octubre 20, 2009

Discurso de Leandro Alem en la Cámara de Diputados sobre el sistema federal, a propósito del proyecto de cesión de la Ciudad de Bs. As. para capital de la República (1880) -2/3-

UN PROFETICO DISCURSO DE ALEM SOBRE EL SISTEMA FEDERAL
SEGUNDA PARTE
Intervención en el Debate sobre el proyecto de ley relativo a la cesión del Municipio de la Ciudad de Buenos Aires para Capital de la República Cámara de Diputados de Buenos Aires
3º, 4º y 8º Sesión Extraordinaria
LEANDRO ALEM
[12, 15, 17 y 24 de Noviembre de 1880]


//… Se vota si se levanta la sesión y resulta afirmativa. Eran las 5 de la tarde.
Sr. Alem. - Cumpliendo con el deber que mis convicciones me imponen, es posible, señor Presidente, que no sea tan breve como desearía, en este último período de mi exposición, temiendo naturalmente fatigar la atención de la Cámara y especialmente la de mi inteligente e ilustrado colega, que en la sesión anterior nos manifestó conocer de antemano todas las consideraciones que yo había desarrollado y probablemente desarrollaría en adelante.
Yo no soy por carácter ni envidioso ni egoísta; pero debo decirlo con franqueza, que hay algo que si no despierta en mi espíritu la envidia, por lo menos un deseo íntimo de poseerlo cuando lo veo en otros, y es el talento y la ilustración.
Yo, que estoy en la labor constante hace siete años, teniendo por obligación que preocuparme de todos estos problemas políticos, de­ todas estas cuestiones constitucionales, que he militado activamente en un partido tocándome de ­cerca la mayor parte de los sucesos, sin embargo, he tenido que dedicar varias horas a la meditación y al estudio de esta cuestión, desprendiend­o conclusiones que, francamente, no cono­cía antes de ahora; mientras que este mi honorable e inteligente colega, que no se ha in­miscuido por regla general en estos asuntos, que no ha podido preocuparse de estas peque­ñas cuestiones que afectan a la Patria, porque ha necesitado su tiempo para emplearlo en sus numerosos asuntos particulares, ha conseguido la sola mirada abarcado todo; y con la visión del porvenir en su espíritu, desde luego conocer y apreciar en su verdadero carácter y en sus consecuencias todos los sucesos que se desarrollarán. Pero, (y sin que esto importe una ofensa a los demás colegas), es po­sible que todos no se encuentren en iguales con­diciones, y por consiguiente abrigo la esperan­za de que algunos me dedicarán todavía un poco de atención.
Sr. Luro. - Yo el primero, Sr. Diputado.
Sr. Alem. - Cuando suspendí mi exposición en la sesión anterior, entraba al análisis de los fundamentos que se habían aducido en favor del dictamen que está sometido a la deliberación Cámara.
He oído, y leído Sr. Presidente, toda la argumentación que se ha desarrollado en los cuer­pos deliberantes que han tratado esta cuestión antes que nosotros, y quiero decido también con franqueza, que jamás he oído defensas mas po­bres que salgan de cabezas verdaderamente inteligentes.
Tengo a la vista la que pasa y corre como la principal, la que hizo el Sr. Miembro informante en el Senado de la Nación, Dr. D. Dardo Rocha, y sorprende Sr. la lectura de esta débil producción, emanada de una inteligencia tan vigorosa y robusta, como se ha reconocido por todos y en primer lugar, lo digo sinceramente, por mí.
Verdad es también, Sr. Presidente, que era un poco difícil la situación del Sr. Senador por Bue­nos Aires, teniendo que informar en un proyecto que le daba tan rudo golpe a las instituciones de la Provincia; —y tanto mas difícil apartán­dose las ideas que había sostenido durante diez y ocho alias; —y tanto mas violenta debiendo combatir estas mismas ideas cuya bon­dad, sin embargo, no podía desconocer.
¿Qué razones lo impulsaban a proceder de este modo?
No puedo avanzar hasta allí, pretendiendo descubrir sus móviles íntimos.
No tengo derecho a penetrar en los secretos de esa conciencia, que tan conturbada se reve­laba en ese momento.
Debemos respetar y respetemos, Sr. Presiden­te, las situaciones desgraciadas en que suelen encontrarse los hombres en la vida.
Las primeras consideraciones y acaso las fun­damentales con que se quiere hacer impresión sobre la opinión pública, se han condensado en una sencilla fórmula, que ha pasado a ser una especie de cantinela, en dos bellas y cadencio­sas estrofas y con mucha sonoridad de frase:
“La paz, la nacionalidad Argentina;
“La Capital tradicional -la capital históri­ca- la capital del Gran Rivadavia.”
Para las gentes que no se preocupan mucho de estas cuestiones políticas y constitucionales, el argumento puede ser de impresión en los primeros momentos.
¿Quien no desea la paz? —y cuando se les dice, desde las regiones oficiales que este es el único medio de asegurada, la contestación no es dudosa, —pues hagan ustedes la evolución.
Y algunos no se han de explicar tampoco, sa­tisfactoriamente, como ha sido posible que se resistiera, tantas veces, la “Capital tradicional”, la Capital del gran estadista, a cuya memoria se acaba de hacer una gran ovación.
Pienso que no he de tener mucho trabajo para desvanecer esas impresiones, poniendo de manifiesto la inconsistencia de la argumentación que las produce.
La paz y el orden que conviene a los Pueblos, no es el que se hace por evoluciones violentas de partidos separando la vista del pasado y del porvenir. —La paz fructífera, el orden verda­dero viene de las situaciones normales y tran­quilas, que una política prudente y previsora debe traer —es y tiene que ser el resultado del funcionamiento fácil y cómodo de todas las ins­tituciones con el ejercicio franco de todos los derechos garantidos, apartando paulatinamente todas las causas que al presente y en el futuro puedan producir alguna perturbación.
Tendremos con esta evolución la tranquili­dad aparente, de algunos años talvez; pero; cui­dado que esa tranquilidad no se convierta en un quietismo obligado, en un silencio sombrío, —para evitar y sofocar las reacciones a que se precipitarán los pueblos, cuando sientan los efectos de aquellos gobiernos fuertes, que dis­poniendo de toda la fuerza de la Nación se hagan sordos a la voz de la justicia y a todos los reclamos legítimos!
Yo he de demostrar Sr. Presidente, que la paz se puede obtener de otro modo y con mayor solidez, sin peligro para el porvenir de nues­tras instituciones; —y puedo avanzarme a decir que esa paz ya está hecha, y quedaría asegu­rada sin esta evolución impremeditada e irreflexiva: y que no hay partido, ni caudillo, ni fuerza humana entre nosotros, capaz de des­truir la nacionalidad argentina.
El espíritu conspirador desciende rápidamen­te, y ha seguido esa marcha descendente desde algunos años atrás. —Las revoluciones en ade­lante serán moneda falsa que no las recibirán fácilmente los Pueblos de aquellos que se la presenten.
