agosto 06, 2011

"La influencia de la revolución en la vida intelectual de México" Pedro Henriquez Ureña (1924)

“LA INFLUENCIA DE LA REVOLUCIÓN EN LA VIDA INTELECTUAL DE MÉXICO”
Pedro Henriquez Ureña
[1924] *

Hay en la historia de México, después de su independencia, dos grandes movimientos de transformación social: la Reforma, inspirada en la orientación liberal, que se extiende de 1855 a 1867; el reciente que todos llaman la Revolución, el cual empieza en 1910 y se consolida hacia 1920.
La Revolución ha ejercido extraordinario influjo sobre la vida intelectual, como sobre todos los órdenes de actividad en aquel país. Raras veces se ha ensayado determinar las múltiples vías que ha invadido aquella influencia; pero todos convienen, cuando menos, en la nueva fe, que es el carácter fundamental del movimiento: la fe en la educación popular, la creencia de que toda la población del país debe ir a la escuela, aun cuando este ideal no se realice en pocos años, ni siquiera en una generación.
Esta fe significa una actitud enteramente nueva ante el problema de la educación pública. No que la teoría de la educación popular fuese desconocida antes. Al contrario: tan pronto como México comenzó a salir, hace más de cien años, del medievalismo de la época colonial, entró en circulación la teoría de la educación popular como fundamento esencial de la democracia.
Fernández de Lizardi, el célebre Pensador Mexicano, que murió en 1827, fue ardoroso campeón de la idea, y hasta esperaba que la multitud de sus propias publicaciones, bajo la forma de novelas, dramas, folletos, revistas y calendarios, estimularan en el pueblo el deseo de leer. Desde que la lucha de independencia terminó (en 1821), fue creciendo paulatinamente el número de escuelas públicas y privadas; todo hombre que podía permitírselo asistía a la escuela, y hasta llegó a considerarse indispensable que las mujeres no fuesen iletradas (recuérdese que en la época colonial, hasta fines del siglo XVIII, muchos creían peligroso para las mujeres el aprender a leer y escribir). Pero la educación popular, durante cien años, existió en México principalmente como teoría: en la práctica, la asistencia escolar estaba limitada a las minorías cuyos recursos económicos les permitían no trabajar desde la infancia; entre los pobres verdaderos, muy pocos cruzaban el vado de las primeras letras. Los devotos de la educación popular (hombres como justo Sierra, que fue Secretario de Instrucción Pública hacia el final del régimen de Porfirio Díaz) nunca lograron comunicar su fe al hombre de la calle ¡ni siquiera al gobierno!
Hay que recordar que hasta el comienzo del siglo XIX, la América Latina, a pesar de sus imprentas, vivía bajo una organización medieval de la sociedad y dentro de una idea medieval de la cultura. Nada recordaba la Edad Media tanto como sus grandes Universidades (tales, las de Santo Domingo, la de México, la de Lima): allí, el latín era el idioma de las cátedras; la teología era la asignatura principal; el derecho era el romano o el eclesiástico, nunca el estatuto vivo del país; la medicina se enseñaba con textos árabes, y de cuando en cuando el regreso a Hipócrates significaba una renovación. Saber leer y escribir era, como en la Europa de la Edad Media, habilidad estrictamente profesional, comparable a la de tallar madera o fabricar loza. Según observa Charles Péguy, los pueblos protestantes comenzaron a leer después de la Reforma, los pueblos católicos desde la Revolución Francesa. Así se comprende cómo hubieron de pasar cien años para que una nación se diera cuenta de que la educación popular no es un sueño utópico sino una necesidad real y urgente. Eso es lo que México ha descubierto durante los últimos quince años, como resultado de las insistentes demandas de la Revolución. El programa de trabajo emprendido por Vasconcelos de 1920 a 1924 es la cristalización de estas aspiraciones populares. De hoy en adelante, ningún gobierno podrá desatender la instrucción del pueblo.
El nuevo despertar intelectual de México, como de toda la América Latina en nuestros días, está creando en el país la confianza en su propia fuerza espiritual. México se ha decidido a adoptar la actitud de discusión, de crítica, de prudente discernimiento, y no ya de aceptación respetuosa, ante la producción intelectual y artística de los países extranjeros; espera, a la vez, encontrar en las creaciones de sus hijos las cualidades distintivas que deben ser la base de una cultura original.
