marzo 22, 2010

Discurso sobre la ley de educación - Raúl Alfonsín

DISCURSO SOBRE LA LEY DE EDUCACIÓN - AUDIENCIA PÚBLICA REALIZADA EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS DE LA NACIÓN
Raúl R. Alfonsín
[29 de Junio de 2006]

Debate Sobre Ley de Educación
Agradezco a los legisladores de mi partido esta invitación para exponer sobre un asunto clave de la realidad nacional, sin duda el que más influirá en las posibilidades genuinas de desarrollo y bienestar que alcancemos los argentinos en las próximas décadas.
Nadie duda que la educación desempeña un papel central en la construcción de una sociedad democrática, solidaria y moderna, y, por ende, es una de las tareas fundamentales del Estado. El Estado moderno ha tenido, como sabemos, desde sus orígenes, la función de establecer un sistema educativo que proveyera instrucción y contribuyera a cimentar los valores de la nacionalidad y los derechos humanos. Ello se traduce de manera principal, en el desarrollo de una cultura democrática, la formación de hombres y mujeres aptos para dar respuestas a los crecientes desafíos de los cambiantes y cada vez más complejos sistemas de producción.
Se trata, en consecuencia, de educar para la libertad y de educar para el cambio. De ayudar a formar seres libres, responsables y, además, capaces de asumir las nuevas formas de trabajo y convivencia que impone el desarrollo tecnológico de nuestro tiempo, que tiene una importancia fundamental en los gravísimos problemas de desocupación que se han generado. Hay que comprender que estos dos objetivos se vinculan y no pueden ser encarados separadamente. La democracia, como cultura y como orden institucional, necesita asegurar su propia continuidad asentándose sobre bases de desarrollo y de progreso. Estas bases, por su parte, sólo pueden construirse auténticamente en un régimen de libertad que garantice vastos márgenes a la innovación y a la creatividad individuales.

Por eso los autoritarismos, aún aquellos que pretenden conducir procesos de cambio, terminan por inhibir el desarrollo de aptitudes requeridas por la constante evolución del mundo.
La educación democrática consiste en desplazar de la enseñanza la inducción de ideas y provocar el libre debate de ellas, para ir de la regimentación a la libre creatividad; del dogmatismo al análisis racional. Aunque la labor docente es amplia y abarcadora, es bueno no confundir la misión del maestro con la función del adoctrinador, porque la enseñanza no puede ser domesticación, ni aherrojamiento cultural. Dicho esto sin olvidar la voluntad de los sectores satisfechos, de imponer pautas culturales a los grupos más desprotegidos, propicias a sus intereses, como diría Gramsci.
Educar para la libertad significa emprender una tarea para fortalecer con una cultura democrática al aparato institucional, de modo de sumar a ese ordenamiento externo una subjetividad acorde con él, para que sea vivida, convertida en cultura popular, en hábitos, en rutinas, en contenido permanente de nuestras conductas.
Encarar pues el problema de la enseñanza requiere, quizás por encima de cualquier otra consideración, tener en cuenta algunas cuestiones clave en el sistema educativo de nuestro país: a) La deformación autoritaria de la enseñanza a través del tiempo, resultado de años de cultura autoritaria y antidemocrática ha impregnado contenidos, procedimientos, relaciones entre docentes y alumnos y la vinculación de la escuela con la sociedad; b) el deterioro del conjunto del sistema a partir de mediados de los 70 con la descentralización de los establecimientos nacionales de educación primaria común y de adultos a las provincias y; en los 90, del nivel secundario y superior no universitario ;c) el deterioro paulatino del presupuesto educativo; d) el efecto perverso de una enseñanza cada vez más empobrecida que impactó sobre las condiciones de acceso de los estudiantes a la universidad; el aumento de la pobreza de amplios sectores de la población con su efecto a mediano y largo plazo sobre todos los actores del sistema educativo (alumnos, padres, maestros, escuelas, ministerios, etc).
Esta deformación se prolongó luego y llega hasta nuestros días con intenciones, excluyentes y aristocratizantes, cuyas recurrentes expresiones están siempre vinculadas a la caída de las asignaciones presupuestarias y, a la falta de igualdad de oportunidades en el acceso a la enseñanza. La educación superior es otro factor fundamental en la formación de los recursos humanos para el país. Es necesario garantizar la igualdad de oportunidades fortaleciendo y mejorando los niveles inicial, básico y medio para que todos los que quieran acceder a la universidad tengan la formación necesaria. Asimismo, se deben fortalecer los presupuestos universitarios y sobre todo mejorar sustancialmente los programas de becas.
La Universidad tiene una responsabilidad estratégica. Debe transformarse, modernizarse, innovar, ser capaz de crear conocimiento y transferirlo al tejido productivo para desarrollar una tecnología autónoma y formar científicos capaces de investigar y transmitir el saber generado en otras partes.
Si no se le permite desempeñar este papel, no se alcanzará la modernización pregonada, no habrá proyecto de país exitoso y no estaremos en condiciones de brindar mejor calidad de vida a nuestros pueblos.
Hace un par de décadas y en distintos países (principalmente en Estados Unidos) sectores reaccionarios se alarmaron por la aparición de un discurso nuevo, que a veces con iracundia, y a menudo con excesos, expresaba las demandas de grupos marginados. [1]
El ataque se centró sobre el sector público, al que se consideró como el promotor principal de las pretensiones igualitarias, el disenso radical y las políticas revolucionarias, y de manera particular contra la educación, procuran­do no sólo limitar sus presupuestos, sino provocar una suerte de distanciamiento entre la política y la escuela pública.
En muchas partes la educación pública languideció y perdió la iniciativa como base de una cultura democrática, que comenzó por enseñar que no existen fórmulas absolutas para racionalizar la convivencia: no se han podido vencer ciertas tendencias humanas y sería necio desconocer todas las consecuencias que se infieren de esa observación.
