Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos; antecedente de la OEA
José Martí
[3 de Febrero al 28 de Junio de 1890]
LA POLÍTICA INTERNACIONAL DE LOS ESTADOS UNIDOS
El centenario de la Suprema Corte - La Conferencia Americana - Plan de arbitraje del doctor Sáenz Peña
Nueva York, 3 de febrero de 1890
Señor Director de La Nación:
Estaba el teatro de la ópera en Nueva York colgado de pabellones con los escudos de los cuarenta y dos Estados por broches, para recibir en la fiesta magna a los nueve jueces de la Suprema Corte y celebrar con ellos el centenario de la primera reunión del tribunal eminente, que fue el primer martes de febrero de 1790: hoy, a los tres años de puesto en el boletín, ven el caso, porque el tiempo no les alcanzó para verlo antes, los nueve jueces: aquel martes, los cuatro magistrados que recibieron de presidente del tribunal al autor famoso y elegante de la "Alocución al pueblo inglés" levantaron la sesión "por falta de asuntos". De festones y guirnaldas estaba adornado el teatro; la música iba a ser de arte y de pompa; no había persona de viso que no estuviese convidada; se tenía para el banquete de la noche el mejor Madera, que es más para cortar que para beber: venía de Washington el presidente con sus secretarios. Y de pronto se le muere a Blaine una hija, a Blaine, que no hace un mes vio morir de un capricho del invierno, 8 su apoyo, a su confidente, a su primogénito Walker. Y un día después, cuando tenía sobrecogido a Washington las dos muertes súbitas y se decía de salón a salón que la casa en que viven los Blaine es casa fúnebre, húmeda, embrujada, donde un asesino quiso matar a Seward, al secretario de Lincoln en la guerra civil; pasan volando las bombas; sitian con las mangueras inútiles una casa suntuosa; se echa una mujer por la ventana y muere al caer, se ve orando, rodeada de llamas, a la hija del palacio, en su traje de alcoba; bajan los bomberos por la escala a un anciano sin sentido. Es la casa del Secretario de Marina: la que murió al caer, era la madre: la hija, en sus ropas de noche murió quemada. “¿Y mi mujer?", preguntó el anciano, en el cuarto de la Casa Blanca, a Harrison que lo velaba a la cabecera. Harrison calló. "¡Muerta mi mujer!" "¿Y mi hija?" Harrison le dijo: "¡Muerta!"
Las cóleras mayores se aplacaron ante aquel viento de muerte. El padre trémulo, que se veía en su hijo mayor, y en su hija hermosa, y se ve solo, solo en la casa oscura, de pie entre sus ambiciones indomables, sin la que le traía flores a la mesa, sin el que le leía la voluntad en los ojos! ¡Y el rico de Brooklyn, el honrado Tracy, levantóse de su sueño de poderoso, entre dos cadáveres, magullada la mujer, la hija en cenizas! Se habló menos en Washington, se habló en voz más baja, de los temas que en estos días lo ocupan: del baile espléndido del ministro de México a sus colegas de la conferencia de naciones, donde el peruano Zegarra, el primer vicepresidente, llevó del brazo al comedor a la señora del argentino Sáenz Peña; -de la sorpresa con que los delegados norteamericanos a la conferencia, celosos entre sí, han visto a los argentinos y brasileros presentar, brazo en brazo, el certero plan de arbitraje con que Sáenz Peña prepara la paz de los pueblos del sur, por el acuerdo de los que pudieran ver su interés en enconar sus luchas, y burlar, sin ofensa, a los que pretendían darse a la América por únicos árbitros; del punto de decoro diplomático que ha levantado, con los textos y el derecho y la cortesía a su favor, el argentino D. Manuel Quintana, a quien recibió el presidente de la república como enviado diplomático que es, con los discursos y ceremonia de uso, sin que eso le valiera para que se le invitara el día de año nuevo a la Casa Blanca, por no ser, -según mano tiene el decano del cuerpo, el ministro italiano Fava, -miembro del cuerpo diplomático; -de la fervorosa demanda que interpuso ante la comisión de comunicaciones marítimas de la conferencia, el naviero Hughes, cabeza actual de la casa de vapores de Ward, que afirma que sin vapores rápidos no puede haber comercio, y va y viene de Washington sin cesar, explicando la necesidad de las subvenciones, y "lo imposible de ponerse a construir barcos de a setecientos mil pesos sin ayuda del gobierno", y su idea de construir, con la ayuda del gobierno que es de hecho el dinero de la nación, tres vapores para la propiedad privada, tres vapores de a 16 millas por hora, que saliesen de Nueva York, a lo menos cada 20 días, "aunque para el comercio que se puede levantar, con ayuda del gobierno, cada diez días debería salir el vapor o cada siete": y en un párrafo de su peroración, al augurar el éxito del ferrocarril interamericano de Helper, que es distinto del que por Cartagena y Cuzco proyecta el virginiano Parson, ahora, dijo así el naviero: "Y si se ha de ver como al fin se verá, la maravilla de entrar en el tren palacio de Nueva York y bajarse del tren en Buenos Aires, séame lícito ir preparando de antemano esa empresa mayor, con la creación de la línea de vapores que ha de poner más al habla a las dos repúblicas más grandes del mundo". Veremos, dice un diario comentador, veremos si hay subvención, a pesar de que la recomiende la conferencia de la América y quién se la lleva en caso de que la haya: si la casa de Ward, que tiene a su lado a Blaine, y costeó los pasos de las procesiones y cientos de antorchas cuando la elección, -o la línea del Brasil, que tiene los amigos más cerca de Harrison y de los demócratas, -o si la callada no les gana la mano por aquellos países, con su paso de Rodil, que abre y cierra las puertas con llave de oro, esa compañía que con los recursos modernos del comercio, ya que les va faltando el dominio sobre las conciencias, quiere restablecer en América, a modo de red, el poder clerical y la influencia española. O habrá "quien se eche al agua sin muletas",--dice el diario,-"y pruebe que si hay comercio de verdad él bastará para mantener los vapores".-Se habla menos de la "napoleonada de ese felino Fonseca", y se comenta la demora que los republicanos opusieron, por prudencia según ellos, y por amores monárquicos según sus enemigos, al reconocimiento "de una república que venía echando raíces de lejos y en nada se desacreditará con tropezar en sus primeros años con las mismas dificultades de celos de provincia, y espíritu centralizador, y de intereses esclavistas con que acá en el norte tropezamos nosotros". Se habla menos del debate de los senadores sobre el proyecto de ley que convida a los norteamericanos negros a expatriarse, a salir de su patria para siempre, para que no tengan que tratarlos como hombres, y sentarse a su lado en los carros, los norteamericanos blancos.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 20 de marzo de 1890
Señor Director de La Nación:
Estaba el teatro de la ópera en Nueva York colgado de pabellones con los escudos de los cuarenta y dos Estados por broches, para recibir en la fiesta magna a los nueve jueces de la Suprema Corte y celebrar con ellos el centenario de la primera reunión del tribunal eminente, que fue el primer martes de febrero de 1790: hoy, a los tres años de puesto en el boletín, ven el caso, porque el tiempo no les alcanzó para verlo antes, los nueve jueces: aquel martes, los cuatro magistrados que recibieron de presidente del tribunal al autor famoso y elegante de la "Alocución al pueblo inglés" levantaron la sesión "por falta de asuntos". De festones y guirnaldas estaba adornado el teatro; la música iba a ser de arte y de pompa; no había persona de viso que no estuviese convidada; se tenía para el banquete de la noche el mejor Madera, que es más para cortar que para beber: venía de Washington el presidente con sus secretarios. Y de pronto se le muere a Blaine una hija, a Blaine, que no hace un mes vio morir de un capricho del invierno, 8 su apoyo, a su confidente, a su primogénito Walker. Y un día después, cuando tenía sobrecogido a Washington las dos muertes súbitas y se decía de salón a salón que la casa en que viven los Blaine es casa fúnebre, húmeda, embrujada, donde un asesino quiso matar a Seward, al secretario de Lincoln en la guerra civil; pasan volando las bombas; sitian con las mangueras inútiles una casa suntuosa; se echa una mujer por la ventana y muere al caer, se ve orando, rodeada de llamas, a la hija del palacio, en su traje de alcoba; bajan los bomberos por la escala a un anciano sin sentido. Es la casa del Secretario de Marina: la que murió al caer, era la madre: la hija, en sus ropas de noche murió quemada. “¿Y mi mujer?", preguntó el anciano, en el cuarto de la Casa Blanca, a Harrison que lo velaba a la cabecera. Harrison calló. "¡Muerta mi mujer!" "¿Y mi hija?" Harrison le dijo: "¡Muerta!"
Las cóleras mayores se aplacaron ante aquel viento de muerte. El padre trémulo, que se veía en su hijo mayor, y en su hija hermosa, y se ve solo, solo en la casa oscura, de pie entre sus ambiciones indomables, sin la que le traía flores a la mesa, sin el que le leía la voluntad en los ojos! ¡Y el rico de Brooklyn, el honrado Tracy, levantóse de su sueño de poderoso, entre dos cadáveres, magullada la mujer, la hija en cenizas! Se habló menos en Washington, se habló en voz más baja, de los temas que en estos días lo ocupan: del baile espléndido del ministro de México a sus colegas de la conferencia de naciones, donde el peruano Zegarra, el primer vicepresidente, llevó del brazo al comedor a la señora del argentino Sáenz Peña; -de la sorpresa con que los delegados norteamericanos a la conferencia, celosos entre sí, han visto a los argentinos y brasileros presentar, brazo en brazo, el certero plan de arbitraje con que Sáenz Peña prepara la paz de los pueblos del sur, por el acuerdo de los que pudieran ver su interés en enconar sus luchas, y burlar, sin ofensa, a los que pretendían darse a la América por únicos árbitros; del punto de decoro diplomático que ha levantado, con los textos y el derecho y la cortesía a su favor, el argentino D. Manuel Quintana, a quien recibió el presidente de la república como enviado diplomático que es, con los discursos y ceremonia de uso, sin que eso le valiera para que se le invitara el día de año nuevo a la Casa Blanca, por no ser, -según mano tiene el decano del cuerpo, el ministro italiano Fava, -miembro del cuerpo diplomático; -de la fervorosa demanda que interpuso ante la comisión de comunicaciones marítimas de la conferencia, el naviero Hughes, cabeza actual de la casa de vapores de Ward, que afirma que sin vapores rápidos no puede haber comercio, y va y viene de Washington sin cesar, explicando la necesidad de las subvenciones, y "lo imposible de ponerse a construir barcos de a setecientos mil pesos sin ayuda del gobierno", y su idea de construir, con la ayuda del gobierno que es de hecho el dinero de la nación, tres vapores para la propiedad privada, tres vapores de a 16 millas por hora, que saliesen de Nueva York, a lo menos cada 20 días, "aunque para el comercio que se puede levantar, con ayuda del gobierno, cada diez días debería salir el vapor o cada siete": y en un párrafo de su peroración, al augurar el éxito del ferrocarril interamericano de Helper, que es distinto del que por Cartagena y Cuzco proyecta el virginiano Parson, ahora, dijo así el naviero: "Y si se ha de ver como al fin se verá, la maravilla de entrar en el tren palacio de Nueva York y bajarse del tren en Buenos Aires, séame lícito ir preparando de antemano esa empresa mayor, con la creación de la línea de vapores que ha de poner más al habla a las dos repúblicas más grandes del mundo". Veremos, dice un diario comentador, veremos si hay subvención, a pesar de que la recomiende la conferencia de la América y quién se la lleva en caso de que la haya: si la casa de Ward, que tiene a su lado a Blaine, y costeó los pasos de las procesiones y cientos de antorchas cuando la elección, -o la línea del Brasil, que tiene los amigos más cerca de Harrison y de los demócratas, -o si la callada no les gana la mano por aquellos países, con su paso de Rodil, que abre y cierra las puertas con llave de oro, esa compañía que con los recursos modernos del comercio, ya que les va faltando el dominio sobre las conciencias, quiere restablecer en América, a modo de red, el poder clerical y la influencia española. O habrá "quien se eche al agua sin muletas",--dice el diario,-"y pruebe que si hay comercio de verdad él bastará para mantener los vapores".-Se habla menos de la "napoleonada de ese felino Fonseca", y se comenta la demora que los republicanos opusieron, por prudencia según ellos, y por amores monárquicos según sus enemigos, al reconocimiento "de una república que venía echando raíces de lejos y en nada se desacreditará con tropezar en sus primeros años con las mismas dificultades de celos de provincia, y espíritu centralizador, y de intereses esclavistas con que acá en el norte tropezamos nosotros". Se habla menos del debate de los senadores sobre el proyecto de ley que convida a los norteamericanos negros a expatriarse, a salir de su patria para siempre, para que no tengan que tratarlos como hombres, y sentarse a su lado en los carros, los norteamericanos blancos.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 20 de marzo de 1890
2
EL FERROCARRIL INTERAMERICANO Y LA CONFERENCIA PANAMERICANA
Por el telégrafo hemos sabido que las Comisiones de la Conferencia de Repúblicas en Washington han comenzado a presentar sus informes, y a estas horas acaso estarán ya todos prontos para el debate, que no parece haya de ser mucho más empeñado que el que ha habido en el reposo de las sesiones preparatorias de cada Comisión: la mas animada tal vez de todas ellas, fue, según cuentan los díceres, la de la Comisión de Comunicaciones en el Atlántico, cuando uno de los diez delegados de nuestros vecinos, que conoce poco al Paraguay, sugirió que, como era país pequeño, y muy dentro de tierra, y pobre, no quería entrar en gastos para subvencionar los vapores del Atlántico, que, en opinión de la Comisión, han de navegar, en relación a la cantidad que cada nación afronte, con las banderas, sobre esa base distribuidas, de las naciones que los paguen.
Y dicen que se levantó, imponente de figura, el delegado del Paraguay, uno de los padres del Paraguay moderno, el generoso y sensato, señor José Decoud, y en párrafos que resplandecían como oro, dijo que al Paraguay le sobraban a la vez el decoro y el dinero, y que "no se podría prescindir del Paraguay impunemente".
Los díceres cuentan que el discurso fue oído y comentado con respeto. Se ha estado diciendo que era difícil obtener que los delegados norteamericanos asistiesen a las sesiones de las comisiones, o diesen votos terminantes en ellas; --que entre ciertos países de la América Central no había más divisiones, aunque hay más de las necesarias y prudentes, que entre los diez delegados norteamericanos en el asunto de la plata, donde son tres los dictámenes, y todos opuestos; --que en la cuestión de las banderas de los vapores, hubo seriedad entre los delegados de las dos hablas, porque los argentinos insistían en que los buques de la línea subvencionada no llevaran por única bandera la del Norte, como quería el norteamericano, sino las de todas las naciones contribuyentes, repartidas según la suma que aportasen a la subvención total. Y se ha dicho que hubo buenos pases de armas, centelleantes y corteses, entre el puntilloso y capaz delegado Quintana, que sabe de leyes internacionales cuanto hay que saber, y un delegado de la otra habla que se resistía a dar voto sobre ellas, con el pretexto de que la ley defectuosa de los Estados Unidos se oponía a las justicias mutuas que iban envueltas en las opiniones de Quintana: "Pero no se ha de pedir" -dicen que dijo Quintana- "que los países que están más adelantados en leyes internacionales ajusten y rebajen las suyas al nivel de la legislación defectuosa de los menos adelantados".
Ya van saliendo a luz, como decimos, los informes de las Comisiones diversas. Hoy nos trae el correo la noticia detallada del de la Comisión de Ferrocarriles, que fue unánimemente adoptado por la Conferencia. No recomienda la Comisión en particular una u otra de las tres vías que se disputan el porvenir: la que arranca de los Estados Unidos, por México y la América Central, para ladear la del Sur por el Este, -la que llevaría, por el Oeste, de Maracaibo en Venezuela a la Villa de la Concepción en la Argentina, -y la que quiere ir de Cartagena a Cuzco, a entroncar con los ferrocarriles que van briscando, como en justificación de una raza mal comprendida, la metrópoli inca. -Aprueba la Comisión la idea de un ferrocarril interoceánico, y propone los medios con que se pudiera llevar a cabo.
Lo primero sería, a juicio de los informantes, nombrar una Comisión Internacional de Ingenieros, a tres miembros por cada nación, divisible en subcomisiones, con poder de emplear cuantos ingenieros y ayudantes considerase necesarios, para estudiar las vías posibles, determinar su extensión verdadera, estimar su costo respectivo, y comparar sus ventajas recíprocas. A ser posible, el ferrocarril debe pasar por las ciudades principales cercanas a la vía, o construir ramales que lleven a ellas.
En cuanto se pueda, deben utilizarse las vías ya construidas. Luego se solicitarán propuestas de construcción, de la vía entera, o de las secciones Reparadas. La construcción, administración y explotación de la línea será del costo de los concesionarios, o de las personas a quienes éstos encarguen la obra o transfieran sus derechos, con autorización del gobierno respectivo. Los materiales entrarán libres de derechos, pero con sujeción a las disposiciones que se dicten para impedir el abuso de este privilegio. Toda la propiedad real y personal del ferrocarril usada en su construcción y explotación, estará exenta de toda especie de contribuciones. Debe subvencionarse, y ayudarse con concesiones de terrenos y garantías de un mínimum de interés, la construcción de una obra de tal magnitud. Los gastos de la Comisión de Ingenieros serán cubiertos por los gobiernos que determinen tomar parte en ella, en proporción a su población según resulte del último censo, o de acuerdo de los gobiernos, donde no haya censo oficial. El ferrocarril será declarado neutral, para siempre. Serán materia de acuerdos especiales entre los gobiernos participantes, los sueldos de la Comisión, las condiciones de las propuestas, la protección de los concesionarios, la inspección del trabajo, la reglamentación de la línea, la neutralidad del ferrocarril, y el paso libre de las mercancías en tránsito.- Y el último artículo del informe aprobado es éste: -"Tan pronto como el Gobierno de los Estados Unidos reciba noticia de la aceptación de estas recomendaciones por los demás gobiernos, los invitará a nombrar a los ingenieros comisionados, a fin de que se reúnan sin demora".
Firman el informe nuestro delegado Mexía, Cruz por Guatemala, Zelaya de Honduras, Castellanos del Salvador, Guzmán de Nicaragua, Martínez Silva de Colombia, Andrade de Venezuela, Caamaño del Ecuador, Zegarra del Perú, Varas de Chile, Quintana de la Argentina, Valente del Brasil, Decoud del Paraguay, -y por los Estados Unidos, Davis, el ferrocarrilero virginiano, y Carnegie, el dueño de las minas de hierro, que obsequió a la Conferencia hace pocos días con un banquete suntuoso.
[El Partido Liberal. México, 13 de marzo de 1890]
Y dicen que se levantó, imponente de figura, el delegado del Paraguay, uno de los padres del Paraguay moderno, el generoso y sensato, señor José Decoud, y en párrafos que resplandecían como oro, dijo que al Paraguay le sobraban a la vez el decoro y el dinero, y que "no se podría prescindir del Paraguay impunemente".
Los díceres cuentan que el discurso fue oído y comentado con respeto. Se ha estado diciendo que era difícil obtener que los delegados norteamericanos asistiesen a las sesiones de las comisiones, o diesen votos terminantes en ellas; --que entre ciertos países de la América Central no había más divisiones, aunque hay más de las necesarias y prudentes, que entre los diez delegados norteamericanos en el asunto de la plata, donde son tres los dictámenes, y todos opuestos; --que en la cuestión de las banderas de los vapores, hubo seriedad entre los delegados de las dos hablas, porque los argentinos insistían en que los buques de la línea subvencionada no llevaran por única bandera la del Norte, como quería el norteamericano, sino las de todas las naciones contribuyentes, repartidas según la suma que aportasen a la subvención total. Y se ha dicho que hubo buenos pases de armas, centelleantes y corteses, entre el puntilloso y capaz delegado Quintana, que sabe de leyes internacionales cuanto hay que saber, y un delegado de la otra habla que se resistía a dar voto sobre ellas, con el pretexto de que la ley defectuosa de los Estados Unidos se oponía a las justicias mutuas que iban envueltas en las opiniones de Quintana: "Pero no se ha de pedir" -dicen que dijo Quintana- "que los países que están más adelantados en leyes internacionales ajusten y rebajen las suyas al nivel de la legislación defectuosa de los menos adelantados".
Ya van saliendo a luz, como decimos, los informes de las Comisiones diversas. Hoy nos trae el correo la noticia detallada del de la Comisión de Ferrocarriles, que fue unánimemente adoptado por la Conferencia. No recomienda la Comisión en particular una u otra de las tres vías que se disputan el porvenir: la que arranca de los Estados Unidos, por México y la América Central, para ladear la del Sur por el Este, -la que llevaría, por el Oeste, de Maracaibo en Venezuela a la Villa de la Concepción en la Argentina, -y la que quiere ir de Cartagena a Cuzco, a entroncar con los ferrocarriles que van briscando, como en justificación de una raza mal comprendida, la metrópoli inca. -Aprueba la Comisión la idea de un ferrocarril interoceánico, y propone los medios con que se pudiera llevar a cabo.
Lo primero sería, a juicio de los informantes, nombrar una Comisión Internacional de Ingenieros, a tres miembros por cada nación, divisible en subcomisiones, con poder de emplear cuantos ingenieros y ayudantes considerase necesarios, para estudiar las vías posibles, determinar su extensión verdadera, estimar su costo respectivo, y comparar sus ventajas recíprocas. A ser posible, el ferrocarril debe pasar por las ciudades principales cercanas a la vía, o construir ramales que lleven a ellas.
En cuanto se pueda, deben utilizarse las vías ya construidas. Luego se solicitarán propuestas de construcción, de la vía entera, o de las secciones Reparadas. La construcción, administración y explotación de la línea será del costo de los concesionarios, o de las personas a quienes éstos encarguen la obra o transfieran sus derechos, con autorización del gobierno respectivo. Los materiales entrarán libres de derechos, pero con sujeción a las disposiciones que se dicten para impedir el abuso de este privilegio. Toda la propiedad real y personal del ferrocarril usada en su construcción y explotación, estará exenta de toda especie de contribuciones. Debe subvencionarse, y ayudarse con concesiones de terrenos y garantías de un mínimum de interés, la construcción de una obra de tal magnitud. Los gastos de la Comisión de Ingenieros serán cubiertos por los gobiernos que determinen tomar parte en ella, en proporción a su población según resulte del último censo, o de acuerdo de los gobiernos, donde no haya censo oficial. El ferrocarril será declarado neutral, para siempre. Serán materia de acuerdos especiales entre los gobiernos participantes, los sueldos de la Comisión, las condiciones de las propuestas, la protección de los concesionarios, la inspección del trabajo, la reglamentación de la línea, la neutralidad del ferrocarril, y el paso libre de las mercancías en tránsito.- Y el último artículo del informe aprobado es éste: -"Tan pronto como el Gobierno de los Estados Unidos reciba noticia de la aceptación de estas recomendaciones por los demás gobiernos, los invitará a nombrar a los ingenieros comisionados, a fin de que se reúnan sin demora".
Firman el informe nuestro delegado Mexía, Cruz por Guatemala, Zelaya de Honduras, Castellanos del Salvador, Guzmán de Nicaragua, Martínez Silva de Colombia, Andrade de Venezuela, Caamaño del Ecuador, Zegarra del Perú, Varas de Chile, Quintana de la Argentina, Valente del Brasil, Decoud del Paraguay, -y por los Estados Unidos, Davis, el ferrocarrilero virginiano, y Carnegie, el dueño de las minas de hierro, que obsequió a la Conferencia hace pocos días con un banquete suntuoso.
[El Partido Liberal. México, 13 de marzo de 1890]
3
LA CONFERENCIA DE WASHINGTON
LA CONFERENCIA DE WASHINGTON
La América Latina en la conferencia - El arbitraje y los tratados de comercio - El discurso del doctor Sáenz Peña sobre el Zollverein
Nueva York, 31 de marzo de 1890
Señor Director de La Nación:
Boston lee mucho español y aplaude en la versión inglesa la María, de Isaacs, y la Maximina, autobiografía como la María, del español Palacio Valdés. Filadelfia está de guante y colorete, para ver casar al barón de Pappenheim, calvo y chalecudo, con la millonaria Whecler; Louisville, sorbida por la tromba, cae despedazada, con los muros por tierra, las calles hechas ríos, y doscientos muertos. Chicago, en el apuro de la vanidad, anda sin saber cómo salir de la feria del 93, paseando en el elefante, plato en mano; Washington, sorprendida, oye y alaba lo que, sin pompa ni flojedad, han dicho a su hora, los delegados argentinos, el del Uruguay, el del Paraguay, el de Bolivia: la misma Costa Rica, pequeña como una esmeralda, se levanta y dice, después de seis meses provechosos, en que la admiración rudimentaria se ha serenado con el conocimiento real: "Pequeño es mi país, pero pequeño como es, hemos hecho más, si bien se mira, que los Estados Unidos".
Ni es posible ver sin júbilo, porque confirma el poder de nuestros pueblos para su gobierno y desarrollo, la identidad tácita con que, avisados desde el sigilo del corazón por aquel consejero sutil que puede más que la codicia de la tierra ajena o la desconfianza fronteriza, van como uno en lo esencial, por la sagacidad y nobleza características en América de la raza, los pueblos que no han dejado ver al extraño sus ropas caseras, ni las heridas que el hermano les ha hecho, ni sus recelos vecinales; sino que, sin más liga que la del amor natural entre hijos de los mismos genitores, han ido acercándose, en esta primera ocasión, hasta palparse y entenderse, y ver, que cuando ronda la herencia, el primo artero que ha de heredar si los hermanos pelean, hay que salir a la defensa del hermano aborrecido, como los Parellada del drama español del Heren. Viene el primo a recoger la herencia, a ver que los Parellada se odien más, a estimularles, con cuento acá y cuento allá, la cizaña, a echarlos, con invenciones y astucias, uno contra otro, a preguntarles, cuando ya los cree bien envenenados, si la razón social "marcha bien"; )' el segundón generoso le salta al cuello, lo echa por tierra, y con la mano a la garganta le devuelve al primo, empolvado y tundido, la pregunta:
"¿Qué tal marcha la razón social de los Parellada hermanos?"
