octubre 20, 2009

Discurso de Leandro Alem en la Cámara de Diputados sobre el sistema federal, a propósito del proyecto de cesión de la Ciudad de Bs. As. para capital de la República (1880) -3/3-

UN PROFÉTICO DISCURSO DE ALEM SOBRE EL SISTEMA FEDERAL
TERCERA Y ULTIMA PARTE
SOBRE EL PROYECTO DE LEY RELATIVO A LA CESIÓN DEL MUNICIPIO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES PARA CAPITAL DE LA REPÚBLICA
3º, 4º y 8º Sesión Extraordinaria
Leandro Alem
[12, 15, 17 y 24 de Noviembre de 1880]

//Cont.…No hay tal tendencia centralizadora, repito. En economía como en política, estrechamente ligadas, porque no hay progreso económico si no hay una buena política, – una política liberal que deje el vuelo necesario a todas las fuerzas y a todas las actividades; – en economía como en política, decía,-la teoría que levantan los principales pensadores, los hombres mas distin¬guidos del antiguo y del nuevo continente, ¬teoría que se va inoculando –por así decirlo, en el seno de todas las sociedades, se puede condesar, y ellos la sintetizan en esta sencilla fórmula: –”No gobernéis demasiado:”– o mejor dicho y mejor expresada la idea,–”gobernad lo menos posible.”
Si, gobernad lo menos posible, porque mien¬tras menos gobierno extraño tenga el hombre, mas avanza en libertad, mas gobierno propio tiene, y mas se fortalece su iniciativa y se de¬senvuelve su actividad.
Las Repúblicas antiguas, las Repúblicas de la Grecia, – no comprendieron el sistema, no descubrieron el secreto para levantar y perfeccio¬nar sus instituciones; – y así las hemos visto ser víctimas algunas veces del despotismo, y decaer prematuramente.-Allí el ciudadano era libre, pero dentro del Estado, al cual estaba inflexible ligado y al cual pertenecía exclusivamente.
La libertad es una fuerza, dice Laboulaye, que puede dirigirse al bien como puede dirigirse al mal; – oprimida estalla necesariamente; – de¬jadla andar que ha de producir benéficos resul¬tados, según la mano que la dirija. Los America¬nos han comprendido bien esta idea, tratando la libertad política como a la libertad natural, porque es la misma libertad; y es el individua¬lismo – político y religioso, el secreto y la causa de su bienestar y de su prosperidad; esto es, la autonomía, comenzando desde el individuo, ga¬rantida en sus manifestaciones regulares, pero nada mas que garantida, sin la protección ni el tutelage nocivo del Poder Superior.
Espero que la Cámara me disculpe esta pe¬queña digresión, – y reanudando el hilo de mis ideas, vuelvo a la tendencia que se manifiesta en todos los Pueblos, completamente contraria a la que suponen los defensores del proyecto en discusión.
Es el principio democrático y la tendencia descentralizadora que asoma en todas partes; – es la libertad que sigue luchando contra sus opresores. Y así la vemos aparecer desde Rusia, ¬con las terribles explosiones del Nihilismo, con¬secuencia necesaria de una opresión tremenda; y así la vemos en Alemania, luchando del mismo modo contra el militarismo que todo lo abate, como nos lo pone de manifiesto el distinguido Dr. Lucio López en sus bellísimas corres¬pondencias.
Francia arroja el Imperio corrompido y en¬tra decididamente en un régimen mas liberal estableciendo la República.
Los respetos que inspira la casa de Saboya y los recuerdos de Víctor Manuel en Italia, con¬tienen el desarrollo de un Partido que desea la misma suerte de la Francia.
En América, probablemente desaparecerá el “Imperio” en el Brasil, con D. Pedro Segundo, pues los progresos del Partido republicano son muy sensibles ya. En Chile; hombres distin¬guidos como Lastarria y cuya palabra es escu¬chada con respeto, – combaten con la misma decisión el sistema centralista, que ha sido la cau¬sa – según ese hombre público, –porque no han podido completar allí su revolución política y social, al emanciparse de la monarquía española.
Y todo esto es muy natural, Sr. Presidente, porque se armoniza con la naturaleza del hom¬bre; – y no es posible ni verosímil que los Pue¬blos, en vez de reclamar su autonomía, sus li¬bertades y sus derechos usurpados, quisieran despojarse de los pocos que se les haya dejado por los que asumieron su dirección.
¿Y quieren conocer ahora, los SS.DD. los efectos de la centralización en Francia, lo que sucede con ese Paris que nos presentan como ejemplo? Tengo a la vista los escritos de va¬rios y distinguidos hombres públicos de esa Nación; pero me limitaré a leer algunos párrafos de aquel que en estos momentos, precisamente, ocupa la presidencia del gabinete y cuyas ideas llevará a la práctica indudablemente en esta ocasiono El Sr. Ferry, entre otras, presentaba las siguientes observaciones, hace muy poco tiempo – “Estos hechos observados alrededor de la misma Capital, – decía el actual ministro – dan una idea exacta de los inconvenientes de la centralización, y los abusos mas graves son los que previenen de la concentración en Paris de una cantidad de negocios, respecto a los que ni es posible, siquiera, adoptar las resoluciones ne¬cesarias. No solamente la Autoridad Central no puede estar siempre perfectamente instruida de las necesidades, hábitos y aspiraciones de las Provincias, para librarse de graves errores en sus resoluciones, sino que quiebra y se priva ella misma como los gobernados, de las garantías que se deben buscar para el buen éxito de los negocios públicos, en la responsabilidad de todos. Como en todos los actos ella interviene y decide, es a ella a quien se dirigen todos los reproches; pero como estas legítimas quejas no son seguidas de ningún resultado, porque no tienen ningún apoyo eficaz, la responsabilidad se hace ilusoria y la fuente de los abusos no puede ser segada. – La centralización política en Francia es alarmante. —Las Provincias ven desa¬parecer todos los días los últimos restos de su antigua personalidad. —Viniendo toda la vida al corazón, al fin se producirá la pléctora.”
“¿Por qué nuestras cátedras de Provincia no gozan de la menor consideración? —¿Por qué nues¬tros Tribunales de Departamento parecen sin voz ni acción, ni hacen impresión ni doctrina en ninguna parte, con sus resoluciones? — ¿Por qué no se citan ni se tienen en cuenta para nada nuestros “Diarios” provinciales? —Por qué nuestros titulas académicos, de cualquier ciudad que vengan, solo se prestan a la risa? —Quién hará imprimir un libro mas allá de cierto radio de la capital? —Es que la Francia se encuentra toda ella en Paris; es que no se permite, en nin¬guna parte, pensar de otro modo sino como se piensa en Paris; es que las recompensas son mejores y mas comunes en el asiento brillante de la Capital, y su atracción es inmensa; es, en una palabra, que por la centralización, Paris ha podido creer que él es la Francia entera, o por lo menos, la cabeza y el corazón de la Francia y que tiene el derecho de sentir y pensar por ella? Quejaos, después de todo esto, de la ve¬nida de tantos provincianos, privando de su cooperación a sus respectivas Localidades. ¿En donde encontrarán mayores elementos para sus emulaciones y sus aspiraciones, que en Paris. —Paris lo hace todo; todo lo regla, todo lo esti¬mula, todo lo premia.”
Suspendo aquí la lectura, porque no quiero fatigar la atención de la Cámara; pero, no pare¬ce sino Sr. Presidente, que estas líneas hubieran sido escritas para que me sirvieran en este de¬bate, contestando a los partidarios de las gran¬des capitales y a los que nos presentaban como ejemplo, precisamente a ese Paris que todo lo absorbe.
Del mismo modo y en el mismo sentido, com¬batiendo la tendencia centralista, se manifiestan otros distinguidos escritores y hombres públicos de diversos Países.-como Bluntschli, Ferrara, Batbbie, Prevost, Laboulaye, Paradol Amari, Dameth, Ganhil y cincuenta más que podria citar.
