febrero 12, 2010

Tercera Catilinaria (Cicerón)

Discurso contra Lucio Sergio Catilina ante el Senado
TERCERA CATILINARIA
[1]
ORATIO IN L. CATILINAM TERTIA HABITA AD POPVLVM
Marco Tulio Cicerón

[3 de Diciembre del año 63]

1. La república, ciudadanos romanos, la vida de to­dos vosotros, vuestras fortunas y bienes, vues­tras mujeres e hijos, esta capital del gloriosísimo im­perio, esta hermosísima y por todo extremo afortuna­da ciudad, ha sido en el día de hoy, por el sumo amor que os tienen los dioses inmortales, y gracias a mis es­fuerzos, vigilancia y peligros, salvados del incendio y la matanza, librándoos de las garras de un hado adver­so y siéndoos restituida y conservada la patria.
Puede decirse que el día en que se nos salva la vida no es me­nos feliz y solemne que aquel en que nacemos, porque la salvación es un goce positivo y cierto, y el nacimien­to principio de incierta vida, y porque nacemos sin co­nocimiento y nos salvamos con plena satisfacción. Por ello, si la gratitud de nuestros antepasados puso entre los dioses inmortales a Rómulo, el fundador de esta ciu­dad, vosotros y vuestros descendientes deberéis hon­rar la memoria del magistrado que, encontrándola fun­dada y engrandecida, la salvó de su ruina. Porque toda la ciudad, templos, oratorios, casas y murallas estaban a punto de ser cercados por el fuego que supimos apa­gar, como también embotamos las espadas levantadas contra la república y apartamos de vuestras gargantas los puñales que las amenazaban.
Y puesto que ya lo he expuesto, aclarado y desvelado todo en el Senado, os daré brevemente cuenta de ello. Ignoráis aún cuán gran­de y evidente era la conspiración y los medios emplea­dos para descubrirla y dominarla. Vais a saberlo, satisfaciendo yo vuestra justa impaciencia. Primeramente, desde que hace pocos días salió Ca­tilina de Roma,[2] dejando aquí sus infames cómplices y los jefes más acérrimos de la malvada guerra con­tra la patria, aumenté mi vigilancia y las precaucio­nes para quedar a salvo de sus ocultos intentos.
2. Cuando arrojaba a Catilina de la ciudad (no temo pronunciar esta palabra;[3] más bien temo que se me acuse de haberle dejado con vida), cuando quería exterminarle, creí que con él partirían sus cómplices, o que, quedando aquí sin él, serían impotentes para realizar sus malvados proyectos; pero al ver que aque­llos a los que sabía inflamados por la mayor audacia y maldad continuaban en Roma y permanecían a nues­tro lado, dediqué por completo los días y las noches a observar sus actos, a penetrar sus designios, pues, sabiendo, dada la magnitud del crimen, que vuestros oídos no darían crédito a mi discurso si no vieseis con vuestros propios ojos las pruebas manifiestas, debía amarrar perfectamente el caso a fin de que atendie­rais a vuestra salvación. Para sublevar a los galos y encender la guerra más allá de los Alpes, solicitó P. Léntulo[4] a los comisionados de los alóbroges,[5] quie­nes iban ya a ponerse en camino y a dar cuenta a sus compatriotas, llevando cartas para entenderse, al paso, con Catilina. Acompañábalos Volturcio, portador tam­bién de otra carta para Catilina. Sabedor de estos he­chos, creí haber conseguido, en fin, lo que, dada su dificultad, con tanta ansia pedía a los dioses inmorta­les, que la conspiración quedara descubierta, no sólo para mí, sino también para el Senado y para vosotros.
Llamé ayer[6] a mi casa a L. Flaco y C. Pontinio, pretores valerosos y de probado amor a la república. Diles cuenta de todo y les manifesté lo que habían de hacer. Su fidelidad a la preclara y egregia república no les consintió rehusar ni retardar la ejecución: al anochecer fueron en secreto al puente Mulvio y se apostaron separadamente en dos casas de campo en­tre las cuales corre el Tíber y está el puente.[7] Los acompañaban muchos hombres valerosos reunidos también sin que las gentes lo advirtieran, y yo mismo les envié bastantes jóvenes de la prefectura de Rieti,[8] escogidos y armados con espadas, cuyos servicios utilizo para la tranquilidad de la república. Hacia las tres de la madrugada empezaron a pasar sobre el puen­te Mulvio con numeroso acompañamiento los legados de los alóbroges, y con ellos Volturcio. Acometióseles con ímpetu. Ellos y los nuestros empuñaron las espa­das. Sólo los pretores estaban enterados; los demás todo lo ignoraban.
