RIGGS V. PALMER [1]
(115 NY 506)
PHILO RIGGS, COMO CURADORA AD LITEM ET AL., DEMANDANTES,
CONTRA
ELMER E. PALMER ET AL., DEMANDADOS
Tribunal de Apelaciones de Nueva York
Demanda presentada el 21 de junio de 1889
Demanda resuelta el 8 de octubre de 1889
DECISIÓN DEL TRIBUNAL
Sumario:
«A nadie se le debe permitir beneficiarse de su propio fraude, o tomar ventaja de su propio error, fundar cualquier demanda sobre su propia iniquidad, o adquirir propiedad sobre la base de su propio crimen»
JUEZ EARL
El día 13 de agosto de 1880, Francis B. Palmer otorgó su testamento, en el cual confirió pequeños legados a dos de sus hijas, la Sra. Riggs y la Sra. Preston, las demandantes de esta acción, y el resto de la herencia a su nieto, el acusado, Elmer E. Palmer, obligado al mantenimiento económico de Susan Palmer, su madre, con una donación para sus otras dos hijas, obligadas al mantenimiento de la Sra. Palmer, en el caso de que Elmer le sobreviviera y muriera menor de edad, soltero y sin descendientes. El testador, a la fecha del testamento, poseía una granja propia y considerables bienes personales. Era viudo aunque, con posterioridad, en marzo de 1882, había contraido matrimonio con la Sra. Bresse, con quien antes de su casamiento estipuló un contrato prenupcial en el cual se acordó que, en lugar de la dote de viudedad y todas las otras reclamaciones sobre sus bienes en caso de que le sobreviviera, ella debía sostener su granja durante toda su vida con un respaldo económico expresamente cargado sobre la granja. A la fecha del testamento, y hasta la muerte del testador, Elmer vivía con él como miembro de su familia, y a su muerte tenía dieciséis años de edad. El sabía de las disposiciones hechas en su favor en el testamento. Asimismo, se enteró de que su abuelo quería revocar tales disposiciones testamentaris, y para obtener el disfrute rápido y la posesión inmediata de su propiedad, lo asesinó deliberadamente por envenenamiento. Ahora reclama la propiedad, y la única pregunta que debemos determinar es: ¿puede tenerla? Los acusados dicen que el testador ha muerto, que su testamento fue hecho en debida forma y se ha comprobado su legalidad y que, por lo tanto, debe tener efecto de acuerdo con la la letra de la ley.
Es muy cierto que de acuerdo con la interpretación literal de la ley del Estado que regula el ortorgamieto, prueba y el efecto de los testamentos, y la transmisión de la herencia, debido a que el testamento era válido y no había sido modificado, otorgan esta propiedad al homicida.
El propósito de estas leyes fue permitir a los testadores disponer de su herencia como recompensa al momento de su muerte y llevar a efecto sus últimos deseos jurídicamente expresados. Tal propósito debe ser tenido en cuenta.
Fue la intención del legislador que los instituidos en un testamento obtuvieran la propiedad a ellos otorgada, pero en ningún caso ha podido ser su intención que una persona llamada a heredar y que asesina al testador para acelerar el tramite sucesorio pudiera obtener algún beneficio en virtud de éste. Si tal caso hubiera estado presente en sus mentes, y supuestamente hubiera sido necesario hacer algunas disposiciones de la ley para resolverlo, no podemos de que los legisladores lo hubiesen dispuesto así. Es un método común de interpretación que la intención del legislador es tan ley como si fuera la propia letra de la ley; y algo que está en la letra de la ley no está incluido en la ley a menos que esté dentro de la intención del legislador. Los redactores de las leyes no siempre expresan su intención perfectamente, sino que o se exceden o se quedan cortos, así que los jueces recopilan solamente las conjeturas racionales o probables, lo cual es denominado interpretación racional. Rutherford, en sus Institutes (pág. 407) dice: «Cuando hacemos uso de la interpretación racional, algunas veces restringimos el significado del escrito para tomar menos, y algunas veces extendemos o ampliamos su significado para tomar más de lo que sus palabras expresan».
Tal interpretación de la ley debe ser considerada como la mejor respuesta de la intención que los legisladores tuvieron en mente, por “qui haeret in litera, haeret in cortice”. En el Abridgment de Bacon (Estatutos I, 5), en Puffendorf (Libro V, Capítulo 12), en Rutherforth (págs. 422, 427) y en los Commentaries de Smith (pág. 814), se mencionan muchos casos en los cuales se consideró que las cuestiones abarcadas por las palabras generales de las leyes no estaban, sin embargo, comprendidas en las leyes porque no había sido la intención de los legisladores que lo estuvieran. Ellas fueron extraídas de las leyes por una interpretación equitativa [equitable construction]. Como Bacon señala: «Mediante una interpretación equitativa un caso que no está incluido en la letra de la ley se considera algunas veces que cae dentro de su significado porque está comprendido en el daño para el cual se ha dispuesto el remedio jurídico. La razón para tal interpretación estriba en que los legisladores no pueden establecer cada caso en términos expresos. Para dictar un fallo correcto acerca de si un caso está comprendido en la equidad de una ley es bueno suponer que el legislador está presente y que se le ha hecho la pregunta “¿intentó incluir este caso?”. Entonces, debe imaginarse cómo usted, siendo un hombre correcto y razonable, habría dado una respuesta. Si esta respuesta es que el legislador quiso incluir tal caso, puede considerarse con seguridad que el caso está comprendido en la equidad de la ley, mientras que si usted no haría más de lo que él habría hecho, entonces no actuaría contrario a la ley, sino en conformidad con ella». En algunos casos la letra de la ley se restringe mediante una interpretación equitativa, en otras se extiende; en otros la interpretación es contraria a la letra de la ley. La interpretación equitativa que restringe la letra de una ley es definida por Aristóteles, como es comúnmente citado, de la siguiente manera: “Aequitas est correctio legis generaliter latae qua parti deficit”. Si los legisladores pudieran, para el caso en cuestión, ser consultados, ¿dirían ellos que fue su intención mediante un lenguaje general que la propiedad de un testador o un ascendiente fuera transferida a quien ha tomado su vida con el propósito expreso de obtener su propiedad? En la Introducción a los Commentaries de Blackstone (pág. 91), el mencionado autor, refiriéndose a la interpretación de las leyes, dice: «Si surgen problemas con algunas consecuencias absurdas manifiestamente contradictorias a la razón común, ellas son, con respecto a estas consecuencias, nulas. Cuando algunas cuestiones colaterales surgen de las palabras generales y devienen en irrazonables, entonces los jueces deben tener la decencia de concluir que la consecuencia no fue prevista por el Parlamento, y, por tanto, ellos están en libertad de exponer la ley por equidad y solamente no tenerlo en cuenta quo ad hoc». Blackstone da como ejemplo el caso en el que un acto del Parlamento dio poder a un hombre para juzgar todas las causas que se alzaran contra un predio en Dale, pero, de surgir alguna en la cual él mismo fuera parte, el acto se interpretaba de forma que no se extendiera a este caso puesto que es irrazonable que un hombre pueda determinar su propio pleito.