Es cierto que la centralización —(dice uno de ellos con alguna espiritualidad) logra fácilmente someter las acciones exteriores de los hom¬bres a cierta uniformidad, a la que concluyen aficionándose, por lo que en si vale, prescindien¬do de las cosas a que se aplica, como esos devo¬tos que adoran la estatua olvidando la deidad que ella representa;—mantiene a la sociedad en un estatu-quo, que no es propiamente hablan¬do ni una decadencia ni un progreso;—trae al cuerpo social una especie de somnolencia, que los gobernados se acostumbran a llamarla orden y tranquilidad pública;—en una palabra, sobre¬sale en el arte de impedir no en el de hacer.
Cuando se trata de conmover profundamente la Sociedad o de imprimirla una marcha rápi¬da y vigorosa, casi siempre la abandona su fuer¬za. Por poco que necesiten sus medidas del con¬curso de los individuos, causa entonces sorpresa la debilidad de aquella máquina. Entonces acon¬tece que la centralización, algunas veces, al verse reducida al último extremo intenta lla¬mar en su ayuda a los ciudadanos; pero les dice,—obrareis como yo quiera, mientras yo quiera y en el sentido que yo quiera;—os encar¬gareis de estos detalles sin aspirar a dirigir el conjunto;-trabajareis en las tinieblas y mas tarde conoceréis mi obra por sus resultados;¬—y no es con tales condiciones como se obtiene el concurso de la voluntad humana, porque nece¬sita tener libertad en sus movimientos y respon¬sabilidad en sus actos. Es tal el hombre que prefiere permanecer inmóvil a marchar sin inde¬pendencia hacia un objeto que ignora.
La centralización no es la fuerza eficaz, Sr. Presidente; no vigoriza, tampoco, la acción del “Poder” como se piensa por los señores sostene¬dores de este proyecto. En los momentos difíci¬les, en las grandes ocasiones aparece la debili¬dad de esa máquina, según la expresión de aquel publicista.
Acaban de ver los SS. DD. los efectos de la centralización, observados por aquellos escrito¬res en sus respectivos Países, y para terminar sobre este punto, quiero llamarles un momento su atención sobre los Estados-Unidos de Amé¬rica,—allí en donde está la imagen de la vida, acompañada algunas veces de bruscos acciden¬tes, pero llena de movimiento y de laudables es¬fuerzos. Es la descentralización que produce estos efectos; y no quiero que sea mi palabra desautorizada la que los señale; —traigo la del bien conocido Laboulaye, que, como los señores DD, saben, ha hecho un detenido estudio sobre aquella próspera Nación para presentada de ejemplo a su País.
Lo que mas se admira en los Estados-Unidos, dice aquel distinguido publicista—no son los efectos administrativos, sino los efectos políticos de la descentralización. Allí se hace sentir la Patria en todas partes, es un objeto de solici¬tud desde la Aldea hasta la Unión entera. El habitante se aficiona a cada uno de los intereses de su País como a los suyos propios;—se glori¬fica con la gloria de la Nación, en los triunfos que esta obtiene, cree reconocer su propia obra y se cree elevado y se regocija de la prosperidad, general de que aprovecha. Profesa a su Patria un sentimiento análogo al que se tiene hacia la familia, y por una especie de egoísmo es como se interesa también por el Estado...
El europeo solo vé en el funcionario público la fuerza; el americano vé el derecho. Así, pues, puede decirse que en América nunca obedece el hombre al hombre, sino a la justicia y a la ley.
El Americano, tomando parte en todo lo que se hace en su País, libre en su actividad indivi¬dual y colectiva, se cree interesado en defender todo lo que en él se critica, porque entonces no es solamente a su País o a su gobierno a quien se ataca, sino a sí mismo. Así se vé recurrir su orgullo patrio a todos los artificios, y descender a todas las puerilidades de la vanidad Nacio¬nal...
Nosotros no queremos imitar ahora a los Es¬tados—Unidos, queremos imitar a Paris—quere¬mos hacer la gran capital que atraiga todo a su seno y sea toda la República. Y si allí se sien¬ten de tal manera, como los señala Ferry, los efectos de la centralización: ¿cómo no se produ¬cirán entre nosotros atento el estado poco hala¬güeño de las otras Provincias?
Aquí vendrá todo lo que valga, todo lo que algún mérito tenga, se ha dicho como argumento para sostener la medida.
Si; aquí vendrá todo lo que valga, se centra¬lizará la civilización y ¿saben los SS. DD, lo que esto significará? El brillo, el lujo, la ilustración, la luz en un solo lugar, y la pobreza, la igno¬rancia, la oscuridad en todas partes—y ya ven¬drán también aquellas odiosas e irritantes dis¬tinciones, con sus funestas consecuencias socia¬les;-aparecerán las gentes principales separando a las gentes plebeyas;—el elemento civilizado, condenando al elemento ignorante;— las clases distinguidas y privilegiadas repudiando a las clase de baja esfera;—y en este estado de cosas la opresión casi inevitable sobre los últimos, y el principio de aquellas funestas cuestiones socia¬les, de que nos íbamos librando felizmente.
Deseo terminar, Sr. Presidente, mi larga exposición, y en muy breves instantes me haré cargo de la última observación que se nos hace a los que combatimos el proyecto.
No debéis alarmaros tanto, se nos dice, por las instituciones liberales, pues no correrán tanto peligro. La aristocrática Inglaterra las esta¬bleció y las conserva. Es cierto; pero también es cierto que la aristocracia inglesa se encuen¬tra en condiciones espacialísimas y es única en el continente europeo. Sus tradiciones son glo¬riosas y honorables, atrayendo el respeto y el aprecio del Pueblo. Es ella que ha luchado constantemente contra los despotismos de la Corona y en defensa de las libertades públicas.
No debo investigar su sinceridad y su des¬prendimiento. —Ella no quería ser avasallada por los tiránicos monarcas; defendía sus propios de¬rechos y deseaba levantar su influencia, y para contener los avances de aquellos, necesitaba y buscaba el apoyo popular,—pero haciendo cau¬sa común con ese Pueblo, en la lucha, levan¬taba también sus derechos y arrancaba a los déspotas las garantías legítimamente reclama¬das. (Aplausos.)
Ha sido. la aristocracia inglesa que obtuvo la “magna carta” de Juan sin Tierra, que hizo re¬conocer el derecho del Pueblo para votar sus impuestos, y que desde la dinastía de los Plantagenet siguiendo por la de los Tudor y los Estuardos ha mantenido lucha constante contra los tiranos.
Son estas tradiciones que la conservan todavía influyente, sobre el elemento democrático. Se hace una fuerza intermediaria, se coloca del lado del Pueblo para salvarse ella misma cuan¬do la Corona quiere avasallado todo, y se pone del lado del Monarca cuando el movimiento democrático aparece pretendiendo dominar.
Por otra parte, Señor Presidente, yo prefiero mi régimen republicano democrático, con todas las dificultades e inconvenientes que los aristó¬cratas y autoritarios le atribuyen.
La Inglaterra está muy lejos todavía de prac¬ticar los verdaderos principios de la igualdad civil y política, pues en alguna ocasión el Pue¬blo inglés se ha visto obligado a promover un movimiento insurreccional, para que se cum¬pliera la ley en miembros de aquella aristocra¬cia orgullosa y prepotente, que se habían hecho reos de grandes crímenes y que se disculpaban porque las víctimas no eran de su clase. —y en cuanto a la condición política en que se encuen¬tra el pueblo, “es una verdadera desgracia, dice un escritor liberal, el Sr. Velwer, haber naci¬do pobre en Inglaterra. —Todas las puertas de la vida pública le están cerradas,—el pobre no es un ciudadano inglés:” —Fischel le dirige la misma increpación.
Pretendemos también nosotros, o mejor dicho los que sostienen la evolución que combato,—pretenden una aristocracia como la inglesa, pa¬ra mantenerla en las mismas condiciones?¬—cuantas ilusiones se hacen, Sr. Presidente.—Esa aristocracia, por no ser simplemente ridícula, se haría verdaderamente opresiva y despótica, porque no hay cosa que hiera mas a un individuo o a una clase, que desconocerle los títulos y las condiciones para ocupar la posición que pre¬tende.