3. Al llegar Pontinio y Flaco hicieron cesar el com­bate empeñado. Todas las cartas, bien cerradas y se­lladas que los comisionados llevaban, se las entrega­ron a los pretores, y los legados y sus acompañantes fueron presos y traídos a mi casa al amanecer. Orde­né en seguida que me llevaran al más perverso autor de estas criminales maquinaciones, Gabinio Cimber, el cual nada sabía de lo ocurrido. Hice también con­ducir a mi presencia a Estatilio y después a Cetego. El que más tardó fue Léntulo. Sin duda el escribir las cartas entregadas a los embajadores de los alóbroges le hizo velar aquella noche más de lo que acostum­bra.[9]
Al saberse estos sucesos acudieron a mi casa multitud de ciudadanos distinguidos, los cuales desea­ban que abriese las cartas antes de presentarlas en el Senado, para que, si no contenían ninguna cosa gra­ve, no pareciera que por temor mío alarmaba a la po­blación. Me negué a ello, porque, tratándose de un pe­ligro de carácter público, quien primero debía conocer las pruebas era el Consejo público. En efecto, ciu­dadanos, aunque las cartas no dijeran lo que se me había referido, no temes que se censurara como ex­cesiva mi prudencia cuando en tan gran peligro se encontraba la república.
Entonces, como habéis vis­to, reuní con amplia concurrencia el Senado, y al mis­mo tiempo envié un hombre seguro y valeroso, el pre­tor C. Sulpicio, a casa de Cetego para apoderarse de las armas que, según aviso de los alóbroges, había en ella; cogieron, en efecto, gran cantidad de espadas y puñales.
4. Hice entrar a Volturcio sin los galos. Por or­den del Senado, y a nombre de la república, le garan­ticé la impunidad, excitándole a que sin temor ningu­no dijera cuanto supiese. Cuando se repuso del gran terror que le dominaba, declaró que P. Léntulo le ha­bía dado para Catilina una carta e instrucciones, a fin de que se valiese del servicio de los esclavos y se acer­cara pronto con su ejército a Roma. Según el plan con­venido, debía llegar a las puertas de la ciudad al mis­mo tiempo que los conjurados incendiaban todos los barrios y asesinaban multitud de ciudadanos. Catili­na detendría a los que intentaran huir, uniéndose en seguida dentro de Roma a los cabecillas de su facción.
Introducidos después los galos, declararon haber recibido de Léntulo, Cetego y Estatilio juramentos y cartas para sus compatriotas; que éstos y L. Casio les habían recomendado enviar cuanto antes a Italia fuer­zas de caballería, porque de infantería no había de fal­tarles. Léntulo, además, les había asegurado que, según las profecías de los libros sibilinos[10] y las res­puestas de los arúspices, él era el tercer Cornelio, a quien los hados destinaban por necesidad a reinar en Roma con poder absoluto, como los dos Cornelios an­teriores, Cinna y Sila.[11] Díjoles, además, que este año, el décimo, desde la absolución de las vestales,[12] y el vigésimo desde el incendio del Capitolio,[13] era el fa­talmente destinado a la destrucción de Roma y de su imperio.
También declararon los galos que Cetego no estaba de acuerdo con los demás conjurados respecto al día en que debía producirse la matanza y el incen­dio de Roma, pues mientras Léntulo y otros querían que fuese en las fiestas Saturnales,[14] le parecía a aquél demasiado lejano dicho plazo.
5. Pero abreviemos este relato. Hago presentar a los conjurados las cartas que se les atribuyen. El pri­mero a quien enseño su sello es Cetego, que lo reco­noce. Corto el hilo, y abro la carta.[15] Escribía de su puño y letra al Senado y al pueblo de los alóbroges, asegurándoles que cumpliría lo que a sus legados ha­bía prometido y rogándoles hicieran ellos lo que és­tos ofrecían. Cetego, que había explicado la captura en su casa de gran número de espadas y puñales di­ciendo que siempre fue aficionado a buenas armas, a la lectura de su carta quedó aterrado y confundido, y el testimonio de su propia conciencia le hizo enmu­decer.
