febrero 12, 2010

Segunda Catilinaria (Cicerón)

Discurso contra Lucio Sergio Catilina ante el Senado
SEGUNDA CATILINARIA
[1]
ORATIO IN L. CATILINAM SECVUNDA HABITA AD POPVLVM
Marco Tulio Cicerón

[9 de Noviembre del año 63]

1. Por fin, ciudadanos romanos, hemos arrojado de la ciudad, o hecho salir de ella, o acompaña­do hasta despedirle cuando se iba, a Lucio Catilina, desatada furia anhelosa de maldades, infame conspi­rador contra la salud de la patria, que a vosotros y a esta ciudad amenazaba con el hierro y el fuego. Sa­lió, partió, huyó, escapó. Ya no fraguará aquel mons­truo, prodigio de perversidad, dentro de estos muros ninguna desolación para Roma; ya no cabe duda de que hemos vencido al caudillo de esta guerra intesti­na; ya no removerá su puñal junto a nuestros pechos; ya estaremos sin temor en el Campo de Marte, en el foro, en el Senado y hasta en nuestras casas.[2] Expul­sado de Roma, Catilina abandonó su posición y ya no es sino un enemigo declarado, al cual, sin que nadie lo impida, haremos justísima guerra. Sin duda está perdido y hemos logrado contra él magnífica victoria al obligarle a dejar la emboscada para pelear en cam­po raso.
Pero, ¡juzgad cuán grande será su desesperación y abatimiento al ver que no lleva, como quería, la espada ensangrentada; que salió de aquí dejándo­nos vivos; que le arrancamos el puñal de las manos; que los ciudadanos quedan a salvo y la ciudad en pie! Caído está, ciudadanos romanos; siente el golpe que le ha postrado y abatido, y de seguro vuelve repetidas veces los ojos hacia esta ciudad, derramando lágrimas porque escapó de sus garras, mientras Roma creo que se regocija de haber vomitado y arrojado de sí tanta pestilencia.
2. Mas si alguno de vosotros, por ser tan celoso patriota como todos debieran serlo, me censura con vehemencia a causa de lo que yo considero un triunfo de mi discurso, acusándome de haber dejado escapar tan temible enemigo a quien debí prender, contestaré que no es mía la culpa, ciudadanos romanos, sino de las circunstancias. Ha tiempo que debió morir y ser castigado Catilina con gravísimo suplicio; así me lo pedían las costumbres de nuestros antepasados, la severidad de sus leyes y el interés de la república Referencia a los intentos de asesinato reseñados en la primera Catilinaria: Cat. I, 4, 5, 6 y 13[3] ¿Pero cuántos pensáis que no daban crédito a lo que yo denunciaba? ¿Cuántos, por insensatez, lo conside­raban quimera? ¿Cuántos procuraban defender al mal­vado? ¿Cuántos, por perversidad, le favorecían? Y aun si juzgara que, muerto Catilina, quedabais libres de todo peligro, ha tiempo le hubiese hecho matar, no sólo exponiéndome al odio de sus partidarios, sino has­ta con peligro de mi vida.
Pero al ver que no para to­dos vosotros resultaba probada la conspiración, si le hubiese dado la merecida muerte, la animadversión que hubiera suscitado contra mí este hecho me habría impedido perseguir a sus cómplices. Por ello he pues­to las cosas en términos de que, al verle enemigo de­clarado, le hagáis públicamente la guerra. Juzgad, ciu­dadanos, cuánto temeré a este enemigo fuera de la ciudad, al deciros que mi único pesar es que haya sa­lido de ella tan poco acompañado. ¡Ojalá hubiese lle­vado consigo a todos sus partidarios! Sacó con él a Tongilio, a quien comenzó a amar desde que llevaba la toga pretexta;[4] a Publicio y Minucio,[5] cuyas deudas en las tabernas ninguna perturbación podían causar al Estado. ¡Y qué sujetos dejó! ¡Qué entrampados! ¡Qué poderosos! ¡Qué nobles!