Hubo una ley en Bolonia que señalaba que quien derramara sangre en las calles sería severamente castigado y, sin embargo, se consideró no aplicarla al caso de un barbero que abrió una vena en la calle. Se ordena en el Decálogo que no debe hacerse ningún trabajo en Sabbath y, no obstante, dándole a dicha orden una interpretación racional fundada, el Juez Infalible consideró que no están prohibidos los trabajos de necesidad, caridad o benevolencia en tal día.
¿Qué sería más irrazonable que suponer que fue intención del legislador en las leyes generales aprobadas para la transmisión ordenada, pacífica y justa de la propiedad que ellas deberían actuar en favor de quien asesinó a su ascendiente para poder acceder rápidamente a la posesión de su herencia? Tal intención es inconcebible. No necesitaríamos, por tanto, inquietarnos por el lenguaje general contenido en las leyes.
Además, tanto todas las leyes como todos los contratos deben ser controlados en su realización y efecto por máximas generales y fundamentales del common law. A ninguno se le debe permitir beneficiarse de su propio fraude o tomar ventaja de su propio error, fundar cualquier demanda sobre su propia iniquidad o adquirir propiedad sobre la base de su propio crimen. Estas máximas son dictadas por el orden público, tienen su fundamento en el derecho universal administrado en todas las naciones civilizadas y en ningún lugar pueden ser sustituidas por las leyes. Ellas fueron aplicadas en la decisión del caso New York Mutual Life Insurance Company c. Armstrong (117 U. S. 591). Aquí se consideró que la persona que procuró una póliza sobre la vida de otra, pagadera a su muerte, y luego asesina al asegurado para hacer efectiva la póliza, no puede recuperarla por ello. El Señor Juez FIELD, redactando su voto, escribió: «Independientemente de cualquier prueba de los motivos de Hunter para obtener la póliza, e incluso asumiendo que ellos fueran justos y apropiados, él renunció a todos los derechos que le otorga ésta cuando, para asegurar su pago inmediato, asesinó al asegurado. Sería un oprobio contra la ciencia jurídica del país si alguien pudiera cobrar el dinero del seguro pagadero a la muerte de una parte cuya vida él ha tomado delictivamente. De esta forma también podría cobrar el dinero del seguro sobre un inmueble que intencionalmente haya incendiado».
Estas máximas, sin que ninguna ley las dé vigencia o efectividad, frecuentemente controlan el efecto y anulan las palabras de los testamentos. Un testamento obtenido mediante fraude y engaño, como cualquier otro negocio jurídico, puede ser declarado nulo y dejado de lado y así una parte concreta de un testamento puede ser declarada ilegal o ineficaz si la voluntad fue inducida mediante fraude o bajo la influencia indebida de la persona en cuyo favor está hecho (Allen c. M'Pherson, 1 H. L. Cas. 191; Apelación de Harrison, 48 Conn. 202). Igualmente un testamento puede contener disposiciones que sean inmorales, irreligiosas o contrarias al orden público y, entonces, ellas serán consideradas nulas.
Aquí no hubo certeza de que el asesino sobreviviría al testador o de que el testador no cambiaría su testamento tampoco hubo certeza de que aquél obtendría la propiedad si la naturaleza hubiera seguido su curso. Elmer, por tanto, asesinó al testador expresamente para conferirse a sí mismo una herencia. En tales circunstancias, ¿qué derecho, humano o divino, le permitiría tomar la herencia y disfrutar de los frutos de su crimen? La voluntad del testador habló y se hizo efectiva a su muerte; Elmer causó esta muerte y a través de su crimen la hizo hablar y ser eficaz. ¿Hablaría y sería eficaz en su favor? Si Elmer se hubiera encontrado con el testador y hubiera tomado su propiedad por la fuerza, no tendría ningún derecho a ella. ¿Debería tener derecho por asesinarlo? Si hubiera ido a casa del testador y compeliéndole por la fuerza o mediante un fraude o excesiva influencia le hubiera inducido a testarle su propiedad, el derecho no le permitiría tenerla. Pero, ¿puede Elmer dar efecto y ejecutar un testamento mediante un asesinato y además obtener la propiedad? Responder estas preguntas en forma afirmativa sería, parece ser, un oprobio a la ciencia jurídica de nuestro Estado y una ofensa contra el orden público.
