febrero 12, 2010

Cuarta Catilinaria (Cicerón)

Discurso contra Lucio Sergio Catilina ante el Senado
CUARTA CATILINARIA
[1]
ORATIO IN L. CATILINAM QVARTA HABITA IN SENATV
Marco Tulio Cicerón

[5 de Diciembre del año 63]

1. Veo, padres conscriptos, que todos tenéis vueltos hacia mí el rostro y los ojos: os veo cuidado­sos, no sólo de vuestros peligros y de los de la repú­blica, sino, conjurados éstos, de los míos. El interés que me mostráis es consuelo de mis males y paliativo de mis dolores; pero ¡por los dioses inmortales! os rue­go olvidéis lo que atañe a mi propia seguridad, pen­sando sólo en la vuestra y en la de vuestros hijos. Si se me dio este consulado con la condición de que su­friese todas las amarguras, todos los dolores y tormen­tos, sufrirélos no sólo con valor, sino también de buen grado, con tal que mis trabajos aseguren vuestra dig­nidad y la salvación del pueblo romano.
Soy un cón­sul, padres conscriptos, que ni en el foro, donde se practica la justicia y la equidad, ni en el Campo de Marte, consagrado a los auspicios consulares; ni en el Senado, donde encuentran auxilio todas las nacio­nes; ni en la propia casa, el asilo para todos inviola­ble; ni en mi lecho, destinado al descanso; ni, fi­nalmente, en esta silla curul jamás me vi libre de asechanzas y de peligros de muerte.[2] Muchas cosas callé, muchas sufrí, muchas concedí, muchas con al­gún dolor mío remedié para evitaros temores. Ahora bien; si los dioses inmortales han querido que la con­clusión de mi consulado consista en libraros a voso­tros, padres conscriptos, y al pueblo romano de terri­ble mortandad, a vuestras mujeres e hijos y a las vírgenes vestales de acerbísimos ultrajes, a los tem­plos y oratorios, y a nuestra hermosa patria común de horrorosas llamas, a toda Italia de guerra y devas­tación, sufriré resignado la suerte que la fortuna me depare. Porque si P. Léntulo, persuadido por los adi­vinos, creyó destinado su nombre fatalmente a la rui­na de la república,[3] ¿por qué no he de alegrarme de que los hados destinen mi consulado también fatal­mente a su salvación?
2. Así pues, padres conscriptos, pensad en voso­tros, mirad por la patria, salvad vuestras personas, las de vuestras mujeres e hijos y vuestros bienes; de­fended el nombre y la existencia del pueblo romano; no os compadezcáis de mí ni penséis en mis peligros; porque en primer lugar, debo esperar que todos los dioses protectores de esta ciudad me darán la recom­pensa que merezca: y si acaeciese algún percance, mo­riré con valor y sin disgusto, porque la muerte nunca puede ser deshonrosa para el varón fuerte, ni prema­tura para el consular, ni desgraciada para el sabio. No soy, sin embargo, tan duro de corazón, que no me conmuevan la amargura de mi querido y amantísimo hermano aquí presente,[4] y las lágrimas de todos es­tos de quienes me veis rodeado; ni dejo de pensar en mi casa, en mi afligida esposa, en mi hija abatida por el miedo, en mi pequeño hijo, prenda que en mi sentir responde a la república de los actos de mi consulado, y en el yerno mío que ante mí espera ansioso el resul­tado de este día.[5] Duélenme todas estas cosas, pero en el sentido de que prefiero salvarlos a todos con vo­sotros, aun a riesgo de mi vida, a que ellos y nosotros perezcamos en esta común calamidad de la repúbli­ca.
Así pues, padres conscriptos, desvelaos por salvar a la patria; mirad en torno a vosotros las tempestades que os amenazan si no las conjuráis a tiempo. Los acu­sados traídos ante vosotros para oír la sentencia que vuestra severidad dicte no son un Tiberio Graco, que quiso ser dos veces tribuno de la plebe; ni un Cayo Graco, que procuró con la ley agraria perturbacio­nes;[6] ni un L. Saturnino, que mató a C. Memmio;[7] te­néis en vuestro poder a los que quedaron en Roma para quemarla, para asesinaros a todos y recibir por caudillo a Catilina; tenéis sus cartas, su sello, su es­critura, y, finalmente, la confesión de cada uno. Ellos solicitan a los alóbroges, sublevan a los esclavos; lla­man a Catilina; su designio es que, muertos todos, no quede un solo ciudadano para deplorar el nombre del pueblo romano, ni para lamentar la caída de tan gran­de imperio.
