DISCURSO EN LA CIUDAD DE SAN JUAN EN EL ACTO DE HOMENAJE A DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE
Raúl R. Alfonsín
[11 de Septiembre de 1988]
Creo que es la última oportunidad que voy a tener, durante esta visita, de dirigirme al pueblo de San Juan, por lo que antes de comenzar mi discurso deseo expresar mi agradecimiento a todos los sanjuaninos por la calidez de la bienvenida que han brindado al presidente de la Nación. Al señor gobernador, por las múltiples atenciones que ha tenido para conmigo y por la tarea que realiza no sólo al servicio del engrandecimiento de San Juan, sino también al servicio de la consolidación de la democracia. Al señor intendente municipal de San Juan, por el honor que me ha conferido al entregarme las llaves de la ciudad. No era necesario, señor intendente, porque San Juan es ciudad abierta para el presidente de la Nación, pero agradezco mucho su gesto. A los señores concejales, por el recuerdo que me han brindado de Sarmiento. En fin, a todos, y de manera muy particular al senador Bravo, que desde el Senado de la Nación trabaja para la República y para San Juan.
Señor gobernador, autoridades provinciales, municipales y nacionales; señores embajadores; maestras, maestros, alumnos, abanderados de las distintas escuelas que se han hecho presentes hoy desde todos los rincones de la patria, señoras, señores:
A cien años de la muerte de Sarmiento repetimos corno ayer que fue uno de los más grandes argentinos que sigue viviendo, que sus ideas y sus iniciativas aún tienen vigencia.
Hacemos bien en repetirlo, no sólo porque es así sino porque a cien años de su muerte, la mezquindad, el juicio artero, la indiferencia, el desplante, continúan ensañándose con este portentoso hombre de acción y de pensamiento.
Sí, fue uno de los más grandes argentinos, pero fue también una de las figuras señeras del mundo en el siglo XIX. Sigue viviendo, pero no sólo en este país que él amó como pocos y al que dedicó todos sus esfuerzos, todo su talento, toda su capacidad. Sigue viviendo donde haya un ser humano deseoso ele participar de la maravillosa aventura de la libertad y la justicia, de la democracia y la fraternidad.
Sus ideas y sus iniciativas aún tienen vigencia, pero no sólo dentro de nuestras fronteras sino más allá, hacia los cuatro puntos cardinales, en el vasto conglomerado de razas y credos que forman nuestro universo. Porque no perecerán jamás en tanto el hombre no perezca, los altos valores del espíritu y la materia a los que Sarmiento entregó su innumerable energía, su fantástica pasión humana.
En su época y después, Sarmiento conoció el denuesto y la injuria. Todavía hoy, los necios de siempre, los aprendices de tiranos y los acólitos del desdén se encarnizan, como hace un siglo, contra este argentino sensacional. Todavía hoy se ceban en sus contradicciones o en sus anécdotas menudas para demolerlo con saña o ridiculizarlo con estupidez. Todavía hoy, los idólatras del despotismo y la desigualdad, que durante décadas pulverizaron el mensaje y la obra de Sarmiento, que a lo largo de los oscuros períodos de nuestra historia reciente, hicieron befa del ilustre sanjuanino; todavía hoy, según se ha escuchado en estos meses, hay argentinos que se niegan a aceptar la relevancia de Sarmiento.
Es que no hemos podido acabar con los necios, es que abundan los aprendices de tiranos y los acólitos del desdén, es que aquí y allá subsisten los idólatras del despotismo y la desigualdad. Digámoslo francamente: si por algo luchó Sarmiento, si por algo se afanó y se desveló; si por algo, hasta el último minuto, se movilizó y dio batalla, fue por convertir a la Argentina en una república democrática, en una sociedad abierta y plural, donde el respeto recíproco, la tolerancia y la convivencia marcasen el tono. Una república democrática sin privilegios, sin congojas, sin otra cultura que la cultura del trabajo, la ley, los derechos, la equidad, la confianza mutua, la unión, la esperanza.
Esa lucha de Sarmiento no ha concluido. Dos días atrás, la tarde del viernes, hemos visto arder el fanatismo, medrar el encono, reducirse la convivencia. Lo hemos visto con tristeza y con pena, como lo haría Sarmiento. Pero también lo hemos visto con el ánimo de redoblar nuestra brega, nuestra prédica, nuestra labor en defensa del hoy y del mañana, de las instituciones y los hombres.