El preludio de esta liberación está en los años de 1906 a 1911. En aquel período, bajo el gobierno de Díaz, la vida intelectual de México había vuelto a adquirir la rigidez medieval, si bien las ideas eran del siglo XIX, “muy siglo XIX”. Toda Weltanschauung estaba predeterminada, no ya por la teología de Santo Tomás o de Duns Escoto, sino por el sistema de las ciencias modernas interpretado por Comte, Mill y Spencer; el positivismo había reemplazado al escolasticismo en las escuelas oficiales, y la verdad no existía fuera de él. En teoría política y económica, el liberalismo del siglo XVIII se consideraba definitivo. En la literatura, a la tiranía del “modelo clásico” había sucedido la del París moderno. En la pintura, en la escultura, en la arquitectura, las admirables tradiciones mexicanas, tanto indígenas como coloniales, se habían olvidado: el único camino era imitar a Europa. ¡Y qué Europa: la de los deplorables salones oficiales! En música, donde faltaba una tradición nacional fuera del canto popular, se creía que la salvación estaba en Leipzig.
Pero en el grupo a que yo pertenecía, el grupo en que me afilié a poco de llegar de mi patria (Santo Domingo) a México, pensábamos de otro modo. Éramos muy jóvenes (había quienes no alcanzaran todavía los veinte años) cuando comenzamos a sentir la necesidad del cambio. Entre muchos otros, nuestro grupo comprendía a Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Acevedo el arquitecto, Rivera el pintor. Sentíamos la opresión intelectual, junto con la opresión política y económica de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leímos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Atacamos y desacreditamos las tendencias de todo arte pompier: nuestros compañeros que iban a Europa no fueron ya a inspirarse en la falsa tradición de las academias, sino a contemplar directamente las grandes creaciones y a observar el libre juego de las tendencias novísimas; al volver, estaban en aptitud de descubrir todo lo que daban de sí la tierra nativa y su glorioso pasado artístico.
Bien pronto nos dirigimos al público en conferencias, artículos, libros (pocos) y exposiciones de arte. Nuestra juvenil revolución triunfó, superando todas nuestras esperanzas . . . Nuestros mayores, después de tantos años de reinar en paz, se habían olvidado de luchar. Toda la juventud pensaba como nosotros. En 1909, antes de que cayera el gobierno de Díaz, Antonio Caso fue llamado a una cátedra de la que hoy es Universidad Nacional, y su entrada allí significó el principio del fin. Cuando Madero llegó al poder, en 1911, los principales representantes del antiguo pensamiento oficial que eran en su mayoría personajes políticos del antiguo régimen se retiraron de la Universidad, y su influencia se desvaneció . . .
Desgraciadamente, eso no quería decir que al primer triunfo político de la Revolución (1911) se modificaran y adoptaran orientaciones modernas [en] el mundo universitario de México, ni menos en [la] vida intelectual y artística del país en su conjunto. El proceso hubo de ser más lento. Las actividades de nuestro grupo no estaban ligadas (salvo la participación de uno que otro de sus miembros) a las de los grupos políticos, y no había entrado en nuestros planes el asaltar las posiciones directivas en la educación pública, para las cuales creíamos no tener edad suficiente (¡después los criterios han cambiado!); sólo habíamos pensado hasta entonces en la renovación de las ideas. Habíamos roto una larga opresión, pero éramos pocos, y no podíamos sustituir a los viejos maestros en todos los campos . . . La Universidad se reorganizó como pudo, y de esta imperfección inicial no ha podido curarse todavía. Nuestra única conquista fundamental, en la vida universitaria de entonces, fue el estímulo que dio Antonio Caso a la libertad filosófica.
Poco después, afortunadamente, tuvimos ocasión de dar nuevo impulso a la actividad universitaria. La Universidad no gozaba del favor político, y carecía de medios para organizar los estudios de ciencias puras y de humanidades. En 1913, el doctor Chávez, hombre del antiguo régimen que ha vívido en esfuerzo continuo de adaptación a tendencias nuevas, se echó a buscar el concurso de hombres avanzados, dispuestos a trabajar gratuitamente en la organización de la Escuela de Altos Estudios: la mayoría de los profesores la dio entonces nuestro grupo, y así nacieron, con éxito resonante, los cursos de Humanidades y de Ciencias.
Nuestro grupo, además, constituido en Ateneo desde 1909, había fundado en 1911 la Universidad Popular Mexicana, en cuyos estatutos figuraba la norma de no aceptar nunca ayuda de los gobiernos: esta institución duró diez años, atravesando ilesa las peores crisis del país, gracias al tesón infatigable de su rector, Alfonso Pruneda, y contó con auditorios muv variados: entre los obreros difundió, en particular, conocimientos de higiene; y de sus conferencias para el público culto nacieron libros importantes, de Caso y de Mariscal, entre otros.