3. Todo esto os ha sido denunciado por testigos; confesos están los reos; vosotros mismos habéis juz­gado su conducta con vuestros decretos; primero al darme gracias en términos muy honrosos y al decla­rar que por mi valor y diligencia se había descubierto la conjuración de estos hombres perversos: después, porque forzasteis a P. Léntulo a que renunciara la pre­tura; además, porque ordenasteis que tanto él como sus cómplices fueran puestos bajo vigilancia, y espe­cialmente porque decretasteis en mi nombre acciones de gracias a los dioses inmortales, honor no concedido antes que a mí a ningún hombre de toga, y en fin, porque ayer mismo disteis magníficas recompensas a los legados de los alóbroges y a Tito Volturcio: todo lo cual hace que aparezcan sin ninguna duda como condenados aquellos que habéis puesto nominalmen­te bajo custodia.
Pero yo, padres conscriptos, he determinado pre­sentar de nuevo este asunto a vuestra deliberación, para que juzguéis del hecho y decretéis respecto del castigo. Yo os hablaré como debe hacerlo un cónsul. Ha días observé que perturbaba la república una es­pecie de vértigo y furor extraordinario y se agitaban en su seno nuevas disensiones y perniciosos designios, pero nunca creí que hubiera ciudadanos capaces de tomar parte en una conjuración tan perniciosa y abo­minable. Ahora, sea lo que sea, cualquiera que sea el partido a que vuestros ánimos se inclinen, preciso es que resolváis antes de llegar la noche. Ya veis cuán terrible maldad os ha sido denunciada. Si creéis que fueron pocos los que en ella tomaron parte, os equi­vocáis grandemente. El mal ha corrido mucho más de lo que se piensa; no se extiende sólo por Italia, ha pa­sado los Alpes, y como negra serpiente ocupa muchas provincias. Combatirlo con paliativos y dilaciones no es ya posible. El castigo que determinéis se ha de eje­cutar inmediatamente.
4. Hasta ahora sólo veo dos opiniones: la de D. Silano,[8] quien considera merecedores de la pena capital a los que han intentado arrasar la patria, y la de C. César,[9] que no quiere que mueran, pero sí que se les apliquen todos los más crueles tormentos. Cada cual de ellos, conforme a su dignidad y a la suma im­portancia del asunto, muéstrase severísimo. Cree el primero que los que han intentado privar de la vida a todos nosotros, asolar el imperio, extinguir el nom­bre del pueblo romano, no deben gozar más de la exis­tencia ni del aire que todos respiramos, y recuerda al efecto las muchas veces que en esta república se ha aplicado dicho castigo a ciudadanos criminales: éste entiende que los dioses inmortales no instituyeron la muerte para castigo de los hombres, sino como condi­ción de la naturaleza o como descanso de nuestros tra­bajos y miserias. Por ello el sabio la recibió siempre sin pena y el valeroso no pocas veces con placer; pero las prisiones, sobre todo las perpetuas, se han inven­tado para castigo adecuado a los crímenes más nefandos, y pide que los culpados sean distribuidos entre varios municipios; cosa que no parece muy justa si ordenamos a éstos recibirlos, ni muy fácil si se lo ro­gamos.
