diciembre 06, 2009

Lutero: "...nadie llega a ser bienaventurado como guerrero, sino como cristiano..."

Si también los guerreros pueden pertenecer al estamento bienaventurado
Martin Lutero
[1526]

En primer lugar, hay que considerar la diferencia que existe entre oficio y persona o entre obra y actor. Muy bien pueden ser buenos y justos un oficio o una obra en cuanto tales y, no obstante, ser malos e injustos si la persona o el actor no son buenos y justos, o no los cumplen correctamente. El oficio de juez es un oficio precioso y divino, bien sea el juez que falla, bien el juez que ejecuta, a quien se llama verdugo. Pero si el oficio es desempeñado por alguien a quien no le ha sido atribuido, o habiéndosele atribuido, lo ejerce con miras a obtener dinero o favores, entonces ya no es bueno ni justo. El estamento ma­trimonial también es precioso y divino; no obstante, encontra­mos en él más de un pícaro y de un pillo. También sucede lo mismo con el estamento, oficio y obra de los guerreros; en cuanto tal, es justo y divino, pero hay que prestar atención a la per­sona que lo desempeña y a su honradez, como veremos.
En segundo lugar, advierto aquí que esta vez no hablo de la clase de justicia que hace a las personas piadosas ante Dios. Esto sólo se logra por la fe en Jesucristo, sin necesidad de nues­tras obras y méritos, como regalo y don de la pura gracia de Dios; así lo he escrito y enseñado frecuentemente en varias ocasiones. Me refiero aquí a la justicia externa, aquella que consiste y se confirma en los oficios y obras; esto es (para que no haya lugar a dudas), voy a tratar en este escrito de lo si­guiente: si es posible que la fe cristiana, mediante la cual sere­mos piadosos ante Dios, permita también que yo sea un guerrero que yo haga la guerra, estrangule y hiera con la espada, sa­quee y queme, como se procede frente al enemigo de acuerdo al derecho de guerra; si tal obra constituye pecado o injusticia, de los que hay que responder ante Dios; si un cristiano no debería desempeñar ninguno de estos oficios, sino tan sólo hacer bien, amar, no estrangular a nadie, ni causar daño. Hay, pues, ofi­cios y obras que siendo divinos y justos, pueden llegar, no obs­tante, a ser malos e injustos, cuando la persona es injusta y mala. . .
Hemos demostrado más que suficientemente que la guerra y la lucha han sido instituidas por Dios, así como también el derecho de guerra y los hechos a que ésta da lugar. ¿Qué otra cosa es la guerra, sino el castigo de la injusticia y la maldad? ¿Por qué se hace la guerra, sino para conseguir la paz y la obediencia?
Aunque parezca que estrangular y saquear no son obras caritativas, por lo cual un hombre ingenuo piensa que no son obras cristianas, ni propias, por tanto, de un cristiano, no obs­tante son, en realidad, obras de caridad. Un buen médico, cuando la peste es mala y grande, ha de cortar las manos, los pies, las orejas o los ojos, a fin de salvar el cuerpo; si se considera el miembro cortado, parecerá un hombre horrible y despiadado, pero si se considera el cuerpo que quiere salvar, entonces resulta que es un hombre excelente y leal, que realiza (en lo que a 61 concierne), una obra muy cristiana. Lo mismo sucede cuando se considera el oficio del guerrero: observando cómo castiga a los malos, cómo estrangula a los injustos y todas las desgracias que ocasiona, parece ser un oficio muy poco cristiano y contrario totalmente a la caridad cristiana. Pero si se considera cómo protege a los piadosos, cómo conserva y custodia así a las mu­jeres y los niños, los hogares, el patrimonio, la honra y la paz, entonces se percibe cuán preciosa y divina es la obra, y es como si se cortara una pierna o una mano, para que no perezca todo el cuerpo. Donde la espada no oponga resistencia y mantenga la paz, todo lo que hay en el mundo se perdería a causa de la dis­cordia. Por esta razón, una guerra tal no es otra cosa que una pequeña y breve discordia que evita una discordia permanente e infinita, una pequeña calamidad que evita una gran calamidad.
Nada hay que objetar a que se escriba y diga la gran plaga que es la guerra. Pero, a su vez, debería considerarse la plaga mucho mayor que se evita con ella. Sí, si la gente fuera piado­sa y observara gustosamente la paz, entonces la guerra sería la plaga más grande de la tierra. Mas, ¿qué hacer cuando el mun­do es malo, los hombres no observan la paz y saquean, roban, matan, ultrajan mujeres y niños y despojan del honor y del pa­trimonio? Una discordia tan común que afecta a todos los hom­bres ha de ser frenada por la pequeña discordia, a la que lla­mamos guerra o espada. Por eso Dios tiene en gran estima a la espada, a la que llama su propio orden, y no quiere que uno diga o piense que ha sido descubierta o instituida por los hom­bres. La mano que maneja tal espada y con ella estrangula, no es mano humana, sino divina y no es el hombre, sino Dios quien ahorca, tortura, decapita, estrangula y guerrea. Son obras y juicios divinos.
En suma: al considerar el oficio del guerrero, no debemos fijarnos en el hecho de que estrangule, queme, golpee, prenda, etc. Así lo hacen los miopes e ingenuos ojos infantiles, que sólo ven en el médico al hombre que corta la mano o sierra la pierna, sin ver ni notar que lo que importa es salvar todo el cuerpo. De la misma forma, hay que observar el oficio del guerrero o de la espada, con ojos varoniles, y considerar por qué estrangula y procede tan horriblemente; entonces se verá que es un oficio divino en sí mismo y tan necesario y útil al mundo como comer y beber, o cualquier otra obra.
Mas, el hecho de que algunos abusen de tal oficio, que es­trangulen y golpeen sin necesidad, por pura petulancia, no se puede imputar al oficio, sino a las personas. ¿Puede existir un oficio u obra tan buenos, que los hombres petulantes y perversos no abusen de ellos? Tales hombres son como los médicos insensatos que cortan, sin necesidad alguna, una mano sana, por pura petulancia; es más, ellos forman parte de la común discor­dia a la cual hay que oponerse con la guerra y con la espada, pa­ra apaciguarla mediante la fuerza; así se procede y siempre se ha procedido por doquier, que los que inician la guerra sin nece­sidad son combatidos. Al fin, no tienen más remedio que afron­tar el juicio de Dios, que es su espada.. .