3. Por mi parte, contando con nuestras veteranas legiones de la Galia, las que Metelo tiene en los cam­pos Piceno y Galicano, con las fuerzas que día por día voy yo reuniendo, desprecio profundamente un ejér­cito compuesto de viejos desesperados,[6] de rústicos disolutos, de aldeanos malgastadores, de hombres que han preferido faltar a su obligación de comparecer en juicio a faltar a la rebelión; de gentes, en fin, a quie­nes podría anonadar, no digo presentándoles nuestro ejército, sino un edicto del pretor.[7] A estos que veo revolotear por el foro, estacionarse a las puertas del Senado y aun penetrar en esta asamblea, perfumados con olorosos ungüentos, fulgurando con sus trajes de púrpura, a estos partidarios suyos hubiese yo prefe­rido que llevara consigo Catilina, porque os anuncio que la permanencia aquí de tales desertores del ejér­cito rebelde es más temible que el mismo ejército. Y aun son más de temer, porque saben que conozco sus designios y no se asustan.
Viendo estoy a quien, en la distribución hecha, le ha correspondido la Apulia; a quien la Etruria; a quien el territorio de Piceno; a quien el Galicano; quien pidió se le encargase de la matanza y el incendio en esta ciudad. Saben que es­toy informado de todos sus acuerdos de antes de ano­che, acuerdos que ayer declaré en el Senado. El mis­mo Catilina tembló y huyó. ¿Qué aguardan éstos? ¡Ah, cuánto se equivocan si esperan que haya de ser per­petua mi anterior indulgencia!
4. Logré al fin lo que me proponía; poner de ma­nifiesto a todos vosotros la existencia de una conjura­ción contra la república; porque no habrá quien su­ponga que los parecidos a Catilina dejan de obrar como él. Ya no cabe la indulgencia. Los mismos he­chos reclaman el castigo. Concedo, sin embargo, a los cómplices que salgan de esta ciudad, que se ausenten; no hagan que al mísero Catilina impaciente del de­seo de verles. Les diré el camino: se fue por la vía Aurelia[8] y, si van de prisa, les alcanzarán al anoche­cer.
¡Oh afortunada república si Roma logra arrojar de sí esta canalla! En verdad, con sólo haber expulsa­do a Catilina, paréceme ya liberada y restablecida; por­que, ¿cuál maldad o infamia podrá imaginarse que él no concibiera? ¿Qué envenenador, qué gladiador, qué ladrón, qué asesino, qué parricida, qué falsificador de testamentos, qué autor de fraudes, qué disoluto, qué perdido, qué adúltero, qué mujer infame, qué corrup­tor de la juventud, qué depravado y deshonrado pue­de encontrarse en toda Italia que no confiese haber tenido familiarísimo trato con Catilina? ¿Qué homici­dio se ha cometido en estos últimos años sin que él intervenga? ¿Qué abominable estupro sin su media­ción?
Nadie tuvo como él la habilidad de seducir a los jóvenes, amando a unos con amor torpísimo; pres­tándose a los impúdicos deseos de otros; prometien­do a unos el goce de sus liviandades, a otros la muer­te de sus padres y no sólo induciéndoles, sino ayudándoles a realizarla. Así ha reclutado con tanta rapidez, no sólo en la ciudad, sino en los campos, tan numerosa turba de perdidos. Ni en Roma, ni hasta en el último rincón de Italia, hay ningún acribillado de deudas[9] a quien no haya hecho entrar en la asocia­ción para esta increíble maldad.
5. Y a fin de que podáis conocer sus varias afi­ciones en los más diversos asuntos, diré que cuantos en la escuela de los gladiadores se distinguen algo por la audacia de sus hechos, confiesan ser íntimos ami­gos de Catilina y no hay en el teatro ninguno que so­bresalga por liviano y tunante, que no se precie de ha­ber sido su asiduo compañero. Y este mismo hombre, habituado en el ejercicio de estupros y maldades, a pasar frío, hambre, sed y falta de sueño, tenía entre tales hombres fama de bravo, mientras malgastaba en liviandades y atropellos los recursos de su ingenio y sus condiciones de valeroso y esforzado.