Entre tanto, la agitación política que había comenzado en 1910 no cesaba, sino que se acrecentaba de día en día, hasta culminar en los años terribles de 1913 a 1916, años que hubieron dado fin a toda vida intelectual a no ser por la persistencia en el amor de la cultura que es inherente a la tradición latina. Mientras la guerra asolaba el país, y hasta los hombres de los grupos intelectuales se convertían en soldados, los esfuerzos de renovación espiritual, aunque desorganizados, seguían adelante. Los frutos de nuestra revolución filosófica, literaria y artística iban cuajando gradualmente. Faltaba sólo renovar, en el mundo universitario, la ideología jurídica y económica, en consonancia con la renovación que en estos órdenes precisamente traía la Revolución. Hacia 1920 se hace franco el cambio de orientación en la enseñanza de la sociología, la economía política y el derecho. Esta transformación se debe a hombres todavía más jóvenes que nosotros, hombres que apenas alcanzan ahora los treinta años: Manuel Gómez Morín, a quien se debe en su mayor parte la nueva coordinación del plan de estudios jurídicos en la Universidad; Vicente Lombardo Toledano, cuyas Definiciones de derecho público se inspiran en la escuela de Duguit; Daniel Cosío Villegas, cuyo intento de hacer sociología aplicada al país (Apuntes de sociología mexicana) encuentra franca acogida; Alfonso Caso, Daniel Quirós, y otros.
Durante años, México estuvo solo, entregado a sus propios recursos espirituales. Sus guerras civiles que parecían inaplacables, la hostilidad frecuente de los capitalistas y los gobernantes de los Estados Unidos, finalmente el conflicto europeo, dejaron al país aislado. Sus únicos amigos, los países de la América Latina, estaban demasiado lejos o demasiado pobres para darle ayuda práctica. Con este aislamiento, que hubiera enseñado confianza en sí misma a cualquier nación de mucho menos fibra, México se dio cuenta de que podía sostenerse sin ayuda ajena, en caso necesario. Ejemplo curioso: gusta mucho en México la ópera, pero las revoluciones del país y la Guerra europea eran causas más que suficientes para que ningún grupo de cantantes se aventurara a ir allí; entonces, en la capital mexicana se organizaron compañías de ópera, con artistas del país, y a veces dos de ellas daban representaciones simultáneas en la capital.
¿Cuál ha sido el resultado? Ante todo, comprender que las cuestiones sociales de México, sus problemas políticos, económicos y jurídicos, son únicos en su carácter y no han de resolverse con la simple imitación de métodos extranjeros, así sean los ultraconservadores de los Estados Unidos contemporáneos o los ultramodernos del Soviet Ruso.
Después, la convicción de que el espíritu mexicano es creador, como cualquier otro. Es dudoso que, sin el cambio de la atmósfera espiritual, se hubieran producido libros de pensamiento original como El suicida de Alfonso Reyes, El monismo estético de José Vasconcelos, o La existencia como economía, como desinterés y como caridad, de Antonio Caso; investigaciones como la obra monumental dirigida por Manuel Gamio sobre la población del Valle de Teotihuacán o el estudio de Adolfo Best Maugard sobre los elementos lineales y los cánones del dibujo en el arte mexícano, tanto en el antiguo como en el popular de nuestros días; ínterpretaciones artísticas del espíritu mexicano como los frescos de Diego Rivera y sus secuaces.
Existe hoy el deseo de preferir los materiales nativos y los temas nacionales en las artes y en las ciencias, junto con la decisión de crear métodos nuevos cuando los métodos europeos resulten insuficientes ante los nuevos problemas. En el arte pictórico, la justicia de esta decisión está comprobada: por una parte, la obra formidable de Rivera, con su vasta representación de la vida mexicana en su pintura mural de la Secretaría de Educación Pública y de la Escuela de Agricultura, ha arrastrado consigo a la mayoría de los pintores jóvenes enseñándolos a ver su tierra; y es justo reconocer que el intento mexicanista comienza, con menos vigor, pero no sin aciertos de estilo, en la Sala de las Discusiones Libres decorada bajo la dirección de Roberto Montenegro: tienen las vidrieras de los ventanales, especialmente, el mérito de ser en todo mexicanas, desde los cartones que les sirvieron de modelos hasta los procedimientos de ejecución material; por otra parte, la reforma de la enseñanza del dibujo iniciada por Adolfo Best Maugard (continuada luego bajo la dirección de Manuel Rodríguez Lozano) representa el más certero hallazgo sobre las características esenciales del arte de una raza de América: el dibujo mexicano, que desde las altas creaciones del genio indígena en su civilización antigua ha seguido viviendo hasta nuestros días a través de las preciosas artes del pueblo, está constituido por siete elementos (línea recta, línea quebrada, círculo, semicírculo, ondulosa, ese y espiral), que se combinan en series estáticas o dinámicas (petatillos y grecas), con la norma peculiar de que nunca deben cruzarse dos líneas, y pueden servir, en combinación libre, para toda especie de representaciones y decoraciones.