Si admitiéramos que la guerra es injusta en su esencia, entonces tendríamos que admitir muchas otras cosas y conce­birlas como injustas. Si la espada fuera injusta cuando com­bate, también lo sería cuando castiga a los malhechores y cuando mantiene la paz. En una palabra, todas sus obras serían injus­tas. Porque, ¿qué otra cosa es la guerra justa sino castigar a los malhechores y mantener la paz? Si se castiga a un ladrón, a un asesino, a un adúltero, se trata de un castigo referido a un malhechor individual. Mas, si se. guerrea verdaderamente, entonces se castiga de una vez a un gran número de malhechores, que causan un daño tan grande como grande es su número. Por tanto, si hay una obra de la espada que es buena y justa, entonces son todas buenas y justas. Pues siempre será una espada y no un serrucho y se llama a la ira de Dios (Epístola a los Romanos, 13, 4).
Respecto a la objeción de que los cristianos no han recibido ninguna orden de combatir (y no hay suficientes precedentes), porque, según la doctrina de Cristo, no deben resistir al mal, sino sufrirlo, he respondido suficientemente en el librito sobre la au­toridad secular...
Puesto que respecto del oficio y del estamento en cuanto tales no hay duda acerca de su carácter justo y divino, queremos ahora tratar de las personas y del uso que se haga de este estamento. Lo más importante será saber quién ha de desempeñarlo y cómo ha de ser desempeñado el oficio. Pero resulta que, cuando se quieren establecer ciertas reglas y leyes, se pre­sentan tantos casos y excepciones, que es sumamente difícil y a veces imposible, considerarlos de modo exacto y general. Lo mismo sucede con todas las leyes; no se pueden establecer jamás de modo preciso y general, pues se presentan casos que merecen excepción. Si no se admitieran excepciones y nos atuviéramos estrictamente al derecho, entonces se produciría la mayor injus­ticia, como dice el pagano Terencio: "El derecho más riguroso es la mayor injusticia". Y Salomón, en sus proverbios, también enseña que no se debe ser demasiado riguroso, sino aspirar al­guna vez a no ser demasiado prudente.
Veamos un ejemplo: durante la reciente rebelión de los cam­pesinos, se han encontrado algunos que participaban en la rebe­lión contra su voluntad, particularmente entre las personas adi­neradas. La rebelión afectó a los ricos y a los poderosos. De acuerdo a la caridad hay que suponer que la rebelión no ha gustado a ningún rico. Sin embargo, algunos han tenido que participar en ella, en contra de su voluntad y de su sentimien­tos; algunos también se han sometido a tal violencia en la creen­cia de poder oponerse a las hordas enfurecidas y, con su buen consejo, tal vez frenar sus malas intenciones, a fin de evitar lo peor, tanto en beneficio de la autoridad como de ellos mismos; algunos también han participado en la empresa con permiso de sus señores, cuya venia solicitaron previamente. Hay, sin duda, otros casos semejantes, ya que nadie puede imaginar todos los casos posibles, ni presuponerlos en la ley.
Pues bien, la ley dice: todos los rebeldes merecen la muerte. En cuanto a las tres clases de personas que han participado fla­grantemente en la rebelión, ¿qué castigo merecen? Si no se admiten excepciones y se deja actuar a la ley estricta y severa, de acuerdo a las características del hecho, entonces también deben morir, al igual que aquellos que, además del hecho, lo han realizado de mala fe y voluntariamente, mientras éstos han obrado con corazón inocente y buena voluntad hacia la autoridad.
De este modo se han comportado algunos de nuestros pe­queños señores, particularmente con los ricos, de quienes pen­saban conseguir a la fuerza algo diciéndoles simplemente: puesto que has participado en la rebelión, debes desaparecer. Han cometido así grandes injusticias con mucha gente y han derra­mado mucha sangre inocente, han hecho viudas y huérfanos, y los han despojado, además, de sus bienes, pretendiendo, no obs­tante, formar parte de la nobleza. . .
Añado, por mi parte: en el caso de los tres ejemplos men­cionados antes, el derecho debe ceder y ser sustituido por la equidad. El derecho dice secamente: la rebelión merece la muerte, como Crimen laesae majestatis, como un pecado contra la autoridad. Pero la equidad dice así: si, querido derecho, es como tú dices, pero puede suceder que dos hombres hagan la misma obra, pero con diferentes sentimientos y opinión.
De acuerdo a lo expuesto, debemos decir ahora lo siguiente acerca del derecho de la guerra y del modo en que las personas desempeñan el oficio de la guerra. Primero, que la guerra pue­de darse entre tres clases de personas, a saber: un hombre com­bate contra otro de su mismo rango; así ocurre, cuando de las dos personas, ninguna ha prestado juramento a la otra ni es súbdito de la misma, aunque una de las dos no sea tan grande, magnífica y poderosa como la otra; idem, cuando el superior combate contra su inferior; idem, cuando el inferior combate contra su superior.
Pues bien, tratemos, en primer lugar, del tercer caso. La ley ordena que nadie debe luchar ni combatir contra su superior, porque se debe obediencia, respeto y reverencia a la autoridad, (Epístola a los Romanas, 13, 1). Porque a quien corta leña encima (le sí mismo, le caen las astillas en los ojos, y como dice Salomón: "A quien arroja piedras a lo alto, le caen sobre la cabeza". Esto dice, en una palabra, el derecho como tal, según ha sido instituido por el mismo Dios y aceptado por los hombres. Son incompatibles la obediencia y el combate, la sujeción y la rebeldía.
Una vez que hemos afirmado que la equidad debe ser la señora del derecho, y, donde las necesidades de los casos exijan, guiarlo e interpretarlo y permitir una conducta contraria a su regulación, podemos preguntarnos ahora si también puede ser equitativo, esto es, si también puede ocurrir que alguien, en contra de este derecho, desobedezca a la autoridad, la combata, la destituya, o la someta. Entre nosotros, los hombres, hay un vicio que se llama Fraus, esto es, astucia o perfidia. Si ella se entera de que la equidad está por encima del derecho, como ha sido dicho, entonces es totalmente hostil al derecho, y busca y medita, día y noche, el modo de hacer pasar sus acciones bajo el nombre y la apariencia de la equidad, a fin de aniquilar el dere­cho y presentarse como un inocente bienhechor. De ahí que exista un dicho: Inventa lege inventa est fraus legis: si nace una ley, la doncella Fraus no tarda en presentarse. . .