Hízose entrar después a Estatilio, quien reconoció también su letra y su sello. Leída la carta, resultó es­crita en el mismo sentido y confesó su culpa. Enton­ces se le enseña la suya a Léntulo y le pido reconozca su sello, como lo hizo. «En efecto -le dije-, este se­llo es fácil de reconocer, porque contiene la imagen de tu abuelo, varón insigne que sólo amó a su patria y a sus conciudadanos;[16] aunque muda, debió apar­tarte esta imagen de tanta maldad. »
Su carta al Sena­do y al pueblo de los alóbroges fue leída como las pre­cedentes. Le permito hablar si tiene algo que decir. Empieza negando; pero habiéndosele mostrado todas las pruebas, se levanta y pregunta a los galos qué ne­gocio tenía con ellos y por qué motivo habían ido a su casa. Igual pregunta hizo a Volturcio. Respondie­ron éstos breve y serenamente, citando las veces que fueron a verle y quién los había llevado, y preguntán­dole a su vez si no era cierto que les había hablado de los libros sibilinos. Entonces la maldad le enloque­ce y se revela toda la fuerza de la conciencia, pues, pudiendo haber negado el hecho, de repente, contra la opinión de todos, lo confiesa. Y no mostró el inge­nio y práctica en el decir que le son peculiares para excusar su manifiesta y evidente maldad, ni tampoco el descaro y la insolencia en que supera a todos.
Vol­turcio pidió en seguida fuese abierta la carta que Lén­tulo le había dado para Catilina. Aunque muy pertur­bado ya Léntulo, reconoció también su letra y su sello. La carta no tenía firma y decía: «Por el que te envío sabrás quién soy. Procura mostrarte hombre; piensa en el paso que has dado y mira lo que te es preciso hacer. Busca auxiliares en todas partes, aun entre los ínfimos.»[17] Introducido después Gabinio, comenzó por negar descaradamente y acabó por convenir en cuanto los galos le imputaban.
He aquí, pues, ciudadanos, las pruebas ciertísimas y los testimonios irrecusables del crimen: cartas, se­llos, letra y la confesión de cada uno de los culpados; aun tenía a la vista otros más ciertos: su palidez, sus miradas, la alteración de su semblante, su silen­cio. Al verlos tan consternados, mirando al suelo, lan­zándose mutuamente furtivas ojeadas, parecían, no acusados por otros, sino reos que mutuamente se de­nuncian.
6. Expuestas las pruebas y oídas las declaracio­nes, consulté al Senado, a fin de saber lo que quería que se hiciese para la salvación de la república. Los más ilustres senadores han propuesto determinacio­nes duras y enérgicas, aprobadas por unanimidad. Como el senadoconsulto no está aún escrito, os refe­riré de memoria, ciudadanos, lo que dispone.
En pri­mer lugar, se me muestra el mayor agradecimiento por haber librado a la república con mi valor, solici­tud y previsión de los mayores peligros. Después los pretores L. Flaco y C. Pontinio son elogiados con ra­zón y justicia por el celo y abnegación con que me han secundado; también se alaba a mi colega en el consu­lado por haberse apartado en su conducta pública y privada de los comprometidos en esta conjuración.[18] Se ordena que P. Léntulo renuncie a la pretura y sea después encarcelado;[19] también se manda prender a C. Cetego, L. Estatilio, P. Gabinio, todos los cuales es­taban presentes. Se decreta igualmente la prisión de L. Casio, que había tomado a su cargo la misión de in­cendiar la ciudad; de M. Cepario, designado para su­blevar los pastores de la Apulia; de P. Furio, uno de los colonos establecidos por Sila en Fiesole; de Q. Amnio Quilón, que intervino en todas las intrigas de Furio para seducir a los alóbroges; por último, del liberto P. Umbreno, por constar que fue quien llevó a los galos a casa de Gabinio. Y la clemencia del Senado es tan grande, ciudadanos, que a pesar de la importancia de la conjuración, de la fuerza y multitud de los enemi­gos interiores, considera salvada la república castigan­do a nueve de los más criminales y dejando a los de­más que se arrepientan de su extravío. Ordénanse actos de gracias a los dioses por su singular protección, y esto se hará en mi nombre, ciudadanos, siendo yo el prime­ro de los que visten toga que en esta ciudad ve procla­mada en su nombre tal solemnidad. Las palabras del decreto son: «Porque yo he librado a la ciudad del in­cendio, a los ciudadanos de la muerte y a Italia de la guerra.» Lo que distingue esta acción de gracias, si se la compara con otras, es que este honor se ha concedi­do a otros muchos por servicios prestados a la repú­blica, a mí se me otorga por el singular mérito de ha­berla salvado. Después se ha hecho lo que debió hacerse desde el principio. P. Léntulo, cuya culpabilidad está demostrada por tantas pruebas y por sus propias de­claraciones, había perdido, sin duda, en concepto del Senado, no sólo la dignidad de pretor, sino también la condición de ciudadano romano; sin embargo, ha renunciado el cargo, y del escrúpulo que no impidió al eminente varón C. Mario castigar con pena de muerte al pretor C. Glaucia, contra el cual no se había dado ningún decreto,[20] nos veremos libres al castigar a P. Léntulo, una vez convertido en simple ciudadano.