Resolved, sin embargo, lo que os agrade: yo buscaré y espero hallar municipios que consideren im­propio de su dignidad negarse a cumplir lo que por la salvación de todos ordenéis. Añade César graves cas­tigos para los municipios que diesen libertad a los pre­sos; rodea a éstos de terribles guardias, por merecer­lo así la maldad de unos hombres tan perdidos; ordena que nadie pueda, ni el Senado ni el pueblo, perdonar­les la pena que para ellos pide; quítales hasta la espe­ranza, lo único que consuela al hombre en sus desdi­chas; confíscales todos sus bienes, y a hombres tan malvados sólo les deja la vida, la cual, si se les quita­se, los libraría con un solo dolor de muchos dolores de alma y cuerpo y de todos los castigos que por sus crímenes merecen. De igual manera, con propósito de atemorizar en esta vida a los malos, declararon los antiguos que en los infiernos había suplicios idénti­cos para castigar a los impíos, comprendiendo que sin este remoto temor, ni la misma muerte sería temible.
5. Veo ahora, padres conscriptos, de qué lado está lo que me interesa. Si adoptáis la opinión de César, como en su vida pública ha seguido siempre el parti­do más popular, acaso me exponga menos a los ata­ques de la plebe en sus conmociones; y si seguís el parecer de Silano, no sé si me expondré a mayores riesgos; pero mis peligros personales deben ceder a la utilidad de la república. Tenemos el dictamen de C. César conforme a lo que exigía su alta dignidad e ilustre nacimiento, como prenda de su constante amor a la república. Compréndese la distancia que media entre los aduladores del pueblo y las almas verdade­ramente populares que aspiran a la salvación de to­dos.
Veo que entre los que se las dan de populares se han abstenido de venir algunos, sin duda por no tener que opinar sobre la vida de ciudadanos romanos; sin embargo, ellos mismos entregaron anteayer a algunos ciudadanos para que fuesen custodiados, ordenaron que se celebrasen en mi nombre grandes fiestas a los dioses y todavía ayer proponían que se recompensara espléndidamente a los denunciadores. No cabe, pues, duda del juicio que ha formado de este grave negocio y de toda esta causa el que decretó la prisión del reo, las acciones de gracias a quien descubrió el delito y las recompensas a los denunciadores.
En cuanto a César, comprende él que la ley Sempronia[10] fue establecida en favor de los ciudadanos romanos; pero que al enemigo de la república no se le debe considerar como ciudadano, y hasta el mismo promulgador de la ley Sempronia fue al fin castigado sin consentimiento del pueblo a causa de sus atentados contra la república. Tampoco cree César que pueda llamarse popular a Léntulo, aunque haya sido tan liberal y pródigo con la plebe, cuando con tan acerba crueldad ha procurado la destrucción del pueblo romano y la ruina de esta ciudad; por ello, aunque es hombre apacible y bondadoso, no duda en castigar a Léntulo con perpetua y tenebrosa prisión y en ordenar que en lo venidero nadie pueda jactarse de haberle librado del castigo y hacerse así popular con daño del pueblo romano. Pide además la confiscación de los bienes, para que todos los tormentos de alma y cuerpo vayan acompañados de la miseria.
6. Si os conformáis con esta opinión, me daréis, ante la asamblea, un compañero a quien el pueblo es­tima y quiere; si seguís el parecer de Silano, fácilmente nos libraremos vosotros y yo del cargo de crueldad, y aun demostraré que este parecer es el más benigno. Aunque para castigar tan horrible maldad, ¿habrá, pa­dres conscriptos, algo que sea excesivamente cruel? Yo por mí juzgo. Porque así pueda gozar con vosotros de ver salvada y tranquila a la república, como es cier­to que si soy algo enérgico en esta causa, no es por dureza de alma (¿quién la tiene más benigna que yo?), sino por pura humanidad y misericordia. Paréceme estar viendo a esta ciudad, lumbrera del mundo y fortaleza de todas las gentes, ser devorada repentinamente por el incendio: me figuro arruinada la patria, y sobre sus ruinas los insepultos cuerpos de desdichadísimos ciudadanos; tengo ante mis ojos la figura de Cetego satisfaciendo su furor y gozando con vuestra muerte, y cuando imagino que Léntulo reina, como confesó que se lo habían prometido los oráculos; que Gabinio anda vestido de púrpura; que Catilina ha llegado con su ejér­cito; que las madres de familia gritan desconsoladas y huyen despavoridos niños y doncellas; que las vírge­nes vestales son ultrajadas, me estremezco de horror, y por parecerme este espectáculo digno de lástima y compasión, tengo que mostrarme severo y riguroso contra los que han intentado realizarlo. Porque, en efec­to, yo pregunto: si un padre de familia viera a sus hi­jos muertos por un esclavo, asesinada a su esposa, in­cendiada su casa, y no aplicara al esclavo cruelísimo suplicio, ¿sería tenido por clemente y misericordioso, o por el más cruel e inhumano de todos los hombres? A mí, en verdad, me parece de corazón de pedernal quien no procura en el tormento y dolor del culpado lenitivo a su propio dolor y tormento. Así pues, si no­sotros contra esos hombres que nos han querido ase­sinar juntamente con nuestras mujeres y nuestros hijos; que intentaron destruir nuestras casas y esta ciu­dad, domicilio común del gran pueblo romano; que tra­bajaron para que los alóbroges vinieran a acampar so­bre las ruinas de Roma y las humeantes cenizas del imperio, fuésemos severísimos, se nos tendría por misericordiosos, y si quisiéramos ser indulgentes resulta­ríamos sumamente crueles, con grave daño de la pa­tria y de nuestros conciudadanos.
