NOCIONES FUNDAMENTALES SOBRE LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS [1]
Camilo Henríquez
[13 de Febrero de 1812]
Todos los hombres nacen con un principio de sociabilidad que tarde o temprano se desenvuelve. La debilidad y larga duración de su infancia, la perfectabilidad de su espíritu, el amor maternal, el agradecimiento y la ternura que de él nacen, la facultad de la palabra, los acontecimientos naturales que pueden acercar y reunir de mil modos a los hombres errantes y libres: todo prueba que el hombre está destinado por la naturaleza a la sociedad.
El fuera infeliz en este nuevo estado si viviese sin reglas, sin sujeción, y sin leyes que conservasen el orden. ¿Pero quién podía dar y establecer estas leyes cuando todos eran iguales? Sin duda el cuerpo de los asociados, que formaban un cuerpo entre sí de sujetarse a ciertas reglas establecidas por ellos mismos para conservar la tranquilidad interior y la permanencia del nuevo cuerpo que formaban. Así, pues, el instinto y la necesidad que los conducía al estado social, debía dirigir necesariamente todas las leyes morales y políticas al resultado del orden, de la seguridad, y de una existencia más larga y más feliz para cada uno de los individuos, y para todo el cuerpo social. Todos los hombres, decía Aristóteles, inclinados por su naturaleza a desear su comodidad, solicitaron, en consecuencia de esta inclinación, una situación nueva, un nuevo estado de cosas que pudiese procurarles los mayores bienes posibles: tal fue el origen de la sociedad.
El orden y libertad no pueden conservarse sin un gobierno: y por esto la misma esperanza de vivir tranquilos y dichosos, protegidos de la violencia en lo interior y de los insultos hostiles, compelió a los hombres ya reunidos a depender, por un consentimiento libre, de una autoridad pública. En virtud de este consentimiento se erigió la potestad suprema y su ejercicio se confió a uno o a muchos individuos del mismo cuerpo social.
En este gran cuerpo hay siempre una fuerza central constituida por la voluntad de la nación para conservar la seguridad, la felicidad y la conservación de todos, y prevenir los grandes inconvenientes que nacerían de las pasiones; y se observa también una fuerza centrífuga que proviene de los esfuerzos, injusticias y violencias de los pueblos vecinos, por los cuales obran unos sobre otros para extenderse y agrandarse a costa del más débil; a menos que cada uno se haga respetar por la fuerza. Por este principio la historia nos presenta a cada paso la esclavitud, los estragos, la atrocidad, la miseria y el exterminio de la especie humana. De aquí es que no se encuentra algún pueblo que no haya sufrido la tiranía, la violencia de otro más fuerte.
Este estado de los pueblos es el origen de la monarquía, porque en la guerra necesitaron de un caudillo que los condujese a la victoria. En los antiguos tiempos, dice Aristóteles, el valor, la pericia y la felicidad en los combates elevaron a los capitanes, por el reconocimiento y utilidad pública, a la potestad real.
No tuvo otro origen la monarquía española. Los Reyes Godos, ¿qué fueron en su principio sino Capitanes de un pueblo conquistador? ¿Y de qué le hubiera servido al Infante Pelayo descender de los Reyes Godos, si los españoles no hubiesen conocido en él los talentos y virtudes necesarias para restaurar la nación, reconquistar su libertad?
Establezcamos, pues, como un principio, que la autoridad suprema trae su origen del libre consentimiento de los pueblos, que podemos llamar parto, o alianza social. En todo pacto intervienen condiciones, y las del pacto social no se distinguen de los fines de la asociación. Los contratantes son el pueblo y la autoridad ejecutiva. En la monarquía son el pueblo y el rey. El rey se obliga a garantir y conservar la seguridad, la propiedad, la libertad y el orden. En esta garantía se comprenden todos los deberes del monarca. El pueblo se obliga a la obediencia y a proporcionar al rey todos los medios necesarios para defenderlo y conservar el orden interior. Este es el principio de los deberes de los pueblos.
