julio 03, 2010

Proyecto de Manifiesto del diputado Juan José Paso, rechazado por el Congreso de Tucumán (1817)

Proyecto de Manifiesto del diputado Juan José Paso, rechazado por el Congreso de Tucumán [1]
[Año 1817]

Este manifiesto era una explicación que hacia a las naciones el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles y motivado la declaración de su independencia:

Si el augusto decreto de 9 de Julio de 1816 que aclamó la independencia de estas Provincias, no hubiera de considerarse mas que bajo el aspecto de un monumento público justificado en sus causas, la notoriedad misma de estas podría haber excusado la manifestación de los principios que debemos a los Pueblos para afianzar el orden social, y a las naciones para investir dignamente su carácter. Esta doble consideración ha decidido al Congreso a romper el silencio que desde aquella solemne declaración había consagrado a la evi¬dente justicia de los motivos que la sostienen.
Y bien, que el País despojado por la usurpación de la propiedad y títulos del mas poderoso imperio de la tierra, tenga que parecer en la presente controversia en actitud menos imponente, y que arrostrar tal vez preocupaciones que a su competidor den una ventaja, el Congreso espera disipar esa falsa perspectiva y hacer ver al juicio imparcial de las Naciones y de la opinión pública que en la declaración de independencia no hizo mas que exprimir el voto y sentimiento de la naturaleza, y el desagravio de la justicia; y que, lejos de ofender el orden social, le restablece sobre sus más sólidos principios, abre al país una carrera de gloria y fortuna en el nuevo estado que forma, y un plan vasto de relaciones interesantes a las Naciones que quieran establecerlas sobre bases de conveniencia recíproca. En suma: que la política de los Estados debe interesarlos al reconocimiento de esta prerrogativa que los sagrados derechos de naturaleza y gentes le declaran.
Abramos los registros públicos de las sociedades; y dejando a las opiniones todo lo que las preocupaciones hayan dado al favor de los Príncipes, o los caprichos de los Pueblos a sus libertades, no adoptemos por principios, sino los que declinando de ambos extremos; conformen a la naturaleza y exigencias del cuerpo social, y al juicioso criterio de la sana política: todo sea exacto.
Si es verdad que hay una felicidad a que aspirar sobre la tierra; que no es en vano que por un instinto de naturaleza corren los hombres presurosos a buscarla en la asociación de su especie; y que a cambio de alcanzarla, hacen sacrificio efectivo de una parte de su libertad, poder, arbitrios y demás facultades nativas: ve ahí el origen de los derechos públicos sociales, y la fuente de los principios que deben conducir la demostración.
La España jamás obtuvo en nuestra América una propiedad y posesión legítima: su ocupación fue únicamente obra de la violencia, de la cruel¬dad, y de la perfidia. Una banda de aventureros, conducidos por la fama de las riquezas de la tierra, tentó primero una acogida en ella; obtenida, pasó a proposiciones insidiosas; sorprendida la sencillez de los naturales, y la confianza generosa del soberano, desplegando una fiereza que no cabe en la idea de lo mas horrible, comenzaron por sofocar la vida del Príncipe, saquear la tierra llenándola de estragos, y acabaron por subyugarla.
Dejamos a la historia y a la poesía el empeño de consignar en sus fastos y en sus cantos el aborto de las furias del abismo, los ultrajes de la naturaleza, el llanto de la humanidad, la desolación del infeliz abatido en la aflicción de su situación indefensa, el suelo en devastación y ruina, el cielo en silencioso asombro, el mundo en expectación y sorpresa: no pensarnos formarnos un derecho de los agravios pasados para venganza; indicamos el principio de la adquisición de España en esta América con los tres principales caracteres expresados en resumen de los datos irrefragables de la historia.
Pero la usurpación no es un título legítimo de propiedad y posesión, ni da derechos a ella. La usurpación ataca el cuerpo social en sus objetos y fin: sin seguridad interior y exterior no hay felicidad. Desde que la fuerza pueda abrirse un camino a la adquisición de un Estado ajeno mas débil, todos los Estados vacilan; ninguno está libre de las empresas de un ambicioso. La inviolabilidad de las naciones es una ley sagrada; y debe serlo tanto, que solo ella pueda servirles de baluarte y resguardo a su seguridad; que su fuerza moral alcance mas allá de lo que atentare la fuerza física del poder y que entonces mismo, que un emprendedor audaz forma en su gabinete un proyecto invasor, la ley presente a su secreto borre todo el interés del plan, y sepa que, aun cuando hasta haber consumado el proyecto no haya concitado el odio y alarma de los demás Estados, su posesión sin derecho será siempre precaria, precisamente cuando pueda sostenerla el respeto y acción continua de la fuerza, sujeta a la reacción impune de la fuerza superior del oprimido.
Este parece ser el sólido y verdadero interés de los Estados; no deben esperarlo todo de su poder: los unos pueden ser sorprendidos en el descuido que desvía los recelos a que no han dado motivos capaces de inspirar un cuidado; los otros, a pesar de su vigilancia y precauciones pueden ser rendidos al ímpetu de un agresor mas fuerte o mas feliz. ¿Quién habría detenido al héroe de Macedonia en la rápida carrera de sus conquistas? ¿y cuál seria hoy la suerte de la Europa, si una estratagema y el clima no hubieran deshecho la obra de Napoleón a punto de consumarse en Moscow?
