marzo 12, 2010

Un discurso de Georges Clemenceau en su segunda asunción como Jefe del Gobierno de Francia, que ayudó a cambiar el curso de la Primera guerra.

DISCURSO DE ASUNCIÓN COMO JEFE DE GOBIERNO (PRESIDENTE DEL CONSEJO) Y MINISTRO DE GUERRA DE FRANCIA [1]
"Todo por la Francia sangrante en su gloria"
Georges Clemenceau
[2]
[16 de Noviembre de 1917]

Señores, hemos aceptado formar parte del gobierno para dirigir la guerra con esfuerzos redoblados con vistas al mejor rendimiento de todas las energías. Nos presentamos ante ustedes pensando únicamente en una guerra total. Quisiéramos que la confianza que les pedimos fuese un acto de confianza con ustedes mismos, una llamada a las virtudes históricas que nos han hecho franceses.
Nunca Francia ha sentido tan claramente la necesidad de vivir y crecer en el ideal de una fuerza puesta al servicio de la conciencia humana, en la resolución de fijar cada vez más el derecho entre los ciudadanos, así como entre los pueblos capaces de liberarse.
Vencer para ser justos, ésta es la consigna de todos nuestros gobiernos desde el principio de la guerra. Mantendremos este programa a cielo abierto. Tenemos grandes soldados con una gran historia, al mando de jefes curtidos en todas las pruebas, dispuestos a los supremos sacrificios que hicieron el hermoso renombre de sus mayores.
Por medio de ellos, por medio de todos nosotros, la Patria inmortal de los hombres, dueña del orgullo de las victorias, perseguirá en las más nobles ambiciones de la paz el curso de sus destinos. Esos franceses que nos vimos obligados a arrojar a la batalla tienen derechos sobre nosotros. Quieren que ninguno de nuestros pensamientos se desvíe de ellos, que ninguno de nuestros actos les sea ajeno. Les debemos todo, sin reserva alguna.
Todo por la Francia sangrante en su gloria, todo por la apoteosis del derecho triunfante. Derechos del frente y deberes de la retaguardia, que todo se confunda hoy. Que todas las zonas pertenezcan al ejército. En caso de que haya hombres que encuentren en su alma semillas de odios antiguos, apartémoslos.
Todas las naciones civilizadas están comprometidas en la misma batalla contra las formaciones modernas de las viejas barbaries. Junto con todos nuestros buenos aliados, somos la roca inquebrantable de una barrera que no será franqueada. Al frente de la alianza, en todo momento y todas partes, sólo la solidaridad fraterna, el fundamento más seguro del mundo futuro.

