marzo 22, 2010

Discurso en el acto de homenaje a Sarmiento en el Teatro Nacional Cervantes - Raúl Alfonsín

DISCURSO EN EL ACTO DE HOMENAJE A DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES
Raúl R. Alfonsín
[10 de Septiembre de 1988]

Señoras y señores:
Dentro de pocas horas se cumplirán cien años de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento. Sin embargo, Sarmiento sigue vivo entre nosotros, vivo en cada escuela, vivo en cada labo­ratorio científico, vivo cada vez que se reivindican los derechos del pueblo y de todo ser humano, cada vez que se defiende a la libertad y a la democracia; cada vez, en suma, en que está presente alguna de las grandes causas a las que consagró su formidable energía y que forman su gigantesca obra. Reme­morar así su presencia puede resultar un lugar común, pero en ocasiones como ésta el lugar común no hace más que recoger la evidencia mágica y deslumbrante de la inmortalidad de un gran hombre.
La historia de nuestra nación es fruto de la acción de todos los argentinos, conocidos o ignorados, humildes o pode­rosos. Los grandes argentinos son quienes no sólo dejaron una huella más profunda en la historia de todos, sino también aquellos cuyo pensamiento y su espíritu nos sigue iluminando hoy y, sin duda, seguirán mostrando el camino a los argen­tinos de mañana. Sarmiento marcó a la Argentina con su vida y nos sigue sirviendo ahora cuando enfrentamos dilemas desafíos en los que se juega el destino de la patria.
Por eso, al hacer un balance de la educación que hoy tenemos en la Argentina y de lo que debemos hacer con ella en el futuro, inevitablemente retornamos al pensamiento sar­mientino para que nos inspire y guíe en la acción. Creo que éste es el mayor homenaje que podemos rendirle a Sarmiento, y no dudo de que es el que él más apreciaría.

La evolución de la educación en la Argentina resulta pro­fundamente insatisfactoria, en especial cuando la comparamos con la ocurrida en los países más avanzados del mundo y recordamos que nuestro país estuvo entre ellos, en esta materia, hace poco más de medio siglo.
El tema nos preocupó mucho desde el comienzo de nuestro gobierno. Ahora, transcurridos ya casi Cinco años, resulta claro que tuvimos que atravesar una etapa de transición para llegar al momento de definir y enfrentar los desafíos del porvenir.
Tanto la transición como el desafío actual exceden el programa de un partido político e incluso la obra de un gobierno. En ambos casos se trata de una acción que com­promete a toda la sociedad argentina y que no pudo ni puede llevarse adelante sin la colaboración de cada uno de nosotros.
Desearía por ello dedicar este homenaje a Sarmiento a examinar en qué consistió la transición que vivimos y cuál es el desafío que encaramos en la educación. Comprobaremos entonces cuánto nos ayuda su pensamiento y cuán grande es el esfuerzo y la imaginación que deberemos desplegar para que, por medio de la educación, nuestro país, nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos, podamos ocupar un lugar honorable en el mundo de mañana.
Cuando retornó la democracia en nuestro país, debimos proceder a un indispensable cambio de enfoque en educación, algo que requirió su tiempo -la etapa de transición que men­cioné- y se centró alrededor de tres grandes principios.
El primero es la concepción de la educación como un servicio abierto al pueblo, tanto por reconocimiento de un derecho como por la conciencia de que así se construyen las bases más sólidas para asegurar la supervivencia y prosperidad nacional en el mundo actual.
El segundo principio es que la libertad, la tolerancia y el pluralismo son para nosotros el fundamento y la meta de la educación popular.
El tercer principio es que el gobierno tiene responsabili­dades indelegables de iniciativa y de acción, pero que el principall protagonista de la concepción y la construcción del sistema educativo es el pueblo en su conjunto y, por consiguiente, deben abrirse las vías necesarias para que todos los ciudadanos par­ticipen activamente en esta obra.
Estoy convencido de que la vigencia permanente de estos principios, que en definitiva heredamos de Sarmiento, consti­tuye una sólida base para que los argentinos logremos superar los problemas y dilemas de nuestra educación. Por eso conviene analizar su contenido y la manera en que hemos tratado de reintroducirlos en el sistema educativo nacional.
Hace ciento cuarenta años escribía Sarmiento: “La condición social de los hambres depende muchas veces de cir­cunstancias ajenas a la voluntad. Un padre pobre no puede ser responsable de la educación de sus hijos; pero la sociedad en masa tiene interés vital en asegurarse de que todos los individuos que han de venir con el tiempo a formar la nación vayan, por la educación recibida en su infancia, preparándose suficientemente para desempeñar las funciones sociales a que serán llamados”. Y agregaba: “El poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean”.
Casi un siglo y medio más tarde, estas palabras poseen una aterradora actualidad. Día a día comprobamos que la mayor fuente de riqueza y poder de los países más adelantados reside en el aprovechamiento de los cerebros y creatividad de sus ciudadanos. Día a día esta capacidad desplaza otras ventajas que la naturaleza o la historia puede haber otorgado a los pueblos. Y no parece lejano el momento en que, gracias al desarrollo científico y tecnológico, casi bastarán el agua y la arena para que una sociedad pueda abastecer sus necesidades, desde las más simples hasta las más sofisticadas, gracias a la disponibilidad prácticamente infinita de energía e Información.