Ni la duración del tiempo, ni el silencio tímido de los Pueblos subyugados pueden valorar el derecho de la posesión violenta; no precisamente por el origen infecto de que deriva (esto seria abstracto;) sino por la acción continua de la fuerza que mantiene la opresión, y por el terror que imponen las penas, aun a la expresión de las quejas del oprimido. A penetrar bien el fondo de ese concepto, nada mas hay en la violenta posesión continuada, que la fuerza misma invasora, gravitando sin cesar sobre el País subyugado. Si la fuerza es un título ¿qué le falta al ladrón armado para ponerse al paralelo? Y si no lo es en su origen ¿qué añade el tiempo y el sufrimiento, si no es la calidad aun más odiosa de la tiranía?
Más sencillo sería decir lo que Brenno a los tres sabios romanos: «mi derecho está en las armas; a los valientes es dado por naturaleza todo el bien que con su esfuerzo se apropian.» Entonces sí es llano y consecuente que el tiempo afirme la obra después que haya sentado sobre un cimiento que se ha reconocido capaz de sostenerla.
Verdad es, que esta hipótesis conmovería la sociedad en sus fundamentos; y pondría en arma los Estados; mas en último resultado ¿no es uno mismo en ambos casos el motivo de las alarmas, e igualmente terribles sus consecuencias? En asegurándose el invasor del primer golpe con la ocupación del Estado, aunque la humanidad tiemble y el mundo se llene de asombro, doblando la vigilancia y precauciones, recargando la fuerza opresora, derramando el furor y el espanto entre los súbditos, y sofocando el aliento al que respire; cuando haya afianzado su dominación, queda al tiempo dar una sanción a su imperio; él aparecerá en el rango de los Potentados, recibiendo el homenaje de los respetos, dictando leyes de muerte a la Testa Soberana, a quien arrancó el carácter y púrpura que viste. Si son .tremendos estos consectarios, preciso es devorarlos o sofocar el principio de que fluyen.
Pero; ¿la ley de la usucapión y prescripción no debe reconocerse como un derecho incontestable entre Naciones? Después que un Soberano se posesionó de un Estado, formó su constitución y leyes, sujetó los Pueblos, y acostumbró a la obediencia, trasmitiendo el imperio a sus sucesores reconocidos y aclamados sin contradicción por una serie de generaciones en el dilatado espacio de algunos siglos, ¿quedarán aun inciertos sus derechos, y habrá de irse a buscar el origen de los títulos, y entrar en contestaciones que turbando el orden y reposo de los Estados, y excitando querellas entre el príncipe y los súbditos, producirían guerras sangrientas con estrago y desolación de ellos mismos? La tranquilidad pública parece demanda el sacrificio de los derechos de los Pueblos al orden establecido y consolidado.
Si: porque importa tanto a la felicidad de los hombres en sociedad el reposo público, y el orden que lo promueve y conserva, que no hay interés tan grande que no deba sacrificársele. Y si acordes sobre esta máxima las Potestades públicas se empeñaran en su observancia inalterable, redigiéndose como la ley fundamental mas sagrada de las gentes, podría felicitarse la sociedad universal de tan pre¬cioso establecimiento.
Debería comenzarse por respetar la propiedad soberana de los Estados formados e independientes: toda agresión a la fuerza sin causa debería reprimirse por las Naciones, e irritarse por la ley todos sus efectos. La sanción que la ley reserve por la usucapión al tiempo, la destruye: detestando la invasión, ella autorizaría al invasor provocándole con el poderoso incentivo de una propiedad soberana. Para arribar a ese término, se han de poner en armas dos o mas Naciones, la invasora y la invadida; y no solamente se ha de turbar la tran¬quilidad pública, sino que se ha de trastornar todo el Estado en su constitución, leyes, prácticas e intereses con cuanto haya que temer de males y estragos en la inversión del orden social por conmoción violenta.
Qué, ¿para salvar el conflicto de la perturbación del orden y quietud pública a beneficio del opri¬mido, se abandona ese grande interés a todos los riesgos que corre en manos del agresor? Si toda la importancia del orden y tranquilidad es en obsequio de los Pueblos que forman el cuerpo de la sociedad de los Estados, con preferente consideración al que los manda, aunque sea una potestad legítima, ¿por que en favor del invasor una deducción con tendencia tan opuesta a su fin?
En la alternativa del conflicto que presenta el temor de la perturbación pública en ambos casos, la ley debe decidirse por evitar el mayor, el mas frecuente y temible; y fuera de duda, que el segundo no puede entrar con el primero en paralelo. Si la superficie de la tierra habitada es mas un campo destinado a la devastación de la especie humana que a su propagación, la historia de todos los tiempos, y la de nuestros días nos pone a la vista la causa de estos horrores: las empresas incesantes de los Estados contra los Estados.
Para una insurrección de los Pueblos mil usurpaciones, porque los Potentados con todos los medios en su poder, disponen y ejecutan sus designios con absoluto arbitrio; los Pueblos destituidos de protección y auxilios, observados y sitiados de riesgos y dificultades, para acertar un golpe, han debido errar otros muchos, después de haber pasado años y siglos por la tolerancia y sufrimiento del yugo, antes de decidirse a la primera tentativa.
Es desde luego la insurrección una ocasión funesta de desorden y perturbación; por lo mismo era justo excusar a la sociedad todas las que deben su causa a la violencia de un usurpador conocido. En último resultado, el usurpador reportará un beneficio magnifico de su criminal atentado, y la ley será no obstante frustrada de su designio; porque la naturaleza al fin triunfará de los obstáculos, cuanto mas se empeñe en reprimirla.
En fijándose el orden social sobre la base antes establecida, desaparecerán esos héroes aventureros, desoladores de la tierra, y faltará a los Pueblos este justo motivo a sus inquietudes. La prescripción inmemorial afirmará la obediencia del súbdito a la autoridad soberana de un Príncipe que la derive de un origen que se pierda en la antigüedad de los tiempos; la rápida carrera de los años borra las trazas de lo pasado, y esconde los objetos en la densa obscuridad del inmenso espacio que no puede penetrar y recorrer la vista más perspicaz, y el tacto más fino, sino a tientas.
