abril 28, 2010

"El triunfo de la libertad sobre el despotismo" Juan Germán Roscio (1815)

EL TRIUNFO DE LA LIBERTAD SOBRE EL DESPOTISMO
En la confesión de un pecador arrepentido de sus errores políticos, y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía.
Juan Germán Roscio [1]
[1815]

INDICE
Prologo del autor
Introducción
Capítulo I
Se explica el Capítulo 8 de los Proverbios, y la figura ethopeya de que se sirve Salomón en este lugar
Capítulo II
Explicación del Capítulo 6 del Libro de la Sabiduría, y del origen de la autoridad y poder civil
Capítulo III
En favor de la Soberanía del pueblo el Capítulo 14 de los Proverbios
Capítulo IV
Falsa idea de la soberanía
Capítulo V
Verdadera idea de las soberanías, y se desenvuelven los elementos sociales
Capítulo VI
Moisés, instruyendo a los exploradores de la tierra prometida, está por la soberanía del pueblo
Capítulo VII
Abraham triunfa de cuatro reyes con la autoridad y poder del pueblo, declarándose por los insurgentes
Capítulo VIII
Jacob en el Capítulo 49 del Génesis por la soberanía del pueblo
Capítulo IX
Otra prueba de la soberanía popular en el Capítulo 17 del Deuteronomio
Capítulo X
Joarán y Gedeón por la soberanía del pueblo
Capítulo XI
De los discursos de Samuel con el pueblo resulta comprobada su soberanía
Capítulo XII
Oseas por la soberanía del pueblo
Capítulo XIII
En la elección de Saúl, y otros acontecimientos de su reinado resalta la soberanía del pueblo
Capítulo XIV
Pruebas del poder nacional en la sucesión de David, y en otros acontecimientos de su reinado
Capítulo XV
Continúan las pruebas de este dogma político en los reinados de Salomón y Roboán
Capítulo XVI
Continuación del anterior. Añádese el discurso de Abías. Nociones de la libertad, derecho y ley
Capítulo XVII
Abuso de los que gobiernan con mando absoluto, y su pretendida impunidad
Capítulo XVIII
Democracia y anarquía de los Hebreos
Capítulo XIX
La razón de soberano y de súbdito en cada persona y en cada cuerpo civil
Capítulo XX
La majestad del pueblo en el ejercicio de la potestad coercitiva de los Hebreos sobre los reyes de Israel y de Judá
Capítulo XXI
Voluntaria interpretación del caso de Amasías, y sus semejantes
Capítulo XXII
República de los Hebreos después del cautiverio de Babilonia. Insurrección de los Macabeos
Capítulo XXIII
Se confederan los Judíos con los Romanos. Continúa la Revolución de los Macabeos
Capítulo XXIV
La República de Esparta se confedera con los Hebreos. Analogía entre sus instituciones políticas
Capítulo XXV
El motivo que tuvieron los principales Apóstoles para escribir de política en sus cartas
Capítulo XXVI
Política de S. Pablo, concordante con la de S. Pedro, que en su primera carta está por la soberanía del pueblo
Capítulo XXVII
Razón porque, escribiendo los Apóstoles en el Imperio Romano, omiten en sus cartas políticas el título de Emperador. Su concordancia y explicación
Capítulo XXVIII
El ministerio divino, de que hace mención S. Pablo en su texto político, cuya explicación se continúa
Capítulo XXIX
El deber de conciencia que alega S. Pablo en el lugar citado
Capítulo XXX
Obediencia activa, y pasiva en contradicción con la obediencia ciega
Capítulo XXXI
Insurrección de David contra Saúl exclusiva de la obediencia ciega
Capítulo XXXII
El derecho de resistencia en otros casos de la escritura contra la obediencia ciega
Capítulo XXXIII
Se continúa impugnando la obediencia ciega, y se alega el ejemplo de Jesús, y de S. Pedro
Capítulo XXXIV
Contra la obediencia ciega otro caso de Jesús con el Tetrarca de Galilea
Capítulo XXXV
Que no es ciego el deber de las contribuciones
Capítulo XXXVI
Mala aplicación de lo que escribía S. Pedro a los esclavos
Capítulo XXXVII
Otros textos relativos a los esclavos
Capítulo XXXVIII
Se concluye la explicación de los Apóstoles en sus discursos políticos
Capítulo XXXIX
Abuso de la potestad Eclesiástica en lo político
Capítulo XL
Alegoría de las llaves, y dos espadas, con otras incidencias
Capítulo XLI
Se refuta la objeción tomada del Capítulo 19 del Evangelio de S. Juan contra el poder del pueblo
Capítulo XLII
La soberanía del pueblo en el Capítulo 6 del Evangelio de S. Juan
Capítulo XLIII
Majestad del pueblo en antiguas leyes de España, y en ciertos hechos de su historia
Capítulo XLIV
Inviolabilidad y carácter sagrado de las personas
Capítulo XLV
Regicidio, y tiranicidio
Capítulo XLVI
Dominio de la tierra de promisión
Capítulo XLVII
Continúa la materia del regicidio, y tiranicidio
Capítulo XLVIII
Se concluye la materia del regicidio, y tiranicidio
Capítulo XLIX
Inviolabilidad de Nabot y la pena de sus homicidas Acab, y Jezabel
Capítulo L
Juez en causa propia
Capítulo LI
El quasi-religioso del dogma político de la soberanía del pueblo.