7. Ahora que tenéis, ciudadanos, cogidos y pre­sos a los más peligrosos y malvados jefes de esta cri­minal conspiración, debéis considerar vencidas todas las huestes de Catilina, todas sus esperanzas y traba­jos, y libre a Roma de peligros. Cuando eché de la ciu­dad a Catilina, tuve en cuenta que lejos él de nosotros nada debía temer de la somnolencia de P. Léntulo, de la obesidad de L. Casio, ni de la furiosa temeridad de Cetego. Sólo Catilina era temible, y lo era únicamente dentro de Roma, porque de todo entendía, en todas partes tenía entrada; él era quien podía llamar, son­dear, solicitar, y se atrevía a hacerlo; tenía aptitudes para el crimen y no le faltaban la elocuencia ni la fuer­za. En cada cosa de las que habían de hacerse tenía ya elegidos y dispuestos los que debieran intervenir, y a pesar de ello, no creía cumplidas sus órdenes por el hecho de darlas. Todo lo inspeccionaba, acudiendo a todas partes, vigilando, trabajando, arrostrando el frío, la sed y el hambre.
Si yo no hubiese obligado a un hombre tan fuerte, tan dispuesto, tan audaz, tan astuto, tan vigilante para el crimen, tan diligente para ordenar las cosas más depravadas, a cambiar en bandolerismo público las ocultas asechanzas (lo diré como lo siento, ciudadanos), no hubiera podido desviar fá­cilmente de vuestras cabezas tan grande calamidad. Catilina no hubiese dilatado vuestro infortunio hasta las Saturnales;[21] ni anunciado con tanta anticipación el momento en que debía perecer la república; ni se hubiera expuesto a que su sello y sus cartas cayesen en vuestras manos, convirtiéndose en testigos irrecu­sables de sus crímenes. A su ausencia debemos que jamás haya sido tan evidente el delito de un ladrón cogido in fraganti dentro de una casa, como el crimen de la tremenda conjuración descubierta y sofocada en el seno de la república. Verdad es que mientras Cati­lina estuvo en Roma, previne y reprimí constantemen­te sus intentos; pero si hubiera estado hasta hoy, lo menos que puedo decir es que habríamos necesitado luchar contra él, y jamás, teniendo tal enemigo den­tro de Roma, pudiera yo librar a la república de tan grandes peligros, con tanta paz, tanto sosiego y tan calladamente.
8. Aunque todo esto lo he ordenado y dirigido yo, parece dispuesto por la voluntad y consejo de los dio­ses inmortales, cosa que podemos conjeturar por ser la gobernación de tan grandes negocios superior al consejo humano; como también porque en estos tiem­pos fue su auxilio tan claro, que casi podíamos verlo con nuestros propios ojos. Porque prescindiendo de los rojizos resplandores que durante la noche iluminaban por occidente el cielo, de los rayos que han caí­do, de los terremotos y de otros muchos prodigios ocu­rridos durante nuestro consulado, con los cuales anunciaban, al parecer, los dioses lo que ahora suce­de, lo que voy a deciros, ciudadanos, no se debe pasar en silencio, ni debe caer en el olvido.