El silencio y deferencia expresa o tácita del Pueblo en la autoridad del que manda, induce con el trascurso de largo tiempo, aunque no sea inmemorial, el abandono presunto de su resistencia a la usurpación, y legitima su título: en general debe así presumirse en los Pueblos gobernados por una constitución benéfica.
Aun nos atreveríamos a avanzar un pensamiento: si puede arrancarse a un Pueblo resistente a la obediencia de un soberano intruso la sumisión forzada a su autoridad sin violar su libertad y derechos, sería únicamente en el caso de mejorar su situación y constituirle en un: estado que cuando violentase sus voluntades, le hiciese gozar realmente mayores ventajas, mas sólidos bienes y comodidades; una tal conducta comenzaría violentándole y atraerla después el acenso, llenando todos los fines de la asociación y los derechos del hombre asociado; le haría olvidar la injusticia de la usurpación, acallaría sus quejas y sofocaría las acciones a la insurrección.
Si en medio de la luz que derrama la evidencia de este convencimiento, su impresión no se considerara bastante a disipar la preocupación favorable al sostén de los imperios usurpados por una posesión larga y pacifica; en cuyo apoyo pudiera creerse afianzado el derecho de la España a disputar a la América esta prerrogativa, es un interés y crédito de esta elevar la demostración a punto que poniendo de manifiesto la falsa perspectiva con que la España pretende figurar para la ocupación y posesión de las Américas en el orden que conserva las Soberanías de los demás estados, la prive de esta ventaja.
Cuan plausible sería hallar un sistema de principios que estableciese la armonía social por un orden capaz de conservarla, fijando en cada uno de los Estados respectivamente y entre unos y otros las relaciones interiores y exteriores de recíproca conveniencia al común bien de todos, tanto es necesario convencerse, que no siendo esta sino Una bella imaginación a lisonjear y entretener el ocio y buen deseo de los filósofos, ella no puede producirnos un resultado efectivo: los varios intereses individuales, territoriales y nacionales, y el carácter vario de las pasiones han turbado y turbarán siempre la armonía de los principios, agitando incesantemente las revoluciones de los Pueblos y Estados.
Mas si el establecimiento de la sociedad en los diferentes Estados que pueblan la tierra no ha sido abandonado a la suerte de los acasos, y el bárbaro arrojo de las pasiones, sin otra regla que la del interés de ellas mismas, forzoso es reconocer ciertos principios que reprimiendo o moderando los conatos, tendencias y acciones de esos agentes, consulten en lo posible el logro y sostén de aquel objeto.
La armonía es el mismo orden social que produce y mantiene el reposo público con el único objeto de conservar la sociedad, y con el fin de obrar en ella la felicidad de todos los que la forman en cada Estado, y en la correspondencia de todos. Si el orden social y el reposo público fuesen comprometidos al conflicto de intereses encontrados por los agentes de los Pueblos y de los Estados, o de estos unos con otros, aquel, debe dirimirse por el interés del objeto y fin a que terminan. A la luz de esta máxima se descubre la falsa posición que se ha dado la España con la ocupación y retención de las Américas para apropiarse su imperio al favor de su larga posesión.
La invasión española ha marcado en caracteres atroces el vicio de su origen con sello indeleble. Su imagen cruenta retrasa en todos los momentos del dilatado espacio que ha corrido el giro perezoso de tres siglos, las impresiones profundas que abrió entonces su ferocidad espantosa. La naturaleza resiste que el espíritu poseído de la idea viva del horror a la dominación invasora, se preste obsecuente a su obediencia: Las insurrecciones de los Pueblos del País en distintos tiempos, si han sido inútiles esfuerzos contra la prepotencia del odioso usurpador, no son menos expresivos testimonios de aversión a su potestad opresora. El luto universal que la clase numerosa de los Naturales viste en sus trajes, el tono lastimero de sus cantos, la tristeza y abatimiento que llevan en su rostro y continente, indican bastante cuanto labra en su espíritu la memoria siempre afligente de la libertad perdida, y de su condición degradada donde no alcanza la expresión por el temor que la pena impone al labio, resuena el eco de su elocuente silencio en la voz pública que interesando la sensibilidad de los extraños en la causa de nuestros sufrimientos, ha hecho notoria al mundo la razón de nuestras quejas. No puede manifestarse bajo de la prepotencia de un modo más explicito y sen¬sible la resistencia constante del País, a la dominación que lo tenía oprimido; ella no ha podido ga¬nar un momento en el tiempo para borrar el carácter del vicio primitivo; la resistencia indicada y preconizada en la Europa equivale a una protestación solemne para la reserva de los derechos, e impide que el silencio pueda hacer presumir una renuncia o abandono que de un consentimiento a la autoridad dominante: sin reconocer sobre sí otro título que la opresión de la fuerza, tan facultado está para rebatirla desde que su reacción pueda prevalecer, como lo estaba al tiempo que fue invadido.
Podrían tal vez los Pueblos de un Estado subyugado a un invasor hallarse mejorados en su suerte, y empeñados no obstante en resistir el nuevo establecimiento forzados y rendidos con violencia a sujetársele, y tenaces sin embargo a no deferirse; o por lo que puede la habitud de las preocupaciones, o por el empeño que toman los Pueblos en sostener sus antiguas instituciones, o derivando de este u otros motivos un pretexto para substraerse a la obediencia. ¿Se podrá asegurar que el derecho de gentes establecido a proteger el bien general de los Estados, autorice las resistencias de los Pueblos dejando al arbitrio de sus preocupaciones y libertades la facultad de conmover los Estados, tal vez en perjuicio de, su mejor constitución y suerte?
