noviembre 21, 2010

"Democracia como Estructura y como Forma de Vida - Sintesis de la experiencia nórdica de un emigrante mediterráneo" Jose L. Ramírez (1993)

DEMOCRACIA COMO ESTRUCTURA Y COMO FORMA DE VIDA [1]
Síntesis de la experiencia nórdica de un emigrante mediterráneo
José Luis Ramírez [2]
[1993]
Dos son a mi juicio los problemas fundamentales que la sociedad moderna debe plantearse y resolver seria y honradamente, si seria y honrada es su aspiración a realizar un orden social democrático: Uno es el problema de la representatividad política; el otro es el de la competencia ciudadana. Ambos están íntimamente relacionados, no pudiéndose resolver el primero sin abordar el segundo: sin competencia ciudadana no hay verdadera representatividad.
Carente de esa premisa, el intento moderno por superar el despotismo ilustrado conduce a una forma de democracia meramente formal, enmascaradora del paternalismo de una sociedad del bienestar, obra de ingenieros sociales. En el mejor de los casos lo que hoy llamamos democracia no ha pasado de ser una nueva forma de aristocracia, y en el peor de ellos una forma de oligarquía. Michel Foucault ha descrito muy bien el proceso histórico de transformación de las técnicas de poder, desde un ejercicio brutal y despótico a un ejercicio suave y bondadoso cuya denominación adecuada es paternalismo.
Afincada en un racionalismo instrumental, la mentalidad moderna construye sus teorías de la sociedad a través de dos patrones alternativos: uno de raíz kantiana, que busca el establecimiento de sistemas regulativos que garanticen a priori la igualdad y la justicia, y otro de raíz utilitarista que mide la actuación humana desde el rasero de la eficacia y del resultado. Ambos criterios aparecen barajados en proporciones diferentes en las formas concretas de sociedades democráticas existentes, dando el Estado Social prioridad a las reglas, mientras el Régimen de Mercado acentúa el criterio utilitarista. Común a ambos modelos es la reducción de la pluralidad concreta de «los hombres» a la pluralidad abstracta y descarnada de «el hombre», ese hombre de la estadística que es al mismo tiempo todos y ninguno; es decir, la reducción de la subjetividad de un «tú» y un «yo» a la objetividad de un «él», sin por ello dejar de hablar de Yos transcendentales y de intersubjetividades. Mientras que lo que preocupa, por ejemplo, a John Rawls es la construcción de un ámbito institucional que garantice la bondad de las acciones distributivas de la justicia, quiere Habermas establecer a priori los cauces de un diálogo social que garantice el consenso y la legitimidad democrática. La participación ciudadana en esas teorías de la sociedad es una participación abstracta, alejada de toda concreción cotidiana.
A este lado del Pirineo, sin ser filósofo político, nuestro Antonio Machado nos recuerda que no hay caminos a priori, sino que todo camino se hace al andar. El comportamiento democrático no reside en obrar con la mira puesta en un resultado socialmente deseable y estipulado de antemano, pues de buenas intenciones sabemos que está empedrado el camino del infierno; ni tampoco en obedecer a un sistema perfecto de reglas de juego, elaborado por varones sabios o expertos. Ni la virtud necesita reglas, ni el vicio se frena por más reglas que le pongan. La ejemplaridad del comportamiento, una conducta que muestra más que dice, debía ser de mayor importancia en la vida política que esa producción de buenos resultados que nos recuerda las palabras de Mefistófeles al doctor Fausto: «Ich bin ein Teil von jener Kraft, die Böses will und Gutes schaft». Y la bondad de las instituciones depende más de la calidad moral de los individuos que las administran, que de la perfección de sus estatutos y sus reglas directrices.
Pero -dirán ustedes- ¿acaso las reglas mismas no son resultados de la actividad de los individuos? Justamente eso es lo que sostengo. El diálogo y el acuerdo no necesitan reglas previas, las reglas se forjan en el propio diálogo. Si no hemos de caer en un utilitarismo de la regla, lo importante será la capacidad cívica y ética de los individuos, pues donde hay buen cocinero la buena cena se da por añadidura, pero donde los cocineros tienen que estar siguiendo las recetas culinarias al pie de la letra, la calidad del resultado es altamente insegura. Una cosa son las reglas como expresión de una experiencia asimilada («Del acto nase la costume e de la costume nase la ley» como diría el Rey Sabio) y otras son las reglas estipuladas por unos para ser seguidas por otros. Si no jugamos todos, más vale romper la baraja.
El porvenir democrático de la sociedad del siglo XXI no depende de meras constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en que él mismo va estableciendo y modulando convicciones y valoraciones.
Estoy apuntando a una concepción de la democracia fundamentada en la ética y en la retórica, no en la ciencia jurídica y en la politología. Sin negar el valor de las buenas reglas y de los buenos resultados, pongo por encima de ellos el valor de la virtud cívica. Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a los resultados; no al contrario, como nos induce a creer la ciencia social positiva. Se trata de una comprensión a partir de la actividad, no de la estructura. A un discurso del sustantivo y una ética del adjetivo, tan amados por la modernidad, quiero anteponer un discurso del verbo y una ética del adverbio.
La democracia así concebida no es una esencia ni una sustancia, a pesar de que la palabra que la designa es un sustantivo, sino un quehacer y un talante. Se trata, digámoslo claro, de una democracia de cuño aristotélico. Pues una lectura de Aristóteles, una lectura no objetiva sino orientada a nuestro propio interés, enseña mucho a una sociedad moderna que se halla ante la coyuntura histórica de o dar el paso definitivo hacia la democracia o entregarse de una vez por todas en manos de la meritocracia y la tecnología. En los medios universitarios se habla a menudo con aversión de un neoaristotelismo o comunitarismo que Habermas y otros asocian con el más reaccionario de los conservadurismos. No me he parado a medir mi aristotelismo con el de McIntyre, Taylor, Nussbaum y otros, porque, aunque leo bastante, no soy filósofo profesional ni libresco. Para mí la filosofía no fue nunca una materia acumulable, sino una forma de asimilar experiencias. Por eso abandoné la filosofía universitaria, para dedicarme a aprender filosofía ejerciéndola, emigrando a los países nórdicos, donde he pasado la mayor parte de mis años. La política, como el nadar, sólo se entiende mojándose. El modelo sueco de democracia y de planificación de la sociedad me ofreció un terreno más apto para la reflexión filosófica que las aulas y los seminarios. Pues aun cuando la experiencia sin libros es ingenua, los libros sin experiencia son estériles. Y los azares del destino y -hay que decirlo- el propio empeño, me depararon la oportunidad de participar activamente en una experiencia municipal y participativa, generadora de las posiciones sobre las que ahora estoy trabajando.