Si tras de él se fueran todos sus partidarios; si saliera de la ciu­dad esa turba de hombres desesperados y perversos, ¡oh dichosos de nosotros! ¡Oh afortunada república! ¡Oh glorioso consulado el mío! Porque los deseos y atrevimientos de esos hombres ni tienen límites, ni pueden ser humanamente tolerados. No piensan sino en muertes, incendios y robos; malgastaron su patri­monio, devoraron su fortuna, se les acabó el caudal ha tiempo y empieza a faltarles el crédito, pero per­manecen en ellos los gustos dispendiosos de la opu­lencia. Si en el vino y en el juego sólo buscaran el pla­cer de la gula y la lujuria, aun desesperando de ellos, podrían ser tolerados. Pero, ¿quién ha de sufrir las asechanzas de los cobardes contra los esforzados, de los necios contra los sensatos, de los borrachos con­tra los sobrios, de los perezosos contra los activos? Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lán­guidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilita­dos por la embriaguez, hartos de manjares, corona­dos de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar Roma.
Pero confío en que les arrastra un sino adverso y que tienen, si no encima, muy cerca el merecido cas­tigo de su improbidad, maldades, vicios y crímenes. Si durante mi consulado extirpo estos miembros gan­grenados de imposible curación, no por breve tiem­po, sino por muchos siglos quedará tranquila la repú­blica, pues no hay nación alguna a quien debamos temer, ni ningún rey que pueda hacer la guerra al pue­blo romano. En el exterior, por mar y tierra, todo lo mantiene en paz el valor de uno.[10] Sólo nos quedan las guerras intestinas; dentro tenemos las asechanzas, dentro el peligro, dentro los enemigos. Contra el vi­cio, la demencia y la maldad, hemos de combatir. En esta guerra, ciudadanos, yo prometo ser vuestro jefe y echar sobre mí la malevolencia de todos los perdi­dos. Cuanto pueda curarse, a cualquier costa lo cura­ré; pero lo que sea preciso extirpar, no permitiré que continúe para daño de Roma. Así pues, o váyanse, o esténse quietos, y si continúan en Roma y persisten en sus intentos, esperen lo que merecen.
6. Pero hay quienes aseguran, ciudadanos, que yo he lanzado al destierro a Catilina. Si pudiera hacer esto con mis palabras, también desterraría a los que tal dicen. Como el hombre es tan tímido y pusiláni­me, no pudo resistir las frases del cónsul, y cuando le dijo que se fuera al destierro, obedeció y se fue. Ayer, después de estar en riesgo de ser asesinado en mi propia casa,[11] convoqué al Senado en el templo de Júpiter Estátor y descubrí a los senadores cuanto se tramaba. Cuando llegó Catilina, ¿qué senador le diri­gió la palabra? ¿Quién le saludó? ¿Quién, finalmente, dejó de mirarle, no como mal ciudadano, sino como mortal enemigo? Los principales senadores abando­naron y dejaron vacíos los asientos del lado al que él se acercó.
Entonces fue cuando yo, el cónsul, cuyas frases se supone que bastan para desterrar a los ciu­dadanos, pregunté a Catilina si había estado o no en la reunión habida la noche anterior en casa de Leca. Convencido por el testimonio de su conciencia, aquel hombre audaz empezó por callar, y entonces hice pa­tente todo lo demás, explicando lo que había tratado dicha noche, dónde estuvo, lo que dispuso para la no­che inmediata y el plan de guerra que había adopta­do. Viéndole vacilante y sin saber qué decir, le pre­gunté por qué titubeaba en ir adonde desde tiempo antes tenía dispuesto, sabiendo yo que ya había en­viado las armas, las segures, las fasces, las trompe­tas, las banderas y hasta aquella águila de plata a la que tributaba en su casa culto criminal e infame.[12]
¿Echaba yo a destierro al que veía ya metido en la guerra? ¿Será preciso creer que el centurión Manlio, acampado en el territorio Fesulano, ha declarado por sí y ante sí la guerra al pueblo romano, que esas tro­pas no esperan como general a Catilina y que, deste­rrado éste, irá a Marsella, según se dice, y no al cam­pamento de Manlio?
7. ¡Oh cuán difícil es esta situación, no sólo para gobernar, sino para salvar la república! Si ahora Lu­cio Catilina cercado y debilitado en fuerza de mis pro­videncias y a costa de mi trabajo y riesgo se amedren­tara de pronto, mudara de propósito, abandonara a los suyos, desistiese de todo intento belicoso y, dejan­do el camino de la maldad y de la guerra, tomase el de la fuga y el destierro, no se diría que quité a su audacia las armas, que le intimidé y aterré con mi ac­tividad, que frustré sus esperanzas y sus intentos, sino que el cónsul, empleando la fuerza y las amenazas, le obligó a salir para el destierro sin oírle y siendo inocente; y si esto hiciera Catilina, no faltaría quien le creyera, no perverso, sino desdichado, y a mí, no cónsul vigilante, sino cruelísimo tirano.
