UN CONGRESO DE ESCRITORES HISPANO-AMERICANOS *
José Carlos Mariátegui
[19 de Enero de 1925]
Edwin Elmore, escritor de inquieta inteligencia y de espíritu fervoroso, propugna la reunión de un congreso libre de intelectuales hispano-americanos. El anhelo de Elmore no se detiene, naturalmente, en la mera aspiración de un congreso. Elmore formula la idea de una organización del pensamiento hispano-americano. El congreso no sería sino un instrumento de esta idea. La iniciativa de Elmore merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa. Luis Araquistain ha abierto este debate, en El Sol de Madrid, en un artículo en el cual declara su adhesión a la iniciativa. Los comentarios de Araquistain tienden, además, a precisarla y esclarecerla. Elmore habla de un congreso de intelectuales. Araquistain restringe «este equívoco y a veces presuntuoso vocablo a su acepción corriente de hombres de letras».
La adhesión de Araquistain es entusiasta y franca. «El solo encuentro —escribe Araquistain— de un grupo de hombres procedentes de una veintena de naciones, dedicados por profesión a algunas de las formas más delicadas de una cultura, a la creación artística o al pensamiento original, y ligados, sobre todo personalismo, por un sentimiento de homogeneidad espiritual, multiforme en sus variedades nacionales e individuales, sería ya un espléndido principio de organización. No hay inteligencia mutua ni obra común si los hombres no se conocen antes como hombres».
En el Perú, la proposición de Elmore difundida desde hace algunos meses entre los hombres de letras de varios países hispano-americanos, no ha sido todavía debidamente divulgada y estudiada. No he leído, a este respecto, sino unas notas de Antonio G. Garland —intelectual reacio por temperamento y por educación a toda criolla "conjuración del silencio"— aplaudiendo y exaltando el congreso propuesto.
Me parece oportuno y conveniente participar en este debate hispano-americano, aunque no sea sino para que la contribución peruana a su éxito, por la pereza o el desdén con que nuestros intelectuales se comportan generalmente ante estos temas, no resulte demasiado exigua. La cuestión fundamental del debate —la organización del pensamiento hispano-americano— reclama atención y estudio, lo mismo que la cuestión accesoria —la reunión de un congreso dirigido a este fin— A su examen deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil. No se trata, evidentemente, de un vulgar caso de compilación o de cosecha de adhesiones. Una recolección de pareceres, más o menos unánimes y uniformes, sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona. Sería, sobre todo, un resultado demasiado incompleto para la noble fatiga de Edwin Elmore. Que opinen todos los escritores, los que comparten y los que no comparten las esperanzas de Elmore y de los fautores de su iniciativa. Yo, por ejemplo, soy de los que no las comparten. No creo, por ahora, en la fecundidad de un congreso de hombres de letras hispanoamericanos, Pero simpatizo con la discusión de este proyecto. Juzgo, por otra parte, que polemizar con una tesis es, tal vez, la mejor manera de estimularla y hasta de servirla. Lo peor que le podría acontecer a la de Elmore sería que todo el mundo la aceptase y la suscribiese sin ninguna discrepancia. La unanimidad es siempre infecunda.
Me declaro escéptico respecto a los probables resultados del Congreso en proyecto. Mi escepticismo no tiene, por supuesto, las mismas razones que las del poeta Leopoldo Lugones. (Ha dicho Elmore, quien ha interrogado a muchos intelectuales hispano-americanos, que Lugones se ha mostrado «si no por completo, casi del todo escéptico en cuanto a la idea». Más tarde, Lugones, en una fiesta literaria del Centenario de Ayacucho, nos ha definido explícita y claramente su actitud espiritual —actitud inequívocamente nacionalista, reaccionaria, filofascista— sobre la cual podía habernos antes inducido en error la colaboración del poeta argentino en la Sociedad de las Naciones).
Pienso, en primer lugar, que el sino de estos congresos es el de concluir desnaturalizados y desvirtuados por las especulaciones del íberoamericanismo profesional. Casi inevitablemente, estos congresos degeneran en vacuas academias, esterilizadas por el íbero-americanismo formal y retórico de gente figurativa e histrionesca. Cierto que Elmore propone un "congreso libre" y que Araquistain agrega, precisando el término, "libre, es decir, fuera de todo patrocinio oficial". Pero el propio Araquistain sostiene, en seguida, que «no estaría demás invitar a las organizaciones de hombres de letras ya existentes: Sociedades de Autores Dramáticos, Asociaciones de Escritores P.E.N. Clubs de Lengua Castellana y Portuguesa, Asociaciones de la Prensa, etc.». La heterogeneidad de la composición del congreso aparece, pues, prevista y admitida desde ahora por los mismos escritores de homogeneidad espiritual. Los cortesanos intelectuales del poder y del dinero invadirían la Asamblea adulterándola y mistificándola. Porque, ¿cómo calificar, cómo filtrar a los escritores? ¿Cómo decidir sobre su capacidad y título para participar en el Congreso?
Estas no son simples objeciones de procedimiento o de forma. Enfocan la cuestión misma de la posibilidad de actuar, práctica y eficazmente, la iniciativa de Edwin Elmore. Yo creo que ésta es la primera cuestión que hay que plantearse. Que conviene averiguar, previamente, antes de avanzar en la discusión de la idea, si existe o no la posibilidad de realizarla. No digo de realizarla en toda su pureza y en toda su integridad, pero sí, al menos, en sus rasgos esenciales. La deformación práctica de la idea del Congreso de Escritores Hispano-Americanos traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función. De una asamblea intelectual, donde prevaleciese numérica y espiritualmente la copiosa fauna de grafómanos y retores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América, podría salir todo, menos un esbozo vital de organización del pensamiento hispano-americana. Medítelo Edwin Elmore, a quien estoy seguro que el fin preocupe mucho más que el instrumento.
Viene luego otra cuestión: la de la oportunidad. Vivimos en un período de plena beligerancia ideológica. Los hombres que representan una fuerza de renovación no pueden concertarse ni confundirse, ni aun eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conservación o de regresión. Los separa un abismo histórico. Hablan un lenguaje diverso y no tienen una intuición común de la historia. El vínculo intelectual es demasiado frágil y hasta un tanto abstracto. El vínculo espiritual es, en todo caso, mucho más potente y válido.
¿Quiere decir esto que yo no crea en la urgencia de trabajar por la unidad de Hispano-América? Todo lo contrario. En un artículo reciente, me he declarado propugnador de esa unidad. Nuestro tiempo —he escrito— ha creado en la América española una comunicación viva y extensa: la que ha establecido entre las juventudes la emoción revolucionaria. Más bien espiritual que intelectual, esta comunicación recuerda la que concertó a la generación de la independencia.
Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me parece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico.
Hablar vaga y genéricamente de la organización del pensamiento hispano-americano es, hasta cierto punto, fomentar un equívoco. Un equívoco análogo al de ese íbero-americanismo de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso. Creando ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía, no se consigue, absolutamente, unir a estos pueblos. Más probable es que se consiga separarlos, puesto que se nubla con confusas ilusiones su verdadera perspectiva histórica.
Conviene considerar estos temas con un criterio más objetivo, más realista. Por haber sido tratados casi siempre superficial o románticamente, apenas están desflorados. Dejo para otro día la cuestión de la posibilidad y de la necesidad de organizar el pensamiento hispano-americano. Creo indispensable, ante todo, formular una interrogación elemental. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? He aquí un punto que debe esclarecer este debate.
* Publicado en Mundial: Lima, 19 de Enero de 1925
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