Durante los últimos decenios, Suecia y su modelo político han tenido fama de ser la forma más avanzada de democracia social. Fama que Suecia ha sabido aprovechar para granjearse internacionalmente una posición política y económica privilegiadas. Mientras España ha asumido la responsabilidad histórica de su fracasada ansia imperial de otrora, Suecia, que entre 1611 y 1718 también tuvo ambiciones semejantes y vio frustrados sus deseos de expansión y dominio, ha sabido (como la zorra de las uvas) soterrar las huellas de esos deseos, haciendo de la necesidad una virtud. El país nórdico ha sabido comprender las ventajas que acarrea el mantenerse al margen de la guerra durante casi dos siglos, sobre todo si se tiene la ventaja (hoy también perdida) de ser el primer país productor de hierro, proveyendo sin discriminación (que por algo se es neutral) a ambos contendientes durante los dos grandes conflictos bélicos. Paz interior, prosperidad económica y fachada neutral, son condiciones favorables para el desarrollo de instituciones democráticas. Es más fácil ser buenos cuando todo nos va bien. Lo peor de todo es que acabamos creyéndonos que somos buenos e incluso que somos los mejores.
El modelo sueco de los años 50 a esta parte, es la desembocadura de una evolución social e histórica en la que parlamentarismo y democracia se convierten en conceptos intercambiables. Para un sueco moderno el índice no sólo necesario sino además suficiente de toda democracia es la existencia de un sistema de reglas, una forma de organización y unas técnicas de discusión y de decisión. La democracia queda reducida a una cuestión de procedimiento, un orden establecido a priori.
La técnica sueca de reuniones, por ejemplo, es una geometría minuciosa del uso de la palabra, muy diferente a la practicada en latitudes meridionales. Administrar el uso de la palabra en la cultura nórdica no es lo mismo que en la mediterránea.
El que dirige una asamblea en Suecia se llama «Conductor de Palabra» (ordförande), mientras que en España se le denomina «Moderador». Pues mientras el español habla generalmente siempre que las circunstancias no le obligan a callar, el sueco calla siempre que no tiene necesidad u obligación absoluta de hablar. Todo esto, que, en cierto modo, es una virtud cívica nórdica, permite mejor, como contrapartida, la manipulación del ciudadano. Suecia es un país donde la disidencia ha estado largo tiempo mal vista y donde llevar la contraria a los órganos oficiales acarrea la calificación de agresivo, follonista o revientareuniones. La reducción sin residuo de la democracia al parlamentarismo es la mejor manera de establecer una técnica autoritaria de poder con visos de democracia y refrendo general. Para ver esos mecanismos al desnudo hay que estudiar regímenes políticos como el de Méjico, donde hasta la propia revolución se institucionalizó en el partido del gobierno (PRI), que siempre obtiene casi el 100% de los votos, sin necesidad de fraudes electorales. Parecerá extravagante comparar dos países tan radicalmente distintos como Méjico y Suecia. Por supuesto que en Suecia es todo más discreto y civilizado, pero también aquí la participación democrática consiste más bien en votar que en elegir, siendo las candidaturas fruto de los mecanismos de poder, más bien que de la representatividad de la opinión popular. Los candidatos son elegidos por los órganos internos de poder de los partidos y las organizaciones. Lo mismo que el elector mejicano a nivel de comunidad local, el elector sueco a nivel de partido accede a ser representado, no tanto por quien defiende su opinión cuanto por quien tiene mayor facilidad de hacerse oír y obtener decisiones favorables de los núcleos de poder. El mayor mérito del candidato político es lo que los suecos llaman su «anclaje»: el ser bienquisto en los centros de poder, lo cual favorece a la comunidad o grupo representado. El concepto de representación se hace entonces un tanto ambiguo, y el político elegido para un órgano director dejará automáticamente de actuar como representante de sus electores dentro de dicho órgano, pasando a representar al órgano en cuestión ante los electores, solidarizándose, frente al electorado, con todas las decisiones tomadas. Conducta ésta a menudo no sólo aceptada, sino aplaudida y hasta exigida por los propios electores. La democracia así entendida significa que nadie es elegido para que lleve la contraria a sus compañeros de dirección, sino para que se ponga de acuerdo con ellos. Pues sólo la unión hace la fuerza y en Suecia se da más valor a la fuerza como tal que a su orientación. Filosofía que oculta aquel principio formulado por Calicles de que el derecho es la fuerza, discretamente inspirado por la filosofía uppsaliense del derecho a comienzos de siglo, que tanto ha influído en el constitucionalismo sueco actual.
La dilución del concepto de «representación» va acompañada del uso de un concepto de «solidaridad» que se traduce en silenciar los errores de correligionarios y dirigentes. El concepto de solidaridad, tan amado por los filósofos profesionales de la ética y la política en España, es uno de los conceptos ornamentales más manipulativos de nuestro lenguaje cotidiano. En nombre de la solidaridad se vienen silenciando inmoralidades y hasta crímenes execrables en la historia de la sociedad moderna.
La reducción de la democracia a mera técnica y estructura procedimental conduce a un trastocamiento del sistema de conceptos, a base de fijaciones metafóricas y de desplazamientos metonímicos. La obsesión parlamentaria por reducir el número de participantes en las decisiones públicas conduce a repudiar como utópica toda democracia directa. En estas propias aulas valencianas declaraba el año pasado una de nuestras más ilustres filósofas de ética y política lo aberrado de una democracia directa. Apoyándose en el hecho incontrovertible de que las decisiones de un grupo humano relativamente numeroso no pueden tomarse en asamblea popular directa, se concluye falazmente, cosa muy arraigada entre los suecos, que para sustentar la opinión o defender los intereses colectivos, aunque se trate de un grupo muy reducido de personas, hay que elegir una (o unas pocas) que las represente a todas. Tan arraigada en Suecia es la idea de que no hay democracia fuera de la vía representativa, que es ridículo hablar en público utilizando el pronombre YO. Lo oportuno es dar a sus opiniones el peso de un Nosotros. Jamás olvidaré aquella ocasión en que un representante sindical, al cual tuve la osadía de contradecir en una reunión política, me anatematizó diciendo: «Has atacado al Sindicato». La metonimia de aquella frase de «El Estado soy yo» ha trascendido, sin que nos demos cuenta, las barreras que separan el absolutismo antiguo de la democracia moderna. Y en la sociedad sueca el representante no es un mandatario al servicio de sus representados, sino la encarnación de su esencia. Los representantes saben por eso mejor que sus representados lo que conviene a éstos. Una cosa es que «el poder proceda del pueblo» y otra que «sea» el pueblo.
Despreciada como imposible y utópica toda democracia directa, desaparece el único nexo o criterio que une al parlamentarismo con el ejercicio ciudadano y cotidiano de una conducta democrática. Pues si la democracia directa -aun siendo difícil y, en situaciones complejas, imposible de practicar- desaparece del horizonte político como criterio democrático básico, la llamada democracia representativa deja de ser tanto representativa como democracia y tiende a convertirse en una manipulación de mudos satisfechos, por obra de los expertos de la política. Aun cuando sea tan corriente que ni siquiera lo advirtamos, no deja de ser una aberración el hecho de que una minoría se dedique de la mañana a la noche a decidir sobre cuestiones que afectan a la vida y al bienestar de todos, mientras que la inmensa mayoría de la población carece totalmente de influencia en los asuntos que afectan a su vida colectiva.