He empleado deliberadamente el adjetivo de aterradora para describir esta actualidad, porque esta riqueza y este poder no se reciben como un regalo sino que se construyen, ante todo, a través de la educación. Es decir, mediante un trabajo intenso y permanente de una sociedad en el que cada día y cada año perdido parecen una herida indolora, una pérdida por desgracia poco evidente hasta que su acumulación nos hace tomar conciencia y nos obliga a redoblar esfuerzos pala recuperar el atraso histórico en que incurrimos. Me entristece pensar cuántos días y cuántos años perdió la Argentina en esta segunda parte del siglo veinte. Sobre todo cuando antes hombres clarividentes como Sarmiento construyeron un sistema educativo gracias al cual pudimos -y no supimos-- estar entre las primeras naciones capaces de aprovechar más la capacidad de sus pueblos que la fortuna de sus recursos naturales. “Todos los grandes acontecimientos del mundo han de ser de hoy en más preparados por la inteligencia y la grandeza de las naciones menos ha de estribar ya en las fuerzas materiales, que en las intelectuales y productivas de que puedan disponer”, escribía Sarmiento algunas páginas más adelante de las citas que mencioné antes.
Abrir la educación al pueblo no es, por consiguiente, una actitud demagógica o irresponsable, sino realizar la mayor de las inversiones que garantizan el porvenir de la nación. Lo paradójico, en Argentina, es que existe una masiva demanda por recibir educación, testimonio de la madurez y modernidad de nuestro pueblo. En otros lugares o en otros tiempos, como en el de Sarmiento en sus inicios, el primer desafío consistía en crear conciencia de la necesidad de educarse como método para mejorar la condición del país y de sus habitantes. Hoy esa conciencia existe y es imperiosa, y la alternativa se plantea entre los enfoques políticos que retacean la necesidad y posi­bilidad de ofrecer más y mejor educación y los que sostienen, con Sarmiento, que ésa es precisamente una de las mayores tareas que un gobernante debe emprender.
Por cierto los enfoques limitacionistas siempre se basan en el argumento de que los medios son escasos y pueden ser mejor empleados de manera selectiva. Pero por lo general esos argumentos sirven en definitiva para dejar de considerar la educación como prioritaria y terminan por estimular el atraso de la nación. También Sarmiento se encontró repetidamente con este tipo de oposiciones. En ocasión de la fundación del Observatorio Astronómico de Córdoba en 1871, piedra funda­mental de la ciencia en la Argentina, señaló que “Hay, sin embargo, un cargo al que debo responder, y que apenas satis­fecho por una parte, reaparece por otra bajo una nueva forma. Es anticipado o superfluo, se dice, un Observatorio en pueblos nacientes y con un erario o exhausto o recargado. Y bien, yo digo que debernos renunciar al rango de nación, o al título de pueblo civilizado, si no tornamos nuestra parte en el pro­greso y en el movimiento de las ciencias naturales”.
Por todas estas razones consideramos un deber primordial de nuestro gobierno mostrarle a los argentinos que volvía a regir la concepción de que la educación debía estar abierta al pueblo. Así fue como luego de un período fuertemente limi­tacionista, durante el cual se acumuló una gran demanda insa­tisfecha de educación, al abrir las puertas de los colegios y de las universidades se produjo repentinamente un aumento extraordinario del número de estudiantes.
La afluencia más espectacular ocurrió en las universida­des, especialmente en la de Buenos Aires y, más particularmente aún, en ciertas carreras específicas, algunas muy tradicionales y otras nuevas. En términos generales, entre 1983 y 1987 se duplicó el número de estudiantes en las universidades nacio­nales. El impacto público de este hecho oscureció otros fenómenos más permanentes, como el crecimiento en un 27 % del alumnado en la enseñanza media, a un ritmo tres veces más alto que el registrado durante el gobierno anterior, y de casi un 14 % en el número de alumnos primarios, con un ritmo de incremento anual un tercio mayor al verificado anterior­mente. Un hecho que considero aún de mayor importancia, y que también quedó casi oculto detrás de la cuestión universi­taria, es que desde el retorno a la democracia lograrnos tener más del doble de chicos en educación preprimaria, lugar clave porque ahí es donde se crea en gran medida una mayor igual­dad de oportunidades para toda la formación educativa de 10S argentinos. Por último, la visibilidad del incremento de alumnos en la Universidad quitó notoriedad a la duplicación, en el mismo período, de la enseñanza para adultos y a la vigorosa campaña dirigida a erradicar el penoso fenómeno del analfabetismo que había vuelto a emerger en nuestro país. Hace pocos días la UNESCO nos honró concediendo a este programa un impor­tante premio internacional.
Para hacer frente a la ola de argentinos deseosos de aprender hubo que apelar a todo tipo de medidas, entre ellas, algunas de emergencia. Porque no siempre se contaba con las aulas, los equipos y los profesores suficientes de manera repen­tina. Surgieron así un conjunto de problemas y las inevitables críticas. La moraleja, para nosotros, fue sin embargo clara: si éstos eran los problemas que aparecían al abrir la enseñanza al pueblo argentino, éstos eran los problemas que debían enca­rarse y resolverse, no los problemas a suprimir y ocultar limi­tando el servicio que el pueblo requiere y el futuro de la nación exige.
Fue por esa razón que, en medio de las penurias que todos conocemos y sufrimos, dedicamos a la educación una parte creciente de nuestros magros recursos. Se nombraron decenas de miles de docentes, se invirtieron centenares de millones de dólares en construcciones y equipos, se crearon centenares de nuevos establecimientos educativos. Solamente en 1987 fue­ron creados, en el ámbito nacional, 73 nuevos colegios de nivel medio, uno cada cinco días. Muchos de estos colegios funcionan de manera provisoria y precaria en locales prestados, en con­diciones que sólo pueden ser superadas por la pasión de apren­der y de enseñar de los alumnos y profesores que allí trabajan.