No es hora de reseñar, con los ojos en lo porvenir, los actos y resultados de la conferencia de naciones de América, ni de beber el vino de triunfo, y augurar que del primer encuentro se han acabado los reparos entre las naciones limítrofes, o se le ha calzado el freno al rocín glotón que quisiera echarse a pacer por los predios fértiles de sus vecinos; ni cabe afirmar que en esta entrevista tímida, se han puesto ya los pueblos castellanos de América, en aquel acuerdo que sus destinos e intereses les imponen, y a que, en cuanto los llame una voz imparcial han de ir con arrebato de alegría, con nada menos que arrebato, los unos arrepentidos, a devolver lo que no les pertenece, para que el hermano los perdone y el mundo no les tache de pueblo ladrón; los otros a confesar que vale más resguardarse juntos de los peligros de afuera, y unirse antes de que el peligro exceda a la capacidad de sujetarlo, que desconfiar por rencillas de villorrio, de los pueblos con quienes el extraño los mantiene desde los bastidores en disputa, u ostentar la riqueza salpicada de sangre que con la garra al cuello le han sacado al cadáver caliente del hermano. Los pueblos castellanos de América han de volverse a juntar pronto, donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide. Sofocan los más grandes rencores, y se nota que se violentan para acordarse de ellos, y obrar conforme a ellos, en la tierra extraña. La conferencia de naciones pudo ser, a valer los pueblos de América menos de lo que valen, la sumisión humillante y definitiva de una familia de repúblicas libres, más o menos desenvueltas, a un poder temible e indiferente, de apetitos gigantescos y objetos distintos. Pero ha sido, ya por el clamor del corazón, ya por el aviso del juicio, ya por alguna levadura de afuera, la antesala de una gran concordia. ¿A qué detalles indiscretos, y gacetilla prematura, si esa es, después de mucho oír y palpar, la lección visible de la conferencia?
Unos piafan, otros vigilan, otros temen, pero todos oyen en el aire la voz que les manda ir de brazo por el mundo nuevo, sin meter las manos en el bolsillo de sus compañeros inseparables de viaje, ni ensayar el acero en el pecho de sus hermanos. Se nota como una cita, y como si los delegados a la conferencia se dijeran con los ojos leales, más que con las palabras imprudentes: "¡hasta luego!". Las familias de pueblos, corno los partidos políticos, frente al peligro común, aprietan sus lazos. Acaso lave la culpa histórica de la conquista española en América, en la corriente de los siglos, el haber poblado el continente del porvenir con naciones de una misma familia que, en cuanto salgan de la infancia brutal, sólo para estrechárselas tenderán las manos.
Ni es hora aún de ver si, después de estos meses de habla andan tan recelosos de México los guatemaltecos como en el norte les han aconsejado hasta ahora que anden; ni se confían tanto en el norte los de Centroamérica corno confiaban hasta ahora; ni si empiezan a ver los centroamericanos que el norte, so capa de ayudar a la unión inevitable de las cinco repúblicas, las divide; ni si de veras quieren lo mismo todos los delegados de Colombia, o desean los colombianos el patrocinio del norte con la vehemencia con que parece solicitarlo el gobierno que se ha de mantener, porque otros sostenes no tiene, con el influjo de los caudales que espera le entren en pago de los derechos, no colombianos, sino americanos, que cediera al cambio de patrocinio. Ni se puede saber todavía si Venezuela tiene la fe de antaño, fomentada por el déspota que lleva aún en el hueso, en el norte que, en pago de la complicidad futura en las casas americanas, y de ayuda en la codicia del canal, había de librarla de obligaciones, y sacarla de peligros, con los pueblos europeos. Ni puede calcularse, por más que se le entrevea, el benéfico influjo de esta reunión de pueblos fraternales, sin preparación y sin intrigas, sobre aquellos que por arrogancia o avaricia hayan pecado, o estuvieran en el riesgo de pecar, contra la fraternidad de los pueblos de América. Pero cuando el delegado argentino Sáenz Peña dijo, como quien reta, la última frase de su discurso sobre el Zollverein, la frase que es un estandarte, y allí fue una barrera: "Sea la América para la humanidad", todos, como agradecidos, se pusieron en pie, comprendieron lo que no se decía, y le tendieron las manos.
Lo visible de la conferencia, lo ha ido el telégrafo contando. Que por urbanidad más que por convicción, han convenido los delegados el recomendar el establecimiento - de vapores subvencionados, porque era mucha la súplica de los navieros, y claro en Washington el empeño político de servirlos, y natural en los pueblos castellanos de América ser dadivosos, y considerados con la gente de servicio de su anfitrión. Que sin caer en este plan o el otro, apoyó el proyecto del ferrocarril continental la comisión donde Blaine puso a su consuegro Davis, que tiene mano mayor en uno de los ferrocarriles que quiere echarse por América, y a Carnegie, el pequeñuelo, de ojos redondos, que paseó a Blaine en coche por Escocia y fabrica lo más del hierro y acero de los Estados Unidos. Que en sanidad, patentes, pesas, propiedad literaria, derecho internacional privado se estudie lo que aconsejó el congreso de Montevideo, que para los delegados y políticos de acá era desconocido, y por mérito y prelación les lleva ahora, no sin mohína suya, la delantera, a punto que los diarios se han dado a estudiar las proposiciones del congreso, y se hacen lenguas de ellas. Pero todo eso era lo menor, y como la cubierta de los objetos reales, que nunca podían ser, por la vigilancia y decisión terminantes de los delegados castellanos, lo que quería el senador Frye, y otros como él, que fuesen; pero pudieran a lo menos llevar cierto vestido que no dejase ver al país lo flaco, sino lo nulo, de las resoluciones que de la conferencia se lograban alcanzar, y difieren tanto de las que de Maine a California propagaron los políticos, cuando las elecciones, que se alcanzarían. Los nombres había que salvar, ya que, por la fuerza y mesura desplegadas, por los pueblos que tenían por inermes, no osó la delegación descompuesta del norte mostrar las intenciones verdaderas. Con el nombre de "tratados de comercio" quedaría cubierto, "ante esta gente que lee de prisa", el ofrecimiento de hacer algo por aumentar el tráfico con los países americanos. Y con el nombre de "arbitraje", que fue el lema con que corría la idea de la tutela continental, contentaremos "a esta gente que lee de prisa", y viendo el nombre recomendado, creerá que hemos llevado adelante la idea. Al arbitraje y a los tratados que era lo de interés local político, llegaban con tiento y miedo, y como queriendo que nunca se llegase. Los tratados, los ha recomendado la comisión. El arbitraje no será, de manos de americanos, el que esclavice a la América.
Mas lo que la discreción manda callar aún sobre las escenas poco menos que dramáticas y de arrogancia saludable, en que un delegado de barba blanca, que lleva en sí el poder y la finura de su tierra, torció del primer arranque las tentativas débiles del famoso secretario de estado, en pro de árbitros permanentes, y predominios encubiertos, sobre el proyecto ejemplar de arbitraje posible y equitativo, escrito de manos argentinas; sobre el acuerdo feliz de la América castellana en todo lo que pudiera ponerle en peligro la independencia y el decoro. puede decirse en lo que hace a los tratados, porque anda de público, y en los hoteles de Washington se comentaba de lleno el día de sesión el discurso de Sáenz Peña y al día siguiente que era domingo, iba como con alas uno de los delegados del norte, para que el traductor, que pasó la noche encorvado, sobre las cuartillas, le enseñase aquellas donde se echa abajo el argumento de que el ochenta y cinco por ciento de lo que viene de la otra América entra libre en el Norte, -donde, calzadas con hechos irrefutables, y luego que resulta la censura de la presentación hábil de las estadísticas norteamericanas se tacha al Zollverein de "ensueño utópico", que los mismos que lo evocaron no habían osado proponer, de "Zollverein con cabeza de gigante", que es frase que basta para tenderlo por tierra, -de, "guerra de un continente a otro", -de consejo vano cuando "no son consejos lo que necesita el comercio", ni se ayuda a la paz del mundo, y al desarrollo natural de los pueblos de América, con "tarifas beligerantes", "¿Pero dijo eso?" preguntaban en los hoteles. "Pero a esa gente no la conocíamos", "Pues no nos han dicho más de lo que merecemos". "¡Si el discurso es lo que dicen no sé con qué plazoletada le va a contestar Henderson!". Y alrededor de una mesa, ya muy entrada la noche, un representante de Bastan, picado en lo vivo, negaba al acto los méritos que veía en él un senador anciano.
Porque no estuvo, a lo que parece, la fuerza del discurso en argüir contra el Zollverein, que está fuera de todo sentido, y con el dedo meñique se echa abajo. sin más que recordar que el alemán, que se saca de modelo, vivió por la política, que es justamente lo que en este caso no ha de ser, -y porque fue la primera forma posible del pensamiento unánime de la unificación nacional, que en Alemania era tendencia justa por ser toda de unos mismos padres, mientras que en América no cabe, por estar poblada por dos naciones que pueden visitarse como amigos, y tratarse sin pelear, pero no echar por un camino, porque una quiere ponerse sobre el mundo, mientras que la otra le quiere abrir los brazos.
Ni en eso estuvo la fuerza del discurso; ni en poner de relieve los yerros económicos del norte, y la puerilidad de pretender que los pueblos a cuyos frutos cierra las puertas se obliguen a comprarle caro lo que les ofrecen barato los pueblos que les abren las puertas de par en par; ni en la claridad con que probó que estaba fuera del programa expreso de la conferencia y fuera de las prácticas internacionales y fuera del interés mismo de los Estados Unidos, recomendar como con el apoyo principal del ministro de México había recomendado la comisión, que se celebrasen tratados de reciprocidad, "porque, si a reciprocidades vamos, ¿ cómo podremos los argentinos conformarnos a ella sino gravando el pino y las máquinas, y el petróleo de los Estados Unidos con el mismo sesenta por ciento con que nos gravan los Estados Unidos nuestras lanas?".
"¿Ni a qué reciprocidad se nos convida, si cuando los argentinos la ofrecimos al secretario Fish, en 1870, nos dijo Fish que los tratados recíprocos eran inconstitucionales y contrarios a la política de los Estados Unidos; si ahora mismo rechaza el congreso el tratado que ajustó con México el presidente Grant, como rechazó el que se había celebrado con Santo Domingo?". En la fuerza tranquila, presente desde las primeras frases, parece haber estado el mérito saliente del discurso de Sáenz Peña; en aquel sentir tan alto la patria en el corazón, que con toda ella se presenta, robusto y orgulloso y con tal fe que nadie la ofende ni la duda, sino que la respetan y juzgan por la energía y poder que infunde en sus hijos; y en el mérito mayor, en cosas de diplomacia, de no dar dictamen que no lleve el hecho al pie, ni adelantar censura que no vaya recta al blanco, ni censurar mucho, y por poca causa, sino cuando la causa sobra, y la censura cae inesperada y merecida, y entra en el pecho hostil hasta el pomo. No en irritar estuvo su fuerza; sino en tundir, -en oponer, sin soberbia, y del primer quite, la pintura de su patria, generosa y próspera, a la de las trabas con que el norte le cierra al comercio de su patria las puertas, -en mantener, cabeza alta, que los Estados Unidos, pletóricos y desdeñosos, han de ver por su plétora, antes de tachar la de otros, y de curar sus malas leyes antes de poner mano en las ajenas, en hablar, como por derecho natural, de la América castellana como una, -y de un vuelo, con las palabras que se necesitan para fabricar una maza, declarar sin provocación ni imprudencia, y sin parecer que lo declaraba, que los pueblos de América son entidades firmes y crecidas, que se conocen plenamente, viven abiertos al hombre en liza libre, y no entrarán en "aventuras peligrosas".
Una semana después cuando el delegado Henderson encomiaba, como única respuesta a Sáenz Peña, el poder y riqueza sobrante de los Estados Unidos, no presidía Zegarra, el primer vicepresidente, ni Romero, su segundo, sino Blaine, pálido.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 9 de mayo de 1890
Señor Director de La Nación:
Boston lee mucho español y aplaude en la versión inglesa la María, de Isaacs, y la Maximina, autobiografía como la María, del español Palacio Valdés. Filadelfia está de guante y colorete, para ver casar al barón de Pappenheim, calvo y chalecudo, con la millonaria Whecler; Louisville, sorbida por la tromba, cae despedazada, con los muros por tierra, las calles hechas ríos, y doscientos muertos. Chicago, en el apuro de la vanidad, anda sin saber cómo salir de la feria del 93, paseando en el elefante, plato en mano; Washington, sorprendida, oye y alaba lo que, sin pompa ni flojedad, han dicho a su hora, los delegados argentinos, el del Uruguay, el del Paraguay, el de Bolivia: la misma Costa Rica, pequeña como una esmeralda, se levanta y dice, después de seis meses provechosos, en que la admiración rudimentaria se ha serenado con el conocimiento real: "Pequeño es mi país, pero pequeño como es, hemos hecho más, si bien se mira, que los Estados Unidos".
Ni es posible ver sin júbilo, porque confirma el poder de nuestros pueblos para su gobierno y desarrollo, la identidad tácita con que, avisados desde el sigilo del corazón por aquel consejero sutil que puede más que la codicia de la tierra ajena o la desconfianza fronteriza, van como uno en lo esencial, por la sagacidad y nobleza características en América de la raza, los pueblos que no han dejado ver al extraño sus ropas caseras, ni las heridas que el hermano les ha hecho, ni sus recelos vecinales; sino que, sin más liga que la del amor natural entre hijos de los mismos genitores, han ido acercándose, en esta primera ocasión, hasta palparse y entenderse, y ver, que cuando ronda la herencia, el primo artero que ha de heredar si los hermanos pelean, hay que salir a la defensa del hermano aborrecido, como los Parellada del drama español del Heren. Viene el primo a recoger la herencia, a ver que los Parellada se odien más, a estimularles, con cuento acá y cuento allá, la cizaña, a echarlos, con invenciones y astucias, uno contra otro, a preguntarles, cuando ya los cree bien envenenados, si la razón social "marcha bien"; )' el segundón generoso le salta al cuello, lo echa por tierra, y con la mano a la garganta le devuelve al primo, empolvado y tundido, la pregunta:
"¿Qué tal marcha la razón social de los Parellada hermanos?"
No es hora de reseñar, con los ojos en lo porvenir, los actos y resultados de la conferencia de naciones de América, ni de beber el vino de triunfo, y augurar que del primer encuentro se han acabado los reparos entre las naciones limítrofes, o se le ha calzado el freno al rocín glotón que quisiera echarse a pacer por los predios fértiles de sus vecinos; ni cabe afirmar que en esta entrevista tímida, se han puesto ya los pueblos castellanos de América, en aquel acuerdo que sus destinos e intereses les imponen, y a que, en cuanto los llame una voz imparcial han de ir con arrebato de alegría, con nada menos que arrebato, los unos arrepentidos, a devolver lo que no les pertenece, para que el hermano los perdone y el mundo no les tache de pueblo ladrón; los otros a confesar que vale más resguardarse juntos de los peligros de afuera, y unirse antes de que el peligro exceda a la capacidad de sujetarlo, que desconfiar por rencillas de villorrio, de los pueblos con quienes el extraño los mantiene desde los bastidores en disputa, u ostentar la riqueza salpicada de sangre que con la garra al cuello le han sacado al cadáver caliente del hermano. Los pueblos castellanos de América han de volverse a juntar pronto, donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide. Sofocan los más grandes rencores, y se nota que se violentan para acordarse de ellos, y obrar conforme a ellos, en la tierra extraña. La conferencia de naciones pudo ser, a valer los pueblos de América menos de lo que valen, la sumisión humillante y definitiva de una familia de repúblicas libres, más o menos desenvueltas, a un poder temible e indiferente, de apetitos gigantescos y objetos distintos. Pero ha sido, ya por el clamor del corazón, ya por el aviso del juicio, ya por alguna levadura de afuera, la antesala de una gran concordia. ¿A qué detalles indiscretos, y gacetilla prematura, si esa es, después de mucho oír y palpar, la lección visible de la conferencia?
Unos piafan, otros vigilan, otros temen, pero todos oyen en el aire la voz que les manda ir de brazo por el mundo nuevo, sin meter las manos en el bolsillo de sus compañeros inseparables de viaje, ni ensayar el acero en el pecho de sus hermanos. Se nota como una cita, y como si los delegados a la conferencia se dijeran con los ojos leales, más que con las palabras imprudentes: "¡hasta luego!". Las familias de pueblos, corno los partidos políticos, frente al peligro común, aprietan sus lazos. Acaso lave la culpa histórica de la conquista española en América, en la corriente de los siglos, el haber poblado el continente del porvenir con naciones de una misma familia que, en cuanto salgan de la infancia brutal, sólo para estrechárselas tenderán las manos.
Ni es hora aún de ver si, después de estos meses de habla andan tan recelosos de México los guatemaltecos como en el norte les han aconsejado hasta ahora que anden; ni se confían tanto en el norte los de Centroamérica corno confiaban hasta ahora; ni si empiezan a ver los centroamericanos que el norte, so capa de ayudar a la unión inevitable de las cinco repúblicas, las divide; ni si de veras quieren lo mismo todos los delegados de Colombia, o desean los colombianos el patrocinio del norte con la vehemencia con que parece solicitarlo el gobierno que se ha de mantener, porque otros sostenes no tiene, con el influjo de los caudales que espera le entren en pago de los derechos, no colombianos, sino americanos, que cediera al cambio de patrocinio. Ni se puede saber todavía si Venezuela tiene la fe de antaño, fomentada por el déspota que lleva aún en el hueso, en el norte que, en pago de la complicidad futura en las casas americanas, y de ayuda en la codicia del canal, había de librarla de obligaciones, y sacarla de peligros, con los pueblos europeos. Ni puede calcularse, por más que se le entrevea, el benéfico influjo de esta reunión de pueblos fraternales, sin preparación y sin intrigas, sobre aquellos que por arrogancia o avaricia hayan pecado, o estuvieran en el riesgo de pecar, contra la fraternidad de los pueblos de América. Pero cuando el delegado argentino Sáenz Peña dijo, como quien reta, la última frase de su discurso sobre el Zollverein, la frase que es un estandarte, y allí fue una barrera: "Sea la América para la humanidad", todos, como agradecidos, se pusieron en pie, comprendieron lo que no se decía, y le tendieron las manos.
Lo visible de la conferencia, lo ha ido el telégrafo contando. Que por urbanidad más que por convicción, han convenido los delegados el recomendar el establecimiento - de vapores subvencionados, porque era mucha la súplica de los navieros, y claro en Washington el empeño político de servirlos, y natural en los pueblos castellanos de América ser dadivosos, y considerados con la gente de servicio de su anfitrión. Que sin caer en este plan o el otro, apoyó el proyecto del ferrocarril continental la comisión donde Blaine puso a su consuegro Davis, que tiene mano mayor en uno de los ferrocarriles que quiere echarse por América, y a Carnegie, el pequeñuelo, de ojos redondos, que paseó a Blaine en coche por Escocia y fabrica lo más del hierro y acero de los Estados Unidos. Que en sanidad, patentes, pesas, propiedad literaria, derecho internacional privado se estudie lo que aconsejó el congreso de Montevideo, que para los delegados y políticos de acá era desconocido, y por mérito y prelación les lleva ahora, no sin mohína suya, la delantera, a punto que los diarios se han dado a estudiar las proposiciones del congreso, y se hacen lenguas de ellas. Pero todo eso era lo menor, y como la cubierta de los objetos reales, que nunca podían ser, por la vigilancia y decisión terminantes de los delegados castellanos, lo que quería el senador Frye, y otros como él, que fuesen; pero pudieran a lo menos llevar cierto vestido que no dejase ver al país lo flaco, sino lo nulo, de las resoluciones que de la conferencia se lograban alcanzar, y difieren tanto de las que de Maine a California propagaron los políticos, cuando las elecciones, que se alcanzarían. Los nombres había que salvar, ya que, por la fuerza y mesura desplegadas, por los pueblos que tenían por inermes, no osó la delegación descompuesta del norte mostrar las intenciones verdaderas. Con el nombre de "tratados de comercio" quedaría cubierto, "ante esta gente que lee de prisa", el ofrecimiento de hacer algo por aumentar el tráfico con los países americanos. Y con el nombre de "arbitraje", que fue el lema con que corría la idea de la tutela continental, contentaremos "a esta gente que lee de prisa", y viendo el nombre recomendado, creerá que hemos llevado adelante la idea. Al arbitraje y a los tratados que era lo de interés local político, llegaban con tiento y miedo, y como queriendo que nunca se llegase. Los tratados, los ha recomendado la comisión. El arbitraje no será, de manos de americanos, el que esclavice a la América.
Mas lo que la discreción manda callar aún sobre las escenas poco menos que dramáticas y de arrogancia saludable, en que un delegado de barba blanca, que lleva en sí el poder y la finura de su tierra, torció del primer arranque las tentativas débiles del famoso secretario de estado, en pro de árbitros permanentes, y predominios encubiertos, sobre el proyecto ejemplar de arbitraje posible y equitativo, escrito de manos argentinas; sobre el acuerdo feliz de la América castellana en todo lo que pudiera ponerle en peligro la independencia y el decoro. puede decirse en lo que hace a los tratados, porque anda de público, y en los hoteles de Washington se comentaba de lleno el día de sesión el discurso de Sáenz Peña y al día siguiente que era domingo, iba como con alas uno de los delegados del norte, para que el traductor, que pasó la noche encorvado, sobre las cuartillas, le enseñase aquellas donde se echa abajo el argumento de que el ochenta y cinco por ciento de lo que viene de la otra América entra libre en el Norte, -donde, calzadas con hechos irrefutables, y luego que resulta la censura de la presentación hábil de las estadísticas norteamericanas se tacha al Zollverein de "ensueño utópico", que los mismos que lo evocaron no habían osado proponer, de "Zollverein con cabeza de gigante", que es frase que basta para tenderlo por tierra, -de, "guerra de un continente a otro", -de consejo vano cuando "no son consejos lo que necesita el comercio", ni se ayuda a la paz del mundo, y al desarrollo natural de los pueblos de América, con "tarifas beligerantes", "¿Pero dijo eso?" preguntaban en los hoteles. "Pero a esa gente no la conocíamos", "Pues no nos han dicho más de lo que merecemos". "¡Si el discurso es lo que dicen no sé con qué plazoletada le va a contestar Henderson!". Y alrededor de una mesa, ya muy entrada la noche, un representante de Bastan, picado en lo vivo, negaba al acto los méritos que veía en él un senador anciano.
Porque no estuvo, a lo que parece, la fuerza del discurso en argüir contra el Zollverein, que está fuera de todo sentido, y con el dedo meñique se echa abajo. sin más que recordar que el alemán, que se saca de modelo, vivió por la política, que es justamente lo que en este caso no ha de ser, -y porque fue la primera forma posible del pensamiento unánime de la unificación nacional, que en Alemania era tendencia justa por ser toda de unos mismos padres, mientras que en América no cabe, por estar poblada por dos naciones que pueden visitarse como amigos, y tratarse sin pelear, pero no echar por un camino, porque una quiere ponerse sobre el mundo, mientras que la otra le quiere abrir los brazos.
Ni en eso estuvo la fuerza del discurso; ni en poner de relieve los yerros económicos del norte, y la puerilidad de pretender que los pueblos a cuyos frutos cierra las puertas se obliguen a comprarle caro lo que les ofrecen barato los pueblos que les abren las puertas de par en par; ni en la claridad con que probó que estaba fuera del programa expreso de la conferencia y fuera de las prácticas internacionales y fuera del interés mismo de los Estados Unidos, recomendar como con el apoyo principal del ministro de México había recomendado la comisión, que se celebrasen tratados de reciprocidad, "porque, si a reciprocidades vamos, ¿ cómo podremos los argentinos conformarnos a ella sino gravando el pino y las máquinas, y el petróleo de los Estados Unidos con el mismo sesenta por ciento con que nos gravan los Estados Unidos nuestras lanas?".
"¿Ni a qué reciprocidad se nos convida, si cuando los argentinos la ofrecimos al secretario Fish, en 1870, nos dijo Fish que los tratados recíprocos eran inconstitucionales y contrarios a la política de los Estados Unidos; si ahora mismo rechaza el congreso el tratado que ajustó con México el presidente Grant, como rechazó el que se había celebrado con Santo Domingo?". En la fuerza tranquila, presente desde las primeras frases, parece haber estado el mérito saliente del discurso de Sáenz Peña; en aquel sentir tan alto la patria en el corazón, que con toda ella se presenta, robusto y orgulloso y con tal fe que nadie la ofende ni la duda, sino que la respetan y juzgan por la energía y poder que infunde en sus hijos; y en el mérito mayor, en cosas de diplomacia, de no dar dictamen que no lleve el hecho al pie, ni adelantar censura que no vaya recta al blanco, ni censurar mucho, y por poca causa, sino cuando la causa sobra, y la censura cae inesperada y merecida, y entra en el pecho hostil hasta el pomo. No en irritar estuvo su fuerza; sino en tundir, -en oponer, sin soberbia, y del primer quite, la pintura de su patria, generosa y próspera, a la de las trabas con que el norte le cierra al comercio de su patria las puertas, -en mantener, cabeza alta, que los Estados Unidos, pletóricos y desdeñosos, han de ver por su plétora, antes de tachar la de otros, y de curar sus malas leyes antes de poner mano en las ajenas, en hablar, como por derecho natural, de la América castellana como una, -y de un vuelo, con las palabras que se necesitan para fabricar una maza, declarar sin provocación ni imprudencia, y sin parecer que lo declaraba, que los pueblos de América son entidades firmes y crecidas, que se conocen plenamente, viven abiertos al hombre en liza libre, y no entrarán en "aventuras peligrosas".
Una semana después cuando el delegado Henderson encomiaba, como única respuesta a Sáenz Peña, el poder y riqueza sobrante de los Estados Unidos, no presidía Zegarra, el primer vicepresidente, ni Romero, su segundo, sino Blaine, pálido.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 9 de mayo de 1890
4
LA CONFERENCIA DE WASHINGTON
El Proyecto de Arbitraje - La Argentina abre el debate - Actitud de Chile - Discurso dramático de Blaine - Quintana y Blaine - La Argentina protesta - El Tratado y sus firmas
Washington, 18 de abril de 1890
Señor Director de La Nación:
¿Qué es lo que se va a tratar en la conferencia de naciones americanas, que la casa de piedra parda, de ancha escalinata, tiene como aspecto solemne? Unos entran con paso recogido, otros con paso batallador. Los delegados yanquis llegan de brazo, cuchicheando, inquietos. Los grupos no son los de todos los días, lánguidos y como compuestos al azar. Los pocos que se hablan, se hablan de veras. El curioso, poniendo atención, puede oír, como centellas que vuelan, los nombres del combate.