No hay que desesperar, Sr. Presidente, de nuestro estado de cosas.
Todas esas vacilaciones y disturbios que alar¬man tanto a ciertos espíritus impresionables, es una consecuencia necesaria de nuestro aprendizaje en la vida libre.—Somos un pueblo joven todavía; apenas contamos 70 años de existencia, y vamos en el camino del progreso.
El Sr. Ministro de gobierno, entrando en el terreno de las exageraciones y de las hipérbo¬les, nos ha pintado un cuadro desgarrador y sombrío de la República Argentina. —El abismo está a una línea de nuestro pié, según sus pala¬bras, que, si fuesen oídas y creídas en el exterior, cuanto mal nos causarían.
Yo no soy pesimista;—las sombras del escepticismo tampoco han invadido mi alma. -Creo que progresamos y progresaremos, en medio de todas las dificultades del aprendizaje, y que no debemos desmayar por esas contrariedades, por¬que esa es la ley de la naturaleza humana;—lu¬char incesantemente, vencer todos los obstácu¬los, sondear esos abismos en que vacila el pié, y seguir imperturbable en la obra de su perfec¬cionamiento, que es la obra de su bienestar.
Las Sociedades, cuya vida puede simbolizarse en ese Judío Errante de la leyenda hebraica, an¬dan y avanzan siempre en medio de las borras¬cas; que de continuo las conmueven. Cierto es que algunas veces suelen vacilar fatigadas y de¬sangrando el corazón; pero después de cada sa¬cudimiento parece que se levantan con mas fuer¬za; cuando la tormenta pasa, casi siempre los ra¬yos de un sol mas puro vienen a iluminar la frente del obrero. (Aplausos y generales mani¬festaciones de aprobación.)
Así hemos visto a los Estados Unidos, que después de soportar y dominar la mas terrible gue¬rra civil de los tiempos modernos, se levantan llenos de bríos y borrando la única mancha que había en el libro de su historia, esa odiosa institución de la esclavitud, —asombran nuevamente al mundo con sus gigantescas obras—. Así he¬mos visto a la Francia, que después de los últi¬mos y tremendos desastres,—arrojando la detestable Monarquía que sobre ella pesaba, y aba¬tiendo a la “comuna incendiaria”— aparece otra vez en la escena de las grandes Naciones con un régimen mas liberal, y vuelve a ser el luminar del mundo en el dominio de las artes y de las letras—. Y así hemos visto por fin, a nuestra misma Patria, a esta República Argen¬tina tan criticada por sus propios hijos, que después de una larga dictadura, dominando todos los movimientos irregulares que laceraban su seno, y habiendo soportado las inmensas fatigas de la mas ruda campaña guerrera que se haya sostenido en Sudamérica, —sigue siempre vigo¬rosa y llena de esperanzas por los senderos que le señala el espíritu moderno con su mirada fija en el porvenir y en el sagrado testamento de nuestros venerables mayores (Aplausos.)
En breves instantes terminaré. Sr. Presidente. - Talvez he sido demasiado extenso, abusando de la bondad de mis honorables colegas; pero la importancia del asunto y la trascendencia que yo le atribuyo, me servirán de excusa.
Varias otras consideraciones podrían presentar a la Cámara, y especialmente en el orden económico, sobre el cual no me he detenido con la extensión que en los otros tópicos lo he hecho; pero ellas han de venir mas tarde al debate, y no fuera de oportunidad—. Sobre lo que he di¬cho en el segundo período de mi exposición, respecto a las pobres condiciones en que se encontrará, durante muy largo tiempo, la Provincia de Buenos Aires despojada de esta gran Ciudad, quiero solamente indicar ahora a mis honorables colegas y de una manera especial, aquellas en que se ha de ver, a poco tiempo no mas, su principal Establecimiento de crédito— ese Banco verdaderamente histórico, palanca poderosa de su industria y su comercio.
Como ya lo ha hecho notar la prensa diaria, el primer golpe que ha de sufrir, será el retiro de esa gran suma que representan los depósitos ju¬diciales, porque la legislación y los tribunales de la Nación ordenarán necesariamente una caja nacional para los depósitos y consignaciones.
Ya vendrán también las leyes protectoras del Banco Nacional y sus emisiones favorecidas. El Banco de la Provincia tendrá al fin que huir de aquí cediendo su lugar al otro. Las consecuencias se alcanzarán fácilmente por todos. ¿Que será de su papel moneda, y en fin de todas sus notas? … Cuál será su movimiento entonces? ...
Sr. Presidente,-al tratar este asunto bajo el punto de vista de su oportunidad, he negado que la opinión de este Pueblo acompañe a los sostenedores del proyecto. He sostenido después, y creo haberlo demostrado, que la Legislatura provincial se encontraba constitucionalmente inhabilitada para sancionar o rechazar ese pro¬yecto, por que era ese Pueblo quien debía pro¬nunciarse, por medio de una Convención especial, según lo estatuye “la carta orgánica” a causa de las reformas que ella tendrá que sufrir con la cesión. .
Yo no quiero incurrir en la misma falta que acuso a los otros; quiero que se consulte al Pue¬blo y que este manifieste su voluntad. .—Mis ideas son radicales al respecto; -pienso que la federalización de esta gran Ciudad será siempre un grave mal; pero soy sincero republicano y si aquella voluntad popular se pronuncia por la cesión, inclinaré mi frente ante su fallo soberano.
Los sostenedores del proyecto invocan esa pú¬blica opinión; —pues que se atengan a ella como yo lo hago, respetando al mismo tiempo la Constitución que han jurado sostener.
Con estas ideas he formulado un proyecto, de acuerdo con mis honorables y distinguidos cole¬gas los Doctores Beracochea y Solveyra y el señor Martínez, que desde luego lo someto a la deliberación de la Cámara, para el caso en que el otro fuese rechazado:—es el siguiente.
Art. 1º- Convocase una Convención constituyente de la Provincia, a la que se someterá la consideración de la ley sancionada por el H. Congreso Nacional, declarando capital de la República a la ciudad de Bue¬nos Aires y su municipio.
Art. 2º - Esta Convención será integrada con el número de miembros que establece el art. ... de la Constitución de la Provincia.
Art. 3º - La Convención constituyente deberá expe¬dirse dentro de sesenta días contados desde su organización.
Art. 4º - Si la Convención aceptase en todas sus partes la ley del H. Congreso sobre capital de la Re¬pública, lo hará saber inmediatamente al Exmo. Go¬bierno de la Nación, y continuará funcionando para introducir en la Constitución de la Provincia las reformas necesarias consecutivas a la cesión del Municipio y otras que considere convenientes.
Art. 5º - Si la Convención Constituyente propusiese modificaciones a la ley del H. Congreso, aceptando la base fundamental de la cesión del municipio, se comu¬nicarán esas modificaciones al Exmo. Gobierno de la Nación, suspendiendo la Convención Constituyente sus tareas hasta que los Poderes nacionales manifiesten su aceptacion o rechazo: si las modificaciones fuesen aceptadas, la Convención continuará sus tareas para reformar la Constitución de la Provincia en lo que fuese necesario.
Art. 6º - Para ser Convencional se necesitan los mis¬mos requisitos que la Constitución de la Provincia esta¬blece para el cargo de senador y diputado, siendo incompatible dicho cargo con todo empleo rentado de la Nación y de la Provincia.
Art. 7º - Si la Convención Constituyente rechazare la ley del H. Congreso sobre Capital de la República se comunicará así mismo al Exmo. Gobierno de la Nacíon, cesando aquellas en sus funciones.
Art. 8º - Comuníquese etc.
Leandro N. Alem.— Juan B. Martínez.— ¬
Guillermo Solveyra.— P. Beracochea.


Es posible que se nos dirija una observación; que el Congreso Nacional ha sancionado otro proyecto señalando un plazo a la Legislatura de la Provincia, vencido el cual y si esta no se pronuncia o si rechaza la cesión, será convocada una Convención Nacional para decidir defini¬tivamente; —pero aquí no habrá caso de conven¬ción, Sr. Presidente. Hay una fuerza mayor que impide a la Legislatura la aceptación o el rechazo del proyecto;—ella se pronuncia como puede y debe hacerlo, consultando al Pueblo—. El Congreso no ha tenido presente esa circuns¬tancia, y no es posible ni admisible que él pretenda que nosotros violemos el “estatuto” garantido por la misma Constitución Nacional.