Hemos pasado años pegándole etiquetas a Sarmiento. A veces de buena fe, con ingenuidad digna de apreciar, se ha insistido en circunscribirlo a la estatura del educador solamente. A veces, se ha hablado de él en términos laudatorios pero vacíos, para que permaneciera sepultado en su tumba, solitario, ajeno a la marcha de este país que él inundó de maravillas. A veces, se ha deliberado largamente para decidir si era unitario o federal, si librecambista o proteccionista. A veces, se ha gastado el tiempo en pensar si desechaba al gaucho o lo enaltecía si sólo miraba a Europa y los Estados Unidos; si quería una cultura importada para aniquilar los rasgos distintivos de su comunidad; si esto o si aquello.
Todavía hoy hay quienes fulminan a Sarmiento por su apotegma de civilización y barbarie, inmunes a la simple y honda verdad de que en definitiva el ilustre sanjuanino deseaba con alma y vida un porvenir venturoso para su conciudadanos y para todos los hombres del mundo. Porque civilización y barbarie era un anatema, una consigna, pero un anatema y una consigna contra el autoritarismo y la opresión, contra la injusticia y la expoliación, contra el atraso y la miseria, contra la sumisión y el desprecio, blandido por quien trabajó día y noche, exasperadamente, incansablemente, por el progreso moral y material del prójimo, por la libertad y los derechos del prójimo. Un anatema y una consigna que debemos alzar hora tras hora, hoy como entonces, para afianzar la democracia que él ayudó a crear y que todos los argentinos sin distinción de banderías buscamos hoy consolidar.
A cien años de su muerte, pues, hay que zanjar este falso dilema de Sarmiento. Hay que empezar por reconocer que la Argentina moderna es obra de Sarmiento, sin que ello implique olvido para quienes colaboraron en esta empresa fundacional. Hay que admitir que esa Argentina de Sarmiento estaba firmemente insertada en nuestra América y que nuestra América también es deudora del excelso sanjuanino.
Hay que ensalzar al maestro, pero reiterando una y otra vez que era maestro de democracia y de igualdad de derechos, de garantías de paz y de concordia. Hay que recordar que fue un gran político y un hombre de Estado, pero al servicio de los desposeídos y los débiles. Hay que recordar que fue acaso el mejor escritor de nuestra lengua en el siglo XIX y uno de los mayores del mundo. Hay que observar que engendró una cultura verdaderamente nacional sin hundirse en las xenofobias baratas y deleznables. Hay que comprender que fue terriblemente honesto con sus ideas y sus convicciones y hay que enterrar las mezquindades y las trivialidades para advertir con la mano en el corazón que Sarmiento justifica a la Argentina y que la Argentina, nuestra Argentina, justifica a Sarmiento.
Pero para ser dignos de este inmenso compatriota y pala ser dignos de la Argentina que él columbrara con fe inquebrantable y que ayudara a establecer con capacidad sin desmayo, también hay que recobrar su mensaje. Exhumarlo del subterráneo depósito donde lo arrinconaron los enemigos de la libertad y la soberanía popular y sustraerlo del bello limbo donde fue diluido por los admiradores líricos y los agrimensores del pensamiento. Hay, en suma, que pedirle a Sarmiento que nos ilumine y guíe en todo tiempo, especialmente en esta época de transición y descubrimiento, tal como fue la suya. Pero se lo tenemos que pedir al Sarmiento integral, total, absoluto. No al Sarmiento de cada uno, por más valioso que sea; no al Sarmiento conformado por el encomio tonto o por el agravio mendaz; no sólo al Sarmiento del aula, sino también al de la sala de redacción de los periódicos; no. sólo al Sarmiento del gabinete de estudios, sino también al viajero; no sólo al Sarmiento de la banca de legislador, sino también al contemplador de la naturaleza; no sólo al Sarmiento de la Presidencia de la Nación, sino también al boletinero del Ejército; no sólo al Sarmiento de los formidables aciertos, también al de las ensimismadas impugnaciones. No sólo al luchador incansable, también al desesperado en la confesión desgarradora: “Ya no puedo gritar; estoy ronco después de sesenta años de Prédica estéril”. Al Sarmiento que pudo resumirse así: “Nacido en la pobreza, creado en la lucha por la existencia, más que mía, de mi patria; endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno, y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la tierra y toda la escala de los honores humanos, en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente y, sin fortuna, que nunca codicié, porque era bagaje pesado para la incesante pugna. Espero una buena muerte corporal, pues la que me vendrá en política es la que yo esperé y no deseé nada mejor que dejar por herencia, millares en mejores condiciones intelectuales tranquilizado nuestro país, aseguradas sus instituciones y surcado de vías férreas el territorio como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, del que yo gocé sólo a hurtadillas”.