Pero dispues­to estoy, ciudadanos, a sufrir la tempestad de inicuos e injustificados odios, con tal de alejar de vosotros el peligro de esta horrible y criminal guerra. Dígase que yo le eché, con tal de que se vaya al destierro; pero creedme, no irá. Nunca pediré a los dioses inmorta­les, para librarme del odio, que llegue a vuestros oídos la noticia de estar Catilina al frente del ejército enemigo, y de que acude con las armas en la mano; pero no transcurrirán tres días sin que lo oigáis, y mucho más temo hacerme odioso por haberle dejado ir libre que por echarle. Pero cuando yéndose voluntariamente Catilina algunos hombres dicen que fue desterrado, ¿qué dirían si le hubieran visto muerto?
Verdad es que al asegurar que va a Marsella, más bien lo temen que lo lamentan. Ninguno de ellos es tan compasivo que no desee verle dirigirse al campamento de Manlio en vez de ir a Marsella; y seguramente él, aun cuando antes no hubiera meditado lo que hace, preferiría vivir en sus criminales empeños a morir desterrado. Pero como hasta ahora todo le ha salido a medida de sus deseos, excepto el dejarme con vida, al irse de Roma, mejor será desearles destierro que lamentarlo.
8. ¿Mas por qué hablamos tanto de un solo ene­migo, de un enemigo que ya se ha declarado por tal y a quien no temo desde que, como deseé siempre, hay un muro entre él y nosotros, y nada decimos de los que disimulan y permanecen en Roma y viven a nues­tro lado? A éstos quisiera en verdad, si fuera posible, en vez de castigarlos, convencerlos y reconciliarlos con la república, y entiendo que esto podrá ser si quieren escucharme. Porque os voy a decir, ciudadanos, de qué clases de hombres se compone ese partido, y después aplicaré a cada uno de ellos, si puedo, la medicina de mi consejo y amonestación.
Forman una clase los que teniendo grandes deudas poseen, sin embargo, bienes de más valía, pero no queriendo desprenderse de ellos, tampoco pueden pagar las deudas. Las riquezas ha­cen a éstos parecer respetables, pero su conducta y su causa son indecorosas. ¿Tú has de ser rico en tie­rras, en casas, en plata, en esclavos y en todas las de­más cosas, y dudas en perder algo de tu riqueza para ganarlo en crédito? ¿Qué aguardas? ¿La guerra? ¿Aca­so piensas que de la general devastación se libraran tus bienes? ¿La abolición de las deudas? ¡Cómo se equivocan los que tal cosa aguardan de Catilina! Yo seré quien acabe con las deudas, pero obligando a los deudores a vender sus bienes; pues no hay otro cami­no para que éstos dejen a salvo su responsabilidad. Y si lo hubieran querido seguir antes, no comprome­tiendo las rentas de sus bienes en lucha con la usura (lo cual es necedad grandísima), tendríamos en ellos ciudadanos más ricos y mejores. No creo, sin embar­go, a los que en tal caso se encuentran muy temibles, porque se les puede convencer, y si persisten en sus opiniones, paréceme que harán más votos que armas contra la república.
9. Forman otra clase los acribillados de deudas que esperan lograr el poder y lo desean para conseguir por la perturbación de la república los cargos y honores que no lograrían en circunstancias normales. Daré a éstos un consejo que hago extensivo a todos los demás, y es que desesperen de conseguir lo que desean. El primer obstáculo soy yo, que vigilo y acu­do a la defensa de la república, y además es mucho el ánimo y aliento de los buenos ciudadanos, grande su número, estrecha su unión y grueso el ejército con .que cuentan. Finalmente, los dioses inmortales prote­gerán contra tan violenta maldad a este invicto pue­blo, a este preclaro imperio, a esta hermosa ciudad. Y aunque lograran realizar sus furiosos deseos, ¿es­peran ser cónsules, dictadores o reyes en una ciudad reducida a cenizas e inundada de sangre de ciudada­nos, que es lo que su mente malvada y criminal ima­gina? ¿No ven que el poder que desean tendrían que darlo, si lo obtuviesen, a algún esclavo fugitivo o a algún gladiador?