Durante el con­sulado de Torcuato y Cota[22] fueron muchos los obje­tos alcanzados por el rayo en el Capitolio: las imáge­nes de los dioses inmortales se movieron de su sitio, las estatuas de los héroes cayeron abatidas y se fun­dieron las tablas de bronce donde estaban escritas las leyes. Lisiado fue también el Rómulo, fundador de esta ciudad, que recordaréis haber visto en un grupo do­rado y en forma de niño mamando de las tetas de una loba. Vinieron entonces los arúspices de toda la Etru­ria y anunciaron que se verían pronto mortandad e incendios, desprecio de las leyes, guerras civiles e in­testinas y el fin de esta ciudad y de su imperio si no lográbamos aplacar por todos los medios a los dioses inmortales para que ante su poder cediera el de los hados.
Conforme a sus respuestas hiciéronse juegos públicos durante diez días, sin olvidar nada de lo que pudiera aplacar a los dioses. También ordenaron los arúspices que se erigiera a Júpiter una estatua mayor que la anterior, colocándola sobre alto pedestal y con la cara vuelta en sentido contrario, es decir, hacia oriente, pues esperaban, según dijeron, que cuando la imagen que ahora veis mirase a la vez la aurora, el foro y la Curia, serían descubiertas todas las conspi­raciones tramadas contra Roma y su imperio, pudien­do enterarse de ellas el Senado y el pueblo romano. Los cónsules trataron inmediatamente la colocación de la estatua, pero se hizo la obra con tanta lentitud, que no terminó en tiempo de nuestros predecesores, ni pudimos nosotros colocarla hasta hoy.
9. ¿Habrá alguno tan enemigo de la verdad, ciudadanos, tan arrebatado, tan insensato, que desconoz­ca el poder directivo de los dioses inmortales en to­das las cosas y principalmente en lo que a esta ciudad atañe? Cuando las respuestas de los arúspices anun­ciaban asesinatos, incendios y el próximo fin de la re­pública por mano de algunos ciudadanos perdidos, tales crímenes los consideraban muchos, por su enor­midad, increíbles: y viendo estáis cómo los malvados los meditaban, y hasta cómo han puesto mano en su ejecución. ¿Cómo no ver la intervención de Júpiter Óp­timo Máximo en lo ocurrido hoy a presencia vuestra; la coincidencia de que al mismo tiempo de ser condu­cidos por orden mía los conjurados y sus denunciado­res a través del foro al templo de la Concordia era colocada la estatua en el Capitolio? Apenas puesta so­bre el pedestal y vuelto el rostro hacia vosotros y el Senado, lo mismo el Senado que todos vosotros vis­teis claro y manifiesto cuanto se tramaba contra vues­tra vida.
Motivo es éste para que merezcan mayor odio y se imponga más duro castigo a los que proyectaban el horrendo crimen de consumir con el incendio, no sólo vuestras casas, sino también los templos de los dioses inmortales, a los cuales, si digo que yo he re­sistido, atribuiréme un mérito que no se me recono­cerá. Júpiter, el mismo Júpiter es quien los resistió. Él ha querido salvar el Capitolio y estos templos y esta ciudad y a todos vosotros. Los dioses inmortales son los que han guiado mi mente y mi voluntad, ciudadanos, para hacer tan graves descubrimientos. Y esas tentativas de seducción a los alóbroges, y el secreto tan neciamente confiado por Léntulo y los demás ene­migos interiores a desconocidos y bárbaros, y las car­tas puestas en sus manos, ¿no prueba todo ello que los dioses inmortales quitaron a su audacia el juicio y el consejo? ¿Qué más? Los galos, representantes de una nación no bien sometida todavía, la única que que­da con fuerza y acaso voluntad de hacer la guerra al pueblo romano, han desdeñado grandes esperanzas de aumentar su imperio y obtener otros muchos benefi­cios que les ofrecían algunos patricios, prefiriendo vuestra salvación a su provecho. ¿No juzgáis esto nue­vo prodigio, cuando sin pelear y sólo callando pudie­ron vencernos?
