marzo 12, 2010

Georges Clemenceau critica en el Senado la injerencia del Vaticano en los asuntos franceses

DISCURSO EN EL SENADO SOBRE LA INJERENCIA DEL VATICANO EN LOS ASUNTOS FRANCESES
"¿Seremos en lo sucesivo la Francia de Roma o la Francia de la Revolución?"
Georges Clemenceau
[1902]


Extracto
Señores senadores:
...He tenido necesidad de remontarme muy alto en la historia: hasta Hildebrand. Pero ¿qué ha cambiado desde entonces? ¿Modificó algo el Syllabus, de Pío IX, un papa tan político como León XIII? ¿Es que acaso tiene libertad ningún pontífice para rectificar? ¿Y qué dice este Syllabus ¡Ah! es preciso recordarlo. Yo no quiero abrumaros con largas citas. Pero bueno será leeros un párrafo de la famosa encíclica Quanta cura, de 1864, donde se nos explica con toda claridad lo referente a las libertades de conciencia y de cultos que tan calurosamente ha defendido en este Senado mi querido colega el señor Cuverville. Veamos cómo habla el Papa, y si denegáis su autoridad, si protestáis contra sus máximas, me complacerá mucho registrar vuestras protestas. He aquí las palabras de Pío IX: «Contrariamente a la doctrina de la Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, ciertos hombres no temen afirmar que el mejor gobierno es el que no reconoce al poder civil la obligación de reprimir, mediante la imposición de penas, a los infractores de la religión católica, excepto cuando la tranquilidad pública lo reclame.
Como consecuencia de esta idea absolutamente falsa respecto al gobierno social, los que así piensan no dudan en fa­vorecer la opinión errónea que nuestro predecesor, de buena me­moria, Gregorio XVI, califica llamándola un delirio, esto es: que la libertad de conciencia y de culto es un derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado en todo estado bien constituido, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar alta y públicamente sus opiniones religio­sas, cualesquiera que sean, por la palabra, por la imprenta o de otro modo, sin que la autoridad eclesiástica o civil pueda limitarla. Quienes hacen estas afirmaciones temerarias no saben por lo visto que postulan una libertad de perdición...»