La imperfección es un dato humano insoslayable e inevitable. El reconocimiento de la imperfección y del disenso inevitable es el comienzo renovado de una búsqueda de mayor justicia en una sociedad donde los hombres no dejarán de pronto de ser agresivos ni competitivos, pero mantendrán su capacidad para ir avanzando hacia mejores niveles de compren­sión y de solidaridad.
En los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, el gran escritor francés Albert Camus señaló que lucharía hasta el fin de sus fuerzas contra una mentira perversa y absoluta, en nombre de una verdad apenas relativa. Y esa diferencia entre nuestras verdades a medias y las mentiras integrales de los fanáticos es aquello que nos redime como hombres y mujeres de la democracia.
El hombre o la mujer de la calle no son seres perfectos (no lo somos), por cierto. Debemos acercarnos a ellos y, en especial, a los más desposeídos o relegados, para asumirlos con nuestras mutuas potencialidades no realizadas y no para purificarlos con el fuego y con la sangre.
El más modesto político de barrio busca comprender a la gente; los fanáticos quieren, en cambio, arrancarles sus raíces para convertirlos en arcilla y elaborar, sobre esa arcilla, algún esquema dogmático.
Hay que emprender una gigantesca reforma cultural que logre un respeto general por normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen la tolerancia y resguarden las libertades públicas. Todo eso se llama educación democrática, que es además la base de una cultura de la juridicidad.
El sistema educativo argentino ha sufrido las mismas o mayores destrucciones que el resto de nuestras instituciones fundamentales. Ataques sistemáticos a la educación popular, indiferencia criminal por el porvenir de nuestros niños y jóvenes, intolerancia y violencia que ensuciaron la claridad de nuestras aulas, contenidos retrógrados y elitistas en la instrucción y formación cívica dieron como resultado este desalentador panorama con que nos encontramos hoy los argentinos. Si la nación sufre estas severas deficiencias -como si hubiéramos retrocedido a las realidades que escandalizaban a Sarmiento- es porque algo trágico ha sucedido en la educación argentina.
En efecto, los derechos otorgados por la Constitución y las obligaciones establecidas por nuestras leyes directrices fueron abandonados, los presupuestos destinados a la educación reducidos, así como degradado el esfuerzo de nuestros maestros y aplastada la imaginación creativa de nuestros muchachos. En esta condición de sufrimiento extremo, el derecho inalienable a la educación fue barrido por una década de políticas neoliberales, en un Estado que se desentendió, con toda intención, de la necesidad educativa básica.
Uno de los rasgos más preocupantes de la Argentina de los últimos años fue el empobrecimiento del debate público y, por consiguiente, la dificultad para formular una imagen de futuro para nuestro país. Cierto es que la recurrencia de situaciones extremadamente serias en el terreno económico -que parecen hacernos vivir en una emergencia perpetua- no ayudó demasiado. La preocupación obsesiva por los problemas urgentes impide pensar en el futuro.
En los últimos tiempos se manifestaron algunas posiciones acerca de la educación que merecen una reflexión pormenorizada. Desde una perspectiva neoliberal, hay quienes sostienen que los problemas de la educación Argentina son problemas de mala asignación de recursos y de inadecuadas estructuras de incentivos. La solución sencilla para estos complejos problemas es el subsidio a la demanda. Si los padres tienen el dinero que el Estado hoy malgasta en la educación de sus hijos -nos señalan con suficiencia doctoral-sabrán elegir lo mejor para ellos. La competencia por los alumnos entre las escuelas, aducen, es el mecanismo ideal para mejorar la calidad educativa y gastar mejor los dineros públicos.
Sin embargo, no todo es un problema de la emergencia. Además, existe una persistente ofensiva ideológica que apunta en el mismo sentido. Recordemos que hasta hace poco tiempo levantaban su voz aquellas instituciones que defienden perspectivas neoliberales, las que insistían en una prédica que, en nombre de los problemas fiscales y macroeconómicos de corto plazo, buscaron -y, debo afirmar con suma tristeza, lo lograron-, consolidar un modelo institucional y social en el que los mecanismos de mercado fueron los dominantes. Esos mecanismos, predicaban, no son simplemente los mejores para coordinar la producción de bienes sino que son los preferibles para organizar toda la vida social. La política, sostenían, no es otra cosa que un obstáculo para el libre funcionamiento de los mercados, y las decisiones de los Estados en materia social, educativa o sanitaria, lejos de contribuir a mejorar el bienestar de la gente, eran consideradas una de las causas de sus problemas. En última instancia, descreían de los instrumentos de la política democrática y confiaban en que la prosecución del interés individual es la mejor forma de alcanzar la prosperidad nacional.
Sobre estas premisas, no tiene mucho sentido pensar en el futuro, que será simplemente el resultado de las interacciones entre los participantes en el mercado. Como esos participantes no son todos iguales sino que hay algunos más poderosos que otros, el futuro será lo que esos participantes vayan disponiendo que sea.
Probablemente no encontremos formulaciones tan crudas del proyecto neoliberal como la que acabo de reseñar. Sin embargo, son esas y no otras las ideas que se siguieron sustentando desde distintos diagnósticos y propuestas de reforma que solemos escuchar o leer en la Argentina de hoy.
Frente a estos enfoques, es necesario afirmar la necesidad de construir el futuro de manera colectiva, de recuperar capacidad de decisión democrática sobre el destino de la nación, de pensar qué país queremos para los próximos veinte años. En este sentido, la cuestión educativa adquiere una importancia decisiva. ¿Qué tienen para decirnos los neoliberales sobre la educación Argentina? Que el sistema educativo es ineficiente y que todo funcionaría bien si distribuyéramos los presupuestos educativos provinciales y nacional entre los padres. Esto obligaría a las escuelas a competir entre sí por el favor y el dinero de los padres. Algunas tendrían éxito y otras cerrarían.