Decir que el poder político procede del pueblo debiera significar que toda representación política a niveles complejos ha de tener sus raíces en una conducta lo más cercana posible a la participación directa, cosa que sólo puede darse a nivel local y de organización básica. Por eso, una Europa democrática no puede ser simplemente una Europa de las regiones sino una Europa de los ayuntamientos, de las comunidades locales. Pero también la palabra «ayuntamiento» o la palabra «comuna» (como dicen los suecos) ha sufrido una transformación metonímica. «Ayuntamiento» implica hoy más bien separación que «ajuntamiento» y «comuna» (en la Suecia de hoy) no es nada común a todos más que en el sentido de las cargas tributarias. El ayuntamiento o comuna es hoy una institución constituída por unos señores (y unas pocas señoras) que mandan sobre nosotros, en lugar de representarnos y estar al servicio de la comunidad.
Como sistema de reglas organizadoras de una democracia representativa, el parlamentarismo puede adoptar una forma netamente representativa o corporativa. La adopción de una u otra forma depende de la evolución histórica de la sociedad en cuestión, siendo normal la mezcla de elementos de una y otra. El parlamentarismo de representación es un sistema en el que los políticos son elegidos a título personal, mientras que el parlamentarismo de corporación está basado en la representación por grupos de intereses. El sistema actual de partidos, tanto en Suecia como en España, es una forma de parlamentarismo corporativo. Los intereses partidistas y su visión de la vida colectiva, recogidos en una ideología y un programa, están por encima de los intereses meramente individuales. Los candidatos elegidos son los expertos de dicha ideología. La praxis interna de los partidos políticos, tal como funcionan hoy, contradice sin embargo a una serie de reglas democráticas establecidas por las leyes que rigen los organismos públicos de gobierno para proteger la libertad de opinión y el derecho de las minorías. Las leyes sólo controlan y dirigen lo que sucede en el ámbito público. La constitución y los organismos públicos, delegan la elección de representantes y otras decisiones en los partidos, limitándose a incorporarlas como propias, sin poder controlar lo democrático de su gestación. El ámbito interno de los partidos es un ámbito privado en el que rigen a menudo prácticas que estarían prohibidas y serían motivo de litigio en un organismo o asamblea públicos. El Congreso de un partido, considerado como el órgano supremo de decisión de éste, carece de auténtica representatividad y practica frecuentemente técnicas que en un órgano público serían antidemocráticas. La actuación de los partidos modernos, actuando a través de sus representantes en la decisión pública, desvirtúa el principio clave de la democracia formal, que es el principio mayoritario. La mayor parte de las decisiones verdaderamente importantes en un órgano parlamentario son decisiones minoritarias basadas en la fuerza del poder y no en la libertad de opinión. Lo único que tiene valor para los dirigentes políticos es la cifra obtenida, no los medios utilizados para obtenerla. La «solidaridad» hace que el voto de los representantes en la asamblea pública esté previamente atado por una decisión del partido o del grupo parlamentario, lo cual origina una democracia semejante a las cajitas chinas o a esos muñecos rusos que contienen otros cada vez más pequeños. En un parlamentarismo de partidos sólo tienen influencia directa, y tampoco mucha, los ciudadanos afiliados a ellos. Pero esto a costa de una serie de lavados y peinados de cerebro, en los cuales la «solidaridad» (que suena mejor que obediencia) cumple un papel importante.
Un parlamentarismo representativo sería aquel en que la responsabilidad de los mandatarios ante los electores no se halle mediatizada por un partido. En la medida en que es viable, evita muchos de los problemas que la intervención del aparato de los partidos crea en las decisiones públicas, pero encierra otros peligros. Un sistema de representación no mediatizada corporativamente engendra políticos carismáticos y oportunistas, abona la demagogia y la manipulación por la palabra y origina una política menos coherente en su totalidad. Así pues, ni con partidos ni sin ellos, puede el parlamentarismo ser democrático por la propia virtud de sus reglas de juego. La democracia tiene que darse en el añadido de un interrumpido esfuerzo vigilante de las formas de actuación y de un perseverante ejercicio de la competencia ciudadana que mantenga viva la isegoría, el juicio valorativo del discurso político y el desenmascaramiento de la manipulación retórica. Tarea ésta poco fácil y carente de garantías, pero no por ello menos urgente.
Para un sueco de hoy es inconcebible un parlamentarismo sin partidos. Basta sin embargo con estudiar detenidamente el texto de la ley municipal, documento jurídico magistral, para advertir que ni una sola vez hace mención a los partidos políticos. Las viejas ordenanzas municipales, varias veces revisadas, son el documento básico de la democracia sueca, una democracia arraigada en la autonomía local. En la comunidad local, una vez sustituido el sistema tradicional de asambleas populares por el de parlamentos municipales, los representantes eran responsables directamente ante los electores, sin mediación de organizaciones políticas. Así era también a nivel nacional. En los comienzos del parlamentarismo sueco los partidos políticos surgen como meros aparatos para elaborar listas de candidatos y organizar las campañas electorales, terminando su función en las urnas. Hoy día comienza propiamente en ellas.
El dominio total de un parlamentarismo partidista se consuma en Suecia entre 1953 y 1969, época en que se van creando bloques municipales, con la irrupción de los partidos nacionales en el régimen local, aun sin alterar sus textos legales y sus formas rituales. El momento decisivo es la promulgación en 1969 de una ley que permite la financiación municipal de las actividades de los partidos, cosa que hasta entonces estaba en contradicción con la ley de autonomía local.
Una organización democrática se caracteriza, según concepto admitido, por la participación de sus miembros tanto en las tareas de decisión como en las cargas de mantenimiento; esto ya se trate de asociaciones de diversa índole como de ayuntamientos democráticos suecos, donde la autonomía frente al Estado es tan alta como lo es la aportación económica de los ciudadanos en proporción a sus ingresos. El ciudadano sueco de a pie participa hoy en las cargas del ayuntamiento, pero no en sus decisiones. El afiliado a una organización establecida (sindicatos, movimientos populares) no participa apenas ni en una ni en otra.
La democracia de una organización se ve amenazada no sólo por la introducción de formas viciadas de trabajo que incapacitan a sus miembros para participar en las tareas, sino también cuando la organización deja de necesitar sus aportaciones personales, convirtiéndose en un mero aparato burocrático. Lo característico de un aparato es no mantenerse de sus miembros, pero mantener a un gran número de ellos, pasivizando al resto.