Nosotros nos preguntamos sobre lo que hay que hacer de acuerdo a la justicia y a la equidad, no tan sólo en el espíritu ante Dios, sino también en el orden divino y externo del régi­men secular. Porque, si todavía hoy o mañana se levantara un pueblo y destituyera a su señor o lo estrangulara, no hay duda que se trataría de un hecho y los señores lo tendrían que aceptar como si Dios lo hubiera dispuesto. Mas no se deduce de ello que sea un acto justo y equitativo. A mi no se me ha presentado todavía ningún caso en el que tal acción fuera equitativa, ni puedo imaginar ninguno en esta ocasión. Los cam­pesinos rebeldes alegaban que los señores no querían dejar pre­dicar el Evangelio y vejaban al pueblo, por lo cual hubo que derrocarlos. Mi posición al respecto es que, aunque los señores se comportaban mal, no, por eso, es equitativo ni justo, hacer igualmente mal, ya que ello equivaldría a ser desobediente y destruir el orden divino, que no es nuestro, sino que se debe sufrir el mal. Donde un príncipe o un señor no quiere tolerar el Evangelio, hay que ir a otro principado donde lo prediquen, como dice Cristo: "Si os persiguen en una ciudad, huid a otra".
Cuando un príncipe, rey o señor se vuelve loco, es equita­tivo destituirlo y arrestarlo, porque, a partir de ese momento, ya no puede ser considerado como un hombre, ya que ha perdido la razón. ¿Puede un tirano rabioso ser estimado también como loco o como algo peor que un insensato, puesto que causa mucho más daño, etc.? Aquí se complica la respuesta. Porque tal cuestión encierra un gran sentido y pretende basarse en consi­deraciones de equidad. Por mi parte respondo que no es lo mismo un loco que un tirano. El loco no puede hacer nada sensato, ni tolerarlo, sin que quepa esperanza alguna, ya que la luz de la razón ha desaparecido. Pero un tirano, pese a todo, obra independiente y conscientemente, sabe cuando hace mal y tiene conciencia y juicio de sus actos y siempre cabe la esperanza de que tal vez se corrija, de que se deje amonestar, de que aprenda y llaga caso, todo lo cual no es posible con el loco, quien es como un tronco o una piedra. Además, tal supuesto implicaría una consecuencia peligrosa: donde se consiente matar o expulsar a los tiranos, tal proceder arraigará y se convertirá en uso común calificar de tiranos a los que no lo son, dándoles muerte según el capricho de la plebe... Es mejor que los tiranos cometan cien veces mal, antes que hacérselo a ellos una sola vez, porque, dado que debe sufrirse el mal, es preferi­ble sufrir el mal causado por la autoridad, antes de que ella sufra males causados por los súbditos. Porque la plebe no tiene ni conoce límites, y cada uno de los que la integran representan más de cinco tiranos, y es mejor sufrir mal de un tirano, esto es, de la autoridad, que sufrirlo de incontables tiranos, esto es, de la plebe. . .
Se podrá objetar quizá: ¿Hay que sufrir cualquier mal de los tiranos? Es una concesión demasiado grande, y su maldad sólo se fortalece y aumenta con esta prédica. Según esto, habrá que sufrir que la mujer y el hijo, el cuerpo y los bienes de cada uno estén expuestos al peligro de la deshonra. ¿Quién puede comportarse rectamente donde uno debe vivir así? Yo respondo: no se trata de enseñar de acuerdo a tu opinión o a tus gustos. Procede, si quieres, conforme a tus ideas y estran­gula a todos tus señores, pero ten cuidado si lo logras. Yo en serio sólo para quienes quieren obrar bien. A éstos les digo que la autoridad no se puede resistir con petulancia y rebeldí1, momo lo hicieron los romanos, griegos, suizos y daneses, sino que hay que enfrentarse a ella en forma distinta. En primer lugar, ésta: si se ve que la autoridad no tiene en estima la bienaventuranza de sus propias almas y se enfurece o hace mal ¿qué puede importar que te haga perder tu patrimonio, cuerpo, mujer e hijo? Pese a todo, no puede hacer daño a tu alma y se hace más daño a sí misma que a ti, porque condena su propia alma y, tras ello, su cuerpo y patrimonio. ¿No crees que esta venganza es suficientemente grande?
Por otra parte: ¿Qué harías si esta misma autoridad estuviera envuelta en una guerra, en cuyo caso no sólo tu patrimonio, mujer e hijo, sino tú mismo tendrías que naufragar y ser apresado, quemado y estrangulado a causa de tu señor? ¿Qui­sieras, por eso, estrangularlo? ¡Cuánta gente valiosa ha perdido era la, guerra el emperador Maximiliano durante toda su vida y, no obstante, no le ha ocurrido nada a causa de ello! Pero si él los hubiera asesinado tiránicamente, se trataría, por supuesto, de algo horrible e inaudito. Sin embargo, no cabe duda que él es responsable de su muerte, porque a causa de él han sido ma­tados. ¿Qué otra cosa significa entonces un tirano y hombres enfurecido, sino una guerra peligrosa que afecta a los hombres buenos, rectos e inocentes? Si, un tirano malo es preferible a una a guerra mala, en lo cual tú tienes que consentir, si con­sulta tu propia razón y experiencia. Bien creo yo que te agra­daría gozar de la paz y de una vida tranquila; ¿qué hacer, cuando Dios te las niega mediante guerra o tiranos? Ahora el y decide qué te gustaría más: tiranos o guerra. Ambas cosas bien las has merecido y las mereces ante Dios. Los hom­bres somos de tal índole que queremos ser pillos y permanecer en el pecado, mas el castigo de éste, lo queremos eludir y, además, oponer resistencia y defender nuestros pecados. En ver­dad, nos pasará como al perro que muerde las espinas.
En tercer lugar: si la autoridad es mala, no se olvide que Dios está presente; El tiene fuego, agua, hierro, piedras e innumerables otros modos para matar. ¡Cuán rápidamente El puede acabar con un tirano! Y seguramente lo haría, mas nues­tros pecados lo impiden. El dice en el Libro de Job así: "El deja gobernar a un pillo a causa de los pecados del pueblo". Muy bien se puede constatar que gobierna un pillo. Pero nadie quiere ver que él no gobierna a causa de sus pillerías, sino a causa del pecado del pueblo. El pueblo no ve sus propios pecados y opina que el tirano gobierna a causa de su pillería. El mundo es ciego, confuso y loco y por eso sucede lo que les ocurrió a los campesinos rebeldes que querían castigar los pecados de la autoridad como si ellos fueran totalmente puros e impecables. Por eso Dios les tiene que enseñar la viga en sus propios ojos, a fin de que se olviden de la paja en los ojos del prójimo.