Más allá de los cuestionamientos específicos que puedan hacerse a esta propuesta, lo que me parece importante destacar es la pobreza de la idea de educación y de la idea de país implícita. La educación es mucho más que el sistema escolar y el sistema escolar es mucho más que la gestión del presupuesto. La educación no es solamente un instrumento para la satisfacción de las preferencias individuales. En la educación hay en juego valores, ideas, finalidades sociales. El sistema educativo es un poderoso medio de integración nacional y social. Los docentes no son autómatas que reaccionan mecánicamente frente a un sistema de incentivos. Son ciudadanos con una identidad profesional y con un compromiso con una misión nacional. Las escuelas no son simplemente edificios que se llenan o se vacían al compás de la demanda. Son instituciones complejas, en contextos sociales muchas veces difíciles, y sometidas a múltiples demandas.
Está lejos de nosotros sugerir que la educación argentina está en una situación ideal. Sabemos bien que hay un importante deterioro de la calidad de la enseñanza, que existen altos niveles de fracaso escolar -especialmente en la escuela media-, que tenemos profundas desigualdades sociales y regionales y que nuestras administraciones educativas tienen problemas de eficiencia. Creemos que hay mucho para cambiar. Pero ese cambio tiene que tener un norte educativo y social, y tiene que llevarse adelante en un marco de acuerdos, de participación y de fortalecimiento de las instituciones del sistema educativo.
¿Cómo puede pretenderse que un chico que concurre a la escuela con el estómago vacío pueda incorporar algún conocimiento? ¿Cómo puede un pequeño en cuyo hogar no alcanza el dinero para satisfacer las necesidades básicas de un ser humano interesarse en lo que los maestros le enseñan? ¿Cómo puede el sistema educativo pretender un buen nivel de conocimientos en alumnos que muchas veces concurren a los establecimientos escolares no para aprender sino para recibir alimento? Con un índice de pobreza que alcanza a la mitad de la población se torna imposible planificar la educación de un país.
Pongamos, por ejemplo, el caso de la educación secundaria, que constituye una de las prioridades educativas. Sabemos que este nivel es una etapa clave en la formación para la vida, para la ciudadanía y para el trabajo de nuestros jóvenes. Sabemos asimismo que en nuestro país -como en muchos otros países- esta etapa tiene enormes dificultades, puestas de manifiesto por los elevados índices de abandono y de repitencia, estos últimos muchas veces salvados con una simple orden de hacer pasar a todos, aunque no hayan asimilado los conocimientos básicos, con tal de reducir los índices de repitencia. Una decisión dramática e irresponsable que, sin embargo, sirve para mejorar las estadísticas.
La magnitud y complejidad de los problemas requiere respuestas acordes. Hay que pensar qué pasa con los adolescentes y jóvenes que concurren a las escuelas secundarias: cómo interesarlos en el conocimiento, cómo fortalecer sus deseos de comunicación y de solidaridad, cómo entenderlos, estimularlos y guiarlos. Es evidente que el denominado “Polimodal” instrumentado como producto de la Ley Federal de Educación en la década del 90, ha fallado. Es más, ha sido un verdadero desastre, tanto para los educandos como para los educadores. Hay que modificar las características mismas de las escuelas, simplificando las normas, dándoles mayores atribuciones a los directivos, concentrando a los profesores en un establecimiento, fomentando el trabajo en equipo de los maestros.
Hay que poner un gran esfuerzo en la enseñanza de las materias fundamentales y hay que desarrollar actividades que atiendan a la diversidad de intereses de los jóvenes. Hay que invertir en mejorar las instalaciones y el equipamiento, y hay que asegurar el acceso de todos a las tecnologías de la información.
Hay que fortalecer las bibliotecas escolares y mejorar los espacios destinados a actividades deportivas y culturales. En síntesis, hay que hacer un esfuerzo colectivo para cambiar la educación media, a partir de las iniciativas conjuntas de las autoridades educativas nacionales y provinciales y con el concurso de toda la comunidad educativa.
Es ésta, lo comprendo muy bien, una empresa algo más compleja, más interesante, más difícil y más estimulante que confiar en que la fuerza ciega de los mecanismos de mercado nos asegure jóvenes bien educados, ciudadanos democráticos y personas bien formadas para ingresar al mundo del trabajo.
Desde una perspectiva presuntamente federal, algunos gobernadores de provincia cuestionaban la existencia misma de un Ministerio de Educación nacional. Señalaban, inmersos o mimetizados con las políticas neoliberales que imperaron en la década de los 90, que si las escuelas estaban bajo jurisdicción provincial, no existía justificación suficiente para una política educativa nacional. Bastaba con transferir el presupuesto educativo nacional a las provincias para que los problemas de enseñanza comenzaran a solucionarse.
No voy a hacer aquí un análisis técnico de las soluciones propuestas. Simplemente quisiera destacar la debilidad de las concepciones filosófico políticas que sustentan este tipo de propuestas y argumentar a favor de una perspectiva democrática y republicana de la política educativa.
Comencemos por la segunda. La idea de que no hace falta una política educativa nacional deriva de un concepto de federalismo vaciado de contenido nacional. Este concepto es ajeno a la letra y al espíritu de la Constitución Nacional.
La Ley Federal de Educación, sea cual fuera la valoración que sobre ella se haga, es la base normativa del sistema educativo nacional, que establece las competencias y responsabilidades de los distintos poderes públicos para el cumplimiento del derecho de enseñar y de aprender consagrado en la Constitución. La Ley Federal de Educación establece expresamente que: “El Estado Nacional tiene la responsabilidad principal e indelegable de fijar y controlar el cumplimiento de la política educativa, tendiente a conformar una sociedad justa y autónoma, a la vez que integrada a la región, al continente y al mundo”.