Este problema es semejante al de las criticadas libertades democráticas del liberalismo. La libertad de prensa, por ejemplo, sólo existe para el que, teniendo competencia lingüística suficiente, cuenta además con medios para imprimir y difundir una publicación, o con el apoyo de quien tiene esos medios.
Un régimen en el que los ayuntamientos se hacen económicamente dependientes de la subvención del Estado, pierden su autonomía y debilitan la competencia democrática de sus miembros. Y un mantenimiento de los partidos políticos con medios ajenos a las aportaciones económicas y personales de sus afiliados origina una desigualdad de influencia en las decisiones. La subvención a pública a los partidos políticos a nivel local, desequilibra el poder entre los ciudadanos o grupos de opinión sin medios de influencia y los partidos oficiales.
Para entender la evolución de la sociedad sueca hacia una de las mejor organizadas democracias parlamentarias hay que considerar la confluencia de tres factores históricos. Hemos mencionado la tradición de una autonomía democrática local, arraigada en una sociedad todavía agraria y codificada en las Ordenanzas Municipales desde 1850. Añadiré a ella el surgimiento y evolución, desde el comienzo de la época industrial de finales del siglo pasado, de una serie de movimientos populares. Un tercer factor es el fuerte sentimiento de confianza en las autoridades y funcionarios públicos, arraigado en el carácter sueco desde hace varios siglos. Menciono ese rasgo del carácter sueco por su gran importancia para la evolución pacífica del discurso político. La confianza o pistis es el concepto eje de la Retórica aristotélica. Sin confianza no es posible el orden social e incluso la mentira deja de serlo si desconfiamos de todo cuanto se dice. La carencia de confianza es quizá una de las raíces de los problemas de España. La confianza es el capital sobre el que se erige toda conducta democrática, y su malversación por obra de los políticos, ocasiona un daño irreparable al cuerpo social. Ahora bien, cuando la confianza se convierte en mera credulidad carente de crítica, llegamos al otro extremo: la manipulación social. Ese es el problema de Suecia. Si bien el funcionario público y el político sueco mantienen un bajo nivel de corrupción, también se han ido atrofiando los organismos de control. Para que la confianza sea un elemento generador de democracia, tiene que ir unida a un cierto sentido crítico. España necesitaría un poco de la confianza de los suecos, y Suecia algo del espíritu de disidencia y crítica del español. Pero están cambiando mucho las cosas, por lo menos en Suecia.
Decía que uno de los tres elementos fundamentales de la evolución sueca hacia la democracia parlamentaria fueron los movimientos «populares». Estos movimientos son de tres clases: movimientos religiosos contra el monopolio de la iglesia nacional, movimientos de lucha contra el alcoholismo y el movimiento obrero con sus dos brazos político y sindical. Entre 1880 y 1930 se llevó a cabo una amplia tarea de formación popular, cívica, cultural y humana, que fue decisiva para la evolución del modelo sueco de la etapa industrial. En el seno de esos movimientos se planteó seriamente por primera vez la cuestión de la representación y la competencia ciudadanas. El éxito en la formación popular en pro de una amplia competencia ciudadana fue sin embargo limitado. Un motivo de ello fue quizá el propio éxito obtenido. Los movimientos populares lograron sus metas con demasiada rapidez, antes de haber consolidado las virtudes cívicas que los inspiraban y se fueron convirtiendo en aparatos económicamente poderosos, bien por la adquisición de empresas y bienes propios, bien por su transformación en apéndices del Estado copiosamente subvencionados por él. La democracia sueca se corporativizó, fenómeno que han señalado los investigadores de la ciencia política.
Otro motivo ligado al anterior del relativo fracaso de esos movimientos es la confusión entre formación popular y mero aprendizaje. En lugar de una formación humana que enseñe a asimilar la propia experiencia, se desarrolla una tarea de aprendizaje cumulativo de conocimientos. En lugar de llegar a ser alguien, el pueblo ha aprendido a hacer cosas. El ser bueno consiste así en hacer cosas bien hechas. Este tipo de formación va acompañado de una perversión del lenguaje que fomenta un espíritu crítico de lo externo, pero carece de autocrítica. Nunca más adecuada aquella cita de Marx que dice: «Las armas de la crítica no deben olvidar la crítica de las armas».
Alguien ha querido comparar Suecia con la distopía «1984» de Orwell. En efecto el ciudadano sueco moderno es un individuo de lección bien aprendida, semejante a un ordenador bien programado. Ningún ciudadano europeo ha aprendido tantos principios de respeto, democracia y solidaridad, pero son -digo- principios acumulados (como los slogans), más bien que asimilados. Cuando los frenos sociales se debilitan, accidentalmente como en el uso del alcohol o de modo más persistente como en las crisis económicas, el sueco se convierte de nuevo en vikingo. La educación sueca crea un ciudadano que confunde el obrar con el hacer y el hablar con el decir (como el loro). Lo que no se puede decir es impensable. Suecia es el único país que ha hecho realidad la utopía del falansterio convirtiéndolo en paradigma del Estado. Pero, eso sí, Suecia es también el país que ha llegado más lejos en la construcción de cauces o estructuras de democracia formal. Y este es un mérito indiscutible.
Mi descripción del parlamentarismo parecerá a algunos demasiado negativa. Sin embargo, ni es mi intención condenar al parlamentarismo como cauce de actuación y como estructura de reglas establecidas, ni simpatizo en modo alguno con la concepción anarquista de la sociedad. Lo único que digo es que, aun siendo la forma adecuada para una democracia representativa, el parlamentarismo no es la democracia y su valor instrumental sólo se realiza cuando existe una competencia democrática que otorga participación real a sus ciudadanos y hace de sus representantes verdaderos mandatarios de la opinión popular.
A pesar de su alejamiento geográfico e histórico de los focos de la cultura urbana occidental, el modelo sueco es quizá el aprendiz más fiel de esa mentalidad. El divino Platón, si hubiera vivido hoy, habría tenido más éxito en Estocolmo que el que tuvo en Siracusa.
Entre 1971 y 1980, decenio que dediqué a los temas de la participación ciudadana en la planificación pública a nivel local, fui llegando a la convicción de que la ética necesaria para dar sentido democrático a los parlamentarismos de una u otra especie tiene que ser una ética discursiva. Toda vida social y política es, sin residuo, resultado de una construcción discursiva. Su ética tiene por eso que estar íntimamente ligada a ese discurso y no meramente a sus técnicas y reglas. Pero a diferencia de lo que proponen las «éticas discursivas» al uso, considero que una ética de esa especie es conciliable y tiene que ser, en gran parte y por varias razones, una ética de corte aristotélico.