Estoy seguro de que Sarmiento se sentiría identificado y emocionado junto a ellos, porque esa es la pasión que lo animó durante toda su vida y lo ayudó a sobreponerse a las innume­rables dificultades que debió sufrir. Esa es la pasión que debe animarnos a todos los argentinos cuando enfrentamos requeri­mientos de educación ante los cuales los recursos inmediata­mente disponibles resultan insuficientes, cuando sabemos que si no encaramos ese desafío, si no nos comprometemos a satis­facer esos requerimientos de aquí en adelante, seguiremos sacrificando el futuro de la nación, arrastrándonos en la frustración que nos ha agobiado durante décadas, apostando al atraso y a la decadencia.
Insisto en este punto porque me preocupa ver cómo resur­gen enfoques limitacionistas a partir de los problemas ocasio­nados por el aumento de los alumnos universitarios. Quisiera dedicar unos párrafos a este tema.
En primer lugar, recordando que la cuestión no se plantea del mismo modo en todas las universidades nacionales, ni tam­poco de manera semejante en todas las facultades. Si proce­demos con rigor debemos, por consiguiente, acotarla a aquellos lugares en los que efectivamente se produjo una explosión notable de la matrícula estudiantil y no tomarla como pauta para proponer una política general de restricciones al acceso en toda la educación, tal como algunos desearían.
En segundo lugar, es útil señalar que este crecimiento repentino se debió en gran medida a la política impuesta ante­riormente, al originar una demanda insatisfecha de enorme magnitud que se volcó de golpe en las aulas. De hecho, el ritmo de crecimiento de la población universitaria comenzó a des­cender a partir de 1986.
En tercer lugar cabe también anotar que el crecimiento de la población universitaria argentina resulta bastante poco Espectacular si, en vez de tomar los años inmediatos a 1983, consideramos por ejemplo los últimos 30 años. En estos 30 años el aumento de alumnos universitarios en nuestro país fue por­centualmente menos de la mitad que el ocurrido en el Brasil e inferior al registrado en Francia, Italia o España. Lo que suce­dió aquí es que entre 1976 y 1980 el número de estudiantes universitarios disminuyó agudamente -hecho bastante anacró­nico en el mundo moderno-- sin mejorar, dicho sea de paso, la enseñanza universitaria. Por el contrario, en muchos lugares empeoró notablemente debido a la intolerancia y a la persecución política. Al mismo tiempo esa política tuvo un doble efecto negativo: por una parte impidió acompasar la expansión de las universidades al crecimiento normal y necesario de la pobla­ción universitaria, tal como acontece en cualquier país en el Inundo moderno, y por otra, al acumular demandas insatisfe­chas, creó condiciones muy críticas en el momento de volver a abrir las puertas de la Universidad.
Hay, por último, un argumento que considera aún más consistente: existen razones para afirmar que la crisis que afronta la universidad en la Argentina se origina más en la persistencia de concepciones perimidas sobre los contenidos y organización de las carreras que en la cantidad de sus alum­nos o en la carencia de sus recursos. Este es un tema que deseo examinar luego con más detenimiento.
Entretanto, resumo, me parece necesario estar prevenidos frente al resurgimiento de enfoques que, apoyados en proble­mas que nadie niega, nos quieren hacer abandonar una vez más el principio sarmientino de la educación como un servicio abierto al pueblo para garantizar el futuro de la Nación.
Dentro de una sociedad democrática esta concepción cobra un sentido más profundo al complementarla con la idea de que la libertad, la tolerancia y el pluralismo constituyen el funda­mento y la meta de la educación popular. La mejor manera de poner en práctica este principio es la propuesta por Sarmiento cuando recomendaba que “la libertad no se improvisa con decretos, constituciones y medidas gubernativas; se cultiva y se arraiga por medio de ideas y de hechos permanentes, crean­do intereses que la apoyen y hábitos que la mantengan”.
Esta vocación por la vigencia de la libertad no se trata solamente de una preferencia legítima. También responde a una experiencia repetida y aleccionadora: toda vez que impe­raron la libertad y la tolerancia en nuestras aulas, la educación floreció, así como se empobreció cuando fueron desterradas. Comprobamos asimismo que cuando las reinstalamos, a menudo se recuperaron con rapidez asombrosa altos niveles de calidad y de eficiencia educativa en ámbitos donde la mediocridad parecía haberse instalado para siempre.
En estos años hemos procurado que la libertad y las convicciones de cada argentino fueran respetadas escrupulo­samente, tanto en la vida cotidiana en general como, en par­ticular, dentro del ámbito educativo. En la medida en que esta norma de funcionamiento ha comenzado a ser apreciada por cada uno, en la medida en que se arraiga la conciencia de que así se protege la dignidad e integridad de todos al tiempo que se fomenta una educación mejor, estamos recreando ---como proponía Sarmiento- los intereses que apoyan y los hábitos que mantienen la libertad. Y también para ella nos esforzamos por afianzar y poner en funcionamiento el conjunto de insti­tuciones que, tanto en general como específicamente en el área de la educación, sirven para garantizar la vigencia de la libertad, la tolerancia y el pluralismo.