El general Mitre gobernaba la República te­niendo jurisdicción en la ciudad de Buenos Ai­res. —Una serie de conspiraciones y de revolu­ciones agitó a las Provincias, obligándole a esa política de intervenciones continuas, que aquí nos alarmaba, levantando nuestros reproches y nuestras impugnaciones.
Todos aquellos caudillos turbulentos han de­saparecido, y desaparecieron de la escena antes de desaparecer del mundo, porque ya no en­contraban adherentes.
Presidió Sarmiento, con un gobierno amigo en esta Provincia, pero tuvo que sofocar todavía las revoluciones de Entre Ríos, —y aquí, Sr. Pre­sidente, no debemos detenernos mucho, por­que nadie ignora como estaban avasalladas las libertades públicas en esa Provincia.
Vino la revolución del 74, en la que tomando participación algunas fuerzas de línea, fue a li­brar batallas hasta Mendoza; pero los Pueblos la abandonaban y prestaban su apoyo a la Au­toridad nacional.
Una serie de evoluciones políticas, impropias, que salían desde las regiones oficiales, dio pre­texto al último movimiento insurreccional, pro­movido por el gobernante que esos mismos po­deres oficiales hicieran, —y todos sabemos, Sr. Presidente, cual ha sido su importancia, como sabemos también que él pudo ser abatido des­de el primer momento en que se anunció.
Corrientes, ligada según se dice, por un pac­to, retrocedía de sus pasos y se rendía a la vista del decreto nacional que se lo intimaba.
Los círculos mas exaltados se han convencido ya, que la revolución no es el medio mas efi­caz para el triunfo de sus propósitos, —porque los Pueblos les abandonan, no quieren mas mo­vimientos de violencia, y prefieren muchas ve­ces sufrir algunos vejámenes de sus gobernan­tes, a las consecuencias de una lucha armada que todo lo conmueve y lo perjudica.
El sentimiento de la paz domina todos los espíritus, y se ha impuesto sobre todos los facciosos. —Los últimos acontecimientos han causa­do un profundo desengaño.
Y quién podrá sostener, señor Presidente, con sinceridad y sin pasión, que la revolución o resistencia —(como él la llamaba) del Dr. Te­jedor, acompañado en la lucha por el círculo mas apasionado y comprometido en las últimas evoluciones de la política militante, —quién po­drá sostener, decía, que esa revolución, —si revolución se puede llamar a ese movimiento precipitado, sin plan ni rumbos—, ponía en pe­ligro la nacionalidad argentina y comprometía su porvenir?
El Pueblo permaneció impasible.
Todos los trabajos que se hicieron para con­mover a Entre Ríos fueron infructuosos, por­que los caudillos populares a quienes se hala­gaba —querían también permanecer tranquilos.
Se han producido, señor Presidente, algunos fenómenos con motivo de estos últimos sucesos, que deben llamar necesariamente nuestra aten­ción.
El quince de Febrero —día de gran agitación y de serias alarmas—cuando los batallones de “rifleros” desfilaban por una calle y las tropas de línea por otra,— se veían al mismo tiempo las procesiones de las “sociedades alegres” que iban al “entierro del carnaval”, y los Clubes sociales abrían sus puertas para los bailes anunciados, y los salones se llenaban.
Nadie pensaba en la guerra, ni quería la gue­rra, ni creía que pudiese estallar, llevándose las cosas con un poco de tino.
Cuarenta o cincuenta mil almas se reunieron en seguida celebrando aquel meeting de la Paz, que interponiéndose entre las dos candidatura; en lucha, parecía decirles:—retroceded, porque no tenéis derecho ni título para conmover al País con vuestras ambiciones.
No hemos visto también a este comercio tan celoso, seguir tranquilo e imperturbable en su' operaciones, y admirando todos la fijeza del precio del oro en la bolsa?
No hemos; visto, por fin, a la gran mayoría de la población de esta ciudad, observando tranquilamente y aun visitando por curiosidad, esas trincheras que se levantaban por los revolucio­narios, con la firme creencia de que esa situación acabaría de un momento para el otro?
Cuando el Dr. Tejedor consultaba a los principales hombres del partido en que quería apo­yarse para resistir a la Autoridad nacional.—el Jefe reconocido, el Gral. Mitre, le contestaba sinceramente.—”la resistencia durará tanto tiem­po cuanto el Gobierno Nacional demore su ataque.”
Y ¿qué significa todo esto, señor Presidente, sino lo que acabo de afirmar?—Que el senti­miento de la paz domina ya todos los espíritus y a todos se impone.—que la época de las revo­luciones ha llegado a su término y la naciona­lidad argentina nada tiene que temer.
Y todo esto es perfectamente explicable, por que es natural. Es la marcha necesaria de la vida en los pueblos como en los individuos.
Paulatinamente han ido desapareciendo aque­llos resabios que mal nos impulsaban, Progre­samos y adelantamos en el aprendizaje de nues­tra vida libre e institucional—El horizonte se clarea;—y ¿vamos precisamente en estos momen­tos a precipitar la solución de un problema tan grave y cuyos antecedentes le son tan desfavorables?
Cuando todo nos anuncia la calma futura, por­que vamos trasponiendo la vía escabrosa de la jornada,—¿arrojaremos nosotros mismos un obstáculo que nos detenga y acá o nos obligue a retroceder?
Pero si aún y después de todas estas observa­ciones, los espíritus impresionables, siguen vaci­lantes y temiendo nuevas perturbaciones con motivo de los elemento; anárquicos que se puedan mantener aquí,—tenemos en nuestra mano, Señor Presidente, los medios de conjurar comple­tamente el peligro.—Este aparece en Buenos Aires por confesión de los sostenedores de la federalización. No se resuelve la medida por temor de las otras Provincia, que se consideran mas fieles a la Nación, por una parte, y atenta la debilidad relativa de sus fuerzas también.
Una Provincia como esta-con setecientos mil habitantes y con todos los elementos que encie­rra en su seno, gobernada por un hombre del carácter del Dr. Tejedor, —se dice—es un peligro para la Nacionalidad Argentina.
Y bien; nada mas tenemos que hacer sino cumplir fielmente nuestro programa y llevar a la practica los preceptos constitucionales que descentralizan el poder en la Provincia.—estableciendo las Municipalidades y las Justicias de Paz, como la “carta” lo estatuye.
Entreguemos al Gobierno propio todos los departamentos o Distritos: emancipémosles del tutelage de los Gobernadores, démosles la autonomía a que tienen derecho por la ley fundamental y se hará completamente imposible un nuevo Tejedor.