Al identificarme con Aristóteles no niego el valor de un Habermas, menos aún el de un Apel. Pero Habermas, además de quedarse corto, niega el valor del diálogo con el aristotelismo, cosa que contradice su propia postura dialógica. El modelo de Habermas se queda a medias porque su razón comunicativa no es más que una nueva versión de la vieja razón teórica ilustrada. Como Habermas opino que hay que afirmar los ideales humanos de la Ilustración. Jamás ha dispuesto la sociedad humana de mejores medios para realizarlos, desarraigar la miseria y hacer extensiva la justicia. Pero la razón ilustrada cojea de una de las dos piernas sobre las que debe sostenerse, utilizando sólo la que sostiene el pensamiento teórico y científico, de inspiración platónica. Por eso se hace necesario recuperar la pierna racional anquilosada. En mis reflexiones sobre la democracia a mediados de los años 70, andaba yo muy cerca de la posición de los discursivistas alemanes, pero poco a poco me fui dando cuenta de la necesidad de superarla, atendiendo a aspectos que se daban por supuestos e incontrovertidos. Y esa superación, que no menosprecia a Habermas, despierta en cambio el menosprecio de los habermasianos. Pues, por si era poco, no sólo he caído en la herejía del neoaristotelismo sino además en la del neonietzscheanismo, lo que me hace reo de un doble anatema de la arrogante iglesia habermasiana.
Los filósofos de la acción comunicativa hablan con desprecio de un retroceso aristotélico (lo de Nietzsche no sé qué será) que para mí supone un avance. Pues ni Aristóteles ni Nietzsche, como tampoco anteriormente Habermas y Apel, han supuesto para mi puntos de partida, sino puntos de llegada o de paso. Pues, como dije, mi postura no procede de la experiencia de los libros, sino de los libros de la experiencia. Nietzsche da expresión a posiciones a las que yo mismo he llegado por otros caminos y Aristóteles me facilita análisis y distinciones que, aplicadas a nuestra situación y utilizadas a veces desde una perspectiva diferente a la de Aristóteles, me ayudan a comprender mejor lo que tengo a la vista. Habermas, cuyos méritos no dejo de reconocer, practica la filosofía del avestruz, abjurando de Aristóteles como de un leproso, para evitar -dice- contaminarse de sus prejuicios metafísicos. Como si su condición de filósofo, de europeo y de germanoparlante no le atará por la espalda, nollens volens, a Aristóteles. Huyendo del Estagirita lo único que hace Habermas, como los filósofos de la Escuela de Uppsala con su lema metaphysica esse delenda, es dar prioridad a la otra fuente griega, la fuente platónica, madre de las utopías y los totalitarismos. Una filosofía de la comunicación y del diálogo que repudia, sin siquiera tomarla en consideración, la herencia de uno de sus abuelos, es una contradicción práctica.
Quizá el problema de las éticas discursivas al uso resida en confundir el plano del lenguaje como energeia -la actividad llamada logos que diferencia a todo ser humano tanto de la bestia como del dios- de la lengua como ergon, es decir el resultado e instrumento lingüístico que son los sistemas concretos de palabras e idiomas. Pues la dimensión pragmática del lenguaje de que hablan los discursivistas oficiales, se limita a considerar lo que hacemos con las palabras, sin preocuparse de cómo hacemos las palabras y de lo que las palabras hacen con nosotros. Las armas de la crítica no deberían olvidar -como dije antes citando a Marx- la crítica de las armas.
Quien valore el diálogo como elemento articulador de un orden social democrático, debiera estar interesado por un conocimiento y un uso del lenguaje que nos haga verdaderamente dueños de él y no meros portadores de fonemas. Ni los conceptos ni las palabras se hacen solos: el horno de los conceptos y el telar de las palabras, en los que operan los mecanismos de la metáfora y la metonimia, son decisivos para nuestra manera de entender y expresar el mundo. Y una forma u horma de entender y expresar el mundo que es eficaz para la ciencia natural y para la técnica dominadora de la materia, no lo es tanto para la intelección y la modelación de la acción humana. Así se explica cómo una sociedad declaradamente monoteísta o laica sigue manteniendo vivo el olimpo de los viejos dioses (el Amor, la Guerra, la Justicia, el Comercio, la Ciencia) añadiendo constantemente deidades nuevas (el Socialismo, el Capitalismo, el Mercado, el Desarrollo) que se hagan responsables de lo que nos sucede. Es cómodo decir que «el poder corrompe», porque siendo el Poder mismo el que hace cosas tan feas, el político o el poderoso se nos presentan más bien como víctimas. Los políticos achacan la culpa de nuestros problemas a la Crisis y hablan del Paro como de una bestia apocalíptica. El dirigente socialista sueco Ingvar Carlsson, sucesor de Olof Palme, excusaba aquel «paquete» de medidas económicas que nos metieron el otoño pasado, diciendo que se había hecho necesario porque «el interés crediticio había ascendido al 500 %», como si el señor Interés Crediticio hubiera subido por su propio pie. Tal medida -que según decían había sido adoptada por el Riksbanken, como si el Banco fuera alguien, y no por unas personas de carne y hueso que lo regentan con el beneplácito de, entre otros, Ingvar Carlsson- era una medida de defensa, ya que la señora Corona Sueca (como después la Peseta) estaba amenazada (¡la pobre!). Nuestro lenguaje tiene una enorme agilidad en crear por doquier explicaciones que nada explican, a base de sustantivos en forma determinada singular, comparables a las viejas deidades.
Una investigación del léxico occidental nos muestra que éste da prioridad a lo visual frente a lo auditivo y al substantivo frente a la acción. Decimos que vemos coches, buzones de correos o pastelerías, como si eso se pudiera ver y no fuera una mera interpretación, mediatizada por los usos y la cultura, de lo que nos manifiestan los sentidos. Agotada la posibilidad de apoyarnos en objetos visibles o tangibles, objetivamos las acciones humanas en sustantivaciones lingüísticas como «democracia», «poder», «libertad», «justicia» etc. Explicamos las acciones por las cosas y los sustantivos, siendo las acciones las que racionalmente explican tanto las cosas como esos complejos de sucesos que gramaticalmente empaquetamos en sustantivos. Eso explica la vigencia social de la mitología del dinero y de la nueva clase sacerdotal de los economistas. Obsoleto el latín eclesiástico, desarrollan esos teólogos modernos todo un discurso ritual de «inflaciones», «créditos», «inversiones», «moneda», «alza y baja», «curvas de crecimiento», «economía», etc. etc. tan familiar al oído como vacío al entendimiento.
Ocuparse de cómo actuamos en concreto con las palabras y de lo que las palabras hacen con nosotros significa interesarse por la retórica como ciencia genuina del discurso. Pero a pesar de tanto hablar de «teoría de la argumentación», nada quieren los habermasianos saber ni de Perelman ni de nadie que se interese por la retórica aristotélica. La retórica es hoy considerada como el arte de la manipulación por el discurso. Pero ¿acaso no es la retórica la que nos enseña la mejor manera de argumentar? ¿y no consiste la mejor manera de argumentar en usar el mejor argumento? ¿pero, no es el mejor argumento el criterio habermasiano que pretende sustituir al tradicional concepto de la verdad como correspondencia?