Bajo el derecho de tradición romanística se desarrolló, desde principios generales del derecho natural y de justicia, por muchas generaciones de jurisconsultos, filósofos y estadistas que alguien no puede tomar propiedad o herencia de un ascendiente o benefactor al cual ha asesinado (Domat, Parte 2, Libro 1, Título 1, §3; Code Napoleon, §727; Roman Law de Mackeldy, 530, 550). En el Código Civil de Baja Canadá las disposiciones sobre la materia han sido copiadas sustancialmente del Código de Napoleón pero, hasta donde pude encontrar, en ningún país donde el common law prevalezca se ha estimado importante promulgar una ley que provea tal caso. El derecho continental europeo les fue familiar a nuestros revisores y legisladores y no estimaron importante incorporar a nuestras leyes sus disposiciones sobre este asunto. El presente no es un casus omissus. Fue supuesto que las máximas del common law serían suficientes para regular tal caso y que su promulgación específica para este propósito no era necesaria.
Por las mismas razones el demandando Palmer no puede tomar ninguna de estas propiedades como heredero. Justo antes del asesinato él no era heredero y no había certeza de que lo llegara a ser. Pudo haber muerto antes que su abuelo o pudo haber sido desheredado por éste. Se hizo a sí mismo heredero mediante un asesinato y buscó obtener la propiedad como fruto de su crimen. Lo que se ha dicho de él como legatario se le aplica con igual vigencia como heredero. No puede concederse derecho alguno a sí mismo mediante un crimen.
Mi perspectiva del caso no inflinge sobre Elmer ningún castigo mayor o adicional por su crimen que el que especifica la ley.
No le priva de ninguna propiedad, sino que simplemente sostiene que él no puede adquirir propiedad por su crimen y, en consecuencia, ser recompensado por su comisión.
Nuestra atención gira ahora hacia Owens c. Owens (100 N. C. 240), un caso totalmente similar. Aquí una esposa ha sido condenada de ser cómplice del asesinato de su esposo y se consideró que ella estaba, no obstante, legitimada a la dote de viudedad. No estoy dispuesto a aceptar la doctrina de este caso. La ley provee una dote para una esposa que al tener la desgracia de sobrevivir a su marido pierde su sustento y protección. Está claro que va más allá de este propósito hacer disposiciones para una esposa que con su propio crimen se ha hecho viuda a sí misma y deliberada e intencionadamente se priva a si misma del sustento y la protección de su marido. Como ella podría haber muerto antes que él y, por tanto, nunca haber sido viuda no puede concederse a sí misma una herencia por su crimen. El principio que subyace en la máxima Valenti non fit injuria tiene que ser aplicado a tal caso y a una viuda, como tal, no debe, para el propósito de adquirir derechos de propiedad, permitírsele alegar una viudedad que maliciosa e intencionadamente creó.
Los hechos encontrados legitiman a las demandantes la pretensión que ellas persiguen. El error del árbitro estuvo en su conclusión de derecho. Por tanto, en vez de acceder a un nuevo juicio, creo que debe ser ordenado el fallo adecuado sobre los hechos aquí encontrados. Los hechos han sido decididos dos veces con el mismo resultado. Primero, en el juicio de Palmer por asesinato; y, posteriormente, por el árbitro en esta acción. Por tanto, somos de la opinión de que los fines de la justicia no requieren que deba volverse sobre la cuestión.
El fallo de la Sección General de Apelación [2] que se dictó bajo el informe del árbitro, debe ser, por tanto, revocado y dictado como sigue: Que a Elmer E. Palmer y al administrador se les prohíbe usar cualquier herencia real o personal dejada por el testador en beneficio de Elmer; que los legados en el testamento son declarados ineficaces para transferirle la propiedad; que por razón al crimen que cometió sobre su abuelo está privado de cualquier interés sobre la herencia dejada por aquél; que las demandantes son las verdaderas propietarias de los bienes y del patrimonio personal dejado por el testador, sujeto al cuidado de la madre de Elmer y la viuda del testador, bajo acuerdo prenupcial; y que se condena a Elmer en costas en todas las instancias.
JUEZ GRAY (DISIDENCIA)
Esta apelación presenta un extraordinario estado de los hechos y, respecto de ellos, creo que el caso no tiene precedente en este Estado.
El demandado, un joven de dieciséis años de edad, siendo consciente de las disposiciones del testamento de su abuelo, en el cual le instituyó un legado residual de la herencia del testador, causó su muerte mediante envenenamiento en 1882. Por este crimen fue juzgado y condenado por asesinato en segundo grado y al tiempo del inicio de esta acción estaba cumpliendo su condena en un reformatorio estatal. Esta acción fue interpuesta por dos de las hijas del testador con el propósito de que aquellas disposiciones del testamento en favor del demandado fueran canceladas y anuladas.
El argumento de las apelantes para una revocación del fallo, demanda que fue desestimada, se concreta en que el demandado impidió ilegalmente, mediante su crimen, una revocación del testamento existente o el otorgamiento de un nuevo testamento, que finalizó el disfrute por parte del testador de su propiedad y dio efecto a su propia sucesión a través del mismo crimen. Ellas afirman que permitir al demandado tomar la propiedad testamentada sería permitirle tomar ventaja de su propia injusticia.