Todos esos centros—que componen la personalidad política de la Provincia—dirigidos por ellos mismos y responsables de sus actos,—dueños de sus elementos y libres de la acción inmediata del Poder Central, serán entonces una verdadera y sólida garantía de la paz. —Tenien­do que hacer su gobierno inmediato y depen­diendo de su buen juicio y del acierto con que procedan, sus más caros intereses, ya veremos levantarse al elemento conservador tomando una intervención influyente, y al mismo elemen­to extranjero que se encuentre en aptitud por los términos de la ley. —Antes que todo se preo­cuparán y cuidarán de esos intereses, eliminando la intriga política y las evoluciones impropias que ella engendra.
Todo y cualquier gobernante que pretenda lanzarse en aventuras guerreras y comprometer el orden y la paz de la Provincia, al impulso de sus ambiciones personales o de sus sentimientos extraviados,—se encontrará impotente y desar­mado, porque las comunas libres no le han de seguir en sus propósitos ni le han de entregar sus elementos.—El no puede tampoco avasa­llarlas, como ahora, que son gobernadas por sus agentes,—árbitros de la situación en la localidad respectiva,—de manera que solo necesita poner el dedo en el telégrafo para imprimir el movi­miento y la dirección que quiera.—Y es tan cierto esto, que a nadie se le ocurrirá sostener que si la descentralización se hubiera practicado antes de ahora, el Dr. Tejedor no habría podido promover el movimiento insurreccional, que al fin le obligó a descender de su puesto.
No hubiese tenido en sus manos los medios de ejecutarlo, aun cuando lo hubiera proyectado, porque no dispondría de los elementos principa­les que necesitara, y le sirvieron entonces. —La poderosa fuerza policial de la Ciudad seria diri­gida y Gobernada por la Corporación Munici­pal, y del mismo modo en las otras localidades —elementos que, como se sabe, fueron la base de su resistencia y de sus planes.
Y aquí tenemos, Señor, una prueba elocuente de las consecuencias y de los inconvenientes de la centralización.
Los Convencionales del 73, hombres distingui­dos que habían gastado mucha parte de su vi­da en la dirección de los negocios públicos y en el estudio de los problemas políticos, alecciona­dos por dolorosas experiencias, se preocuparon como era natural y desde el primer momento, de la solución de estas cuestiones sobre el Gobierno propio, para darle la mayor garantía.
Gobernantes voluntariosos y mal inclinados, habían hecho sentir, mas de una vez, sobre el Pueblo, los perniciosos efectos de la centraliza­ción. Interviniendo en todas partes, llevando su acción a todas las Localidades, gobernándolas a su voluntad por medio de sus agentes, su auto­ridad era inquebrantable y todo lo dominaban y lo podían avasallar, sin encontrar resistencias eficaces.
La descentralización era reclamada por el Pueblo, que sintiéndose con aptitudes para di­rigir por si mismo los negocios comunales no quería permanecer bajo la tutela de un poder que todo lo absorbía.
La Constitución del 73, respondió a esas legíti­mas aspiraciones y sancionó la autonomía de las comunas, emancipándolas de aquella intervención nociva, que ahogaba la iniciativa y debili­taba su actividad.—librando su suerte y su des­tino a la voluntad de un gobernante.
Así aseguraba la libertad con el orden. —Ni una ni otra quedaban dependientes del mal gobernante. —Las colectividades comunales, due­ñas de sí mismas y responsables de sus actos, serian las primeras en trabajar una situación normal que les asegurase sus derechos, impul­sando el progreso y el desenvolvimiento de sus legítimos intereses.
Descentralicemos, pues, en la Provincia y ha­bremos conjurado todo peligro para el porvenir pero no centralicemos al mismo tiempo en la Nación, incurriendo en contradicciones inexplica­bles y engendrando el mismo mal con mas gra­ves consecuencias.
Pero la solución que damos a este problema político, no contestan los sostenedores, es la solución que la historia y la tradición nos aconseja; —Buenos Aires, es la capital tradicional e his­tórica de la República Argentina.
Esto no es exacto, y parece increíble, Sr. Pre­sidente, que algunos espíritus distinguidos hagan tan lamentable confusión de ideas.
En primer lugar, es un malísimo sistema tomar la tradición como razón suprema y decisiva para la resolución de estos problemas de alta filosofía política. —Es de la escuela conservadora, y aún puedo llamarla estacionaria, que se levanta todavía al frente de la escuela racional y liberal.
La tradición, tomada en ese sentido, quiere mantenernos con la vista fija en el pasado, únicamente, sin dirigirla un momento al porvenir, ­quiere ligamos con vínculos inflexibles a situa­ciones y épocas que han desaparecido, levantan­do una barrera en el camino del progreso y des­conociendo las exigencias modernas.
No es el sistema que nos conviene adoptar si queremos avanzar francamente en el sendero que nos señalaron nuestros mayores, cuando lu­chaban entusiastas e iluminados por grandes esperanzas, para quebrar la dominación monár­quica y legarnos una Nación viril, que fuera ejemplo en este continente, a los Pueblos que quisieran vivir en la libertad.
“Para mantener las instituciones libres en su verdadero espíritu—escribe uno de los mas dis­tinguidos publicistas americanos—es indispensa­ble hacer una lata distribución del poder políti­co, sin ninguna consideración a las circunstancias que hayan dado origen a la formación del go­bierno. —Este es un gran problema de filosofía política y no una simple cuestión accidental en la historia de una clase particular de instituciones.”
Pero tampoco es exacto Sr. Presidente que Buenos Aires sea la capital tradicional de la Re­pública Argentina, federalmente organizada. Se­ria, y era realmente la Capital del Virreinato; es­to es, la Capital monárquica.
La República Argentina, personalidad política nueva, en la familia de las Naciones indepen­dientes, no existía durante la monarquía españo­la; cuando era una porción, por así decirlo, de los dominios de aquella.
Las Colectividades o los Pueblos que hoy com­ponen nuestra nacionalidad, emancipándose unos tras de otros, tomaban un nuevo ser; o mejor dicho, aparecían recién a la vida propia, con una personalidad política.
La monarquía fue el caos para nosotros, y de allí nada se puede deducir ni desprender razonablemente.
Ninguna vinculación legal, que tome punto de partida en la monarquía,—puede invocarse respecto a los Pueblos que formaron mas tarde la República Argentina.
Con la emancipación, con la nueva vida, aque­lla vinculación desapareció.
Las necesidades y las exigencias de la lucha heroica que sostenían para asegurar su independencia y su libertad, les mantenía necesa­riamente unidos y bajo la dirección accidental y provisoria de aquel que con mayores elemen­tos podría afrontar la cruzada benéfica para todos;—pero siempre se reconocieron recípro­camente sus derechos y su autonomía, limitándose a una simple invitación cuando querían legalmente vincularse. —Y Buenos Aires el primero, Señor Presidente, que aceptaba esas ideas y respetaba aquellos derechos. —y son tal exactas estas apreciaciones, que constituyéndose separadamente el Paraguay y las Provincias del alto Perú, fueron por todos respetadas y han permanecido independientes. Era indudable que a las Provincias convenía una vinculación seria para formar entre toda una Nación fuerte y respetable en el exterior. —Colectividades relativamente débiles, necesitaban del apoyo recíproco para desenvolverse bien,—y la analogía de sus propios intereses les impulsaba en ese sentido.