Es el Sarmiento que puso en práctica una voluntad gigantesca por comprender y superar el nivel de relegamiento de las mujeres de su época.
Posiblemente, ningún otro político argentino haya entendido mejor la fuerza de las mujeres en su rol participativo en la historia; de allí su iniciativa de estimular el protagonismo femenino en el mundo público de esos años.
Dirá Sarmiento: “Puede juzgarse el grado de civilización de un pueblo por la posición social de las mujeres”.
Visualizaba muy temprano la estrecha relación entre el avance de una sociedad y el lugar que ocupa la mujer en la misma.
Es el Sarmiento de todos y para todos. Y este Sarmiento de todos y para todos, a quien nunca inmovilizaremos en el bronce de la estatua o la placa, a quien nunca sujetaremos en el verso o la sentencia, a quien nunca limitaremos en la diatriba o la loa superficial; este Sarmiento raigal, perdurable, invencible, es el que seguirá empeñándose con nosotros, con el pueblo, por acabar con el derrotismo, por despejar la vida social de falsedades y agorerías, por azuzar el entusiasmo y la esperanza, por execrar a los profetas de la disolución y la facilidad, por vindicar el esfuerzo y el trabajo, por excluir la violencia y el personalismo, por denunciar a los irracionales y a los golpistas, por condenar los desvaríos y las extralimitaciones, por exigir el hallazgo de los comunes denominadores y las coincidencias supremas, por defender el patrimonio de libertades y justicias en que nos reconocemos los argentinos, por batir a la pobreza y la iniquidad en sus lóbregas guaridas, por contribuir resueltamente a la forja del país, que nos merecemos y así aportar a la formación de un mundo propio de la dignidad humana.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN
Raúl R. Alfonsín
[11 de Septiembre de 1988]
Creo que es la última oportunidad que voy a tener, durante esta visita, de dirigirme al pueblo de San Juan, por lo que antes de comenzar mi discurso deseo expresar mi agradecimiento a todos los sanjuaninos por la calidez de la bienvenida que han brindado al presidente de la Nación. Al señor gobernador, por las múltiples atenciones que ha tenido para conmigo y por la tarea que realiza no sólo al servicio del engrandecimiento de San Juan, sino también al servicio de la consolidación de la democracia. Al señor intendente municipal de San Juan, por el honor que me ha conferido al entregarme las llaves de la ciudad. No era necesario, señor intendente, porque San Juan es ciudad abierta para el presidente de la Nación, pero agradezco mucho su gesto. A los señores concejales, por el recuerdo que me han brindado de Sarmiento. En fin, a todos, y de manera muy particular al senador Bravo, que desde el Senado de la Nación trabaja para la República y para San Juan.
Señor gobernador, autoridades provinciales, municipales y nacionales; señores embajadores; maestras, maestros, alumnos, abanderados de las distintas escuelas que se han hecho presentes hoy desde todos los rincones de la patria, señoras, señores:
A cien años de la muerte de Sarmiento repetimos corno ayer que fue uno de los más grandes argentinos que sigue viviendo, que sus ideas y sus iniciativas aún tienen vigencia.
Hacemos bien en repetirlo, no sólo porque es así sino porque a cien años de su muerte, la mezquindad, el juicio artero, la indiferencia, el desplante, continúan ensañándose con este portentoso hombre de acción y de pensamiento.
Sí, fue uno de los más grandes argentinos, pero fue también una de las figuras señeras del mundo en el siglo XIX. Sigue viviendo, pero no sólo en este país que él amó como pocos y al que dedicó todos sus esfuerzos, todo su talento, toda su capacidad. Sigue viviendo donde haya un ser humano deseoso ele participar de la maravillosa aventura de la libertad y la justicia, de la democracia y la fraternidad.