Dejemos esta cuestión a las opiniones y, concluyamos estableciendo como un principio incontestable que cuando un Estado soberano independiente es invadido sin causa, ocupado a la fuerza sin título, y gobernado por un sistema destructor que le priva de los beneficios de la sociedad, sin apariencia de mejorar de fortuna, reviven o continúan inextinguibles el vicio y efecto de la usurpación; no hay momento ni circunstancia de tiempo en que prescriba la autoridad; los Pueblos del Estado violentado están legítimamente facultados a sacudir el poder que los subyuga, reproduciéndose en este caso el estado de guerra por todas las causas con que fueron ofendidos desde la invasión. Si así no fuera la sociedad sería el establecimiento más contrario a la felicidad del hombre, el derecho público de la sociedad el arte mas incipiente, y el autor de la obra ciego e impróvido. No puede ser; la necesidad y las conveniencias formaron las sociedades: en ellas busca el hombre los medios de satisfacer el instinto con que nació, y a que por sí solo es insuficiente: todo podría faltarle, menos lo que hace esencialmente su destino.
Establecer las sociedades para felicitar a los hombres mejorando su situación con respecto a la que les cabría en el estado de naturaleza, exigirles el sacrificio de derechos estimables, e imponerles deberes onerosos, a cambio de ventajas positivas, abandonándolos a la suerte de los acontecimientos, y expuestos con la: sociedad misma a la pérdida de sus beneficios, sin regreso a su primer estado, ni arbitrio a repararse y restablecerse en su destino, esto justificaría los anteriores reproches. Seguramente no habría hombre de razón que pasase por el cambio, y que no reputase tal sociedad, como el medio de hacerle infeliz. La felicidad pública es el fin de las asociaciones civiles, y el primer objeto en la intención y plan de su formación; el norte que debe conducir al que gobierna el Estado; la ley suprema que decida en sus más fuertes conflictos; el garante y firme apoyo de la autoridad. El Estado gobernado por un mal sistema, esta en peor situación que oprimido por un tirano que abusa de su poder: tal vez a este podría tolerarse por la esperanza de mejorar de suerte con el sucesor; bajo de un gobierno destructor no se puede ser feliz: bajo de él un usurpador que ocupándole sin título no puede autorizarse con otro que el que gane con el tiempo, encuentra en cada momento el obstáculo que la constitución social y la ley suprema de los Estados opone a su sanción, conservándole el primer carácter: fuera de este caso, el mal debe repararse por el soberano mismo, y la nación con la reforma o mudanza de la constitución.
En vano se apelaría al grande interés del orden social y tranquilidad pública; estos son los conductores del bien público, y no pueden hacerse servir a su ruina: aquel es un desorden eterno que es importante turbar; esta es una calma o postración mortífera que cuanto antes sea posible conviene , remover: su alteración ocasionaría males y males terribles; mas, ¿cuál puede compararse a la suerte infeliz de un País, donde es preciso apurar su sufrimiento por todos los medios de la opresión, y de la injusticia para hacérsela soportar contra la resistencia y sentimiento de la naturaleza?
Este es el verdadero aspecto de la cuestión de América con España, Al tiempo de la invasión, nuestra América formaba un imperio soberano el mas absoluto e independiente, y el mas poderoso por sus inmensas riquezas. Organizado por una constitución y leyes que habría admirado el genio legislador de España, regia en formas regulares Naciones y Pueblos numerosos en la vasta extensión a que habían dilatado su gobierno benéfico doce soberanos arbitrios del feliz destino de millones de habitantes. Sentados sobre un trono precioso, en medio del aparato brillante de un lujo magnifico, apoyada la diestra sobre la cumbre de enormes masas de oro y plata, ellos podrían haberse lisonjeado de la preeminencia de su dignidad y poder sobre los demás tronos de la tierra. Tal era la situación afortunada de este País, cuando irritada la codicia con el incentivo de esas mismas riquezas, se arrojó sobre el Trono y sobre la Nación con la violencia, depredaciones y horrores que describe la historia de esa escena sangrienta. Tan enorme, sin embargo, como es el peso de ese golpe de agravios y horrores, aun grava con mayor momento en la balanza política el golpe de males, que el sistema de gobierno adoptado por las Américas las ha causado desde aquella época. Son bien poco los objetos de un plan de gobierno y administración, en que el de la España no haya sido ruinoso e injurioso al País.
Desde la feroz carnicería de los primeros años de la invasión, la población numerosísima de los naturales de la tierra, degradada por el tributo, y entregada a trabajos punibles, no ha podido reparar sus pérdidas, que el bárbaro establecimiento de la Mita ha llevado en aumento hasta nuestros días, insensible la España al llanto de los pueblos mitarios, y a los informes enérgicos y fundados dictámenes de algunos de sus celosos ministros y publicistas del primer crédito.
La explotación de los minerales sin arte, y por un método el mas desordenado y arbitrario ha apurado la feracidad de los mas ricos precipitados los unos, los montes sobre sus bases, inundados en los mas las labores, Así la ciega voraz codicia ha empobrecido el País de las riquezas, en los inmensos tesoros que arrancó de sus entrañas, y en los que dejó abismados en la tierra. El progreso del tiempo hará sentir cuanto nos ha destruido esa conducta, y cuan difícilmente son reparables sus ruinas.