"Perú", "arbitramento", "Estados Unidos”, "Argentina", "conquista"; "Bolivia", "Chile". Un delegado de ojos flameantes y perilla militar, le levanta de su sillón, estrujando el número del New York Herald de 12 de abril: -"¿Y para esto me han traído aquí? ¿Para convidarme a la paz, y decirme luego que a la sombra del proyecto de paz, del proyecto de arbitramento, se me van a entrar a cañonazos por mi país bueno, por mi país trabajador, por mi país libre? ¿No dice el Herald, sabedor de lo que pasa entre los suyos, que a ir el arbitraje por donde en Washington se quiere que vaya, tendrá el congreso que dar pronto al ministro de marina los ocho buques que pide, porque "van a necesitar más de ocho buques para mantener la paz entre esos nuestros vecinos del sur, de sesos algo calientes?" ¿No dice el Herald, al acabar el artículo, comentando a media burla lo que se quiere en Washington, que "es un gusto saber que al fin y al cabo los vecinos de sesos calientes del sur nos han de pagar las costas?". En un grupo de secretarios congregados en un diván amarillo, leen la entrevista del World, donde el senador Ingalls, el presidente posible de la república, el presidente temporal del senado, vuelve a decir que es su opinión que "dentro de poco todo el continente será nuestro, y luego todo el hemisferio". "¡Arreglemos --dice- nuestras diferencias de casa; juntémonos de mano el oeste y el sud; y trataremos a esos apéndices del Atlántico y del Pacífico con más justicia que la que gastan ellos con nosotros!" Un delegado norteamericano saca de su cartera, de grandes iniciales de plata, el recorte del Sun donde está lo que la Annual Cyclopaedia dice de Blaine: "que no fue juicioso lo de mezclarse en la contienda de Chile y el Perú; que el republicano Arthur, el presidente que desautorizó a Blaine, y quitó los poderes a sus enviados intrusos, tenía tanto derecho a mantener la política de abstención como Blaine la de entrometimiento; que Blaine quería, desde 1881, echar a los Estados Unidos de "hermano grande" sobre todos los demás gobiernos del hemisferio".
En esto se iban sentando los delegados a lo largo de la mesa de la conferencia. Zegarra, el peruano, preside, un poco nervioso. De un lado tiene al cubano José Ignacio Rodríguez, experto en ambas lenguas, en el arte de despuntar con la traducción hábil las arengas hostiles, y en desenvolver los casos más intrincados del derecho. De otro está Fergusson, el secretario norteamericano, de bigote pomposo y voz marcial, que toma al vuelo el castellano que oye, y lo vierte al inglés como lo suena, sin azucararlo ni ponerle hiel. Por los rincones, la gente menor de la conferencia fuma, se estira el chaleco, se alisa el capuz, habla de damas. Silenciosos, los delegados de habla latina: Henderson, rubicundo, con los labios apretados, preside, al cabo de la mesa, a sus diez delegados que se hablan al oído.
Un niño de calzón corto, que funge de paje, distribuye ejemplares de las resoluciones de la "Unión de Paz Universal" donde Matías Romero, el ministro de México, el vicepresidente de la conferencia, es vicepresidente. Se abre la sesión, en el silencio súbito.
Es el día dramático de la conferencia. Va a discutirse el proyecto de arbitraje. La conferencia ha sido como esas cajas chinas que tienen muchas cajuelas, unas dentro de otras, y a cada una que se quita queda otra cajuela, hasta que de la última sale el misterio de la caja, que era el arbitraje. Será lo que el Herald dice: que el proyecto va a hacer de los Estados Unidos "el alcaide ejecutor de todos los pueblos de Centro y Sur América", -o lo que el delegado argentino Quintana, alma y voz de la comisión del arbitramento, ha dicho en la comisión, de pie, con la voz ardiente, con la mirada decidida : -"ni naciones presas, ni alcaides criminales".
Están vacías las sillas de la comisión. La comisión está en junta. Dicen que traen una adición al proyecto presentado; una adición valiente, que condena a los pueblos conquistadores: dicen que no ha querido firmar la adición el delegado de los Estados Unidos. De entre los norteamericanos, que por primera vez han venido todos y a la hora, se levanta Trescott, el vocero de Blaine; el que fue a amenazar a Chile, cuando salieron de misión él y el hijo de Blaine: el perito de los negocios extranjeros, que no pudo ser presidente de la delegación, porque su pericia, que será lo que sea, "no nos hace olvidar que entregó al sur los secretos del departamento de estado que lo empleaba". Lo emplean, en lo que sirve, porque conoce su parlamento; porque tiene la lengua hábil y voluble: porque sabe, cuando es menester, ponerle trabas y barras a las discusiones. Se levanta Trescott: "¿Por qué tenemos que esperar a esos señores? ¿ Qué tienen esos señores que hacer, que se meten ahora a juntas, y fuerzan a la conferencia a esperarlos cuando lo que ha de hacerse no es respetar el derecho de que están abusando, sino emprender la discusión sin ellos?" ¡Y los señores a quienes no se quiere esperar, y que están en junta en negocios de su cargo, son los miembros de la comisión más importante de la conferencia, de la comisión del proyecto de arbitraje, que Trescott a lanza y tambor, quiere discutir a sus espaldas! Sáenz Peña, el otro delegado argentino, pide, cortés, que la conferencia se ajuste "a los precedentes constantes de esta especie de cuerpos, y aguarde a la comisión ausente en cumplimiento de su deber". Trescott, descompuesto, echándose sobre las sillas que tiene delante, insiste en “que no se les espere”, en que “harto se les ha esperado ya", en que "allá estén si tienen gusto en estar” y echa el índice por el aire, y las guedejas blancas le bailan coléricas, como enaguas alzadas por el viento, alrededor de la coronilla monda. Sáenz Peña, perentorio, demanda que la conferencia espere a la comisión para discutir el proyecto, que "se cumpla con la costumbre invariable con que manda cumplir la cortesía".
Al Perú, que preside, se le monta la voz; y con palabra que tenía su timbre de acero, y sagaz a la vez que airada, decide que se aguarde a la comisión, -a tiempo que entra, a paso vivo, uno de sus miembros, el venezolano Bolet Peraza; y otro, con los bigotes de combate, el portugués Amaral-Valente; y Cruz, el guatemalteco, que ha venido enfermo; y Velarde, el caballero de Bolivia, con la batalla en los ojos, y en las mejillas el fuego de la patria vejada; y Hurtado, uno de los colombianos; y Quintana, el abogado militar, el que le limó los dientes al arbitramento, el que “no soporta alcaides”. Quintana, Velarde, Amaral, se sientan como para ponerse pronto en pie. Amaral pide que sea leído el proyecto complementario que la comisión acaba de traer a secretaría. Y Trescott deja su puesto al cabo de la mesa; cruza la sala, y empieza a hablar, de dedo alto, bajo la barba del presidente: "¡Por eso quería que empezásemos el debate! ¡Ese proyecto no puede leerse, ni la comisión puede presentarlo ahora! ¡Está el arbitraje en discusión, y hasta que no se discuta el arbitraje, nada más se puede discutir!" Amaral alega que el proyecto adicional completa y explica, a juicio de los comisionados, el dictamen primitivo, y es indispensable su lectura, para que se vote a sabiendas. Trescott, floreando las gafas, confirma la objeción. El Perú, con la voz montada de antes, se la desatiende: "¿No ha de tener la comisión informante, en asunto de esta trascendencia, el privilegio de leer un documento explicatorio, que en buena ley de parlamentos se otorga a los simples contendores?" "¡Pero como parte de los discursos!" exclama Trescott desde su asiento. El Perú manda que se lea el proyecto adicional, el proyecto contra la conquista. Trescott renuncia al derecho de apelar a la conferencia, que le brinda el presidente. La secretaría lee entonces, y la conferencia atiende, en silencio profundo.
Del cabo de los del norte, abejean las voces. El Brasil clava la barba en las dos palmas: Bolivia aprieta, alta la cabeza, los brazos del sillón; el Paraguay echa atrás la melena revuelta. Ni en Centro América, que no tiene allí al salvadoreño Castellanos; ni en Colombia, cuya política infortunada y artificiosa se revela en su delegación, descompuesta y estéril; ni en el Ecuador que tiene poco que temer, se ven muestras mayores de desasosiego, Venezuela, inquieta, piensa visiblemente en la Guayana que le quiere arrebatar el inglés. México presencia, pálido e inescrutable.
De los dos argentinos uno escucha inmóvil, otro, el de más años, como si tuviera menos. Un chileno, apoyada la mejilla en una mano, mira a la alfombra roja. Y el secretario lee el proyecto de los cuatro artículos. "En América no hay territorios res nullius"... ¿Res qué? dice volviéndose a los suyos, el norteamericano Estee; el juez Estee, y los suyos, se sonríen. "Las guerras de conquista entre naciones americanas serían actos injustificables de violencia y despojo". "La inseguridad del territorio nacional conduciría fatalmente al sistema ruinoso de la paz armada". "La conferencia tiene el deber de consolidar los vínculos nacionales de todos los estados del continente". "La conferencia acuerda resolver: Que la conquista quede eliminada para siempre del derecho público americano: Que las cesiones territoriales serán insanablemente nulas si fuesen hechas bajo la amenaza de la guerra o la presión de la fuerza armada: Que la nación que las hiciese, podrá siempre recurrir al arbitraje para invalidarlas: Que la renuncia del derecho de recurrir al arbitraje carecerá de valor y eficacia, cualesquiera que fuesen la época, circunstancias y condiciones en que hubiere sido hecha". Hablaban en alta voz, ya al acabar la lectura, los diez delegados del norte. Henderson se levanta, a anunciar que a su hora explicará a la conferencia las razones de los Estados Unidos para negar su firma al proyecto. Y cuando todos los ojos se volvieron sobre Chile, allí estaba el chileno, mirando a la alfombra roja, con la mejilla apoyada en la mano.
Relee en ese instante uno que otro delegado el proyecto de arbitraje, que va a ponerse a discusión. Los más, lo conocen muy de cerca. La batalla previa, en el silencio de las juntas, ha sido mucha. ¿No llamó Blaine a junta secreta, e infructuosa, a México, la Argentina, Chile y Brasil? ¿No quiso luego, en vano, congraciarse, con los pueblos de número, los de menos poder, que en esto han mostrado la unidad y entereza de su corazón? ¿ No echó Henderson sobre la mesa, como quien manda, sin soñar en que se le nieguen, sus demandas del tribunal continuo -de la exclusión de árbitros, que no fuesen de América -de la omisión de la cláusula que redime del arbitraje obligatorio los casos de independencia? "Ni tribunales permanentes, dijo Quintana, ni arbitraje compulsorio, ni forma alguna de arbitraje que por sí o lo que se derive de ella acarree el predominio de una nación fuerte de América sobre los débiles -o no hay arbitraje". Y comenzaron del lado del norte los trabajos de bastidores. "Concederemos, puesto que no podemos vencer: ofrecimos al país el arbitraje y los tratados de comercio; y puesto que saldremos de la conferencia sin los tratados, no podemos salir sin alguna especie de arbitraje"; "ya veremos cómo a última hora, azuzando de aquí y aturdiendo de allá, sacamos un proyecto que no nos ate las manos"; "lo que quieren estos del sur no es tanto obligarse al arbitraje ellos, como obligarnos a los Estados Unidos a un arbitraje en que renunciemos a nuestra supremacía": "a ver si con México, que tiene sus razones, y Chile que tiene las suyas, y nosotros que tenemos la nuestras, y algunos países de Centro América, que van por donde queremos, y Colombia que nos quiere vender el canal de Panamá, le quitamos a los argentinos y a los brasileños, que se la están dando de evangelistas, este plan que componen con el Perú y Bolivia, mordidos por Chile y Venezuela, que no pueden declararse en América contra el precepto que invocan a su favor en Europa, y el Paraguay, que es pueblo romántico, y el Salvador, que es el que en Centro América cabecea, y Haití que nos tiene miedo a los Estados Unidos".
Pero cuando el proyecto del tratado de Quintana salió de manos de la comisión, esto y noventa de primogenituras, era lo que proponía: Que las disputas de los pueblos de América deben resolverse por el arbitraje: Que el arbitraje ha de ser obligatorio en todas las cuestiones sobre privilegios diplomáticos, límites, territorios, que no sean los de indemnizaciones, derechos de navegación y validez, inteligencia y cumplimiento de tratados, o sea todos los casos que no atañan a la independencia de una de las naciones contendientes, en lo que será obligatorio para la que la amenace y voluntario para la nación comprometida: Que deben someterse al arbitraje las cuestiones hoy pendientes, y cuantas se susciten en adelante, aun cuando provengan de hechos anteriores al tratado, siempre que no sean para renovar cuestiones arregladas en definitiva, sino sobre la inteligencia y validez de los arreglos: Que no ha de haber preferencias ni límites para la elección de árbitros, sino que puede ser árbitro unipersonal o colectivo, cualquier gobierno amigo o tribunal de Justicia, o corporación científica, o funcionario público, o simples particulares sean o no ciudadanos del estado que los nombre: Que el tercero en discordia cuando sea por el número de árbitros, ha de nombrarse antes de conocer del caso, y no ha de formar parte del tribunal, sino decidir en los puntos en que haya desacuerdo: Que los árbitros se reunirán en el lugar acordado por las naciones contendientes, o si no lo acordasen estas o disintiesen sobre el lugar, donde los árbitros elijan: Que cuando fuese colegiado el tribunal, no cesará de fungir la mayoría porque la minoría se retire: Que !as decisiones de la mayoría absoluta constituirán sentencia, en los incidentes como en lo principal, a menos que en el compromiso arbitral no se exigiera que el laudo fuera unánime: Que los gastos del arbitraje se pagarán a prorrata entre los pueblos contendientes, y cada uno pagará los de su defensa y representación: Que para separarse de esas reglas, ha de preceder el consentimiento mutuo y libre de las naciones interesadas: Que el tratado de arbitraje durará veinte años: Que lo han de ratificar las naciones que lo aprueben, y se han de cambiar en Washington las ratificaciones el primero de mayo de 1891, o antes si fuere posible: Que cualquiera otra nación puede adherirse a este tratado, sin más que firmar un ejemplar de él, y ponerlo en manos del gobierno de los Estados Unidos.
Y sin ira, y sin desafío, y sin imprudencia, la unión de los pueblos cautos y decorosos de Hispanoamérica, derrotó el plan norteamericano de arbitraje continental y compulsorio sobre las repúblicas de América, con tribunal continuo e inapelable residente en Washington.
-“¡A esos sueños, señor secretario, hay que renunciar!“, dicen que dijo, en conversación privada, Quintana a Blaine.
Y el Evening Post de Nueva York, que estudia y sabe, declara “que las proposiciones de Blaine han sido todas derrotadas”, que el arbitraje de la conferencia no es, como dice el Tribune blainista, “el triunfo de la diplomacia americana”, ofrecido a las comarcas agresivas del oeste, y a los manufactureros menesterosos, que quieren atar por la espalda, con lazos políticos, las manos de los pueblos compradores para llenarles los bolsillos indefensos de cotones a medio pintar y jabones de Colgate, sino “la victoria patente y completa del pensamiento hispanoamericano sobre arbitraje, marcadamente opuesto al pensamiento de los Estados Unidos”.
“El arbitraje acordado-dice el Evening Post- es con poca diferencia, aquel proyecto de alcance y raíz que presentaron juntos, en un día inolvidable ya en la historia de América, el Brasil y la Argentina”.
La Argentina, por su delegado Quintana, se puso en pie, a explicar el proyecto. La voz mandaba, alta y aguda. Los generales en batalla, no fundan sus órdenes. Mientras escribiesen un considerando, el enemigo les llevaría la trinchera. Se le veía el caballo al orador, los cascos nobles e impacientes, la crin revuelta. A sus espaldas, en un gran mapa del océano, le hacía como marco a la cabeza blanca el mar azul. Fulminaba y contendía. No era lo que decía ataque, sino respuesta; ni verba, sino sentido; ni fanfarronada perniciosa, sino indispensable altivez. El que muestra rodillas flacas, ya está en tierra. Ni hay que traer sobre sí a un enemigo a quien no se puede derribar, ni que invitarlo a que se eche encima, con lo flojo de la oposición. Ni mayordomos de raza ajena, ni mayordomos de nuestra raza. No es cuestión de razas, sino de Independencia o servidumbre. Ni pueblos fuertes rubios, para su beneficio y moral, sobre los pueblos meritorios y capaces de América; ni pueblos fuertes trigueños, para su poder injusto, sobre las naciones afligidas de la América del sur. Y vertía, a modo de tajante, sus palabras, como si tuviese agrupadas al pie, defendiéndolas y guiándolas a las naciones afligidas. Las palabras, pocas. Los discursos, están en el timbre y el espíritu. Ni flores de yeso, ni universidades. La elocuencia era de aquella nacida del pensamiento vivo y claro; y del ajuste, como de espada a vaina, de la idea a la forma. Oían, de codos en la mesa, los delegados hispanoamericanos. Los del norte, no abejeaban: -"Ante el derecho internacional americano", dice al romper, "no existen en América naciones grandes ni pequeñas: todas son igualmente soberanas e independientes: todas son igualmente dignas de consideración y de respeto".
"El arbitraje propuesto no es un pacto de abdicación, de vasallaje, ni de sometimiento: antes como después de celebrarlo, todas y cada una de las naciones americanas conservarán la dirección exclusiva de su destino político con absoluta prescindencia de las demás".
Y enseguida: "Ese proyecto no crea un congreso de anfitriones, ni un pacto de confederación americana, en que la mayoría de los areopagitas pueda compeler moralmente, y mucho menos materialmente, al cumplimiento de los compromisos contraídos; sino un pacto de justicia y concordia que no reposa sobre la fuerza del número ni sobre el poder, sino sobre la fe internacional de las naciones que lo apoyan, sobre el sentimiento de dignidad de cada una de ellas; que intentar esta gran obra de la civilización y el derecho es empeño de la fe, del sentimiento y de la responsabilidad del corazón americano, más nobles y eficaces que el poder material de nación alguna por grande y fuerte que sea". "El arbitraje será obligatorio, jamás compulsorio: y si contra todas las previsiones, esperanzas y deseos, el arbitraje fuese indebidamente declinado en algún caso y sobreviniera la guerra entre los pueblos disidentes, a los demás, grandes o pequeños de hecho, pero iguales todos ante el derecho, sólo competiría la triste misión de deplorar el fracaso de las más nobles aspiraciones humanas, sin más autoridad que la de imponer conforme a la ley de gentes sus buenos oficios".
"Con ese espíritu intergiversable suscribe el tratado la Argentina: sin él no vacilaría en retirar su firma del proyecto. Servirán acaso estas ideas para evitar en lo futuro interpretaciones tan arbitrarias como depresivas de la sinceridad de unos, de la dignidad de otros, y de la cordialidad de todos". Y quedaron en el blanco las últimas palabras.
México habló luego. ¡Cuánto se había hablado de México! Unos "¡no entienden a México!" Otros: "México hace todo lo que puede hacer". Otros: "México sabe más que nosotros". México, amable y blandilocuo, va de un sillón a otro sillón, juntando, investigando, callando, y más mientras más dice. Unos no se explican "la prolijidad de Romero". Otro dijo esta frase: "La astucia es de cristal y necesita ir envuelta en paja". Dice otro: "Pero en la conferencia, ni México se ha quedado atrás, ni se ha ganado un enemigo". "Por los resultados hay que ver a los estadistas; por los métodos". "¿Se irá México con Chile, como dicen, y votará contra el arbitraje?" "Dicen que Chile está enojado, porque México ya no va con él". "¿Vota, pues, o no vota?" "¡A saber!". Y cuando Romero desenvuelve su "tiposcrito" como llaman a las copias de la máquina de escribir, el observador présbita ve que está lleno de notas menudas, continuas, copiosas, dobles. Lee como quien desliza. La voz suena a candor.
Debajo de aquella sencillez ¿qué puede haber de oculto? Ni pendenciero ni temerón. Es caso de derecho el arbitraje, y habla tendido y minucioso, como de un caso de derecho. En el preámbulo, como por sobre erizos, pasa por sobre la política. Se complace en que siete naciones de América, entre ellas los Estados Unidos, presenten un proyecto de abolición de la guerra. "Como hombre de paz y como representante de una nación que no es agresiva" se regocija de que para terminar las diferencias que se susciten entre las naciones americanas se reemplace "el medio salvaje de la fuerza" por árbitros semejantes a los que usan los particulares en casos análogos, "aunque con las modificaciones que requiere su carácter de naciones independientes". Pero lamenta no poder ir con los demás delegados, que tal vez van demasiado lejos. No es que México rechace el arbitraje, no, ni es que en las instrucciones de México le digan esto O aquello, aunque él tiene sus instrucciones, "sino que en asunto tan delicado es más prudente dar pasos que si son menos avanzados tendrán la probabilidad de ser más seguros". Deja caer la noticia de que los Estados Unidos han propuesto directamente a México un tratado de arbitraje. En principio, México lo acepta: "la dificultad está en establecer las excepciones". Y se ve el plan del discurso. Ni se dirá que México se opone, ni quedará obligado México. Ciertos artículos le parecen bien, y ciertos no. Y no hay que buscar razones calladas a lo que no acepta, porque él da las que tiene, aunque parezcan nimias. Parezca lo que parezca, con tal que quede servida la patria. El discurso adelanta, artículo por artículo. A las excepciones del arbitraje obligatorio quiere que se añada la de los casos, aunque sean de límites "que afecten de una manera directa el honor y la dignidad de las naciones contendientes". "Sin esa adición, no pueden votar el artículo los delegados de México". No le parece de mucha prudencia incluir en los casos arbitrables las cuestiones pendientes: ¿acaso para contentar a Chile? No cree necesario decir con tanto detalle quiénes pueden ser árbitros: ¿acaso para contentar a los Estados Unidos? Sobre el número de árbitros que según el proyecto será uno por nación, opina que "el caso es nuevo", y puede acarrear injusticia a una de las partes, cuando sean más de dos las naciones que contiendan, y haya muchas de un parecer, con tantos votos como naciones, y otra del otro parecer con un solo voto. Aplaude que el tercero sea nombrado antes de que los árbitros comiencen a conocer del asunto; pero no que se excluya al tercero del tribunal. Sobre lugar, mayoría de votos y reparto de gastos, está con el proyecto. Tacha de superfluo el artículo que deja al convenio libre de las naciones contendoras el derecho de conformar a otras el arbitraje que acuerden. Están bien los veinte años. Pudiera estar mejor lo que se provee sobre la ratificación. En suma, aprobará los artículos "que tenga instrucciones de aprobar", y los que por su sentido general se ajusten a ellas: y sobre los demás, "tal vez le lleguen a tiempo las instrucciones".
Entero, y con voz que iba subrayando, leyó su discurso Chile. No leyó el anciano Alfonso, de palabra abundosá y sutil, sino Varas, el joven de voz insinuante y precisa. Se puso en pie, y el silencio fue súbito. Va a hablar del proyecto contra la guerra, el pueblo de guerra. El senador que pidió la muerte de un prisionero, cuando el conflicto con el Perú, está de delegado en la conferencia; y otro de los delegados es el prisionero, el prisionero argentino que enciende su cigarro y fuma. En la conferencia está el Perú, presidiendo. Está Bolivia, apretándole al sillón los brazos. Está, con los ojos abiertos, el coro de pueblos. Lo que Chile lee es como defensa; habla a manera de quien se siente solo, como que es el único pueblo de América que se niega a votar el arbitraje; no provoca, no flaquea, no ofende. El mérito del discurso está en que, sin cejar de su posición de pueblo ocupante, no da caso a los pueblos ocupados para que le muevan querella, o se den por desdeñados o resentidos. Insinúa que el proyecto de arbitraje, so capa de paz, parece un ataque concertado contra Chile; Chile es el que se da por resentido; con moderación enérgica, con la que convida a que por lo cortés lo respeten, y por lo viril lo tengan en cuenta, y por la ofensa lo satisfagan.
"Tal vez se retarda con ese proyecto-e-dice, acentuando la voz-la paz que con él se intenta conseguir". "Los pueblos --dice- no someten a arbitraje los casos en que ven envuelta su dignidad o decoro, y son los jueces propios y únicos sobre los conflictos necesarios para mantener su independencia". Se refiere acá y allá a "actos de agresión", de modo que parece como explicación disimulada de la guerra de Chile, y como si Chile los hubiera padecido, y no impuesto a otros.
Notifica, volviéndose de pronto hacia los argentinos, la determinación de Chile de seguir como va, y hacer lo que hace. Ni sobre límites, ni sobre cuestiones pendientes, acepta el arbitraje. No se funda en su derecho de guerra, ni alude a él; sino a la convocatoria de la conferencia, que a su juicio excluye del arbitramento todo caso estante o de procedencia anterior, en que cada pueblo debe resolver por sí, en lo que cree de su decoro o dignidad; los casos que al entender de la nación la ofendan; en que el incluir en los casos arbitrables las disputas pendientes, sin tener en cuenta "los intereses y pasiones humanas", compromete y aleja, en vez de preparar, el arbitramento, que ha de dejarse, conforme a la convocatoria, para los casos futuros. Chile no sale de sus posiciones. Chile no somete a arbitraje sus disputas pendientes. Chile no vota.
"¿Y para qué es el arbitraje entonces?" --dijo en su discurso del día siguiente, escrito de fuerza de corazón, entre dos fiebres, el guatemalteco Cruz. La palabra, suave, iba como regando luces. Hacía como que informaba, ya que Quintana, más atento, por ser lo más grave, a lo político del proyecto, quiso poner el arbitraje donde lo puso, fuera de gavilanes y contrabandistas; -y Henderson, que debió ser el ponente de oficio, andaba de mal humor, mordiéndose los labios, recadeándose con Blaine, poco ganoso de defender el proyecto en que todas sus peticiones habían sido, de un revés de guante, desechadas. Pero Cruz respondía a México, a Chile, a los Estados Unidos, y resonaba más su voz, y fue más de atender lo que decía; porque Guatemala, que con ese discurso tomaba filas con las repúblicas de alma meridional, es el pueblo que, por los celos que le azuzan de afuera, -o por pasión ciega de progreso, que no está en la sumisión insensata a un país voraz y hostil, -o por obligaciones ocultas de cancillería, que tienen cosas que darían ganas de morir si se las viera, -pasaba en los bastidores de Washington, como toda Centroamérica, "corrompida con las esperanzas de riqueza que les fomentamos con los canales", como el cachetero de la otra América, como la mano servil que, cuando el espada lo mande, le ha de dar al toro la última puñalada. ¡Y el cachetero se puso en pie, de sombrero de pluma y espadín al cinto, y brindó, ante la familia de los pueblos, por su América!