Para sostener su posición el abogado de las apelantes ha suministrado un poder y elaborado un informe. Si yo creyera que la decisión de la cuestión podría ser afectada por consideraciones de naturaleza equitativa [equitable nature] no debería dudar en asentir la perspectiva que nos compromete con la conciencia. Pero la cuestión no surge del domino de la conciencia. Estamos vinculados por rígidas reglas de derecho, las cuales han sido establecidas por el legislador, y es dentro de estos límites donde está confinada la determinación de esta cuestión. La pregunta con la que estamos tratando no es otra que la de si una disposición testamentaria puede ser alterada o un testamento ser revocado, después de la muerte del testador, a través de una apelación a los tribunales, cuando el legislador ha prescrito exactamente, por medio de sus promulgaciones, cuándo y cómo los testamentos serán preparados, alterados y revocados. Y, aparentemente, como me parece a mí, cuando los testamentos han cumplido totalmente con estos requisitos, no queda espacio para el ejercicio por los tribunales de una jurisdicción equitativa sobre tales cuestiones. La ciencia jurídica moderna, al reconocer con mayores o menores restricciones el derecho del individuo a disponer de su propiedad después de su muerte, sujeta este derecho al control legislativo tanto en su alcance como en su modo de ejercicio. La libertad completa de disposición testamentaria de la propiedad de una persona no ha sido vista como una regla universal en aquellos sistemas jurídicos de otros países que están modelados sobre el derecho romano, como vemos en las disposiciones del Código Napoleónico, y en las leyes de muchos de nuestros Estados. A las restricciones legislativas que son impuestas sobre la disposición de la propiedad de una persona por testamento, les son añadidas las reglas estrictas y sistemáticas para la ejecución, alteración y revocación de los testamentos; las cuales deben ser, si no exactamente, sí al menos sustancialmente seguidas para asegurar su validez y realización. Podemos asumir, naturalmente, que la razón para el establecimiento de tales reglas consiste en el propósito de crear garantías sobre estos actos graves e importantes, que la experiencia ha demostrado ser los más prudentes y seguros. Esta libertad, cuyo ejercicio está permitido por las leyes del Estado en la disposición testamentaria de la herencia de una persona, está sujeta a ser ejercida de conformidad con las regulaciones de la ley. La capacidad y el poder del individuo de disponer de su propiedad después de su muerte y el modo por el cual este poder puede ser ejercido son materias sobre las que el legislador ha asumido el control total y se ha comprometido a regular con exhaustiva particularidad.
El argumento de las apelantes no está respaldado por referencia a aquellas normas del derecho de tradición romanística o por normas de otros gobiernos, por las cuales el heredero o legatario está excluido del beneficio dentro del testamento si ha sido condenado por dar muerte, o intentar dar muerte, al testador.
En ausencia de tal legislación aquí, los tribunales no están facultados para establecer tal sistema de justicia terapéutica. La privación de un heredero de la sucesión testamentaria en el derecho romano cuando era culpable de tal crimen, sencillamente, fue creada con la naturaleza de ser un castigo impuesto sobre él. La sucesión, en caso de tal culpa, era transferida a los fondos públicos, reversión de bienes a la Hacienda Pública (véase el Derecho civil de Domat, Parte 2, Libro I, Título I, §3).
Reconozco que las reglas de derecho que anulan las disposiciones testamentarias hechas en beneficio de aquellos que se han convertido en indignos de ellas pueden estar basadas en principios de equidad y de justicia natural. Es totalmente razonable suponer que un testador podría revocar o modificar su testamento cuando su juicio fuere bastante iracundo y alterado para no desear tomar su voluntad como ejecutada e inalterable. Pero estos principios solo sugieren razones suficientes para la promulgación de leyes que prevean tales casos.
Las leyes de este Estado han dispuesto varias formas en las cuales un testamento puede ser revisado o revocado, pero la misma disposición que define los modos de modificación y revocación implica una prohibición de alteración o revocación de cualquier otra forma diferente. Las palabras de esta sección de la ley son: «Ningún testamento por escrito, excepto en los casos aquí mencionados, ni siquiera en parte alguna, podrá ser revocado o alterado de otra forma» etc. Por tanto, donde ninguno de los casos mencionados están comprendidos por los hechos y la revocación no es en la forma descrita en esta sección la voluntad del testador es inalterable. Pienso que un testamento válido debe continuar como testamento siempre a menos que sea revocado de la forma dispuesta por las leyes. La simple intención de revocar un testamento no tiene el efecto de la revocación. Para revocar es necesario constituir la revocación efectiva del testamento, pero ésta debe ser demostrada a través de uno de los actos contemplados por la ley. Como el Juez WOODWORTH dijo en Dan c. Brown (4 Cow. 490): «La revocación es un acto de la mente, el cual debe ser demostrado por algún signo externo y visible de revocación». El mismo juez citado dijo en este caso: «la regla es que si el testador permite que el testamento esté vigente hasta su muerte, éste es su testamento; si no lo permite, no es su testamento» (Goodright c. Glasier, 4 Burr. 2512, 2514; Pemberton c. Pemberton, 13 Ves. 290).
La determinación de los hechos por el árbitro de que, presumiblemente, el testador habría alterado su testamento de haber conocido el intento de asesinato de su nieto no puede afectar la cuestión. Podríamos concederle mayor extensión, pero aún seguirían las objeciones cardinales sin refutación, dado que la preparación y revocación de un testamento son materias de pura regulación legislativa, por lo que al tribunal le está vedada la determinación de las cuestiones relativas a estos actos. Dos casos de hace tiempo, uno en este Estado y otro en Kentucky, me parece que se resolvieron en este sentido. Gains c. Gains (2 Marshall, 190) fue resuelto por el Tribunal de Apelaciones de Kentucky en 1820. Allí se planteó que el testador tuvo la intención de destruir su testamento, cosa que le fue impedida por la fuerza por el legatario apelado, y se afirmó que el testamento fue, aunque no expresamente, virtualmente revocado. El Tribunal consideró que, como los actos legislativos relacionados con los testamentos prescribieron la forma en la cual un testamento puede ser revocado y que como ninguno de los actos que evidencian revocación fue realizado, la intención no podría sustituir al acto. En este caso el testamento había sido arrebatado y retenido por la fuerza. En 1854 el Juez de Sucesiones [3] BRADFORD, cuyas opiniones tienen mi mejor consideración, decidió el caso de Leaycraft c. Simmons (3 Bradf. 35). En este caso el testador, un hombre de ochenta y nueve años, deseó hacer un codicilo de su testamento para ampliar disposiciones en favor de su hija. Su hijo, quien tenía la custodia del instrumento y el perjudicado por el cambio, se negó a presentar el testamento ante el requerimiento del testador con el propósito de alterarlo. El citado Juez de Sucesiones se refirió a las disposiciones del derecho de tradición romanística para tales y otros casos de conducta indigna del heredero o del legatario y dijo: «nuestra ley se ha encargado de prescribir el modo en el cual los testamentos pueden ser revocados (y cita la disposición estatutaria).