Buscaron pues, de continuo, aquella Unión le­gal, pero queriendo conservar la mayor suma de su autonomía—si se me permite esta frase—se inclinaron decididamente a una organización federal.
No seria eficaz una federación pura, y acep­taban el sistema mixto de la América del Norte y de la Suiza. Transaban, como allí, la idea fe­deral y la idea unitaria; pero la primera, con su tendencia descentralizadora, quería predominar siempre en la combinación. -Solo se constituía un Poder general y superior, a fines expresamen­te determinados, dejando a las Provincias con todos los derechos autonómicos, cuya delegación no fuese indispensable a la Autoridad Cen­tral.
Como ya se ha visto, todas las organizaciones unitarias que se intentaron al principio, fueron abiertamente rechazadas por los Pueblos, sien­do la causa de graves y lamentables perturba­ciones que fatalmente retardaron la Unión.
La organización unitaria exigía como cabeza el centro mas poderoso, y Rivadavia se la dio. —Rivadavia cayó con su sistema.
Malas pasiones y peores propósitos impulsa­ron a un caudillo militar y preponderante en 1853, a gravarla en la Constitución federal que bajo sus auspicios se dictaba, y esa Constitución tuvo que ser corregida borrándose aquella cláusula.
¿Cuando ha sido, pues, Buenos Aires, la ca­pital de la República Argentina, reconocida y aceptada por los Pueblos, si cada vez y siempre que han querido organizarse definitiva y legal­mente la han resistido, combatiendo tenazmen­te la tendencia centralizadora que en esa solución se entraña? -Podríamos decir, mas bien que es la capital tradicionalmente rechazada por la República Argentina.
Yo reconozco que ha sido la capital de la mo­narquía y del círculo unitario, cuyo Jefe era el Sr. Rivadavia.
Tampoco son un misterio las ideas monarquis­tas de esos señores. Tal vez querían concentrar­lo todo en sus manos, por las responsabilidades de la lucha que dirigían y para imprimirle una dirección mas firme;—tal vez comprendían que en un gobierno monárquico o aristocrático, ellos harían la clase privilegiada y siempre directiva de los negocios públicos. -Pero no obstante sus altas condiciones, sus ideas y sus tendencias meron vencidas siempre por esas masas populares, que procediendo al impulso del sentimiento íntimo de la libertad que se despertaba en naturaleza vigorosa,—salvaron el principio democrático y la revolución emancipadora, ne­gándose a recibir un nuevo dueño.
Pero si Buenos Aires fue la capital monárquica y la capital unitaria, esa es precisamente la razón teórica, como lo dice el señor Sarmiento,­ —para rechazarla en el régimen federal. —Y es inexplicable, repito, semejante confusión de ideas en espíritus bien preparados;—invocar las tradiciones y las soluciones de sistemas comple­tamente antagónicos, para aplicarlos en una Re­pública federalmente constituida.
Lo que es necesario políticamente en aquellas constituciones, tiene que ser un grave inconveniente en la que con índole opuesta se forma.­ Unas quieren concentrar el poder político, y es de su esencia hacerlo así;—y la otra tiende a distribuirlo latamente entre las diversas co­lectividades cuya autonomía reconoce. -Son tér­minos que no se concilian;-que se repugnan y se rechazan.
Y si hemos combatido constantemente un ré­gimen porque no se armonizaba con nuestros sentimientos y nuestras aspiraciones, porque le considerábamos inconveniente y contrario a las instituciones que deseábamos implantar y bajo cuyos auspicios queríamos desarrollar nues­tra vida social y política,—es verdaderamente inexplicable y aún chocante, buscar en las con­diciones en que ese sistema se complementaba, el fundamento para la resolución de un proble­ma que viene precisamente a elaborar el último resorte de nuestra organización política.
Pero es que necesitamos y queremos un go­bierno fuerte-nos contestan.
¿Y qué significa esto de los gobiernos fuer­tes?- qué alcance tiene la frase; ¿hasta dónde va el propósito de la evolución?
Yo no la entiendo bien, señor Presidente, ni puedo explicármela de una manera satisfactoria.
En un País constituido, que tiene por su carta orgánica perfectamente distribuidos los “pode­res” y deslindadas las atribuciones.—yo no com­prendo otro gobierno fuerte, sino el de la ley severa e imparcialmente aplicada, con los ele­mentos necesarios para hacerla respetar.
¿Tiene el Poder Central esos elementos?­.—Acabo de examinarlos en mi exposición anterior, poniéndolos a la vista de todos.—Un gobierno que dispone de la gran parte de la renta de la Nación, y con facultades ilimitadas para mante­ner un Ejército permanente, que puede colocar­lo y distribuirlo a su voluntad, es un “Poder” muy respetable, Sr. Presidente, es una “Autoridad” que siempre se hará obedecer en el ejer­cicio de sus atribuciones. —Nada tiene que temer procediendo legítimamente; toda y cualquiera trasgresión que se pretenda, será sin gran es­fuerzo reprimida. —Acabamos de verlo en estos últimos sucesos.
La tendencia autoritaria se desenvuelve entre nosotros de una manera alarmante. -Son los partidarios de esa escuela que atribuye al “Poder social” derechos absolutos e independientes, sin pensar que solo es un Encargado de armonizar y garantir los derechos de los asociados. —Son los que pretenden la infalibilidad en la “Autoridad suprema” , puesto que sus órdenes deben ser obe­decidas y acatadas sin observación ni control, de ninguna especie. —Allí donde el “Poder” ha­bla y procede, allí estará necesariamente la razón. -Es él que debe dirigirlo todo, que debe impulsarlo todo, porque es él que mejor piensa y obra también.
No es esta nuestra teoría, ni ha de ser, por cierto, la de todos aquellos que, amando since­ramente nuestras instituciones democráticas y no reconociendo entre nosotros mas soberano que el Pueblo, de quien los gobernantes son simples mandatarios, buscan soluciones distintas a las de aquellos señores, a fin de que esos gobernantes no abusen ni usurpen los derechos de su man­dante.
No desnaturalicemos, pues, la instituciones por­que tanto hemos luchado y tantos sacrificios han hecho nuestros mayores.