Viene después otra clase de hombres de avanzada edad, pero robustecidos por el ejercicio. A dicha cla­se pertenece Manlio, a quien Catilina sucede ahora en el mando. Son éstos de las colonias que Sila[13] fundó, las cuales, consideradas en conjunto, parécenme com­puestas de excelentes y fortísimos ciudadanos; pero hay entre ellos muchos que malgastaron en vanida­des y locuras las riquezas con que de repente e ines­peradamente se vieron. Por construir casas como los grandes señores, tener tierras, muchos esclavos y dar suntuosos banquetes, contrajeron tantas deudas que, para salvarlos, sería preciso resucitar a Sila. Han aso­ciado a sus criminales intentos algunas gentes del cam­po, personas pobres e indigentes, impulsadas por la esperanza de la repetición de las antiguas rapiñas. A unos y otros los pongo, ciudadanos, en la misma cla­se de ladrones y salteadores. Adviértoles, sin embar­go, que se dejen de locuras y no piensen en proscrip­ciones y dictaduras. Tan a lo vivo le llegó a la ciudad el dolor de lo que pasó entonces, que creo no hayan de sufrirlo nuevamente, no ya los hombres, sino ni si­quiera los brutos.
10. En la cuarta clase hay una mezcla confusa y turbulenta de hombres que desde hace tiempo se ven abrumados de deudas, que nunca levantarán la cabe­za, que parte por holgazanería, parte por hacer malos negocios, parte por derrochadores, hace ya tiempo que andan de pie quebrado en punto a deudas; los cuales dicen que, aburridos por tantas citaciones, juicios y venta de bienes, se van, lo mismo de la ciudad que del campo, al ejército enemigo. Estos me parecen más a propósito para dilatar el pago de sus deudas que para luchar con valor. Si no pueden permanecer en pie, déjense caer, pero de tal modo, que ni la ciudad ni los vecinos más inmediatos lo sientan. Y en verdad no entiendo por qué, si no pueden vivir honrados, quie­ren morir con deshonra, o por qué creen que es me­nos doloroso morir acompañados que morir solos.
En quinto lugar están los parricidas, los asesinos y todos los demás criminales. No pretendo apartarlos de Catilina. Imposible sería separarlos de él, y deben perecer como malvados, porque no hay cárcel bastan­te capaz para encerrar a tantos como son. La última clase de esta gente, por su número como por sus condiciones y costumbres, es la de los más amigos de Catilina, la de sus escogidos, mejor dicho, la de sus íntimos. Los reconoceréis en lo bien peina­dos, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, que gas­tan velos en vez de togas,[14] cuyas ocupaciones y asi­duo trabajo son prolongar los festines hasta el ama­necer.
En este rebaño figuran todos los jugadores, todos los adúlteros, todos los que carecen de pudor y vergüenza. Estos mozalbetes tan pulidos y delica­dos no sólo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter un vene­no; y si no se van, si no perecen, tened entendido que, aun cuando se acabe con Catilina, serán para la repú­blica un semillero de Catilinas. Y, sin embargo, ¿qué desean esos desdichados? ¿Querrán llevarse al cam­pamento sus mujerzuelas? ¿Cómo han de pasar sin ellas estas largas noches de invierno? ¿Cómo han de poder sufrir las escarchas y nieves del Apenino? Aca­so crean que, por saber bailar desnudos en los festi­nes, les será más fácil soportar el frío.
11. ¡Oh temible guerra en la cual tales hombres serán la cohorte pretoriana, la escolta de Catilina! Or­denad ahora, ciudadanos, contra las brillantes tropas de Catilina vuestras fuerzas y vuestros ejércitos, y em­pezad oponiendo a ese gladiador medio vencido vues­tros cónsules y vuestros generales, y después llevad contra ese montón de náufragos de la fortuna, contra esa extenuada muchedumbre la flor y la fuerza de toda Italia. Nuestras colonias y municipios valen más que los cerros y bosques que a Catilina servirán de forta­lezas, y no debo comparar las demás tropas, pertre­chos y fuerzas vuestras con la escasez de recursos de aquel ladrón.