Éste es el derecho por el cual me rijo al decidir cuestiones sobre la revocación de los testamentos. La totalidad de esta materia está ahora regulada por la ley y la simple intención de evocación, con independencia de lo bien autentificada o refutada que esté, no es suficiente». Finalmente, consideró que el testamento es legal. Me puedo referir también a un caso de los tribunales de Pennsylvania. En este Estado la ley prescribía el modo de revocar o de alterar un testamento y en Clingan c. Mitcheltree (31 Pa. State, Rep. 25) el Tribunal Supremo del Estado consideró que declarar nulo un testamento que fue guardado de la destrucción por fraude y declaración falsa del legatario contra la parte fraudulenta sería extender la ley.
No puedo encontrar ningún apoyo para el argumento de que la sucesión del demandado a la propiedad debe ser eludida por este acto criminal cuando las leyes guardan silencio. El orden público no lo exige así, para los demandantes el orden público está satisfecho con la ejecución adecuada de las leyes y el castigo del crimen. No ha habido convención entre el testador y su legatario, tampoco hay ningún elemento contractual en tal disposición de propiedad del testador que imponga o implique condiciones al legatario. El argumento de las apelantes se resume a esto: Que como el legatario ha sido culpable de un crimen por cuya comisión se ha puesto en una posición de recibir más pronto los beneficios de la disposición testamentaria, debe perder sus derechos a la propiedad y ser privado de su patrimonio. Permitir prevalecer este argumento implicaría la desviación del Tribunal del patrimonio del testador a manos de personas a quienes, posiblemente, como todos sabemos, el testador podría no haber escogido o deseado como destinatarios. En términos prácticos, se le ha pedido al Tribunal hacer otro testamento en nombre del testador. Las leyes no garantizan esta acción judicial y la mera presunción no sería suficiente para sostenerla. Pero aún más, dar la razón a las apelantes implicaría la imposición de un castigo o pena adicional sobre el demandado. ¿Qué poder o fundamento tienen los tribunales de añadir castigos a los demandados al privarlos de la propiedad? El derecho lo ha castigado por su crimen y no podríamos decir que fue un castigo insuficiente. Al enjuiciarle y castigarle el derecho le ha condenado por el ultraje que cometió; un pronunciamiento adicional y una consiguiente privación de derechos está prohibido. No podemos, en el lenguaje del tribunal en el Pueblo c. Thornton (25 Hun, 456), «aumentar el dolor, las penas y los decomisos dispuestos por el derecho como castigo a un crimen».
La sentencia es declarada con costas.
Todos concurren con el Juez EARL excepto el Juez GRAY, quién leyó su opinión en disidencia, y el Juez DANFORTH, quien concurre.
Sentencia de acuerdo con la opinión mayoritaria.
[1] Con algunas modificaciones seguimos la traducción del caso realizada por Roberto Marino Jiménez Cano, Jorge Fabra y Carolina. Guzmán, publicada en la Revista Telemática de Filosofía del Derecho N° 11, 2007/2008, pp. 363-374.
[2] La estructura de los tribunales del Estado de Nueva York se divide en un nivel de primera instancia (con diferentes tribunales por razón del territorio y de la materia) y un nivel de apelación. El más alto nivel de apelación le corresponde al Tribunal de Apelaciones (Court of Appeals), el nivel intermedio a las Divisiones de Apelación del Tribunal Supremo (Appellate Divisions of the Supreme Court) y el nivel inferior a las Secciones de Apelaciones del Tribunal Supremo (Appellate Terms of the Supreme Court). Los Tribunales del Condado (County Courts), aunque principalmente tienen encomendadas materias en primera instancia, conocen en apelación de algunas decisiones de los tribunales locales. La Sección General de Apelación o General Term es el antecedente de las Appellate Divisions of the Supreme Court, esto es, del nivel intermedio de apelación. Las apelaciones contra las decisiones de las Surrogate’s Courts son atendidas directamente por este nivel intermedio.
[3] En el original, Surrogate Court. Se denomina Surrogate Court o Probate Court, en Nueva York y en otros Estados, a aquel tribunal de primera instancia que tiene jurisdicción sobre los testamentos, las herencias y las propiedades de las personas fallecidas.
VERSION EN INGLES
Philo Riggs, as Guardian ad litem et al., Appellants,
v
Elmer E. Palmer et al., Respondents.
Court of Appeals of New York
Submitted June 21, 1889
Decided October 8, 1889
115 NY 506
CITE TITLE AS: Riggs v Palmer
[*508] OPINION OF THE COURT
EARL, J.
On the 13th day of August 1880, Francis B. Palmer made his last will and testament, in which he gave small legacies to his two daughters, Mrs. Riggs and Mrs. Preston, the plaintiffs in this action, and the remainder of his estate to his grandson, the defendant, Elmer E. Palmer, subject to the support of Susan Palmer, his mother, with a gift over to the two daughters, subject to the support of Mrs. Palmer, in case Elmer should survive him and die under age, unmarried and without any issue. The testator at the date of his will owned a farm and considerable personal property. He was a widower, and thereafter, in March 1882, he was married to Mrs. Bresee, with whom before his marriage he entered into an ante-nuptial contract in which it was agreed that, in lieu of dower and all other claims upon his estate in case she survived him, she should have her support upon his farm during her life, and such support was expressly charged upon the farm. At the date of the will, and, subsequently, to the death of the testator, Elmer lived with him as a member of his family, and at his death was sixteen years old. He knew of the provisions made in his favor in the will, and, that he might prevent his [*509] grandfather from revoking such provisions, which he had manifested some intention to do, and to obtain the speedy enjoyment and immediate possession of his property, he willfully murdered him by poisoning him. He now claims the property, and the sole question for our determination is, can he have it? The defendants say that the testator is dead; that his will was made in due form and has been admitted to probate, and that, therefore, it must have effect according to the letter of the law.
It is quite true that statutes regulating the making, proof and effect of wills, and the devolution of property, if literally construed, and if their force and effect can in no way and under no circumstances be controlled or modified, give this property to the murderer.