¡El cachete, que lo clave el espada! ¡A la madre, no le ha de dar la cachetada el hijo! El ímpetu del pensamiento parecía mayor por lo tranquilo, aun adamado, de la voz: ¿Conque saben rebelarse estas voces de dama? ¿Conque estos guantes de cabrito, son de oso por dentro? ¿Conque sacando a Chile, que va con su conquista al hombro, solo por el mundo, no hay .modo de poner cizaña en esta familia de hermanos? y el discurso de Cruz adelanta: los norteamericanos, lo oyen sorprendidos: los del habla, atentos y cariñosos. El guante de cabrito es esto: “Sustituir al medio cruel de la guerra el humano y civilizador del arbitraje, es sin duda un título de eterno honor para la nación que con ese fin, y con otros importantes, convocó a las naciones de América a que se reuniesen en la ciudad de Washington". Y el oso del guante es esto: "Quitar al arbitraje el carácter de obligatorio, equivaldría a no haber hecho nada; pero por ningún concepto se ha de entender que se establezcan medios directos, de compeler a las naciones a cumplir esa obligación. Libremente se han reunido aquí las naciones de América: libremente rechazarán el arbitraje obligatorio, en todas o alguna de sus partes, las naciones que así lo crean conveniente. Si se duda de la eficacia y sinceridad de la palabra de una nación, hay que prescindir de tratar con ella. La soberanía de las naciones no se compadece con sanciones de otra naturaleza, ni habría a quien concederle el derecho de hacerlas efectivas". Luego entra en los quites a los reparos de Chile y de México. "El proyecto enumera los casos arbitrables, y no dice en junto que lo serán todos los que no afecten la independencia de un país, porque con el pretexto de que el caso afectaba la independencia, las naciones podrían esquivar el arbitraje". La comisión que acepta que las cuestiones que ponen en peligro la independencia nacional, quedan exceptuadas del arbitraje, porque una nación no puede poner en tela de juicio su existencia, y su concepto de nación, ni admitir que se revoque a duda, -no incluyó entre las excepciones las que "comprometan el honor o dignidad nacional", porque de otra suerte se habría horrado con una mano lo que con la otra acababa de escribirse, por no haber cuestión, sea la que fuere, de la que no se pueda decir que afecta el honor y dignidad nacional, y sobre las cuestiones pendientes, dice a Chile: "Pues si todas las cuestiones de América están entre las pendientes, y son de hoy, y de orígenes anteriores, ¿qué guerra vamos a evitar, ni qué casos vamos a resolver, si no son los que están pendientes hoy, aun cuando provengan de hechos anteriores? No sería prueba de verdaderas intenciones de amistad admitir el arbitraje para todo lo que ocurra en adelante, y darse en ese concepto el abrazo de hermanos, pueblos que al mismo tiempo se están preparando a sostener con los cañones sus pretensiones respecto de los hechos ocurridos con anterioridad". "Yeso es lo que dice la convocatoria, que expresa que las naciones se reunirán para ver de convenir un plan de arbitraje sobre todas las cuestiones que existan ahora, o existan después: todas las cuestiones". "No se trata, no, de reabrir cuestiones cerradas, ni recomenzar lo que ya está concluido; sino de sujetar a arbitramento los detalles futuros que pudiesen surgir, y no puede evitarse que surjan, de la interpretación de las cuestiones cerradas". "Lo de los árbitros Be enumeró para mayor claridad". "La comisión creyó, con la ley romana, que cada nación que tenga un interés distinto debe nombrar su árbitro". "La mayoría de árbitros tiene, por supuesto, el derecho de deliberar y sentenciar aunque se retire la minoría". "El proyecto fija en veinte años el plazo para la duración del tratado; por mi parte no habría inconveniente en que fuera perpetuo". "Mi gobierno me ha autorizado a ir en este asunto tan lejos como se pueda ir; a firmar desde luego un tratado que comprenda los artículos del proyecto: a rogar, a todas las delegaciones que lo puedan, que firmen el tratado desde luego, en asunto que honra tanto al gobierno de los Estados Unidos, que invitó a las repúblicas latinoamericanas. Y a las que respondieron a la invitación", ¡Pero ha de ser el tratado libre, sin compulsión y sin alcaides ejecutores, hecho de mano honrada para el bien de "nuestros países respectivos y para la causa de la humanidad!" Y si no, no.
Enseguida, tomadas las posiciones, comenzaron las escaramuzas. Tres días de escaramuzas. ¡Conque Chile se niega, y México se va de lado, y Centro América alza la cabeza, y la Argentina lleva la voz de rebelión! ¡Conque los periódicos arremeten contra Blaine, desnudan el proyecto, prueban que vence en él "la familia del sur", celebran "la amplia diplomacia y sereno juicio" de los miembros latinos de la conferencia, y reconocen, "por la voz del Herald, que el mérito de la conferencia ha sido suyo, y la habilidad, y el triunfo! ¡Conque el Evening Post insiste en que en lo del arbitraje Blaine ha sido vencido palmo a palmo, -que Quintana, vigilante y tenaz, lo ha vencido; -que "si la delegación de Norteamérica hubiera tenido un miembro del tesón y la talla de Quintana, se habría gloriado en él, como su país debe gloriarse!" ¡Conque al desconsuelo de la delegación yanqui, que quería el tribunal permanente, el arbitraje continental y compulsorio, se une el de Blaine, que levantó la campaña de elecciones con la promesa de uncir al carro del norte la América entera, y sacar el arbitraje como el reconocimiento voluntario del predominio del norte por la América, y ahora ve que se le va de las manos, con un arbitraje que no es el suyo, sino que le echa el suyo por tierra, esta arma mayor de su candidatura!
¡Pues la delegación del norte no ha de parecer burlada por "esa gente del sur"! ¡Por arte, o por intimidación, hay que sacar los tratados de arbitraje; o se viene encima la silba, y Harrison se regocijará del escarnio de Blaine, y la candidatura de Blaine se viene abajo, y la de Harrison se liberta del rival más poderoso!
Ya no es Zegarra quien preside, sino Blaine mismo. Ya no hay discursos largos. Zegarra dice: "Votaré el arbitraje si se vota el proyecto contra la conquista". Entre los delegados se susurra que es mucha la cólera de Blaine, que se va a salir pronto de sus modos blandos, que en las conferencias privadas llegó hasta a inquirir si de veras se creía que cuando dos naciones de América se negasen a arbitrar, no impondrían los Estados Unidos por la fuerza el arbitramento. “¡No!” “¡no!” “¡no!“, se oye de todas partes; y las caras no lo disimulan. ¿Cómo vendrá el ataque? ¿O vendrá, después de lo derrota plena en las juntas y comisiones? El ataque será por la mera forma, para que no parezca derrota lo que es. La resistencia, si se trata de lo esencial, está, como al mando de una sola voz, de una misma voz, en todos los corazones. Los del norte, ávidos, se consultan. Los del sur ¡desde la cuna se han consultado! Mueve Quintana un punto de orden, que Blaine no abarca de pronto, por la traducción confusa; ¿con qué objeto secreto, con su tanto de látigo en la voz, dice Blaine, al acatar el punto, que "espera que se reconozca que él ha sido imparcial, y magnánimo, en la dirección de los debates?" Quintana le replica erguido, con palabras que no se piden licencia unas a otras: "Sí que ha sido imparcial el presidente: pero ha de entenderse, porque importa al decoro de todos que se entienda así, que con esta imparcialidad que nos complacemos en reconocerle, no ha hecho más que cumplir con su deber: y si no lo hubiera cumplido, y hubiera sido parcial, la conferencia habría mantenido y habría recabado sus derechos". ¿Lo dijo? Lo dijo. ¡Y se sentó como quien lo va a volver a decir! Sáenz Peña, el otro argentino, piafa. Van y vienen mociones.
Y al fin se llega al último artículo: se le aprueba: se levanta Henderson a preguntar con qué fecha se llenarían los blancos de fecha del tratado--porque el proyecto no llevaba forma de mera recomendación, como todos los demás, sino de tratado ya compuesto escrito. Esta fue la batalla: ahí quiso entrar el arte del norte. De que la forma del borrador de tratado era distinta, quiso sacar los tratados en forma, "Pues la fecha, dijo Blaine, en que firmen acá los delegados los pergaminos; porque las otras son simples recomendaciones, pero esto, según la convocatoria, es un asunto especial, y ha de quedar firmado aquí por las delegaciones y en pergamino".
"Eso no haré yo", dice saltando sobre sus pies el delegado de Haití, mulato hermoso y firme, de palabra fina. Blaine, convulso, deja su sitial, llama al Perú a presidir, se viene al asiento del Perú, junto a Quintana. Echa sobre la mesa los papeles, como quien algo más que papeles quisiese echar. Uno cae sobre Quintana, que lo toma de una esquina entre el pulgar y el índice, y de un gesto del revés lo echa a la mesa. Blaine está hablando: "¡Pues será falta de fe a un pacto solemne, volverse atrás de sus compromisos, falsear el propósito de la convocatoria! Esto es sacro, esto es singular, esto es urgente. No ha de recomendarse, se ha de firmar. Todas las delegaciones, todas, han de firmar. A eso han venido aquí: a firmar". Echa atrás la cabeza, hace como que le tiemblan los labios, tiende el brazo imperante, se da con el dorso de una mano en la palma de la otra, se vuelve a su asiento a pasos teatrales.
Calla un momento la conferencia. El Salvador propone que el tratado se firme ad referéndum. Carnegie, el escocés astuto y conciliador, sugiere que al pie del proyecto se ponga una recomendación de aprobar, suscrita como delegados, por todas las delegaciones. Trescott pide que el tratado se deje como está y lo firmen todos. Una moción desaloja a la otra. Tres mociones están discutiéndose a la vez. Del desorden, y por sobre él, se levanta Quintana: "Nunca supo la Argentina, señor presidente, nunca supo, porque la convocatoria no se lo decía, que la cuestión del arbitraje era diferente o superior a las demás que hubiesen de recomendarse. No se le alcanza a la Argentina, ni a ninguna otra de las repúblicas se le alcanzará, que el arbitraje, que es la más ardua de las cuestiones de la conferencia, se trate con más ligereza que todas las demás cuestiones; ni que en una conferencia de delegados reunida para discutir y recomendar diferentes asuntos, y entre ellos el del arbitraje, se traten unos asuntos como delegados para discutir y recomendar, y otros como delegados para tratar, y se envíe a los gobiernos para estudio, los asuntos más simples, a que los acepte o no, y el más, grave de todos sea el único que se les envíe como aceptado, y con la obligación moral de aceptarlo, puesto que lo está por su delegación. Ni los poderes de muchos de los delegados los autorizan para firmar tratado alguno, ni las delegaciones tienen la facultad de obligar a sus gobiernos, ni usurpar los privilegios de las cancillerías. Ni este asunto del arbitraje difiere, o tiene por qué diferir, de los demás asuntos. La Argentina recomienda el proyecto: no firma el tratado". Blaine alega. Quintana alega. Impone Blaine. Impone Quintana. Traducen, confusos, los intérpretes. Blaine entiende que Quintana se opone a que se considere de nuevo el artículo último; Quintana entiende que Blaine reabre la discusión del artículo, para que se vote no de nuevo y en todo, como se debe votar si se reabre. sino en particular, sobre la moción de Trescott, que quiere poner delegados donde dice plenipotenciarios, para que como delegados firmen, con tal que firmen, y así vaya el tratado en pergamino y con sellos vistosos, y el compromiso moral de las delegaciones. Blaine, de sobre los estribos, hace que le traduzcan a Quintana, párrafo a párrafo, el discurso que le va pronunciando. Quintana de sobre los estribos le hace traducir a Blaine el discurso con que le responde párrafo a párrafo. Y las confusiones paran en que Blaine manda rogar a Quintana que insista en su moción de que el caso del artículo pase a comisión y vuelva informado al día siguiente. Quintana {miste amable. sonriendo.
Pero no sonreía al día siguiente, cuando, después de haber acordado Henderson con la comisión el medio conciliatorio de que las delegaciones recomendasen con sus firmas todos los proyectos, para que así quedase recomendado el arbitraje como se quería, pero como todo lo demás, y sin carácter especial ni solemne, surge Trescott, con voz de quien trae órdenes de alto, y se opone al acuerdo de la comisión. ¡Henderson, el presidente de la delegación norteamericana, aceptó el compromiso, y ahora Trescott, el portavoz de los norteamericanos lo rechaza! Blaine concede a los delegados del norte derecho para expresar opiniones diversas antes del voto de la delegación que ha de ser uno. Quintana, rápido, objeta: "Acaso puede hacer eso el delegado; pero no romper el compromiso formal contraído en comisión por el presidente de la comisión misma, que es a la vez presidente de la delegación norteamericana. Puesto que rompe el compromiso la delegación norteamericana, rompe el suyo, y queda en libertad, la delegación argentina". Henderson, que saca la cabeza en estatura a sus presididos, dice que firmó por coacción; que no está conforme con cierta parte del proyecto, la única que redactaron manos meridionales; que el arbitraje no es la tradición del mundo, como se dice allí, sino la guerra, y no ha de quitarse mérito por los enemigos a la panacea del arbitraje, que le parece novedad del país, y artificio novísimo, nunca intentado, y no recurso añejo y universal. Quintana, de pie, les saca luz a los quevedos, y se los ciñe: "¿Acaso cree el delegado del norte que ha sido él el inventor del arbitraje? ¿No sabe de los pueblos primitivos, de Grecia, de Roma, de China, de Inglaterra, de Italia, de Holanda, de Suecia, de Bélgica, de Francia? ¿O saber de lo que se discute, es ser enemigo de lo que se discute? ¿O es el deber, y el mérito, de los delegados de una conferencia, desconocer los asuntos sobre que han de tratar? ¿O es tan desmayada persona el culto caballero de la delegación del norte que la apacible comisión haya podido sembrar en su fuerte pecho el espanto, y arrancarle la firma a mano salteadora? A taponazos, sorpresas y discordias, no se puede imponer en una junta de dieciocho pueblos libres, un arbitrio tan antiguo como la guerra que quiere remediar, tan natural como la justicia y la benevolencia entre los hombres, extendido, sin marca de fábrica, por todo el universo. La delegación argentina, puesto que la de los Estados Unidos rompe su compromiso, rompe el suyo. O firma el arbitraje como todos los demás asuntos de la conferencia, o no firma el arbitraje". Retiran su compromiso, en pos de la Argentina, las delegaciones de la comisión: Bolivia, Venezuela, Colombia, Brasil, Guatemala. Se abre voto sobre la forma en que se ha de firmar el arbitraje. La emoción es intensa. México, Chile y Brasil se abstienen. Ni la Argentina, ni el Paraguay, ni Haití, firmarán tratados, Y votan por firmar el tratado las repúblicas de Centro América, Colombia, Ecuador, Bolivia, apurados por los chilenos. Pero el tratado no llevará la firma de la Argentina, ni la de México, ni la de Chile, etc. ¡Sale, pues, más pobre que todos los demás, el proyecto a que se quería dar más pompa y énfasis! En vez de la alcaldía continental del senador Fry, el autor de la convocatoria de la conferencia, que pidió tutor perpetuo para los pueblos de sesos calientes del Sur, la conferencia aprueba un proyecto de los pueblos del Sur contra toda alcaidía y tutela; que mira en su casa propia cara a cara: y el proyecto no lleva la firma de los pueblos que la secretaría de estado llamó a junta de amigos magnos, teniéndolos por cabeceras de América.
Les pusieron el aro para saltar, y unos se llevaron el aro en los pies y otros saltaron sin pararse a verlo. Y cuando Blaine, con frases de artística emoción, compuesta de modo que a los delegados pareciesen arranque de amor fraterno y al norte promesa disimulada, pronunció la clausura de la conferencia de naciones, llamó "mi amigo muy distinguido, mi amigo altamente apreciado", -al argentino Quintana.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 31 de mayo de 1890
Señor Director de La Nación:
¿Qué es lo que se va a tratar en la conferencia de naciones americanas, que la casa de piedra parda, de ancha escalinata, tiene como aspecto solemne? Unos entran con paso recogido, otros con paso batallador. Los delegados yanquis llegan de brazo, cuchicheando, inquietos. Los grupos no son los de todos los días, lánguidos y como compuestos al azar. Los pocos que se hablan, se hablan de veras. El curioso, poniendo atención, puede oír, como centellas que vuelan, los nombres del combate.
"Perú", "arbitramento", "Estados Unidos”, "Argentina", "conquista"; "Bolivia", "Chile". Un delegado de ojos flameantes y perilla militar, le levanta de su sillón, estrujando el número del New York Herald de 12 de abril: -"¿Y para esto me han traído aquí? ¿Para convidarme a la paz, y decirme luego que a la sombra del proyecto de paz, del proyecto de arbitramento, se me van a entrar a cañonazos por mi país bueno, por mi país trabajador, por mi país libre? ¿No dice el Herald, sabedor de lo que pasa entre los suyos, que a ir el arbitraje por donde en Washington se quiere que vaya, tendrá el congreso que dar pronto al ministro de marina los ocho buques que pide, porque "van a necesitar más de ocho buques para mantener la paz entre esos nuestros vecinos del sur, de sesos algo calientes?" ¿No dice el Herald, al acabar el artículo, comentando a media burla lo que se quiere en Washington, que "es un gusto saber que al fin y al cabo los vecinos de sesos calientes del sur nos han de pagar las costas?". En un grupo de secretarios congregados en un diván amarillo, leen la entrevista del World, donde el senador Ingalls, el presidente posible de la república, el presidente temporal del senado, vuelve a decir que es su opinión que "dentro de poco todo el continente será nuestro, y luego todo el hemisferio". "¡Arreglemos --dice- nuestras diferencias de casa; juntémonos de mano el oeste y el sud; y trataremos a esos apéndices del Atlántico y del Pacífico con más justicia que la que gastan ellos con nosotros!" Un delegado norteamericano saca de su cartera, de grandes iniciales de plata, el recorte del Sun donde está lo que la Annual Cyclopaedia dice de Blaine: "que no fue juicioso lo de mezclarse en la contienda de Chile y el Perú; que el republicano Arthur, el presidente que desautorizó a Blaine, y quitó los poderes a sus enviados intrusos, tenía tanto derecho a mantener la política de abstención como Blaine la de entrometimiento; que Blaine quería, desde 1881, echar a los Estados Unidos de "hermano grande" sobre todos los demás gobiernos del hemisferio".
En esto se iban sentando los delegados a lo largo de la mesa de la conferencia. Zegarra, el peruano, preside, un poco nervioso. De un lado tiene al cubano José Ignacio Rodríguez, experto en ambas lenguas, en el arte de despuntar con la traducción hábil las arengas hostiles, y en desenvolver los casos más intrincados del derecho. De otro está Fergusson, el secretario norteamericano, de bigote pomposo y voz marcial, que toma al vuelo el castellano que oye, y lo vierte al inglés como lo suena, sin azucararlo ni ponerle hiel. Por los rincones, la gente menor de la conferencia fuma, se estira el chaleco, se alisa el capuz, habla de damas. Silenciosos, los delegados de habla latina: Henderson, rubicundo, con los labios apretados, preside, al cabo de la mesa, a sus diez delegados que se hablan al oído.
Un niño de calzón corto, que funge de paje, distribuye ejemplares de las resoluciones de la "Unión de Paz Universal" donde Matías Romero, el ministro de México, el vicepresidente de la conferencia, es vicepresidente. Se abre la sesión, en el silencio súbito.
Es el día dramático de la conferencia. Va a discutirse el proyecto de arbitraje. La conferencia ha sido como esas cajas chinas que tienen muchas cajuelas, unas dentro de otras, y a cada una que se quita queda otra cajuela, hasta que de la última sale el misterio de la caja, que era el arbitraje. Será lo que el Herald dice: que el proyecto va a hacer de los Estados Unidos "el alcaide ejecutor de todos los pueblos de Centro y Sur América", -o lo que el delegado argentino Quintana, alma y voz de la comisión del arbitramento, ha dicho en la comisión, de pie, con la voz ardiente, con la mirada decidida : -"ni naciones presas, ni alcaides criminales".
Están vacías las sillas de la comisión. La comisión está en junta. Dicen que traen una adición al proyecto presentado; una adición valiente, que condena a los pueblos conquistadores: dicen que no ha querido firmar la adición el delegado de los Estados Unidos. De entre los norteamericanos, que por primera vez han venido todos y a la hora, se levanta Trescott, el vocero de Blaine; el que fue a amenazar a Chile, cuando salieron de misión él y el hijo de Blaine: el perito de los negocios extranjeros, que no pudo ser presidente de la delegación, porque su pericia, que será lo que sea, "no nos hace olvidar que entregó al sur los secretos del departamento de estado que lo empleaba". Lo emplean, en lo que sirve, porque conoce su parlamento; porque tiene la lengua hábil y voluble: porque sabe, cuando es menester, ponerle trabas y barras a las discusiones. Se levanta Trescott: "¿Por qué tenemos que esperar a esos señores? ¿ Qué tienen esos señores que hacer, que se meten ahora a juntas, y fuerzan a la conferencia a esperarlos cuando lo que ha de hacerse no es respetar el derecho de que están abusando, sino emprender la discusión sin ellos?" ¡Y los señores a quienes no se quiere esperar, y que están en junta en negocios de su cargo, son los miembros de la comisión más importante de la conferencia, de la comisión del proyecto de arbitraje, que Trescott a lanza y tambor, quiere discutir a sus espaldas! Sáenz Peña, el otro delegado argentino, pide, cortés, que la conferencia se ajuste "a los precedentes constantes de esta especie de cuerpos, y aguarde a la comisión ausente en cumplimiento de su deber". Trescott, descompuesto, echándose sobre las sillas que tiene delante, insiste en “que no se les espere”, en que “harto se les ha esperado ya", en que "allá estén si tienen gusto en estar” y echa el índice por el aire, y las guedejas blancas le bailan coléricas, como enaguas alzadas por el viento, alrededor de la coronilla monda. Sáenz Peña, perentorio, demanda que la conferencia espere a la comisión para discutir el proyecto, que "se cumpla con la costumbre invariable con que manda cumplir la cortesía".
Al Perú, que preside, se le monta la voz; y con palabra que tenía su timbre de acero, y sagaz a la vez que airada, decide que se aguarde a la comisión, -a tiempo que entra, a paso vivo, uno de sus miembros, el venezolano Bolet Peraza; y otro, con los bigotes de combate, el portugués Amaral-Valente; y Cruz, el guatemalteco, que ha venido enfermo; y Velarde, el caballero de Bolivia, con la batalla en los ojos, y en las mejillas el fuego de la patria vejada; y Hurtado, uno de los colombianos; y Quintana, el abogado militar, el que le limó los dientes al arbitramento, el que “no soporta alcaides”. Quintana, Velarde, Amaral, se sientan como para ponerse pronto en pie. Amaral pide que sea leído el proyecto complementario que la comisión acaba de traer a secretaría. Y Trescott deja su puesto al cabo de la mesa; cruza la sala, y empieza a hablar, de dedo alto, bajo la barba del presidente: "¡Por eso quería que empezásemos el debate! ¡Ese proyecto no puede leerse, ni la comisión puede presentarlo ahora! ¡Está el arbitraje en discusión, y hasta que no se discuta el arbitraje, nada más se puede discutir!" Amaral alega que el proyecto adicional completa y explica, a juicio de los comisionados, el dictamen primitivo, y es indispensable su lectura, para que se vote a sabiendas. Trescott, floreando las gafas, confirma la objeción. El Perú, con la voz montada de antes, se la desatiende: "¿No ha de tener la comisión informante, en asunto de esta trascendencia, el privilegio de leer un documento explicatorio, que en buena ley de parlamentos se otorga a los simples contendores?" "¡Pero como parte de los discursos!" exclama Trescott desde su asiento. El Perú manda que se lea el proyecto adicional, el proyecto contra la conquista. Trescott renuncia al derecho de apelar a la conferencia, que le brinda el presidente. La secretaría lee entonces, y la conferencia atiende, en silencio profundo.
Del cabo de los del norte, abejean las voces. El Brasil clava la barba en las dos palmas: Bolivia aprieta, alta la cabeza, los brazos del sillón; el Paraguay echa atrás la melena revuelta. Ni en Centro América, que no tiene allí al salvadoreño Castellanos; ni en Colombia, cuya política infortunada y artificiosa se revela en su delegación, descompuesta y estéril; ni en el Ecuador que tiene poco que temer, se ven muestras mayores de desasosiego, Venezuela, inquieta, piensa visiblemente en la Guayana que le quiere arrebatar el inglés. México presencia, pálido e inescrutable.
De los dos argentinos uno escucha inmóvil, otro, el de más años, como si tuviera menos. Un chileno, apoyada la mejilla en una mano, mira a la alfombra roja. Y el secretario lee el proyecto de los cuatro artículos. "En América no hay territorios res nullius"... ¿Res qué? dice volviéndose a los suyos, el norteamericano Estee; el juez Estee, y los suyos, se sonríen. "Las guerras de conquista entre naciones americanas serían actos injustificables de violencia y despojo". "La inseguridad del territorio nacional conduciría fatalmente al sistema ruinoso de la paz armada". "La conferencia tiene el deber de consolidar los vínculos nacionales de todos los estados del continente". "La conferencia acuerda resolver: Que la conquista quede eliminada para siempre del derecho público americano: Que las cesiones territoriales serán insanablemente nulas si fuesen hechas bajo la amenaza de la guerra o la presión de la fuerza armada: Que la nación que las hiciese, podrá siempre recurrir al arbitraje para invalidarlas: Que la renuncia del derecho de recurrir al arbitraje carecerá de valor y eficacia, cualesquiera que fuesen la época, circunstancias y condiciones en que hubiere sido hecha". Hablaban en alta voz, ya al acabar la lectura, los diez delegados del norte. Henderson se levanta, a anunciar que a su hora explicará a la conferencia las razones de los Estados Unidos para negar su firma al proyecto. Y cuando todos los ojos se volvieron sobre Chile, allí estaba el chileno, mirando a la alfombra roja, con la mejilla apoyada en la mano.