Con las vacilaciones inevitables y naturales en un Pueblo nuevo, ellas se han ido radicando paulatinamente,—y en vez de hacer una reac­ción infundada, debemos todos propender a que se desenvuelvan y se perfeccionen, separándoles todo obstáculo en su marcha progresiva. —y el medio mas seguro de conservar una forma esta­blecida—dice un notable publicista que acaba de escribir un bello libro sobre la teoría del Es­tado—es evitar todo abuso de la Autoridad para que ella no degenere. —El Poder legítimo tiene poco que temer mientras proceda con justicia y con derecho y no piense sino en el bien público. Es él que por sus desvíos e irregularidades, sue­le minar de continuo sus propios fundamentos, desprestigiando su autoridad moral. Y el abuso del “Poder” es tanto mas temible a medida que disponga de mayores elementos. —Más el “Po­der” es fuerte, más la corrupción es fácil. Para asegurar el Poder legítimo, es necesario impedir a todo trance que él exagere sus facultades, y es indispensable buscarle el contrapeso que preven­ga el arbitrario. —Es un mal amigo de los gober­nantes el que llama a toda contradicción seria y firme, una rebelión o una traición. —Un hombre de Estado sabe aprovechar las mismas fuerzas contrarias, para corregir sus abusos, librarse de errores y redoblar sus esfuerzos en el sentido del bien público.
Mas el Poder es fuerte, mas la corrupción es fácil.—dice el publicista,—y sus abusos son tanto mas temibles a medida que disponga de mayores elementos.
¿Se han detenido a meditar un momento, los sostenedores del proyecto, sobre la estructura que por nuestra carta tiene el “Poder” que por esa evolución se levanta con mas fuerza?
Uno de los problemas que mas han preocu­pado siempre a los Pueblos libres y que quieren realmente vivir en régimen de libertad-dice el publicista argentino Dr. Vicente López, en unas bellas páginas que andan por ahí, y que talvez le han sido inspiradas por la lectura de los in­teresantes libros de los Sres. Fischel y Bagehot —uno de los problemas, decía, que mas han preocupado a los Pueblos que desean ser libres y hacer el gobierno propio, es la naturaleza del “Poder Ejecutivo” y el mecanismo que ha de dársele, para que su acción se desenvuelva de manera que no se haga sentir en el gobierno mas influencia eficiente que la opinión pública.
Es el Ejecutivo el que realmente gobierna, no obstante la separación e independencia que se establece en las cartas orgánicas, “distribu­yendo y deslindando las facultades de los diver­sos Poderes que constituyen la Autoridad gu­bernativa.”
Las funciones judiciales son meramente pa­sivas y en un orden perfectamente limitado.
El Departamento legislativo establece los prin­cipios y dicta las reglas generales.
Es el Ejecutivo que administra, ejecuta y has­ta interpreta la ley al aplicarla; el que hace sentir su acción en todas partes y a cada mo­mento, obrando a su propio juicio. —Adminis­trar, interpretar y aplicar la ley, es gobernar efectivamente. —Es el Ejecutivo que invierte la renta, distribuye los servicios, elige y nombra la gran parte de los empleados y se encuentra, por consiguiente, en aptitud de halagar casi todas las aspiraciones, de prodigar favores, conquis­tar voluntades y satisfacer una multiplicidad de intereses y pretensiones de todo género.
Su influencia puede desarrollarse de una ma­nera poderosa, porque como he dicho antes, es su acción y su mano que se vé, que aparece y se siente en todas partes y a cada momento, en las corrientes de la vida política y social. —Y tan es así señor Presidente,—que se habrá observado como entre nosotros para la generalidad de las gentes—que no se detienen a meditar y estudiar nuestro mecanismo político y nuestra organización constitucional—el Gobierno en el sentido lato de la palabra, es el Poder Ejecutivo, tan­to en el orden provincial como en el nacional. —La acción y la influencia de los otros Departa­mentos o ramas del “Poder público” pasan de­sapercibidas y sin dejar grandes impresiones en el espíritu del pueblo.
Ahora bien Sr. Presidente; el gobierno repre­sentativo, el gobierno del Pueblo por el Pueblo en esa forma, para que no desnaturalice su misión y sea el agente eficaz de las instituciones li­berales,—tiene que ser un gobierno de opinión.
La influencia de esa opinión pública debe ha­cerse sentir constantemente en sus deliberacio­nes. Si los Poderes públicos quedan comple­tamente entregados a su voluntad y pueden fá­cilmente prescindir de aquel control, las insti­tuciones escritas serán subvertidas con la misma facilidad en la práctica.
El gobierno representativo democrático, re­conociendo la soberanía del Pueblo y desenvol­viéndole en sus verdaderas tendencias, no con­siste únicamente en la elección de los mandata­rios, dejándolos después completamente libres para obrar según sus juicios y sus propias ins­piraciones. La opinión pública, esa entidad anónima pero soberana, según la misma y bella expresión del Sr. Ministro de Gobierno, tiene el derecho de vigilar constantemente a esos man­datarios y ejercer una verdadera y legítima su­perintendencia.
Si los gobernantes pudieran y tuvieran el de­recho de prescindir de aquella influencia, y obrar según su propia y soberana voluntad—no seria en definitiva el pueblo que dirigiría sus mas grandes intereses.—pues despojado así y absolutamente de su soberanía—durante el pla­zo mas o menos largo, fijado al periodo de aquellos—sus legítimas aspiraciones y exigencias tendrían que limitarse a una súplica, esperando una gracia del omnipotente.
Cómo debe ejercerse la influencia de la opi­nión, especialmente sobre ese “Poder” cuya acción es tan sensible y eficaz en los intereses sociales, es la cuestión que presenta el publicista citado.
Tres son los Países que deseando asegurar las instituciones liberales, la han resuelto de distinto modo. La Inglaterra y la Suiza en Euro­pa y los Estados Unidos en América;—la pri­mera estableciendo el Ejecutivo parlamentario —la segunda haciéndole colegiado y anualmente elegido por la Asamblea y los Estados Unidos haciéndolo unipersonal, y por elección del pueblo en cada periodo, que es fijo e inalterable. El gobierno de Gabinete—que también se dice así en la Inglaterra, es tal vez y sin talvez, el que está mas vinculado a la opinión pública y el que mas obedece a sus influencias y a sus cambios—como cambian y se renuevan sus in­tereses, sus necesidades y sus exigencias.
Los SS. DD. deben saber que el Gabinete de­pende allí del movimiento parlamentario, y du­ra tanto tiempo cuanto le acompaña la mayoría. Una vez que esta le abandona, ya no tiene dere­cho a gobernar, y es del seno de esta mayoría que surge el nuevo ministro.
Se cree y con razón, porque esta es la pre­sunción aceptable, que la mayoría parlamentaria representa e interpreta la opinión del País, en los momentos en que se manifiesta.—y allí solo tienen título para gobernar los que han conseguido o atraído esa opinión;—el “poder” viene a ser un premio para los que han bien in­terpretado y respondido a las legítimas aspira­ciones que el pueblo siente, según la corriente de ideas en que se encuentra.
Y he dicho que son ellos los que solo tienen derecho a gobernar, porque,—como lo sabrán también los SS. DD.—es allí donde realmente “el Rey reina pero no gobierna. El Monarca -di­ce un escritor inglés—dirige los honores, pero la Tesorería dirige los negocios públicos”.
La composición del Ejército Suizo y la for­ma de su elección, a tan breve plazo.—la vincu­la también de un modo serio a la opinión pú­blica. Su influencia se puede ejercer y se hace sentir fácilmente.