The purpose of those statutes was to enable testators to dispose of their estates to the objects of their bounty at death, and to carry into effect their final wishes legally expressed; and in considering and giving effect to them this purpose must be kept in view. It was the intention of the law-makers that the donees in a will should have the property given to them. But it never could have been their intention that a donee who murdered the testator to make the will operative should have any benefit under it. If such a case had been present to their minds, and it had been supposed necessary to make some provision of law to meet it, it cannot be doubted that they would have provided for it. It is a familiar canon of construction that a thing which is within the intention of the makers of a statute is as much within the statute as if it were within the letter; and a thing which is within the letter of the statute is not within the statute, unless it be within the intention of the makers. The writers of laws do not always express their intention perfectly, but either exceed it or fall short of it, so that judges are to collect it from probable or rational conjectures only, and this is called rational interpretation; and Rutherforth, in his Institutes (p. 407), says: "When we make use of rational interpretation, sometimes we restrain the meaning of the writer so as to take in less, and sometimes [*510] we extend or enlarge his meaning so as to take in more than his words express."
Such a construction ought to be put upon a statute as will best answer the intention which the makers had in view, for qui haeret in litera, haeret in cortice. In Bacon's Abridgment (Statutes I, 5); Puffendorf (book 5, chapter 12), Rutherforth (pp. 422, 427), and in Smith's Commentaries (814), many cases are mentioned where it was held that matters embraced in the general words of statutes, nevertheless, were not within the statutes, because it could not have been the intention of the law-makers that they should be included. They were taken out of the statutes by an equitable construction, and it is said in Bacon: "By an equitable construction, a case not within the letter of the statute is sometimes holden to be within the meaning, because it is within the mischief for which a remedy is provided. The reason for such construction is that the law-makers could not set down every case in express terms. In order to form a right judgment whether a case be within the equity of a statute, it is a good way to suppose the law-maker present, and that you have asked him this question, did you intend to comprehend this case? Then you must give yourself such answer as you imagine he, being an upright and reasonable man, would have given. If this be that he did mean to comprehend it, you may safely hold the case to be within the equity of the statute; for while you do no more than he would have done, you do not act contrary to the statute, but in conformity thereto." In some cases the letter of a legislative act is restrained by an equitable construction; in others it is enlarged; in others the construction is contrary to the letter. The equitable construction which restrains the letter of a statute is defined by Aristotle, as frequently quoted, in this manner: Aequitas est correctio legis generaliter latae qua parti deficit. If the law-makers could, as to this case, be consulted, would they say that they intended by their general language that the property of a testator or of an ancestor should pass to one who had taken his life for the express purpose of getting his property? In 1 Blackstone's [*511] Commentaries (91) the learned author, speaking of the construction of statutes, says: "If there arise out of them any absurd consequences manifestly contradictory to common reason, they are, with regard to those collateral consequences, void. * * * When some collateral matter arises out of the general words, and happen to be unreasonable, then the judges are in decency to conclude that the consequence was not foreseen by the parliament, and, therefore, they are at liberty to expound the statute by equity and only quoad hoc disregard it;" and he gives as an illustration, if an act of parliament gives a man power to try all causes that arise within his manor of Dale, yet, if a cause should arise in which he himself is party, the act is construed not to extend to that because it is unreasonable that any man should determine his own quarrel.
There was a statute in Bologna that whoever drew blood in the streets should be severely punished, and yet it was held not to apply to the case of a barber who opened a vein in the street. It is commanded in the Decalogue that no work shall be done upon the Sabbath, and yet, giving the command a rational interpretation founded upon its design, the Infallible Judge held that it did not prohibit works of necessity, charity or benevolence on that day.
What could be more unreasonable than to suppose that it was the legislative intention in the general laws passed for the orderly, peaceable and just devolution of property, that they should have operation in favor of one who murdered his ancestor that he might speedily come into the possession of his estate? Such an intention is inconceivable. We need not, therefore, be much troubled by the general language contained in the laws.
Besides, all laws as well as all contracts may be controlled in their operation and effect by general, fundamental maxims of the common law. No one shall be permitted to profit by his own fraud, or to take advantage of his own wrong, or to found any claim upon his own iniquity, or to acquire property by his own crime. These maxims are dictated by public policy, have their foundation in universal law administered [*512] in all civilized countries, and have nowhere been superseded by statutes. They were applied in the decision of the case of the New York Mutual Life Insurance Company v. Armstrong (117 U. S. 591). There it was held that the person who procured a policy upon the life of another, payable at his death, and then murdered the assured to make the policy payable, could not recover thereon. Mr. Justice FIELD, writing the opinion, said: "Independently of any proof of the motives of Hunter in obtaining the policy, and even assuming that they were just and proper, he forfeited all rights under it when, to secure its immediate payment, he murdered the assured. It would be a reproach to the jurisprudence of the country if one could recover insurance money payable on the death of a party whose life he had feloniously taken. As well might he recover insurance money upon a building that he had willfully fired."
These maxims, without any statute giving them force or operation, frequently control the effect and nullify the language of wills. A will procured by fraud and deception, like any other instrument, may be decreed void and set aside, and so a particular portion of a will may be excluded from probate or held inoperative if induced by the fraud or undue influence of the person in whose favor it is. (Allen v. M'Pherson, 1 H. L. Cas. 191; Harrison's Appeal, 48 Conn. 202.) So a will may contain provisions which are immoral, irreligious or against public policy, and they will be held void.
Here there was no certainty that this murderer would survive the testator, or that the testator would not change his will, and there was no certainty that he would get this property if nature was allowed to take its course. He, therefore, murdered the testator expressly to vest himself with an estate. Under such circumstances, what law, human or divine, will allow him to take the estate and enjoy the fruits of his crime? The will spoke and became operative at the death of the testator. He caused that death, and thus by his crime made it speak and have operation. Shall it speak and operate in his favor? If he had met the testator and taken his property by [*513] force, he would have had no title to it. Shall he acquire title by murdering him? If he had gone to the testator's house and by force compelled him, or by fraud or undue influence had induced him to will him his property, the law would not allow him to hold it. But can he give effect and operation to a will by murder, and yet take the property? To answer these questions in the affirmative, it seems to me, would be a reproach to the jurisprudence of our state, and an offense against public policy.