En cuarto lugar, los tiranos están en peligro de que los súbditos, por disposición de Dios, se rebelen, como ha sido dicho, y los estrangulen y expulsen. Nuestra prédica va dirigida a aquellos que quieren obrar bien, los cuales, ciertamente, esca­sean. Junto a ellos queda, no obstante, la gran masa de los paganos, impíos y no cristianos, los cuales, cuando Dios así lo dispone, desconocen la autoridad y causan mal, como los judíos, griegos y romanos han hecho a menudo. Por tanto, no debes lamentar que, gracias a nuestra enseñanza, los tiranos y la au­toridad ganen seguridad para cometer sus maldades. No, desde luego que no están seguros. Es cierto que predicamos su segu­ridad sin importar el bien o mal que hagan, pero no podemos darles ni prestarles tal seguridad, porque nosotros no podemos constreñir a la masa a seguir nuestra enseñanza, si Dios no otorga la gracia. . .
En quinto lugar, Dios tiene todavía otra manera de casti­gar a la autoridad, por lo cual tú no debes tomar tu venganza en tus propias manos. El puede hacer surgir nuevas autorida­des, como, por ejemplo, la de los godos contra los romanos, la de los asirios contra Israel, etc. De manera que, en cualquier caso, hay suficiente venganza, castigo y peligro para los tiranos y la autoridad y Dios no los deja ser malos en dicha y paz. El está cerca de ellos, es más, está alrededor de ellos y los tiene entre las espuelas y las riendas. Con eso también concuerda el derecho natural que enseña Cristo (Mateo 7, 12): "Todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos. . .".
Cambiar y mejorar la autoridad son dos cosas tan distantes como el cielo y la tierra. Cambiar quizá resulte fácil, pero mejorar es delicado y peligroso. ¿Por qué? Porque esto no depende de nuestra voluntad ni poder, sino tan sólo de la volun­tad y mano de Dios. A la insensata plebe no le preocupa mucho mejorar la situación, tan sólo le interesa que haya cambios. Si resulta algo peor, de nuevo quiere cambios... A la plebe insen­sata nadie la puede gobernar tan bien como los tiranos, que son como el garrote atado al cuello del perro. Si la plebe pudiera ser gobernada en forma mejor, Dios le hubiera destinado otro orden que el de la espada y los tiranos. La espada indica qué clase de sujetos tiene bajo su dominio, a saber puros pillos desesperados, dispuestos siempre a sublevarse.
Por eso aconsejo que todo el que, en este asunto, quiera proceder con buena conciencia y obrar bien, debe estar contento con la autoridad secular y no atentar contra ella, dado que la autoridad secular no puede hacer daño al alma, como lo hacen los falsos sacerdotes y maestros. Aconsejo que, en este punto, se siga el ejemplo del piadoso David, quien sufrió del rey Saúl tanto como tú jamás podrás sufrir, pese a lo cual no quería poner su mano sobre su rey, aunque lo hubiera podido hacer a menudo, sino que lo encomendó a Dios y dejó que las cosas siguieran su curso de acuerdo a la voluntad de Dios, y sufrió hasta el final. Si surgiera una lucha o guerra contra tu señor, deja que luche y guerree quien quiera, porque, como ha sido dicho, si Dios no detiene a las masas, nosotros tampoco lo podernos hacer. Más tú, que quieres obrar bien y tranquilizar tu conciencia, no tomes tu arnés y armas y no combatas contra tu señor o tirano. Prefiere sufrir todo lo que pueda acaecerte. En cuanto a la masa que no procede así, ya encontrará su juez.
Sí, objetarás tú, más, ¿qué sucede cuando un rey o señor, habiéndose comprometido por juramento ante sus súbditos, a gobernar de acuerdo con leyes preexistentes, no las cumple, y se hace culpable de descuidar el régimen, etc.? (Así se dice que el rey de Francia debe gobernar con el consentimiento de los parlamentos de su reino y el rey de Dinamarca también tiene que jurar guardar ciertas leyes, etc.) Respondo que es correc­to y equitativo que la autoridad gobierne de acuerdo a las leyes v que aplique las mismas, no guiándose por su propia petulancia. Pero hay que añadir que un rey no se compromete sólo a respetar el derecho o las leyes (le su país, sino que Dios mismo le ordena ser piadoso, a lo cual se compromete el rey. Pues bien, a un rey que no cumpla ni el derecho de su país ni el derecho de Dios, ¿deberías tú atacarlo, a fin de juzgar y vengar tal conducta? ¿Quién te lo ha ordenado? En tal caso, debería hacer entre vosotros otra autoridad que interrogaría a ambos y condenaría al culpable. De lo contrario, no escaparás al juicio de Dios, cuando dice: "La venganza es mía". Idem: "No juz­guéis" (Mateo 7, 1)...
Si las cosas fueran así, es decir, que cualquiera que tuviera razón quisiera castigar personalmente al culpable, ¡,a dónde iría a parar el mundo? Resultaría que el criado pega al señor, la criada a la señora, los hijos a los padres y el alumno al maestro. ¿Qué orden sería éste? No liarían falta entonces ni jueces ni autoridad secular, instituidos ambos por Dios.
Más aquí deberé. escuchar a mis jueces que gritarán: ay, esto significa predicar tranquilamente la hipocresía ante los príncipes y señores; por fin te humillas y buscas misericordia, ¡, es que temes algo?, etc. Dejemos zumbar a estos abejones hasta que se vayan. El que pueda, que lo haga mejor; yo no me he propuesto en esta ocasión predicar a los príncipes y supe­riores. Tengo conciencia de que este escrito me podrá perju­dicar tal vez bastante, y que no estarán satisfechos de él, porque yo expongo su estamento a tal peligro, como ha sido dicho. Ya lo he afirmado suficientemente en otras ocasiones,' pero lamen­tablemente es muy cierto que la mayoría de los príncipes y señores son impíos tiranos y enemigos de Dios, que persiguen el Evangelio y, además, son mis inclementes señores, todo lo cual me importa muy poco. Yo me limito a enseñar el comportamiento que cada uno debe tener con los superiores en las situa­ciones descritas, para que haga lo que Dios le ordene y deje que los superiores se ocupen de sí mismos y de su propia con­ducta. Dios no olvidará a los tiranos y señores.