A no ser que alguno tuviese anteayer por cruelísimo a L. César, varón esfor­zado y muy amante de la república, cuando dijo que se debía quitar la vida al marido de su hermana, mujer meritísima, estando aquél presente y escuchándole[11] cuando recordó que por orden de un cónsul había sido muerto merecidamente su abuelo, y que al hijo de este abuelo, siendo aún muy joven y enviado por su padre como legado, le degollaron en la cárcel[12] ¿Qué hicie­ron ellos comparable a lo que éstos han hecho? ¿Qué conspiración tramaron para la ruina de la república? Cundía ya entonces en la república la ambición de dá­divas y las luchas de los partidos turbaban la paz. En aquel tiempo el abuelo de este Léntulo, esclarecido varón, persiguió con las armas en la mano a Graco y hasta recibió una grave herida para que no se ami­norase la dignidad de la república.[13] Ahora, para des­truirla hasta en sus fundamentos, excita su nieto a los galos, subleva a los esclavos, llama a Catilina, encar­ga a Cetego matar a todos nosotros, a Gabinio quitar la vida a los demás ciudadanos, a Casio incendiar la ciudad, a Catilina, en fin, la devastación y ruina de toda Italia. Paréceme que no temeréis se estime seve­ro el castigo que impongáis a tan atroz y bárbaro de­lito; mucho más es de temer, al ser benignos en la pena, resultar crueles contra la patria, que rigurosos, por la severidad del castigo, con tan implacables ene­migos.
7. Pero yo no puedo disimular, padres conscrip­tos, lo que oigo. Llegan a mis oídos las voces de los que, al parecer, temen que no tenga fuerza para eje­cutar lo que vosotros decretéis ahora. Todo está pre­visto, dispuesto y arreglado, padres conscriptos, no sólo por mi cuidado y diligencia, sino también y mu­cho más por el celo del pueblo romano, que quiere conservar la grandeza de su imperio y la posesión de sus bienes. Presentes están ciudadanos de todas eda­des y condiciones; lleno de ellos el foro; llenos los tem­plos que lo rodean; llenas las puertas de este sagrado recinto. Desde la fundación de Roma, ésta es, en ver­dad, la primera causa en que todos piensan lo mismo, a excepción de aquellos que, viéndose en peligro de muerte, antes que solos quisieran morir juntamente con todos nosotros.
Exceptúo a esos hombres, y de buen grado los aparto por no creer que se les debe contar entre los malos ciudadanos, sino en el número de los más perversos enemigos. Pero los otros, ¡oh dioses inmortales! ¡Cuán gran concurso! ¡Cuánto celo! ¡Qué valor! ¡Qué consentimiento tan unánime para de­fender la dignidad y la salud de todos! ¿Y para qué he de mencionar aquí a los caballeros romanos? Si os ceden la supremacía en dignidad y gobierno, com­piten con vosotros en amor a la república. Reconcilia­do el orden a que pertenecen con el vuestro, después de muchos años de disensiones,[14] esta causa estrecha­rá aún más los lazos de amistad y alianza con voso­tros, y se afirma la unión durante mi consulado y la perpetuamos en la república, os aseguro que no vol­verán a agitarla más guerras intestinas. Con igual celo por defender la república veo aquí a los tribunos del tesoro, dignísimos ciudadanos, y a todos los secreta­rios públicos, que reunidos por acaso hoy mismo en el tesoro, en vez de esperar el sorteo, acuden a contri­buir a la salvación común.[15]
Todos los hombres li­bres, hasta los de las ínfimas clases, están aquí; por­que ¿qué romano hay para quien la vista de estos templos, el aspecto de esta ciudad, la posesión de la libertad, esta misma luz, en fin, que nos alumbra y este suelo común de la patria no sean bienes precio­sos y extremadamente dulces y agradables?