Quisiera distinguir tres niveles en la retórica. Uno es la retórica artificial consciente, desarrolladora de estratagemas discursivas, manipuladoras o sinceras. Este es el nivel más conocido e insensatamente repudiado; pues si podemos ser manipulados conscientemente por el discurso, debería estar en nuestro interés el hacernos conscientes de las triquiñuelas retóricas para evitar ser engañados. Especialmente debía interesar esto a Habermas, para poder distinguir el argumento correcto del falaz.
Otro nivel de la retórica es el natural o semiconsciente, objeto propio de la psicolingüística y el psicoanálisis, más importante que el consciente; pues nadie aprende a argumentar según las recetas de la retórica si no sabe ya hacerlo de antemano. El que intente planear conscientemente y en detalle su discurso, lo hará peor que quien, sabiendo hablar bien, hable sin reflexionar en lo que está haciendo. Y el manipulador consciente peca contra un principio retórico básico, que nos exige creer en lo que estamos diciendo. Pues no hay arma más poderosa para convencer al auditorio que la propia convicción, pero fingirla sin que se nos vea el plumero, no es fácil.
El estudio de la retórica espontánea nos conduce a un tercer nivel, el antropológico, explicativo de la expresión del sentido y de posibilidad de la comunicación por obra del discurso. Es ahí donde la ironía como concepto existencial y la articulación de los tropos (la metáfora, la metonimia) muestran ser algo más que un recurso estilístico, conduciéndonos a una comprensión más profunda del fenómeno lingüístico y por ende del ser humano; pues toda antropología implica una tropología, convirténdose así la retórica en hermenéutica del logos y del hombre.
En un pasaje de la Política, tan conocido como mal leído, nos dice Aristóteles que el ser humano no es el único animal social; pero si lo es en mayor medida que cualquier animal gregario (como la abeja) se debe a que tiene logos, esa síntesis de pensamiento y lenguaje que ha dado lugar a nuestro desfigurado concepto de «razón». Y continúa diciendo que el logos no sólo faculta al hombre para expresar lo que siente, que eso también lo hacen los animales a su modo. Pues el animal -dice- tiene voz, pero el logos nos otorga el don de la palabra, permitiéndonos distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. No dice Aristóteles en ese texto que la razón consista en distinguir lo verdadero de lo falso, sino lo justo de lo injusto. He aquí el punto de partida para una concepción aristotélica de la razón discursiva. Este pasaje nos revela que la razón propiamente dicha es la razón práctica. Y todos sabemos hoy que, si la razón fuera una mera facultad deductiva de verdades, las ordenadoras electrónicas serían más razonables que el hombre. La razón humana o es práctica o no es razón. Y el uso del discurso en la elaboración teórica (que también es una forma de actuar, una forma de práctica) supone la invención o elección de palabras justas y de argumentos adecuados. Justas y adecuados, no verdaderos o falsos. Nunca oí decir que un libro de texto, una tesis doctoral o una ponencia sean verdaderos o falsos, sino buenos o malos. Toda razón o es práctica y constructiva, o sea discursiva, o no es razón.
La discursividad es esencial a la condición humana y a su manera de obrar y conocer, porque el ser humano, colocado entre el dios y la bestia, sólo puede comprender el mundo, los otros hombres y a sí mismo a través de un encadenamiento de signos. Dios, según la teología, no necesita del discurso, comprendiéndolo todo en la intuición de sí mismo. El hombre en cambio sólo puede entender mediatamente, con ayuda de un rodeo simbólico-discursivo. Por eso dicen algunos que el hombre es un animal simbólico, aunque yo prefiero decir que es un animal retórico.
Comulgo pues con los que no conciben la ética sin el diálogo. Pero me diferencia de los discursivistas al uso la concepción misma del lenguaje. La teoría habermasiana es demasiado analítica y demasiado positivista para atribuirse el nombre hermenéutica. Y en lo que respecta al diálogo, es preciso advertir que el prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y monólogo fueran dos términos contrapuestos. Si el logos, como la cita aristotélica mencionada decía claramente y los habermasianos y apelianos sostienen, es necesariamente social, no precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un «hablar» orientado al otro. Pero entonces el diálogo no es un instrumento para llegar a un fin, sino aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana, aquello mediante lo cual el verbo se hace carne, como señaló Wittgenstein.
La ironía de la razón ilustrada reside en su incapacidad de resolver los problemas humanos y realizar el proyecto de sociedad justa y democrática a que aspira, a pesar de que el desarrollo técnico ha puesto en sus manos los medios para ello. La mentalidad tecnológica posibilita y entorpece al propio tiempo la realización de su ideal. Esto se debe a una ceguera conceptual que trasforma metonímicamente toda acción en sustancia. No puedo profundizar aquí en estas desviaciones conceptuales ni en la diferencia entre nuestra forma de ver el mundo y la de otras culturas menos dominadoras de la materia y más cuidadosas del espíritu. Aludiré simplemente a dos ejemplos de estructura conceptual típicos de la mentalidad tecnológica y de su ceguera ética. Me refiero a la confusión entre el hacer y el obrar y entre la finalidad y el sentido. Una lectura parcial e interesada de Aristóteles nos facilita distinciones útiles.
Distingue Aristóteles cuidadosamente en la Ética a Nicómaco entre un obrar valioso y un hacer cosas valiosas. Al uno le llama praxis, al otro poiesis. Poiesis, que sólo ha sobrevivido en la palabra «poesía», ha desaparecido como expresión de todo quehacer productivo. Praxis, que significaba «obrar», a secas, persiste en nuestras lenguas, pero ha asimilado el significado de la poiesis griega, desfigurando el significado originario. La praxis (Marx es un ejemplo destacado) se ha convertido para nosotros en un «hacer cosas». El hecho de que «obrar» sea un verbo intransitivo y «hacer» transitivo, revela, incluso en castellano, una diferencia. Pero nosotros no advertimos esos matices, barajando el obrar y el hacer como sinónimos. Lo que llamamos hoy «un experto» sería, en la concepción aristotélica, alguien que domina una poiesis. El hombre poseedor de praxis, el prudente, sería para Aristóteles lo que nosotros llamaríamos «un hombre de experiencia». Las poiesis concretas, las tareas o trabajos, se repartían: uno hacía casas, el otro araba. La praxis afectaba a todos y cada uno de los ciudadanos. No todo ciudadano tenía que saber pintar, pero todos, incluso los que pintaban, eran sujetos de un comportamiento humano y de una ciudadanía.