Además, no quiero que mi escrito se aplique tan sólo a los campesinos, como si ellos solos fueran los inferiores, y la nobleza no. No debe ser así, sino que lo que yo digo de los inferiores, debe aplicarse a todos, campesinos, burgueses, nobles, condes y príncipes. Porque todos también tienen superiores y son infe­riores de otros. Y al igual que se corta la cabeza a un campesino sedicioso, también debe cortarse la cabeza a un noble, conde y príncipe sedicioso, procediendo en forma igual con todos, de modo que nadie sufra injusticia.
Preguntarás: ¿Debe tolerarse como superior a un malhe­chor tal que deje perecer país y gente?... Respuesta: escucha, yo no te enseño nada, continúa procediendo como hasta ahora. puesto que eres suficientemente inteligente..
Mas a quienes quieren salvar gustosamente su conciencia les decimos lo siguiente: Dios nos ha puesto en el mundo bajo el dominio del diablo para que no tengamos aquí ningún paraíso. sino para esperar a cada instante toda clase de desgracia en el cuerpo, la esposa, el hijo, el patrimonio y el honor. Cuando en una hora no se presentan diez desgracias, cuando tú puedes vivir toda una hora tranquilamente, debes decir: ¡Ay, que bondad tan grande me manifiesta mi Dios al librarme de toda desgracia durante una hora! ¿Cómo es esto posible? Bajo el dominio del diablo no debiera tener ni siquiera una hora feliz, etc. Así enseñamos a los nuestros. Mas tú puedes construirte un mundo distinto. Construye para ti un paraíso al cual el diablo no puede llegar, a fin de que no tengas que esperar de ningún tirano tal furia; nosotros te observaremos.
Vamos a tratar ahora del otro caso, a saber, si es posible que un hombre luche o combata contra otro de igual rango, lo cual quisiera que se entendiera así: no es justo iniciar la guerra porque se le ocurra a la cabeza insensata de cualquier señor. Esto lo quiero decir, en primer lugar, antes que nada: quien inicia la guerra procede injustamente, y es justo que sea ven­cido o castigado en última instancia quien primero sacó el cuchillo; así ha sucedido por regla general en todas las historias; han perdido quienes iniciaron la guerra y muy pocas veces han sido vencidos aquellos que tuvieron que defenderse. Porque la autoridad secular no ha sido instituida por Dios para romper la paz e iniciar la guerra, sino para mantener la paz y oponerse a los guerreros, como dice Pablo en la Epístola a los Romanos, 13, 4, que la espada tiene como ministerio proteger y castigar: prote­ger a los piadosos con la paz y castigar a los malos con la gue­rra. Dios, que no tolera la injusticia, arregla las cosas de tal modo que los guerreros son combatidos, como dice el proverbio: Jamás ha sido alguien tan malo que no encontrara a alguien peor. Así deja Dios también que canten de El, los Salmos, 68, 31, "Dissipat gentes, quae bella volunt ", el senor destruye a los pueblos que tienen deseos de guerrear...
Quede, pues, establecido, en primer lugar que la guerra no es justa, aunque se haga entre hombres de igual rango, a menos que haya una causa legal y una conciencia tales que uno pudiera decir: mi vecino me obliga y me fuerza a guerrear, pero prefe­riría prescindir de hacerlo. De esa forma la guerra no se lla­maría tan sólo guerra, sino necesaria protección y legitima de­fensa. Respecto de la guerra, hay que distinguir entre las que son iniciadas voluntariamente antes de que la otra parte ataque y las que. por el contrario, son impuestas por necesidad y cons­treñimiento, después que la otra parte ha atacado. La primera bien puede ser denominada guerra voluntaria, la segunda guerra necesaria. La primera es del diablo, y quiera Dios que no logre sus propósitos; la otra es un accidente humano y ojalá la ayude Dios. Por eso dejadme deciros, queridos señores: evitad la gue­rra, a menos que tengáis que oponer resistencia y conceder protección y que el oficio que os ha sido impuesto no os obligue a guerrear... Esto se debe a que todo señor y príncipe está obli­gado a proteger a los suyos y a conservar la paz. Este es su oficio y para ello tiene la espada (Epístola a los Romanos, 13, 4). No deben dudar acerca de cuál es su misión a fin de que sepan que tal obra es justa ante Dios y ordenada por El, porque yo no enseño ahora lo que los cristianos deben hacer. A nosotros, los cristianos, no nos importa vuestro régimen. Mas os servimos y os decimos que es lo que tenéis que hacer ante Dios en vuestro régimen. Un cristiano es una persona encerrada en sí misma, que cree para sí misma y para nadie más. Mas un señor y un príncipe no son personas para sí mismos, sino para los otros, a fin de servirlos, esto es. para protegerlos y defenderlos; sería bueno que, además, fueran cristianos y creyeran en Dios, pues entonces serian probablemente bienaventurados. Pero no es pro­pio de un príncipe ser cristiano; por eso, pocos serán los prín­cipes cristianos; como se dice, el príncipe es un ave rara en el cielo. Pues bien, pese a que no sean cristianos, deberían, no obstante, obrar bien y justamente de acuerdo al orden externo de Dios; así lo quiere Dios.
Cuando un señor o príncipe no cumple con su oficio y mandato y se cree príncipe, no en consideración a su súbditos, sino en consideración a su linda persona, como si Dios lo hubiera hecho príncipe para disfrute de su poder, patrimonio y honor y fuente de su placer y capricho, títulos que le parecen suficien­tes, entonces, es un pagano, aún más, es un insensato. Tal príncipe estaría probablemente dispuesto a iniciar una guerra por una nadería, pues no le importaría otra cosa que satisfacer su petulancia. A éstos Dios les hace frente, pues hay otros que también tienen puños y tras las montañas también hay gente, de tal manera que una espada logra que la otra no sea desenvainada. Pero un príncipe sensato no piensa en si mismo; sólo le importa que sus súbditos sean obedientes. Cuando sus enemigos y vecinos buscan pelea y lo insultan, él piensa: los insensatos siempre se agitan más que los sabios, y dentro de un saco caben muchas palabras y el silencio también puede ser una respuesta. Por eso no se preocupa mucho hasta que ve que sus súbditos son atacados, o hasta que ve la navaja ya lista para herir; entonces hace frente en la medida en que puede, debe y tiene que hacer frente. De lo contrario, un gallina tal que acepte todos los insultos y espera un pretexto para atacar, terminará por no conseguir nada. ¿Qué clase de tranquilidad y utilidad obtendrá así? El mismo te lo terminará por decir.