8. Preciso es, padres conscriptos, que conozcáis los deseos de los libertos, de estos hombres que por su mérito han alcanzado los derechos de ciudadanía, y tienen por patria suya esta ciudad, a la cual preten­den tratar algunos de los nacidos en ella y de clarísi­mo linaje como ciudad de enemigos. Pero ¿a qué he de recordar los hombres de esta clase, a quienes exci­tan para la defensa de la patria el cuidado de su for­tuna, los derechos civiles que gozan, la libertad, en fin, que es el más dulce de todos los bienes? No hay esclavo alguno, por poco tolerable que sea su servi­dumbre, que no deteste la audacia de estos ciudada­nos perdidos; que no procure la estabilidad de la re­pública; que no contribuya con cuanto puede, con sus deseos al menos, a la salvación común.
Así pues, si alguno de vosotros estuviera alarmado por haber oído decir que un emisario de Léntulo andaba recorriendo las tiendas y talleres para granjearse por precio la vo­luntad de los necesitados e ignorantes, sepa que se co­menzó, en efecto, esta tentativa, pero no se halló nin­guno tan privado de recursos o tan depravado, que no quisiera conservar su estado y ocupaciones y el co­tidiano provecho de éstas, y el aposento y lecho en que descansa, y, en fin, la vida quieta y sosegada a que está habituado. La mayoría de estos artesanos, o más bien (porque así debe decirse) todos ellos son muy amantes del reposo y la tranquilidad, porque sus in­dustrias, trabajos y utilidades se mantienen con la pa­cífica concurrencia de ciudadanos, y si, cerrándose los talleres y tiendas disminuyen sus beneficios, ¿cuánto no perderían si fueran quemadas?
Siendo todo esto así, padres conscriptos, no han de faltaros los auxilios del pueblo romano. Procurad no parezca que le faltáis a él vosotros.
9. Tenéis un cónsul que, en medio de las asechan­zas y peligros y amenazado de muerte, no atiende a su propia vida, sino a vuestra salvación. Unidas todas las clases, aplican su pensamiento, voluntad y pala­bra a la conservación de la república. Amenazada la patria por las teas y las armas de una conspiración impía, a vosotros tiende sus manos suplicantes; a vo­sotros recomienda su salvación y la vida de todos sus ciudadanos; a vosotros la fortaleza y el Capitolio; a vosotros los altares de los dioses penates, el fuego per­petuo y sempiterno de Vesta; a vosotros todos los templos y santuarios de los dioses; a vosotros los muros y edificios de esta ciudad. Finalmente, de lo que vais a juzgar hoy es de vuestras vidas, de las de vuestras mujeres e hijos, de la seguridad de vuestros bienes, de vuestras moradas y hogares.
Tenéis un caudillo que, olvidado de sí, sólo piensa en vosotros, y esto no siem­pre acontece; tenéis lo que hoy por primera vez vemos en una causa política, a todas las clases, todos los hom­bres, el pueblo romano entero de un mismo y solo pa­recer. Pensad con cuánto trabajo se ha fundado este imperio; con cuánto valor se ha afianzado la libertad; cuánta fue la benignidad de los dioses para asegurar y acrecentar nuestros bienes, y que todo esto ha podi­do perderse en una noche. Vuestra decisión de hoy ha de servir para que en adelante no pueda cometer ni aun proyectar ningún ciudadano tan execrable maldad. Os hablo así, no por excitar vuestro celo, que casi sobrepuja al mío, sino para que mi voz, que debe ser la primera, cumpla su deber consular ante vosotros.