El comercio de monopolio exclusivo dando al País la ley en todo lo que vendía, y en los retornos que llevaba, absorbiéndose todos los beneficios en los puertos habilitados de la Península, recargando sus valores para reportar un lucro del factoraje, y trasmisión del cambio gravándolos aun mas con los derechos de internación y extracción en razón del círculo; tal era el sistema extorsivo de ese tráfico, tanto mas pernicioso al País consumidor, cuanto escaseando la Metrópoli a la provisión del consumo en los pocos artículos que producía o manufacturaba, y faltando enteramente en la mayor parte de los otros; era indispensable tomarlos de las demás Naciones, y recibirlos el consumidor con un doble derecho de recargo.
Incapaz la España de surtir las Américas por falta de industria y fábricas, y de concurrir en las suyas por la carestía de la mano de obra con las de las otras Naciones; imposibilitada por esta causa a relevarlas de su abatimiento, debía rendir a las Naciones industriosas los productos de ese gran mercado, y los del lujo dispendioso de la Península; precisada así mismo a perder en el doble cambio de los retornos que entregaba en especies, que después volvía a recibir manufacturadas con valor multíplice, su pérdida era progresiva en la balanza, consiguiente su empobrecimiento; y en ulterior resultado los nuevos gravámenes de im¬puestos, que en los últimos años desde el de 1800 se hicieron impracticables.
El giro interior que podría servir a suavizar en parte la dura condición al País, velaba casi exclusivamente en manos de los Españoles, destituidos los Americanos del favor que se daban aquellos unos a otros con preferencia: así, este ramo hacía prosperar a los que lo poseían, formando un se¬gundo monopolio, especialmente en los tiempos de guerra en la Europa, en los que la interceptación del comercio de la Península elevaba la fortuna de aquellos sin participación del americano y con un nuevo intolerable sacrificio del País consumidor.
No era menos infeliz su condición en las demás carreras de los estados eclesiástico, militar, civil y político: negados a los altos destinos de la Nación; rarísima vez admitidos a empleos principales y jefes; generalmente postergados aun en los subalternos de oficina regularmente dotados, sus aspiraciones debían limitarse a las últimas esferas de cada clase, sus ocupaciones a las artes serviles y ejercicios penibles de campaña, o a los menos lucrosos. Las consideraciones que la sociedad dispensa a las riquezas, a las clases elevadas, a los empleos importantes y puestos honoríficos daban una preocupación favorable al español y degradante al americano; esta diferencia no paraba en la ilusión; ella producís ventajas y perjuicios, conveniencias y privaciones, estimación y desprecio: talentos -brillantes, disposiciones felices, calidades apreciables; todas dotes perdidas: si no se atraían la emulación odiosa, lucían solo en la obscuridad y se apagaban con el olvido.
En suma: este País ha sido lentamente consumido en sus producciones nativas, sin deber a la España un beneficio: oro, plata, cobre, estaño, plomo, grana, añil, cacao, cascarilla, tabaco, lanas finas y otros muchos artículos todos son fruto de este suelo: agricultura, artes, manufacturas, medios industriales, provisión de instrumentos y máquinas; establecimientos científicos en las facultades útiles a la sociedad y a la cultura del espíritu o en algún otro ramo capaz de proporcionar al país medios de prosperar, ningunos: todo ha sido desde la invasión extraer, entonces saqueando, después exprimiendo los pocos jugos que dejaban las fatigas laboriosas o la economía miserable. No parece sino que España con idea de abandonar la dominación de este suelo, no pensase mas que en apurar cuanto tiene de rico y apreciable.
No puede, pues, la España derivar una ventaja a su favor, apropiándose la posición en que se halla un soberano, cuyos antecesores hubiesen ocupado por la fuerza el estado sobre que establecieron el trono que los sucesores han consolidado: la independencia política de que gozan los pueblos de ese Estado les da un carácter de dignidad con los arbitrios del poder absoluto: ellos bajo de una constitución regular pueden conservar sus derechos, hacer su fortuna, y feliz su destino.
El sistema de colonización, común a la España con las Naciones que tienen colonias, aunque depresivo de ellas por la constitución de su naturaleza, es susceptible de las formas sociales, y capaz de conciliar y sostener los respetos, y derechos de la autoridad de la metrópoli, con la obediencia y derechos de la colonia. No es preciso que todas las sociedades para ser felices, disfruten de igual suma de felicidad; cada cual debe contentarse con la partición que le cupo en el gran fondo del común establecimiento. Tal colonia hay mas feliz y afortunada, que un otro Estado el mas independiente y libre. Un País conducido colonialmente por un sistema que haciéndole rendir ingentes provechos a la metrópoli a mérito de sus cuidados y protección, se los deje al mismo País abundantes para prosperar disfrutando las conveniencias, comodidades y bienes que puedan hacerle feliz, tal vez no necesita de la independencia para serlo: el sistema colonial bajo de la protección de una potencia poderosa da ventajas sólidas y estimables que puedan balancear la falta de otras; tal es la seguridad con que viven, trabajan y gozan apaciblemente, resguardados de los riesgos y calamidades de las guerras, en que toma un empeño su metrópoli, con una industria activa y medios productivos que' aumentan su fortuna: en un sistema bajo de estas formas marcha el gobierno sin obstáculos, la autoridad se establece y consolida.