Una vez aclarado lo anterior, debe tenerse en cuenta algo también muy importante. Aun cuando estés convencido y seguro de no haber iniciado la guerra, sino de hacer ésta por obligación, no debes, sin embargo, perder el temor de Dios y decir alegremente: sí, lo hago obligado, pues tengo buenas ra­zones para guerrear. Tal confianza de nada serviría. Es verdad, tú tienes justos y buenos motivos para guerrear y defen­derte, pero, sin embargo, no tienes la palabra y promesa de Dios de que vencerás. Es más, precisamente tal terquedad de­bería más bien causar tu derrota, aunque tengas buena razón para guerrear, debido a que Dios no quiere tolerar ningún or­gullo ni terquedad y sólo quiere la humildad y el temor. Lo que le place es que uno no tema ni a los hombres ni al diablo, que se sea audaz y tenaz, valiente e inflexible frente a ellos cuando inician la guerra sin razón. Pero que baste eso para vencer, como si la victoria dependiera de nosotros, es falso. El quiere que se le tema y oír cantar con todo corazón: Amado Señor, mi Dios, tú ves que he de guerrear, ¡cuánto me gustaría no hacerlo! No confío yo en la justicia de mi causa, sino en tu gracia y misericordia, porque sé que si confiara tercamente en la justicia de mi causa, tú. con mucha razón, deberías abandonarme…
Sucede algo muy extraño con el guerrero, pues si tiene verdadera razón debe ser al mismo tiempo valiente y temeroso. Mas, ¿cómo va a combatir, si es temeroso: Pero si combate sin temor, entonces también hay gran peligro. Debe proceder, pues, así: ante Dios debe ser temeroso, tímido y humilde y en­comendarse a El para que disponga, no según nuestro derecho, sino de acuerdo a su benevolencia y gracia, a fin de que uno se gane primero a Dios con un corazón humilde y tímido. Con los hombres uno debe ser audaz, libre y obstinado, ya que siem­pre carecen de razón y hay que combatirlos con conciencia terca y tranquila…
Debe, pues, quedar claro lo siguiente: guerrear contra hom­bres de igual rango sólo es lícito cuando se está constreñido a ello y debe llevarse a cabo con temor de Dios. Hay obligación cuando el enemigo o vecino ataca y no tiene sentido que uno se declare dispuesto a discutir, a escuchar y a pactar y cuando, pese a soportar y perdonar muchas ofensas, el enemigo o vecino decide, sin embargo, atacar de todos modos. Me limito siempre a predicar a quienes quieran obrar bien ante Dios. Pero aque­llos que no ofrecen soluciones pacíficas ni las quieren aceptar, éstos no me importan. Temor de Dios significa que uno no confía en la justa causa, sino que uno es escrupuloso, aplicado y prudente también en las cuestiones más insignificantes, aunque no valgan un comino. En cualquier caso, Dios no tiene las manos atadas y puede ordenarnos guerrear contra aquellos que no nos han dado motivos, como ordenó a los hijos de Israel guerrear contra los cananeos. En tal caso la guerra es obligada, pues hay una orden de Dios. Aunque tampoco tal guerra debe llevarse a cabo sin temor ni preocupación, como Dios enseria en el Libro de Josué (7, 1 y ss.), cuando los hijos de Israel mar­chaban confiados a la guerra contra los habitantes de ahí y fueron, sin embargo, derrotados. La misma obligación existe cuando los súbditos combaten en cumplimiento de una orden de la autoridad, ya que Dios ordena ser obediente a la misma, y su orden constituye una obligación; también en este caso se debe proceder con temor y humildad. Nos ocuparemos de esto más adelante.
El tercer caso trata de si es lícito que el superior combata al inferior. En verdad hemos escuchado arriba cómo los súbdi­tos deben ser obedientes y sufrir incluso mal de sus tiranos, de tal modo que, cuando las cosas son como deben ser, la autoridad nada tiene que ver con los súbditos si no es para cuidar del derecho, de los juicios y de las sentencias. Pero cuando se amo­tinan y se sublevan, como han hecho recientemente los campesinos, es justo y equitativo guerrear contra ellos. Del mismo modo debe proceder un príncipe contra sus nobles, un emperador contra sus príncipes, si son sediciosos e inician la guerra. Pero también tal guerra se debe llevar a cabo con temor de Dios, y sin confiar demasiado tercamente en su derecho, a fin de que Dios no disponga que también mediante injusticia los superiores sean castigados por sus súbditos, como ha sucedido a menudo conforme a lo que hemos escuchado arriba. Porque tener razón y obrar justamente no son consecuencia uno de lo otro y no aparecen siempre unidos, es más, no andan jamás unidos, a menos que Dios así lo disponga. Por eso, aunque sea justo que los súbditos estén tranquilos y sufran todo y no se levanten, no obstante no depende del poder humano conseguir que efectivamente lo hagan. Porque Dios quiere al inferior desprovisto de todo poder efectivo, a fin de que esté totalmente solo, y le ha quitado la espada y la ha puesto bajo llave. Si a causa de esto se amotina y se reúne con otros y se levanta y toma la espada, entonces se merece ante Dios el juicio y la muerte.
En cambio, el superior es instituido como persona pública, no como persona privada; debe contar con la adhesión de los súbditos, y disponer de la espada. Cuando un príncipe se dirige al emperador, como a su superior, entonces ya no es príncipe sino persona individual, y debe obedecer al emperador como todos los demás, cada uno en su propio nombre. Mas cuando se dirige a sus súbditos, entonces representa a tantos individuos como tiene bajo su dominio. Lo mismo se puede decir del em­perador; cuando se dirige a Dios, ya no es emperador, sino persona individual, como todos los demás ante Dios; mas si se dirige a sus súbditos, entonces es tantas veces emperador como per­sonas tiene bajo su dominio. Otro tanto puede afirmarse de todas las demás autoridades, las cuales, cuando se dirigen a su superior, carecen y están despojadas de toda autoridad. Ahora bien, si se dirigen a sus inferiores, entonces están investidas de toda autoridad, de tal modo que, en última instancia, toda autoridad desemboca en Dios, de quien procede. El es empe­rador, príncipe, conde, noble, juez, etc., y distribuye la autoridad a su arbitrio…
Ahora surgen las preguntas. Puesto que ningún rey o príncipe puede guerrear solo..., se puede preguntar si es lícito aceptar paga, o sueldo o mesada, como ellos dicen, y obligarse por tanto a servir al príncipe, cuando la ocasión lo exija, como es ahora uso corriente. A fin de contestar a eso, dividiremos a los que prestan este servicio.
En primer lugar, los súbditos, que de todos modos están obligados a ayudar con cuerpo y patrimonio a su superior y a obedecer su llamamiento a las armas, particularmente la nobleza y quienes tienen feudos de la autoridad...