10. Ahora, padres conscriptos, antes de volver al asunto, diré algo de mí. Bien veo que me he granjea­do tantos enemigos cuantos son los conjurados, y ya sabéis cuán crecido es su número; pero a todos los tengo por abyectos, viles y despreciables. Mas si algu­na vez, excitados por el furor y la maldad de alguien, prevaleciesen sobre vuestra autoridad y la de la repú­blica, no por ello me arrepentiré jamás, padres cons­criptos, de mis actos y consejos. La muerte con que acaso me amenacen dispuesta está para todos; pero la gloria con que vuestros decretos han honrado mi vida, ninguno la alcanzó. Para otros decretasteis gra­cias por haber servido a la república; para mí, por ha­berla salvado.
Hónrese al preclaro Escipión, que con su genio y valor obligó a Aníbal a salir de Italia y vol­ver a África;[16] hónrese con grandes alabanzas al Es­cipión Africano, que destruyó dos ciudades muy ene­migas de nuestro poder, Cartago y Numancia. Ténga­se por egregio varón a L. Paulo, que honró su carro triunfal con la presencia del, un tiempo, poderoso y esclarecido rey Perseo.[17] Sea eterna la gloria de Ma­rio, que libró a Italia dos veces de la invasión y del miedo a la servidumbre.[18] Antepóngase a todos ellos Pompeyo, cuyas virtudes y hazañas abarcan las regio­nes y los términos que el sol alumbra. Entre todas es­tas alabanzas, espacio quedará para nuestra gloria, a no ser que se estime mayor servicio descubrir provin­cias por donde podamos transitar, que cuidar de que los ausentes tengan patria donde volver victoriosos.
Sé que la victoria conseguida contra extranjeros es de mejor condición que la alcanzada en luchas intes­tinas, porque los extranjeros vencidos quedan en ser­vidumbre, y si se les perdona, obligados por este be­neficio; pero a los ciudadanos que, arrastrados por ciega demencia, declaran alguna vez guerra a la pa­tria, si se les impide dañar a la república, ni los con­tiene la fuerza ni los aplacan los beneficios. Veo, pues, la guerra perpetua que habré de sostener contra los malos ciudadanos: confío en poder, ayudado por vo­sotros y por todos los hombres de bien, con la memo­ria de tantos peligros, memoria que permanecerá siem­pre en este pueblo por mí salvado y en el alma y discursos de todos, alejarla fácilmente de mí y de los míos. Porque no habrá nunca fuerza capaz de quebran­tar y destruir vuestra unión con los caballeros roma­nos ni la liga de todos los buenos.
11. Así pues, padres conscriptos, por el mando del ejército y de la provincia a los que renuncié,[19] por el triunfo y demás insignes honores cuya esperanza de­seché para consagrarme a vuestra salvación y la de Roma, por indemnizarme de los beneficios de cliente­la y hospitalidad que hubiese adquirido en la provin­cia, beneficios que en la misma Roma no me cuesta menos trabajo conservarlos que adquirirlos, por to­das estas cosas, en recompensa del singular cuidado que tuve siempre en serviros y por la diligencia con que, según veis, atiendo a la conservación de la repú­blica, sólo os pido que recordéis siempre este día y todo mi consulado, pues mientras el recuerdo esté fijo en vuestra memoria me consideraré rodeado de un muro inexpugnable. Pero si mis esperanzas se frus­trasen por triunfar las fuerzas de los malvados, os re­comiendo a mi tierno hijo, el cual encontrará segura­mente en vosotros bastante amparo, no sólo para la vida, sino para alcanzar dignidades, si recordáis que es hijo de quien se expuso solo al peligro por la salva­ción de todos.
Por tanto, padres conscriptos, tratándose de vues­tra existencia, de la del pueblo romano, de la de vuestras mujeres e hijos, de la conservación de vues­tros altares y vuestros hogares, de vuestros sagrarios y templos, de la ciudad entera, de su poderío, de la libertad, de la salvación de Italia, finalmente, de la de toda la república, resolved con la prontitud y fir­meza que mostrasteis en vuestras primeras determi­naciones. Tenéis un cónsul que no vacilará en la aplicación de vuestros decretos, que defenderá mientras viva lo que resolváis y que por sí mismo podrá ejecu­tarlo.