El Congreso creyó a la Legislatura con facultades para decidir sobre este asunto, como lo creyeron muchos;—pero desde el momento en que aparece esta dificultad inallanable, puesto que procede de la “carta orgánica” de la Pro¬vincia, que ha podido perfectamente establecer el modo y la forma en que sus instituciones se desenvolverán, y en que se han de ejercitar los derechos y facultades reservadas,— no hay otro camino recto ni otro procedimiento regular sino el que acabo de proponer. —La Legislatura se pronuncia, pues, en la forma que puede ha¬cerlo, y no hay caso de Convención Nacional.
Así Sr. Presidente cumpliremos nuestro deber y salvaremos nuestras responsabilidades, por¬que mañana cuando nos interroguen nuestros compatriotas, en medio de las reacciones violen¬tas y de los disturbios y desgracias que esta solución precipitada e irreflexiva ha de produ¬cir—nosotros no podremos contestar como el ilustre romano, pues habremos violado la ley, habremos perjudicado los derechos y los legítimos intereses de esta Provincia y habremos por fin, comprometido seriamente el porvenir de la República, asestando un rudo golpe a sus institu¬ciones democráticas, bajo cuyos auspicios se de¬sarrollarán todas nuestras fuerzas morales y materiales, toda nuestra vigorosa actividad, para que la gloriosa Nación de Mayo, ocupe el puesto culminante que le corresponde en el continente Sudamericano, respondiendo a las nobles aspira¬ciones que animaran a esos ilustres varones que tan brillantes páginas gravaron sobre el libro de nuestra historia, y de las cuales deben enorgullecerse siempre, las presentes y las futu¬ras generaciones.
He dicho. (Prolongados aplausos.)

8º Sesión extraordinaria del 24 de noviembre de 1880
Sr. Alem. - Sin fatigar mucho la atención de mis colegas voy a ocuparme de las pocas obser¬vaciones que se han dirigido a mi anterior dis¬curso, ampliando y explicando, al mismo tiempo, algunas de las consideraciones que no se han en¬tendido bien.
Apreciando en lo que debo las benévolas mani¬festaciones que me ha hecho el señor Diputado Hernández con motivo de ese discurso, y tribután¬dole por mi parte el elogio que merece su bella alocución; rechazando, como debo también, la incivilidad de aquellas expresiones que desgraciadamente se han oído en la Cámara no dignas, por cierto, de esta Asamblea, sino de los corrillos que, hacen en las bocacalles los mozos de cordel...
Sr. Castro. - Menos dignas son las causas que las producen.
Sr. Alem. - Lo que es verdaderamente indigno e inmoral, son esos compromisos sin conciencia de que han venido a…….
Voy directamente al objetivo que me ha impul¬sado a tomar la palabra por segunda vez. Pero debo desde luego lamentar señor Presidente, que en un debate que había ascendido a las regiones serenas en que se presentó en los primeros mo¬mentos, hayan venido a proyectarse algunas som¬bras: la primera, aquella a que acabo de hacer referencia, la segunda, esa escena que tuvo lugar hace un momento, provocada para divertir a los asistentes de la barra, a costa de la seriedad de este debate, acaso en mengua de la dignidad de la Cámara.
Yo voy, sin embargo a seguir esta discusión en el mismo tono en que la comencé.
No he de contestar absolutamente a ninguna interrupción que tienda a producir un incidente enojoso en este recinto.
No he de tener mucho trabajo tampoco al exa¬minar las observaciones que a mi exposición se han dirigido; – en primer lugar, porque ya en gran parte me lo ha evitado, mi ilustrado colega el doctor Beracochea, y además, porque si bien recordamos todo lo que se ha dicho desde el principio de esta evolución y desde las regiones oficiales en que se desenvolvió se notará que es una misma palabra que viene pasando entre sus partidarios; esto es, una misma serie de ideas y de argumentos, que con diversas variantes apa¬recen en los diversos acuerdos deliberantes en que se ha tratado esta cuestión.
Así pues, casi todo mi trabajo va a consistir en desnudar, por decirlo así y si se me permite esta figura un poco violenta, en despojar de sus nue¬vos atavíos a esos que pretenden presentarse como nuevos huéspedes en este debate.
Quedarán en transparencia, serán conocidos los antiguos habitantes de la casa, que andan recorriendo el camino desde el Senado Nacional hasta la Cámara de Diputados de la Provincia.
Hay en los prolegómenos de mi discurso anterior dos consideraciones, que si bien en en primer momento parecen de segundo orden no dejan de tener fuerza para la resolución de esta cuestión. Y así lo han comprendido los señores sostenedores del dictamen de la Comisión, puesto que en ellas se han detenido de muy breves momentos.
Y teman que hacerlo así, porque antes que todo, como lo he dicho y lo repito, para conocer el alcance, las consecuencias y los efec¬tos de una ley, es necesario estudiar sus propósitos y sus móviles determinantes.
Yo dije desde el primer momento; esta ley que se dicta en circunstancias anormales, no puede invocar la opinión pública en su favor.
Y lo decía, señor Presidente, por que ningún Poder Público, en un régimen democrático co¬mo el nuestro, puede prescindir de esa opinión que, aunque no tenga un resorte o un organis¬mo legal como imponerse en él, siempre debe inspirar respeto, de cualquier manera que ella se pronuncie y se haga sentir.
¿Con qué se contesta a esta importante observación?
Vuelven a la escena esos ya célebres plie¬gos de firmas, y la adhesión de algunos “Diarios”. Pues yo cuento también con los otros Diarios que combaten la evolución, y son de diversos colores políticos; y en cuanto a las firmas, curioso seria, señor Presidente, averi¬guar su autenticidad, y más curioso todavía si entregásemos esos pliegos a un calígrafo para que determinase cuántos caracteres de letras encontraba en ellos.
La Provincia tiene ochocientos mil habitan¬tes, y por lo menos ochenta mil ciudadanos hábiles para votar. ¿Cuántas firmas hay en esos pliegos, remitidos en su mayor parte por los agentes del Poder Ejecutivo?
En fin, señor Presidente, esto no merece la pena de dedicarle mas tiempo, y voy a confundir a los sostenedores del proyecto con mía proposición que desde luego les presento: dén¬me quince días, no mas, de plazo y la mitad de los elementos oficiales de que disponen, y yo me comprometo a traerles un número cin¬co veces mayor de firmas, protestando contra esa evolución. Y no quiero esos elementos para usarlos; los pido para garantirme simplemente.
No era posible que la opinión se pronunciara en contra, cuando esta Legislatura se elegía. La Intervención tenia hecha su estructura oficial en la Provincia; y ahora mismo, Sr. Pre¬sidente, estando los Poderes Nacionales y Pro¬vinciales empeñados en esta solución a todo trance ¿de qué manera podrá manifestarse la voluntad popular con eficacia? ¿Haría una revolución después de los últimos sucesos? Esto seria empeorar la situación y arrojar, desde luego, una sombra sobre una buena causa. No le queda mas remedio que una resignación evangélica.
Examinando los motivos impulsivos de esta ley, dije también que ella venia a título de pena, porque el Pueblo de Buenos Aires era juzgado como rebelde y hostil a la Nación. El señor Diputado Hernández me contestaba que venia a título de premio, –y de estas consideraciones, señor Presidente, tienen que despren¬derse conclusiones que mucho interesan a la Ciudad federalizada, de ellas dependerá la con¬dición en que quede su vida comunal y política.