Un ejemplo de este esfuerzo ha sido la normalización del funcionamiento de las universidades nacionales dentro de su tradicional sistema de gobierno autónomo. No era sencillo lograrlo, después de casi dos décadas en que esta forma de gobierno había cesado de existir y luego de que la intolerancia y la persecución se adueñaran de los claustros y dejaran una herencia de odios y rencillas. A pesar de todo, con los proble­mas y defectos de toda empresa humana, las dificultades fueren superadas una a una y hoy por primera vez en décadas, vemos cómo el gobierno de las universidades funciona y se renueva de acuerdo con las reglas que consagran su autonomía. Es de esperar que el Congreso de la Nación sancione pronto una ley universitaria que asiente estas reglas sobre bases definitivas.
Del mismo modo, en cada uno de los ámbitos de la educación, hemos tratado y seguiremos procurando que las insti­tuciones funcionen normalmente, estimulando la creciente des­centralización de responsabilidades y autoridad entre los distin­tos participantes del quehacer educativo.
La vigencia de la libertad, la tolerancia y el pluralismo se engarza con el tercer principio rector que hemos adoptado: el pueblo, en su conjunto, debe ser el principal protagonista de la concepción y la construcción del sistema educativo. Tam­bién aquí Sarmiento nos inspira al recordarnos que “la inteligencia colectiva de los pueblos es la que hace las grandes cosas”.
Con este propósito se ha estimulado la institucionalización de diversas formas participativas en el gobierno de la educa­ción, de modo que todos los que intervienen de manera directa o pueden estar involucrados en la labor educacional aporten su experiencia y sus iniciativas. Una vez más cabe citar el ejemplo de las universidades nacionales y mencionar, además, que hace poco el Congreso de la Nación ha sancionado una ley de autarquía financiera que permitirá a las universidades mejorar ¡Y agilizar por sí mismas el empleo de sus recursos.
Con el mismo sentido se han ido conformando consejos de gobierno en los establecimientos de enseñanza superior no universitaria dependientes del Ministerio de Educación y Justicia de la Nación. No tengo dudas de que, en el futuro, los proyectos de descentralización de la enseñanza media podrán fructificar en mecanismos de amplia participación, en la administración y gobierno de esos establecimientos, de las comu­nidades locales, junto con docentes, padres, alumnos Y todos quienes colaboran en el funcionamiento de los colegios. Este es otro tema al que me referiré luego, pero aprovecho la oca­sión para señalar que la demanda masiva de educación, junto con la de una profunda diversificación de la oferta educativa, está llevando en todo el mundo a estimular, como único método apto para responder eficazmente a estas tendencias, formas cada vez más acentuadas de descentralización y participación local en el ¡gobierno de la educación.
La acción más importante emprendida para canalizar la participación popular a fin de proponer ideas sobre la educa­ción futura de los argentinos fue, como todos saben, la convoca­toria al Congreso Pedagógico, realizada mediante la Ley 23.114 aprobada por unanimidad en el Congreso de la Nación. Algo más de un siglo después de la realización del Congreso Pedagó­gico cuyas tareas condujeron a la sanción de la Ley 1.420, piedra angular de la educación pública en la Argentina, los representantes del pueblo coincidieron en la necesidad de con­vocar a un nuevo Congreso Pedagógico. Al hacerlo expresaron una doble convicción. Por un lado la de una imprescindible participación popular en este campo, reiterando el acuerdo existente sobre los principios rectores alrededor de los cuales se organiza la educación cuando ha vuelto a regir la demo­cracia en nuestra patria y, por otra parte, refirmando el con­vencimiento sobre la necesidad de replantear y emprender una nueva fase de la educación en la Argentina.
Las tareas del Congreso Pedagógico constituyeron una experiencia extraordinaria dentro de nuestro país, más allá de los naturales problemas y controversias que originó en algunos lugares. Durante dos años se constituyeron comisiones de tra­bajo en todo el territorio nacional, proponiendo ideas e iniciativas que luego se fueron articulando en ámbitos cada vez más amplios. Y esta misma semana, en cumplimiento de la ley de convocatoria, el Ministro de Educación y las demás autoridades educativas hicieron entrega al Congreso de la Nación de las resoluciones de la Asamblea Nacional del Congreso Pedagógico que inauguré personalmente el pasado 28 de febrero en Embalse Río Tercero, en la provincia de Córdoba. En esas conclusiones están sintetizados, por obra de sus representantes, los trabajos de miles de argentinos que expusieron sus ideas sobre la educación, en un debate en varios sentidos memorable por su profundidad, riqueza y utilidad. Queda también para los señores legisladores, en la memoria de las computadoras de la Universidad Nacional de La Plata, el registro de más de 8.000 propuestas que se hicieron desde toda la extensión de la República para ese Congreso Pedagógico.
Las coincidencias a las que se llegó, expresadas a menudo en dictámenes unánimes, tienen también un doble significado. Por una parte es el testimonio de que sectores que durante más de un siglo emprendieron un duro debate ideológico, fueron capaces de entablar un diálogo fructífero mirando hacia la Argentina del porvenir. Gracias a él, por otro lado, nos proporcionan una base sólida y rica para enfrentar el desafío de la educación en el futuro.