Sus ideas y sus iniciativas aún tienen vigencia, pero no sólo dentro de nuestras fronteras sino más allá, hacia los cuatro puntos cardinales, en el vasto conglomerado de razas y credos que forman nuestro universo. Porque no perecerán jamás en tanto el hombre no perezca, los altos valores del espíritu y la materia a los que Sarmiento entregó su innumerable energía, su fantástica pasión humana.
En su época y después, Sarmiento conoció el denuesto y la injuria. Todavía hoy, los necios de siempre, los aprendices de tiranos y los acólitos del desdén se encarnizan, como hace un siglo, contra este argentino sensacional. Todavía hoy se ceban en sus contradicciones o en sus anécdotas menudas para demolerlo con saña o ridiculizarlo con estupidez. Todavía hoy, los idólatras del despotismo y la desigualdad, que durante décadas pulverizaron el mensaje y la obra de Sarmiento, que a lo largo de los oscuros períodos de nuestra historia reciente, hicieron befa del ilustre sanjuanino; todavía hoy, según se ha escuchado en estos meses, hay argentinos que se niegan a aceptar la relevancia de Sarmiento.
Es que no hemos podido acabar con los necios, es que abundan los aprendices de tiranos y los acólitos del desdén, es que aquí y allá subsisten los idólatras del despotismo y la desigualdad. Digámoslo francamente: si por algo luchó Sarmiento, si por algo se afanó y se desveló; si por algo, hasta el último minuto, se movilizó y dio batalla, fue por convertir a la Argentina en una república democrática, en una sociedad abierta y plural, donde el respeto recíproco, la tolerancia y la convivencia marcasen el tono. Una república democrática sin privilegios, sin congojas, sin otra cultura que la cultura del trabajo, la ley, los derechos, la equidad, la confianza mutua, la unión, la esperanza.
Esa lucha de Sarmiento no ha concluido. Dos días atrás, la tarde del viernes, hemos visto arder el fanatismo, medrar el encono, reducirse la convivencia. Lo hemos visto con tristeza y con pena, como lo haría Sarmiento. Pero también lo hemos visto con el ánimo de redoblar nuestra brega, nuestra prédica, nuestra labor en defensa del hoy y del mañana, de las instituciones y los hombres.
Hemos pasado años pegándole etiquetas a Sarmiento. A veces de buena fe, con ingenuidad digna de apreciar, se ha insistido en circunscribirlo a la estatura del educador solamente. A veces, se ha hablado de él en términos laudatorios pero vacíos, para que permaneciera sepultado en su tumba, solitario, ajeno a la marcha de este país que él inundó de maravillas. A veces, se ha deliberado largamente para decidir si era unitario o federal, si librecambista o proteccionista. A veces, se ha gastado el tiempo en pensar si desechaba al gaucho o lo enaltecía si sólo miraba a Europa y los Estados Unidos; si quería una cultura importada para aniquilar los rasgos distintivos de su comunidad; si esto o si aquello.
Todavía hoy hay quienes fulminan a Sarmiento por su apotegma de civilización y barbarie, inmunes a la simple y honda verdad de que en definitiva el ilustre sanjuanino deseaba con alma y vida un porvenir venturoso para su conciudadanos y para todos los hombres del mundo. Porque civilización y barbarie era un anatema, una consigna, pero un anatema y una consigna contra el autoritarismo y la opresión, contra la injusticia y la expoliación, contra el atraso y la miseria, contra la sumisión y el desprecio, blandido por quien trabajó día y noche, exasperadamente, incansablemente, por el progreso moral y material del prójimo, por la libertad y los derechos del prójimo. Un anatema y una consigna que debemos alzar hora tras hora, hoy como entonces, para afianzar la democracia que él ayudó a crear y que todos los argentinos sin distinción de banderías buscamos hoy consolidar.
A cien años de su muerte, pues, hay que zanjar este falso dilema de Sarmiento. Hay que empezar por reconocer que la Argentina moderna es obra de Sarmiento, sin que ello implique olvido para quienes colaboraron en esta empresa fundacional. Hay que admitir que esa Argentina de Sarmiento estaba firmemente insertada en nuestra América y que nuestra América también es deudora del excelso sanjuanino.