Aun prescindiendo de lo que tenemos y él carece, el Senado, los caballeros romanos, el pueblo, la ciu­dad, el tesoro público, los tributos, toda Italia, todas las provincias, las naciones extranjeras; aun prescin­diendo, repito, de todo esto, y comparando solamente las dos causas rivales, podremos comprender el aba­timiento de nuestros contrarios; porque de esta parte pelea la dignidad, de aquélla la petulancia; de ésta la honestidad, de aquélla las liviandades, de ésta la leal­tad, de aquélla el fraude; de ésta la piedad, de aquélla la perversión; de ésta la firmeza, de aquélla el furor; de ésta la virtud, de aquélla el vicio; de ésta la conti­nencia, de aquélla la lujuria; finalmente, la equidad, la templanza, la fortaleza, la prudencia, todas las vir­tudes combaten con la iniquidad, la destemplanza, la pereza, la temeridad, todos los vicios. Por último, lu­chan aquí la abundancia con la escasez; la razón con la sinrazón; la sensatez con la locura, y la esperanza bien fundada con Ja total desesperación. En tal com­bate, aunque falte el favor de los hombres, ¿han de permitir los dioses que tan preclaras virtudes sean ven­cidas por tantos y tales vicios?
12. Siendo esto así, lo que a vosotros toca, ciuda­danos, es defender vuestras casas, como antes dije, con guardas y vigilantes, que en cuanto a la ciudad, ya he tomado las medidas y dado las órdenes necesa­rias para que, sin turbar vuestro reposo y sin alboro­to alguno, esté bien guardada. Todas vuestras colo­nias y municipios, a quienes ya he dado cuenta de la correría de Catilina, defenderán fácilmente sus pobla­ciones y territorios. Los gladiadores, con quienes Catilina proyectaba formar el cuerpo más numeroso y seguro, aunque mejor intencionados que algunos pa­tricios, serán contenidos en nuestro poder. Quinto Me­telo, a quien, en previsión de lo que pasa, envié al Pi­ceno y a la Galia, o vencerá a ese hombre o le atajará en sus movimientos y designios. Respecto a lo que falta ordenar, apresurar o precaver, daré cuenta al Senado que, como veis, acabo de convocar.
En cuanto a los que permanecen en la ciudad y dejó en ella Catilina para la ruina de Roma y de todos vo­sotros que habitáis en ella, aunque son enemigos, como nacieron conciudadanos nuestros, quiero hacerles y repetirles una advertencia: mi lenidad, que acaso haya parecido excesiva, ha esperado hasta que saliera a luz lo que estaba encubierto. En lo sucesivo no puedo ol­vidar que ésta es mi patria; que soy cónsul de éstos, y que con ellos he de vivir o morir por ellos. Nadie guarda las puertas de la ciudad, nadie les acecha en el camino; si alguno quiere salir, yo puedo tolerarlo. Pero el que se proponga alterar el orden en Roma, el que yo sepa que ha hecho o proyecta hacer o intenta algo en daño de la patria, conocerá a costa suya que esta ciudad tiene unos cónsules vigilantes, excelentes magistrados, un Senado fuerte y valeroso, armas y, finalmente, cárcel, que para el castigo de estos gran­des y manifiestos crímenes la establecieron nuestros antepasados.
13. Y todo esto se realizará, ciudadanos, hacien­do las más grandes cosas con el menor ruido, evitan­do los mayores peligros sin alboroto alguno y termi­nando una guerra intestina y doméstica, la mayor y más cruel de que los hombres tienen memoria, sin más general ni jefe que yo, un hombre de toga.[15] Y me he de gobernar en esta guerra de tal modo, ciudadanos, que, si es posible, ni uno solo de los perversos sufra en esta ciudad el castigo de sus crímenes. Pero si la audacia, acudiendo públicamente a la fuerza, o el pe­ligro inminente de la patria me impiden continuar en la vía de clemencia a que mi corazón se inclina, haré, al menos, una cosa que en tan grande y traidora gue­rra apenas parece que se puede desear, y es que no muera ninguno de los buenos y que con el castigo de unos pocos se logre al fin salvar a todos vosotros.