La Constitución Americana, y la nuestra que le sigue, han entregado al Pueblo directamente la elección de su Ejecutivo impersonal, y digo directamente, porque se entiende y se hace en la práctica imperativo el mandato que reciben los electores. Pero una vez nombrado el Presi­dente de la Nación, la opinión pública no tiene una forma orgánica—un resorte constitucional que la mantenga con una influencia verdadera­mente eficaz sobre su elegido, obligándole a se­guir en sus corrientes, o a separarse del puesto en que ya no inspira confianza o no ha mani­festado las aptitudes necesarias para desempeñarle debidamente.
El Jefe del Ejecutivo es el árbitro de su situación y de su política,—si puedo hablar así—du­rante el periodo de su administración.
Escuchará, o no atenderá los ecos de aquella opinión, en la forma extra oficial que lleguen a sus oídos, porque encastillado en su puesto de plazo fijo e inalterable, como dice el escritor ar­gentino, podrá seguir sin responsabilidad efec­tiva, su política personal y sus propias inspira­ciones. Sus ministros son sus agentes, que de­penden solamente de su voluntad, y muy poco o nada tienen que temer, tampoco, respecto de su puesto, mientras sean del agrado y de la con­fianza de su Jefe.
No digo que aquella opinión siempre sea impu­nemente menospreciada, y que su poder moral no se haga sentir algunas veces sobre el ánimo del gobernante, conteniéndole en sus extravíos; pero es la verdad, que no tiene un medio perfec­tamente eficaz para imponerse e impulsar el mo­vimiento político y administrativo, como en el mecanismo inglés. Debemos, pues, cuidar mu­cho de que ella se conserve, siquiera sea con esa fuerza moral, evitando a todo trance que pueda ser fácilmente sofocada y dominada por el “Po­der.”
Acaso se me dirá que ahí está el Legislativo para controlar, acusar y destituir al mal gober­nante; pero, señor Presidente,-¿acaso no conoce­mos la ineficacia de esas medidas y las grandes dificultades que se tocan para adoptarlas? El juicio político, considerado como medida extrema, como remedio supremo, -seria y será casi siempre rehuido, porque produciría una verda­dera conmoción en el País. También para fun­darlo se requieren actos verdaderamente delic­tuosos, y el gobernante sin cometerlos, puede llevar una política extraviada, divorciarse con la opinión pública y herir los intereses del pueblo.
Y por fin, señor Presidente.—cuando el Eje­cutivo lo quiere avasallar todo y se resuelve a imponer su voluntad, contando con los elemen­tos necesarios, fácilmente se anula la acción del Congreso;—y nunca le falta, tampoco, un círcu­lo mas o menos importante que lo apoye vivien­do de su calor y de sus favores.
¿Cuándo hubo entre nosotros un juicio polí­tico? Cuántos Presidentes y Gobernadores han sido acusados y destituidos? Nadie me citará un ejemplo, y no es porque todos nuestros go­bernantes hayan procedido como buenos. Los SS. DD. deben recordar que hemos tenido algu­nos un poco desafectos a los procedimientos re­gulares.
¿Cuándo ha sido un Ministro derrocado por un Parlamento? Sus medidas son rechazadas sus proyectos derrotados, sus actos censurados muchas veces; pero los señores Ministros, encastillados también en sus puestos, no se preo­cupan mucho de esas manifestaciones contrarias y elocuentes de los representantes del pueblo. Y por último, S. Presidente.—es preferible y mejor evitar el abuso, y no esperar a que se pro­duzca para castigarlo.
Los Americanos, con su buen sentido y siem­pre previsores y celosos de sus instituciones democráticas, salvan los inconvenientes señalados tendiendo a descentralizar y evitando todo aquello que puede darle una preponderancia nociva al Gobierno Central, y especialmente al “Poder” mas temible en ese caso,-al Poder Ejecutivo. Y nosotros, que tenemos experiencias mas dolorosas—procedemos, sin embargo, en sentido contrario; queremos fortalecer mas, y mas de todos modos y a todo trance el Poder que tantas veces nos ha hecho sufrir esas experiencias. Dadas las condiciones en que se encuentra todavía República Argentina,—el único centro en donde la opinión pueda manifestar esa fuerza moral ejerciendo un benéfico control,—es esta tan populosa e ilustrada Ciudad,—la misma que se entrega a la acción inmediata de ese “Poder”, que así podrá avasallarla paulatina o rápidamente, sin gran esfuerzo, por cierto.
¿Qué nos queda después de consumada es evolución incomprensible?—¿De qué modo podrá defender el Pueblo,—sin lanzarse en las vías violentas—contra las irregularidades y los extravíos de un “Poder” que tan fuerte se hace, poniendo en sus manos los elementos que debieran servir para bien encaminarlo?
Y recordando siempre los móviles y propósitos de esta ley, que viene para quebrar esta influencia considerada nociva,-que tiene la Provincia de Buenos Aires, y especialmente su gran Ciudad.—desde el momento en que esta se convierta en territorio nacional, habrá desaparecido también la única palabra influyente, la única opinión que puede manifestarse con conciencia ilustrada en los problemas políticos de nuestro País. (Aplausos.)
Y estoy seguro, Sr. Presidente, (y hablo así porque he meditado las cosas, porque he observado mucho los sucesos que se han desarrollado de algún tiempo a esta fecha), estoy, seguro decía, que la ciudad de Buenos Aires, ha de tener durante mucho tiempo un Gobierno Comunal perfecto, un régimen municipal las condiciones que lo establece la “carta” la Provincia, porque vendrían contra sus propósitos, los autores de esta evolución mal entendida:
Si es en esta Ciudad en donde principalmente se anida el espíritu conspirador y hostil a la Nación, si es de aquí de donde parten los rayos que pueden arrojar en un abismo al País, – este Pueblo no puede ni debe tener una vida libre mientras no se corrija y olvide su altanería absorbentes pretensiones.
Con un régimen comunal que la deje un poco libre para recuperar un tanto su influencia y desenvolver sus terribles aspiraciones, –la medida que se resuelve ahora, se haría al fin contraproducente y la autoridad nacional se vería de continuo envuelta en graves peligros y con­flictos.
La Ciudad de Buenos Aires dormirá por mu­cho tiempo el sueño de los condenados, y no exagero, Sr. Presidente al decir, que ella será tratada como fue tratado Paris por el primer Imperio y la Restauración, nada mas que al re­cuerdo de la célebre comuna revolucionaria. (Aplausos.)
Sr. Presidente. - Siendo mi espíritu inquieto, temo por el porvenir de nuestras bellas ins­tituciones, a las que profeso un sincero cariño.
Haremos un gobierno demasiado fuerte, por­que lo dejaremos sin control eficaz y entrega­do a sus propias inspiraciones y sentimientos.
Esto es siempre peligroso, porque es la ten­dencia natural en toda fuerza humana a ensan­charse y desarrollarse ilimitadamente.