Lamento profundamente, señor, que a la vio¬lencia se agregue la burla y aún el sarcasmo. Un Congreso que huye de esta Ciudad por las manifestaciones inconvenientes de un círculo exaltado, y un Ejecutivo Nacional que empren¬de el mismo camino y busca asilo en el cam¬pamento de la “Chacarita” —ambos heridos y profundamente impresionados–; los dos juz¬gando perniciosa la influencia que le atribu¬yen a esta Provincia, vienen, sin embargo, después de todos aquellos sucesos y sobre el campo de la victoria, a conceder un premio a la Ciudad re¬belde y ofensora, y a levantar mas todavía esa influencia que tanto les alarmaba.
Guarden silencio mas bien, señor Presidente, si no quieren ser francos como lo ha sido el señor Diputado Ugalde, declarando que en su opinión es efectivamente perjudicial la influen¬cia que ha desenvuelto esta Provincia, y es por consiguiente, necesario abatirla con esta evolución.
Alguna vez se debe resolver este problema, nos decía el señor Diputado Hernández, eligien¬do como se ha visto, este momento que ha de ser histórico y se ha de gravar con caracteres indelebles en el libro de los sucesos argenti¬nos-a juicio de aquel señor.
“Unas veces no se ha hecho, porque estába¬mos en la paz, y otras veces no se hace (refi¬riendo se a los opositores) porque estamos en la guerra, o porque se produce en una situación anormal.”
Si, señor Presidente, alguna vez es necesario hacerlo; pero yo les pregunto a todos los que quieran meditar un momento sobre las conse¬cuencias que pueden desprenderse de una reso¬lución como esta ¿cuándo se debe dar, si en la paz o en la guerra?
Cúlpese a los que no la dieron en la paz, pero no se venga a fustigar a los que no quieren resolverla en una situación violenta y anormal, temiendo, y con razón, las reacciones que fatal¬mente producirá en el porvenir no muy lejano.
¿Por qué este apresuramiento, señor Presidente?
Para asegurarse, dice, la autoridad nacional que hace poco tiempo, no mas, tuvo que retirarse al campamento de la Chacarita.
No tenemos necesidad de proceder con esta precipitación, precisamente en estos momentos. Dejemos el tiempo necesario para que la calma y la reflexión vengan a todos los espíritus.
¿No tenemos en la Provincia un gobierno armónico y homogéneo con el gobierno nacio¬nal, de tal manera que el Jefe del Ejecutivo es uno de los ministros, puede decirse, del Pre¬sidente de la República?
¿No viene en seguida, señor Presidente, otro gobierno igualmente armónico, puesto que no hay duda alguna que triunfará la candidatura de ese caballero, que ha sido y es en esta Provincia el agente principal de los negocios polí¬ticos del General Roca?
Yo le voy a decir al señor Diputado Hernán¬dez porque no se ha hecho en la paz esta solución, y porque se quiere hacer en la guerra. Y digo en la guerra, porque todavía tienen que sentirse los efectos de la situación de fuerza que hace pocos días ha desaparecido, y por que en esa situación se ha desenvuelto, elaborado y casi terminado esta evolución. Y me expreso en estos términos, porque todos han oído a los señores sostenedores del proyecto y a los miem¬bros de la Comisión de Negocios Constitucio¬nales, hablar ya de mayoría y minoría en esta Cámara.
Luego esto está concluido, pues si de ante¬mano se sabe que hay mayoría y minoría en la Cámara, la evolución no ha venido a esperar una solución dudosa aquí; ella quedó terminada con la elección de la Legislatura.
No se hizo en la paz y no se quiere hacer en la paz, por que en una situación normal y tran¬quila, la opinión se pronunciaría decididamente en contra, y esto lo saben bien aquellos que quieren aprovechar las circunstancias.
Algunas veces, decía también el señor Diputa¬do Hernández, algunas veces que se han dictado leyes designando otra localidad para la Capital de la República, los Presidentes las han votado. Esto, creo que ha sucedido una o dos veces, en estos últimos tiempos, y de aquí arrancaba mi colega otro argumento en favor de sus ideas.
En primer lugar, la opinión de uno o dos hombres no puede hacer fuerza en el ánimo de los que proceden buscando solamente la razón, la justicia y las conveniencias generales, y el argu¬mento es tanto más frágil en ese caso, puesto que con él se revela que la opinión del Con¬greso era contraria.
¿Y porque se vetaron esas leyes? Siempre in¬vocando la necesidad de una meditación mas seria sobre el asunto; pero el verdadero motivo intimo, señor Presidente –y a nadie se le oculta esto–, era la violencia que se hacían esos señores en salir de este Centro de placeres y comodidades, en donde se lleva una vida tan agradable, cuando hay recursos suficientes, cuan¬do uno es Presidente o Ministro y está radi¬cado aquí por distintos vínculos. Y así hemos visto que esos mismos Presidentes, al terminar su periodo, proponían la cuestión para que ella se resolviese como el Congreso lo creyese con¬veniente: el que venga atrás que se moje, decían ellos, y pido disculpa a la Cámara por esta frase vulgar. (Risas.)
El Presidente no quería salir de sus comodi¬dades; el Congreso comprendía perfectamente que la opinión rechazaba la Capital en Buenos Aires, y deseando resolver el problema, la de¬signaba en otra localidad que la consideraba conveniente; pero pasaron los tiempos, cruzá¬ronse estas circunstancias extraordinarias, algu¬nos de los corifeos del Partido Autonomista hi¬cieron sus arreglos, la opinión estaba inhibida de manifestarse, y entonces un propósito mal concebido impulsó a los dueños de la situación.
La Ciudad de Buenos Aires se federalizará; pero para anular la influencia legítima que ejer¬ce en el movimiento político nacional.
Un dilema fatal –cuyos dos términos deben ser rechazados– se presentará después de esta evolución. Una oligarquía provinciana vendrá a diri¬girlo todo y a fin de que no se levante una oligarquía porteña.
Hace poco tiempo hablaba con algunos amigos congresales, hijos de otras Provincias, y les decía; esta es una tendencia marcada al unitarismo; ¿quieren Uds. ese sistema? Nadie ganaría más en él que Buenos Aires, que seria el centro Direc¬tivo de toda la República. Así mismo, con esta evolución incomprensible, el día que venga un Presidente porteño un poco voluntarioso, con su círculo respectivo, ya verán las provincias lo que les sucederá, y ellas serán las primeras en lamen¬tar este error. Ya sabremos también tomar las precauciones necesarias contra ese peligro, me contestaron. Y yo no acuso mala intención en es¬tos amigos; ellos ven realmente un peligro en ese acontecimiento y procederán en consecuen¬cia. El elemento porteño será doblegado, su in¬fluencia no se hará sentir; pero como él se cree con títulos y condiciones para estar en otra posi¬ción, la lucha, sorda al principio, se produciría fatalmente, y en el seno de la misma Capital ten¬dremos el espíritu del localismo agitándose. Y si alguna vez, por evoluciones inesperadas que suelen aparecer en la política, o por algún su¬ceso anormal, el elemento porteño, así herido, llegase a tomar el poder —las primeras en po¬ner la voz en el cielo contra esta Capital absorbente serian entonces las otras provincias—, y ¿quién sabe hasta donde nos conducirían los acontecimientos que con ese motivo se produjeran?
Por eso he dicho, señor Presidente, que los dos términos del dilema son condenables. Yo no quiero oligarquías de ninguna especie. Que se desen¬vuelvan todas las aspiraciones legítimas y la Re¬pública marche sin obstáculo hacia el porvenir que divisa.
El señor Diputado Hernández, prescindiendo completamente de las consideraciones que en el orden político y constitucional aduje en mi an¬terior exposición —porque según él, solo debe¬mos ocuparnos de las cuestiones económicas, de lo que produce dinero, fueron sus palabras si mal no recuerdo—, prescindiendo decía, de to¬dos aquellos razonamientos, se detuvo sin em¬bargo largos momentos sobre la parte histórica.
Yo debo decirle previamente, que no es posible prescindir ni de la Constitución ni de la política, que no habrá buen orden económico, ni buenas finanzas, si no hay buena política.
“Hacedme buena política, decía el barón Louis a Casimiro Perder después de 1830, y os haré buenas finanzas”; y tenia mucha razón aquel hom¬bre público.