La entrega de las conclusiones del Congreso Pedagógico al Poder Legislativo Nacional indica que estamos culminando la etapa de transición que el retorno a la democracia obligó a recorrer en la educación argentina. La educación ha vuelto a concebirse como un servicio abierto al pueblo y necesario par a asegurar el futuro de la Nación. La libertad, la tolerancia y el pluralismo han vuelto a constituir un imperativo en las aulas y las instituciones educativas funcionan normalmente. Se van abriendo y consolidando día a día nuevas formas para asegurar una amplia participación de los ciudadanos en el quehacer educativo -comenzando por quienes están directamente involucra­dos- y se ha realizado esa extraordinaria y fructífera experiencia del Congreso Pedagógico que nos ilumina sobre lo que los argentinos desean y proponen para la educación de todos.
Cabe ahora, antes de plantear los desafíos que enfrenta­mos, hacer un rápido balance de la situación en que nos encon­trarnos.
Tenemos, ante todo, conciencia de que la educación, como principal instrumento de la sociedad para formar sus recursos humanos, constituye la inversión más necesaria y productiva que la Nación puede realizar.
Verificamos, por otro lado, que el pueblo argentino deman­da masivamente una mayor y mejor educación, y que si en ocasiones esa demanda puede estar mal orientada -al recar­gar cierto tipo de opciones que pueden estar saturadas-e, es posible que en gran parte se deba a la ausencia de alternativas o porque las que existen no son comunicadas con claridad.
Al mismo tiempo resulta evidente, como dije al comienzo, que frente a esa necesidad reconocida y frente a esa demanda masiva por aprender, la educación que estamos ofreciendo a los argentinos es insatisfactoria.
Sería ocioso y cansador repetir aquí el larguísimo catálogo de fallas, carencias y defectos de la educación argentina. Pero me interesaría, a título de ejemplo, señalar sólo uno entre ellos;
En contraste con lo acontecido en otros países, en la Argentina se han ido reduciendo los días de clase impartidos en los ciclos primario y secundario. Hasta comienzos de la década de 1950 el ciclo lectivo tenía más de 200 días de clase. Hoy llegamos dificultosamente a 170. En los países más ade­lantados se mantiene un umbral mínimo de 200 días, pero nues­tra desventaja se agudiza si tomamos en cuenta otros dos factores: las horas de clase por día y la extensión del ciclo educativo común obligatorio. Mientras que nuestras jornadas son generalmente de cuatro horas reloj-yen ocasiones me­nos-, la doble jornada es la norma en los países más adelantados. En tanto seguimos sin lograr que todos nuestros chicos completen su escuela primaria, en los países más avanzados todos los jóvenes en edad de recibirla completan su enseñanza secundaria.
Cuantitativamente, por lo tanto y sin considerar el nivel terciario, los jóvenes de los países adelantados reciben en tér­minos generales el doble de horas de educación que los jóvenes argentinos. Si existiera una relación directa entre las horas de educación recibidas y la formación de recursos humanos, po­dríamos decir que estamos invirtiendo en cada joven argentino, en el recurso más valioso de que disponemos, la mitad de lo que invierten los países más desarrollados. Pero cualquiera fuera la relación entre horas de educación y formación de recursos humanos -y otros factores hacen suponer que resulta aún más negativa-, la conclusión es evidente: si no revertimos esta situación nuestra Argentina, nuestra Nación, no tendrá futuro.
Este es el gran desafío que se nos plantea. Como en los tiempos de Sarmiento, una vez más, el futuro de la Argentina dependerá en gran medida del esfuerzo que realicemos y de a imaginación que despleguemos para cumplir con el desafío de la educación.
Sólo podremos hacerlo si lo asumimos entre todos, si éste es aceptado como el desafío de la sociedad argentina en su conjunto, más allá de las banderías políticas y de los intereses sectoriales.
Para que este desafío tenga un contenido concreto y claro, así como lo tuvo en la época de Sarmiento cuando la República entera se comprometió a erradicar el analfabetismo y exigir que todos los chicos tuvieran completa la educación primaria: común, desearía proponer un par de metas, una cuantitativa y otra cualitativa, como base de compromiso que, una vez más, los argentinos pudiéramos asumir conjuntamente.
El primer objetivo consistiría en comprometemos a que, a más tardar a partir del año 2015, es decir dentro de una generación, todos los jóvenes argentinos completen su educa­ción secundaria en condiciones similares que las de los países más adelantadas.
Quisiera detenerme un momento para analizar la magnitud de las consecuencias y los esfuerzos implicados en este breve y aparentemente modesto propósito.
Desde el punto de vista educativo significa que, por 10 menos en el año 2010, tendremos que haber terminado defini­tivamente con el abandono y desgranamiento de escolares en la escuela primaria. Quienes conocen el estado y condiciones de esa escuela primaria en la Argentina actual, podrán apre­ciar el esfuerzo social y económico que exigirá el cumplimiento de este objetivo. Al mismo tiempo significa que deberemos repensar muy cuidadosamente el futuro de nuestra universidad, ya que progresivamente habrá más y más jóvenes en condicio­nes y con la intención de seguir estudios superiores.
La meta que propongo alcanzar significa también que casi todos los argentinos nacidos a partir de 1998 -dentro de diez años-, cualquiera sea el lugar o la familia donde hayan nacido, tengan la seguridad de completar al menos sus estudios secun­darios. De acuerdo con cálculos demográficos elementales deberíamos tener en el año 2015 algo más de cinco millones de alumnos en el nivel medio, en comparación al millón novecien­tos mil que hoy pueblan las aulas.