El pacto social exige por su naturaleza que se determine el modo con que ha de ejercerse la autoridad pública; en qué casos y en qué tiempos se ha de oír al pueblo; cuándo se le ha de dar cuenta de las operaciones del gobierno; qué medidas han de tomarse para evitar la arbitrariedad; en fin, hasta dónde se extienden las facultades del Príncipe. Se necesita, pues, un reglamento fundamental; y este reglamento es la Constitución del Estado. Este reglamento no es más en el fondo que el modo y orden con que el cuerpo político ha de lograr los fines de su asociación.
La Constitución del Estado no siempre se forma al tiempo de erigirse la autoridad pública; mas como la forma el Estado, y éste no muere, puede en todo tiempo formarla y reformarla, según las circunstancias.
El príncipe, en virtud de lo demostrado, es el depositario de la autoridad ejecutiva; es el primer magistrado y el protector de la ley y del pueblo. El reino no es, pues, un patrimonio del príncipe; el príncipe no es un propietario del reino, que puede a su arbitrio vender, legar y dividir.
Con todo, viles cortesanos persuadieron fácilmente a monarcas orgullosos que las naciones se habían hecho para ellos, y no ellos para las naciones; desde entonces las consideraron como a unos rebaños de bestias; desde entonces la autoridad no tuvo límites. ¡Cuán infeliz fue desde entonces la suerte de la humanidad!... [2]
Vanos sofismas se opusieron a los oráculos de la razón, a las lecciones de la historia, al clamor de la naturaleza. La filosofía se vio precisada en una gran parte del mundo por el espacio de cerca de 18 siglos, a guardar silencio. Triunfó en fin. La verdad eleva sin temor su frente luminosa en el siglo presente.
Sean cuales fueren las sutilezas con que se envuelva el error, la doctrina establecida se demuestra matemáticamente. Porque si a la nación o al agregado de hombres libres por naturaleza llamamos N, y suponemos que conste de un número indeterminado de partes, una de las cuales sea R que exprese al príncipe, es claro que nunca puede ser R mayor que N, porque el todo es mayor que sus partes.
Supongamos que R sea mayor que N, y diciendo que R representa al príncipe y N a la nación, preguntemos ¿quién constituyó al príncipe mayor que la nación? No debió esta ventaja a la naturaleza, ni al cielo, que hizo iguales a todos los hombres; luego lo constituyó mayor o la fuerza o la voluntad de la nación. Pero la fuerza no da derecho alguno, por no ser más que la superioridad física del más fuerte; resta, pues, que deba su autoridad a la voluntad de la nación.
El príncipe es el defensor de la libertad e independencia del pueblo; siempre pues, que no esté en estado de ejercer sus funciones según las leyes, se arma la nación y se prepara a sostenerse por sí misma.
Dijimos que era uno de los derechos del pueblo reformar la Constitución del Estado. En efecto, la Constitución debe acomodarse a las actuales circunstancias y necesidades del pueblo; variándose, pues, las circunstancias, debe variarse la Constitución. No hay leyes, no hay costumbres que deba durar, si de ella puede originarse detrimento, inquietud al cuerpo político. La salud del pueblo es la ley suprema. Con el paso del tiempo vienen los estados a hallarse en circunstancias muy diversas de aquellas en que se formaron las leyes. Las colonias se multiplican, se engrandecen, su felicidad no es desde entonces compatible con el sistema primitivo; es necesario variarlo.
La felicidad de las colonias es lo que determina en este caso la permanencia de la Constitución. El príncipe y el sistema se hicieron para la felicidad de toda la nación. Siempre debe repetirse: Salus populis suprema lex est.
Las partes integrantes de la nación, como gozan de unos mismos derechos, son iguales entre sí: ninguna puede pretender superioridad sobre otra.
La verdad de estos principios es tan evidente que es susceptible de una expresión y demostración algebraica. En efecto, llamemos a la monarquía M; si suponemos que consta de dos partes integrantes, la una E, y la otra A, será: M = E + A.