Hay algo, decía el celebre Fox, que ofusca, que marea y no permite siquiera distinguir lo legítimo de lo ilegítimo, lo justo de lo injusto, –y este algo es el Poder.
No es el hombre que hace al Poder despótico, es precisamente la naturaleza del Poder que la corrompe y hace tiránico al hombre, porque no todos los espíritus, señor Presidente, pueden librarse de ciertas influencias misteriosas que vienen envueltas en ese placer de las eminen­cias, en esas voluptuosidades del mando, y en esos goces que se sienten en la dominación; –y cuando un hombre se encuentra en la cumbre, en estas condiciones, necesita para no extra­viarse, toda la moralidad, toda la elevación de sentimientos y la austera virtud republicana de un Jorge Washington, y los Washington, Sr. Presidente, no aparecen sino cada tantos siglos ...
Necesito un momento de descanso.
[…]
Nuevo cuarto intermedio.
Sr. Presidente. - Invito a la Cámara a pasar a un cuarto intermedio.
-Así se hace, y pocos momentos después continúa la sesión, y con la palabra el orador que la tenia, Dr. Alem ...
Sr. Alem. - Seamos, pues, verdaderamente prácticos y no hagamos estas evoluciones, apro­vechando circunstancias anormales, sin estudiar cuidadosamente nuestra vida política en todos sus detalles.
¿Quienes son los que han querido siempre traer a sus manos los elementos poderosos de esta Provincia, capitalizándola? –Un monar­quista y tres generales triunfadores en guerras civiles, tres espadas dominadoras, tres caracteres habituados al mando sin control y sin observación, por la propia educación que reciben. –La severidad de la ley y de la disciplina militar forma necesariamente aquellas tenden­cias dominantes; –la educación hace una se­gunda naturaleza, y mientras mas alta es la je­rarquía, mas la tendencia se acentúa y el “man­do” se ejerce de una manera absoluta.
Yo no soy enemigo de los militares, y mas de una prueba de mi aprecio les he dado defen­diendo en el Congreso Nacional sus legítimas aspiraciones; pero comprendo señor Presidente cuán peligrosa suele ser la gloria de un militar afortunado.
Napoleón I suprimiendo la libertad en Fran­cia, era sin embargo aplaudido y admirado por su pueblo, a quien tenia ofuscado con el brillo de su gloria, conduciéndole lleno de entusiasmo a la batalla y a la muerte, para dominar a los otros del Continente.
El General Jackson,–hombre de carácter atrabiliario y violento y de capacidades muy medianas, en un pueblo mucho menos impresionable y accesible a esos entusiasmos,–fue sin embargo elegido dos veces Presidente de la Unión Americana, nada mas que por haber ganado una batalla ante los muros de la Nueva Orleans.
Con profundo dolor he oído uno de los últi­mos argumentos que se hacía n para sostener esta evolución, y que entrañaba una verdadera y terrible ofensa para la propia Patria.
“Si echamos la vista sobre el continente ame­ricano, decía el miembro informante en el Se­nado Nacional, vemos que de aquel opulento virreinato de la España, son dos las Nacionalidades que propiamente existen.– la nacionali­dad que representa el Gobierno de Chile sobre el Pacífico y la nacionalidad que representa el Imperio del Brasil sobre el Atlántico. “Las dos únicas nacionalidades que hoy se manifiestan acentuadas son, como he dicho, Chile y el Bra­sil, y las dos han soportado dos grandes guerras nacionales con sus perturbaciones internas, y a las dos las hemos visto salir triunfantes”
¿Tan pronto se habrá olvidado, señor Presi­dente, y por sus propios hijos, el brillante papel que ha desempeñado la República Argentina en aquel terrible drama de la guerra del Paraguay, adjudicando únicamente al Imperio del Brasil el honor y la gloria de la jornada?
¿No fueron los argentinos los primeros en el peligro, enseñando a las tropas bisoñas y poco viriles del Imperio, la condición de la batalla y el camino de la victoria?
La República Argentina derramaba allí a to­rrentes la sangre generosa de sus hijos, y gas­taba sus tesoros, y sofocaba al mismo tiempo una serie de rebeliones que algunos espíritus extraviados promovían, queriendo aprovechar esa situación extraordinaria.
Su vigor y su vitalidad alcanzaba para todo. Mantenía enhiesta la bandera en aquellos famo­sos “esteros” y salvaba sus instituciones de los conflictos que las amenazaran en su propio seno.
Y quién sabe, señor Presidente, – si hubiéra­mos tenido un “Poder en las condiciones en que hoy se busca, quien sabe cuál seria nuestra si­tuación actual; – hubiéramos salvado indudable­mente el honor en el exterior, pero acaso hu­biésemos perdido las libertades en el hogar que­rido que nos levantaran nuestros ilustres mayo­res. (Aplausos en la barra.)
“Las complicaciones externas que nos amena­zan, hacen necesario una concentración del Poder para vigorizar su acción,” –se nos observa también por aquellos señores.
Buenos Aires es el punto negro; en las otras Provincias la fidelidad nacional acaba de ser probada.
Otra injuria para este noble pueblo, Señor Presidente.
Buenos Aires siempre ha sido el primero en las grandes cruzadas de la Patria; el primero en la gloriosa epopeya de la emancipación; el pri­mero en esa memorable campaña del Paraguay. Allá iban llenos de contentamiento y entusiasmo sus “guardias nacionales”.
Aquí no aparecieron resistencias ni “motines”, ni era necesaria la fuerza de línea para custo­diar los “contingentes”. Y fueron los primeros, repito; esos brillantes guardias nacionales, que iniciaron el combate en Yatai con aquel famo­so regimiento “San Martín”–¡que presentaban en seguida su pecho descubierto, en el “Paso de la Patria” a los fuegos terribles de un enemigo oculto en las espesuras de los montes, y que formando brigada con las aguerridas “tropas de línea” regresaban diezmados por la metralla en el “Boqueron”, después de haber clavado la bandera de la patria sobre las trincheras enemigas! (Bravos y aplausos en la barra.)
No, Señor Presidente, no necesitamos modi­ficar nuestras instituciones, ni cambiar nuestro sistema para afrontar una guerra exterior. Ya la hemos sostenido, la mas penosa de los tiempos modernos en este continente, y ya se ha proba­do lo que es la República Argentina en sus difí­ciles momentos.
Nuestro sistema es bueno; – las desgracias y los disturbios que lamentamos algunas veces, provienen de las desviaciones que se hacen, por los que tienen principalmente el deber de cui­darlo y practicarlo con lealtad.
Es en el sistema federal, en el que pueden con mas amplitud y facilidad desarrollarse las instituciones democráticas y el gobierno de propios.
Es el que mejor responde a las legítimas aspiraciones de las colectividades, y puedo de Sr. Presidente, el único que perfectamente armoniza con la naturaleza humana y con propia dignidad, porque no es verdaderamente meritorio el individuo o el pueblo, sino cual vive de su propio aliento, desarrolla por sí solo sus fuerzas y carga con las responsabilidades de sus actos.