Más allá de estas consideraciones legales, este concepto de federalismo propio de las tradiciones más conservadoras abandona dimensiones básicas de integración nacional, de apoyo a las regiones con mayores dificultades en materia educativa y, en última instancia, revela la ausencia de un proyecto de futuro para el país.
Las recetas de los neoliberales vernáculos combinan un diagnóstico catastrofista con una solución drástica. La raíz de todos los males se encuentra en la hipertrofia del Estado; la clave de todas las soluciones reside en la aplicación generalizada de los mecanismos de mercado. Para esta perspectiva, la idea de un conjunto de instituciones, conducidas por gobernantes elegidos democráticamente, orientadas a la satisfacción del interés general es errónea o directamente nociva. En el caso del sistema educativo, el diagnóstico es que los Estados provinciales y nacional gastan mucho y mal.
Lo grave es la idea de Nación y del papel de la educación que subyace a esta concepción. Por supuesto que la Argentina tiene problemas educativos serios y que el desempeño de sus instituciones dista de ser ideal. Pero estos problemas -nuestros problemas- solamente pueden ser resueltos a partir de decisiones políticas bien fundadas, con consenso y con solvencia técnica, que tengan como norte una concepción humanista de la educación y una visión amplia y generosa del futuro del país, y que expresen una voluntad colectiva mayoritaria.
Los problemas de la educación en nuestro país son conocidos, pero, por cierto, no son exclusivos de la Argentina. Tampoco lo son las expectativas sociales depositadas en la educación secundaria. Un informe de la UNESCO, coordinado por Jacques Delors[2], señala con justeza que “las familias y los alumnos la consideran a menudo como la vía principal de ascenso social y económico”.
Pero, al mismo tiempo, “se la acusa de no ser igualitaria y de estar insuficientemente abierta al mundo exterior y, en términos generales, de no conseguir que los adolescentes estén preparados para la enseñanza superior, ni tampoco para el ingreso al mundo laboral. Además, se sostiene que las asignaturas que en ella se enseñan no son pertinentes y que no se da suficiente importancia a la adquisición de actitudes y valores”.
La simple enunciación de las expectativas y de los problemas revela la importancia y la complejidad del asunto. ¿Podemos pensar que sin una política de alcance nacional que lo encare de una manera sistemática, cada provincia tendrá la voluntad, los medios y la capacidad para abordarlo? Categóricamente, no. El camino es otro.
El punto de partida es el reconocimiento de la prioridad del tema por parte de las autoridades educativas nacionales y provinciales. El diseño de una estrategia de reforma acordada entre la Nación y cada provincia es el paso siguiente. Esto no es una tarea sencilla. Tenemos malas experiencias de reformas en el papel que no cristalizan en buenas reformas en la realidad. Hay que tomar en consideración una multiplicidad de aspectos: las características de las escuelas, la forma de organización del trabajo docente, la distribución de materias, las condiciones sociales de los barrios donde están las escuelas, los intereses y las preocupaciones de los niños, los adolescentes y los jóvenes que estudian, etc... Y, sobre todo, hay que tener una orientación valorativa clara. La afirmación del valor del conocimiento científico, del papel de la educación en la construcción de una ciudadanía democrática, de la importancia del trabajo y del esfuerzo, de la necesidad de apropiarse de nuestro riquísimo legado cultural, de la importancia de aprender a convivir con otros y a formular proyectos colectivos, son pautas que deben orientar nuestra acción.
La alternativa a estas visiones empobrecedoras y estrechamente utilitarias de la educación supone la afirmación de un conjunto de principios básicos. La respuesta a la pregunta acerca de la eficiencia en la administración de los sistemas educativos depende en primer lugar de la claridad y coherencia de los propósitos sustantivos de la política educativa, y no a la inversa. En otras palabras, sin saber para qué es muy difícil encontrar el cómo.
El informe de la UNESCO sintetiza de manera admirable las respuestas a los grandes objetivos de la educación. El informe identifica cuatro grandes pilares de la educación. El primero, aprender a conocer, alude a la importancia de dominar los instrumentos del saber: entender el mundo que nos rodea; desarrollar nuestras capacidades intelectuales y comunicarnos fluidamente con los demás. El segundo, aprender a hacer -necesariamente ligado con el primero- pone el acento en la formación para el trabajo en un mundo que está experimentando profundas mutaciones en la organización de la producción y del trabajo. El tercero, aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás, constituye uno de los principales desafíos para la educación actual, en un mundo en el que recrudecen los conflictos violentos. Implica, por una parte, reconocer las semejanzas y la diversidad entre los hombres y las culturas. Por otra, requiere la promoción del trabajo cooperativo, dentro y fuera de la escuela.
Finalmente, se trata de aprender a ser, a asegurar el derecho de que cada uno pueda desarrollar plenamente sus potencialidades: su inteligencia, su sensibilidad, su sentido estético, su sentido de la responsabilidad individual y social, su espiritualidad, su creatividad.
Estos grandes pilares -que no son otra cosa que la actualización de los grandes principios de la educación democrática y progresista- nos brindan un horizonte deseable que tenemos que hacer posible. Y para hacerlo posible tenemos que recuperar el valor de la política en su forma más noble: la capacidad que tiene una comunidad de fijar democráticamente sus objetivos, de definir sus opciones de acuerdo con sus convicciones, de construir un futuro más justo.
Durante mi gobierno se adoptó como pilar fundamental el desarrollo de una política educativa de clara inspiración nacional y democrática, basada en el concepto esencial de que el hombre es el gran protagonista y el destinatario final de todo proceso formativo. Entendimos a la educación en un sentido integral, dinámico y continuo, iniciado en la niñez, acrecentado con la capacidad laboral y profesional y el acceso a las manifestaciones plurales de nuestra cultura, y enriquecido en forma constante.