Relee en ese instante uno que otro delegado el proyecto de arbitraje, que va a ponerse a discusión. Los más, lo conocen muy de cerca. La batalla previa, en el silencio de las juntas, ha sido mucha. ¿No llamó Blaine a junta secreta, e infructuosa, a México, la Argentina, Chile y Brasil? ¿No quiso luego, en vano, congraciarse, con los pueblos de número, los de menos poder, que en esto han mostrado la unidad y entereza de su corazón? ¿ No echó Henderson sobre la mesa, como quien manda, sin soñar en que se le nieguen, sus demandas del tribunal continuo -de la exclusión de árbitros, que no fuesen de América -de la omisión de la cláusula que redime del arbitraje obligatorio los casos de independencia? "Ni tribunales permanentes, dijo Quintana, ni arbitraje compulsorio, ni forma alguna de arbitraje que por sí o lo que se derive de ella acarree el predominio de una nación fuerte de América sobre los débiles -o no hay arbitraje". Y comenzaron del lado del norte los trabajos de bastidores. "Concederemos, puesto que no podemos vencer: ofrecimos al país el arbitraje y los tratados de comercio; y puesto que saldremos de la conferencia sin los tratados, no podemos salir sin alguna especie de arbitraje"; "ya veremos cómo a última hora, azuzando de aquí y aturdiendo de allá, sacamos un proyecto que no nos ate las manos"; "lo que quieren estos del sur no es tanto obligarse al arbitraje ellos, como obligarnos a los Estados Unidos a un arbitraje en que renunciemos a nuestra supremacía": "a ver si con México, que tiene sus razones, y Chile que tiene las suyas, y nosotros que tenemos la nuestras, y algunos países de Centro América, que van por donde queremos, y Colombia que nos quiere vender el canal de Panamá, le quitamos a los argentinos y a los brasileños, que se la están dando de evangelistas, este plan que componen con el Perú y Bolivia, mordidos por Chile y Venezuela, que no pueden declararse en América contra el precepto que invocan a su favor en Europa, y el Paraguay, que es pueblo romántico, y el Salvador, que es el que en Centro América cabecea, y Haití que nos tiene miedo a los Estados Unidos".
Pero cuando el proyecto del tratado de Quintana salió de manos de la comisión, esto y noventa de primogenituras, era lo que proponía: Que las disputas de los pueblos de América deben resolverse por el arbitraje: Que el arbitraje ha de ser obligatorio en todas las cuestiones sobre privilegios diplomáticos, límites, territorios, que no sean los de indemnizaciones, derechos de navegación y validez, inteligencia y cumplimiento de tratados, o sea todos los casos que no atañan a la independencia de una de las naciones contendientes, en lo que será obligatorio para la que la amenace y voluntario para la nación comprometida: Que deben someterse al arbitraje las cuestiones hoy pendientes, y cuantas se susciten en adelante, aun cuando provengan de hechos anteriores al tratado, siempre que no sean para renovar cuestiones arregladas en definitiva, sino sobre la inteligencia y validez de los arreglos: Que no ha de haber preferencias ni límites para la elección de árbitros, sino que puede ser árbitro unipersonal o colectivo, cualquier gobierno amigo o tribunal de Justicia, o corporación científica, o funcionario público, o simples particulares sean o no ciudadanos del estado que los nombre: Que el tercero en discordia cuando sea por el número de árbitros, ha de nombrarse antes de conocer del caso, y no ha de formar parte del tribunal, sino decidir en los puntos en que haya desacuerdo: Que los árbitros se reunirán en el lugar acordado por las naciones contendientes, o si no lo acordasen estas o disintiesen sobre el lugar, donde los árbitros elijan: Que cuando fuese colegiado el tribunal, no cesará de fungir la mayoría porque la minoría se retire: Que !as decisiones de la mayoría absoluta constituirán sentencia, en los incidentes como en lo principal, a menos que en el compromiso arbitral no se exigiera que el laudo fuera unánime: Que los gastos del arbitraje se pagarán a prorrata entre los pueblos contendientes, y cada uno pagará los de su defensa y representación: Que para separarse de esas reglas, ha de preceder el consentimiento mutuo y libre de las naciones interesadas: Que el tratado de arbitraje durará veinte años: Que lo han de ratificar las naciones que lo aprueben, y se han de cambiar en Washington las ratificaciones el primero de mayo de 1891, o antes si fuere posible: Que cualquiera otra nación puede adherirse a este tratado, sin más que firmar un ejemplar de él, y ponerlo en manos del gobierno de los Estados Unidos.
Y sin ira, y sin desafío, y sin imprudencia, la unión de los pueblos cautos y decorosos de Hispanoamérica, derrotó el plan norteamericano de arbitraje continental y compulsorio sobre las repúblicas de América, con tribunal continuo e inapelable residente en Washington.
-“¡A esos sueños, señor secretario, hay que renunciar!“, dicen que dijo, en conversación privada, Quintana a Blaine.
Y el Evening Post de Nueva York, que estudia y sabe, declara “que las proposiciones de Blaine han sido todas derrotadas”, que el arbitraje de la conferencia no es, como dice el Tribune blainista, “el triunfo de la diplomacia americana”, ofrecido a las comarcas agresivas del oeste, y a los manufactureros menesterosos, que quieren atar por la espalda, con lazos políticos, las manos de los pueblos compradores para llenarles los bolsillos indefensos de cotones a medio pintar y jabones de Colgate, sino “la victoria patente y completa del pensamiento hispanoamericano sobre arbitraje, marcadamente opuesto al pensamiento de los Estados Unidos”.
“El arbitraje acordado-dice el Evening Post- es con poca diferencia, aquel proyecto de alcance y raíz que presentaron juntos, en un día inolvidable ya en la historia de América, el Brasil y la Argentina”.
La Argentina, por su delegado Quintana, se puso en pie, a explicar el proyecto. La voz mandaba, alta y aguda. Los generales en batalla, no fundan sus órdenes. Mientras escribiesen un considerando, el enemigo les llevaría la trinchera. Se le veía el caballo al orador, los cascos nobles e impacientes, la crin revuelta. A sus espaldas, en un gran mapa del océano, le hacía como marco a la cabeza blanca el mar azul. Fulminaba y contendía. No era lo que decía ataque, sino respuesta; ni verba, sino sentido; ni fanfarronada perniciosa, sino indispensable altivez. El que muestra rodillas flacas, ya está en tierra. Ni hay que traer sobre sí a un enemigo a quien no se puede derribar, ni que invitarlo a que se eche encima, con lo flojo de la oposición. Ni mayordomos de raza ajena, ni mayordomos de nuestra raza. No es cuestión de razas, sino de Independencia o servidumbre. Ni pueblos fuertes rubios, para su beneficio y moral, sobre los pueblos meritorios y capaces de América; ni pueblos fuertes trigueños, para su poder injusto, sobre las naciones afligidas de la América del sur. Y vertía, a modo de tajante, sus palabras, como si tuviese agrupadas al pie, defendiéndolas y guiándolas a las naciones afligidas. Las palabras, pocas. Los discursos, están en el timbre y el espíritu. Ni flores de yeso, ni universidades. La elocuencia era de aquella nacida del pensamiento vivo y claro; y del ajuste, como de espada a vaina, de la idea a la forma. Oían, de codos en la mesa, los delegados hispanoamericanos. Los del norte, no abejeaban: -"Ante el derecho internacional americano", dice al romper, "no existen en América naciones grandes ni pequeñas: todas son igualmente soberanas e independientes: todas son igualmente dignas de consideración y de respeto".
"El arbitraje propuesto no es un pacto de abdicación, de vasallaje, ni de sometimiento: antes como después de celebrarlo, todas y cada una de las naciones americanas conservarán la dirección exclusiva de su destino político con absoluta prescindencia de las demás".
Y enseguida: "Ese proyecto no crea un congreso de anfitriones, ni un pacto de confederación americana, en que la mayoría de los areopagitas pueda compeler moralmente, y mucho menos materialmente, al cumplimiento de los compromisos contraídos; sino un pacto de justicia y concordia que no reposa sobre la fuerza del número ni sobre el poder, sino sobre la fe internacional de las naciones que lo apoyan, sobre el sentimiento de dignidad de cada una de ellas; que intentar esta gran obra de la civilización y el derecho es empeño de la fe, del sentimiento y de la responsabilidad del corazón americano, más nobles y eficaces que el poder material de nación alguna por grande y fuerte que sea". "El arbitraje será obligatorio, jamás compulsorio: y si contra todas las previsiones, esperanzas y deseos, el arbitraje fuese indebidamente declinado en algún caso y sobreviniera la guerra entre los pueblos disidentes, a los demás, grandes o pequeños de hecho, pero iguales todos ante el derecho, sólo competiría la triste misión de deplorar el fracaso de las más nobles aspiraciones humanas, sin más autoridad que la de imponer conforme a la ley de gentes sus buenos oficios".
"Con ese espíritu intergiversable suscribe el tratado la Argentina: sin él no vacilaría en retirar su firma del proyecto. Servirán acaso estas ideas para evitar en lo futuro interpretaciones tan arbitrarias como depresivas de la sinceridad de unos, de la dignidad de otros, y de la cordialidad de todos". Y quedaron en el blanco las últimas palabras.
México habló luego. ¡Cuánto se había hablado de México! Unos "¡no entienden a México!" Otros: "México hace todo lo que puede hacer". Otros: "México sabe más que nosotros". México, amable y blandilocuo, va de un sillón a otro sillón, juntando, investigando, callando, y más mientras más dice. Unos no se explican "la prolijidad de Romero". Otro dijo esta frase: "La astucia es de cristal y necesita ir envuelta en paja". Dice otro: "Pero en la conferencia, ni México se ha quedado atrás, ni se ha ganado un enemigo". "Por los resultados hay que ver a los estadistas; por los métodos". "¿Se irá México con Chile, como dicen, y votará contra el arbitraje?" "Dicen que Chile está enojado, porque México ya no va con él". "¿Vota, pues, o no vota?" "¡A saber!". Y cuando Romero desenvuelve su "tiposcrito" como llaman a las copias de la máquina de escribir, el observador présbita ve que está lleno de notas menudas, continuas, copiosas, dobles. Lee como quien desliza. La voz suena a candor.
Debajo de aquella sencillez ¿qué puede haber de oculto? Ni pendenciero ni temerón. Es caso de derecho el arbitraje, y habla tendido y minucioso, como de un caso de derecho. En el preámbulo, como por sobre erizos, pasa por sobre la política. Se complace en que siete naciones de América, entre ellas los Estados Unidos, presenten un proyecto de abolición de la guerra. "Como hombre de paz y como representante de una nación que no es agresiva" se regocija de que para terminar las diferencias que se susciten entre las naciones americanas se reemplace "el medio salvaje de la fuerza" por árbitros semejantes a los que usan los particulares en casos análogos, "aunque con las modificaciones que requiere su carácter de naciones independientes". Pero lamenta no poder ir con los demás delegados, que tal vez van demasiado lejos. No es que México rechace el arbitraje, no, ni es que en las instrucciones de México le digan esto O aquello, aunque él tiene sus instrucciones, "sino que en asunto tan delicado es más prudente dar pasos que si son menos avanzados tendrán la probabilidad de ser más seguros". Deja caer la noticia de que los Estados Unidos han propuesto directamente a México un tratado de arbitraje. En principio, México lo acepta: "la dificultad está en establecer las excepciones". Y se ve el plan del discurso. Ni se dirá que México se opone, ni quedará obligado México. Ciertos artículos le parecen bien, y ciertos no. Y no hay que buscar razones calladas a lo que no acepta, porque él da las que tiene, aunque parezcan nimias. Parezca lo que parezca, con tal que quede servida la patria. El discurso adelanta, artículo por artículo. A las excepciones del arbitraje obligatorio quiere que se añada la de los casos, aunque sean de límites "que afecten de una manera directa el honor y la dignidad de las naciones contendientes". "Sin esa adición, no pueden votar el artículo los delegados de México". No le parece de mucha prudencia incluir en los casos arbitrables las cuestiones pendientes: ¿acaso para contentar a Chile? No cree necesario decir con tanto detalle quiénes pueden ser árbitros: ¿acaso para contentar a los Estados Unidos? Sobre el número de árbitros que según el proyecto será uno por nación, opina que "el caso es nuevo", y puede acarrear injusticia a una de las partes, cuando sean más de dos las naciones que contiendan, y haya muchas de un parecer, con tantos votos como naciones, y otra del otro parecer con un solo voto. Aplaude que el tercero sea nombrado antes de que los árbitros comiencen a conocer del asunto; pero no que se excluya al tercero del tribunal. Sobre lugar, mayoría de votos y reparto de gastos, está con el proyecto. Tacha de superfluo el artículo que deja al convenio libre de las naciones contendoras el derecho de conformar a otras el arbitraje que acuerden. Están bien los veinte años. Pudiera estar mejor lo que se provee sobre la ratificación. En suma, aprobará los artículos "que tenga instrucciones de aprobar", y los que por su sentido general se ajusten a ellas: y sobre los demás, "tal vez le lleguen a tiempo las instrucciones".
Entero, y con voz que iba subrayando, leyó su discurso Chile. No leyó el anciano Alfonso, de palabra abundosá y sutil, sino Varas, el joven de voz insinuante y precisa. Se puso en pie, y el silencio fue súbito. Va a hablar del proyecto contra la guerra, el pueblo de guerra. El senador que pidió la muerte de un prisionero, cuando el conflicto con el Perú, está de delegado en la conferencia; y otro de los delegados es el prisionero, el prisionero argentino que enciende su cigarro y fuma. En la conferencia está el Perú, presidiendo. Está Bolivia, apretándole al sillón los brazos. Está, con los ojos abiertos, el coro de pueblos. Lo que Chile lee es como defensa; habla a manera de quien se siente solo, como que es el único pueblo de América que se niega a votar el arbitraje; no provoca, no flaquea, no ofende. El mérito del discurso está en que, sin cejar de su posición de pueblo ocupante, no da caso a los pueblos ocupados para que le muevan querella, o se den por desdeñados o resentidos. Insinúa que el proyecto de arbitraje, so capa de paz, parece un ataque concertado contra Chile; Chile es el que se da por resentido; con moderación enérgica, con la que convida a que por lo cortés lo respeten, y por lo viril lo tengan en cuenta, y por la ofensa lo satisfagan.
"Tal vez se retarda con ese proyecto-e-dice, acentuando la voz-la paz que con él se intenta conseguir". "Los pueblos --dice- no someten a arbitraje los casos en que ven envuelta su dignidad o decoro, y son los jueces propios y únicos sobre los conflictos necesarios para mantener su independencia". Se refiere acá y allá a "actos de agresión", de modo que parece como explicación disimulada de la guerra de Chile, y como si Chile los hubiera padecido, y no impuesto a otros.
Notifica, volviéndose de pronto hacia los argentinos, la determinación de Chile de seguir como va, y hacer lo que hace. Ni sobre límites, ni sobre cuestiones pendientes, acepta el arbitraje. No se funda en su derecho de guerra, ni alude a él; sino a la convocatoria de la conferencia, que a su juicio excluye del arbitramento todo caso estante o de procedencia anterior, en que cada pueblo debe resolver por sí, en lo que cree de su decoro o dignidad; los casos que al entender de la nación la ofendan; en que el incluir en los casos arbitrables las disputas pendientes, sin tener en cuenta "los intereses y pasiones humanas", compromete y aleja, en vez de preparar, el arbitramento, que ha de dejarse, conforme a la convocatoria, para los casos futuros. Chile no sale de sus posiciones. Chile no somete a arbitraje sus disputas pendientes. Chile no vota.
"¿Y para qué es el arbitraje entonces?" --dijo en su discurso del día siguiente, escrito de fuerza de corazón, entre dos fiebres, el guatemalteco Cruz. La palabra, suave, iba como regando luces. Hacía como que informaba, ya que Quintana, más atento, por ser lo más grave, a lo político del proyecto, quiso poner el arbitraje donde lo puso, fuera de gavilanes y contrabandistas; -y Henderson, que debió ser el ponente de oficio, andaba de mal humor, mordiéndose los labios, recadeándose con Blaine, poco ganoso de defender el proyecto en que todas sus peticiones habían sido, de un revés de guante, desechadas. Pero Cruz respondía a México, a Chile, a los Estados Unidos, y resonaba más su voz, y fue más de atender lo que decía; porque Guatemala, que con ese discurso tomaba filas con las repúblicas de alma meridional, es el pueblo que, por los celos que le azuzan de afuera, -o por pasión ciega de progreso, que no está en la sumisión insensata a un país voraz y hostil, -o por obligaciones ocultas de cancillería, que tienen cosas que darían ganas de morir si se las viera, -pasaba en los bastidores de Washington, como toda Centroamérica, "corrompida con las esperanzas de riqueza que les fomentamos con los canales", como el cachetero de la otra América, como la mano servil que, cuando el espada lo mande, le ha de dar al toro la última puñalada. ¡Y el cachetero se puso en pie, de sombrero de pluma y espadín al cinto, y brindó, ante la familia de los pueblos, por su América!
¡El cachete, que lo clave el espada! ¡A la madre, no le ha de dar la cachetada el hijo! El ímpetu del pensamiento parecía mayor por lo tranquilo, aun adamado, de la voz: ¿Conque saben rebelarse estas voces de dama? ¿Conque estos guantes de cabrito, son de oso por dentro? ¿Conque sacando a Chile, que va con su conquista al hombro, solo por el mundo, no hay .modo de poner cizaña en esta familia de hermanos? y el discurso de Cruz adelanta: los norteamericanos, lo oyen sorprendidos: los del habla, atentos y cariñosos. El guante de cabrito es esto: “Sustituir al medio cruel de la guerra el humano y civilizador del arbitraje, es sin duda un título de eterno honor para la nación que con ese fin, y con otros importantes, convocó a las naciones de América a que se reuniesen en la ciudad de Washington". Y el oso del guante es esto: "Quitar al arbitraje el carácter de obligatorio, equivaldría a no haber hecho nada; pero por ningún concepto se ha de entender que se establezcan medios directos, de compeler a las naciones a cumplir esa obligación. Libremente se han reunido aquí las naciones de América: libremente rechazarán el arbitraje obligatorio, en todas o alguna de sus partes, las naciones que así lo crean conveniente. Si se duda de la eficacia y sinceridad de la palabra de una nación, hay que prescindir de tratar con ella. La soberanía de las naciones no se compadece con sanciones de otra naturaleza, ni habría a quien concederle el derecho de hacerlas efectivas". Luego entra en los quites a los reparos de Chile y de México. "El proyecto enumera los casos arbitrables, y no dice en junto que lo serán todos los que no afecten la independencia de un país, porque con el pretexto de que el caso afectaba la independencia, las naciones podrían esquivar el arbitraje". La comisión que acepta que las cuestiones que ponen en peligro la independencia nacional, quedan exceptuadas del arbitraje, porque una nación no puede poner en tela de juicio su existencia, y su concepto de nación, ni admitir que se revoque a duda, -no incluyó entre las excepciones las que "comprometan el honor o dignidad nacional", porque de otra suerte se habría horrado con una mano lo que con la otra acababa de escribirse, por no haber cuestión, sea la que fuere, de la que no se pueda decir que afecta el honor y dignidad nacional, y sobre las cuestiones pendientes, dice a Chile: "Pues si todas las cuestiones de América están entre las pendientes, y son de hoy, y de orígenes anteriores, ¿qué guerra vamos a evitar, ni qué casos vamos a resolver, si no son los que están pendientes hoy, aun cuando provengan de hechos anteriores? No sería prueba de verdaderas intenciones de amistad admitir el arbitraje para todo lo que ocurra en adelante, y darse en ese concepto el abrazo de hermanos, pueblos que al mismo tiempo se están preparando a sostener con los cañones sus pretensiones respecto de los hechos ocurridos con anterioridad". "Yeso es lo que dice la convocatoria, que expresa que las naciones se reunirán para ver de convenir un plan de arbitraje sobre todas las cuestiones que existan ahora, o existan después: todas las cuestiones". "No se trata, no, de reabrir cuestiones cerradas, ni recomenzar lo que ya está concluido; sino de sujetar a arbitramento los detalles futuros que pudiesen surgir, y no puede evitarse que surjan, de la interpretación de las cuestiones cerradas". "Lo de los árbitros Be enumeró para mayor claridad". "La comisión creyó, con la ley romana, que cada nación que tenga un interés distinto debe nombrar su árbitro". "La mayoría de árbitros tiene, por supuesto, el derecho de deliberar y sentenciar aunque se retire la minoría". "El proyecto fija en veinte años el plazo para la duración del tratado; por mi parte no habría inconveniente en que fuera perpetuo". "Mi gobierno me ha autorizado a ir en este asunto tan lejos como se pueda ir; a firmar desde luego un tratado que comprenda los artículos del proyecto: a rogar, a todas las delegaciones que lo puedan, que firmen el tratado desde luego, en asunto que honra tanto al gobierno de los Estados Unidos, que invitó a las repúblicas latinoamericanas. Y a las que respondieron a la invitación", ¡Pero ha de ser el tratado libre, sin compulsión y sin alcaides ejecutores, hecho de mano honrada para el bien de "nuestros países respectivos y para la causa de la humanidad!" Y si no, no.
Enseguida, tomadas las posiciones, comenzaron las escaramuzas. Tres días de escaramuzas. ¡Conque Chile se niega, y México se va de lado, y Centro América alza la cabeza, y la Argentina lleva la voz de rebelión! ¡Conque los periódicos arremeten contra Blaine, desnudan el proyecto, prueban que vence en él "la familia del sur", celebran "la amplia diplomacia y sereno juicio" de los miembros latinos de la conferencia, y reconocen, "por la voz del Herald, que el mérito de la conferencia ha sido suyo, y la habilidad, y el triunfo! ¡Conque el Evening Post insiste en que en lo del arbitraje Blaine ha sido vencido palmo a palmo, -que Quintana, vigilante y tenaz, lo ha vencido; -que "si la delegación de Norteamérica hubiera tenido un miembro del tesón y la talla de Quintana, se habría gloriado en él, como su país debe gloriarse!" ¡Conque al desconsuelo de la delegación yanqui, que quería el tribunal permanente, el arbitraje continental y compulsorio, se une el de Blaine, que levantó la campaña de elecciones con la promesa de uncir al carro del norte la América entera, y sacar el arbitraje como el reconocimiento voluntario del predominio del norte por la América, y ahora ve que se le va de las manos, con un arbitraje que no es el suyo, sino que le echa el suyo por tierra, esta arma mayor de su candidatura!
¡Pues la delegación del norte no ha de parecer burlada por "esa gente del sur"! ¡Por arte, o por intimidación, hay que sacar los tratados de arbitraje; o se viene encima la silba, y Harrison se regocijará del escarnio de Blaine, y la candidatura de Blaine se viene abajo, y la de Harrison se liberta del rival más poderoso!
Ya no es Zegarra quien preside, sino Blaine mismo. Ya no hay discursos largos. Zegarra dice: "Votaré el arbitraje si se vota el proyecto contra la conquista". Entre los delegados se susurra que es mucha la cólera de Blaine, que se va a salir pronto de sus modos blandos, que en las conferencias privadas llegó hasta a inquirir si de veras se creía que cuando dos naciones de América se negasen a arbitrar, no impondrían los Estados Unidos por la fuerza el arbitramento. “¡No!” “¡no!” “¡no!“, se oye de todas partes; y las caras no lo disimulan. ¿Cómo vendrá el ataque? ¿O vendrá, después de lo derrota plena en las juntas y comisiones? El ataque será por la mera forma, para que no parezca derrota lo que es. La resistencia, si se trata de lo esencial, está, como al mando de una sola voz, de una misma voz, en todos los corazones. Los del norte, ávidos, se consultan. Los del sur ¡desde la cuna se han consultado! Mueve Quintana un punto de orden, que Blaine no abarca de pronto, por la traducción confusa; ¿con qué objeto secreto, con su tanto de látigo en la voz, dice Blaine, al acatar el punto, que "espera que se reconozca que él ha sido imparcial, y magnánimo, en la dirección de los debates?" Quintana le replica erguido, con palabras que no se piden licencia unas a otras: "Sí que ha sido imparcial el presidente: pero ha de entenderse, porque importa al decoro de todos que se entienda así, que con esta imparcialidad que nos complacemos en reconocerle, no ha hecho más que cumplir con su deber: y si no lo hubiera cumplido, y hubiera sido parcial, la conferencia habría mantenido y habría recabado sus derechos". ¿Lo dijo? Lo dijo. ¡Y se sentó como quien lo va a volver a decir! Sáenz Peña, el otro argentino, piafa. Van y vienen mociones.
Y al fin se llega al último artículo: se le aprueba: se levanta Henderson a preguntar con qué fecha se llenarían los blancos de fecha del tratado--porque el proyecto no llevaba forma de mera recomendación, como todos los demás, sino de tratado ya compuesto escrito. Esta fue la batalla: ahí quiso entrar el arte del norte. De que la forma del borrador de tratado era distinta, quiso sacar los tratados en forma, "Pues la fecha, dijo Blaine, en que firmen acá los delegados los pergaminos; porque las otras son simples recomendaciones, pero esto, según la convocatoria, es un asunto especial, y ha de quedar firmado aquí por las delegaciones y en pergamino".
"Eso no haré yo", dice saltando sobre sus pies el delegado de Haití, mulato hermoso y firme, de palabra fina. Blaine, convulso, deja su sitial, llama al Perú a presidir, se viene al asiento del Perú, junto a Quintana. Echa sobre la mesa los papeles, como quien algo más que papeles quisiese echar. Uno cae sobre Quintana, que lo toma de una esquina entre el pulgar y el índice, y de un gesto del revés lo echa a la mesa. Blaine está hablando: "¡Pues será falta de fe a un pacto solemne, volverse atrás de sus compromisos, falsear el propósito de la convocatoria! Esto es sacro, esto es singular, esto es urgente. No ha de recomendarse, se ha de firmar. Todas las delegaciones, todas, han de firmar. A eso han venido aquí: a firmar". Echa atrás la cabeza, hace como que le tiemblan los labios, tiende el brazo imperante, se da con el dorso de una mano en la palma de la otra, se vuelve a su asiento a pasos teatrales.