La posición de América bajo el sistema colonial de España es toda inversa; él no es de crear, fomentar, proteger, sino de extraer, consumir y gravar: lo es así por la imbecilidad de España, y no podría mejorar en adelante: los minerales que se explotan no regeneran; en sus vacíos dejan una pobreza que no se suple por otros productos que no se han preparado en el País, ni se halla en estado de preparar la España; el mismo orden de cosas en progresión siempre decadente, forma el pendiente que iba a precipitarnos en la última mi¬seria, si no se contuviera. Al colono de estas Américas no le quedaba otra alternativa que abatir la cerviz al yugo para nunca relevarse, o sacudirle para restituirse a su posición natural. ¿Aun se reclamaría en este conflicto nuestra paciencia? Mas, el sufrimiento ya hizo desgraciadas diez generaciones de millones de habitantes que nacieron como todos los hombres a gozar, de la sociedad: ¡Ah! ellos no han conocido goces, acabaron el tiempo de su existencia y no volverán a ser mas; nuestra generación y las venideras eran condenadas a la misma y peor suerte; el sistema es ruinoso por sí mismo. Con que ¿si por desgracia le cupo a un País ser sorprendido en su indefensión por un agresor mas fuerte que le violenta, le deseca, le exprime toda su sustancia, le conduce a su aniquilamiento, ya no hay para él y sus sucesiones futuras un recurso posible sobre la tierra; ni mas que dejar correr los siglos exterminadores hasta que consumada la devastación, se toque el periodo fatal que de tiempo en tiempo renueva la faz política de todos los Estados, en que una revolución de otra mano que la del infeliz oprimido le haga renacer de sus ruinas? Entre tanto, ¡la naturaleza callará paciente al ultraje de su obra, frustrados los designios de sus mas bien indicadas miras sobre la tierra mas privilegiada de su liberalidad; el derecho de las sociedades sujeto a retirar de ella su protección al fin prometido dejándola no obstante ligada a deberes que no impuso sino a su correspondencia; las Naciones, espectadores indiferentes de su infortunio, viendo venir la catástrofe, sin tender una mano generosa a su auxilio!- No: ningún Estado se deja exterminar, ni espera al periodo que haga irreparable su ruina. La oportunidad que se descuida acusaría su negligencia imprudente. Entonces es cuando la sociedad del Estado abandonado forma una revolución magnífica, y con heroico esfuerzo se sobrepone a su abatimiento. Si sostenidos por la opinión universal, o no hubiéramos emprendido resueltos, o abandonáramos menos constantes el empeño, el mundo espectador y la posteridad venidera nos cargarían justamente de los más vivos reproches.
Aunque mil veces se proclame la obediencia y contento de los Pueblos al imperio usurpador, aunque se interpongan los mas sagrados respetos de la Religión y del juramento, y aunque accedan los conocimientos más auténticos y solemnes de las Naciones, ni aquellos ni el tiempo corroboran la autoridad, si la violencia subsiste bajo de un sistema destructor, enemigo de su felicidad. En este caso no hay necesidad de promover cuestio¬nes para explicar los sentimientos del pueblo; es evidente su conflicto en la opresión: todos conocen que ninguno quiere, ni se presume consentir lo que le destruye.
Que no se crea que el espíritu de revolución ha formado estos principios: ellos derivan por consecuencia de la demostración contraída al caso, que hace excepción a todas las opiniones. Son desde luego de temer las insurrecciones de los pueblos contra la autoridad que los domina; no por ello deben condenarse todas por criminales. Desde que hay Estados hubo revoluciones; todos han mudado de manos y de formas; ninguno subsiste ni en la raza de sus autores, ni en la primitiva constitución de sus elementos. La usurpación derribó los unos, la insurrección los otros; algunos cayeron de sí mismos desquiciados de las ruinosas bases que no podían sostenerlos. Si sola una insurrección fuese justificada en la serie de todas las que nos precedieron, esa es esta, los datos expuestos están a la vista de todos, los códigos y órdenes del gobierno colonial de América deponen de su verdad. Mucho tiempo ha que los extraños han lamentado nuestra situación infortunada; tal vez este fue el único consuelo en la aflicción. Si al juicio de los políticos de Europa, el interés, bien que grande, indirecto y por consecuencia de los daños que su privación induce en todos los órdenes y relaciones de las Naciones, podría autorizarlas para obligar a la España a ceder o acomodarse en la presente contienda, ¿cómo es que la América por la suma de todos los bienes que interesan soberanamente la suerte y fortuna de esta vasta región de la tierra, no habría podido dar el impulso a la acción, cuyo suceso antes que a toda otra, afecta inmediatamente su bien o malestar?
Nuestra revolución es la más ordenada, dulce y apacible; ninguna en que se haya economizado tanto la sangre, ni en que aun a los enemigos se hayan dispensado tantas consideraciones. Las disensiones civiles no han inducido un trastorno mas que momentáneo en el orden público; un mismo espíritu ha animado la acción del gobierno siempre marchando en formas regulares. El Congreso mismo incitando a los Pueblos a la unión y orden, no ha disimulado sus discordias y turbulencias; el horror con que amagaron sus funestos principios, exaltó su celo; la anarquía cortó sus nacientes progresos, la serenidad apacible sucedió a los primeros anuncios de la borrasca; el País goza de calma tranquila; la Representación soberana del País se halla establecida con dignidad, en este congreso; la autoridad del supremo gobierno del Estado se insinúa en la confianza del súbdito, y es seguida de su respeto y obediencia: debemos hacer justicia a nuestros ciudadanos; ellos son tan obsecuentes y dóciles, como bravos.
Nuestra revolución produce genios; el valor bajo de su conducta obra prodigios: el rico y ameno Estado de Chile es hoy relevado a su dignidad con exterminio del ejército que le subyugaba.