Los nobles no deben creer que han recibido sus posesiones a títulos, gratuito, como si las hubieran encontrado o ganado en el juego. Las cargas que pesan sobre ellas y el deber de vasallaje indican de dónde y por qué las tienen, a saber, pres­tadas por el emperador o el príncipe, no para que lleven una vida licenciosa y desenfrenada, sino para estar dispuestos y preparados para el combate, a fin de proteger al país y mantener la paz. Si ahora se jactan de que deben tener ensillados los caballos y servir a príncipes y señores, cuando otros gozan de paz y tranquilidad, entonces les diré: ay, queridos, contáis con nuestro agradecimiento, tenéis vuestra paga y feudo y estáis destinados a tal oficio y os pagan por eso. ¿Es que les falta a los demás el trabajo que ocasiona una posesión, aunque sea pequeña? ¿O sois vosotros solos los que tenéis trabajo, pese a que vuestro oficio pocas veces se practica, en tanto que otros, en cambio, se tienen que ejercitar a diario? Si no lo quieres, o si te parece demasiado difícil y gravoso, entonces renuncia a tu posesión; ya se encontrará quien la acepte y haga a cambio, lo que exige el oficio.
Por eso, los sabios (le todos los tiempos han comprendido y dividido las obras de los hombres en dos clases, Agriculturam y Militiam, esto es, agricultura y milicia, de acuerdo a la división natural de las cosas. La agricultura debe sustentar, la milicia debe defender; quienes pertenecen a la milicia deben tomar tributos y alimentos (le los que se dedican a la agricultura, a fin de poder defender. Por otra parte, quienes se dedican a la agri­cultura, deben recibir protección de aquellos que pertenecen a la milicia, a fin de poder alimentar. Y el emperador y príncipe del país debe vigilar ambos oficios y cuidar que los que perte­necen a la milicia estén preparados y aguerridos, y que los que pertenecen a la agricultura estén seriamente empeñados en me­jorar los alimentos; en cuanto a la gente inútil, que no sirve ni para defender ni para alimentar, sino que tan sólo consume, haraganea y holgazanea, no se la debe tolerar, sino expulsarla del país u obligarla a trabajar.
Queda, pues, claro que los soldados reciben justamente su paga y feudo, y que obran bien al ayudar a su señor a guerrear, que constituye el servicio al que están obligados; así lo confirma S. Juan Bautista (Lucas, 3, 14). Cuando los soldados le pre­guntaron qué debían hacer, respondió: "Contentáos con vuestra paga". Si su paga fuera injusta o su oficio contrario a Dios, El no hubiera debido permitirlo y confirmarlo, sino que hubiera debido castigarlos y apartarlos de ese oficio como un maestro divino y cristiano. Con esto se contesta a aquellos que por escrúpulos de conciencia (en realidad hoy quedan muy pocos) alegan que es peligroso aceptar, con fines temporales, un cargo que implica derramar sangre, asesinar y causar al prójimo toda clase de aflicciones, según lo determine el curso de la guerra. Estos deben tranquilizar su conciencia considerando que tal ofi­cio no se ejerce por petulancia, placer o aversión, sino que se trata de un oficio de Dios, y que se tiene, respecto a sus prín­cipes y a Dios, la obligación de ejercerlo. Por tratarse de un oficio justo, ordenado por Dios, le corresponde paga y salario, como dice Cristo (Mateo 10, 10): "El obrero es digno de su alimento".
Es cierto que cuando alguien presta sus servicios en la gue­rra con el único deseo e intención de lograr bienes, o constitu­yendo el bienestar temporal su único motivo, de tal modo que prefiere la guerra a la paz, tal persona viola, por supuesto, el orden y es presa del diablo, aunque guerrea por obediencia al llamamiento a las armas hecho por su señor; de este modo, convierte, con su actitud, una obra buena en una obra mala, ya que no le importa mucho que esté sirviendo por obediencia y deber sino que sólo busca lo suyo...
Otra pregunta: ¿Qué hago. si a mi señor le falta razón para guerrear? Respuesta: si sabes con seguridad que no tiene ra­zón, entonces debes temer y obedecer a Dios más que a los hombres (Hechos de los Apóstoles, 5, 29) y no debes guerrear, ni servir, porque, en tal caso, no puedes tener la conciencia tranquila ante Dios. Pero, objetarás: mi señor me constriñe, me quita mi feudo, no me da mi dinero, sueldo y paga; además de esto me despreciarían y vejarían como a un tímido, aún más, como a un desleal ante el mundo que abandona a su señor en la necesidad, etc. Respuesta: a todo debes arriesgarte y debes renunciar a lo que haya que renunciar por consideración a Dios. El te lo retribuirá cien veces, como promete en el Evangelio: "Quien a causa mía abandona casa, hogar, mujer y patrimonio, a éste se le retribuirá cien veces". Tal peligro hay que tomar en cuenta también en todas las demás obras donde la autoridad obliga a hacer mal. Puesto que Dios quiere que sean aban­donados padre y madre a causa suya, también deberá abando­narse a los señores a causa suya, etc.
Mas si tú no sabes, o no puedes llegar a saber, si tu señor es injusto, no debes debilitar la obediencia segura a causa de un derecho incierto, sino que debes suponer, conforme al uso de la caridad, lo mejor de tu señor, porque la caridad lo cree todo y no concibe el mal (10 Epístola a los Corintios, 13, 7, 5).
Así estarás seguro y te irá bien ante Dios. Si a causa de ello, te vejan o te califican de desleal, entonces es mejor que Dios te alabe como leal y recto, antes que el mundo lo haga. ¿De qué te serviría que el mundo te tuviera por Salomón o Moisés, y tú fueras considerado por Dios tan malo como Said o Ahab?
Una tercera pregunta: ¿Es posible que un guerrero asuma el compromiso de servir a más de un señor y acepte de los dos sueldo o paga? Respuesta: he dicho antes que la avaricia es injusta, no importando que se trate de oficio malo o bueno. No hay duda que la agricultura es uno de los mejores oficios y no obstante un agricultor avaro es injusto y condenado por Dios. Lo mismo sucede aquí: aceptar la paga es equitativo y justo, como también lo es servir a fin de obtenerla. Mas la avaricia no es justa, aunque la paga de un año apenas sea un florín. Por otra parte, aceptar y recibir la paga es algo en esencia justo, trátese de uno, dos, tres, o más señores, con tal que no se le retire al señor feudal y soberano su tributo y se obtenga su gracia y autorización para servir a otros...