Calla un momento la conferencia. El Salvador propone que el tratado se firme ad referéndum. Carnegie, el escocés astuto y conciliador, sugiere que al pie del proyecto se ponga una recomendación de aprobar, suscrita como delegados, por todas las delegaciones. Trescott pide que el tratado se deje como está y lo firmen todos. Una moción desaloja a la otra. Tres mociones están discutiéndose a la vez. Del desorden, y por sobre él, se levanta Quintana: "Nunca supo la Argentina, señor presidente, nunca supo, porque la convocatoria no se lo decía, que la cuestión del arbitraje era diferente o superior a las demás que hubiesen de recomendarse. No se le alcanza a la Argentina, ni a ninguna otra de las repúblicas se le alcanzará, que el arbitraje, que es la más ardua de las cuestiones de la conferencia, se trate con más ligereza que todas las demás cuestiones; ni que en una conferencia de delegados reunida para discutir y recomendar diferentes asuntos, y entre ellos el del arbitraje, se traten unos asuntos como delegados para discutir y recomendar, y otros como delegados para tratar, y se envíe a los gobiernos para estudio, los asuntos más simples, a que los acepte o no, y el más, grave de todos sea el único que se les envíe como aceptado, y con la obligación moral de aceptarlo, puesto que lo está por su delegación. Ni los poderes de muchos de los delegados los autorizan para firmar tratado alguno, ni las delegaciones tienen la facultad de obligar a sus gobiernos, ni usurpar los privilegios de las cancillerías. Ni este asunto del arbitraje difiere, o tiene por qué diferir, de los demás asuntos. La Argentina recomienda el proyecto: no firma el tratado". Blaine alega. Quintana alega. Impone Blaine. Impone Quintana. Traducen, confusos, los intérpretes. Blaine entiende que Quintana se opone a que se considere de nuevo el artículo último; Quintana entiende que Blaine reabre la discusión del artículo, para que se vote no de nuevo y en todo, como se debe votar si se reabre. sino en particular, sobre la moción de Trescott, que quiere poner delegados donde dice plenipotenciarios, para que como delegados firmen, con tal que firmen, y así vaya el tratado en pergamino y con sellos vistosos, y el compromiso moral de las delegaciones. Blaine, de sobre los estribos, hace que le traduzcan a Quintana, párrafo a párrafo, el discurso que le va pronunciando. Quintana de sobre los estribos le hace traducir a Blaine el discurso con que le responde párrafo a párrafo. Y las confusiones paran en que Blaine manda rogar a Quintana que insista en su moción de que el caso del artículo pase a comisión y vuelva informado al día siguiente. Quintana {miste amable. sonriendo.
Pero no sonreía al día siguiente, cuando, después de haber acordado Henderson con la comisión el medio conciliatorio de que las delegaciones recomendasen con sus firmas todos los proyectos, para que así quedase recomendado el arbitraje como se quería, pero como todo lo demás, y sin carácter especial ni solemne, surge Trescott, con voz de quien trae órdenes de alto, y se opone al acuerdo de la comisión. ¡Henderson, el presidente de la delegación norteamericana, aceptó el compromiso, y ahora Trescott, el portavoz de los norteamericanos lo rechaza! Blaine concede a los delegados del norte derecho para expresar opiniones diversas antes del voto de la delegación que ha de ser uno. Quintana, rápido, objeta: "Acaso puede hacer eso el delegado; pero no romper el compromiso formal contraído en comisión por el presidente de la comisión misma, que es a la vez presidente de la delegación norteamericana. Puesto que rompe el compromiso la delegación norteamericana, rompe el suyo, y queda en libertad, la delegación argentina". Henderson, que saca la cabeza en estatura a sus presididos, dice que firmó por coacción; que no está conforme con cierta parte del proyecto, la única que redactaron manos meridionales; que el arbitraje no es la tradición del mundo, como se dice allí, sino la guerra, y no ha de quitarse mérito por los enemigos a la panacea del arbitraje, que le parece novedad del país, y artificio novísimo, nunca intentado, y no recurso añejo y universal. Quintana, de pie, les saca luz a los quevedos, y se los ciñe: "¿Acaso cree el delegado del norte que ha sido él el inventor del arbitraje? ¿No sabe de los pueblos primitivos, de Grecia, de Roma, de China, de Inglaterra, de Italia, de Holanda, de Suecia, de Bélgica, de Francia? ¿O saber de lo que se discute, es ser enemigo de lo que se discute? ¿O es el deber, y el mérito, de los delegados de una conferencia, desconocer los asuntos sobre que han de tratar? ¿O es tan desmayada persona el culto caballero de la delegación del norte que la apacible comisión haya podido sembrar en su fuerte pecho el espanto, y arrancarle la firma a mano salteadora? A taponazos, sorpresas y discordias, no se puede imponer en una junta de dieciocho pueblos libres, un arbitrio tan antiguo como la guerra que quiere remediar, tan natural como la justicia y la benevolencia entre los hombres, extendido, sin marca de fábrica, por todo el universo. La delegación argentina, puesto que la de los Estados Unidos rompe su compromiso, rompe el suyo. O firma el arbitraje como todos los demás asuntos de la conferencia, o no firma el arbitraje". Retiran su compromiso, en pos de la Argentina, las delegaciones de la comisión: Bolivia, Venezuela, Colombia, Brasil, Guatemala. Se abre voto sobre la forma en que se ha de firmar el arbitraje. La emoción es intensa. México, Chile y Brasil se abstienen. Ni la Argentina, ni el Paraguay, ni Haití, firmarán tratados, Y votan por firmar el tratado las repúblicas de Centro América, Colombia, Ecuador, Bolivia, apurados por los chilenos. Pero el tratado no llevará la firma de la Argentina, ni la de México, ni la de Chile, etc. ¡Sale, pues, más pobre que todos los demás, el proyecto a que se quería dar más pompa y énfasis! En vez de la alcaldía continental del senador Fry, el autor de la convocatoria de la conferencia, que pidió tutor perpetuo para los pueblos de sesos calientes del Sur, la conferencia aprueba un proyecto de los pueblos del Sur contra toda alcaidía y tutela; que mira en su casa propia cara a cara: y el proyecto no lleva la firma de los pueblos que la secretaría de estado llamó a junta de amigos magnos, teniéndolos por cabeceras de América.
Les pusieron el aro para saltar, y unos se llevaron el aro en los pies y otros saltaron sin pararse a verlo. Y cuando Blaine, con frases de artística emoción, compuesta de modo que a los delegados pareciesen arranque de amor fraterno y al norte promesa disimulada, pronunció la clausura de la conferencia de naciones, llamó "mi amigo muy distinguido, mi amigo altamente apreciado", -al argentino Quintana.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 31 de mayo de 1890
5
CONGRESO DE WASHINGTON
CONGRESO DE WASHINGTON
La última sesión - El Dr. Quintana contra la conquista - Sucesos imprevistos y dramáticos -Los Estados Unidos y Chile
Nueva York, 3 de mayo de 1890.
Señor Director de La Nación:
Ya se van, aleccionados y silenciosos, los delegados que vinieron de los pueblos de América a tratar, por el convite de Washington, sobre las cosas americanas. Ya vuelven a Centro América los de los cinco países, más centroamericanos de lo que vinieron, porque al venir se veían de soslayo unos a otros, y ahora se van juntos como si comprendieran que este medo de andar les va mejor. Ya salen en las conversaciones poco a poco, sin la cautela de los días oficiales, las notas curiosas, los desengaños y asombros. "¡Y éste era el gran estadista!" "¡Y llamaron a toda la América, y se la están arrebatando unos a otros los candidatos rivales, y no caímos en que esto era ni más ni menos ti ue un ardid electoral!" "Ahora me convenzo, -dijo en la mesa de adiós un yanquiniano convertido, -de que me he pasado los años cazando mariposas". Casi todas las repúblicas, como jadeantes de la última pelea, estaban dándose la mano en torno de una mesa del Shoreham. Se hablaba de prisa, con júbilo, en voz baja, como cuando hay nacimiento, como cuando hay boda. Velarde, el de Bolivia, radiante de gratitud, brindó, entre un coro de copas levantadas "¡por el héroe del día, por el Bayardo de la conferencia, por el mantenedor inquebrantable de los derechos de los oprimidos y de los débiles, por el autor y el abogado triunfante del proyecto contra la conquista!" Y de todos los labios brotaron, como de hijos a padre, palabras de ternura y agradecimiento. Quintana, vencido por primera vez, sólo acierta a decir: "¡Para mi patria acepto estos cariños! ¡Nada más que un pueblo somos todos nosotros en América! ¡Yo he cumplido, y todos hemos cumplido con nuestro deber!”. Un americano, sin patria, hijo infeliz de una tierra que no ha sabido aún inspirar compasión a las repúblicas de que es centinela natural, y parte indispensable, veía, acaso con lágrimas, aquel arrebato de nobleza. Las repúblicas, compadecidas se volvieron al rincón del hombre infeliz, y brindaron por el americano sin patria. Lo que tomaron unos a piedad y otros a profecía.
La batalla del día fue de veras muy recia. El Zollverein había sido el campo de combate en lo económico, y la Argentina lo ganó, de cara al sol. El proyecto de conquista, suma y término natural del arbitraje, era el campo de combate en lo político; ¿lo ganaría la Argentina también, cuando tenía al sol en contra? Porque, entre los de habla castellana, el entusiasmo con que se acogió el proyecto de honradez y humanidad que a todos las asegura y garantiza, y no se puede rechazar sin confesarse reo voluntario y descarado contra la humanidad y la honradez, fue tan loable como la moderación con que en la casa extranjera, refrenó los impulsos a que lo pudo llevar el interés amenazado o la ira, el único pueblo de nuestra América que por sus pecados de guerra, pudo creer que le iba al pecho el proyecto levantado en masa por todas las repúblicas del continente, como un coro de hermanos. Quien vio aquel espectáculo, jamás lo olvidará. Los pecadores se arrepentirán; y lo que se tomó por mal consejo se devolverá noblemente a su hora. En nuestra América no puede haber Caines. ¡ Nuestra América es una! Pero la otra América se negó a firmar el proyecto que declara "eliminada para siempre la conquista del derecho público americano". Luego, sofocada, consintió en declarar eliminada la conquista "por veinte años". Quintana redactó el proyecto en la comisión de bienestar general, el proyecto de los cuatro artículos, en que se elimina la conquista para siempre, -que las cesiones territoriales en virtud de coacción serán nulas, -que los pueblos forzados a ceder sus tierras pueden recurrir al arbitraje, -que será nula la renuncia del derecho de llamarse a arbitramento. En lo privado se contaban todas las escaramuzas de la comisión: ¿Por qué Henderson, el presidente de los delegados del norte, se oponía al proyecto contra la conquista, o dejaba a la conquista una puerta abierta, con su enmienda sobre la ofensa, que reservaba el derecho de conquista, al pueblo que cayera sobre otro por creerse ofendido?: la comisión entera aceptaba el proyecto, argentinos, colombianos, brasileños, guatemaltecos, venezolanos; ¿por qué los Estados Unidos son los únicos que no aceptan? Blaine llamó a conferencias a la comisión, y dijo que aceptaba el proyecto, a los pocos pases con Quintana, que con explicaciones oportunas y concesiones de lenguaje le aquietó el miedo visible de que el proyecto intentase poner en tela de juicio los derechos de los Estados Unidos sobre la tierra que le quitaron a México, a los que les pudieran caber en lo futuro por la ocupación violenta del Canadá; ¿cómo Blaine, que aceptó el proyecto, se volvió atrás, después de sus entrevistas con Henderson, el que intimó a Sáenz Peña cuando el Zollverein, que "aceptase ahora lo que los Estados Unidos le ofrecían, porque la fortuna tiene alas a los pies, y esa oportunidad podría no volver a presentársele nunca?" A lo que Sáenz Peña contestó demostrando que a la fortuna de alas le importaba más ir a la Argentina que a la Argentina venir a la fortuna de alas, lo mismo que Quintana que no se movió de su silla por la posición de Henderson, (ni por la postura) ni la postura de Blaine, y no mudó el proyecto. Toda la comisión lo firmó menos Henderson: Colombia firmó el preámbulo y la declaración contra la conquista.
Y eran los últimos instantes de la conferencia: era la tarde última. Ya esperaba encendido, el vapor que había de llevar a los delegados a la visita de Mount Vernon: ya estaba dispuesto con los enseres de oro el tren que debía llevar a los delegados al paseo del sur, y volvió del paseo interrumpido, porque sólo dos delegados curiosos fueron en él, uno de Venezuela y otro de Colombia. Que los delegados no iban, que su negativa tenía a Blaine airado. Que Henderson no cejaba un ápice en su oposición a que se condenase la conquista. Que Blaine cedió primero al plan, de temor de que le fallase el arbitraje: y cuando sacó el arbitraje que pudo, volvió a sacar el águila, y no hallaba modo de sofocar el "americanismo intenso" que le celebran a su enemigo Henderson. Que Chile podía tener a México por amigo, puesto que a México le suponen, los que no lo conocen, apetitos centroamericanos. Que por el miedo de descontentar a los Estados Unidos, que iba a tener a su lado a México y Chile, pudieran otros países de poca espina irse con ellos, y dejar el proyecto del honor sin suficiente amparo. Al lado de Chile, inmutable, Bolivia, crispada. El Paraguay, cosido a Bolivia. El Perú, pálido. Y empieza la votación. ¿Cuál, cuál será el pueblo de América que se niegue a declarar que es un crimen la ocupación de la propiedad de un pueblo hermano, que se reserve a sabiendas, el derecho de arrebatar por la fuerza su propiedad a un pueblo de su propia familia? ¿Chile acaso? No: Chile no vota contra la conquista; pero es quien es, y se abstiene de votar, no vota por ella, ¿México tal vez? México no: México es tierra de Juárez, y no de Taylors.
Y uno tras otro, los pueblos de América, votan en pro del proyecto contra la conquista. "Sí", dice cada uno, y cada uno lo dice más alto. Un solo "no" resuena: el "no" de los Estados Unidos. Blaine, con la cabeza baja, cruza solo el salón. Los diez delegados del norte le siguen, en tumulto, a la secretaría. En el salón se oye a Quintana, defendiendo el proyecto, en la discusión de artículos, de la tacha de ineficaz y redundante que le pone el delegado de Colombia, el gramático Martínez Silva: "El proyecto no quiere, decía Quintana, reabrir el proceso de culpas pasadas, sino impedir que los pueblos de América se manchen la honra con nuevas culpas, y conquistándose entre sí, conviden, y acaso justifiquen, la conquista ajena". "¡Eficacia! ¿Pues qué fuerza es a la larga mayor en el mundo que la de la condenación moral, que es la sombra del crimen, y acaba con él, y no hay fuerza material que le resista?" Y se oía de lejos la voz: "Yo no quiero recordar las guerras fratricidas de América sino para deplorarlas".
Viene Flint, el sonriente delegado del norte y le habla a Quintana muy quedo. Blaine desea que Quintana conferencie con los del norte, bajo su presidencia desea enmendar el voto. Quintana esta en pie defendiendo su proyecto: "siente mucho no poder complacer al secretario de estado": "está ante la conferencia, está en pie, defendiendo el provecto". Ni en su colega Sáenz Peña puede delegar: Sáenz Peña, que ha recibido ese mismo día su nombramiento de ministro de relaciones exteriores, no asiste a aquella inquieta sesión. Flint vuelve, con un recado aún más apremiante. Quintana, "está en pie ante la conferencia". F1int pide que se suspenda la sesión, y se suspende. La comisión del proyecto, con Quintana a la cabeza, se reúne en secretaría con los del norte, presididos por Blaine. Crúzanse enmiendas. Desvirtúan todos el pensamiento. Recházanse todas. Insiste Blaine en que no se condene la conquista para siempre, sino por el mismo término por que se ha acordado el arbitraje, por veinte años, -en que se prescinda de la cláusula que declara nula la renuncia de llamarse a arbitramento para recobrar los territorios cedidos por la fuerza. Quintana alega: "pues si no se puede acudir al arbitraje en el caso más grave, más claro, y más justo, ¿de qué sirve el arbitraje, ni qué recurso queda contra el abuso de la fuerza? ¿Y si la conquista es un crimen, se la declara tal por veinte años, y a los veinte años de tenerla por crimen, se la absuelve? ¿Y tendremos entonces este artículo: "se declara inhumana la conquista, por veinte años?" Blaine arruga el papel que tiene bajo la mano. Observa que algunos de los de la comisión, deseosos de obtener para el proyecto la sanción del norte, por un celo patriótico que nadie les ha de censurar, hablan entre sí, miran a Quintana, le ruegan acaso que ceda. "¿y qué sanción le queda entonces al proyecto, y paz de papel es esta que sólo ha de durar, con la conquista a la puerta, veinte años?" Se pone Blaine de pie, saca de sí más cuerpo que el usual, clava en Quintana los ojos penetrantes, le ofrece "por última vez", las bases de la transacción "en nombre del gobierno de los Estados Unidos". La comisión mira a Quintana, inquieta.
Un relámpago le pasa a Quintana por los ojos: "declino el ofrecimiento. Creo justo y necesario el proyecto primitivo". Echa Blaine su sillón atrás, y sale, a paso recio, a reanudar la sesión. Rodean a Quintana sus compañeros. Bolivia, conmueve, el Brasil, cree que se debe ceder. "El principio es lo que importa". "Lo que importa es que la sentencia sea unánime". Y estaba Quintana demostrándoles, con suave entereza que la cláusula de arbitraje sobre las cesiones forzosas era el amparo más seguro contra la conquista, cuando aparece ante ellos Blaine, cambiado ya el rostro. "¿Espero, señor Quintana, que seguiremos siendo amigos?" "Nunca he creído, señor secretario, que habíamos dejado de serlo". Y le dio Blaine la mano. No había aún dejado Blaine la secretaría, y entró Carnegie, el escocés astuto y cordial, buscando a Quintana. Pequeñín, chato, ojirredondo, risueño, ágil. "¡Es un pecado pelearse, buen amigo Quintana, con el buen amigo Blaine!" "¡Estas son cosas de palabras, y con palabras se arreglan!" “¡Propóngame que yo veré que acepte el otro buen amigo!" Conviene Quintana en "¡la mutilación de los veinte años, con tal de que se conserve la cláusula del arbitraje en los casos de renuncias territoriales forzosas!".
De un paso va Carnegie, y de otro vuelve. "¡Pues aceptado! Es claro que aceptado!" Vuelven los comisionados a la sala; baja Blaine de su asiento; propone con acentos paternales el proyecto reformado a la conferencia. Quintana, sencillo, lee la congratulación en los ojos de todos. Había promesas en el aire, y como fiesta futura. Carnegie iba de un lado a otro, dando a todos las manos. La conferencia vota.
¿Por qué era un pueblo de nuestra América, de nuestra familia de pueblos, el único que salió de la conferencia con la cabeza baja?
JOSÉ MARTÍ
Nueva York, 5 de mayo de 1890
Señor Director de La Nación:
Ya se van, aleccionados y silenciosos, los delegados que vinieron de los pueblos de América a tratar, por el convite de Washington, sobre las cosas americanas. Ya vuelven a Centro América los de los cinco países, más centroamericanos de lo que vinieron, porque al venir se veían de soslayo unos a otros, y ahora se van juntos como si comprendieran que este medo de andar les va mejor. Ya salen en las conversaciones poco a poco, sin la cautela de los días oficiales, las notas curiosas, los desengaños y asombros. "¡Y éste era el gran estadista!" "¡Y llamaron a toda la América, y se la están arrebatando unos a otros los candidatos rivales, y no caímos en que esto era ni más ni menos ti ue un ardid electoral!" "Ahora me convenzo, -dijo en la mesa de adiós un yanquiniano convertido, -de que me he pasado los años cazando mariposas". Casi todas las repúblicas, como jadeantes de la última pelea, estaban dándose la mano en torno de una mesa del Shoreham. Se hablaba de prisa, con júbilo, en voz baja, como cuando hay nacimiento, como cuando hay boda. Velarde, el de Bolivia, radiante de gratitud, brindó, entre un coro de copas levantadas "¡por el héroe del día, por el Bayardo de la conferencia, por el mantenedor inquebrantable de los derechos de los oprimidos y de los débiles, por el autor y el abogado triunfante del proyecto contra la conquista!" Y de todos los labios brotaron, como de hijos a padre, palabras de ternura y agradecimiento. Quintana, vencido por primera vez, sólo acierta a decir: "¡Para mi patria acepto estos cariños! ¡Nada más que un pueblo somos todos nosotros en América! ¡Yo he cumplido, y todos hemos cumplido con nuestro deber!”. Un americano, sin patria, hijo infeliz de una tierra que no ha sabido aún inspirar compasión a las repúblicas de que es centinela natural, y parte indispensable, veía, acaso con lágrimas, aquel arrebato de nobleza. Las repúblicas, compadecidas se volvieron al rincón del hombre infeliz, y brindaron por el americano sin patria. Lo que tomaron unos a piedad y otros a profecía.
La batalla del día fue de veras muy recia. El Zollverein había sido el campo de combate en lo económico, y la Argentina lo ganó, de cara al sol. El proyecto de conquista, suma y término natural del arbitraje, era el campo de combate en lo político; ¿lo ganaría la Argentina también, cuando tenía al sol en contra? Porque, entre los de habla castellana, el entusiasmo con que se acogió el proyecto de honradez y humanidad que a todos las asegura y garantiza, y no se puede rechazar sin confesarse reo voluntario y descarado contra la humanidad y la honradez, fue tan loable como la moderación con que en la casa extranjera, refrenó los impulsos a que lo pudo llevar el interés amenazado o la ira, el único pueblo de nuestra América que por sus pecados de guerra, pudo creer que le iba al pecho el proyecto levantado en masa por todas las repúblicas del continente, como un coro de hermanos. Quien vio aquel espectáculo, jamás lo olvidará. Los pecadores se arrepentirán; y lo que se tomó por mal consejo se devolverá noblemente a su hora. En nuestra América no puede haber Caines. ¡ Nuestra América es una! Pero la otra América se negó a firmar el proyecto que declara "eliminada para siempre la conquista del derecho público americano". Luego, sofocada, consintió en declarar eliminada la conquista "por veinte años". Quintana redactó el proyecto en la comisión de bienestar general, el proyecto de los cuatro artículos, en que se elimina la conquista para siempre, -que las cesiones territoriales en virtud de coacción serán nulas, -que los pueblos forzados a ceder sus tierras pueden recurrir al arbitraje, -que será nula la renuncia del derecho de llamarse a arbitramento. En lo privado se contaban todas las escaramuzas de la comisión: ¿Por qué Henderson, el presidente de los delegados del norte, se oponía al proyecto contra la conquista, o dejaba a la conquista una puerta abierta, con su enmienda sobre la ofensa, que reservaba el derecho de conquista, al pueblo que cayera sobre otro por creerse ofendido?: la comisión entera aceptaba el proyecto, argentinos, colombianos, brasileños, guatemaltecos, venezolanos; ¿por qué los Estados Unidos son los únicos que no aceptan? Blaine llamó a conferencias a la comisión, y dijo que aceptaba el proyecto, a los pocos pases con Quintana, que con explicaciones oportunas y concesiones de lenguaje le aquietó el miedo visible de que el proyecto intentase poner en tela de juicio los derechos de los Estados Unidos sobre la tierra que le quitaron a México, a los que les pudieran caber en lo futuro por la ocupación violenta del Canadá; ¿cómo Blaine, que aceptó el proyecto, se volvió atrás, después de sus entrevistas con Henderson, el que intimó a Sáenz Peña cuando el Zollverein, que "aceptase ahora lo que los Estados Unidos le ofrecían, porque la fortuna tiene alas a los pies, y esa oportunidad podría no volver a presentársele nunca?" A lo que Sáenz Peña contestó demostrando que a la fortuna de alas le importaba más ir a la Argentina que a la Argentina venir a la fortuna de alas, lo mismo que Quintana que no se movió de su silla por la posición de Henderson, (ni por la postura) ni la postura de Blaine, y no mudó el proyecto. Toda la comisión lo firmó menos Henderson: Colombia firmó el preámbulo y la declaración contra la conquista.
Y eran los últimos instantes de la conferencia: era la tarde última. Ya esperaba encendido, el vapor que había de llevar a los delegados a la visita de Mount Vernon: ya estaba dispuesto con los enseres de oro el tren que debía llevar a los delegados al paseo del sur, y volvió del paseo interrumpido, porque sólo dos delegados curiosos fueron en él, uno de Venezuela y otro de Colombia. Que los delegados no iban, que su negativa tenía a Blaine airado. Que Henderson no cejaba un ápice en su oposición a que se condenase la conquista. Que Blaine cedió primero al plan, de temor de que le fallase el arbitraje: y cuando sacó el arbitraje que pudo, volvió a sacar el águila, y no hallaba modo de sofocar el "americanismo intenso" que le celebran a su enemigo Henderson. Que Chile podía tener a México por amigo, puesto que a México le suponen, los que no lo conocen, apetitos centroamericanos. Que por el miedo de descontentar a los Estados Unidos, que iba a tener a su lado a México y Chile, pudieran otros países de poca espina irse con ellos, y dejar el proyecto del honor sin suficiente amparo. Al lado de Chile, inmutable, Bolivia, crispada. El Paraguay, cosido a Bolivia. El Perú, pálido. Y empieza la votación. ¿Cuál, cuál será el pueblo de América que se niegue a declarar que es un crimen la ocupación de la propiedad de un pueblo hermano, que se reserve a sabiendas, el derecho de arrebatar por la fuerza su propiedad a un pueblo de su propia familia? ¿Chile acaso? No: Chile no vota contra la conquista; pero es quien es, y se abstiene de votar, no vota por ella, ¿México tal vez? México no: México es tierra de Juárez, y no de Taylors.
Y uno tras otro, los pueblos de América, votan en pro del proyecto contra la conquista. "Sí", dice cada uno, y cada uno lo dice más alto. Un solo "no" resuena: el "no" de los Estados Unidos. Blaine, con la cabeza baja, cruza solo el salón. Los diez delegados del norte le siguen, en tumulto, a la secretaría. En el salón se oye a Quintana, defendiendo el proyecto, en la discusión de artículos, de la tacha de ineficaz y redundante que le pone el delegado de Colombia, el gramático Martínez Silva: "El proyecto no quiere, decía Quintana, reabrir el proceso de culpas pasadas, sino impedir que los pueblos de América se manchen la honra con nuevas culpas, y conquistándose entre sí, conviden, y acaso justifiquen, la conquista ajena". "¡Eficacia! ¿Pues qué fuerza es a la larga mayor en el mundo que la de la condenación moral, que es la sombra del crimen, y acaba con él, y no hay fuerza material que le resista?" Y se oía de lejos la voz: "Yo no quiero recordar las guerras fratricidas de América sino para deplorarlas".