Recapitulación y conclusión
Apéndice ocasionado de la ejecución del General Porlier en España

PROLOGO
A LA CONFESIÓN de mis errores he querido dar el título del Triunfo de la libertad sobre el despotismo, por la victoria que ella obtuvo de mis antiguas preocupaciones; por el deseo de verla triunfante en toda la tierra; y por la esperanza de igual suceso en cuantos la leyeren sin atender más que al argumento de la obra y sus pruebas. En ella está declarado el objeto de este trabajo. Manifestaré aquí el motivo especial que me determinó a emprenderlo. Yo vi desplomarse en España el edificio de su nueva Constitución Liberal, sin duda, con el territorio de la Península, con las islas Baleares y Canarias era muy mezquina con los países de ultramar en cuanto al derecho de representación. Por más que desde los primeros pasos de la revolución se había proclamado igualdad omnímoda de derechos, claudicaban las proclamas en la práctica, y fueron luego desmentidas en el nuevo código constitucional. Lloré sin embargo su ruina, y suspiraba por su restablecimiento y mejora. Me bastaba para estos sentimientos el mirar declarado en la nueva carta el dogma de la soberanía del pueblo; sentadas las bases de la convención social; abierto el camino de la felicidad a una porción de mis semejantes; y marcando el rumbo de la perfección de una obra que debía ser imperfecta o viciosa en su cuna. Conocía luego la causa principal del trastorno, obrado por el Rey y su facción en Valencia, a su regreso de Valencey. Me confirmé en mi concepto, cuando de la prensa ya esclavizada, empezaron a salir papeles y libros contra principios naturales y divinos profesados en la Constitución. Unos textos de Salomón y San Pablo eran los batidores de la falange, que acababa de triunfar de las ideas liberales que han exasperado en todos los tiempos el alma de los ambiciosos y soberbios.
Algunos años antes de este acontecimiento había yo renunciado las falsas doctrinas, que amortiguadas en el corto reinado de la filosofía, renacían con más vigor a la vuelta de Fernando. Yo era en otro tiempo uno de los servidores de la tiranía más aferrados a ella: Por desgracia y por virtud de un sistema pésimo de gobierno, ellas eran el pasto de las aulas de Teología y jurisprudencia, que yo había frecuentado en la Garrera de mis estudios. Yo suspiraba por una obra que refutase estos errores, no con razones puramente filosóficas, sino con la autoridad de los mismos libros de donde la facción contraria deducía sofismas, con qué defender y propagar la ilusión. Tanto más deseada llegó a ser para mi esta obra, cuanto que uno de los impresos en circulación decía que, "aunque atendida la filosofía de los Gentiles, no podía negarse al pueblo la calidad de soberano: los que profesábamos la religión de Cristo, debíamos defender lo contrario, y confesar que el poder y la fuerza venían derechamente de lo alto a la persona de los Reyes y príncipes".