La buena política se traduce en la paz, en el orden verdadero armonizado con la libertad, —en el ejercicio franco de todos los derechos y de todas las aspiraciones legítimas—, en el juego re¬gular de todas las instituciones, practicadas con lealtad por los mandatarios del pueblo. Y es en esta situación camada y fácil en que las socie¬dades pueden prosperar, vigorizando su activi¬dad y desenvolviendo todas sus fuerzas morales y materiales. Y es la buena política, finalmente que rechaza evoluciones violentas como esta, y aconseja a los círculos y partidos políticos, pres¬cindan de sus intereses transitorios, ante las cues¬tiones en que se comprometen los intereses ge¬nerales y permanentes del país.
Pero el señor Diputado Hernández, al prescin¬dir de la política y de la Constitución, nos tra¬jo una cuestión de derecho, que no la he com¬prendido bien, dígolo con franqueza.
Nos habló largo tiempo de los derechos im¬prescriptibles que tenia Buenos Aires a ser la Capital de la República, por una cédula de un monarca español, cuyo nombre no recuerdo ahora.
Yo no sé si Buenos Aires tiene algún litigio al respecto, sostiene alguna gestión sobre mejor derecho para la Capital; será por esto perder su Gobierno propio y entregarse al Poder central en una República federalmente constituida; y a fin de establecer esos derechos desenvuelve su le¬gajo de pergaminos empolvados para exhibir aquella cédula de los Reyes.
Si tal pleito existe, desde luego le prevengo al abogado que la prueba le será inmediatamente tachada, porque se ha dictado un código político, republicano y federal, que no admite para re¬solver estas cuestiones los documentos emanados de las monarquías.
Hablemos, pues, seriamente, y tratemos seria¬mente estos asuntos.
Aquí no hay tales cuestiones de derechos pres¬criptibles o imprescriptibles. Aquí se trata de un problema político, para resolverlo como convenga a los intereses generales, de acuerdo con el siste¬ma de gobierno que hemos adoptado. Ningún Es¬tado tiene derecho a buscar y obtener soluciones que a él solo convengan, prescindiendo de los intereses generales, y mucho menos invocando tradiciones de la monarquía que combatimos, para librarnos de su dominación absoluta y hacer una nueva vida.
Parece que el Señor Diputado Hernández, no es muy decidido por estas cuestiones de princi¬pios, y por consiguiente no se ha preocupado mucho de ellas, pues he notado que en vez de entrar a los hombres en los principios, si puedo hablar así, amolda los principios a los hombres.
Yo hice la historia de la lucha de dos tenden¬cias, sosteniendo y demostrando que la tendencia centralista–unitaria buscando siempre y natural¬mente una solución como esta que los reacciona¬rios nos presentan ahora, había combatido y sido derrotada por la tendencia descentralizadora fe¬deral.
El Sr. Diputado Hernández tomó otros rumbos, y causándome alguna sorpresa en el primer mo¬mento, nos dijo sostendría todo lo contrario, y nos demostraría cómo era el partido federal, y no el unitario, el que había querido siempre esta solución.
Nos miramos sorprendidos con el colega que está a mi izquierda, y abriendo tamaños ojos, nos preguntamos: ¿En dónde habrá descubierto estas historias nuevas, el Sr. Diputado? Y nosotros que habremos perdido lastimosamente nuestro tiempo estudiando los libros de esos farsantes titulados publicistas e historiadores argentinos!
Con verdadera emoción y volviendo los oídos, escuchamos al Sr. Diputado. ... Al fin respira¬mos con libertad, Sr. Presidente, y volvimos el crédito a nuestros publicistas.
El Sr., Diputado Hernández había tomado a los hombres por su cuenta, y según el título que se aplicaban, era la naturaleza del sistema o la ten¬dencia de la solución.
Sin embargo, comenzó por reconocer que el primer movimiento federal acentuado fue en 1815, promovido por el Cabildo de Buenos Aires, que declaró no quería ser en adelante la residencia de la Autoridad Nacional, movimiento aplaudido por todas las Provincias. Reconoció en seguida que fue el ultra–unitario Rivadavia con su círculo influyente todavía, quien estableció en 1826, la Capital en Buenos Aires; sin que se pueda ni deba olvidar la enérgica protesta, que con su elo¬cuente palabra, hicieron en el Congreso, patrio¬tas como Moreno, Funes, Castro, Gorriti, López y varios otros. Pero llegando a 1853, ya pierde el rumbo mi honorable colega.
El General Urquiza era federal, —nos dice;—así se titulaba, al menos. Y bien, el General Urquiza, bajo cuyos auspicios se sancionó la Constitución federal, hizo declarar a Buenos Aires ca¬pital de la República: y de aquí concluye también que la solución debe ser buena para el sis¬tema. Y no exagero señor Presidente, pues estas fueron sus palabras poco mas o menos: “He demostrado, —nos decía al terminar sobre ese punto— que ha sido el Partido federal que en 1853, resolvió la Capital en Buenos Aires comba¬tiéndola los unitarios como Alsina y otros, y por consiguiente queda también establecido que con¬viene al sistema federal.”
¿Pero que tiene que ver ni hacer los sistemas —si puedo hablar así— con las calificaciones o los títulos que los hombres se adjudiquen ellos mismos?
¿Acaso ignora el señor Diputado, cuales eran los propósitos y las tendencias del vencedor en Caseros, preponderante entonces sobre el círculo que lo rodeaba?
¿Acaso ignora el señor Diputado cómo gober¬naba a Entre–Rios, sin otra norma ni otra ley que su caprichosa voluntad? El señor Diputado, menos que otros, puede ignorar estas cosas, puesto que ha sido uno de los elementos activos en el movimiento revolucionario de aquella Pro¬vincia, para derrocar al déspota.
Rosas también se llamaba republicano y caudi¬llo de la Federación, y no ha podido haber mayor absolutista, pues tenia centralizados todos los poderes en su mano.
Napoleón I se decía el gran demócrata y amigo de los pueblos, y suprimía la libertad en Francia, y llevaba la conquista a todas partes. Según el modo de discurrir del honorable colega, resultaría que la democracia era opresora y conquistadora.
Así pues, lo que ha quedado realmente estable¬cido, es que la solución que hoy se nos propone ha sido especialmente buscada por los monar¬quistas, los ultra–unitarios, los déspotas y los que querían desde aquí dominar a la República, le¬vantando una oligarquía siempre subversiva de las instituciones democráticas, como lo pretendió el General Mitre en 1862 —y que la tendencia descentralizadora y el sentimiento autonómico de los pueblos, ha salvado hasta ahora a la Repú¬blica federal.
Alsina, unitario por tradición, como era Mármol y otros, habiendo aceptado el sistema federal por el que se pronunciara siempre la voluntad de los pueblos, combatieron el propósito del General Mitre, porque comprendían, sin esfuerzo, que las instituciones democráticas corrían serio peligro quitando el Gobierno propio al Centro principal de la República, que en mejores condiciones se hallaba para practicarlas bien, desenvolverlas y defenderlas, sirviendo de contrapeso a la autori¬dad central de la Nación.
Ese peligro no existe ahora, observa el señor Diputado, porque solo se trata de ceder esta Ciu¬dad que representa unas pocas leguas de territo¬rio, y la Provincia queda con cantidad mucho ma¬yor.
El señor Diputado sigue con poca felicidad en estas apreciaciones. —No debemos fijarnos en la cantidad sino en la calidad de la tierra – Aquí está la cultivada y es mejor aquí donde se halla la mejor cosecha. La ciudad de Buenos Aires, por su poder moral, por la influencia legítima que le dan los elementos eficaces que guarda en su seno, es la parte principal y culminante de la Provincia, y la única talvez que puede hacer el control necesario con las manifestaciones de su opinión ilustrada y respetable.
Cuando esta evolución apareció en las regiones nacionales, algunos de los que fuimos opositores desde el primer momento, llegamos a decir a sus promotores que tomasen dos, cuatro, seis Departa¬mentos de Campaña, si querían, pero que deja¬sen autónoma a la Ciudad. Les ofrecíamos, co¬mo se vé, una porción mucho mas grande de territorio, y con centros poblados que podían perfectamente servir de base a una buena Ca¬pital.