La revolución en fin restituye el País a su dignidad y fortuna, franqueándole a la correspondencia y relaciones de las Naciones del orbe. Si se ha de dar algo al sistema de las causas finales, la naturaleza estaba agraviada en el designio de su obra: con que solo se reconozca un orden razonable en el plan de la sociedad al fin de conservar la dignidad e interés respectivo de los Estados que la componen, era necesario corregir la deformidad monstruosa que indujo en él una mano torpe y atrevida. Jamás País alguno de la tierra fue mareado en su independencia con caracteres tan visibles. Inmenso en la extensión de sus regiones, separado del resto de la tierra por el trayecto de mares dilatados, abundante a las subsistencias, agradablemente variado en sus climas, feraz de exquisitas producciones, rico en preciosidades y tesoros, él encierra en su vasta esfera los objetos de sus necesidades y conveniencias, o los medios de procurárselos. Conducida esta masa enorme al torpe movimiento de un punto débil, o para decirlo en propiedad, unida al infeliz destino de una Nación celosa y desconfiada en su nulidad e impotencia, toda reducida en el gobierno de las colonias a devorar lo que encuentra, apenas puede considerarse esta vasta región en contacto y relaciones con las demás. Si abatida la América, y servilmente sujeta al arbitrio mezquino de su conductor, las Naciones no dignamente consideradas, desatendidas en su perjuicio: La América bajo el sistema colonial de España en privaciones violentas que la han reducido a una situación desesperante; la industria Europea elevando hasta la emulación sus progresos, sujeta a las prohibiciones y restricciones de un sistema insusceptible de leyes, cuyo interés está en oposición de sus principios.
No hay sino la independencia de la América que sostenida en la plenitud de sus arbitrios, pueda restablecer las cosas al natural, franqueando este nuevo mundo a la inmediata correspondencia y comunicación del antiguo, y abriendo su gran mercado a las Naciones industriosas y comerciantes; sus inmensos desiertos a la población, sus terrenos fértiles y espaciosos a todo género de establecimientos rurales para la creación de nuevas materias o culturas, y mejoras de las nativas; sus poblados a las ciencias y artes con todo el aparato y tráfico de sus producciones científicas, instrumentos, máquinas y cuanto pueda servir a difundir sus luces y conocimientos; al consumo objetos de necesidad, de conveniencias, de lujo, gusto y placer; aumento considerable de consumidores en la numerosa clase de centenares de miles de indios en una civilización informe y degradante que relevados de su condición, entrarán a la par de las demás clases; civilización de los innumerables salvajes que el trato y el acrecimiento de la población bajo de un nuevo orden, atraerá a nuestros usos; un nuevo acopio de riquezas que el suelo feraz y agradecido rendiría a la población y métodos inteligentes; agregado todo el producido de las explotaciones minerales y frutos conocidos, haría la prosperidad de los habitantes, y los provechos del introductor. Una revolución feliz daría un nuevo ser y aspecto a estas regiones deliciosas; todo se pondría en acción animada; las nuevas necesidades hartan nacer los medios de adquirir nuevas conveniencias; y estas extendiendo su acción a nuevos objetos, excitando, y excitadas de nuevos estimulas, darían al cuerpo social de este nuevo estado el espíritu y las formas convenientes a su magnitud y calidades.
Veríamos sin pesar desentrañarse con más ávido empeño las riquezas minerales, y formarse de ellas y de los preciosos frutos exportaciones, infinitamente mayores; fuentes de prosperidad mas estable sustituirían a aquellas, tierras laboriosamente cultivadas, establecimientos productivos, ciudades populosas al pie de los minerales o en sus llanuras, ostentando la industria, la actividad y las conveniencias, donde hoy no vemos sino rancherías y tristes ruinas que han dejado por despojo los minerales mas afamados, después que se aprovecharon de su opulencia. Las explotaciones obradas con conocimientos, arte y economía, rendirían resultados mas extensos en los semimetales y variedad de fósiles apreciables que hasta hoy se han dado al desperdicio; sin entrar en una infinidad de detalles sobre la incalculable multitud de objetos útiles a las operaciones científicas de la química, a las investigaciones de la botánica, a los usos saludables de la medicina, al universal aprovechamiento de las artes de que abundan prodigiosamente el País interior; nuevos surtideros de intereses indescriptibles en las aguas, en las tierras, en los montes, en los flanos, en los frondosos bosques, en las arenas ardientes de la tórrida, en las regiones heladas de los altos, en la temperatura apacible de los climas intermedios; donde la naturaleza parece quiso esmerarse en ostentar todas sus bellezas, en desplegar toda la energía de su poder, y en formarse el aparador magnifico de su dignidad. No pueden indicarse mas bien sus intenciones, ni pronunciarse mas claramente nuestro destino. Todo lo que no sea poner a la América en contacto y comunicación inmediata con las Naciones industriosas, favorecer su población, y la introducción de métodos y manos inteligentes, por medios que animen su acción, y la pongan en estado de formarse y rendir los productos de que es capaz, es consumir y empobrecer este País hasta arruinarle. Esta obra, tan grande como es, es el resultado fácil de la independencia, y arbitrios absolutos del País, y del comercio activo, directo, e inmediato de las Naciones. Ella no puede diferirse en esta oportunidad, porque a más de los beneficios de que las privaría la dilación, su establecimiento requiere necesariamente todos los incentivos del metálico que la explotación va consumiendo: este es un principio de afinidad multíplice que ha de ligar las relaciones e identificar las acciones de intereses tan diversos al punto de confluencia de unos y otros.
Que la consideración se fije al objeto de esta reflexión, sin perder de vista que hay oportunidades felices que harían la fortuna de los Estados, y malogradas no vuelven: esta afecta la de todos los que pueden entrar en sus relaciones. El interés de nuestra contienda, no es solamente el interés parcial de la España y de la América; es el interés general de la sociedad de todos los Estados; es el de reparar aquellos en la actualidad sus pérdidas, y dar una corriente a los progresos de su industria; es ulteriormente con mayor importancia asegurar a la sociedad esta porción considerable de su fundo, fijando en ella relaciones permanentes que afiancen para lo sucesivo en la correspondencia de todos la existencia de los suyos.