10. Así pues, ciudadanos, ordenadas solemnes fiestas religiosas para dar gracias a los dioses inmor­tales, tomad parte en ellas con vuestras mujeres y vuestros hijos. Muchas veces los honores tributados a los dioses inmortales han sido justos y debidos, pero nunca tanto como ahora. Habéis escapado de grandí­simo y terrible peligro y sois vencedores sin muertes, sin derramamiento de sangre, sin ejército, sin lucha, sin dejar vuestras togas y mandados y dirigidos por quien tampoco ha abandonado este traje de paz.
Re­cordad, ciudadanos, todas nuestras luchas intestinas, las que habéis oído referir y las que presenciasteis. Lucio Sila hizo morir a P. Sulpicio y expulsó de Roma a C. Mario, el salvador de esta ciudad, desterrando o matando a muchos varones ilustres.[23] El cónsul Gneo Octavio echó de Roma por fuerza a su colega en el consulado;[24] todo este sitio que ocupamos estu­vo lleno de cuerpos muertos y cubierto de sangre de romanos. Vinieron después Mario y Cinna, y la muer­te de los más preclaros ciudadanos extinguió lo que más resplandecía en Roma;[25] crueldades que vengó la posterior victoria de Sila, y bien sabéis lo que tales lu­chas disminuyeron el número de ciudadanos y aumen­taron las calamidades de la república.[26] Estalló la dis­cordia entre Marco Lépido y el preclaro y fortísimo varón Quinto Cátulo y murió Lépido, no sintiendo la república su muerte tanto como la de los otros.[27]
Todas estas disensiones no se encaminaban, ciu­dadanos, a destruir el Estado, sino a cambiar su for­ma. No pretendían los facciosos acabar con la repú­blica, sino dominar en ella; no querían que Roma ardiera, sino florecer en esta ciudad; y, sin embargo, todos estos disturbios, aunque sin afectar a la exis­tencia de la república, terminaban, no por la reconci­liación y la concordia, sino por la matanza de ciuda­danos. Pero en esta guerra, la más grande y terrible de que hay memoria humana; guerra que jamás hicie­ron a ninguna nación bárbara sus feroces hijos; gue­rra en la cual Léntulo, Catilina, Casio, Cetego se han impuesto como ley considerar enemigos a cuantos, al salvar la ciudad, fueran salvados, de tal modo me con­duje, que todos estáis a salvo, y cuando vuestros ene­migos creían reducido el número de romanos a los que se librasen de la matanza y la misma ciudad limitada a lo que no pudieran devorar las llamas, yo he conser­vado íntegra la ciudad e intactos los ciudadanos.
11. Por tales servicios no os pido, romanos, re­compensa alguna, ningún honor insigne, ningún lau­datorio monumento, sino que guardéis de este día me­moria sempiterna. En vuestra alma es donde yo quiero triunfar; en ella donde deseo tener mis títulos honorí­ficos, mis timbres de gloria, los trofeos de mi victo­ria. Nada me importan esos silenciosos y mudos mo­numentos que puede a veces conseguir el menos digno. En vuestra memoria, ciudadanos, vivirán mis servi­cios, aumentaránlos vuestros relatos, y vuestras obras literarias les asegurarán la inmortalidad. Espero, pues, que la misma duración, que confío que será eterna, establecida para la existencia de la república sea la que alcance el recuerdo de mi consulado, pudiéndose decir que en esta época hubo dos ciudadanos en la república, uno que llevaba los límites del imperio, no a los de la tierra, sino hasta las regiones del cielo,[28] y otro que salvaba la capital de este imperio, la base de su poder.
12. Pero de todas estas cosas, las hechas por mí no son de igual condición ni tienen la misma fortuna que las realizadas en el exterior. Yo tengo que seguir viviendo entre los que vencí y subyugué, mientras el general deja a los enemigos, o muertos o prisioneros. Procurad, pues, ciudadanos, que cuando éste recoja el premio de sus servicios, no sea yo castigado por los míos. Os he salvado de los intentos perversos y criminales de los hombres más audaces; a vosotros toca ponerme al abrigo de su venganza, aunque en ver­dad ningún perjuicio pueden causarme: cuento con el gran apoyo de los hombres de bien, que me lo he ase­gurado para siempre; con la gran majestad de, la república; cuya constante y silenciosa protección no ha de faltarme; con la fuerza de la conciencia, que de­nunciaría a los que, prescindiendo de ella, intentaran atacarme.
