febrero 12, 2010

Primera Catilinaria (Cicerón)

Discurso contra Lucio Sergio Catilina ante el Senado
PRIMERA CATILINARIA
[1]
M. TVLLI CICERONIS ORATIONES IN CATILINAM
Marco Tulio Cicerón
[8 de Noviembre del año 63]

1. ¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos sé arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hom­bres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne[2], ni las miradas y semblantes de to­dos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasa­da por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste; a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y, sin embargo, Catili­na vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la república pre­viniendo las consecuencias de su furor y de su espa­da! Ha tiempo, Catilina, que por orden del cónsul de­biste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiem­po, maquinas.
Un ciudadano ilustre, P. Escipión, pon­tífice máximo, sin ser magistrado hizo matar a Tibe­rio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la repúbli­ca[3] y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio el mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su pro­pia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyec­taba una revolución.[4] Hubo, sí, hubo en otros tiem­pos en esta república la norma de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudada­nos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado;[5] no falta a la república ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la fal­tamos.
2. En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la re­pública, y antes de que pasara una sola noche había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos se­diciosos;[6] sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores,[7] y había muerto también el consular M. Fulvio[8] con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la república. ¿Transcurrió un solo día sin que el castigo público se cumpliese con la muerte de Satur­nino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio?[9] ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nues­tras manos desde hace veinte días la espada de vues­tra autoridad! Tenemos también un decreto del Sena­do, pero archivado, como espada metida en la vaina. Según ese decreto tendrías que haber muerto al ins­tante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, pa­dres conscriptos, ser clemente; deseo también, en pe­ligro tan extremo de la república, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía.
Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la república[10] crece día por día el número de los enemigos: el general de ese ejér­cito, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la república. Si ahora or­denara que te prendieran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciu­dadanos me juzgaran tardío. Pero lo que ha tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo to­davía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encon­trar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y segu­ros vigilantes para que no puedas moverte contra la república, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.
3. ¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas, ni las pa­redes de una casa particular contienen los clamores de la conjuración? ¿Si todo se sabe; si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Cogido como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar.[11]
¿Recuerdas que el 21 de oc­tubre dije en el Senado que en un día fijo, el 27 de octubre, se alzaría en armas C. Manlio, secuaz y mi­nistro de tu audacia?[12] ¿Me equivoqué, Catilina, no sólo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el 28 del mismo mes para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como por impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que aquel mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la república y de­cías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que había quedado, te dabas por satis­fecho?
¿Qué más? Cuando confiabas apoderarte de Preneste[13] sorprendiéndola con un ataque nocturno el primero de noviembre, ¿no advertiste las precaucio­nes por mí tomadas para asegurar aquella colonia con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza.
4. Recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la república que la tuya para perderla. Aludo a la no­che en que fuiste entre falcarios[14] (hablaré sin rebo­zo) a casa de M. Leca[15] donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo proba­ré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos de los que contigo estuvieron.
¡Oh dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué repú­blica tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augus­to del orbe entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando con­viniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se les ofende.
Fuiste, pues, Catilina, aquella noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cóm­plices, determinaste adónde debía ir cada cual de ellos, elegiste los que habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que parti­rías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aún vivía yo. Ofreciéronse entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prome­tiendo ir aquella misma noche poco antes de amane­cer a mi casa para matarme en mi propio lecho.[16] Todo esto lo supe poco después de terminada vuestra junta, puse en mi casa más numerosa y fuerte guar­dia; a los que enviaste a saludarme tan de madruga­da, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la en­trada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes varones la hora en que irían a visitarme.
5. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empe­zaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puer­tas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Manlio, te aguarda como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Lim­pia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuan­do entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes per­manecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Es­tátor, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terri­ble calamidad.
No se consentirá más que por un solo hombre peligre la república. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino con mi propia cautela. Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus demás competi­dores en el Campo de Marte,[17] atajé tus malvados in­tentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siem­pre que atacaste a mi persona te rechacé personalmen­te, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria.
Pero ya atacas a toda la re­pública, ya pides la muerte para todos los ciudada­nos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a eje­cutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la prác­tica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si or­denara matarte quedarían en la república las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no ceso de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turbamulta que es la hez de la república. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Pregúntasme: ¿Para ir al destierro? No lo mando; pero si me consultas, te lo aconsejo.[18]
6. Porque, Catilina, ¿qué atractivos puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, con­jurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca?
¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no eje­cutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus ha­lagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando ha poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nue­vas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verda­deramente increíble?[19] Maldad que callo y de buen grado consiento quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad se cometió tan feroz crimen o que no fue castigado. Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazado para las próximas idus.[20] Pres­cindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus difi­cultades y vergüenza domésticas, para concretarme a lo que atañe a la república entera, a la vida y conserva­ción de todos nosotros.
¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ig­nora que la víspera del primero de enero,[21] al termi­nar el consulado de Lépido y Tulo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para ase­sinar a los cónsules y a los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepenti­miento ni el temor, sino la fortuna del pueblo roma­no?[22]
Y omito hablar de otros crímenes, o por sabi­dos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándo­me o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada consigues y, sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por aca­so cayó de ellas?
Y, sin embargo, apenas puedes sepa­rarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable cla­varlo en el cuerpo de un cónsul.[23]
7. ¿Pero cuáles tu vida ahora? Porque quiero ha­blar contigo de modo que no parezca me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a que no eres acreedor. Entraste ha poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las pa­labras el severísimo juicio del silencio? ¿Que, al sen­tarte, no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos consulares repetidas veces desti­nados por ti a la muerte, abandonar sus asientos cuan­do ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío?
Si mis esclavos me temieran como los ciudadanos te temen, pensaría en dejar mi casa, y tú no resuelves abando­nar esta ciudad. Y si viera que mis conciudadanos te­nían de mí, aunque fuera injustamente, sospecha tan ofensiva, preferiría quitarme de su vista a que me mira­ra todo el mundo con malos ojos. Y tú, que por la con­ciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido desde hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas y sen­timientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarlos de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de to­dos nosotros, te odia y te teme, y ha tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni se­guirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza?
A ti se dirige, Catilina, y, callando, te dice:[24] «Ninguna mal­dad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú solo mataste a muchos ciudadanos[25] y vejaste y sa­queaste a los aliados;[26] tú, no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino los hollaste y violaste.[27] Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentada por ti solo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pueda intentarse contra mí que no dependa de tu aborrecida maldad no es tole­rable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es funda­do, para que no acabe conmigo; si inmotivado, para que alguna vez deje de temer. »
8. Si, como he dicho, la patria te habla en estos términos, ¿no deberías atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entregado tú mismo para estar bajo custodia?[28] ¿Qué indica el que tú mismo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de M. Lépido?[29] Y no recibido en ella, te atreviste a pre­sentarte ante mí y me pediste que te acogiera en la mía. Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío, vi­víamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pre­tor Q. Metelo;[30] y rechazado también por éste, te fuis­te a vivir con tu amigo el dignísimo M. Metelo,[31] que te pareció sin duda el más diligente para guardarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enér­gico para reprimirlos. Pero ¿crees que debe estar muy lejos de la cárcel quien se ha juzgado a sí mismo digno de ser custodiado?
Siendo esto así, Catilina, y no pu­diendo morir aquí tranquilamente, ¿dudas en marchar­te a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos?
Propón al Senado, dices, mi destierro, y aseguras que, si a los senadores parece bien decretarlo, obede­cerás. No haré yo una propuesta contraria a mis cos­tumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Catilina; libra a la república del miedo; vete al destie­rro, si lo que esperas es oír pronunciar esta palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras si con el si­lencio te dicen su voluntad?
Si lo que te he dicho lo dijera a este excelente joven, P. Sextio,[32] a este esfor­zado varón, M. Marcelo,[33] a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me hiciera sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tran­quilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan éstos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuan­do tan en poco tienes sus vidas, sino también aque­llos ilustres y honradísimos caballeros romanos, y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo nú­mero pudiste ver hace poco y comprender sus deseos y oír sus voces; cuyos brazos armados contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar.
9. Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Meditar tú la huida? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojalá te inspirasen los dioses inmortales tal idea! Veo, sin embargo, si mis exhortaciones te indujeran a ir al destierro, la tempestad de odio que me amenaza, si no ahora, por estar fresca la memoria de tus mal­dades, en lo porvenir. Poco me importa con tal que el daño sólo a mí alcance y no peligre la república. Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la república; porque a ti, Catilina, no te retrae de la vida licenciosa la vergüenza; ni del peligro el miedo; ni del furor la razón.