MARCO TULIO CICERÓN
[1] Con el nombre de Catilinarias o Discursos contra Ca­tilina conocemos las cuatro alocuciones pronunciadas por Cicerón entre el 8 de noviembre y el 5 de diciem­bre del año 63, cuando en su condición de cónsul des­cubrió y desbarató un intento revolucionario encabe­zado por Lucio Sergio Catilina que tenía como objetivo final la subversión total de las estructuras del Estado romano e incluso la destrucción de Roma y el asesina­to de los ciudadanos más representativos del partido aristocrático. Este cuarto discursos se da en circunstancias en que convictos y confesos los principales participantes en la conjura a raíz de la reunión del Senado del día 3, en esta reunión trataba de decidir el Senado la con­dena a la que tendrían que enfrentarse. La interven­ción de Cicerón tiene dos partes claramente diferen­ciadas: en la primera, aparte de insistir en la conveniencia de una rápida decisión, valora y calibra las dos propuestas presentadas, la de Silano, que abo­gaba por la imposición de la pena de muerte, y la de Julio César que abogaba por la de cadena perpetua, y acaba inclinándose por la primera. En la segunda par­te de su intervención manifiesta Cicerón su decidida disposición a ejecutar, sea lo que sea, la condena que se determine, ya que manifiesta que cuenta con el apo­yo de todas las clases de la sociedad y que además está dispuesto a afrontar personalmente cualquier peligro al que pueda verse abocado. No hace falta decir que la decisión que se impuso fue la condena a muerte, cosa que suponía el triunfo de las tesis de Cicerón y, sin duda, el momento más alto de su prestigio político.
[2] Véase Cat. I, 4, 5, 6 y 13. La silla curul era uno de los distintivos de la magistratura consular.
[3] Véase Cat. III, 4.
[4] Quinto Tulio Cicerón; era en estos momentos pretor electo.
[5] Cayo Calpurnio Pisón, primer marido de Tulia, la hija de Cicerón.
[6] Véase Cat. I, notas 3 y 6.
[7] Véase Cat. I, nota 9. C. Memmio, rival de C. Servilio Glau­cia en su aspiración al consulado, fue muerto en una revuelta callejera y se hizo responsable de su muerte al tribuno de la plebe C. Apuleyo Saturnino.
[8] Como cónsul electo tenía preferencia a la hora de emitir una opinión.
[9] Cayo Julio César, en su calidad de pretor electo, tenía derecho preferente de opinión después del de los cónsules electos.
[10] La ley Sempronia, propuesta por C. Sempronio Graco en el 123, prohibía la condena a muerte de un ciudadano sin autorización del pueblo.
[11] P. Cornelio Léntulo Sura, uno de los implicados en la conjura, estaba casado con Julia, hermana de Lucio Julio César.
[12] El abuelo materno de L. César era Marco Fulvio Flaco, muerto en las revueltas contra C. Graco. Véase Cat. I, nota 8.
[13] Véase Cat. III, nota 16.
[14] Las disputas entre el orden ecuestre y senatorial se re­montaban a la época de Cayo Graco, cuando éste concedió a los caballeros el derecho a formar parte de los tribunales de justicia; este derecho les fue quitado luego por Sila.
[15] Estos funcionarios subalternos debían reunirse ese día para sortear entre ellos los magistrados a cuyas órdenes ser­virían.
[16] Publio Cornelio Escipión Africano derrotó a Aníbal en Zama poniendo fin a la segunda guerra púnica.
[17] Lucio Emilio Paulo Macedónico, vencedor del rey de Macedonia Perseo, al que hizo desfilar el día de su triunfo en Roma (168 a.d.C.)
[18] Se refiere a la victoria de Mario sobre los teutones y los cimbrios.
[19] Cicerón cedió a su colega C. Antonio Híbrida el gobier­no de la provincia de Macedonia que le había correspondido en suerte a él.

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