Palenque de los ideales, nuestra Francia ha sufrido cuanto atañe al hombre. Firme en las esperanzas extraídas de fuentes de la más pura humanidad, acepta padecer de nuevo por la defensa del suelo de los grandes antepasados, con la esperanza de abrir siempre en mayor medida, tanto a los hombres como a los pueblos, todas las puertas de la vida.
Ahí radica la fuerza del alma francesa. Lo que empuja a nuestro pueblo al trabajo y a la guerra. Esos silenciosos soldados de las fábricas, sordos a las insinuaciones malvadas, esos viejos campesinos encorvados sobre su tierra, esas robustas mujeres en la labranza: ésos son nuestros valientes. Nuestros valientes que más tarde, pensando en la gran obra, podrán decir como los de las trincheras: estuve ahí.
Con éstos también tenemos que permanecer, hacer que, por la Patria, despojándonos de nuestras miserias, un día nos hayamos amado.
Amarse no es decirlo, es demostrarlo. Queremos intentar hacer esa prueba. Para hacerla, les pedimos que nos ayuden. ¿Puede haber programa de gobierno más hermoso? Se cometieron errores. Pensemos sólo en repararlos.
Por desgracia, se han cometido también crímenes, crímenes contra Francia, que piden un pronto castigo. Adquirimos ante ustedes, ante el país que pide justicia, el compromiso de que se hará justicia de acuerdo con el rigor de las leyes. Ni consideraciones de personas, ni incitaciones de pasiones políticas nos desviarán del deber ni harán que lo dejemos atrás. Demasiados atentados se han pagado ya en nuestro frente de batalla con un excedente de sangre francesa.
La debilidad sería complicidad. Nos mostraremos sin debilidad, y también sin violencia. Todos los acusados ante el consejo de guerra. El soldado al pretorio, solidario con el soldado en el combate.
Basta de campañas pacifistas, basta de intrigas alemanas. Ni traición, ni semitraición: la guerra. Sólo la guerra. Nuestros ejércitos no se verán atrapados entre dos fuegos, pasa la justicia.
El país sabrá que está defendido. Y ello, en la Francia libre, siempre. Hemos pagado nuestras libertades a un precio demasiado alto para cederlas más allá de la precaución de evitar las divulgaciones, los estímulos de los que podría aprovecharse el enemigo.
Se mantendrá una censura de las informaciones diplomáticas y militares, así como de aquellas susceptibles de perturbar la paz civil. Ello, hasta los límites del respeto por las opiniones. Una oficina de prensa suministrará comunicados -sólo comunicados- a quienes lo soliciten. En tiempo de guerra, como en tiempo de paz, la libertad se ejerce bajo la responsabilidad personal del escritor. Fuera de esta regla, sólo hay arbitrariedad, anarquía. Señores, para marcar el carácter de este gobierno, en las presentes circunstancias, no nos ha parecido necesario añadir nada más. Los días seguirán a los días.
Los problemas sucederán a los problemas. Caminaremos al mismo paso, con ustedes, hacia las realizaciones cuya necesidad se imponga. Estamos bajo su control. El voto de confianza estará siempre planteado. Vamos a entrar en la vía de las restricciones alimentarias, tras Inglaterra, Italia, los propios Estados Unidos, con un impulso admirable. Pediremos a cada ciudadano que asuma toda su parte en la defensa común, que dé más y que consienta en recibir menos. La abnegación es de los ejércitos. Que la abnegación esté en todo el país. No forjaremos una Francia más grande sin poner en ello nuestra vida. Y en ese mismo momento se nos pide, además, parte de nuestros ahorros.
Si la votación que debe concluir esta sesión nos es favorable, esperamos de ella la consagración mediante un éxito completo de nuestro empréstito de guerra, testigo supremo de la confianza que Francia se debe a sí misma cuando se le pide para la victoria, tras la ayuda de la sangre, la ayuda pecuniaria cuya garantía será la victoria. Señores, que nos sea permitido en este momento vivir por adelantado esa victoria en la comunión de nuestros corazones mientras de ellos extraemos cada vez más un inagotable desinterés que debe concluir en el sublime impulso del alma francesa en lo más alto de sus esperanzas más elevadas.
Un día, desde París hasta la más humilde aldea, las salvas de aclamaciones acogerán nuestros estandartes, vencedores, retorcidos en la sangre, en las lágrimas, desgarrados por los obuses, magnífica aparición de nuestros grandes muertos. Está en nuestro poder hacer realidad ese día, el más hermoso de nuestra raza, después de tantos otros. Para las resoluciones sin retroceso, pedimos, señores, el sello de su voluntad.
GEORGES CLEMENCEAU
[1] El Presidente del Consejo de Francia era el jefe de gobierno en virtud de diversos regímenes en particular la Tercera y Cuarta Repúblicas. A este lo sucede el Primer Ministro que es el Jefe de Gobierno de la Quinta República aunque con poderes diferentes.
[2] Este discurso se da en el momento más dramático de Francia y logró levantar el espíritu de la Nación, cambiando la suerte de la guerra. Tenía entonces 76 años y asumía por segunda vez este cargo. Fue además promotor de las leyes que separaban Iglesia y Estado, y uno de los defensores de Alfred Dreyfus, llegando a publicar en el diario que dirigiera y fundara, «L'Aurore», el célebre «Yo acuso» de Emile Zola que también damos a conocer en el presente.

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