Por lo cual, como repetidamente te he dicho, vete, y si, cual dices, soy tu enemigo, excita contra mí el odio yendo dere­cho al destierro. Apenas podré sufrir las murmura­ciones de las gentes si así lo haces; apenas soportar el enorme peso de su aborrecimiento, si por mandato del cónsul vas al destierro. Pero si quieres procurar­me alabanzas y gloria, sal de aquí con el modestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Manlio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz gue­rra a tu patria; regocíjate con este impío latrocinio para que se vea que no te he echado entre gente ex­traña, sino invitado a que te unas a los tuyos.
Pero ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has enviado ya gente armada a Foro Aurelio[34] para que te aguar­de; cuando sé que está ya convenido con Manlio y se­ñalado el día; cuando sé que ya has enviado el águila de plata[35] que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hiciste sagrario en tu casa para tus malda­des? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a al­guien, pasando muchas veces tu impía diestra de su ara al asesinato de un ciudadano?
10. Irás, por fin, adonde te arrastra tu deseo desenfrenado y furioso, que no te ha de causar esto pena, sino increíble satisfacción. Para tal demencia te pro­dujo la naturaleza, te amaestró la voluntad y te reser­vó la fortuna. Nunca deseaste, no digo la paz, ni la misma guerra como no fuese una guerra criminal. Has reunido un ejército de malvados, formado de gente perdida, sin fortuna, hasta sin esperanza.
¡Qué con­tento el tuyo! ¡Qué transportes de placer! ¡Qué em­briaguez de regocijo cuando en el crecido número de los tuyos no oigas ni veas un hombre de bien! Para dedicarte a este género de vida te ejercitaste en los trabajos, en estar echado en el suelo, no sólo a fin de lograr los estupros, sino también otras maldades, ve­lando por la noche para aprovecharte insidiosamente del sueño de los maridos o de los bienes de los incau­tos. Ahora podrás demostrar tu admirable paciencia para sufrir el hambre, el frío, la falta de todo recurso que dentro de breve tiempo has de sentir. Al excluirte del consulado,[36] logré al menos que el daño que in­tentaras contra la república como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio.
11. Ahora, padres conscriptos, anticipándome a contestar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego escuchéis con atención lo que voy a decir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendimiento. Si mi patria, que me es mucho más cara que la vida; si toda Italia, si toda la república dijera: «Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad al que has demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes aguardan éstos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la con­juración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que le has echado de Roma, sino que le has traído a ella? ¿Por qué no mandas prenderle, por qué no orde­nas matarle? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Quién te lo impide? ¿Las costum­bres de nuestros mayores? Pues muchas veces en esta república los particulares dieron muerte a los ciuda­danos perniciosos.[37] ¿Las leyes relativas a la imposi­ción del suplicio a los ciudadanos romanos?[38] Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la república. ¿Te­mes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena mane­ra de mostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito per­sonal, sin que te recomendase el de tus ascendientes, te confirió tan temprano el más elevado cargo, eligién­dote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por li­brarte del odio o por temor a algún peligro! Y si te­mes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la fortaleza que el producido por la flo­jedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones; cuando ardan las casas, ¿crees que no te alcanzará el incendio de la indigna­ción pública?»
12. A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé bre­vemente. Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora sola de vida hubiese concedido a ese gla­diador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flaco y de otros muchos facciosos no les manchó, sino les honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me aborreciese la posteri­dad.[39] Y aunque me amenazara esta desdicha, siem­pre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia es para el aborrecido un título de gloria.
No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliadoras, fo­mentaron las esperanzas de Catilina, y con no dar cré­dito a la conjuración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no solo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impusiera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano. En cambio entiendo que si éste cumple su propósito y se va a capitanear las tropas de Manlio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conjuración, ni tan perverso que no la confiese. Creo que con ma­tar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la re­pública, pero no lo atajaríamos para siempre; pero si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los de­más náufragos recogidos de todas partes, no sólo se extinguirá esta peste tan extendida en la república, sino que también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males.
13. Ha mucho tiempo, padres conscriptos, que an­damos entre estos riesgos de conjuraciones y asechan­zas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevi­mientos han llegado a sazón en nuestro consulado; y si de tantos conspiradores sólo suprimimos éste, aca­so nos veamos libres por algún tiempo de estos cuida­dos y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y de las entrañas de la república. Así como a veces los gravemente enfermos, devora­dos por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la dolencia, de igual modo la enfermedad que padece la repúbli­ca, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida.
Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar: sepárelos un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pretor urbano, de asediar la cu­ria armados de espadas, de reunir manojos de sarmien­tos y teas para poner fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la república. Os prometo, padres conscriptos, que será tanta la activa vigilancia de los cónsules, tanta vuestra autoridad, tanto valor de los caballeros roma­nos y tanta la unión de todos los buenos, que al salir Catilina de Roma todo lo veréis descubierto, claro, su­jeto y castigado.
Márchate, pues, Catilina, para bien de la repúbli­ca, para desdicha y perdición tuya y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parri­cidio; márchate a comenzar esa guerra impía y maldi­ta. Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llama­mos Estátor por ser guardador de Roma y de su im­perio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus aras y de los otros templos, de las casas y murallas; libra­rás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemigos de la patria, ladrones de Italia, en cri­minal asociación unidos para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.
MARCO TULIO CICERÓN
[1] Con el nombre de Catilinarias o Discursos contra Ca­tilina conocemos las cuatro alocuciones pronunciadas por Cicerón entre el 8 de noviembre y el 5 de diciem­bre del año 63, cuando en su condición de cónsul des­cubrió y desbarató un intento revolucionario encabe­zado por Lucio Sergio Catilina que tenía como objetivo final la subversión total de las estructuras del Estado romano e incluso la destrucción de Roma y el asesina­to de los ciudadanos más representativos del partido aristocrático. La finalidad de esta primera Catilinaria no sólo consiste en la denuncia pública de la trama de la conspiración, sino también pretende poner de manifiesto que él, el cónsul Cicerón, dispone de medios no decla­rados que le permiten estar perfectamente enterado de las intrigas de los conjurados. Todo ello con el objeti­vo final de que Catilina, confundido e inseguro, aban­donara Roma y se uniera al ejército de Manlio, ya al­zado en armas, declarando abiertamente de esa forma sus intenciones. Este hecho serviría además como autoinculpación que supliría la escasez de pruebas; es­casez que se colige de la pública presencia de Catilina en Roma y de su asistencia a las sesiones del Senado. El discurso incluye una etopeya de Catilina que insiste sobre el carácter licencioso de sus actividades y una caracterización social de sus partidarios.
Cicerón consiguió el objetivo que se había propues­to y Catilina abandonó Roma ese mismo día.
[2] El templo de Júpiter Estátor, situado en la falda del Pa­latino.
[3] El tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco propu­so en el año 133 a.d.C. una reforma agraria que provocó la reac­ción de los aristócratas. Éstos, incitados por Publio Escipión Nasica, que en estos momentos era un simple particular, le die­ron muerte. Nótese cómo el cargo de Pontífice Máximo se considera de carácter religioso y en ningún caso le libraba a Esci­pión de su condición de simple particular.
[4] A Cayo Servilio Ahala se le atribuía la muerte en el 439 de Espurio Melio, un rico plebeyo que a base de repartir trigo gratis entre el pueblo se había hecho sospechoso de querer ins­taurar una tiranía.
[5] En la reunión del Senado del día 21 de octubre por un senadoconsulto último se le habían concedido a Cicerón pode­res dictatoriales.
[6] El cónsul Lucio Opimio hizo matar en el año 121, en vir­tud del primer senadoconsulto último dado por el Senado, a Cayo Sempronio Graco, hermano de Tiberio, por insistir en las reformas agrarias iniciadas por su hermano.
[7] El abuelo materno de los Graco era P. Cornelio Escipión Africano, el vencedor de Aníbal, y su padre, Tiberio Sempronio Graco, había sido cónsul por dos veces y censor (169); pasaba por ser un gran político y estratega y hombre de proverbial auste­ridad.
[8] Marco Fulvio Flaco, amigo de Cayo Graco, fue cónsul en el 125 y tribuno de la plebe en el 122; sus intentos por extender la ciudadanía a todos los italianos le valieron también la muerte.
[9] En el año 100 el tribuno de la plebe L. Apuleyo Saturni­no y el pretor C. Servilio Glaucia propusieron la creación de colonias y la distribución de tierras para el establecimiento de veteranos; al aspirar Saturnino a repetir el tribunado y Glaucia a alcanzar el consulado, los cónsules C. Mario y L. Valerio obtuvieron del Senado un senadoconsulto último que llevó a aquéllos a la prisión y a la muerte.