Viene Flint, el sonriente delegado del norte y le habla a Quintana muy quedo. Blaine desea que Quintana conferencie con los del norte, bajo su presidencia desea enmendar el voto. Quintana esta en pie defendiendo su proyecto: "siente mucho no poder complacer al secretario de estado": "está ante la conferencia, está en pie, defendiendo el provecto". Ni en su colega Sáenz Peña puede delegar: Sáenz Peña, que ha recibido ese mismo día su nombramiento de ministro de relaciones exteriores, no asiste a aquella inquieta sesión. Flint vuelve, con un recado aún más apremiante. Quintana, "está en pie ante la conferencia". F1int pide que se suspenda la sesión, y se suspende. La comisión del proyecto, con Quintana a la cabeza, se reúne en secretaría con los del norte, presididos por Blaine. Crúzanse enmiendas. Desvirtúan todos el pensamiento. Recházanse todas. Insiste Blaine en que no se condene la conquista para siempre, sino por el mismo término por que se ha acordado el arbitraje, por veinte años, -en que se prescinda de la cláusula que declara nula la renuncia de llamarse a arbitramento para recobrar los territorios cedidos por la fuerza. Quintana alega: "pues si no se puede acudir al arbitraje en el caso más grave, más claro, y más justo, ¿de qué sirve el arbitraje, ni qué recurso queda contra el abuso de la fuerza? ¿Y si la conquista es un crimen, se la declara tal por veinte años, y a los veinte años de tenerla por crimen, se la absuelve? ¿Y tendremos entonces este artículo: "se declara inhumana la conquista, por veinte años?" Blaine arruga el papel que tiene bajo la mano. Observa que algunos de los de la comisión, deseosos de obtener para el proyecto la sanción del norte, por un celo patriótico que nadie les ha de censurar, hablan entre sí, miran a Quintana, le ruegan acaso que ceda. "¿y qué sanción le queda entonces al proyecto, y paz de papel es esta que sólo ha de durar, con la conquista a la puerta, veinte años?" Se pone Blaine de pie, saca de sí más cuerpo que el usual, clava en Quintana los ojos penetrantes, le ofrece "por última vez", las bases de la transacción "en nombre del gobierno de los Estados Unidos". La comisión mira a Quintana, inquieta.
Un relámpago le pasa a Quintana por los ojos: "declino el ofrecimiento. Creo justo y necesario el proyecto primitivo". Echa Blaine su sillón atrás, y sale, a paso recio, a reanudar la sesión. Rodean a Quintana sus compañeros. Bolivia, conmueve, el Brasil, cree que se debe ceder. "El principio es lo que importa". "Lo que importa es que la sentencia sea unánime". Y estaba Quintana demostrándoles, con suave entereza que la cláusula de arbitraje sobre las cesiones forzosas era el amparo más seguro contra la conquista, cuando aparece ante ellos Blaine, cambiado ya el rostro. "¿Espero, señor Quintana, que seguiremos siendo amigos?" "Nunca he creído, señor secretario, que habíamos dejado de serlo". Y le dio Blaine la mano. No había aún dejado Blaine la secretaría, y entró Carnegie, el escocés astuto y cordial, buscando a Quintana. Pequeñín, chato, ojirredondo, risueño, ágil. "¡Es un pecado pelearse, buen amigo Quintana, con el buen amigo Blaine!" "¡Estas son cosas de palabras, y con palabras se arreglan!" “¡Propóngame que yo veré que acepte el otro buen amigo!" Conviene Quintana en "¡la mutilación de los veinte años, con tal de que se conserve la cláusula del arbitraje en los casos de renuncias territoriales forzosas!".
De un paso va Carnegie, y de otro vuelve. "¡Pues aceptado! Es claro que aceptado!" Vuelven los comisionados a la sala; baja Blaine de su asiento; propone con acentos paternales el proyecto reformado a la conferencia. Quintana, sencillo, lee la congratulación en los ojos de todos. Había promesas en el aire, y como fiesta futura. Carnegie iba de un lado a otro, dando a todos las manos. La conferencia vota.
¿Por qué era un pueblo de nuestra América, de nuestra familia de pueblos, el único que salió de la conferencia con la cabeza baja?
JOSÉ MARTÍ
Nueva York, 5 de mayo de 1890
6
LOS DELEGADOS ARGENTINOS EN NUEVA YORK
El paseo por el sur - La opinión y los delegados - Obsequios a los delegados argentinos - Banquete de Vanderbilt al doctor Sáenz Peña
La Nación, Buenos Aires, 15 de junio de 1890
Señor Director de La Nación:
Ha vuelto el tren de Richmond, el tren extraordinario donde habían de recorrer los delegados benévolos las comarcas celosas del oeste y del sur, que no quieren que los meridionales se vayan del país sin haberles visto sus pueblos e industrias, y mantienen su derecho "a los beneficios comerciales que resulten de las excursiones de los delegados, puesto que de los fondos de todos ha pagado el erario los gastos de su hospitalidad, y han de llevar a sus pueblos noticias de todos"; ha vuelto el tren, porque de las dieciocho delegaciones sólo montaron en él dos delegados intrépidos, con mucho agregado segundón y gente menor, que no era lo que quería ver la rica Atlanta, la patria laboriosa del pobre Grady: ni Richmond, la ciudad leal que le va a levantar un monumento a Lee; ni Nueva Orleans, que ha recibido con fiestas la bandera confederada que la ciudad de Richmond le manda a la viuda de Jefferson Davis, el caballero de alma marcial que no había leído, en lo mucho que leyó, "nada más grande que Pablo y Virginia". Por un instante parecían decididas a deponer sus lutos, más por cortesía de su natural que por deseo verdadero, las ciudades señoriales y desvencijadas que no quieren oír el ruido del mundo, ni dar licencia para que los visitadores indiferentes maltraten la yerba que crece sobre las tumbas: ¿no dice un poeta de Richmond, que de noche, cuando las estrellas se ocultan entre las nubes, la yerba canta? -¿que se oye como un susurro, --que brillan ojos de fuego entre la yerba, -que por la mañana, sobre la yerba húmeda, parece un sombrero confederado? Pero para "los meridionales" iba a haber, por la simpatía de los cabellos negros, exhibición de industrias en Atlanta, y en Richmond cuadrillas de honor, y en Orleans fiestas como las de los carnavales. La grita fue grande, cuando el gobierno, con razón de que "el número de los delegados en viaje no justificaba el gasto que se iba a hacer por ellos", ordenó que el tren de los enseres de oro interrumpiese el viaje. Los dos delegados solitarios y los agregados y gente menor se negaron, coléricos, a volver a Washington en el tren de los enseres de oro; sino que volvieron, cuál con el gabán por las orejas, cuál con la barba de tres días, a su propia costa. ¿Ni cómo podían los delegados ir decorosamente a este viaje, cuando aparte del ansia natural por volver a sus tierras a dar cuenta de su mandato, era público y confeso que la gira se hacía para acallar los clamores de las comarcas a quienes se quiere tener complacidas para las elecciones venideras y ha entrado ya en la leyenda y la caricatura el viaje primero de los delegados por el este y el noroeste, que los diarios pintan como ocasión nunca vista y harto aprovechada por "las familias de nuestros amigos del sur que andan viajando a costa de los Estados Unidos, que son ricos y pueden pagar, aunque en verdad eran los agregados muchos, y los cigarros demasiado buenos, y se gastó mucha champaña?"
Volvió de Richmond el tren vacío; y en el mismo diario donde estaba la noticia, se leía sin más extrañeza que la de los incautos, la novedad de que el secretario de estado había sacado de los anaqueles la reclamación de un ciudadano del norte, y castigaba con ella al ministro delegado de Guatemala, a Fernando Cruz. ¿Pero no tuvo dormida durante la conferencia esta reclamación la Secretaría de Estado, mientras se creyó que Guatemala iría por donde se le dijese que fuera, y con ella el Salvador y Honduras? ¿No sabe de sobra la secretaría que esta reclamación es inicua si no burlesca, puesto que el individuo reclama contra el gobierno guatemalteco, en su calidad de ciudadano norteamericano, porque el gobierno lo puso preso en atención a la solicitud del ministro de los Estados Unidos en Guatemala, por haber atentado al honor de su nación en la persona del ministro? ¿Y cómo al día después de erguirse Cruz, junto con toda su América, y tomar filas en lo del arbitraje, con los argentinos, con los brasileros, con la familia del sur, con los pueblos de su habla, le resucitan la reclamación que tenían como escondida, y dan al público a sabiendas informes falsos, calculados para que el país se le eche encima a Cruz, y vean en su tierra, que ha cesado de ser persona grata? Cruz abrió a la prensa su libro de telegramas, donde estaba la historia del caso, y paró con discreta bravura el golpe. ¿O no fue eso, sino el temor del secretario de que le viniese encima, por las ruidosas victorias de los argentinos, la censura de flaqueza para con "esos pueblos del mediodía", y el deseo de quitarle virtud a la acusación mostrándose vigilante y enérgico en lo menos comprometido que halló a mano?
Y es la primera ventaja del decoro de los pueblos latinos en la conferencia el visible respeto, y mayor conocimiento, con que hablan de ellos, como asombrados y confusos, los que paran en ver que mucho de lo que tenían por incapacidad ajena era ignorancia suya. Ya buscan corresponsales fijos en los países del sur, y cuentan en detalle los sucesos de su hacienda y su política. Ya tachan a las empresas de noticias porque no son tan amplias y frecuentes las del sur como el público desea. Ya comentan los cambios de gabinetes, y llevan cuenta de los factores políticos y de las personas. Los comerciantes lisonjeros sujetan el estribo de los magnates del sur, sombrero en mano. Los poderosos de la república, halagados, como hombres que son, de ver hombres ante sí, tomo a tales los tratan; y aun parecen tener gusto en mostrarles con especial aprecio su sorpresa.
¡No hay como volverse de frente para echar atrás a los que nos pican las espaldas!
Cierto es que el día de la revista militar, que fue a las puertas de la Casa Blanca, en la hora del sol, ni ofrecieron entrada a las señoras, que estaban al fuego del sol en los carruajes descubiertos, ni les llevaron a los coches la limonada republicana, ni salió a recibir a sus huéspedes la esposa del presidente, que miraba de detrás de una cortina, ni saludó el presidente a las señoras.
Pero con los últimos días vino mayor respeto, y acaso ninguna otra delegación ha recibido más muestras de él que la argentina. Carnegie propalaba entre los delegados la satisfacción con que Blaine recibió el nombramiento de ministro de Sáenz Peña, -el que, sin mudar de voz, "porque no había para qué", dijo, como miembro de la Comisión de comunicaciones del Atlántico, que "si el congreso votaba el provecto de tarifa de MacKinley, que aumenta fuera de toda prudencia y justicia el derecho sobre las lanas argentinas, la delegación argentina contestará a esta falta de respeto retirando su recomendación al proyecto de subvencionar los vapores, recomendación que hemos hecho más que por necesidad por cortesía": -el que sacó de sus asientos a la delegación del norte cuando preguntó, como cosa natural, sin apagar el cigarro, en qué proporción llevarían los buques subvencionados las banderas de sus países, cuando los del norte tenían por seguro que, aunque los demás países entrasen a pagar los vapores, la del norte era la bandera única que habían de llevar, -el que cuando en la comisión de Zollverein dejó Henderson, airado y descompuesto, un proyecto sobre la mesa, "y que lo llamasen cuando fueran a votar, porque tenía otros quehaceres", - formuló al punto su voto contra los tratados de reciprocidad, y dejó sobre la mesa, sin acceder a volver a la sala, como se lo pedía Henderson contrito, "porque el delegado argentino tenía otros quehaceres", -el que puso sin ambages ante la conferencia el caso económico, trató al norte arrogante de hombro a hombro, y le descoyuntó las estadísticas. En su sitial de delegado estaba Sáenz Peña cuando recibió la nota autógrafa y espontánea de Blaine: "Será para mí motivo de gran satisfacción corresponderme con Ud. acerca de los intereses indisolubles de las dos repúblicas".
Y al paso de los argentinos por Nueva York; los poderes del país los han tenido de una mesa en otra; la bandeja iba y venía con tarjetas de navieros tenaces; de comerciantes pudientes, de capitalistas investigadores, de enviados oficiosos. Unos hablaban de Quintana, de ferrocarriles, de tierras nuevas, de la riqueza firme de la república, de su poder de recuperación y empuje, de la constitución nacional que se asimila lo homogéneo y elevado, y rechaza lo burdo y ruin; era la sala, dicen, registro abierto de ciudadanía: "No ha sido vana, señor, esta conversación", le dijo un millonario: "sepa Ud. que también los millones emigran". Y Carnegie, que tiene en la presidencia de su comedor el sillón en que se sentó en la conferencia, -llevó a su mesa a Quintana, y se le mostró locuaz, abierto, hombre a la manera de su paisano Burns "que para eso es hombre, para ser uno con los hombres de todos los países".
Otras veces había coro de comerciantes en la sala del hotel. Sáenz Peña les demuestra la vanidad de pretender henchir de artefactos del norte el mercado argentino, cuando el norte le cierra las puertas a los productos argentinos, los invita, más con su altiva tranquilidad que con su solicitud, a tratar con el país sobre bases de conocimiento y de respeto; los induce a llevar a la Argentina la manufactura de las lanas.
Será para el provecho de la Argentina, pero también para el de ellos. Allí pueden fabricar sus lanas y venderlas; mientras que aquí, con su tarifa prohibitiva, no las pueden vender, y tienen que ir moviendo política, y pujando paternidades, y levantando una unión comercial hispanoamericana que se cae, como monumentos de copas de champagne, al suelo, para echar sobre el continente las lanas pordioseras. Allí hay gran campo para la venta: pongan capitales, que el país, a pesar de sus cuitas, tiene fondo de tierras permanente que, al cabo de cuentas, ha de responder por cuanto se ponga en él; lleven máquinas, y útiles, y materiales de fabricación, que ya se hará por que entren, puesto que es para bien de la república, libres de derechos. ¿Ganancias? ¡Por supuesto que las hay! ¿No paga la Argentina flete y seguro sobre cada cien libras de lana sucia, que sólo le dan treinta limpias?
¿No ha de sacar su utilidad el manufacturero europeo, y ponerla en el precio? ¿No paga la lana argentina al volver manufacturada al país, un cuarenta y cinco por ciento de derechos de importación? Pues manufactúresela allá, y el manufacturero tendrá amplio mercado para un producto de consumo indispensable, que no tendría que pagar ni flete, y seguro por tres tantos de su material real, ni flete de vuelta, ni cuarenta y cinco por derechos de importación. La Argentina, es cierto, ganaría con el establecimiento de la nueva industria y su pueblo se vestiría más barato y mejor, y ¿por qué no con su empuje, y su mucha lana, y sus facilidades para exportar, no se haría en poco tiempo país exportador,-no proveería, por lo menos, a los mercados cercanos? La Argentina ganaría, sí; pero los que llevasen la industria harían un negocio pingüe. Por las noches, en el Club de los Lenceros, en el comedor del Unión League, en cierta mesa de la cantina célebre de Hoffman, se oían frases como estas: "¿Y esta clase de hombres, de dónde han salido?" "Saben de nuestras cosas más que nosotros mismos". "Ese ministro joven me dejó hoy convencido". "Los amigos creen que hay asunto en lo que nos dijo hoy y que vale la pena de llevar allá los telares que se nos están quedando aquí sin quehacer". "¡Smith, este Pommery por el primer telar yanqui que pongamos en la Argentina!" "¡Eso no, -dijo de brillantón en la pechera, traje de pana nacional, y botas de becerro: por esas cosas no se brinda con Pommery sino con champaña de nuestras uvas, con champaña de Ohio!" Que no fue como la que sirvió Sheppard, el agresivo republicano casado con la Vanderbilt, en la comida de honor, con que en la casa monumental, copia de la de Francisco I, obsequió el matrimonio millonario a los esposos Sáenz Peña.
Allí estaba Chauncey Depew, el abogado de la casa, y el presidente posible: allí el general Sherman, con su cara rugosa, que se llenó de luz: como cuando da un rayo de sol sobre los riscos, cuando Sáenz Peña recibió, con sincera gratitud, un suntuoso ejemplar de sus "Memorias": allí Flint, que el día antes tuvo a su mesa, entre gente de pro, a los dos delegados bonaerenses: allí Lawford, cuñado del juez supremo de Inglaterra y el presidente de la cámara de comercio de Nueva York, y navieros y capitalistas. La hija de la casa tenía a su derecha a Quintana, y a su izquierda al cónsul argentino. Estaba Zegarra, el vicepresidente del congreso, y Hurtado, el delegado colombiano, y Guzmán, el ministro nicaragüense. Con sus señoras habían ido muchos: estaba la señora de Pitkins. Y en la mesa fue rara la cordialidad, de oro la vajilla de los postres, y entusiasta la admiración a la esposa argentina.
El periódico de Sheppard, el Mail and Express, describía con pluma complacida el banquete memorable; -y celebraba, en las columnas editoriales, el aniversario de la batalla de Palo Alto, "donde Taylor con dos mil norteamericanos, derrotó a seis mil mexicanos y perdió sólo cuatro soldados y tres oficiales".
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 19 de junio de 1890
Señor Director de La Nación:
Ha vuelto el tren de Richmond, el tren extraordinario donde habían de recorrer los delegados benévolos las comarcas celosas del oeste y del sur, que no quieren que los meridionales se vayan del país sin haberles visto sus pueblos e industrias, y mantienen su derecho "a los beneficios comerciales que resulten de las excursiones de los delegados, puesto que de los fondos de todos ha pagado el erario los gastos de su hospitalidad, y han de llevar a sus pueblos noticias de todos"; ha vuelto el tren, porque de las dieciocho delegaciones sólo montaron en él dos delegados intrépidos, con mucho agregado segundón y gente menor, que no era lo que quería ver la rica Atlanta, la patria laboriosa del pobre Grady: ni Richmond, la ciudad leal que le va a levantar un monumento a Lee; ni Nueva Orleans, que ha recibido con fiestas la bandera confederada que la ciudad de Richmond le manda a la viuda de Jefferson Davis, el caballero de alma marcial que no había leído, en lo mucho que leyó, "nada más grande que Pablo y Virginia". Por un instante parecían decididas a deponer sus lutos, más por cortesía de su natural que por deseo verdadero, las ciudades señoriales y desvencijadas que no quieren oír el ruido del mundo, ni dar licencia para que los visitadores indiferentes maltraten la yerba que crece sobre las tumbas: ¿no dice un poeta de Richmond, que de noche, cuando las estrellas se ocultan entre las nubes, la yerba canta? -¿que se oye como un susurro, --que brillan ojos de fuego entre la yerba, -que por la mañana, sobre la yerba húmeda, parece un sombrero confederado? Pero para "los meridionales" iba a haber, por la simpatía de los cabellos negros, exhibición de industrias en Atlanta, y en Richmond cuadrillas de honor, y en Orleans fiestas como las de los carnavales. La grita fue grande, cuando el gobierno, con razón de que "el número de los delegados en viaje no justificaba el gasto que se iba a hacer por ellos", ordenó que el tren de los enseres de oro interrumpiese el viaje. Los dos delegados solitarios y los agregados y gente menor se negaron, coléricos, a volver a Washington en el tren de los enseres de oro; sino que volvieron, cuál con el gabán por las orejas, cuál con la barba de tres días, a su propia costa. ¿Ni cómo podían los delegados ir decorosamente a este viaje, cuando aparte del ansia natural por volver a sus tierras a dar cuenta de su mandato, era público y confeso que la gira se hacía para acallar los clamores de las comarcas a quienes se quiere tener complacidas para las elecciones venideras y ha entrado ya en la leyenda y la caricatura el viaje primero de los delegados por el este y el noroeste, que los diarios pintan como ocasión nunca vista y harto aprovechada por "las familias de nuestros amigos del sur que andan viajando a costa de los Estados Unidos, que son ricos y pueden pagar, aunque en verdad eran los agregados muchos, y los cigarros demasiado buenos, y se gastó mucha champaña?"
Volvió de Richmond el tren vacío; y en el mismo diario donde estaba la noticia, se leía sin más extrañeza que la de los incautos, la novedad de que el secretario de estado había sacado de los anaqueles la reclamación de un ciudadano del norte, y castigaba con ella al ministro delegado de Guatemala, a Fernando Cruz. ¿Pero no tuvo dormida durante la conferencia esta reclamación la Secretaría de Estado, mientras se creyó que Guatemala iría por donde se le dijese que fuera, y con ella el Salvador y Honduras? ¿No sabe de sobra la secretaría que esta reclamación es inicua si no burlesca, puesto que el individuo reclama contra el gobierno guatemalteco, en su calidad de ciudadano norteamericano, porque el gobierno lo puso preso en atención a la solicitud del ministro de los Estados Unidos en Guatemala, por haber atentado al honor de su nación en la persona del ministro? ¿Y cómo al día después de erguirse Cruz, junto con toda su América, y tomar filas en lo del arbitraje, con los argentinos, con los brasileros, con la familia del sur, con los pueblos de su habla, le resucitan la reclamación que tenían como escondida, y dan al público a sabiendas informes falsos, calculados para que el país se le eche encima a Cruz, y vean en su tierra, que ha cesado de ser persona grata? Cruz abrió a la prensa su libro de telegramas, donde estaba la historia del caso, y paró con discreta bravura el golpe. ¿O no fue eso, sino el temor del secretario de que le viniese encima, por las ruidosas victorias de los argentinos, la censura de flaqueza para con "esos pueblos del mediodía", y el deseo de quitarle virtud a la acusación mostrándose vigilante y enérgico en lo menos comprometido que halló a mano?
Y es la primera ventaja del decoro de los pueblos latinos en la conferencia el visible respeto, y mayor conocimiento, con que hablan de ellos, como asombrados y confusos, los que paran en ver que mucho de lo que tenían por incapacidad ajena era ignorancia suya. Ya buscan corresponsales fijos en los países del sur, y cuentan en detalle los sucesos de su hacienda y su política. Ya tachan a las empresas de noticias porque no son tan amplias y frecuentes las del sur como el público desea. Ya comentan los cambios de gabinetes, y llevan cuenta de los factores políticos y de las personas. Los comerciantes lisonjeros sujetan el estribo de los magnates del sur, sombrero en mano. Los poderosos de la república, halagados, como hombres que son, de ver hombres ante sí, tomo a tales los tratan; y aun parecen tener gusto en mostrarles con especial aprecio su sorpresa.
¡No hay como volverse de frente para echar atrás a los que nos pican las espaldas!
Cierto es que el día de la revista militar, que fue a las puertas de la Casa Blanca, en la hora del sol, ni ofrecieron entrada a las señoras, que estaban al fuego del sol en los carruajes descubiertos, ni les llevaron a los coches la limonada republicana, ni salió a recibir a sus huéspedes la esposa del presidente, que miraba de detrás de una cortina, ni saludó el presidente a las señoras.
Pero con los últimos días vino mayor respeto, y acaso ninguna otra delegación ha recibido más muestras de él que la argentina. Carnegie propalaba entre los delegados la satisfacción con que Blaine recibió el nombramiento de ministro de Sáenz Peña, -el que, sin mudar de voz, "porque no había para qué", dijo, como miembro de la Comisión de comunicaciones del Atlántico, que "si el congreso votaba el provecto de tarifa de MacKinley, que aumenta fuera de toda prudencia y justicia el derecho sobre las lanas argentinas, la delegación argentina contestará a esta falta de respeto retirando su recomendación al proyecto de subvencionar los vapores, recomendación que hemos hecho más que por necesidad por cortesía": -el que sacó de sus asientos a la delegación del norte cuando preguntó, como cosa natural, sin apagar el cigarro, en qué proporción llevarían los buques subvencionados las banderas de sus países, cuando los del norte tenían por seguro que, aunque los demás países entrasen a pagar los vapores, la del norte era la bandera única que habían de llevar, -el que cuando en la comisión de Zollverein dejó Henderson, airado y descompuesto, un proyecto sobre la mesa, "y que lo llamasen cuando fueran a votar, porque tenía otros quehaceres", - formuló al punto su voto contra los tratados de reciprocidad, y dejó sobre la mesa, sin acceder a volver a la sala, como se lo pedía Henderson contrito, "porque el delegado argentino tenía otros quehaceres", -el que puso sin ambages ante la conferencia el caso económico, trató al norte arrogante de hombro a hombro, y le descoyuntó las estadísticas. En su sitial de delegado estaba Sáenz Peña cuando recibió la nota autógrafa y espontánea de Blaine: "Será para mí motivo de gran satisfacción corresponderme con Ud. acerca de los intereses indisolubles de las dos repúblicas".
Y al paso de los argentinos por Nueva York; los poderes del país los han tenido de una mesa en otra; la bandeja iba y venía con tarjetas de navieros tenaces; de comerciantes pudientes, de capitalistas investigadores, de enviados oficiosos. Unos hablaban de Quintana, de ferrocarriles, de tierras nuevas, de la riqueza firme de la república, de su poder de recuperación y empuje, de la constitución nacional que se asimila lo homogéneo y elevado, y rechaza lo burdo y ruin; era la sala, dicen, registro abierto de ciudadanía: "No ha sido vana, señor, esta conversación", le dijo un millonario: "sepa Ud. que también los millones emigran". Y Carnegie, que tiene en la presidencia de su comedor el sillón en que se sentó en la conferencia, -llevó a su mesa a Quintana, y se le mostró locuaz, abierto, hombre a la manera de su paisano Burns "que para eso es hombre, para ser uno con los hombres de todos los países".
Otras veces había coro de comerciantes en la sala del hotel. Sáenz Peña les demuestra la vanidad de pretender henchir de artefactos del norte el mercado argentino, cuando el norte le cierra las puertas a los productos argentinos, los invita, más con su altiva tranquilidad que con su solicitud, a tratar con el país sobre bases de conocimiento y de respeto; los induce a llevar a la Argentina la manufactura de las lanas.
Será para el provecho de la Argentina, pero también para el de ellos. Allí pueden fabricar sus lanas y venderlas; mientras que aquí, con su tarifa prohibitiva, no las pueden vender, y tienen que ir moviendo política, y pujando paternidades, y levantando una unión comercial hispanoamericana que se cae, como monumentos de copas de champagne, al suelo, para echar sobre el continente las lanas pordioseras. Allí hay gran campo para la venta: pongan capitales, que el país, a pesar de sus cuitas, tiene fondo de tierras permanente que, al cabo de cuentas, ha de responder por cuanto se ponga en él; lleven máquinas, y útiles, y materiales de fabricación, que ya se hará por que entren, puesto que es para bien de la república, libres de derechos. ¿Ganancias? ¡Por supuesto que las hay! ¿No paga la Argentina flete y seguro sobre cada cien libras de lana sucia, que sólo le dan treinta limpias?