Under the civil law evolved from the general principles of natural law and justice by many generations of jurisconsults, philosophers and statesmen, one cannot take property by inheritance or will from an ancestor or benefactor whom he has murdered. (Domat, part 2, book 1, tit. 1, § 3; Code Napoleon, § 727; Mackeldy's Roman Law, 530, 550.) In the Civil Code of Lower Canada the provisions on the subject in the Code Napoleon have been substantially copied. But, so far as I can find, in no country where the common law prevails has it been deemed important to enact a law to provide for such a case. Our revisers and law-makers were familiar with the civil law, and they did not deem it important to incorporate into our statutes its provisions upon this subject. This is not a casus omissus. It was evidently supposed that the maxims of the common law were sufficient to regulate such a case and that a specific enactment for that purpose was not needed.
For the same reasons the defendant Palmer cannot take any of this property as heir. Just before the murder he was not an heir, and it was not certain that he ever would be. He might have died before his grandfather, or might have been disinherited by him. He made himself an heir by the murder, and he seeks to take property as the fruit of his crime. What has before been said as to him as legatee applies to him with equal force as an heir. He cannot vest himself with title by crime.
My view of this case does not inflict upon Elmer any [*514] greater or other punishment for his crime than the law specifies. It takes from him no property, but simply holds that he shall not acquire property by his crime, and thus be rewarded for its commission.
Our attention is called to Owens v. Owens (100 N. C. 240), as a case quite like this. There a wife had been convicted of being an accessory before the fact to the murder of her husband, and it was held that she was, nevertheless, entitled to dower. I am unwilling to assent to the doctrine of that case. The statutes provide dower for a wife who has the misfortune to survive her husband and thus lose his support and protection. It is clear beyond their purpose to make provision for a wife who by her own crime makes herself a widow and willfully and intentionally deprives herself of the support and protection of her husband. As she might have died before him, and thus never have been his widow, she cannot by her crime vest herself with an estate. The principle which lies at the bottom of the maxim, volenti non fit injuria, should be applied to such a case, and a widow should not, for the purpose of acquiring, as such, property rights, be permitted to allege a widowhood which she has wickedly and intentionally created.
The facts found entitled the plaintiffs to the relief they seek. The error of the referee was in his conclusion of law. Instead of granting a new trial, therefore, I think the proper judgment upon the facts found should be ordered here. The facts have been passed upon twice with the same result, first upon the trial of Palmer for murder, and then by the referee in this action. We are, therefore, of opinion that the ends of justice do not require that they should again come in question.
The judgment of the General Term and that entered upon the report of the referee should, therefore, be reversed and judgment should be entered as follows: That Elmer E. Palmer and the administrator be enjoined from using any of the personalty or real estate left by the testator for Elmer's benefit; that the devise and bequest in the will to Elmer be declared [*515] ineffective to pass the title to him; that by reason of the crime of murder committed upon the grandfather he is deprived of any interest in the estate left by him; that the plaintiffs are the true owners of the real and personal estate left by the testator, subject to the charge in favor of Elmer's mother and the widow of the testator, under the ante-nuptial agreement, and that the plaintiffs have costs in all the courts against Elmer.
GRAY, J. (dissenting).
This appeal presents an extraordinary state of facts, and the case, in respect of them, I believe, is without precedent in this state.
The respondent, a lad of sixteen years of age, being aware of the provisions in his grandfather's will, which constituted him the residuary legatee of the testator's estate, caused his death by poison in 1882. For this crime he was tried and was convicted of murder in the second degree, and at the time of the commencement of this action he was serving out his sentence in the state reformatory. This action was brought by two of the children of the testator for the purpose of having those provisions of the will in the respondent's favor canceled and annulled.
The appellants' argument for a reversal of the judgment, which dismissed their complaint, is that the respondent unlawfully prevented a revocation of the existing will, or a new will from being made, by his crime, and that he terminated the enjoyment by the testator of his property and effected his own succession to it by the same crime. They say that to permit the respondent to take the property willed to him would be to permit him to take advantage of his own wrong.
To sustain their position the appellants' counsel has submitted an able and elaborate brief, and, if I believed that the decision of the question could be affected by considerations of an equitable nature, I should not hesitate to assent to views which commend themselves to the conscience. But the matter does not lie within the domain of conscience. We are bound by the rigid rules of law, which have been established by the legislature, and within the limits of which the determination [*516] of this question is confined. The question we are dealing with is, whether a testamentary disposition can be altered, or a will revoked, after the testator's death, through an appeal to the courts, when the legislature has, by its enactments, prescribed exactly when and how wills may be made, altered and revoked, and, apparently, as it seems to me, when they have been fully complied with, has left no room for the exercise of an equitable jurisdiction by courts over such matters. Modern jurisprudence, in recognizing the right of the individual, under more or less restrictions, to dispose of his property after his death, subjects it to legislative control, both as to extent and as to mode of exercise. Complete freedom of testamentary disposition of one's property has not been and is not the universal rule; as we see from the provisions of the Napoleonic Code, from those systems of jurisprudence in other countries which are modeled upon the Roman law, and from the statutes of many of our states. To the statutory restraints, which are imposed upon the disposition of one's property by will, are added strict and systematic statutory rules for the execution, alteration and revocation of the will; which must be, at least, substantially, if not exactly, followed to insure validity and performance. The reason for the establishment of such rules, we may naturally assume, consists in the purpose to create those safeguards about these grave and important acts, which experience has demonstrated to be the wisest and surest. That freedom, which is permitted to be exercised in the testamentary disposition of one's estate by the laws of the state, is subject to its being exercised in conformity with the regulations of the statutes. The capacity and the power of the individual to dispose of his property after death, and the mode by which that power can be exercised, are matters of which the legislature has assumed the entire control, and has undertaken to regulate with comprehensive particularity.