Hay que ensalzar al maestro, pero reiterando una y otra vez que era maestro de democracia y de igualdad de derechos, de garantías de paz y de concordia. Hay que recordar que fue un gran político y un hombre de Estado, pero al servicio de los desposeídos y los débiles. Hay que recordar que fue acaso el mejor escritor de nuestra lengua en el siglo XIX y uno de los mayores del mundo. Hay que observar que engendró una cultura verdaderamente nacional sin hundirse en las xenofobias baratas y deleznables. Hay que comprender que fue terriblemente honesto con sus ideas y sus convicciones y hay que enterrar las mezquindades y las trivialidades para advertir con la mano en el corazón que Sarmiento justifica a la Argentina y que la Argentina, nuestra Argentina, justifica a Sarmiento.
Pero para ser dignos de este inmenso compatriota y pala ser dignos de la Argentina que él columbrara con fe inquebrantable y que ayudara a establecer con capacidad sin desmayo, también hay que recobrar su mensaje. Exhumarlo del subterráneo depósito donde lo arrinconaron los enemigos de la libertad y la soberanía popular y sustraerlo del bello limbo donde fue diluido por los admiradores líricos y los agrimensores del pensamiento. Hay, en suma, que pedirle a Sarmiento que nos ilumine y guíe en todo tiempo, especialmente en esta época de transición y descubrimiento, tal como fue la suya. Pero se lo tenemos que pedir al Sarmiento integral, total, absoluto. No al Sarmiento de cada uno, por más valioso que sea; no al Sarmiento conformado por el encomio tonto o por el agravio mendaz; no sólo al Sarmiento del aula, sino también al de la sala de redacción de los periódicos; no. sólo al Sarmiento del gabinete de estudios, sino también al viajero; no sólo al Sarmiento de la banca de legislador, sino también al contemplador de la naturaleza; no sólo al Sarmiento de la Presidencia de la Nación, sino también al boletinero del Ejército; no sólo al Sarmiento de los formidables aciertos, también al de las ensimismadas impugnaciones. No sólo al luchador incansable, también al desesperado en la confesión desgarradora: “Ya no puedo gritar; estoy ronco después de sesenta años de Prédica estéril”. Al Sarmiento que pudo resumirse así: “Nacido en la pobreza, creado en la lucha por la existencia, más que mía, de mi patria; endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno, y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la tierra y toda la escala de los honores humanos, en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente y, sin fortuna, que nunca codicié, porque era bagaje pesado para la incesante pugna. Espero una buena muerte corporal, pues la que me vendrá en política es la que yo esperé y no deseé nada mejor que dejar por herencia, millares en mejores condiciones intelectuales tranquilizado nuestro país, aseguradas sus instituciones y surcado de vías férreas el territorio como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, del que yo gocé sólo a hurtadillas”.
Es el Sarmiento que puso en práctica una voluntad gigantesca por comprender y superar el nivel de relegamiento de las mujeres de su época.
Posiblemente, ningún otro político argentino haya entendido mejor la fuerza de las mujeres en su rol participativo en la historia; de allí su iniciativa de estimular el protagonismo femenino en el mundo público de esos años.
Dirá Sarmiento: “Puede juzgarse el grado de civilización de un pueblo por la posición social de las mujeres”.
Visualizaba muy temprano la estrecha relación entre el avance de una sociedad y el lugar que ocupa la mujer en la misma.
Es el Sarmiento de todos y para todos. Y este Sarmiento de todos y para todos, a quien nunca inmovilizaremos en el bronce de la estatua o la placa, a quien nunca sujetaremos en el verso o la sentencia, a quien nunca limitaremos en la diatriba o la loa superficial; este Sarmiento raigal, perdurable, invencible, es el que seguirá empeñándose con nosotros, con el pueblo, por acabar con el derrotismo, por despejar la vida social de falsedades y agorerías, por azuzar el entusiasmo y la esperanza, por execrar a los profetas de la disolución y la facilidad, por vindicar el esfuerzo y el trabajo, por excluir la violencia y el personalismo, por denunciar a los irracionales y a los golpistas, por condenar los desvaríos y las extralimitaciones, por exigir el hallazgo de los comunes denominadores y las coincidencias supremas, por defender el patrimonio de libertades y justicias en que nos reconocemos los argentinos, por batir a la pobreza y la iniquidad en sus lóbregas guaridas, por contribuir resueltamente a la forja del país, que nos merecemos y así aportar a la formación de un mundo propio de la dignidad humana.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN
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