octubre 26, 2010

Discurso del Papa Juan Pablo II en el Memorial del Holocausto de Israel (2000)

DISCURSO EN EL MEMORIAL DEL HOLOCAUSTO DE ISRAEL [1]
JUAN PABLO II (Karol Josef Wojtyla)
[23 de Marzo de 2000]

Brotan de nuestros corazones las palabras del antiguo Salmo: «He llegado a ser como una vasija rota. Oigo el susurro de muchos —terror por todos lados— que conspiran contra mí y planean matarme. Pero confío en ti, Señor. Yo digo: tú eres mi Dios».
En este lugar de recuerdos, la mente, el alma y el corazón sienten una absoluta necesidad de silencio. Silencio en el que tratar de encontrar algún sentido a los recuerdos que nos inundan de nuevo. Silencio porque las palabras carecen de la fuerza necesaria para deplorar la terrible tragedia de Shoah.
Mis propios recuerdos personales son de todo lo que ocurrió cuando los nazis invadieron Polonia durante la guerra. Recuerdo a mis amigos y vecinos judíos, algunos de los cuales perecieron mientras otros lograron sobrevivir. He venido a Yad Vashem para rendir homenaje a los millones de judíos que, despojados de todo, especialmente de su dignidad humana, fueron asesinados en el Holocausto. Ha pasado más de medio siglo pero los recuerdos permanecen.
Aquí, como en Auschwitz y en muchos otros lugares de Europa, estamos desbordados por el eco de los lamentos de tantos corazones dolientes. Hombres, mujeres y niños, nos gritan desde las profundidades del horror que experimentaron. ¿Cómo podríamos dejar de hacer caso a sus gritos? Nadie puede olvidar o ignorar lo que pasó. Nadie puede infravalorar su alcance.
Deseamos recordar. Pero deseamos recordar con un propósito: principalmente asegurar que nunca más prevalecerá el mal, como ocurrió para millones de inocentes víctimas del nazismo.
¿Cómo puede el hombre mostrar tanto desprecio por el hombre? Porque ha llegado al punto del desprecio a Dios. Sólo una ideología sin Dios pudo planear y llevar a cabo el exterminio de todo un pueblo.
El honor concedido a los «simples paganos», «simplemente no judíos » por el Estado de Israel en Yad Vashem por haber actuado heroicamente al salvar judíos, a veces hasta el extremo de entregar sus propias vidas, es un reconocimiento de que ni en los momentos más oscuros se apagan todas las luces. Por ello, los Salmos y la Biblia en su conjunto, aun siendo muy conscientes de la capacidad humana para el mal, también proclaman que el mal nunca tendrá la última palabra.
Desde las profundidades de la pena y el dolor, el corazón de los creyentes grita: «Confío en ti, Señor. Y digo: Tú eres mi Dios».
Los judíos y los cristianos comparten un inmenso patrimonio espiritual que fluye de la auto-revelación de Dios. Nuestras enseñanzas religiosas y nuestra experiencia espiritual nos piden que venzamos al mal con el bien. Nosotros recordamos, pero sin ningún deseo de venganza; tampoco como incentivo para el odio. Para nosotros, recordar es rezar por la paz, por la justicia, y por nuestro compromiso con su causa. Sólo un mundo en paz, con justicia para todos puede evitar que repitamos los errores y los terribles crímenes del pasado.
Como Obispo de Roma y sucesor de Pedro, el Apóstol, aseguro al pueblo judío que la Iglesia católica, motivada por la ley del amor y la verdad del Evangelio, y ausente de consideración política alguna, está profundamente entristecida por los odiosos actos de persecución, y las muestras de antisemitismo dirigidas por los cristianos en contra de los judíos en todo tiempo y lugar.
La Iglesia rechaza cualquier forma de racismo, que siempre constituye una negación de la imagen del Creador grabada en todo ser humano.
En este lugar de solemne recuerdo, rezo con fervor para que nuestra pena por la tragedia sufrida por el pueblo judío en el siglo XX, nos lleve a una nueva relación entre cristianos y judíos. Construyamos un futuro nuevo en el que no haya más sentimientos antisemitas entre los cristianos, o sentimientos anticristianos entre los judíos, sino un mutuo respeto, necesario para quienes adoran a un único Señor y Creador, y ven en Abraham a nuestro común padre en la fe.
El mundo debe considerar la advertencia que nos llega de las víctimas del Holocausto y del testimonio de los supervivientes. Aquí en Yad Vashem permanece su recuerdo y arde sobre nuestras almas. Nos hace gritar: «Oigo el rumor de muchos —terror por todos lados—. Pero confío en ti, Señor. Y digo: “Tú eres mi Dios”».
JUAN PABLO II

[1] Juan Pablo II, planteó una nueva relación entre el cristianismo y el judaísmo; éste es en definitiva el tema subyacente al discurso sobre la Shoah que pronunció en su viaje a Tierra Santa. Fue el primer Papa en poner los pies de manera oficial en un templo judío, en 1986 en la Gran Sinagoga de Roma. Fue allí justamente cuando se refirió a los hebreos como: «Nuestros hermanos y, en cierto modo, podría decir que sois nuestros hermanos mayores en la fe». Más adelante, en 1994, entabló plenas relaciones diplomáticas entre el Estado Vaticano y el israelí para finalmente, ya durante su viaje a Israel en aquel simbólico año 2000, mostrar su profunda tristeza por los odiosos actos de persecución y las muestras de antisemitismo dirigidas por los cristianos en contra de los judíos en todo tiempo y lugar. El objetivo último de Juan Pablo II fue doble: promover el auténtico diálogo interreligioso y afianzar las raíces de la paz verdadera, especialmente en una región tan castigada por la violencia como Oriente Próximo. Los gestos y palabras del Papa aparentemente no cayeron en saco roto, pues en su funeral se produjo un hecho ciertamente insólito: durante la Misa de cuerpo presente —oficiada por el entonces cardenal Ratzinger— y celebrada en la Plaza de San Pedro, a la que asistieron multitud de primeras figuras de la política internacional, los mandatarios de Irán, Siria e Israel se saludaron entre sí. Un gesto tímido, sí, pero que nos deja un resquicio para la esperanza.

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