The appellants' argument is not helped by reference to those rules of the civil law, or to those laws of other governments, by which the heir or legatee is excluded from benefit under the testament, if he has been convicted of killing, or [*517] attempting to kill, the testator. In the absence of such legislation here, the courts are not empowered to institute such a system of remedial justice. The deprivation of the heir of his testamentary succession by the Roman law, when guilty of such a crime, plainly, was intended to be in the nature of a punishment imposed upon him. The succession, in such a case of guilt, escheated to the exchequer. (See Domat's Civil Law, pt. 2, book 1, tit. 1, § 3.)
I concede that rules of law, which annul testamentary provision made for the benefit of those who have become unworthy of them, may be based on principles of equity and of natural justice. It is quite reasonable to suppose that a testator would revoke or alter his will, where his mind has been so angered and changed as to make him unwilling to have his will executed as it stood. But these principles only suggest sufficient reasons for the enactment of laws to meet such cases.
The statutes of this state have prescribed various ways in which a will may be altered or revoked; but the very provision, defining the modes of alteration and revocation, implies a prohibition of alteration or revocation in any other way. The words of the section of the statute are: "No will in writing, except in the cases hereinafter mentioned, nor any part thereof, shall be revoked or altered otherwise," etc. Where, therefore, none of the cases mentioned are met by the facts, and the revocation is not in the way described in the section, the will of the testator is unalterable. I think that a valid will must continue as a will always, unless revoked in the manner provided by the statutes. Mere intention to revoke a will does not have the effect of revocation. The intention to revoke is necessary to constitute the effective revocation of a will; but it must be demonstrated by one of the acts contemplated by the statute. As WOODWORTH, J., said in Dan v. Brown (4 Cow. 490): "Revocation is an act of the mind, which must be demonstrated by some outward and visible sign of revocation." The same learned judge said in that case: "The rule is that if the testator lets the will [*518] stand until he dies, it is his will; if he does not suffer it to do so, it is not his will." (Goodright v. Glasier, 4 Burr. 2512, 2514; Pemberton v. Pemberton, 13 Ves. 290.)
The finding of fact of the referee, that, presumably, the testator would have altered his will, had he known of his grandson's murderous intent, cannot affect the question. We may concede it to the fullest extent; but still the cardinal objection is undisposed of, that the making and the revocation of a will are purely matters of statutory regulation, by which the court is bound in the determination of questions relating to these acts. Two cases in this state and in Kentucky, at an early day, seem to me to be much in point. Gains v. Gains (2 Marshall, 190), was decided by the Kentucky Court of Appeals in 1820. It was there urged that the testator intended to have destroyed his will, and that he was forcibly prevented from doing so by the defendant in error or devisee, and it was insisted that the will, though not expressly, was thereby virtually revoked. The court held, as the act concerning wills prescribed the manner in which a will might be revoked, that as none of the acts evidencing revocation were done, the intention could not be substituted for the act. In that case the will was snatched away and forcibly retained. In 1854, Surrogate BRADFORD, whose opinions are entitled to the highest consideration, decided the case of Leaycraft v. Simmons (3 Bradf. 35). In that case the testator, a man of eighty-nine years of age, desired to make a codicil to his will, in order to enlarge the provisions for his daughter. His son having the custody of the instrument, and the one to be prejudiced by the change, refused to produce the will, at testator's request, for the purpose of alteration. The learned surrogate refers to the provisions of the civil law for such and other cases of unworthy conduct in the heir or legatee, and says, "our statute has undertaken to prescribe the mode in which wills can be revoked (citing the statutory provision). This is the law by which I am governed in passing upon questions touching the revocation of wills. The whole of this subject is now regulated by statute, and a mere intention to [*519] revoke, however well authenticated, or however defeated, is not sufficient." And he held that the will must be admitted to probate. I may refer also to a case in the Pennsylvania courts. In that state the statute prescribed the mode for repealing or altering a will, and in Clingan v. Mitcheltree (31 Pa. State Rep. 25) the Supreme Court of the state held, where a will was kept from destruction by the fraud and misrepresentation of the devisee, that to declare it canceled as against the fraudulent party would be to enlarge the statute.
I cannot find any support for the argument that the respondent's succession to the property should be avoided because of his criminal act, when the laws are silent. Public policy does not demand it, for the demands of public policy are satisfied by the proper execution of the laws and the punishment of the crime. There has been no convention between the testator and his legatee, nor is there any such contractual element in such a disposition of property by a testator, as to impose or imply conditions in the legatee. The appellants' argument practically amounts to this: That as the legatee has been guilty of a crime, by the commission of which he is placed in a position to sooner receive the benefits of the testamentary provision, his rights to the property should be forfeited and he should be divested of his estate. To allow their argument to prevail would involve the diversion by the court of the testator's estate into the hands of persons, whom, possibly enough, for all we know, the testator might not have chosen or desired as its recipients. Practically the court is asked to make another will for the testator. The laws do not warrant this judicial action, and mere presumption would not be strong enough to sustain it.
But more than this, to concede appellants' views would involve the imposition of an additional punishment or penalty upon the respondent. What power or warrant have the courts to add to the respondent's penalties by depriving him of property? The law has punished him for his crime, and we may not say that it was an insufficient punishment. In the trial and punishment of the respondent the law has [*520] vindicated itself for the outrage which he committed, and further judicial utterance upon the subject of punishment or deprivation of rights is barred. We may not, in the language of the court in People v. Thornton (25 Hun, 456), 'enhance the pains, penalties and forfeitures provided by law for the punishment of crime.'
The judgment should be affirmed, with costs.
All concur with EARL, J., except GRAY, J., who reads dissenting opinion, and DANFORTH, J., concurring.
Judgment in accordance with the prevailing opinion.
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