulares súbditos es un crimen de traición; pero en los magistrados y autoridades es la más enorme y sacrílega violación de la fidelidad que deben a la confianza pública, y a las leyes constitucionales de sus empleos. Las autoridades todas derivan en su primer origen de los pueblos, el poder que sobre ellos ejercen; y por una ley suprema que es la suma de todas las instituciones políticas, es manifiesto que no lo confirieron para que abusando en su ejercicio lo convirtiesen en destrucción del mismo de quien lo han recibido.
[…]
No hay arbitrio. Es preciso llenar dignamente este importante deber. Aunque la sensibilidad se resista, la razón suma ejecuta, la patria imperiosamente lo manda. A la presencia de estas poderosas consideraciones, exaltado el furor de la justicia, hemos decretado el sacrificio de estas víctimas a la salud de tantos millares de inocentes. Solo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus cómplices. Las recomendables cualidades, empleos y servicios, que no han debido autorizar sus malignos proyectos, tampoco han podido darles un título de impunidad que hada a los otros más insolentes. El terror seguirá a los que se obstinaren en sostener el plan acordado con éstos, y acompañados siempre del horror de sus crímenes, y del pavor de que se poseen los criminales, abandonarán el temerario designio en que se complotaron.
Los grandes malvados exigen por dobles títulos todo el rigor del castigo; nuestra tierra no debía alimentar hombres que intentaron inundarla con nuestra sangre; sus mismos cómplices nos cerraron las puertas por donde pudiéramos haberles arrojado, y sus personas eran en todas partes de un sumo peligro, pues a la guerra de las armas habrían subrogado la de la intriga, que más de una vez ha logrado triunfos que aquéllas no alcanzaron. Reposamos en el testimonio de nuestras conciencias, que instruidas de los datos secretos que nos asisten, cada día se afirman en la justicia de este pronunciamiento. Vosotros mismos estáis palpando frutos que comprueban el acierto, pues faltando en nuestros enemigos el centro de las relaciones conjuradas en nuestra ruina, han quedado éstas dispersas y vacilantes, y nuestra gran causa con la firmeza correspondiente a su justicia.
Corramos el telón a esta escena lúgubre: ya se descubre un horizonte más alegre. Nuestras tropas corren sin oposición quinientas leguas de un territorio libre y tranquilo, apresurándose al auxilio de los habitadores del Perú que nos aclaman. Los moradores de aquellas provincias se hallan en el mismo estado de opresión y violencia en que estaban los de Córdoba; suspiran por el momento en que puedan expedir sus derechos, y hacer libre uso de sus acciones; y se acerca este día que sólo podrá ser triste a los opresores.
Magistrados de las provincias, aún es tiempo de preveniros. Desistid de vuestro empeño, el más injusto, vano y temerario. Dejad a los habitantes de esas poblaciones que expliquen su voluntad con franqueza libertad honesta; no les interceptéis los medios de ilustrarse en nuestra causa: nuestros principios y sentimientos de que os hemos vuelto a instruir, son en todo conformes a los del vasallaje; los vuestros son odiosos a la patria y al soberano. Si espantan los horrores a que vais a exponer los pueblos, no son menos de temer los peligros a que aventuráis los derechos del Rey. Este es el que primero pierde en la división; reparad en la gran importancia de la unión estrechísima de todas las provincias de este continente: unidas, impondrán respeto al poder más pujante; divididas, pueden ser la presa de la ambición
Prelados eclesiásticos, haced vuestro ministerio de pacificación, y no os mezcléis en las turbulencias y sediciones de los malvados; todo el respeto del santuario ha sido preciso para substraer al de Córdoba del rigor del suplicio, de que su execrable crimen le hizo acreedor; pero nuestras religiosas consideraciones no darán un segundo ejemplo de piedad, si alguno otro abusase de su ministerio con insolencia. El castigo será entre nosotros un consiguiente necesario del delito, y el carácter sagrado del delincuente no hará más que aumentar lo expectable del escarmiento.
Acabamos todos de convencer, que disipada la ilusión del prestigio con que os engañan las falsas apariencias del celo con que os inflaman contra nuestra causa, no está ni en los intereses del soberano, que reconocemos, ni en los de la patria que tratamos de conservar, el que os sugieren a su propio beneficio; y que el solo, el único verdadero modo de llenar los deberes de la lealtad, conciliándolos con la seguridad, integridad, y felicidad de este continente, es el de uniformamos en la idea de sos¬tenerlo sobre los sólidos principios que hemos adoptado, manteniendo ilesa la Constitución nacional, y respetando la religión y las leyes que nos rigen.
Cornelio Saavedra - Dr. Juan José Castelli - Manuel Belgrano - Miguel de Azcuénaga - Dr. Manuel Alberti - Domingo Matheu - Juan Larrea - Dr. Juan José Paso, Secretario - Dr. Mariano Moreno, Secretario.
[1] Descubierta y reprimida la Contrarevolución de Córdoba, con el fusilamiento del exvirrey Santiago Liniers, héroe de las invasiones inglesas de 1806 y 1808, junto a otros conspiradores, la Junta publicó este Manifiesto explicativo, cuya redacción se atribuye a Mariano Moreno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario