noviembre 16, 2009

Discurso de camaradería del Ejército y la Armada (1944)

DISCURSO PRONUNCIADO EN LA COMIDA DE CAMARADERÍA DEL EJÉRCITO Y LA ARMADA
Gral. Edelmiro J. Farrell
[6 de Julio de 1944]

SEÑORES MINISTROS, CAMARADAS:
En la historia, fiel reflejo de la verdad que no destruye el tiempo ni desfigura la pasión, las fuerzas armadas marcharon armónicamente hermanadas en ideales de patria, cerca de la otra fuerza de equilibrio y regulación, el pue­blo, para cuya felicidad se está gestando cuidadosamente la afirmación de sus intereses vitales.
Dichas fuerzas, desde hace un año, tienen sobre sí la res­ponsabilidad del gobierno de la Nación, circunstancia que constituye su más alto honor y que da a esta reunión de camaradería, una significación especial, ya que la más íntima unidad de esfuerzos y de cooperación intelectual, han de ser fundamentales para que las generaciones fu­turas juzguen la realidad de nuestros valores individuales y de conjunto, para ejercer con dignidad y competencia la directa atención de los negocios del país.
El momento presente, crea problemas que se renuevan cada hora, cada minuto. Los países asisten o participan en la tragedia de una guerra que no reconoce fronteras.
Un hálito de angustia domina a todos los espíritus y el porvenir se presenta con el aspecto de lo incierto. La felicidad de la República constituye nuestra obligación más sagrada y ninguna circunstancia justificará un renuncia­miento al compromiso que hemos contraído al realizar la revolución del 4 de junio, de afianzar el presente y ase­gurar el porvenir de nuestros conciudadanos.
Ello deter­mina necesidades superiores que imponen aquietar las con­vicciones más íntimas, regular y orientar la acción, para entregar reflexivamente, sin inútiles controversias de doc­trinas, sin vacilaciones ni desconfianza, todo nuestro es­fuerzo, todo nuestro empeño para servir animados del más puro idealismo, al interés superior de la familia argentina.
Cabe expresar con toda amplitud que, dentro de las condiciones generales de este corto tiempo transcurrido, las fuerzas armadas han cumplido en forma digna del mayor elogio, las múltiples obligaciones de sus misiones de militares o marinos y las de funcionarios de la Admi­nistración general. El esfuerzo ha sido superior al de cualquiera otra época y puedo asegurar que el progreso realizado ha de marcar, indiscutiblemente, la iniciación de un período ejemplar desde el punto de vista de la ac­tividad y aptitud de los componentes de las fuerzas armadas, que será motivo de íntima satisfacción para todos nosotros y orgullo de los buenos argentinos que tuvieron fe y apoyaron su acción.
Técnica y administrativamente, el conocimiento de la verdad absoluta y completa, será una revelación que lle­gará al pueblo que, si bien la presiente y aprecia en parte, podrá juzgar y aseguro que aplaudirá sin reservas.
Socialmente, lo realizado está al alcance de todas las mentalidades. En todos los horizontes del país que he re­corrido, sólo se reciben expresiones que exteriorizan un cálido aplauso a la acción del gobierno y puede decirse que a las realidades ya conquistadas, se unen esperanzas que no hemos de defraudar. y así, aspiramos a que en un futuro no lejano cada puesta de sol sea para los hogares argentinos el anticipo de un sueño tranquilo y cada alborada la seguridad de un día de trabajo, de provecho y de paz.
Lejos de mi espíritu está el asegurar que gobernamos con absoluta perfección. Podremos equivocarnos en la ejecución de la obra enorme que realizamos y estamos dis­puestos a corregir nuestros propios yerros; nuestra acción, podrá ser analizada por los espíritus más exigentes y la conciencia más sectaria (que intensificará la crítica no siempre inspirada en el bienestar común), pero no encon­trarán la más remota prueba de que un interés particular haya regido nuestros actos, que sólo tienen por fundamen­tos y por finalidad, la vida más feliz de la patria. En ello va nuestro honor.
No he de negar igualmente, y sea esto en beneficio de lo ya cumplido, que muchos inconvenientes de orden in­terno hemos debido vencer.
Los descontentos con la orientación de esta nueva época de recuperación moral y sentimental argentina, han tra­bajado y trabajan aún por desvirtuar las mejores inten­ciones. Para ello no tienen límites y dentro y fuera del país realizan una prédica, que merecería el aplauso si fuera destinada a fortalecer nuestra situación ante propios y extraños. Parece que subordinan el vivir de la patria y sus connacionales, a su propio buen vivir. Tal conducta no escapará al tribunal popular, cuya conciencia colectiva señalará a los culpables del rumor especioso y la acción malintencionada, fermentos despreciables de los que aún aspiran a obtener el poder, como botín de conquista y no como factor de orden y de progreso.
Los que así proceden, pueden perder toda ilusión de perpetuarse ante su pueblo y desde ya, tengan la seguridad de que sólo quedará de su pasaje, el recuerdo de una vida egoísta y antiargentina. La historia hará justicia, pues su acción será tanto más condenable, por realizarse en estos momentos de intensa evolución del país, que reclama más que nunca, la unión de todos sus hijos.
Felizmente la gran mayoría de los ciudadanos tiene fe en vosotros, camaradas, que estáis probando diariamente, en el ejercicio de la común responsabilidad, que sois fieles intérpretes y cultores de las virtudes de nuestro gran Ca­pitán, que en cada momento de nuestros días, nos inspira con sus ejemplos de desinterés y su inclinación al sacrificio.
Os habéis ganado la voluntad y consideración de un pueblo, que en cierto momento se sintió descreído de sus gobernantes, abandonado en sus aspiraciones e inclinado a cualquier actitud que le prometiera mejorar sus condi­ciones inaceptables a toda reflexión de humana existencia. He tenido anteriormente y refirmo hoy, la fe que me me­recéis como colaboradores eficientes y decididos.
Tened por seguro que la equidad y la justicia no per­mitirá que ninguna circunstancia os quite la adhesión que merecéis.
Por ello, puedo afirmar que en la obra son muchos los que, sin vestir el uniforme ni ceñir la espada nos acompañan con una acción y entusiasmo que nos halagan y nos alientan.
Constituye, en este momento, un motivo de justificada preocupación la situación planteada en el orden inter­nacional.
Tuve ocasión de manifestar el 14 de abril que no ha­bíamos sido comprendidos. Hoy, debo declarar que esa incomprensión no se ha disipado, como hubiera sido nues­tro más ardiente deseo.
La razón de esta anomalía reside, a nuestro juicio, en una deplorable confusión acerca de nuestra conducta en el conjunto de naciones americanas. Sin duda por deficien­cias de información se atribuyen a nuestro país actitudes contrarias a las normas de armonía y cordialidad que han determinado siempre esa conducta en el concierto con­tinental.
Y bien, señores jefes y oficiales: vosotros -como todo el pueblo que en estos momentos me escucha- sabéis que nada está más lejos de la verdad; que la conducta inter­nacional argentina no es fluctuante ni calculada y que responde a una jamás desmentida tradición de honor. Ha sido, en efecto, nuestro país, el tradicional defensor de los grandes principios que integran el derecho público ameri­cano, sancionados en múltiples conferencias y asambleas internacionales.
Entre ellos figura, en primer término, el sagrado princi­pio de la soberanía y la libre determinación de los pueblos.
Afirmamos que la soberanía tiene para nosotros, por tributo esencial, la condición de ser suprema y eterna, de modo que su ejercicio es irrenunciable y que no admite la subordinación a ningún poder extraño a la Nación.
Consentir la limitación de la soberanía o de cualquiera de sus manifestaciones necesarias, equivaldría a negar, a destruir el soplo vital que la define, y a la negación de la patria.
Pero defender la soberanía y custodiarla con celo legítimo y permanente, no comporta en modo alguno un aisla­miento. Mucho menos aún puede significar renunciar al imperativo de la armonía con las naciones de América, porque esa armonía y solidaridad aparece determinada por razones geográficas, por superiores intereses comunes, por afinidades espirituales, por vínculos seculares de tradición, por analogía de orígenes y por identidad de ideales.
Así conciliamos los argentinos el principio de nuestra soberanía intangible y el postulado de la armonía conti­nental; principio y postulado que no se excluyen sino que se complementan y esclarecen en equilibrada comunión. De ello hemos dado pruebas inequívocas y estamos resuel­tos a continuar dándolas, pero no como un imperativo que se nos dicte de fuera y que implicaría un quebrantamiento de la unidad espiritual americana, sino como una actitud espon­tánea y genuinamente argentina. Así esperamos, con serenidad y confianza que se nos comprenda para bien de todos.
Por otra parte, comprometo mi palabra de primer mano datario de la Nación, de que la Argentina no iniciará actos hostiles o agresivos contra ningún país, porque está satisfecha con lo que posee y no necesita conquistar nada para su provecho.
Las posibilidades que tiene en el orden interno y que abarca toda la gama de elementos útiles para la vida de nuestro pueblo, la alejan indefinidamente de cualquier idea en tal sentido; pero aseguro, como soldado, como ciu­dadano y como primer magistrado, que se adoptarán todas las medidas tendientes a una eficiente defensa del patrimonio nacional, que garanticen una absoluta y definida tranquilidad.
Los medios para realizar este objetivo, tendrán todos los matices imaginables, hasta construir con él, en cada sol­dado y ciudadano, el concepto personal, de que todos los habitantes de este bendito suelo son componentes efectivos del gran ejército de la Defensa Nacional.
Ningún país puede sentirse seguro y estar ajeno a las sorpresas accidentales de las agresiones, si no se halla preparado mediante la serena organización de su fuerza, que le otorga la potencia que impone de por sí el respeto.
Al organizar al país dentro de estas normas sanas, equi­libradas y justas con el fin de garantizar la vida y tran­quilidad de sus habitantes, no ofendemos a nadie y menos, nos preparamos intencionalmente.
Quienes nos señalen como enemigos -mencionando es­tos preparativos- se equivocan: nuestra vida es clara y limpia y surge a la luz destacándose en todos sus planos con el carácter impreso a través de la historia y del tiempo, como caballeros, como hermanos, como amigos.
N o predico armamentismo alarmante; no pregono la necesidad del clarín ni la oportunidad del cañón; no debo llevar a mi pueblo por caminos de tragedia y de sangre. Como ustedes, camaradas, pertenezco a la fuerza militar por vocación, pero tengo, como ustedes, respeto por el espíritu civil, porque somos ciudadanos y soldados de una República que no tiene en su historia, ninguna hazaña de armas que pueda confundirse con una agresión por motivos de expansión o dominio.
Hemos despertado, en definitiva, una nueva conciencia nacional que, es serenamente nuestra y profundamente arraigada en la tradición y en la historia. Aspiramos a una recuperación total y en su logro, habremos de agotar todos los medios.
Sintetizando, recomiendo a los camaradas, que mediten sobre cada uno de los párrafos y expresiones de esta alo­cución, compenetrándose del espíritu que guía y orienta la acción del gobierno, que reconoce en ustedes la fuente inspiradora y de sostén que la determina. Toda versión o rumor que contradiga estas palabras, debe ser rechazada como mentira intencional con la exclusiva finalidad de entorpecer la obra emprendida o hacer manifiesto daño a la colectividad.
No necesito exaltar vuestro patriotismo y vuestra fe, porque las considero condiciones indispensables del juramento de militares y caballeros que os señala el objetivo y la finalidad de ser útiles a nuestro pueblo.
He comunicado mi pensamiento de gobernante y de sol­dado. Permítaseme ahora, como una concesión a la conducta impresa a mi labor, expresar mi aspiración por que todos, sin distinción de jerarquías pongamos la mirada y el corazón en nuestros altos destinos, y por que a la sombra augusta de la bandera azul y blanca y con el ejemplo sin tacha de los gloriosos antepasados, sigamos fieles y resuel­tos en la marcha emprendida, que no tiene otro norte, ni habrá quien se atreva a cambiarlo, que el de la felicidad y progreso de la República.
Brindo por vuestra felicidad personal y hago votos por que Dios ilumine nuestros actos en beneficio de los conciudadanos cuya confianza constituye el índice de la responsabilidad que nos corresponde y para que, en el futuro, pueda decir la historia, que, en la época en que vivimos, la patria tuvo soldados que supieron cumplir con su deber.
GRAL. EDELMIRO FARRELL

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