Hay en mí, además, valor bastante para no ceder a los audaces y aun para atacar cara a cara a esos malvados. Pero si todos los ímpetus de nuestros enemigos domésticos, rechazados por vosotros, se di­rigen contra mí, a vosotros, ciudadanos, tocará deter­minar en qué condición queréis que queden los que, por salvaros, arrostran todos los odios y todos los pe­ligros.
Por lo que personalmente me atañe, ¿queda algo en el mundo que pueda halagarme, cuando ni de los honores que vosotros concedéis, ni de la gloria que proporcionan las virtudes hay nada más alto de lo que ya he obtenido?
Cuanto ambiciono, ciudadanos, es de­fender y ensalzar en la vida privada los hechos de mi consulado. De esta suerte los odios y envidias que haya suscitado al salvar la república dañarán a los envi­diosos y contribuirán a mi gloria. Finalmente, obraré siempre con la república de modo que recuerde mis hechos y cuidados, demostrando con mi vida entera que aquéllos fueron producto de la virtud y no hijos del acaso. Vosotros, ciudadanos, puesto que ya se acer­ca la noche, haced actos de veneración a Júpiter, cus­todio vuestro y de la ciudad; retiraos después a vues­tras casas y, aunque el peligro haya pasado, no dejéis de velar por vuestra defensa, como lo hicisteis ano­che. Yo os libraré pronto de este cuidado, y podréis gozar de perpetua paz.
MARCO TULIO CICERÓN
[1] Con el nombre de Catilinarias o Discursos contra Ca­tilina conocemos las cuatro alocuciones pronunciadas por Cicerón entre el 8 de noviembre y el 5 de diciem­bre del año 63, cuando en su condición de cónsul des­cubrió y desbarató un intento revolucionario encabe­zado por Lucio Sergio Catilina que tenía como objetivo final la subversión total de las estructuras del Estado romano e incluso la destrucción de Roma y el asesina­to de los ciudadanos más representativos del partido aristocrático. La finalidad primordial de esta tercer Catilinaria era dar cuenta al pueblo de lo acaecido el día anterior y de la sesión del Senado habida en la mañana de este mis­mo día 3. Justamente el día 2 de diciembre habían sido detenidos en los alrededores de Roma unos emisarios de los alóbroges con cartas de presentación ante Cati­lina y con otras en que se instigaba a la asamblea de este pueblo a secundar la revuelta. Estos documentos constituían la prueba decisiva que necesitaba Cicerón, por lo que se apresuró a detener a los implicados y a convocar el Senado en la mañana del día 3. En esta sesión se vieron las declaraciones de los alóbroges, se examinaron las pruebas documentales y se presentaron estas evidencias ante los inculpados, que, incapaces de rebatirlas, acabaron por confesar sus culpas. Consecuentemente, se emitió un senadoconsulto por el que, aparte de las acciones de gracias a Cicerón y a los pre­tores por su vigilancia y diligencia, se ponía a los acu­sados bajo custodia a la espera de decidir cuál iba a ser su condena. En la parte final de su discurso, Cicerón se extiende en consideraciones sobre lo singular de la acción de gracias formulada en su nombre, hace hincapié en la decisiva intervención de los dioses, destaca las diferencias entre esta conjura y otras contien­das civiles anteriores y muy particularmente realza las divergencias entre las victorias logradas en el exterior y ésta, habida sobre un enemigo interior.
[2] En realidad algo más que unos pocos días; este discurso se pronuncia el 3 de diciembre y Catilina había salido de Roma el día 8 de noviembre.
[3] En la primera Catilinaria se esfuerza Cicerón en dejar claro que él no expulsa a Catilina sino que se limita a recomen­darle la salida de Roma. Véase Cat. I, nota 17.
[4] Publio Cornelio Léntulo Sura, pretor en el 74 y cónsul en el 71, fue expulsado del Senado por los censores al año si­guiente a causa de la depravación de sus costumbres; en el 63 pudo acceder de nuevo a la pretura, magistratura desde la que apoyó a Catilina.
[5] Pueblo de la Galia Narbonense sometido en el año 121 a.d.C. por Q. Fabio Máximo. Los legados de este pueblo se en­contraban en Roma para protestar por los abusos de algunos gobernadores romanos.
[6] El 2 de diciembre.