Si deseamos, al mismo tiempo, que esos alumnos realicen sus estudios secundarios en turnos de jornada completa -a semejanza de lo que ya es normal en los países avanzados-, debemos pensar que, sólo en edificios, deberíamos disponer entre 30 a 40 millones de metros cubiertos, lo cual implicaría un valor -a los precios actuales de la construcción- del orden de seis a ocho mil millones de dólares sin contar con el equipamiento. Actualmente se está realizando en el Ministerio de Educación -en colaboración con los gobiernos provinciales- un inven­tario de los edificios escolares que funcionan en el país y de las condiciones en las que se encuentran. Esta tarea nos permi­tirá estimar con mayor precisión las necesidades de construc­ción futuras. Pero en cualquier caso es evidente que una meta como la que propongo involucrará la inversión de muchos miles de millones de dólares en escuelas durante la próxima gene­ración. De hecho, si queremos cumplir con ese objetivo, en los años que vienen deberíamos estar inaugurando más de una escuela por día, sólo para el nivel medio y sin contar las que necesitaríamos en el nivel primario o secundario.
La magnitud evidente de este esfuerzo en construcciones nos obliga a reflexionar sobre las formas en que podemos facilitarlo y cumplir con los objetivos. Esto abarca desde los méto­dos de financiamiento -y las prioridades que debemos otorgarle en los préstamos internos y externos-, los procedimientos administrativos que emplearemos y los métodos constructivos por los que deberíamos optar. Más de una vez se iniciaron obras cuyas características nos hubieran permitido construir varias escuelas con lo que cada una de ellas nos costaba. Si nos propo­nemos hacer funcionar todas las escuelas secundarias con ense­ñanza de doble turno, los colegios que edifiquemos deberán ser austeros y no habrá motivo alguno para avergonzarnos por ello. No será la simplicidad de nuestras aulas sino la ausencia de alumnos que podrían estar aprendiendo lo que nos dolerá.
Es obvio también que no podemos imaginar que todos los jóvenes argentinos completarán su educación secundaria si no existe una cierta prosperidad en el país. De otro modo, como ha ocurrido hasta ahora, serán muchos los que abandonen sus estudios para buscar un empleo que les permita ganarse la vida. Pero éste no puede ser motivo para postergar un compromiso como el que propongo. En primer lugar porque el mejoramiento del nivel educativo de la Nación es también una condición --a largo plazo la principal- de la prosperidad futura del país y no puede ser pospuesta de ninguna manera en espera de tiempos mejores. En segundo lugar porque el problema que nos acucia hasta ahora es que no podemos dar cabida satisfactoriamente en los colegios a todos los que desean estudiar y no a la inversa. Pero en cualquier caso debemos prever que, para llegar a la meta propuesta, será preciso crear un programa importante de becas a fin de que ningún joven argentino quede excluido por razones económicas de la formación básica que deseamos lograr para todos.
Otro elemento esencial que deberá preverse es la prepara­ción del cuerpo docente para responder al aumento del número de estudiantes secundarios. Es el tema quizás más urgente, ya que los profesores que actuarán en las próximas décadas se están formando en estos momentos. En este punto comienza a surgir con nitidez el otro desafío, cualitativo, que debemos encarar simultáneamente. Porque los problemas no residen tanto en el número de docentes que necesitaremos como en sus carac­terísticas y, quizás más aún, en la organización de su actividad profesional. La enseñanza que precisamos para mañana, si de­seamos alcanzar los niveles de calidad de los países más ade­lantados, obligará por una parte a multiplicar los sistemas de perfeccionamiento y actualización para docentes que hemos comenzado a poner en marcha. Pero también exigirá que cada colegio tenga su cuerpo estable de profesores, en el que cada profesor trabaje toda la jornada sin estar obligado a correr de un colegio a otro, y, al mismo tiempo, deberemos replantear las modalidades de su carrera profesional para que no sea la antigüedad, el mero transcurso del tiempo, el mayor y casi único factor de mejoramiento personal.
Este tipo de elementos, en rigor, se vincula más a la forma en que concebiremos la organización de la educación del futuro que con su cantidad. Pero antes de pasar a este otro desafío deseo hacer una última reflexión acerca de la meta de educa­ción secundaria para todos.
Es posible que cuando propongo que nos decidamos a alcan­zarla en una fecha simbólica, como lo es el año 2015, se susciten dos clases de reacciones. Algunos pensarán que es demasiado lejana; otros, que es excesivamente ambiciosa.
Para los primeros, cuya impaciencia comparto, he querido ilustrar muy someramente la magnitud económica del desafío; a la cual debe agregarse un esfuerzo intelectual quizás más difícil como enseguida veremos. Ambas dimensiones exigirán un sacrificio y, sobre todo, una continuidad que no lograremos sin un compromiso compartido entre todos los argentinos. Por eso propongo un plazo razonable, porque sé que en él lo pode­mos cumplir y, en definitiva, porque si podemos acortarlo, tanto mejor. De ahí que al formular mi propuesta dijera “a mis tardar a partir del año 2015”.
A quienes pueda parecer excesivo o irrealizable este desa­fío, tanto por su magnitud económica como por sus dificultades organizativas, quisiera decirles simplemente que, sin desdeñar una y otras, si cumplimos con la meta propuesta aún estare­mos una generación detrás de los países más adelantados en materia de educación. Perder aún más tiempo significará correr e] riesgo de desaparecer como nación que merece el nombre de tal en el mundo futuro. Frente a ese peligro, pienso, no pode­mos evadir los sacrificios que se requieran hacer ni dejar de garantizar la continuidad que necesitamos.