A nadie que haya leído esto extrañará el artículo 15 del Syllabus, concebido así: «Anatema a quien diga: cada hombre es libre de abrazar y de profesar la religión que tenga por verdade­ra según las luces de su propia razón...»
Paréceme, pues, que la cuestión comienza a esclarecerse y que la libertad de cultos, la libertad de conciencia, podrán dis­tinguir al fin en esta asamblea quiénes son sus verdaderos de­fensores y quiénes sus adversarios. No creo que os será fácil con­tradecirme. Hace algunos días el honorable presidente del Consejo recordaba en la tribuna las palabras de Alberto de Mun cuando el jefe católico decía: «Somos los soldados de una idea, y esta idea es la contrarrevolución, que tiene por bandera el Syllabus». Ya lo habéis oído: el Syllabus. Alberto de Mun glorifica las palabras de Gregorio XVI: la libertad de conciencia y de cul­tos es un delirio. Y al decir yo que la Iglesia católica es a la vez una religión y un gobierno, nadie me pidió que lo demostrase, porque hubiérame bastado citar el artículo del Syllabus según el cual: «La Iglesia no se debe reconciliar con el progreso, con el li­beralismo, con la civilización moderna».
Sois, por consiguiente, un gobierno, y ahí radica el peligro, porque desde que alguien osa contradecir a algún órgano de vuestro gobierno eclesiástico, en seguida os quejáis de que se persigue a la religión.
No. Nosotros no queremos perseguir a nadie, Y en lo que me concierne, el día en que vuestra religión fuese atacada en su li­bertad legítima, me encontraríais a vuestro lado para defenderla en el campo político; pero entiéndase bien: desde el punto de vista filosófico yo agotaría toda mi libertad para combatiros.
Pero ahora no se trata de religión. El Papa es un rey de reyes. Los monarcas son simples prefectos de su poder. Todos ellos es­tán bajo la mano pontificia. Pero como no siempre se someten de buen grado a esta tutela, la Iglesia tiene que pactar, pues raro es el caso en que logra imponer su regla espiritual confundién­dola con la regla temporal, a no ser en los Estados Pontificios, que no han dado al mundo precisamente un modelo de buen gobierno. Pero mediante los concordatos, el Papa, en cuanto jefe de gobierno, concierta treguas con otros países y dicta para ellos pragmáticas sanciones paralelas a las del poder civil.
Yo llamo vuestra atención, señores, a vosotros que tan celo­sos sois de la independencia francesa, respecto al extraño carác­ter de estos tratados por virtud de los cuales la condición, el ré­gimen de los ciudadanos franceses, es un resultado no de leyes nacionales como sería lo natural, sino del acuerdo del gobier­no francés con el gobierno extranjero. Si queréis un ejemplo, llamad a cualquier cura de vuestro departamento y preguntadle si reconoce los artículos orgánicos de nuestras leyes fundamen­tales; os dirá que no los reconoce; y si le preguntáis por qué, os contestará: «El Papa no los ha aprobado».Se trata, sin embargo, de una ley francesa, y este cura es francés. ¿Cómo se comprende que un cura francés necesite permiso del Papa romano para obedecer una ley francesa? He ahí, a mi entender, el grave peli­gro de los concordatos.
Esto sólo es un aspecto relativamente secundario de la cues­tión. El punto capital para nosotros en este momento es señalar cuáles son los órganos de este gobierno romano. Al doble carác­ter de la Iglesia romana, religioso por un lado, político por otro, corresponden dos jerarquías, que conducen las dos al Vaticano: la una, más religiosa, sin dejar de ser política, es el clero secular; la otra, más política, más militante, impulsora por ello del clero secular, pero eclesiástica también, o sea: el clero regular, las con­gregaciones religiosas. Estas congregaciones no son una novedad en el Estado; tienen larga historia. En la época de la Revolución había 60.000 monjes en Francia; hoy existen 150.000. Su voto de pobreza los ha hecho propietarios de una cifra evaluada en mil millones, ciertamente inferior a la efectiva.
Retirados del mundo, los frailes y monjas se han extendido por todo el mundo. La congregación tiene hundidas sus raíces en todos los compartimientos del Estado, en todas las familias. Y para nuestro infortunio encierra dentro de su red a esta sociedad mo­derna, a este progreso, a este liberalismo que condena el Syllabus.
No negaré, señores, ni la caridad ni el dedicamiento de que puedan dar ejemplo estas congregaciones. Digo tan sólo que las órdenes monásticas ejercen esa caridad y ese dedicamiento a su obra por los medios propios de un organismo teocrático, del an­tiguo régimen, a favor de los intereses políticos contrarios al liberalismo, a la civilización y al progreso que nosotros estamos resueltos a que prevalezcan contra el Syllabus.
Nuestro problema no estriba en suprimir vuestra caridad ni vuestro celo, sino en hacer que tales virtudes sean cumplidas se­gún el derecho común, dentro de los cauces abiertos a las activi­dades de todos por la libertad. (¡Muy bien, muy bien!, en los bancos de izquierda.)
Y hablemos ahora de la libertad. ¿Quién la ha dado a este país? ¿A quién se la debemos? Me parece poder afirmar que de­bemos la libertad al partido republicano.
No será preciso un largo recorrido histórico para reconocer que todos los partidos monárquicos han negado la libertad a este país, y que ningún gobierno pudo vivir bajo un régimen de libertad excepto los gobiernos de la República... (Clamorosos aplausos en la izquierda.) Pero la República tuvo que soportar constantemente, a causa de su amor a la libertad, una avalancha de ultrajes, injurias y calumnias.
Somos nosotros, los republicanos, quienes hemos dado la li­bertad de prensa, la libertad de palabra, la libertad al Parlamento y a las asociaciones. No lo olvidéis. Somos nosotros los forjadores de cuanto constituye la victoria de la libertad en Francia. Y todavía nuestra misión no está conclusa. Ningún otro gobierno puede pretender ese mismo honor. Aquí hay hombres representativos de todos los gobiernos que se sucedie­ron en el curso del último siglo. ¿Podrá contradecirme ningu­no? Seguramente que no.