Era imperioso superar la urgencia; salir del atraso y la marginalidad y sacar a grandes sectores de nuestra población de esa condición inaceptable a la que se habían visto sometidos como consecuencia patética del autoritarismo, el neoliberalismo y la destrucción. Eso se manifestaba en un importante número de argentinos privados de instrucción básica, coartados en su posibilidad de inserción en la sociedad.
Construir un país moderno, nuevo, diferente, sería una quimera si permanecíamos indiferentes a esta realidad, pensando en un país chiquito y empobrecido; con enclaves de modernidad en un mar de atraso.
El Plan de Alfabetización que pusimos en marcha en 1985 no tenía solamente la intención de proporcionar instrucción elemental a quienes carecían de ella, sino que iba más allá en sus objetivos: buscaba formar hombres y mujeres libres con espíritu crítico, abiertos al cambio y a la innovación, al par que prepararlos para una vida digna.
En su primer aspecto, la alfabetización buscaba la recuperación de la identidad. Un hombre que no puede escribir su nombre, que no sabe manejar su herramienta de trabajo, que no sufre el estímulo de la palabra escrita es un hombre que queda excluido de la sociedad; y esto es algo que ni el Estado ni la sociedad misma se pueden permitir, sin correr serio riesgo de disgregación. Necesitábamos permitirle a millones de compatriotas reconocer y asumir su propia identidad, porque ello significaba darnos identidad a nosotros mismos como pueblo y como nación.
El Plan que pusimos en marcha entonces permitió aprender a los alfabetizandos y a los alfabetizadores. Era la identidad de un pueblo que surgía del conocimiento de sus diferentes expresiones culturales y manifestaciones multifacéticas que enriquecen nuestra tierra, de usos y costumbres que han estado desconectados entre sí y que intentamos recuperar como totalidad. Deseo destacar en este sentido el esfuerzo realizado en la confección del Atlas lingüístico y antropológico que fue un paso importante para el rescate de las culturas en extinción y la revalorización de las culturas regionales.
En el discurso que pronuncié en abril de 1986 con motivo de la inauguración del Segundo Congreso Pedagógico Nacional, recordaba aquel Congreso de 1882 -que dio lugar a la ley 1420 de Educación Primaria Común Obligatoria, Gratuita y Laica de 1884. A aquel primer Congreso Pedagógico fueron convocados sin exclusiones pensadores y pedagogos de todas las corrientes.
Se celebró bajo la presidencia de Nicolás Avellaneda con miras a elaborar una propuesta educativa ajustada a los requerimientos de un país que acababa de ingresar a la etapa de su autoconstrucción, tras el largo período de luchas civiles que culminó con la unidad nacional.
Quienes se reunieron en ese Congreso representaban una generación pionera en la labor de dar forma a un país por cuya independencia habían combatido sus padres y sus abuelos.
Aquellos argentinos pensaron en una nación ordenada federalmente bajo las normas de la democracia representativa y convocaron a ciudadanos del mundo entero a poblarlo sin distinciones de raza o de credo. Pensaron en un país que creciera robusto en su convicción de que los hombres son sagrados para los hombres y que los pueblos son sagrados para los pueblos.
En los sueños de la joven república no había más fronteras que la ignorancia y la pobreza. Conscientes de ello, aquellos argentinos decidieron y concretaron una gigantesca siembra de granos y escuelas cuyos frutos conocimos décadas después.
De las pautas establecidas por el Congreso Pedagógico de 1882 emanó una política que habría de dar a la Argentina el sistema educativo más avanzado de Latinoamérica.
Una instrucción pública multitudinaria, generosa, igualadora y oportuna fue el resultado de aquellos impulsos progresistas, democráticos, que se plasmaron en la ley 1420 de Enseñanza Común, Gratuita, Obligatoria y Laica y posteriormente en la Reforma Universitaria.
Respetables y fundadas objeciones se realizaban contra ese amplio e influyente modelo educativo de nuestra historia. El cosmopolitismo de sus contenidos culturales, el propósito de insertar a la Argentina en un esquema mundial de división de roles productivos que no nos fue a la postre favorable, fueron polémicas válidas.
Sin embargo, con aciertos y errores, excesos y defectos, aquella educación fue hija de la Constitución y madre de la prosperidad. La misma secuencia, con los contenidos y valores de la contemporaneidad constituían la tarea que teníamos que abordar cuando la recuperación democrática.
Serían errores equiparablemente graves concebir que la vertiente del pensamiento pedagógico predominante en aquellos debates totalizaba el acervo educativo, como sostener que sólo era genuinamente nacional la tradición educativa y cultural cuyos puntos de vista no se impusieron.
Ambas fueron indispensables para que la nación avanzara en aquella encrucijada; ambas estaban presentes desde antes en nuestra historia y convivieron después aportando lo mejor de sí para definir, en la noble tarea de la formación de la niñez y la juventud, los perfiles de una nación plural, diversa y por ello intelectual y espiritualmente rica.
Las inestabilidades y enfrentamientos que tuvieron por escenario la educación y por protagonista a los tradicionales veneros de nuestra cultura fueron estériles cuando desbordaron el cauce del disenso constructivo; cuando cayeron en el recurso de negarse mutuamente atributos de nacionalidad; cuando colocaron a la educación, en fin, al servicio de la política o de la ideología, perdiendo de vista que éstas se justifican sólo si están puestas al servicio del bien común.
La unidad nacional es algo más que una metodología política para tiempos de crisis. Es la apelación a una textura irreductible de nuestra patria. No alude a lo territorial, ni a lo material, ni a lo simbólico, ni a lo jurídico solamente, sino a todas esas dimensiones juntas y a la de los sentimientos de los habitantes. A ese delicado terreno de la subjetividad de los pueblos en el que las naciones se concretan como realidades espirituales irrevocables o se desvanecen en fanatismos inconsistentes y sectarios.