Hacía Aristóteles otra distinción emparentada con la anterior: una cosa es -decía- realizar un esfuerzo con miras a un resultado externo y otra dedicarse a una actividad por su valor intrínseco. A la primera la llamaba kinesis, un movimiento o proceso cuyo producto externo concebible o perceptible llamaba ergon. A la segunda la llamaba energeia. El hacer algo, la poiesis, es así una kinesis, pero el obrar, la praxis aristotélica, es una energeia. La producción de algo requiere un transcurso de tiempo, teniendo el proceso de producción que haber llegado a su fin o término (peras) para alcanzar su resultado. El proceso y su resultado se excluyen temporalmente. Una actividad humana valiosa se caracteriza en cambio por su perfección inmediata. Cuando dicha actividad finaliza no queda nada de ella; en cambio la mera producción tiene que llegar a su término para que surja lo más importante de ella: su resultado. Edificar es un proceso productivo que desemboca en la casa terminada. Habitarla es una actividad humana valiosa que o se realiza del todo en cada instante o no se realiza en absoluto. Puede haber expertos en construir viviendas, pero en habitarlas es cada uno su propio juez. He aquí el motivo por el que la intención de los ciudadanos tiene que estar por encima de la de los expertos. Por eso dice Aristóteles que el navegante sabe en cierto modo mejor que el constructor lo que es un buen barco y el convidado mejor lo que es la buena cena que el cocinero.
Aristóteles es el primer teórico de la Sociedad del Bienestar. Concibe la polis como una asociación humana para el bienestar común en la cual las poiesis van encaminadas a resultados cuyo sentido viene dado en las praxis. La tarea de los expertos no está sólo al servicio de la efectividad de los medios y los fines, pues lo que da valor, transcediéndolos, a los fines de las actividades productivas es el sentido de la vida de los ciudadanos. Cierto que los actos valiosos y las cosas bien hechas se combinan en la vida humana y social; pero mientras las cosas bien hechas son meros fines, los valores que éstas facilitan o promueven vienen dados por el uso a que van destinados. Ahora bien, ¿no es acaso el fin de una acción aquello por lo que hacemos algo? Barajamos normalmente el fin con el sentido y la finalidad con la teleología. Sólo puedo hacer aquí un breve comentario al respecto.
También Kant entendía que una acción llevada a cabo con miras a un resultado no es una acción perfecta. Pero su exigencia por formular en palabras un imperativo categórico de la razón, le hizo perder de vista el sentido profundo de su propia observación. Se ha criticado a Kant de caer póstumamente en la teleología, después de haber repudiado la finalidad. ¿Pero es telos lo mismo que «fin»? Así traducimos la palabra griega telos y el propio texto aristotélico da pie a esa confusión. Sin embargo, el llamar teleológica (en sentido aristotélico) a la ética utilitarista me parece un desatino sin límites. Y el calificar la ética de Aristóteles de teleológica (en sentido utilitarista) apoyándose en sus comentarios sobre la mal entendida y peor traducida eudaimonia, se explica por nuestra manía metonímica de confundir el fin con los medios y el lenguaje con las palabras.
Hablar de fin es hablar de límite o término, como en el resultado de un hacer productivo. Y es cierto que el resultado, con miras al cual actuamos, en cierto modo, da sentido a lo que hacemos. Pero ¿de dónde le viene su valor al resultado? Todo fin explicativo suscita un nuevo «¿por qué?» que lo convierte en medio. Sólo la razón tecnológica e instrumental deja de hacerse preguntas, como si el fin mencionado fuera una respuesta definitiva o como si fines y medios pudieran eslabonarse en una cadena indefinida, semejante a la de las causas y los efectos. Medios y fines son términos aplicables a segmentos temporales y quehaceres concretos. Hablar de un fin último es una noción equívoca usada para evitar la proyección al infinito. La vida humana es un manojo de segmentos de medios y fines pero no una cadena finalista continua, porque ni la vida ni la historia son planificables. El fin último de la vida es la muerte, pero la muerte no es el sentido de la vida, como algunos existencialistas pretenden, confundiendo el fin con el sentido. Un fin es lo que se halla al final, aquello a lo que se llega o en lo que se desemboca. El sentido, que es maduración interna de nuestra vida y nuestra conciencia, tiene más de principio y de proyecto que de final. El sentido es el criterio que -con mayor o menor acierto- alumbra la elección de los fines dándoles su valor de tales y su expresión concreta. El sentido formula los fines sin poder ser él mismo formulado, dicho o expresado categóricamente. Si el decir pudiera ser dicho, esto nos retrotraería al infinito. El sentido es la atalaya transcendente desde la que el sentido del mundo y la comunicación cobran realidad. El fin de la vida es la muerte, pero su sentido es lo que va dando calidad y valor a los sucesos de nuestra historia, desde que nacemos hasta que morimos. Paralelamente a una «formación profesional» y a un adiestramiento en hacer cosas, va madurando la conciencia del sentido de nuestra vida, al cual vamos ajustando nuestra elección de fines, siendo ese sentido indecible, porque él mismo es el lenguaje, el logos.
La finalidad es propia de un quehacer y todo fin es una cosa o se entiende como una cosa. El sentido es la cualidad de una forma de acción humanamente valiosa. La mentalidad tecnológica a que nos ha conducido la razón ilustrada nos incita a dedicar la vida humana a un eterno quehacer cuyo sentido se pierde de vista. Esta es la alienación. Vivimos para trabajar, trabajamos para obtener dinero. Obtenemos dinero para comprar cosas. La cadena explicativa se ha vuelto del revés.
Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y una democracia como forma de vida. Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los investigadores sociales proponen la planificación dialogada. Pero el diálogo de que hablan no es un dia-logos, no es un diálogo transparente, sino instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el lego, del hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no como praxis, como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad valiosa en sí misma.
El hombre es un ser discursivo, dialógico. A través del lenguaje va madurando el sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones públicas son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y el diálogo planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un diálogo en el que el interlocutor sea considerado como un mero medio para lograr nuestros fines. La tercera fórmula del imperativo categórico kantiano encaja bien en esta concepción del diálogo. El diálogo de la democracia tiene que ser un diálogo sin otra intención que el propio dialogar.
Estoy de acuerdo con Habermas en casi todo menos en lo que niega. Él estaría en cambio casi totalmente en desacuerdo conmigo, si mi insignificante persona le mereciera la más pequeña atención. Para los discursivistas habermasianos la racionalidad reside en el decir y en las palabras. Para mí reside en el hablar como modo fundamental de obrar. Lo que decimos no son más que concretizaciones o ejemplos de lo que es el hablar. El hablar no es lo dicho, pero se manifiesta en el decirlo. Junto al universal del nominalismo, existe un universal revelado en el decir concreto, un universal inteligido a través del ejemplo y no destilado mediante la inducción. El ejemplo es en la retórica lo que la inducción en la lógica, comparable a la relación entre ficción literaria y hecho científico: la obra literaria enseña fingiendo, el libro científico finge enseñar.