[10] Las tropas de Catilina estaban acampadas en Fiesole a las órdenes de Manlio.
[11] Cicerón conocía puntualmente todos los planes de Ca­tilina a través de Fulvia, amante de Curión, uno de los conjurados.
[12] Cayo Manlio era un antiguo centurión que estaba al man­do de las tropas de Catilina.
[13] Ciudad del Lacio, situada a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Roma.
[14] Al parecer se refiere Cicerón a la calle en que estaban ubicados los fabricantes de hoces.
[15] Marco Porcio Leca, pariente de Catón y perteneciente a una de las más ilustres familias senatoriales.
[16] Se trataba de aprovechar el rito consuetudinario de vi­sitar por la mañana a los personajes ilustres. Según Salustio (Cat. 27), los dos caballeros eran Cayo Cornelio y Lucio Var­gonteyo.
[17] Se habían celebrado el 28 de octubre y en ellos fueron elegidos cónsules Lucio Murena y Décimo Silano.
[18] Cicerón, en su calidad de cónsul, podía decretar la muer­te de un ciudadano, pero no podía, en cambio, mandarlo al destierro.
[19] El asesinato del hijo de su primera esposa.
[20] Era tradicional el pago de las idus (el día 13 de cada mes, excepto en los meses de marzo, mayo, julio y octubre en que era el 15) de los préstamos vencidos a primero de mes.
[21] Del año 65. Referencia a lo que se ha dado en llamar la primera conjuración de Catilina en la que también habrían intervenido César y Craso.
[22] Según Suetonio (Julio César, 9) participaron en esta cons­piración César y Craso. Las causas del fracaso las atribuye a una falta de coordinación en el momento de dar la señal de co­mienzo.
[23] Parece recoger aquí Cicerón la creencia de que los con­jurados para sellar su pacto habían bebido sangre humana en una misma copa.
[24] El pasaje está inspirado en el correspondiente episo­dio del Critón (XII) de Platón, en el que las leyes se levantan y le recuerdan a Sócrates sus deberes para con la patria.
[25] Asesinatos cometidos durante las proscripciones de Sila.
[26] Referencia a los abusos cometidos durante el ejercicio de la propretura en la provincia de África (año 67).
[27] Catilina pudo escapar a la acusación de concusión com­prando a sus jueces y a su acusador Publio Clodio.
[28] El derecho romano no conocía la prisión preventiva, sino que los acusados se ponían bajo la vigilancia y protección de algún ciudadano notable.
[29] Este Lépido había derrotado a Catilina en uno de los intentos de éste de acceder al consulado.
[30] Quinto Metelo Céler, lugarteniente de Pompeyo, pretor en el 63 y cónsul en el 60.
[31] Personaje, por lo demás desconocido, que ya había dado muestras de sus cualidades cívicas al permitir que Catilina asis­tiera a la reunión tenida en casa de Leca.
[32] Amigo de Cicerón; en estos momentos era cuestor del otro cónsul, Cayo Antonio Híbrida, que se había presentado a la elección consular formando equipo con Catilina. Publio Sex­tio fue el que instó a C. Antonio a enfrentarse a su antiguo alia­do Catilina en la batalla de Pistoya. Posteriormente como tri­buno de la plebe logró el regreso de Cicerón del exilio.
[33] Amigo de Cicerón y partidario de Pompeyo, fue cónsul en el 51; obtuvo el perdón de César en el 46, pese a lo cual fue asesinado al año siguiente. Cicerón le dedicó el Pro Marcello.
[34] Población de Etruria situada al final de la vía Aurelia. El nombre de Foro alude al hecho de ser lugar de celebración de un mercado semanal y de administración de justicia.
[35] Las águilas eran las enseñas de las legiones. Se creía que esta águila era la que había llevado Mario en su campaña contra los cimbrios.
[36] En las elecciones del 28 de octubre Cicerón apoyó a Mu­rena frente a Catilina.
[37] Véase nota 3.
[38] Las leyes Valeria, Porcia y Sempronia establecían el de­recho de los ciudadanos a apelar ante la asamblea del pueblo en caso de pena capital.
[39] Véase nota 3.

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