Una nación que es vivida por su pueblo, que es sentida y entendida como un hogar común, tiene asegurada su unidad. Esa unidad es más sólida y resistente si se reconoce esencialmente compuesta, plural en sus rasgos interiores, diversa y libre en sus expresiones representativas.
Dije en aquella oportunidad que así como hace más de un siglo la naciente unidad nacional necesitó una amplia reforma educativa para consolidarse a sí misma, era por entonces la democracia; con sus contenidos de tolerancia, de pluralismo, de respeto por el disenso y de solidaridad social; la que necesitaba con igual grado de urgencia una acorde acción pedagógica que asegurara su arraigo en la conciencia nacional.
No debíamos impregnar nuestro sistema educacional de un determinado credo o una determinada corriente de pensamiento, sino que era imperioso implantar los comunes denominadores que permitieran la convivencia libre y mutuamente respetuosa de todos ellos.
La ley de convocatoria al Segundo Congreso Pedagógico Nacional fue votada por la unanimidad de los legisladores de ambas Cámaras del Congreso Nacional, en lo que podía considerarse un punto más alto de coincidencia ciudadana en torno de un debate insubstituible.
Si al Congreso de 1882 fueron llamados sólo expertos en la materia, en 1986 fue convocado todo el pueblo argentino, convirtiéndose ese acontecimiento en la mayor y más profunda experiencia de participación emprendida hasta entonces en esa nueva etapa de vida constitucional.
Legisladores, funcionarios, docentes, teóricos de !a educación, partidos políticos, instituciones religiosas, sindicatos, asociaciones barriales, entidades empresarias, padres y alumnos fueron llamados a integrar, mediante sesiones de discusión celebradas en sus respectivos ámbitos, esa gigantesca asamblea en la que le tocó por primera vez a todo el pueblo argentino la responsabilidad de establecer los criterios de su propia formación.
Mucho camino nos quedaba por recorrer a los argentinos en ese imprescindible aprendizaje, que nos había sido vedado por las variadas formas de autoritarismo que conoció nuestro país. De esos sombríos períodos heredamos una tendencia a la pasividad y a un exceso de delegación en los poderes del Estado. Consultándonos unos a otros, entre todos podríamos encontrar el campo fértil para las innovaciones y propuestas renovadoras que tanto anhelábamos.
El esfuerzo debía ser de todos, en una convergencia hacia la formación integral, armónica y permanente de la persona humana en la totalidad de sus dimensiones constitutivas, la capacidad de presencia consciente, critica y creativa, valorante y rectora; la libertad responsable, la corporeidad asumida en todas sus posibilidades y limitaciones; la reciprocidad en la comunión y participación interpersonal.
En momentos en que el país accedía a una etapa histórica marcada por la gigantesca revolución tecnológica y productiva que estaba cambiando la faz del mundo, nos encontramos con que debemos rescatar en el campo de la enseñanza la universalidad que consagró para ella el Congreso Pedagógico de 1882.
Era cierto, asimismo, que problemas socioeconómicos lacerantes convertían la igualdad de oportunidades en una abstracción, si no le asistían medidas que aliviaran "#8209;si no era posible superarlos en lo inmediato"#8209; los efectos del empobrecimiento y del atraso que habían sido impuestos a nuestro país.
La igualdad de oportunidades debía comenzar en el nivel preescolar para que el rendimiento de la escuela primaria pudiera ser equivalente. La generalización del ciclo preescolar debía permitir entonces asumir plenamente el papel de educadores.
Sin embargo, estas medidas acerca de las cuales seguramente existe un consenso general, implicaban necesariamente una reevaluación, una reflexión serena sobre los métodos de enseñanza y en particular de la articulación entre los distintos niveles de enseñanza.
Sabemos que parte de la deserción escolar, tanto en el nivel primario como en el secundario, y aún en las propias universidades, tiene como causa inmediata el verdadero shock que produce el cambio de nivel.
No entramos preparados a este siglo XXI, en el cual ya no es condición suficiente; aunque sí, desde luego, necesaria; la cantidad de escuelas o la cantidad de maestros. Necesitamos que la calidad de nuestra enseñanza se incremente tan rápidamente como sea posible.
Pero no debe interesar la cantidad oligarquizante, la calidad disponible sólo para algunos privilegiados. Debemos exigir no sólo educación para todos sino también educación de calidad para todos. En definitiva, la democracia, la soberanía y la identidad cultural de la Argentina serán las conquistas irreversibles que obtendremos de este progreso. Una civilización de tolerancia, fraternidad y libertad.
Tal vez un aporte que pueda hacer sea clarificar el marco que brinda a esta iniciativa la Constitución Nacional, que tanto en su texto histórico como en el actual de 1994, contiene importantes principios, derechos y responsabilidades que deben entenderse como los pilares para edificar un ordenamiento político y jurídico de nuestra educación.
En nuestra Constitución histórica se establecía en el artículo 5° que las provincias serán autónomas en virtud de una Constitución propia, dictada a imagen y semejanza de la Nacional, en la que debía quedar asegurada la educación primaria, la administración de justicia y el régimen municipal.
Además, por el Artículo 14° se establecía que todos los habitantes de la nación gocen conforme a las leyes que reglamente su ejercicio, su derecho a enseñar y a aprender.
Por otra parte, en el artículo que regulaba las potestades legislativas se establecía que el Congreso podía dictar planes de instrucción general y universitaria.
En la reforma de 1994, se introdujeron en la Constitución Nacional varias novedades relevantes para el diseño de una política pública de educación.