Mas, ¿qué hacer cuando los príncipes o señores combaten entre sí, y uno está obligado a ambos, aunque preferiría servir al que no tiene razón, porque le ha mostrado más merced y le ha hecho más favores, en tanto que el otro, que tiene razón, se ha portado peor con él? La respuesta breve y evidente es la siguiente: la justicia (esto es, la voluntad de Dios) debe estar por encima de patrimonio, cuerpo, honor y amigos, merced
y ventaja; no se debe tener consideración de persona, sino tan sólo de Dios..., porque, contra Dios no se debe combatir, mas quien combate contra el derecho, combate contra Dios, ya que El da, ordena y dispone todo el derecho.
Una cuarta pregunta: ¿Qué debe decirse de quien guerrea no tan sólo para obtener bienes, sino también con miras a ho­nores temporales, a fin de llegar a ser un hombre valiente y respetado, etc.? Respuesta: la ambición por la honra y la obse­sión por el dinero son ambas avaricias, tan injusta una como la otra; quien guerrea con tal vicio, se gana el infierno. Debemos dejar y dar a Dios solo la honra, y conformarnos con la paga y con los alimentos...
Uno de los pecados más grandes consiste en procurar su propia honra, lo cual no es otra cosa sino Crimen laesae majes­tatis divinae, un robo de la majestad divina. Deja que otros alaben y procuren su honra. Sé obediente y tranquilo, no te preocupes de tu honra. Se ha perdido más de un combate que hubiera podido ganarse de no haber estado presente el afán por obtener la honra. Guerreros tan ambiciosos no creen que Dios está presente en la guerra y da la victoria; por eso, tampoco temen a Dios, ni se regocijan, sino que son audaces y locos, y al fin serán vencidos.
Los mejores hombres son, a mis ojos, quienes, antes del combate, se dejan incitar por el loable recuerdo de sus amoríos, cuando dicen: adelante entonces, que cada uno piense en su amada. Si no supiera de labios de dos hombres fidedignos y expertos en este asunto que tal cosa sucede, jamás hubiera creído que el corazón humano pueda ser tan frívolo y descuidado en el conflicto, cuando el peligro de muerte es inminente. Cuando se lucha solo con la muerte, nadie se comporta así, pero, entre la masa, unos incitan a otros, de manera que ninguno presta atención a lo que le atañe, porque, al mismo tiempo, las mismas cosas atañen a los demás. Es espantoso pensar y es­cuchar de un corazón cristiano que en la hora en que son inmi­nentes el juicio de Dios y el peligro de muerte, la incitación y el consuelo proceden, sobre todo, del amor carnal. Los que mueren en tales circunstancias envían, desde luego, sus almas directamente y sin demora al infierno.
Resulta, pues, que los lansquenetes que vagan por el país y procuran la guerra, cuando podrían trabajar y dedicarse a sus oficios, y que, por pereza o por ánimo brutal y cruel, pierden el tiempo de tal manera, probablemente no sean bien mirados por Dios. No pueden alegar ante Dios ningún motivo ni excusa de su proceder; sólo les anima un audaz deseo y una osadía para hacer la guerra o para llevar una vida libre y salvaje conforme a sus costumbres. Una buena parte de ellos se convertirá al final en pillos y ladrones. Si se dedicaran al trabajo y a sus oficios y se ganaran el pan, como Dios ha ordenado e impuesto a todos los hombres, hasta que su soberano les llame a las armas para sus propios fines y les permita y les pida que presten sus servicios a otro, entonces pueden hacerlo tranquilamente, ya que sabrían, en tal caso, que están complaciendo a su superior, conciencia tranquila que no podrían tener en caso contrario. Debe representar para todo el mundo consuelo y alegría y hasta, tam­bién, un poderoso motivo para amar y venerar a la autoridad, que Dios Todopoderoso nos haga la gran gracia y nos dé la autoridad como señal externa y signo de su voluntad, y nosotros estamos seguros de que complacemos la voluntad divina y obra­mos bien, siempre que respetemos la voluntad de la autoridad y la complazcamos...
Los guerreros deben proceder así: si ha comenzado el com­bate y se ha hecho la exhortación de la que he hablado arriba, uno debe encomendarse ingenuamente a la gracia de Dios y com­portarse entonces como un cristiano en este asunto. Porque en la exhortación anterior ha sido dada sólo la forma según la cual se debe cumplir con conciencia tranquila el oficio del guerrero. Pero dado que ninguna obra buena hace bienaventu­rado por sí sola, debe decir cada uno, con el corazón a la boca, lo siguiente: Padre divino, aquí estoy conforme a tu voluntad divina en esta obra externa y servicio de mi superior, del modo que estoy obligado a hacerlo, en primer lugar para contigo y al mismo superior a causa tuya, y agradezco a tu misericordia y gracia que me hayas destinado a tal obra, respecto de la cual estoy seguro que no es un pecado, sino que se trata de una obra justa que te place. Mas como sé y he aprendido, a través de tu palabra llena de gracia, que ninguna de nuestras buenas obras nos puede ayudar y que nadie llega a ser bienaventurado como guerrero, sino como cristiano, entonces no quiero confiar de nin­guna manera en mi obediencia y en mi obra, sino dejar libremente que tú la juzgues de acuerdo con tu voluntad. Creo de todo corazón que tan sólo la inocente sangre de tu amado hijo, mi Señor Jesucristo, derramada para mí de acuerdo a tu volun­tad llena de gracia, puede salvarme y hacerme bienaventurado. Esta es mi fe y con ella vivo y muero.
Si hubiera muchos guerreros así en un ejército. ¿Crees tú amado, que alguien podría vencerlos? Es seguro que vencerían a todo el mundo sin un solo golpe de espada. Si hubiera en un ejército nueve o diez de tales personas, o simplemente tres o cuatro que pudieran expresarse así, los preferiría a todas las escopetas, lanzas, caballos y arneses, y esperaría tranquilamente al turco con todo su poder. La fe cristiana no es ninguna diversión ni cualquier cosa, sino, como dice Cristo en el Evangelio: "Al que cree, todo le es posible". Mas, amado, ¿dónde están los que creen así y los que pueden obrar así? Aunque la masa no proceda así, nosotros, no obstante, tenemos que enseñarlo y saber tal cosa en consideración a aquellos (aunque son pocos) que lo harán. Isaías dice: "La palabra de Dios no vuelve vacía a su boca", pues a más de uno le enseña el camino hacia Dios...

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