Siendo la relación que hay entre E y A de agregación únicamente, es claro que no puede pretender la una sobre la otra mayoría ni superioridad.
Si suponemos que E conste de las partes componentes e, g, m, es claro que si se destruye e y g, no puede la pequeña parte m pretender alguna superioridad sobre A. Porque si el todo E es igual a A, nunca puede su parte M ser mayor que el todo A.
Del mismo modo, si suponemos en A cualquier número de partes, será A igual a todas juntas, y ninguna de ellas tomadas separadamente puede pretender relación de superioridad sobre A.
PUEBLOS: tales son los principios de que emanan vuestros eternos derechos. Ellos ennoblecen vuestro ser; los debisteis al soberano autor de la naturaleza; apreciadlos; no permitáis que os los arrebaten, oscurezcan las injusticias y malignidad de los hombres. La suprema mano que os los concedió, os dio corazón y ánimo para defenderlos. Si sois capaces de sentimientos heroicos, de altos intentos y de virtudes sublimes, es para que conservéis vuestra dignidad: nada de esto se necesitaba para esclavos.
Se han expuesto con toda la rapidez posible, para que se fijen en vuestras memorias con mas facilidad.
No lo dudéis: la ignorancia de estos derechos conserva las cadenas de la servidumbre. Los países han gemido bajo el peso del despotismo, mientras han estado bajo el imperio de la ignorancia y la barbarie.
¿Qué alabanzas podéis dar a la beneficencia de un gobierno que se afana por vuestra ilustración, que permite que se os hable de lo que nunca habíais oído, aunque os interesa tanto; por mejor decir, él mismo pone ante vuestros ojos la luz y la verdad? Él conoce que la fortuna de los estados es inseparable de la de los pueblos, y que para hacer a los pueblos felices es preciso ilustrarlos.
Tenemos pues que trabajar mucho para ser felices. El estudio del derecho público y de la política debe ser el de todos los buenos ingenios. El patriotismo debe hacer de él una especie de necesidad; él ha de ser el principal blanco a que deben dirigirse las instituciones públicas. El genio no suple los conocimientos que deben ser muy raros en un pueblo que nace a la libertad. Así hablaba el ilustre Condorcet el año de 1790 en Paris. ¿Cómo hubiera hablado en América? [3]
¡Oh, si la Aurora de Chile pudiese contribuir de algún modo a la ilustración de mis compatriotas! ¡Si fuese la aurora de mas copiosas luces precediendo a escritores mis favorecidos de la naturaleza! Ya entonces no vivirá mi nombre. Sin duda caerá en olvido una obra débil, que sólo tendrá el mérito de haber precedido a otras mejores; pero no olvidará la patria que trabajó por ella cuanto estuvo a mis alcances, y que tal vez prepare de lejos las mejoras de su suerte.
CAMILO HENRIQUEZ
[1] Publicado en la Aurora de Chile. Este escrito constituye el preámbulo de la doctrina de derecho público que expuso el autor en otros números del mismo periódico.
[2] Los males en ninguna parte se hicieron sentir mas vivamente que en América. Por desgracia la conquista sucedió en tiempos infelices en que los monarcas de España sólo oían adulaciones; sólo ponderaciones de la grandeza de sus dominios y no se trataba de examinar los verdaderos derechos del ciudadano. Nada se les decía a los Reyes de lo que se llama ideas liberales. Todo era despotismo, y no libertándose los infelices americanos se extendía a nuestras mismas provincias. El Sr. Borrull: sesión del día 11 de enero de 1811. Diario de Cortes.
[3] La América, lo mismo que la España, desde su descubrimiento hasta ahora ha estado sumergida en la ignorancia, digámoslo así, en la costumbre de estar subyugada por el despotismo. Pero la America particularmente ha sido el objeto de una tiranía de que quizá no hay ejemplo. No obstante, acostumbrada a sufrir este yugo, no se ha resentido. Su ignorancia la ha tenido sin movimiento. El Sr. Lisperguer en la sesión de 19 de enero en las Cortes.
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