El inciso 19 del Artículo 75° introduce entre las atribuciones específicas del Congreso de la Nación sancionar leyes de organización y de base de la educación, señalando cinco principios rectores que el Poder Legislativo está obligado a contemplar:
1) La unidad nacional con respeto a las provincias y localidades.
2) La responsabilidad principal del Estado, con participación de las familias y la sociedad.
3) Los valores democráticos, reafirmando la no discriminación e igualación de oportunidades.
4) La gratuidad y equidad de la educación pública estatal.
5) La autonomía y autarquía de las universidades nacionales y provinciales.
De esta manera se establecía que una legislación nacional debía diseñar los mecanismos para que la escuela fuera común en todas las provincias, así como asegurar que cada una de ellas le imprima la variable de su propio estilo y contenidos suplementarios.
De esta manera, se evita la uniformidad empobrecedora y al mismo tiempo la diferenciación divisiva. Es decir, se busca una combinación armónica entre unidad y diversidad.
También se zanja una discusión que parecía interminable: en la Argentina el Estado es la agencia social señalada en primer lugar para atender la educación popular y debe otorgar amplias oportunidades de compartir esa tarea a los padres de los alumnos y a expresiones de la sociedad que deseen allegar su aporte en un marco de libertad.
Se estableció la gratuidad, que ha sido en el país el dispositivo igualitario más significativo a lo largo de su historia para abrir las puertas del sistema educacional en todos sus niveles a las hijas e hijos de los sectores populares.
La mención a la equidad no puede interrumpir la gratuidad sino por el contrario extenderla mediante becas que el Estado otorgue a los estudiantes cuyas familias se encuentren en situaciones de pobreza que le impiden ejercer sus derechos.
El Quinto eje consagra para los tiempos el más caro reclamo de la Reforma Universitaria de 1918. Los obstáculos opuestos a la elección de autoridades en la Universidad de Buenos Aires son una muy reciente e inquietante muestra de que la autonomía universitaria no está exenta de amenazas.
Las Universidades públicas deben ser gobernadas por sus propios ciudadanos, con ajuste a las leyes pero sin injerencia alguna del gobierno. Estarán dotadas de recursos suficientes para sostener sus políticas y la gratuidad de los estudios.
Su integración en el sistema educacional de la Argentina y su contribución a la unidad nacional es responsabilidad de sus estatutos y de las autoridades legítimas surgidas de sus claustros.
Uno de los asuntos más delicados que hay que discernir en el país después de la frustrante experiencia de la década de los noventa y cuando no estuvimos lejos de que, durante la crisis del 2001, se disolviera el departamento del Poder Ejecutivo especializado en la educación.
Ya hemos afirmado, con la Constitución en la mano, que el Congreso de la Nación puede y debe dictar una legislación de organización y de base de la educación. En ella podría efectuar delegaciones legislativas, siempre y cuando dictare bases para su ejercicio y plazo determinado, según lo establece el Artículo 76.
Considerando que la totalidad de los establecimientos y planteles que ofrecen enseñanza sistemática están bajo responsabilidad de las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, son éstas las que, en el régimen federal de nuestra República, deben asegurar la educación primaria (y, por extensión, cabe interpretar que también los otros niveles que le hubieran sido transferidos).
Por lo tanto la cuestión de la legislación y la política educativa está en la línea de flotación de los derechos de Autonomía, por los cuales como contrapartida el Gobierno Federal por aplicación del Artículo 5° de la Constitución “garante a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones”.
En ese contexto entendemos que es fundamental encontrar el espacio para que el Ministerio de Educación del Gobierno Federal sea un actor importante en la formulación y puesta en marcha de las políticas educacionales.
Estamos dispuestos y preparados para identificar las vías que concilien las esferas en tensión, tanto la autonomía de las provincias cuanto la división y control recíproco entre los poderes sin sacrificar el natural liderazgo que el gobierno nacional tiene que ejercer.
Pero deseo ser claro en este punto: la búsqueda de la gobernabilidad general del sistema contará con todo nuestro apoyo pero no cederemos en nuestro celoso resguardo de las atribuciones constitucionales del Congreso y de la autonomía de las Provincias, no convalidaremos ninguna estrategia destinada a re centralizar la política educacional.
El régimen de coparticipación federal de impuestos, cuya ley es un mandato constitucional expreso pendiente de ejecución desde 1994 y en mora desde 1999, constituye junto con los recursos de propia recaudación el financiamiento regular de las provincias.
La torta fiscal a distribuir debe integrarse con la parte de la riqueza nacional con que los particulares contribuyan al sostenimiento del Estado.
El sostenimiento del sistema educativo es clave para el arreglo de un régimen fiscal estable, tanto por su destacada importancia para el desarrollo y la justicia social cuanto, también, por su gravitación cuantitativa en la composición de las erogaciones provinciales, entre las que figura como el rubro más importante en todos los casos.
El financiamiento de la educación ha sido y es cada vez más la víctima del retardo en la determinación de qué ingresos públicos forman el erario, cuánto de su producido es de propiedad originaria de las provincias y cómo se distribuye con equidad entre todas ellas.
Nuestra posición es que el régimen de coparticipación federal es prioritario en la Argentina y que la educación será la política pública más beneficiada por su sanción.
Eso no releva al Gobierno Nacional de la obligación de dotar fondos para la educación con recursos propios, hasta hoy no comprometidos en la magnitud necesaria, para impulsar una política transformadora y solidaria de escala nacional, cuya ejecución concertada con las Provincias reforzaría la capacidad de invertir en la educación.
Esas inversiones permitirían exhibir la vocación integradora entre todas las regiones argentinas, organizando planes redistributivos que den apoyo de mayor magnitud a aquellas provincias con indicadores productivos más débiles e indicadores educacionales más alarmantes.