La arquitectura no se queda atrás. Con Jesús T. Acevedo y Federico Mariscal se abre, en 1913, el movimiento en favor del estudio de la tradición colonial mexicana; lo continúan artistas a historiadores como Manuel Romero de Terreros; diez años después, los barrios nuevos de la capital, entregados antes al culto del hotel afrancesado y del chalet suizo, están llenos de edificios en que la antigua arquitectura del país reaparece adaptándose a fines nuevos; edificios fáciles de reconocer, no sólo por el interesante barroquismo de sus líneas, sino por sus materiales mexicanos, el tezontle rojo oscuro y la chiluca gris, o a veces, además, el azulejo: ellos devuelven a la ciudad su carácter propio, sumándose a los suntuosos palacios de los barrios viejos.
En la música no se ha hecho tanto: mucho menos que en la América del Sur. Es general el interés que inspiran los cantos populares; todo el mundo los canta, así como se deleita con la alfarería y los tejidos populares; y se cantan en las escuelas oficiales, con el fin de fundar la enseñanza musical en el arte nativo, como se hace en el dibujo. Pero no hay todavía gusto o discernimiento para la música popular, ni oficial ni particularmente, como los hay para las artes plásticas. Ni siquiera se establece la distinción esencial entre la legítima canción del pueblo y el simple aire populachero fabricado por músicos bien conocidos de las ciudades. A partir de la obra de Manuel M. Ponce, compositor prolífico, precursor tímido, que comenzó a estudiar los aires populares hacia 1910, nace el interés, y va creciendo gradualmente. Ahora existen intentos de llegar al fondo de la cuestión, especialmente en la obra de Carlos Chávez Ramírez, compositor joven que ha sabido plantear el problema de la música mexicana desde su base, es decir, desde la investigación de la tonalidad. Hay, además, singulares posibilidades en la orquesta típica, conjunto nada europeo de instrumentos de orígenes diversos: cabe pensar cómo interesaría a Stravinski o a Falla.
En la literatura, los cambios recientes son mucho menores que en la arquitectura o la pintura. No es que falten orientaciones nuevas, como en música: es que la literatura ha alcanzado siempre en México carácter original, aun en los períodos de mayor influencia europea, y el espíritu mexicano ha impreso su sello peculiar a la obra literaria desde los tiempos de don Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana Inés de la Cruz. En el período actual, el de la Revolución, después que nuestro grupo predicara la libre incursión en todas las literaturas, fuera de la sujeción a la dernière mode française, se advierte, eso sí, nueva audacia en los escritores, especialmente en el orden filosófico (como antes dije). Según era de esperar, los temas nacionales están nuevamente en boga. En poesía, Ramón López Velarde, muerto antes de la madurez en 1921, puso matices originales en la interpretación de asuntos provincianos y se levantó a la visión de conjunto en Suave patria; tras él ha ido buena parte de la legión juvenil. En otros campos, la novela y el cuento que llevan cien años de tratar temas mexicanos empiezan a multiplicarse: como ejemplo característico cabe señalar las novelas cortas que compone Xavier Icaza bajo el título de Gente mexicana. Los temas coloniales aparecen continuamente: citaré, entre las obras mejores de su especie, el Visionario de la Nueva España, de Genaro Estrada. Abundan los intentos de teatro nacional, que hasta ahora sólo gozan del favor público en las formas breves de sainete, zarzuela y revista, pero que no carecen de interés en el tipo de “obras serias”: tales, entre otros, los “dramas sintéticos” con asunto rural, de Eduardo Villaseñor y de Rafael Saavedra, que escribe para campesinos indios, estimulándolos a convertirse en actores. Ahora, y en ellos ejerce buen influjo el ejemplo argentino, el deseo de constituir el teatro nacional ha llevado a los jóvenes a organizarse en una asociación activa y fervorosa.
Para el pueblo, en fin, la Revolución ha sido una transformación espiritual. No es sólo que se le brinden mayores oportunidades de educarse es que el pueblo ha descubierto que posee derechos, y entre ellos el derecho de educarse. Sobre la tristeza antigua tradicional, sobre la “vieja lágrima” de las gentes del pueblo mexicano, ha comenzado a brillar una luz de esperanza. Ahora juegan y ríen como nunca lo hicieron antes. Llevan alta la cabeza. Tal vez el mejor símbolo del México actual es el vigoroso fresco de Diego Rivera en donde, mientras el revolucionario armado detiene su cabalgadura para descansar, la maestra rural aparece rodeada de niños y de adultos, pobremente vestidos como ella, pero animados con la visión del futuro.

* Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales. Las numerosas ediciones de este texto no llevan fecha de publicación original. Sporatti Piñero en Obra crítica, México: Fondo de Cultura Económica, 1960, señala que quizás sea posterior a 1924.

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