Son las desviaciones, decía, las que producen aquellas vacilaciones y arrojan aquellas sombras. Esos gobernantes, inmiscuidos continuamente en las combinaciones de la política militante, no solamente descuidan sus deberes primordiales, sino que suelen ser los primeros en abrir el mal camino y desnaturalizar las instituciones, con los procedimientos irregulares que aquellas combinaciones les impulsan.
Hay fenómenos que impresionan verdaderamente.
Provincia que guardan en su seno grandes riquezas naturales, que pueden desarrollar su actividad y vivir, como he dicho, de su propio aliento, vienen sin embargo, a pedir diariamente subsidios al “Poder Central”, porque aquellos debieron y pudieran impulsarlas, por sus condiciones y los elementos de que disponen los primeros que se excusan y con un ego que asombra, se exoneran de toda contribución y de toda carga en las Legislatura que mismos forman y de que hacen la parte principal.
Y cuál es el resultado? Que así marchan viviendo de la protección y al calor del “Poder Central” este ejerce necesariamente una influencia nociva a la autonomía de esos Estados. Y no es un misterio para nadie que de la “ La Casa Rosada” y por medio del telégrafo, se hacen algunas veces gobernadores y congresales. El Presidente de la República, sabrá de ante quiénes serán los Diputados y quiénes lo Senadores. (Aplausos.)
Sr. Presidente. - Intimo a la barra guardar orden.
Sr. Alem. - Los partidarios de la centralización se equivocan en los resultados que esperan cometen un grave error filosófico en sus apreciaciones.
La concentración del poder no produce ese vigor y esa mayor vitalidad en un País. Tendrá a su disposición mayor cantidad de elementos pero la fuerza de éstos se debilitará paulatinamente, porque así se debilita su propia iniciativa su propia actividad, que es el impulso verda­dero del progreso.
La centralización, atrayendo a un punto dado los elementos mas eficaces, toda la vitalidad de la República, – debilitará necesariamente las otras Localidades; y como dice muy bien La­boulaye, es la apoplejía en el centro y la pará­lisis en las extremidades. Y es necesario que los hombres públicos, los políticos previsores no olviden que la apoplejía en política suele lla­marse revolución.
Si, concentración y revolución son dos pala­bras de una misma data, son dos nombres de una misma enfermedad.
La misión del legislador moderno es precisa­mente en sentido contrario al en que van los autores de esta evolución; – consiste en desen­volver la actividad del individuo, de la familia, de la asociación, del Distrito, del Departamento y de la Provincia en toda la República, teniendo presente que el Estado es un organismo viviente y que la fuerza de todos sus miembros es la fuerza del cuerpo entero.
La centralización tiene además este gravísimo inconveniente: que como trae todos los elemen­tos y la vitalidad del País a un solo punto, cuan­do ese punto vacila, cuando hay un sacudi­miento, toda la Nación se conmueve profunda­mente: No tiene fuerzas convenientemente dis­tribuidas; allí está todo, – allí está el corazón: allí se da el golpe a toda la nacionalidad.
“Siempre que encontramos un gran Imperio, decía el senador Rocha, encontramos una gran Capital”; y nos llevaba a Ninive, a Babilonia, a Roma, en la antigüedad, y a Paris, a Londres, a Berlín, en los tiempos modernos.
Y bien: ¿qué ha sucedido? Lo que tenia que suceder necesariamente: cuando todo está con­centrado, cuando todo el Imperio está en esa gran Capital, de cualquier modo que se corrom­pa, de cualquier modo que se descomponga, se habrá descompuesto todo el Imperio.
Dominad, invadid, conquistad la Capital, y habréis concluido con la Nación entera.
Y así lo tenéis: una vez Roma avasallada, to­do el Imperio cayó; una vez Paris dominado por los Prusianos, la Francia apareció impotente.
“El golpe de estado de Napoleón III en Paris decidió de la suerte de la Francia.”
“La centralización es la tendencia moderna, –nos dicen como el último y supremo argumento– y nosotros, no tenemos por que apar­tamos de ese movimiento de las Naciones civilizadas del continente europeo.”
Siempre nos lleva a tomar los ejemplos allí.
Se observa en esta ocasión un fenómeno singular. Somos una República federalmente constituida y hemos tenido siempre por modelo aquella cuya organización copiamos.
Siempre, en cualquier caso y en cualquier duda hemos ido a inspiramos en sus ejemplos y ilustrarnos en sus comentadores. Y esto era natural, puesto que habíamos adoptado el mismo sistema; – y ahora que tratamos precisamente, de hacer la última solución y por la cual puede resentirse todo el sistema, según la forma y la condiciones en que la hagamos, es el momento en que abandonamos al maestro y nos separamos completamente de sus doctrinas.
Vamos a inspiramos en la monarquía, y llegamos hasta invocar, como se ha hecho en esta Cámara, las opiniones y los sistemas de los déspotas más voluntariosos y sombríos, cuyos nombres registra la historia de las Naciones.
Pero tampoco es exacta. Sr. Presidente, aquella afirmación; no hay tal tendencia centralizadora en los pueblos.
La evolución de la Alemania y de la Italia que la vienen repitiendo desde 1860, es un hecho que tiene su explicación, sin violencia. El Sr. Mármol ya se los observaba entonces, con razón. En un continente monárquico y al frente de “Imperios” poderosos, guerreros y conquistadores, – la Italia y la Alemania reconstruían su antigua unidad. Y así mismo habría mucho que decir respecto a la espontaneidad del acto en la segunda, atento el poder militar que ostentaba la Prusia y la política que desenvolvía.
Eran pequeñas monarquías, que se agrupaban y hacían una monarquía mas grande, y nada mas. No había modificaciones en el régimen lamentable de los pueblos.
Se ha hecho, pues, una confusión con esa necesidad de las grandes agrupaciones, que sintieron las comarcas débiles y siempre alarmadas ante, esa célebre política del equilibrio continental,­ – de esa ironía sangrienta, programa de los déspotas que quieren avasallado todo, y levantan el derecho de conquista,– de esa política funesta que trae los desgarramientos de la noble y mártir Polonia y las santas alianzas de los Reyes contra los derechos de los pueblos.
Preguntemos todavía a la Hungría si quiere, permanecer bajo la dominación austriaca; preguntemos a esa infeliz Polonia si quiere seguir triturada; interroguemos a la Irlanda si no quien ser autónoma.
¿Pensamos nosotros, por ventura, reconstruir el antiguo virreinato, anexándonos a Montevideo al Paraguay y a Bolivia?
Podría haber alguna exactitud en el argumen­to, si se nos dijese y se nos demostrase que son los Pueblos los que quieren desprenderse de los pocos derechos que tengan y entregar al Poder Supremo las limitadas facultades y prerrogativas de que gocen.
//...
/continúa en la 3° parte...

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