Cuando se tiene un tal pasado, un pasado que nos impulsa, que nos obliga a proseguir la marcha por el camino de una li­bertad cada vez más grande, a pesar de vacilaciones explicables, ¿podréis temer que de la noche al día retrocedamos sobre nues­tros pasos para suprimir lo que constituye nuestra fuerza, con­servando de la libertad solamente los medios de ataque que vo­sotros empleáis contra nosotros? Esto sería pueril.
...Y ¿contra quién hemos conquistado nosotros la libertad? Contra vosotros, señores de la derecha, contra vosotros, que sois el partido autoritario, que gobernáis con el simple apoyo de la autoridad, y que jamás habéis querido gobernar de otro mo­do. Necesario ha sido que fueseis derrotados para que todos los franceses pudieran gozar de libertad. (¡Muy bien! Vivos aplausos en la izquierda.) Libertad para todos: no para vosotros personalmente, porque cuando vosotros gobernais, vuestra libertad, co­mo la libertad de la Iglesia romana, sólo era un privilegio. (Nuevos aplausos en los mismos bancos.)
Hace algunos instantes oía yo hacer en esta Cámara elo­cuentes apelaciones a la justicia. Los oradores hablaban de las abominaciones cometidas, a su entender, por el señor presidente del Consejo (Waldeck Rousseau), y del poco caso que hace de los jueces. Yo recordaba que en otros tiempos tenía yo enton­ces dieciocho años vi a mi padre salir desterrado para Argelia, sin juicio, señores de la derecha, sin el más leve interrogatorio judicial. (Vivos aplausos a izquierda.)
Herve de Saisy. ¡Eso fue un abominable atentado contra la justicia!
Clemenceau. No esperaba menos de vosotros, honorable colega; seguro estoy de la sinceridad de vuestra protesta. Pero, per­mitidme que os diga que si hubiereis estado aquí en 1853, ni siquiera habríais podido protestar. Y esto es lo que yo denuncio. (Nuevos aplausos a izquierda.) Entonces no había libertad parla­mentaria, y nadie podía levantarse para elevar la protesta que acabáis de hacer.
¿Quién dio esta libertad de prensa y esta libertad parlamen­taria, y contra quién se ganaron? Ya lo he dicho antes. A pesar de todo, respetarnos vuestro derecho. Pero cuando vosotros ha­bláis de libertad, yo acerco el oído, escucho atento y quiero sa­ber lo que hay de justo en vuestras reclamaciones. Preciso es ad­mitir que si tenéis derecho a que se respete vuestra libertad, vosotros no sois del partido de la libertad: pertenecéis al partido de la autoridad en declive, de la autoridad vencida, y sois como Panurgo, que después de haber invocado en su gran tempestad a todos los santos del paraíso, invocó también al diablo, pen­sando: ¡Puede ser que venga en mi auxilio! (Aplausos y risas.)
Ahora invocáis al diablo, a la libertad, esta libertad que siempre habéis condenado. Tenéis razón para obrar así. La liber­tad os oirá. Y en nombre de la libertad yo defenderé vuestras reclamaciones en aquello que tengan de legítimo.
...Señores: nosotros somos la Francia vencida; pero todavía somos la verdadera Francia. Por nuestra loca obstinación de defender el poder civil, perdimos ciertas alianzas gracias a las cua­les aún tendríamos algunas provincias que, por mi parte, no me resigno a olvidar. (Aplausos repetidos en toda la Cámara.)
Ahora se suscita la cuestión de saber si las cualidades primordiales que hicieron de Francia el primer pueblo colocado a la vanguardia de la civilización, podrán conciliarse con las cuali­dades de disciplina, método y obstinación que nos permitan conservar ese puesto de honor. Es decir: ¿Seremos en lo sucesivo la Francia de Roma o la Francia de la Revolución?
Es inexcusable plantear esta cuestión.
Hace pocos días, en esta Bretaña que yo tanto amo, en mi Vendée tan querida, donde nací, un prefecto ha sido asesinado por decir: «Vosotros sois franceses antes que católicos romanos».
¿Qué decir cuando ciertos colegas nuestros protestan contra la propagación de la lengua en este país? Es la Francia de Roma la que así se defiende. Nosotros somos hijos de la Revolución Francesa. Nosotros hemos guardado la noble tradición de nues­tros antepasados. Nosotros hemos heredado la secular querella de nuestros reyes por la independencia y la hemos engrandeci­do magníficamente, extendiendo sus proporciones a toda la hu­manidad, en una rebelión del hombre por la justicia y por la li­bertad. La superioridad de nuestra causa radica en que nosotros haremos mediante la libertad falible lo que vosotros no habéis podido hacer con la autoridad infalible. (Sensación.)
Nosotros cimentamos la paz civil —que es el fin supremo de la República— sobre la tolerancia de los espíritus, sobre la justicia de las leyes, sobre la elevación y engrandecimiento de la perso­nalidad humana. Porque, señores, es preciso que lo sepáis: si nosotros somos soldados sin miedo en el áspero combate donde la fatalidad nos empuja a los unos contra los otros, no somos combatientes ciegos que luchan en la oscuridad de la noche. Contra toda violencia, lo único que soñamos es hacer en los es­píritus cerrados la generosa herida por donde penetre la luz y se imponga el derecho a los que pretenden abatirlo y dominarlo.
Decía nuestro colega el señor Cuverville que nosotros no so­mos hombres de paz. No nos conocéis, querido colega. Noso­tros combatimos por un ideal, y este ideal es la gran paz huma­na. La causa de tan alto ideal está ya ganada en todos los continentes del universo. Nadie puede negarlo. Pero ese ideal necesita, para vencer del todo, la colaboración de nuestro gran país. Es preciso que lo sepáis. Y si fueseis capaces de deteneros en la lucha y de considerar los efectos desastrosos de las disen­siones que nos debilitan ante el extranjero, desde ahora mismo propondríais la paz. Si no lo hacéis así, seremos nosotros quie­nes hagamos la paz; nosotros, que somos los más fuertes, os la ofrecemos: pero no la paz de Roma, no la paz de dominación, la paz de servidumbre para los otros, sino la paz de Francia, la paz de las conciencias liberadas, la paz del derecho igualitario que quiere para todos los hombres —sin distinción de castas, clases ni privilegios— la plenitud, toda la plenitud de la vida...
GEORGES CLEMENCEAU

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