Y lo que os prometo, ciudadanos, no es fiado en mi pru­dencia ni en los consejos de la humana sabiduría: me han hecho formar este juicio y concebir esta esperan­za las muchas y claras muestras que de su favor han dado los dioses inmortales, quienes ya no sólo nos pro­tegen, como solían hacerlo, de los enemigos exterio­res y lejanos, sino que también demuestran su poder defendiendo sus templos y los edificios de Roma. A ellos debéis, ciudadanos, pedir, rogar y suplicar que esta ciudad, hecha por su voluntad hermosísima, flo­reciente y muy poderosa, vencidos en mar y tierra to­dos sus numerosos enemigos, la defiendan de la mal­dad de algunos perdidos y criminales ciudadanos.
MARCO TULIO CICERÓN
[1] Con el nombre de Catilinarias o Discursos contra Ca­tilina conocemos las cuatro alocuciones pronunciadas por Cicerón entre el 8 de noviembre y el 5 de diciem­bre del año 63, cuando en su condición de cónsul des­cubrió y desbarató un intento revolucionario encabe­zado por Lucio Sergio Catilina que tenía como objetivo final la subversión total de las estructuras del Estado romano e incluso la destrucción de Roma y el asesina­to de los ciudadanos más representativos del partido aristocrático. En este segundo discurso Cicerón se muestra orgulloso de haber puesto al descubierto la conjuración y de haber conseguido forzar la huida de Catilina con su discurso de la víspera. Luego, al tiempo que alerta sobre los pe­ligros que acechan desde el interior de la ciudad, pues son muchos los partidarios de Catilina que se han que­dado, intenta calmar los ánimos de todos al prometer­les su protección y vigilancia. En la línea de atajar la confusión informativa desmiente que Catilina se diri­ja a Marsella para autoexiliarse. A continuación, tras una rápida y viva contraposición de las cualidades mo­rales de los dos bandos, hace parodia de la distribu­ción de los ciudadanos en cinco clases según el censo que aplica a los insurgentes, a los que clasifica tam­bién en cinco clases, pero atendiendo a su catadura mo­ral. Termina la alocución concediendo un plazo a par­tir de cuya extinción asegura que no habrá ningún tipo de clemencia para los que atenten contra el Estado.
[2] Referencia a los intentos de asesinato reseñados en la primera Catilinaria: Cat. I, 4, 5, 6 y 13.
[3] Desde el 21 de octubre en virtud del senadoconsulto úl­timo Cicerón gozaba de poderes dictatoriales que le permitían condenar a muerte a cualquier ciudadano.
[4] Los muchachos llevaban la toga pretexta (con una banda de color púrpura) hasta los diecisiete años, edad en que la cambiaban por la toga viril, totalmente blanca.
[5] No se tienen más referencias de estos tres compañeros de Catilina.
[6] Los veteranos del ejército de Sila.
[7] Los pretores al comienzo de su magistratura publicaban un edicto con las orientaciones jurídicas que tomarían en con­sideración a la hora de juzgar; entre estas directrices solía fi­gurar una referente a los deudores insolventes.
[8] Al tomar este camino para dirigirse a Etruria, en lugar de optar por la vía Casia, que era el camino más directo, Catili­na pretendía dar argumentos a los que difundían la idea de que se dirigía a Marsella para autoexiliarse.
[9] Catilina había, prometido la anulación de las deudas.
[10] Alusión encomiástica a Pompeyo.
[11] Véase Cat. I, 4.
[12] Las segures y las fasces son lo símbolos del poder con­sular a los que Catilina no tenía derecho en ningún caso. Sobre el águila de plata, véase Cat. I, 10.
[13] Lucio Cornelio Sila (138-78 a.d.C.), líder del partido aris­tocrático y protagonista frente a Mario de una sangrienta gue­rra civil. Nombrado dictador en el 82, abandonó el poder en el 79 para retirarse a la vida privada. Apoyó su poder en el ejército y de aquí que repartiera tierras de Etruria y Campania en­tre sus veteranos ya que así se aseguraba su apoyo incondicional.
[14] Todos estos toques personales eran en Roma un indi­cio de afeminamiento.
[15] La toga era el símbolo del poder civil.

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