El derecho de conservarse es ley fundamental de gentes que los obliga a evitar las causas de su decadencia y ruina, y los faculta a procurar los medios de sostenerse, Cuando la conducta de una Nación pusiera a las demás en estado de debilitarse, de no poder reparar sus pérdidas, ni sobreponerse al pendiente de su decadencia por un efecto inevitable de los principios de aquella conducta, aun suponiéndola con el derecho incontestable a la propiedad nacional mal conducida, raro sería que en el conflicto de ambos derechos no cediese el de la propiedad particular de una Nación al de la preservación del perjuicio inevitable de las demás; mas raro aun que puesto aquel derecho en contienda entre la metrópoli y colonia con éxito dudoso, no facilitasen con la asistencia el único que podría preservarlos.
Que la opinión pública pronuncie en la causa de los derechos de nuestra independencia: su juicio imparcial los hallará establecidos sobre principios, que salvando la dignidad de los Potentados soberanos sostienen fuera de toda opinión el destino de, los hombres en sociedad contra la violencia del poder decidido a su infortunio: y penetrados como estamos del interés que a los Estados sugiere la razón pública de su conservación, para no ser damnificados por consecuencia del sistema que conduce a la América sobre el pendiente de su ruina, debemos justamente persuadirnos de la asistencia que deben al sostén de nuestra revolución magnánima. La sabiduría que ilustra sus consejos, debe presentarles en la cuestión de nuestros derechos, toda la importancia de las relaciones que en la unión y correspondencia de ambos mundos va a felicitar a todos.
¡Potentados! los que regláis la suerte de esa parte de la tierra, tomad en vuestra más atenta consideración la suerte de esta. Pesad en la balanza política el valor del medio mundo; su momento pende de la posición que le deis. En manos de la España, ¿quien puede calcular la suma de millones de millones de pesos que hoy vale menos que cuando le ocuparon? En las mismas siempre decreciendo, un día ven dría en que hubiera de perder aun su carácter. Opulenta América ¡tú pobre! eres una quimera. Si un destino impío te condujere a ese extremo, antes que desmentir tu condición, deja de ser, y envuelve al resto del mundo en tus ruinas. Tal es la suerte que debe esperar la Europa de la destrucción de la América en el sistema de España.
Restituida a su lugar, sosteniéndola en la dignidad del rango que ha recobrado, reposad sobre los resultados felices de la mejor y mas grande obra de la política. La sociedad espectable al mundo por la primera vez en la unión y correspondencia de sus partes, una acción y un nuevo interés respectivos en cada uno de sus puntos; imaginad si es posible la suma de relaciones interesantes en comunicación activa y el producido de bienes y felicitad por resultado.
La España, la España sola, tenaz en sus ideas devastadoras, resuelta a sostenerse a expensas de la fortuna de América, no entra en los consejos de la justicia, ni en la razón pública de los Estados: la fuerza es su único derecho, empeñada en consumar la desolación del País. La fuerza no es sino con la fuerza que se ha de contrastar. El cielo y la naturaleza, el interés y la gloria arman nuestro brazo. Con justicia la emprendimos animosos, la avanzamos esforzados con crédito; la sostendremos constantes, hasta que el País haya afianzado la gloria y el fruto que ha de felicitar nuestro destino.
JUAN JOSE PASO

[1] Fuente: Ravignani, Asambleas Constituyentes, T° VI, pág. 989 ss. Este proyecto fue publicado en la Revista Nacional, fundador ADOLFO P. CARRANZA, director CARLOS VEGA BELGRANO, segunda serie, tomo XV, pp. 178 a 196, Buenos Aires, 1892. El documento se hizo conocer bajo el titulo de: «Un manifiesto del doctor Passo», con una nota preliminar en donde se asienta lo siguiente: «No hemos encontrado en las actas de las sesiones del Congreso de Tucumán, cuando se nombro la comisión redactora del manifiesto de la Independencia, pero si la excusación de dos de sus miembros, los doctores Bustamante y Serrano, quienes, en la del 17 de Enero de 1817, dicen que se ha encargado de llevar a cabo la obra el doctor Pedro Medrano. Tampoco se dice nada sobre el día que se trató o examinó el que presentara el referido Medrano, y solo se menciona como sancionado uno que redactó el doctor Antonio Sáenz y que lleva la fecha de 25 de Octubre de 1817. Fray Cayetano Rodrigues, en carta al obispo Molina, escrita en Buenos Aires el 10 de Diciembre de 1817, dice: «El manifiesto de la Independencia se trabajó por Medrano: lo presentó aquí y se despreció. Es porque el estilo era práctico y demasiado sublime. Se mandó hacer otro a Passo, y también se reprobó con frente serena, porque dicen que había hecho un papel jurídico y no un manifiesto. ¿C6mo estará Passitos? Contémplalo. Y luego sale Sáenz con el suyo de puros hechos y algunos falsos, y ni un derecho que abone nuestra causa; pero este se aprueba porque audaces fortuna juvat.- Es el que corre.- Para mi y otros indecente.- Pero Silentium meum irribi, el tibi etiam». Entre los manuscritos que poseía el doctor Olaguer y que pertenecían a D. Mariano Lozano, hemos hallado el manifiesto original que proyectó el doctor Juan José Passo y que, como se dice anteriormente, fue reprobado». El manifiesto adoptado lo publicamos conjuntamente con la constitución de 1819 a fin de no fragmentar la edición oficial que se hizo de este cuerpo legal. (N. del E.)

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