Todo fue inútil, Sr. Presidente; querían la gran Ciudad a todo trance, y nos decían francamente que con nuestra proposición no llenaban el pro¬pósito, pues la verdadera influencia, el verdadero poder de la Provincia de Buenos Aires estaba en su populosa y brillante Capital, y como el objeti¬vo en vista era abatir esa influencia peligrosa, necesario para dirigir el golpe al corazón.
¡Esta influencia peligrosa que siempre aparece como un fantasma!
Yo les preguntaría a las otras Provincias –¿que es preferible para todos?–; si conservar esta in¬fluencia y este Poder, que nunca podrá dominar¬las, puesto que ahí está la Autoridad Nacional con su gran fuerza para contenerla en cualquier mo¬mento de exaltación y de extravío —pero que siempre será un control eficaz sobre los desvíos de ese Poder superior—, o entregar todos estos elementos a la acción inmediata de aquel, que haciéndose entonces mas fuerte que todos los Estados federados, puede avasallarlos completa¬mente, según sean las pasiones y los propósitos que impulsen a los Gobernantes.
Con espíritu desprevenido, la contestación no seria dudosa. En todo hay sus pequeños inconve¬nientes, pero el temor de algunos desvíos que pueden ser al momento corregidos, no es motivo para traer una situación que lo deje todo a mer¬ced del Superior. También la prensa tiene sus licencias y sus desbordes; ¿y seria esta una razón para suprimir su libertad y separar de la escena pública a ese “guardián” de los derechos del pue¬blo, a ese censor constante de los malos manda¬tarios?
Cuando el señor Diputado Hernández nos anun¬ció que iba a tratar la cuestión bajo su faz eco¬nómica y a desarrollar extensas consideraciones sobre ese tópico, francamente, yo esperaba algo más sólido de lo que ha resultado.
Con la paz todo progresa, nos decía —Buenos Aires y la República han de prosperar—ven¬drán la inmigración y los capitales –el comercio y la industria tomarán rápido vuelo, etc., etc.–, y aquí quedó reducida su disertación económica, en el fondo.
Y quien niega que la paz sea benéfica a los pueblos y que con ella se desarrollen todas sus fuerzas morales y materiales. ¡Vaya una novedad!
Pero es que yo les he demostrado que la paz se puede asegurar de una manera mas sólida, sin traer nuevas causas de perturbaciones y de reac¬ciones futuras, como se traen por esta evolución impremeditada y violenta. Les he puesto de manifiesto las condiciones en que se encuentra el Poder Nacional y los eficaces elementos de que dispone; les he analizado la marcha descen¬dente, del espíritu revolucionario, de tal modo que ya se puede decir “la paz está asegurada, el periodo de las revoluciones terminó”; y por fin, les he señalado los medios que tenemos a la ma¬no para conjurar el peligro que todavía encuen¬tran en el Poder de esta Provincia, que es el punto negro, según ellos, en el cuadro de la nacionalidad argentina. Pongamos en práctica, como es nuestro deber, las instituciones descen¬tralizadoras de la Constitución provincial, y no habrá gobernante por mal que sea y voluntarioso inclinado que se atreva a lanzarse otra vez en aventuras guerreras. No dispondría de los, elementos eficaces, porque las comunas independientes no se los entregarían.
Y es sensible, señor Presidente, que mi honorable colega haya pisado en el mismo terreno en que se deslizó el señor Ministro de Gobierno, para traer argumentos a un debate en que no les acompaña la razón, hayan adulterado los hechos, mal apreciado los sucesos y descripto escenas sombrías y terribles en mengua de la propia patria.
Felizmente el extranjero que vive aquí cómodamente, perfectamente garantido, gozando amplias libertades y desarrollando fácilmente sus industrias, escribirá a sus corresponsales y consignatarios, que no tomen en cuenta estas manifestaciones, porque son fantasmagorías de imaginaciones vaporosas, o golpes de oratoria para hacer impresión en un debate parlamentario.
No justifican, por cierto, a los sostenedores del proyecto que de ese modo se expresan y claman por un gobierno fuerte, no los justifican, decía, los bruscos movimientos que en la democracia suelen producirse algunas veces. En vida libre, y mientras se educan bien los pueblos, son inevitables aquellos sucesos, que paulatinamente van desapareciendo y a medida que la educación se perfecciona.
Ese es el argumento que siempre nos presentan los enemigos de aquel régimen liberal; pero si nos lanzásemos en ese orden de ideas, llegaríamos a preferir el gobierno fuerte de la Rusia al descentralizador de los Estados Unidos.
Los franceses de Luis XIV —dice un historiador argentino—, señalaban los escándalos y matanzas de Inglaterra como una prueba de superioridad olímpica de su gobierno absoluto. Los escándalos de la Inglaterra eran esas nobles luchas que el Pueblo se sostenía en defensa sus libertades, contra los déspotas que querían avasallarlas.
No habiendo tomado apuntes, señor Presidente, como lo habrá notado la Cámara, acaso sea un poco desaliñado en esta réplica; y así, recién recuerdo, en este momento, aquellos entusiasmos de los S. S. D. D. sostenedores del provecto, por lo que ganaría Buenos Aires siendo el brillante asiento de las Autoridades supremas de la Nación.
A veces creo que los S. S. D. D. no comprenden el régimen de gobierno en que viven. La afirmación que ellos hacen, sería exacta en pleno sistema Unitario; y entonces no solamente convendría a Buenos Aires, sino que habría necesidad de esa solución. Pero en el régimen fe¬deral que hemos adoptado y que reconoce per¬sonalidad política y gobierno propio a las Co¬lectividades que forman la Nacionalidad Argen¬tina, viene a producirse una desigualdad irritan¬te, puesto que Buenos Aires pierde esa persona¬lidad y será dirigido en sus negocios internos por Autoridades que no elige, mientras las otras Pro¬vincias conservan su situación autónoma.
Así, pues. en esta reacción unitaria es Buenos Aires que sufre sus efectos inmediatos, sin tener en cuenta, por ahora, los graves peligros que entraña para todos los Estados de la Confede¬ración, por las condiciones en que coloca al “Po¬der Central”, de tal manera prepotente, que no habrá valla para contenerle en sus abusos, cuan¬do se lance en un sendero extraviado.
Si, pues, los S. S. D. D. hubiesen meditado un poco más sobre todas estas cuestiones que se comprometen en la evolución que tanto les en¬cantan, no se verían en el caso de recibir estas observaciones, ante los cuales tienen que guar¬dar el mas profundo silencio como lo han guar¬dado hasta ahora, porque no admiten réplica absolutamente.
Otro de los benéficos efectos que el señor Di¬putado Hernández atribuía a la sanción de esta ley, era una buena administración y una buena legislación para la Ciudad federalizada y la Pro¬vincia mutilada que nos queda. De aquí se des¬prende diversas consideraciones. En primer lu¬gar la incapacidad de esta población para elegir buenos mandatarios, y probablemente, también, la falta de personas competentes e idóneas para esos puestos.
Los negocios de la ciudad —dice el colega—, absorben la atención de los Poderes Públicos de la Provincia. Quitándosela, será mejor admi¬nistrada la campaña. Es el caso de que a una persona rica se le despojase de una parte de sus bienes, so pretexto de que no podía admi¬nistrarlos convenientemente, y para que me¬jor cuidase de los restantes. —Pero los SS. DD. no recuerdan que, según su modo de pensar y apreciar las cosas, en muy breve periodo de años la Provincia mutilada tendrá otra ca¬pital superior a la que se le arrebata por esta evolución y otra vez aparecerán las mismas dificultades.
¿Qué haremos con esa nueva Capital, con esa gran Ciudad que se levantará imponente, peligrosa y amenazante en todo sentido como es la que ahora se entrega al Poder Nacional?
Dejémosnos de aspavientos y fusilerías —que cada uno viva de sus propios elementos y de sus propias fuerzas—; y si queremos realmente una buena administración y nos interesamos con sinceridad, por la campaña, pongamos en práctica como es nuestro deber y ya lo he demostrado, las “instituciones de nuestra carta, orgánica” dando su gobierno propio a todas las “Comunas” para que ellas libremente y bajo su responsabilidad administren sus negocios domésticos y sus principales intereses.