[7] El puente Milvio o Mulvio, hoy ponte Molle, sobre el Tí­ber, estaba situado al norte de Roma; por él pasaba la vía Fla­minia.
[8] Las prefecturas eran municipios italianos regidos por un magistrado designado cada año por Roma. Cicerón era patrono y protector de esta prefectura.
[9] Alusión irónica a la pereza de Léntulo.
[10] Los libros sibilinos contenían supuestamente una reco­pilación de las profecías de la Sibila de Cumas. Se custodiaban en el Capitolio y su interpretación estaba reservada a un cole­gio de quince miembros, los quindecimuiri sacris faciundis.
[11] Lucio Cornelio Cinna desempeñó consecutivamente cua­tro veces el consulado (87-84), coincidiendo con el regreso a Roma de Mario, a cuyas masacres indiscriminadas se vio inca­paz de oponerse. Para Sila, véase Cat. II, nota 12.
[12] En el año 73 unas sacerdotisas vestales fueron acusa­das de haber faltado a su voto de castidad y, aunque fueron absueltas, semejante hecho se consideraba de mal agüero.
[13] También era una mala premonición el incendio del Ca­pitolio del año 83 en que se quemaron los libros sibilinos. De éstos se hizo una nueva recopilación a partir de tradiciones orales.
[14] Las Saturnales, las fiestas del solsticio de invierno, te­nían una duración de siete días y se iniciaban el 17 de diciembre. Su carácter popular y lúdico -había intercambio de pape­les entre amos y esclavos- las hacía particularmente propicias para provocar alteraciones del orden.
[15] Las diversas tablillas de cera en que se escribían las cartas iban sujetas por un hilo anudado; sobre el nudo se depositaban unas gotas de cera en las que se imprimía el sello del emisor.
[16] Publio Cornelio Léntulo, cónsul en el 162 a.d.C., prínci­pe del Senado desde el año 125, fue herido de gravedad en el 121 mientras perseguía a los partidarios de Cayo Graco.
[17] En referencia a los esclavos, recurso al que Catilina se mostraba reticente.
[18] El colega de Cicerón en el consulado, Cayo Antonio Hí­brida, se había aliado con Catilina para esta elección consular. Cicerón logró atraérselo a su causa cediéndole el gobierno de Macedonia.
[19] Los magistrados mientras estaban en ejercicio no po­dían ser juzgados ni condenados, y al no contemplarse la destitución en caso de delito flagrante se les instaba a renunciar a su cargo para poder proceder después contra ellos sin nin­gún escrúpulo religioso.
[20] Véase Cat. I, nota 9.
[21] Véase nota 14.
[22] Año 65 a.d.C.
[23] En el año 88 el tribuno de la plebe y partidario de Ma­rio, P. Sulpicio Rufo, hizo aprobar varias leyes contra Sila; en­tre ellas la que le quitaba el mando de la guerra contra Mitrí­dates y se lo daba a Mario. Al regresar, Sila expulsó de Roma a Mario e hizo ejecutar a Sulpicio.
[24] En el año 87 el cónsul Gneo Octavio destituyó a su co­lega L. Cornelio Cinna, porque éste quería extender el derecho de voto a los italianos, y desterró y mató a muchos de sus parti­darios.
[25] Después de su expulsión, Cinna reunió un ejército con la ayuda de Mario, Carbón y Sertorio, y puso cerco a Roma; tras diversas vicisitudes, el Senado entregó la ciudad y Gneo Octavio fue ejecutado. Del 87 al 84, Cinna fue consecutivamente cónsul en cuatro ocasiones, tiempo en el que Mario realizó masacres indiscriminadas de ciudadanos hasta su muerte en el 86.
[26] En el año 83, al regresar Sila de Oriente, se impuso por las armas a Mario el Joven y a C. Papirio Carbón, se proclamó dictador e instauró un terrible régimen de proscripciones con­tra sus adversarios.
[27] Marco Emilio Lépido, padre del triunviro, fue elegido cónsul en el 78, coincidiendo con la muerte de Sila, cuyas leyes intentó derogar. Ante la oposición de Quinto Cátulo se vio obli­gado a huir a Cerdeña, donde murió.
[28] Nueva muestra de adulación hacia Pompeyo. Cf. Cat. II, nota 10.

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