Para vencer en este desafío, además de cumplir con las metas cuantitativas propuestas, deberemos comprender tam­bién que la educación argentina requiere una profunda revisión en muchas de las concepciones que hemos aplicado hasta ahora, así como en ciertos criterios de organización que han prevale­cido durante demasiado tiempo.
Se trata, sin duda, de un tema muy vasto sobre el cual muchos han pensado y muchos otros contribuirán en el futuro. En rigor, una vez más, será la sociedad en su conjunto la que vaya aportando las respuestas, ensayando algunas y corrigiendo otras a través de la experiencia. Pero desearía ilustrar la im­portancia del tema a través de algunos ejemplos que pueden mostrarnos hasta qué punto los recursos y esfuerzos que dedi­quemos para construir la nueva etapa de la educación en la Argentina pueden frustrarse si no modificamos algunas con­cepciones y formas de organización en boga.
Mi primer ejemplo se referirá a la Universidad y tomaré el caso de una de las profesiones más tradicionales, la de abo­gacía. Cuando nuestras universidades públicas o privadas, dise­ñan y dictan esta carrera, conciben la formación de un abogado que, en principio, seria apto para intervenir en cualquier asunto de las múltiples ramas del derecho: civiles, comerciales, pena­les, laborales, administrativos, constitucionales, o de toda otra naturaleza. Quizás alguien pudo actuar con una versatilidad tan notable hace treinta o cuarenta años. Hoy es imposible y cada vez será aún más ilusorio, ya que la sofisticación creciente de cada rama del derecho hace, incluso, que dentro de muchas de ellas sea necesario realizar una especialización suplemen­taria para manejar la complejidad de las normas y situaciones que se presentan en la sociedad moderna.
Sin embargo nuestras universidades siguen concibiendo la carrera de derecho fundamentalmente como un mecanismo de formación de abogados polivalentes, aptos para intervenir en todo tipo de cuestiones. No ignoro que en algunas casas de estudios se ha tratado de flexibilizar la idea, pero aquel modelo sigue rigiendo en la base, ya que al fin de cuentas la Univer­sidad expide un título que habilita a ese ejercicio polivalente de la profesión.
Se producen de este modo una serie de consecuencias inde­seables y en definitiva inmanejables. La carrera se alarga día a día para que los estudiantes tengan, al menos, un barniz de lo que está ocurriendo en el desarrollo de cada una de las ramas jurídicas. Los profesores se inquietan porque compren­den que la asimilación de conocimientos se hace” más y más superficial, mientras asumen la responsabilidad de testimoniar ante los ciudadanos que ese futuro profesional posee las apti­tudes necesarias para defender sus intereses. Los alumnos tam­bién se preocupan, porque comprenden que esa carrera, a pesar de irse alargando día a día, no los prepara para desempeñarse eficazmente como profesionales y, de este modo, se dificulta su inserción laboral en la sociedad. Poco a poco todos se irritan, desazonan, y las molestias y problemas más inmediatos y evidentes -la cantidad de alumnos, la escasez de aulas y de docentes-- son tomados como fuentes de una frustración que, en rigor, deriva de causas más profundas.
Porque en el fondo lo que ha entrado en crisis es la noción misma de que es posible formar un abogado polivalente, pro­ducto tan mítico en el mundo actual como el unicornio en el antiguo. No hay manera alguna de obtener este personaje, aun cuando multiplicáramos por cien los recursos para cada Facul­tad de Derecho o dividiéramos por cien o por mil el número de sus alumnos.
La única solución posible pasa por un cambio en la con­cepción de la carrera, cambio gracias al cual se formen en tiempos razonables los abogados con la preparación y los cono­cimientos específicos en distintas ramas que la vida social está requiriendo.
No es éste, por otra parte, un problema novedoso en el mundo. Tampoco hay razón para dudar de que en dos o tres años se pueda impartir una sólida formación jurídica general, enseñar a pensar jurídicamente al estudiante, para luego darle la oportunidad de aprender con solidez un conjunto de conocimientos específicos en alguna de las ramas del derecho. De esta manera se facilitaría la información de un profesional que puede ubicarse rápidamente en la actividad, en beneficio de la sociedad y de él mismo.
Lo dicho para los abogados vale, por supuesto, para las demás profesiones: médicos, ingenieros, contadores, químicos, biólogos, o la que se desee imaginar. Sin embargo todos sabe­mos que una comprobación tan obvia sobre la obsolescencia de concepciones vigentes no implica que sea fácil cambiarlas y poner remedio a sus consecuencias. Porque para ello tenemos que revisar un conjunto importante de cuestiones, que van desde los mecanismos de habilitación profesional hasta la organización y estructura de nuestras universidades.
Es imprescindible, sin embargo, que de una vez por todas afrontemos estas cuestiones y, en primera instancia, abramos un debate a fondo que el Congreso Pedagógico ha servido para iniciar. No podremos mejorar la educación si no somos capaces de eliminar las rigideces que, como en el ejemplo que acabo de dar, frustrarán todos los sacrificios que hagamos para des­tinar más y más recursos a la educación. Del mismo modo que en el tiempo de Sarmiento, debemos observar cómo otros países han encarado los mismos problemas y, cuando las solu­ciones que hayan encontrado parezcan útiles y aptas par a nuestra propia realidad, no tendremos por qué vacilar en seguir su ejemplo.
El criterio más firme para guiarnos ante estos problemas consiste en pensar cómo podemos multiplicar los vínculos entre el mundo de la enseñanza y la sociedad que la rodea.