“En todas partes la Ciudad o el Centro prin¬cipal –agregaba el señor Diputado – es también el centro directivo y el asiento de la Au¬toridad Suprema en el País–, y solamente nosotros resistimos esta solución, para organizar¬nos definitivamente.”
Por supuesto que al momento nos llevaba el honorable colega al continente monárquico, pa¬ra que tomásemos el ejemplo. Allí debiéramos inspirarnos, según él, en regimenes y sistemas completamente antagónicos al nuestro. Las mo¬narquias deben darnos las soluciones conve¬nientes para nuestro régimen republicano fe¬deral. Es verdad que el señor Diputado, se ocupa muy poco de los principios y quiere ser también hombre práctico.
Desea un gobierno fuerte ¿y en donde mejor que allí buscaría los ejemplos y las soluciones a sus deseos y a sus propósitos?
Si todos los señores Diputados que nos han hablado en el mismo sentido, hubieran tenido tiempo para dedicarse a ciertas lecturas, sabrían también que en toda Constitución monár¬quica, por liberal que sea, como la de Ingla¬terra por ejemplo –hay la parte eficiente y la parte que se llama imponente–, de impresión y de aparato, como lo explica el señor Bagehot. Son esas formas majestuosas, bri¬llantes y aun teatrales, como dice el escritor, que fascinan a las muchedumbres y en las que estas ven toda la Constitución. El monarca Jefe supremo en el orden político, civil y hasta religioso como en Inglaterra— impeca¬ble, inviolable y superior a todos los súbditos —porque es la teoría esencial en la monarquía ¬debe estar rodeado de todas esas formas bri¬llantes y majestuosas, para no descender ante la consideración de aquellos. ¿,Y en dónde podría estar el trono con su corte y todo su apa¬rato, sino en el punto principal y culminante de la Nación? La modesta capital de la Repú¬blica en América, no es compatible con la con¬dición monárquica.
Y a propósito, señor Presidente; tanto nos asedian, por decirlo así –con aquellos ejemplos— que a veces pudiéramos sospechar la tendencia de levantar poco a poco alguna bri¬llante monarquía, para buscar en seguida alguna parodia de un Bismark o de un Gortchakoff que nos tuviese suspensos de sus gran¬des planes sobre algún equilibrio continental, sin que debiéramos preocupamos mucho de estas pequeñeces de la vida interna. El Jefe sabría dirigirnos y reglar todos nuestros actos. Viviríamos como él lo considerase convenien¬te, siempre prontos a ejecutar sus misteriosas concepciones.
Dejemos a las monarquías que sigan su rum¬bo, señor Presidente, y observando nuestra vida en todos sus detalles y apreciando imparcial¬mente los sucesos, busquemos el remedio entre nosotros mismos. Menos política mas administración, decía el señor Diputado, y en esto estoy de acuerdo con él. –Yo diría de otro modo, si se me permite la frase–, menos politiquería y mas rectitud.
¿Acaso están libres de toda culpa, en los últimos sucesos que han dado pretexto a esta evolución, algunos de sus principales promotores?
¿No les dejaron ellos mismos tomar un vuelo inconveniente, y acaso con un plan político, o mejor dicho con un plan electoral?
Acaso no esperaba que la agitación y la alar¬ma crecieran, para desenvolverle entonces sin gran dificultad.
Después, señor Presidente, cuando volvió al Ministerio el notable Sr. Sarmiento y resolvió que la Constitución se cumpliera, pidiendo el apoyo del Congreso para disolver esos batallones de línea que mantenían las Provincias, comen¬zando por casa, como él decía ¿no fueron esos mismos señores que hicieron fracasar el pensa¬miento del Ministro, aduciendo como motivo la exageración de las medidas propuestas?
¿Por qué no desechaban lo inconveniente y san¬cionaban lo que era justo y razonable; esto es, la disolución de los “cuerpos irregulares”?
Con razón, pues, les decía hace pocos meses uno de los órganos mas respetables de la prensa, y del mismo color político de los que dirigían la situación en la República, –el ilustrado “Nacio¬nal” dirigido y redactado por hombres ventajo¬samente conocidos –, “os alarmáis ahora de vues¬tra propia obra; –¿Cómo queréis desarmar aquí, si los dejáis armados allá–; cómo queréis ser res¬petados, si mináis vuestra propia autoridad, en¬trando en combinaciones electorales y en manio¬bras de mala política? Tened rectitud, tened pro¬bidad y las cosas marcharán de otro modo.”
Es la hora muy avanzada –son las dos de la mañana y quiero terminar señor Presidente, haciéndome cargo en breves instantes del último argumento del señor Diputado, que replicó a mi anterior discurso. Veamos, pues, lo que sucederá con eso que él llamaba la sociabilidad argentina.
Aquí vendrán, decía, todos los hombres dis¬tinguidos de todas las Provincias, y formarán estrechos vinculas entre sí.
No lo dudo; aquí vendrán todos los que val¬gan y todos los que aspiren, privando a sus res¬pectivas localidades de su eficaz cooperación, y aquí vendrán muchos de ellos a vivir del favor oficial y a corromperse, porque la vida en las grandes Capitales es muy costosa, y no todos los espíritus tienen un alto temple. Aquí estará todo el brillo, toda la riqueza, todo el talento, toda la luz, –y después miremos un momento en tor¬no de la República. ¿Qué quedará, señor Pre¬sidente? Ya lo indiqué en mi anterior exposición –la pobreza, la ignorancia, la oscuridad por to¬das partes–, y aquellas distinciones odiosas e irritantes.
¡Vaya un modo original de desenvolver la so¬ciabilidad argentina!
Yo temo mucho, señor Presidente, a esas fu¬nestas cuestiones sociales, que son un verdadero peligro y una amenaza constante en los países de régimen centralista y aristocrático, y que los im¬pulsan muchas veces en verdaderas aventuras guerreras.
Acaso ha sido una de las causas que ha preci¬pitado a Chile en su actual e inicua “campaña”, que si le ha salido bien hasta ahora, porque en¬contró un enemigo desprevenido, –pudo también sucederle lo que a Napoleón III, en su postrer aventura.
Cumplo mi promesa y termino, señor Presiden¬te. Es inútil que fatigue por más tiempo la aten¬ción de los que me oyen. Se conoce de antemano el resultado que dará la votación. Los señores Diputados sostenedores del proyecto han sido francos en esto; nos han señalado desde luego, como una minoría insignificante, a los que le combatíamos. Pues yo les voy a decir al terminar y con la misma franqueza, que no he pretendido convencer a ninguno de ellos,
Yo he hablado para todos, menos para la Cá¬mara.
Sr. Castro. – Así parece.
Sr. Alem. – ¡Siempre ha de ser el señor Dipu¬tado el que me interrumpe! Como si entendiera algo de estas cosas!
Sr. Castro. – Lo mismo que el señor Diputado.
Sr. Alem. – Yo he hablado para todos, he di¬cho, menos para la Cámara, y no he hablado si¬quiera para estos momentos, sino para el futuro.
Sr. Castro. – Los hechos van a probar lo con¬trario.
Sr. Alem. –Como el señor Diputado ha de ser del circulito oficial ...
Uno de los motivos porque pedí la palabra fue para conocer, por los datos que debería darme la Comisión, las condiciones en que se entregaría la Ciudad. Todos han visto lo que ha sucedido. No sabemos a qué atenernos después de tantas con¬sultas y “cuartos intermedios”. En fin, sucederá lo que Dios quiera; pero el hecho es que la Ciu¬dad se entrega inmediatamente y la evolución se consuma,
Este momento será histórico, repiten los se¬ñores Diputados. Efectivamente, será histórico. Lo que queda por saber es, que página le dedi¬cará la historia, y cómo serán juzgados los Legisladores que hacen evoluciones de Partido en las grandes cuestiones, en que solo debieran consultarse las altas conveniencias de la Patria.
He dicho.

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