Si bien reconocemos la importancia cuantitativa de las asignaciones previstas en la reciente legislación de educación técnica y de financiamiento educativo, no estamos satisfechos por las fuentes financieras que movilizan ni con los mecanismos de distribución que contemplan.
En parte, esas leyes reiteran mecanismos típicos de formulación de proyectos ensayados hasta la saturación durante la frustrante experiencia de los noventa y por otro lado ensayan una supervisión del Ministerio de Educación de la Nación sobre las Provincias que llega incluso a la atribución de establecer penalidades financieras sobre los fondos de la coparticipación federal de impuestos, a nuestro entender de notoria inconstitucionalidad.
Es tarea de los legisladores, en amplia consulta con todos los sectores y entidades interesadas, delinear el texto de la nueva legislación.
Estoy seguro que contamos con los antecedentes y la vocación patriótica necesarios para acertar en el camino correcto.
El déficit educacional del presente es visible. Aunque el gobierno no sea propenso a comunicarlo todos sabemos con base en estudios oficiales y privados y en múltiples testimonios de protagonistas y observadores lúcidos que la educación no contribuye a la igualdad entre los argentinos como todos deseamos y como debería ocurrir.
Una política pública a escala nacional es imperiosa y posible.
Para iniciar y alimentar ese debate hemos pensado que la lectura atenta de la Constitución Nacional es un punto de partida inmejorable. Encontramos allí algunas limitaciones que fueron pensadas para controlar el desborde de autoridad, sin dudas, pero muchas más garantías y habilitaciones previstas para que el ingenio y la voluntad política, surgidos de una conciencia nacional compartida, encuentren las respuestas y resuelvan las deficiencias de nuestra educación
A veces temo que reeditemos estériles dicotomías que dividan en lugar de sumar a los argentinos, pero pronto advierto con esperanza que la Constitución Nacional del Siglo XIX implica un mandato para el Progreso y la reforma constitucional de 1994, posterior a la Ley Federal de Educación, expone con un sentido profundo y superador las fórmulas para el Desarrollo Humano, con las cuales los argentinos podremos inspirarnos para arrimar nuestro consenso o nuestra discrepancia respetuosa a la labor de ustedes, los legisladores, en esta sede central de la representación política y de la democracia argentina.
El Documento elaborado por el Ministerio de Educación para debatir una nueva Ley de Educación Nacional gira sobre diez ejes fundamentales.
Sin pretender realizar un análisis exhaustivo del mismo y a modo de ejemplo, las líneas de acción del primero de esos ejes plantean:
1) Definir una estructura del sistema educativo unificada para todo el país
2) Declarar obligatoria la enseñanza secundaria.
3) Universalizar la educación inicial.
4) Ofrecer alternativas educativas para los jóvenes y adultos que no completaron su escolaridad obligatoria.
5) Garantizar el acceso y la permanencia a personas con necesidades especiales.
Todos estos aspectos y otros de similar importancia expresados en el documento aparecen en realidad como un compendio de buenas intenciones con las que necesariamente hay que coincidir: extender la obligatoriedad, salarios dignos para los docentes, incorporación de otros idiomas, etc. El problema es que se carece de un diagnóstico claro acerca del esfuerzo financiero, de los recursos humanos y de la infraestructura que debería hacer cada jurisdicción para lograrlo. Recordemos, por ejemplo, que no se ha cumplido con la obligatoriedad del preescolar previsto en la Ley Federal de Educación.
Tampoco queda claro cual ha de ser la forma en que se dará unidad al sistema educativo. No parecería correcto hacer obligatorias las resoluciones del Consejo Federal de Educación, que es un órgano formado por ministros, sin quebrar el equilibrio de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo en materia educativa
Habría que señalar, sin embargo, que se excluye del tratamiento el financiamiento de la educación, la educación técnica profesional y a la educación superior. No queda claro si estas cuestiones formarán la parte de la nueva ley o se regirán por normas específicas.
Finalmente, refirámonos a la Teoría de la Justicia de Rawls.[3] En la posición original los individuos imaginarios se comprometerían con dos principios básicos de justicia: 1) cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás. 2) las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos.
Por el segundo principio o “principio de diferencia”, vinculado a la igualdad, se entiende que nadie merece sus mayores talentos o capacidades, sino que los beneficiados por la “lotería natural” son solamente justificables si mejoran las expectativas de los más desaventajados, vale decir que “las violaciones a una idea estricta de igualdad sólo son aceptables en el caso de que sirvan para engrosar las porciones de recursos en manos de los menos favorecidos, y nunca en el caso en que las disminuya”. Esta concepción es muy superior a la de igualdad de oportunidades, que no consulta la problemática de la “lotería natural”.
En efecto, se dice que la instrucción recibida es igual en términos de asistencia escolar, pero ha quedado demostrado que en la Argentina existe una abrumadora diferencia en cuanto a la calidad de la enseñanza recibida, según se trate de zonas pobres o pudientes.
Pareciera en consecuencia que la primera obligación del Estado es volcar todos sus esfuerzos en procura de una auténtica igualdad de conocimientos.
RAÚL RICARDO ALFONSÍN
[1] Shor, Ira, “The Cultural Wars", Routledge " Kegan; también, en sentido contrario, Bloom, Allan “The Closing of the American Mind”, Touchstone, Simon " Schuster, 1987.
[2] Delors, Jacques, “La educación encierra un tesoro”. Madrid, Unesco: Santillana. 1996.
[3] Gargarella, Roberto, “Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de filosofía política”. Ed. Paidós, España, 1999.

1 comentario:

  1. Raúl, gracias por haber existido... cuanto nos enseñaste y nos seguis enseñando cada vez que descubrimos mensajes tuyos en este glorioso esapcio que es internet!, fuiste unico... espero que no irrepetible... los jovenes tenemos el compromiso de generar mas hombres como vos. gracias por todo...

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