En la universidad esta vinculación es múltiple. Respecto de las aspiraciones de obtener una enseñanza superior, que se harán más y más intensas -al igual que en todo el mun­do--, será interesante explorar la posibilidad de multiplicar los centros de formación inicial que doten a los alumnos, en dos o tres años, de una primera base de nivel universitario y les permitan, con un título intermedio, sea incorporarse al mundo productivo, sea continuar sus estudios universitarios. De esta u otra forma deberemos resolver el problema, no solo nuestro, de una sobrecarga en los primeros años de la universidad que, sin esta alternativa, entorpece su funcionamiento y frustra a una proporción considerable de estudiantes que sienten haber perdido dos o tres años de su vida sin que les quede nada por el esfuerzo que realizaron.
En el otro extremo de la actividad universitaria será pre­ciso multiplicar las iniciativas que ya existen, en un número y magnitud que sorprendería a muchos si los conocieran, para que los recursos humanos y materiales sean más intensamente utilizados por organizaciones públicas y privadas.
La sociedad argentina ha realizado una enorme inversión en la formación de especialistas, de laboratorios y de equipos que no tiene por qué ser duplicada en otros ámbitos públicos o privados para acceder al uso y perfeccionamiento de tecnologías modernas. La activa interacción del mundo productivo con las universidades está redundando, y redundará cada día más, en beneficio de las universidades -que así obtendrán importantes recursos- y las organizaciones públicas y privadas que trabajen con ellas. En el Congreso de la Nación se está tratando una ley de promoción tecnológica que dará el marco jurídico apropiado para que este tipo de relaciones se desen­vuelva fructíferamente.
Los cambios de concepción y organización que deberemos ir introduciendo en las universidades constituyen, sin duda, el ejemplo más claro del desafío cualitativo que deberemos afron­tar para modernizar la educación argentina. Pero también existe en el campo de la escuela media. Su expresión más dramática reside, una vez más, en la vinculación con el mundo circundante: ¿para qué me sirve estudiar en la secundaria? Esa es la pre­gunta más común y hoy más difícil de responder que se formulan centenares de miles de jóvenes. Jamás podremos cumplir con el propósito de dar enseñanza media a todos los argentinos si no somos capaces de responder a ese interrogante tan claro y categórico.
Tampoco éste es un problema que nos aqueja sólo a noso­tros. En todo el mundo, y en especial en América Latina, se plantean los mismos interrogantes. Para responderlos, a seme­janza de lo que en otro nivel ocurre con las universidades, será preciso revisar las concepciones y las formas de organi­zación que hemos venido aplicando durante mucho tiempo.
Los dos datos claves en esta cuestión residen, a mi juicio, en la masividad de la demanda educativa y, por otro lado, en su creciente y cada vez más rica diversidad. Día a día son más y más los que quieren aprender más cosas y cosas más diferentes.
También en este caso la única respuesta posible es ir eli­minando los esquemas rígidos y aumentar al máximo posible la flexibilidad del sistema educativo, tanto en los aspectos peda­gógicos como en los organizativos, Las viejas diferenciaciones entre los distintos tipos de escuelas medias, bachilleratos, comerciales, industriales, liceos y normales, escuelas técnicas} deberán ser revisadas con sumo cuidado, ya que en muchos casos -o por lo menos en muchos aspectos-- han ido perdiendo actualidad, han dejado de responder a los requerimientos, nece­sidades y aspiraciones de quienes ingresan en ellas.
Al mismo tiempo será necesario procurar una mayor des­centralización de la organización de la enseñanza media y una vinculación cada día más estrecha de los colegios y escuelas con la comunidad circundante. Lo ideal sería que, gracias a esa interacción, cada colegio fuera adquiriendo un perfil propio ~., al mismo tiempo que garantizara una base y un conjunto de conocimientos comunes en todo el nivel medio, pudiera adaptarse a los requerimientos y características de cada zona. De este modo la formación de los jóvenes podría responder simultáneamente a las necesidades del lugar y a las exigencias globales del país, dándole una mayor oportunidad para encon­trar trabajo al terminar el ciclo secundario o para continuar con los estudios superiores en su caso.
Si tomamos este modelo, que responde en gran medida a las recomendaciones de Congreso Pedagógico, surge con niti­dez la amplitud de cambios que habría que introducir en la organización actual de la enseñanza media.
Por una parte será preciso proponer y ensayar mecanis­mos de interacción con las comunidades locales que permitan establecer una interacción permanente y activa con los colegios y su gobierno.
Por otro lado resulta evidente que este tipo de modelo exige un cuerpo de profesores que se identifiquen con cada colegio, ya que el logro de una fisonomía propia no será posible sin una intensa y permanente interacción entre los profesores para la elaboración y dictado de los cursos participará para plantear sus necesidades, proponer iniciativas y buscar soluciones.
El Congreso de la Nación, estoy seguro, nos aportará un día no muy lejano una Ley General de Educación que recogerá estos lineamientos y, respetando la organización federal de la República y las obligaciones constitucionales, proveerá los instrumentos aptos para que el Gobierno Nacional, junto con los gobiernos provinciales, los gobiernos comunales y todos los sectores interesados, armonicen sus actividades y esfuerzos para que los argentinos nos enorgullezcamos de nuestra edu­cación.
Hoy, como hace algo más de un siglo, la Argentina debe plantearse un enorme desafío educacional para ganar su lugar como nación en el mundo de mañana. A Sarmiento le hubiera gustado participar en esta magna tarea. Tomemos entre todos el compromiso de no defraudarlo, el compromiso de cumplir con la patria.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN

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