¿No ha de sacar su utilidad el manufacturero europeo, y ponerla en el precio? ¿No paga la lana argentina al volver manufacturada al país, un cuarenta y cinco por ciento de derechos de importación? Pues manufactúresela allá, y el manufacturero tendrá amplio mercado para un producto de consumo indispensable, que no tendría que pagar ni flete, y seguro por tres tantos de su material real, ni flete de vuelta, ni cuarenta y cinco por derechos de importación. La Argentina, es cierto, ganaría con el establecimiento de la nueva industria y su pueblo se vestiría más barato y mejor, y ¿por qué no con su empuje, y su mucha lana, y sus facilidades para exportar, no se haría en poco tiempo país exportador,-no proveería, por lo menos, a los mercados cercanos? La Argentina ganaría, sí; pero los que llevasen la industria harían un negocio pingüe. Por las noches, en el Club de los Lenceros, en el comedor del Unión League, en cierta mesa de la cantina célebre de Hoffman, se oían frases como estas: "¿Y esta clase de hombres, de dónde han salido?" "Saben de nuestras cosas más que nosotros mismos". "Ese ministro joven me dejó hoy convencido". "Los amigos creen que hay asunto en lo que nos dijo hoy y que vale la pena de llevar allá los telares que se nos están quedando aquí sin quehacer". "¡Smith, este Pommery por el primer telar yanqui que pongamos en la Argentina!" "¡Eso no, -dijo de brillantón en la pechera, traje de pana nacional, y botas de becerro: por esas cosas no se brinda con Pommery sino con champaña de nuestras uvas, con champaña de Ohio!" Que no fue como la que sirvió Sheppard, el agresivo republicano casado con la Vanderbilt, en la comida de honor, con que en la casa monumental, copia de la de Francisco I, obsequió el matrimonio millonario a los esposos Sáenz Peña.
Allí estaba Chauncey Depew, el abogado de la casa, y el presidente posible: allí el general Sherman, con su cara rugosa, que se llenó de luz: como cuando da un rayo de sol sobre los riscos, cuando Sáenz Peña recibió, con sincera gratitud, un suntuoso ejemplar de sus "Memorias": allí Flint, que el día antes tuvo a su mesa, entre gente de pro, a los dos delegados bonaerenses: allí Lawford, cuñado del juez supremo de Inglaterra y el presidente de la cámara de comercio de Nueva York, y navieros y capitalistas. La hija de la casa tenía a su derecha a Quintana, y a su izquierda al cónsul argentino. Estaba Zegarra, el vicepresidente del congreso, y Hurtado, el delegado colombiano, y Guzmán, el ministro nicaragüense. Con sus señoras habían ido muchos: estaba la señora de Pitkins. Y en la mesa fue rara la cordialidad, de oro la vajilla de los postres, y entusiasta la admiración a la esposa argentina.
El periódico de Sheppard, el Mail and Express, describía con pluma complacida el banquete memorable; -y celebraba, en las columnas editoriales, el aniversario de la batalla de Palo Alto, "donde Taylor con dos mil norteamericanos, derrotó a seis mil mexicanos y perdió sólo cuatro soldados y tres oficiales".
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 19 de junio de 1890
7
LOS ASUNTOS HISPANOAMERICANOS EN WASHINGTON
El Ferrocarril internacional - Política interior y exterior - Blaine y los Tratados de Reciprocidad
Nueva York, junio 28 de 1890
Señor Director de La Nación:
Hispanoamérica está en todas las bocas. Ni de la podredumbre de Tammany, ni del regalo escandaloso a la mujer del presidente, se ha hablado tanto como de Hispanoamérica en estos días, aunque del regalo se han dicho tales cosas y tan a punto, que los más cercanos a la Casa Blanca no osan defenderla de lo que llama uno "sencillez increíble", y otro "hipoteca de los caudales públicos", "mortificante ignominia". Ni la plata preocupa tanto como Hispanoamérica a los que hablan y leen, por más que ande el proyecto en volante de la Casa de los Senadores, los cuales no quieren, como la Casa, que el gobierno compre toda la plata que se saque de la república, y dé por ella certificados de papel, que han de fluctuar con el valor de la plata representada, sino que compre el gobierno la plata toda del país, y aun toda la del mundo y acuñe en pago pesos de a cien centavos, que en oro no valen en realidad más que setenta y la ley obliga al país a tomar por cien de oro; y cuando el presidente anuncia, por no alarmar al este de los banqueros, que su deseo de complacer al oeste no va hasta forzar a los bancos a recibir como cien un peso que sólo pueden vender por setenta,-se levanta un senador republicano, de allá de los estados nuevos, y dice con citas de Shakespeare y del latín, que "si su gente hubiera sabido que no le iba a dar Harrison la plata libre, se habrían guardado de ponerse al codo las camisas, como se las pusieron, para sacar de presidente al que les iba a comprar toda la plata: ¡Y ya sabe lo que tiene que hacer el que quiera los votos de Colorado!" Dos grandes gremios, por sobre todos los demás, pelean con ministerio abierto en Washington, por regir el partido imperante de modo que convenga al interés agrícola, aunque las manufacturas ganen menos de lo que ganan a su costa, o al interés manufacturero, que quiere que los del campo se le sometan y avengan a mantener con su asentimiento una tarifa que les pone lo de vestir, y de comer más alto de lo que por culpa de ella pueden vender los frutos con que lo han de comprar. El público sabe poco de estas querellas de los manufactureros, con Quay y MacKinley de capitanes, y los campesinos aliados, que tienen a Allison y Buttenworth por principales cabezas; y hay que hocear por lo oscuro, y verle los móviles a cada cual, para saber que toda la pelea sobre el proyecto de MacKinley está en concertar, dentro del partido republicano, estos dos intereses, que se han puesto tan aparte, según lo están de hecho, que Blaine ha visto modo de alzarse de nuevo como tirano pacificador y dar otro sombrerazo en la mesa, a fin de ver si detrás de él se van, ligados los manufactureros y los campesinos, aclamándole por jefe: para lo cual se presenta de campeón del libre cambio, o poco menos, con las naciones de América.
¡Se ha de estar a los saltos y mudanzas de los que se ocupan de nosotros! Arañarles el faldón no es necesario; sobre todo cuando se lo hemos besado antes: sino ver de dónde nace, y a dónde va, lo que nos interesa, y cuál nos quiere bien, y cuál no es nuestro amigo: o si se nos toma de tamboril, y debemos echar el tambor al aire.
El rencor mezquino no nos es tan útil como la atención sensata.
Lo primero, por supuesto, que recomendó la Secretaría de Estado al Congreso, de todo lo que acordó la Conferencia, fue el proyecto de ferrocarriles, donde están Carnegie y Davis, y fue al Congreso con su nota de Blaine, que alude sin ira al desarrollo de los ferrocarriles argentinos, como al de los de México y Chile, y un mensaje presidencial, en que se apoya la idea, aunque no le faltó modo de poner, entre razón y razón, esta frase amorosa sobre los vapores: "La creación de líneas nuevas y mejoradas es indudablemente el medio más rápido de desenvolver un tráfico mayor con las naciones de la América latina". Y luego con vivo empeño y nuevo mensaje y nota, se propuso la incorporación de! Banco Panamericano, cuya comisión está en sesiones desde que conoció e! proyecto el Congreso, donde hablan día a día el comerciante Thut, príncipe del caucho, que es en la empresa cabeza mayor, y el agudo abogado Ivins, que tiene en el Brasil buenos negocios, y en Nueva York la mejor biblioteca castellana, y Hughes, el de los vapores de Ward, que era en la conferencia como delegado sin diploma, y Bliss, el que ha hecho millones en los géneros: tanto que la malicia llega a insinuar que por ahí se empiezan a ver las causas del interés de aquél, y del comedimiento del otro, en los asuntos de la Conferencia, sobre todo cuando los diez comisionados propuestos para organizar el banco de negocios son los mismos diez a quienes los Estados Unidos nombraron de delegados al congreso de naciones de América. De un banco no hay que decir mal, si viene con honradez; ni están hoy los pueblos para atufarse, tejado contra tejado, y enseñarse los dientes uno a otro, sino para vivir en vigilante paz, que con nada se asegura tanto como con el interés natural y libre, ni se compromete más que con convenios artificiales y forzosos.
A las corrientes calladas hay que ver, y éstas van sin duda con la idea; puesto que puede decirse con verdad que nunca se ha hecho acá menos objeción a cosa de esa monta. y aún hay que reparar en lo cauto de la aprobación, que es tácita y continua como si por ahí fuese la idea nacional, y se tuviera a pecado ponerle vallas. En nada se ve más esta disposición pública que en el temor que los demás bancos muestran de ir contra ella, por más que dé el proyecto tal poder al Panamericano, que con su mínimo de diez millones y máximo de veinticinco, y sus cinco sucursales en la Unión y sus ramas favorecidas en México, las Antillas, Centro y Sud América, y su facultad singular de emprestar, a más de las de girar, agenciar, representar, garantizar por contratos y tomar en depósito, que los bancos nacionales tachan de monopolio a este rival que podrá más que ellos, en los veinte años de su concesión, y va a ser a la vez, con la nación a la espalda, banco de descuentos y garantías, y casa de colocaciones y caja fiduciaria. Emitir, no podrá; ni comprar raíces por más del veinte por ciento del capital pago; ni servir de agente a gobierno, corporación o funcionario alguno, aunque esta última cláusula es de burladero, puesto que el banco puede negociar en rentas públicas. Las acciones serán de a cien pesos; y habrá veinticinco directores, que han de tener cada uno doscientas cincuenta. Y en la comisión hizo mucho pie este argumento: "En caso de guerra con el inglés, por quien pasa hoy todo el valor del caucho que entra en los Estados Unidos, ¿qué hacemos, sino tenemos banco propio, para que no padezcan los cincuenta mil que nos trabajan acá el caucho?"
En eso se estaba, "de las cosas latinas". El senador Hale pedía sesenta y cinco mil pesos para la comisión del norte que debe ir, de seguida, a lo de los ferrocarriles, y treinta y seis mil para "los primeros gastos de la unión aduanera", y 250,000 que es lo que recomiendan el Secretario de Estado y el Presidente, para levantar en Washington el edificio de los papeles americanos. La golosina de la unión iba ya hasta el proyecto de Frye, el senador del estado de Blaine, que quiere que los Estados Unidos se liguen con Hispanoamérica "para suprimir el tráfico del licor".
Cuando de repente, la prensa sacudida da, una tras otra, las noticias inesperadas: Un telegrama de Blaine. Una carta de Blaine. Un mensaje conjunto de Blaine y de Harrison al Congreso. Un discurso, y un sombrerazo, de Blaine en la comisión de presupuestos del Senado. Blaine, el que levantó la campaña electoral con el grito de protección extrema, se vuelve de frente, con Harrison que huele derrota, contra el proyecto de MacKinley, que pone en la tarifa, uno a uno, los dogmas de la protección extrema. "¿Qué proyecto es ése --dice Blaine al Congreso,- que cuando se convida a los argentinos a abrir las puertas a nuestros productos, a nuestra lencería, a nuestra ferretería, a nuestros muebles, a nuestras conservas, le cierra las puertas a lo único que nos quieren vender, que son sus lanas?" Y enseguida, como a que le vean la cabeza imperiosa, dice esto del azúcar libre que quiere MacKinley:
"¿Qué proyecto es ese que da entrada libre al azúcar, y nos deja sin condición que imponer a los pueblos latinos azucareros, para que por el azúcar a que nosotros demos entrada, nos la den a nuestras manufacturas y a nuestras harinas? ¡Harto les hemos dado ya, sin que nos den, y basta de concesiones unilaterales con el ochenta y siete por ciento de sus frutos que les recibimos ahora libres!" -sin contar con que estas franquicias han sido impuestas a les Estados Unidos por sus propios habitantes, para abaratar lo esencial o tener materia prima con que competir con el mundo: ¡y ahora salen de perdonadores los necesitados, y de quijanos los tacaños, tapándose la mendicidad con la capa rota, y haciendo con la mano de delante como que nos dan un revés, y por entre los faldones sacando la otra mano pedigüeña! Para hacer tema del azúcar libre, y ganarles el corazón a los campesinos que la favorecen, corrió la noticia de que España quiere cerrar las puertas de Cuba a la harina de Norteamérica; y al telegrama que le viene en respuesta contestó Blaine así: "Si quieren vender azúcar libre, que compren harina". De un amigo de su pueblo, recibe Blaine una carta oportuna preguntándole si se opone al azúcar libre.
-"¡Oh, no! A lo que me opongo es a que se me quite el instrumento con que puedo obligar a los pueblos latinos a entrar en tratados de reciprocidad. ¡Me parece que es tiempo ya para asegurar ventajas recíprocas!" -Y en la misma tarde, opina Blaine ante la comisión secreta de los senadores: -¿A cuándo se espera para que los Estados Unidos sean lo que deben ser? Si nos quedamos sin instrumentos, ¿de qué instrumentos nos valemos luego?
¡Esta es la hora de los tratados de reciprocidad; o no es la hora nunca! y dio con el sombrero sobre la mesa:-"¡Ese proyecto de MacKinley es un oprobio! Diere, dos años de mi vida por dos horas para combatir ante el Senado el azúcar libre; si se declara el azúcar libre, los mayores resultados que se buscaron, y se esperan, de la conferencia, se habrán perdido: antes me torcerían el brazo por el hombro que firmar el proyecto de MacKinley".
Y afuera, con amistad, a los manufactureros: -"¿Pero a qué quieren los manufactureros republicanos la protección inútil, si ésos son los únicos pueblos a que, por los precios altos de la protección, podemos vender, y no les venderemos si no los ligamos, con tratados recíprocos? Ni podremos conservar la protección aquí, si no halagamos la opinión con elite aumento de comercio, y todo lo que se entiende por tratados de reciprocidad".
Y a los campesinos, como quien los protege sin merecerlo, y no necesita de ellos: -“También yo quiero el azúcar libre; pero después de haber asegurado a los republicanos del campo la venta en las Américas de las harinas y a los Estados Unidos lo que les conviene". Y a sus parciales: "Yo sé lo que hago y voy con la opinión. A MacKinley lo echamos de antena; ¡que se quede donde está! Barrison ve que el proteccionismo no le ayuda, y se declara conmigo, para amparar mejor a los manufactureros con la fama de proteccionista moderado y ponerse con la mayoría, hostil a MacKinley; e irme atrás cejeando, a que digan que son suyas mis ideas sobre las Antillas y la América".
"Reúno en mi, con la panacea de los tratados de reciprocidad, a los manufactureros apurados que no le ven a Harrison poder, y a los campesinos hostiles a Harrison, que siguen al que los mira de arriba, y les promete venta. Los rivales me están dejando atrás, y de este salto me les pongo delante. Yo ofrezco, yo hablo de lo desconocido, yo guío. Y con esta esperanza concreta en mí, contra todos los demás, que no llevan oferta concreta, vamos a las elecciones de la nueva presidencia, sin haber alzado el avispero de la tarifa. La bandera: Hispanoamérica". Y de esta bandera dice así el Sun, de Nueva York, de 26 de junio: -"El programa que Blaine propone, o insinúa, es fascinador, y no pierde nada a los ojos públicos porque lo recomiende su personalidad brillante. La esperanza, o el sueño, de la unión comercial, si no política, de este continente, están en la mente de todos los americanos. Puede ser que se lomen pronto las primeras medidas para realizarla. La opinión pública está madurándose para ella".
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 31 de agosto de 1890
Señor Director de La Nación:
Hispanoamérica está en todas las bocas. Ni de la podredumbre de Tammany, ni del regalo escandaloso a la mujer del presidente, se ha hablado tanto como de Hispanoamérica en estos días, aunque del regalo se han dicho tales cosas y tan a punto, que los más cercanos a la Casa Blanca no osan defenderla de lo que llama uno "sencillez increíble", y otro "hipoteca de los caudales públicos", "mortificante ignominia". Ni la plata preocupa tanto como Hispanoamérica a los que hablan y leen, por más que ande el proyecto en volante de la Casa de los Senadores, los cuales no quieren, como la Casa, que el gobierno compre toda la plata que se saque de la república, y dé por ella certificados de papel, que han de fluctuar con el valor de la plata representada, sino que compre el gobierno la plata toda del país, y aun toda la del mundo y acuñe en pago pesos de a cien centavos, que en oro no valen en realidad más que setenta y la ley obliga al país a tomar por cien de oro; y cuando el presidente anuncia, por no alarmar al este de los banqueros, que su deseo de complacer al oeste no va hasta forzar a los bancos a recibir como cien un peso que sólo pueden vender por setenta,-se levanta un senador republicano, de allá de los estados nuevos, y dice con citas de Shakespeare y del latín, que "si su gente hubiera sabido que no le iba a dar Harrison la plata libre, se habrían guardado de ponerse al codo las camisas, como se las pusieron, para sacar de presidente al que les iba a comprar toda la plata: ¡Y ya sabe lo que tiene que hacer el que quiera los votos de Colorado!" Dos grandes gremios, por sobre todos los demás, pelean con ministerio abierto en Washington, por regir el partido imperante de modo que convenga al interés agrícola, aunque las manufacturas ganen menos de lo que ganan a su costa, o al interés manufacturero, que quiere que los del campo se le sometan y avengan a mantener con su asentimiento una tarifa que les pone lo de vestir, y de comer más alto de lo que por culpa de ella pueden vender los frutos con que lo han de comprar. El público sabe poco de estas querellas de los manufactureros, con Quay y MacKinley de capitanes, y los campesinos aliados, que tienen a Allison y Buttenworth por principales cabezas; y hay que hocear por lo oscuro, y verle los móviles a cada cual, para saber que toda la pelea sobre el proyecto de MacKinley está en concertar, dentro del partido republicano, estos dos intereses, que se han puesto tan aparte, según lo están de hecho, que Blaine ha visto modo de alzarse de nuevo como tirano pacificador y dar otro sombrerazo en la mesa, a fin de ver si detrás de él se van, ligados los manufactureros y los campesinos, aclamándole por jefe: para lo cual se presenta de campeón del libre cambio, o poco menos, con las naciones de América.
¡Se ha de estar a los saltos y mudanzas de los que se ocupan de nosotros! Arañarles el faldón no es necesario; sobre todo cuando se lo hemos besado antes: sino ver de dónde nace, y a dónde va, lo que nos interesa, y cuál nos quiere bien, y cuál no es nuestro amigo: o si se nos toma de tamboril, y debemos echar el tambor al aire.
El rencor mezquino no nos es tan útil como la atención sensata.
Lo primero, por supuesto, que recomendó la Secretaría de Estado al Congreso, de todo lo que acordó la Conferencia, fue el proyecto de ferrocarriles, donde están Carnegie y Davis, y fue al Congreso con su nota de Blaine, que alude sin ira al desarrollo de los ferrocarriles argentinos, como al de los de México y Chile, y un mensaje presidencial, en que se apoya la idea, aunque no le faltó modo de poner, entre razón y razón, esta frase amorosa sobre los vapores: "La creación de líneas nuevas y mejoradas es indudablemente el medio más rápido de desenvolver un tráfico mayor con las naciones de la América latina". Y luego con vivo empeño y nuevo mensaje y nota, se propuso la incorporación de! Banco Panamericano, cuya comisión está en sesiones desde que conoció e! proyecto el Congreso, donde hablan día a día el comerciante Thut, príncipe del caucho, que es en la empresa cabeza mayor, y el agudo abogado Ivins, que tiene en el Brasil buenos negocios, y en Nueva York la mejor biblioteca castellana, y Hughes, el de los vapores de Ward, que era en la conferencia como delegado sin diploma, y Bliss, el que ha hecho millones en los géneros: tanto que la malicia llega a insinuar que por ahí se empiezan a ver las causas del interés de aquél, y del comedimiento del otro, en los asuntos de la Conferencia, sobre todo cuando los diez comisionados propuestos para organizar el banco de negocios son los mismos diez a quienes los Estados Unidos nombraron de delegados al congreso de naciones de América. De un banco no hay que decir mal, si viene con honradez; ni están hoy los pueblos para atufarse, tejado contra tejado, y enseñarse los dientes uno a otro, sino para vivir en vigilante paz, que con nada se asegura tanto como con el interés natural y libre, ni se compromete más que con convenios artificiales y forzosos.
A las corrientes calladas hay que ver, y éstas van sin duda con la idea; puesto que puede decirse con verdad que nunca se ha hecho acá menos objeción a cosa de esa monta. y aún hay que reparar en lo cauto de la aprobación, que es tácita y continua como si por ahí fuese la idea nacional, y se tuviera a pecado ponerle vallas. En nada se ve más esta disposición pública que en el temor que los demás bancos muestran de ir contra ella, por más que dé el proyecto tal poder al Panamericano, que con su mínimo de diez millones y máximo de veinticinco, y sus cinco sucursales en la Unión y sus ramas favorecidas en México, las Antillas, Centro y Sud América, y su facultad singular de emprestar, a más de las de girar, agenciar, representar, garantizar por contratos y tomar en depósito, que los bancos nacionales tachan de monopolio a este rival que podrá más que ellos, en los veinte años de su concesión, y va a ser a la vez, con la nación a la espalda, banco de descuentos y garantías, y casa de colocaciones y caja fiduciaria. Emitir, no podrá; ni comprar raíces por más del veinte por ciento del capital pago; ni servir de agente a gobierno, corporación o funcionario alguno, aunque esta última cláusula es de burladero, puesto que el banco puede negociar en rentas públicas. Las acciones serán de a cien pesos; y habrá veinticinco directores, que han de tener cada uno doscientas cincuenta. Y en la comisión hizo mucho pie este argumento: "En caso de guerra con el inglés, por quien pasa hoy todo el valor del caucho que entra en los Estados Unidos, ¿qué hacemos, sino tenemos banco propio, para que no padezcan los cincuenta mil que nos trabajan acá el caucho?"
En eso se estaba, "de las cosas latinas". El senador Hale pedía sesenta y cinco mil pesos para la comisión del norte que debe ir, de seguida, a lo de los ferrocarriles, y treinta y seis mil para "los primeros gastos de la unión aduanera", y 250,000 que es lo que recomiendan el Secretario de Estado y el Presidente, para levantar en Washington el edificio de los papeles americanos. La golosina de la unión iba ya hasta el proyecto de Frye, el senador del estado de Blaine, que quiere que los Estados Unidos se liguen con Hispanoamérica "para suprimir el tráfico del licor".
Cuando de repente, la prensa sacudida da, una tras otra, las noticias inesperadas: Un telegrama de Blaine. Una carta de Blaine. Un mensaje conjunto de Blaine y de Harrison al Congreso. Un discurso, y un sombrerazo, de Blaine en la comisión de presupuestos del Senado. Blaine, el que levantó la campaña electoral con el grito de protección extrema, se vuelve de frente, con Harrison que huele derrota, contra el proyecto de MacKinley, que pone en la tarifa, uno a uno, los dogmas de la protección extrema. "¿Qué proyecto es ése --dice Blaine al Congreso,- que cuando se convida a los argentinos a abrir las puertas a nuestros productos, a nuestra lencería, a nuestra ferretería, a nuestros muebles, a nuestras conservas, le cierra las puertas a lo único que nos quieren vender, que son sus lanas?" Y enseguida, como a que le vean la cabeza imperiosa, dice esto del azúcar libre que quiere MacKinley:
"¿Qué proyecto es ese que da entrada libre al azúcar, y nos deja sin condición que imponer a los pueblos latinos azucareros, para que por el azúcar a que nosotros demos entrada, nos la den a nuestras manufacturas y a nuestras harinas? ¡Harto les hemos dado ya, sin que nos den, y basta de concesiones unilaterales con el ochenta y siete por ciento de sus frutos que les recibimos ahora libres!" -sin contar con que estas franquicias han sido impuestas a les Estados Unidos por sus propios habitantes, para abaratar lo esencial o tener materia prima con que competir con el mundo: ¡y ahora salen de perdonadores los necesitados, y de quijanos los tacaños, tapándose la mendicidad con la capa rota, y haciendo con la mano de delante como que nos dan un revés, y por entre los faldones sacando la otra mano pedigüeña! Para hacer tema del azúcar libre, y ganarles el corazón a los campesinos que la favorecen, corrió la noticia de que España quiere cerrar las puertas de Cuba a la harina de Norteamérica; y al telegrama que le viene en respuesta contestó Blaine así: "Si quieren vender azúcar libre, que compren harina". De un amigo de su pueblo, recibe Blaine una carta oportuna preguntándole si se opone al azúcar libre.
-"¡Oh, no! A lo que me opongo es a que se me quite el instrumento con que puedo obligar a los pueblos latinos a entrar en tratados de reciprocidad. ¡Me parece que es tiempo ya para asegurar ventajas recíprocas!" -Y en la misma tarde, opina Blaine ante la comisión secreta de los senadores: -¿A cuándo se espera para que los Estados Unidos sean lo que deben ser? Si nos quedamos sin instrumentos, ¿de qué instrumentos nos valemos luego?
¡Esta es la hora de los tratados de reciprocidad; o no es la hora nunca! y dio con el sombrero sobre la mesa:-"¡Ese proyecto de MacKinley es un oprobio! Diere, dos años de mi vida por dos horas para combatir ante el Senado el azúcar libre; si se declara el azúcar libre, los mayores resultados que se buscaron, y se esperan, de la conferencia, se habrán perdido: antes me torcerían el brazo por el hombro que firmar el proyecto de MacKinley".
Y afuera, con amistad, a los manufactureros: -"¿Pero a qué quieren los manufactureros republicanos la protección inútil, si ésos son los únicos pueblos a que, por los precios altos de la protección, podemos vender, y no les venderemos si no los ligamos, con tratados recíprocos? Ni podremos conservar la protección aquí, si no halagamos la opinión con elite aumento de comercio, y todo lo que se entiende por tratados de reciprocidad".
Y a los campesinos, como quien los protege sin merecerlo, y no necesita de ellos: -“También yo quiero el azúcar libre; pero después de haber asegurado a los republicanos del campo la venta en las Américas de las harinas y a los Estados Unidos lo que les conviene". Y a sus parciales: "Yo sé lo que hago y voy con la opinión. A MacKinley lo echamos de antena; ¡que se quede donde está! Barrison ve que el proteccionismo no le ayuda, y se declara conmigo, para amparar mejor a los manufactureros con la fama de proteccionista moderado y ponerse con la mayoría, hostil a MacKinley; e irme atrás cejeando, a que digan que son suyas mis ideas sobre las Antillas y la América".
"Reúno en mi, con la panacea de los tratados de reciprocidad, a los manufactureros apurados que no le ven a Harrison poder, y a los campesinos hostiles a Harrison, que siguen al que los mira de arriba, y les promete venta. Los rivales me están dejando atrás, y de este salto me les pongo delante. Yo ofrezco, yo hablo de lo desconocido, yo guío. Y con esta esperanza concreta en mí, contra todos los demás, que no llevan oferta concreta, vamos a las elecciones de la nueva presidencia, sin haber alzado el avispero de la tarifa. La bandera: Hispanoamérica". Y de esta bandera dice así el Sun, de Nueva York, de 26 de junio: -"El programa que Blaine propone, o insinúa, es fascinador, y no pierde nada a los ojos públicos porque lo recomiende su personalidad brillante. La esperanza, o el sueño, de la unión comercial, si no política, de este continente, están en la mente de todos los americanos. Puede ser que se lomen pronto las primeras medidas para realizarla. La opinión pública está madurándose para ella".
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 31 de agosto de 1890
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