El Quijote nos enseña lo que es el hombre. Mi estima por una persona no es el ramo de flores que le entrego, pero la entrega del ramo de flores muestra mi estima por ella. Los segmentos de nuestra vida y de nuestro discurso no son más que ejemplos fugaces que van desvelando el sentido. La racionalidad no puede por ello ser lo que decimos, sino algo que se manifiesta a través de lo que decimos y de lo que hacemos. Y al decir, como al hacer, nos vamos ejercitando más y más en esa racionalidad, nos vamos haciendo racionales. La racionalidad no es una cualidad de las proposiciones, es una virtud que se adquiere comportándose y ejercitándose y haciendo proposiciones discursivamente. Esa es la competencia sustentadora de la democracia. Frente a un concepto de la democracia como diálogo encaminado a las decisiones, me adhiero a un concepto de la democracia como un diálogo en que las decisiones no son fines, sino resultados accidentales y huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un diálogo así parte de la base de que hablando se entiende la gente pero también de que nadie opina exactamente lo mismo que otro. Podemos ponernos de acuerdo, pero nunca estar de acuerdo. El consenso es una voluntad de acuerdo, no un estado. La decisión mayoritaria sólo puede adherirse a una frase o una palabra, nunca a un sentido o una opinión, porque tenemos necesariamente perspectivas diferentes de las mismas cosas. Al usar las mismas palabras creemos que estamos hablando de lo mismo, pero una cosa son las palabras y su significado establecido y otra el sentido que expresan para cada actor en un momento determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es una arena de discusión sobre significantes de apariencia unívoca pero de significado siempre ambiguo. Los habermasianos parecen tener miedo a la ambigüedad, pero el verdadero peligro reside en la univocidad.
Una ética discursiva para la sociedad moderna tiene que afrontar de modo crítico y radical el concepto habitual del poder. En Suecia y en Noruega se han creado sendas comisiones de investigación científica sobre el poder que, después de años de análisis y especulación, han dejado intocado el meollo del problema, al entender el poder como algo sustantivo (una cosa que se posee o una relación establecida, una posibilidad o una posición) en lugar de entenderlo desde un punto de vista adverbializante, como una forma de acción, que es la perspectiva aristotélica. Por eso caemos en la paradoja de estar siempre luchando por el poder, al mismo tiempo que lo criticamos como detestable. Los investigadores sociales optan por considerar al poder como algo neutral en sí, afirmando que sólo el uso puede implicar maldad. Con esto se abre la puerta al paternalismo, que consiste en un uso aparentemente benigno y servicial del poder.
Si dejamos de confundir el poder con la mera asimetría, que es su punto necesario de partida, pues siempre hay una desigualdad de origen (del padre con el hijo, del sabio con el tonto, del rico con el pobre, etc.) para dar el nombre de poder al modo de actuación que tiende a conservar las asimetrías y a aumentarlas, entonces tendremos que estar de acuerdo en que el poder consiste en una actuación esencialmente maligna, concepción que concuerda perfectamente con el sentido común. En toda relación humana surgen inevitablemente situaciones de superioridad e inferioridad. El que está en situación de superioridad tiene dos alternativas de actuación: una manipulativa, que fortalece su posición frente al otro (esto es lo que yo llamo poder), y otra emancipatoria que trata de contrarrestar la inferioridad del otro. Una cosa es ayudar a un cojo a andar apoyándose en nosotros y otra proveerle de una prótesis. Una cosa es hacer a sus hijos o a sus súbditos depender de nuestra reiterada ayuda, y otra es ponerles en camino de una autonomía que les permita participar en una vida social digna. Una política social del bienestar es paternalista cuando la ayuda prestada prolonga la dependencia y la relación de desigualdad. El político paternalista es un individuo que ayuda al débil para sentirse satisfecho de su propia bondad. Por eso necesita que la debilidad nunca desaparezca. Mas lo importante para el débil no es la simple ayuda personal momentánea, aunque sea reiterad, sino una solución que trate de poner fin a su debilidad y a su situación de dependencia.
Si, venciendo mi aversión a las fórmulas éticas, tuviera que expresar en un imperativo la ética de abstención de poder, diría así: «Obra siempre procurando que las asimetrías existentes antes del comienzo de una actuación concreta entre tí y los demás, hayan disminuido, si es posible, o por lo menos no hayan aumentado por efecto de tu actuación». Nótese que hablo de procurar, no de logros o resultados. El mérito de este modo de obrar, aunque mi formulación dé la impresión de ello, no reside tanto en su resultado como en su ejercicio, implicando la humildad de reconocer errores y de intentar ser mejor. Pues ni la libertad ni la justicia son metas (como creen los movimientos de liberación que indefectiblemente se convierten en tiranías) sino modos de moverse hacia la meta. No hay un camino a la libertad y a la justicia, la libertad y la justicia son el camino, que es, como dijimos, el propio caminar. Y no hay un abuso del poder, pues el poder es el abuso, siendo el paternalismo el disimulo del poder.
[1] www.ub.es/geocrit/sv-68.htm. Reproducido en Scripta Vetera, Edición Electrónica de trabajos publicados nº 68. Barcelona, Universidad de Barcelona. Seminario sobre variedades y límites de la democracia. Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Valencia 6-10 de septiembre de 1993.

[2] José Luis RAMÍREZ GONZÀLEZ (Nacido en Madrid , 1935). Entre 1970 y 1980 fue miembro de la Junta de Gobierno y Consejero (Teniente de Alcalde) Director del Plan Municipal de Haninge, un Ayuntamiento de más de 50.000 hab. de la región de Estocolmo (el nº 28 en de los ayuntamientos por población). De 1980 a 1983 fue Jefe del Servicio de Actividades Culturales del Ayuntamiento de Ludvika (Dalecarlia). Colabora desde 1984 en el Instituto NORDPLAN, una escuela superior de postgrado para funcionarios de la administración pública, especialmente municipales, patrocinada por el Consejo Nórdico. Cursó de doctorado en planificación (Nordplan), Stockholm 1984-1987. Profesor asistente de cursos de doctorado del Instituto Nórdico de Planificación (Nordplan), Stockholm 1987-1993. Creador y director del curso Filosofía para planificadores e investigadores de planificación (Nordplan) 1990 y 1991. Profesor y co-director, junto con el catedrático, del curso anual de 5 semanas en Teoría de la acción como ciencia humana (Nordplan) 1992-1996. Director de un proyecto de investigación sobre Teoría de la Acción y de la Planificación como ciencia humana, financiado por el Consejo de Investigaciones Urbanísticas, 1993-1995. Promovido a Docente en Planificación Territorial en la Sección de Infrastructura y Planificación Pública de la Escuela Superior Politécnica de Estocolmo el 13/6 1997. Lección magistral: Sobre el conocimiento tácito de los planificadores. Designado profesor de Teoría de la acción y de la planificación en la Institución de Arquitectura del Paisaje de la Universidad Agraria. Cuenta con mas de 30 años de intensa actividad como conferenciante y director de seminarios y mas de una decada. como organizador de cursos. Ha realizado numerosas publicaciones. Corresponsal de la Revista CIUDAD Y TERRITORIO, Ministerio de Medio Ambiente. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Rhetorica Scandinavica.

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