En vano busqué lo que yo deseaba: No hallé más que discursos filosóficos, tan cargados de razón, que para nada contaban con la Biblia. Yo estaba muy lejos de pensar que faltasen defensores de la libertad, fundados en la autoridad de libros religiosos. Yo no podía creer que desde que el ídolo de la tiranía erigió su imperio sobre el abuso de las Escrituras, hubiese dejado de tener impugnadores armados de la sana inteligencia de ellas. A mi noticia llegaron los nombres de muchos de ellos, ya más, ya menos antiguos. Pero no aparecían sus escritos, cuando más urgía la necesidad del desengaño y de la impugnación de un error reproducido con mayor insolencia. En tal conflicto debía suplirse esta falta de cualquier modo, considerando que tanto vale el no aparecer lo que se busca, como el no existir. Por más que se haya profanado la Escritura en obsequio del poder arbitrario, son incansables los tiranos en imprimir y reimprimir sus abusos. ¿Por qué, pues, no imitar su tesón, multiplicando y reproduciendo el contraveneno? Me resolví a la imitación para que no quedasen del todo impune los folletos y cuadernos que con entera licencia atacaban la libertad, y santificaban el despotismo. Me dediqué al estudio de la Vulgata, no en los indigestos y dolosos comentarios que me llenaron e! tiempo, mientras yo cursé la cátedra de escritura, sino como debieron estudiarla los autores de ellos, y como la estudia quien no está consagrado en cuerpo y alma al servicio de la tiranía.
Desengañado yo por mayor, no creta que en el por menor pudiese dar con alguna ley del nuevo y viejo Testamento que favoreciese la opresión. Para esta buena fe me bastaba saber que los pueblos cristianos y no cristianos, habían usado muchas veces del derecho que ahora en el Gobierno español se tenia y predicaba como crimen de impiedad e irreligión. Me bastaba haber visto a Carlos tercero auxiliando a los Americanos del Norte en su insurrección e independencia. Me bastaba la excelencia de la moral del Evangelio para conocer que unos usos y costumbres tales, como los de la monarquía absoluta y despótica, no podían conciliarse con el cristianismo. Predispuesto de esta manera, me entregué a la lectura y meditación de la Biblia, para instruirme de todos los documentos políticos que en ella se encuentran. Jamás fue mi intención tocar en nada de aquello, cuyo criterio está reservado a la Iglesia. Mis miras puramente políticas, nada tenían que hacer con el dogma y demás concernientes al reino de la gracia y de la gloria. Mi fe era invariable en estos puntos. Ella misma me enseñaba que no era del resorte de la lglesia; ni de su infalibilidad, lo que se dejaba ver en el código de la revelación perteneciente a otras artes y ciencias. Así me dediqué a lo político, como pudiera dedicarse un albañil al examen de todas las obras de arquitectura que se refieren en la Escritura, o como pudiera hacerlo un militar que quisiese criticar, conforme a las reglas de su arte, todas las campañas que allí se leen, marchas, expediciones, disciplina y táctica de los Hebreos y sus enemigos.
Por fruto de mis tareas saqué argumentos contra la tiranía, y por la libertad nuevas pruebas del carácter sublime y divino de una religión que hace las delicias del hombre libre, y el tormento de sus opresores. Yo no me jactaré del complemento y perfección de mis trabajos; pero puedo decir que nada he omitido de cuanto estaba a mi alcance, para que ellos fuesen útiles a las personas fascinadas como yo en otro tiempo. A ellas dirijo principalmente lo que escribo; con aquéllas hablo en primer lugar que deslumbradas con la falsa doctrina de sus opresores, le sirven de instrumento y máquina para oprimir mayor número, y asegurar la opresión. Adopté el método de confesión, imitando las de San Agustín, por haberme parecido el más propio y expresivo de la multitud de preocupaciones que me arrastraban en otro tiempo. Quien tuviere la fortuna de no haberlas contraído jamás, ni rozándose con gente impregnada de ellas, no crea por eso que son raros los ilusos de esta especie. Fije los ojos sobre la conducta de los déspotas, y los verá no menos atentos a la organización y fomento de sus fuerzas físicas, que al incremento y vuelo de la fuerza moral de sus errores políticos y religiosos. Vea el diario empleo de sus prensas, de sus oradores y confesores; acérquese al despacho de sus inquisidores; y los hallará a todos dedicados con preferencia a la propagación y mantenimiento de las fábulas que hacen el material de mi confesión. No crea que la multitud posee sus luces: no la imagine, en punto de Religión y gobierno, de un espíritu tan despreocupado como el suyo. Mire y remire, que el pensar así, cuidando muy a poco o nada el desengaño de los ilusos en esta materia, es otro género de preocupaciones, halagüeño al despotismo, y fatal a la libertad. El número de los necios es infinito. Lo era, cuando escribía el Eclesiástico; y ahora mucho más; porque entonces aun no se conocía este linaje de necedad que propagan y fomentan con tanto ahínco los tiranos. Le ruego no olvide el caso de Craso, y su desgraciada jornada con los Parthos. Su ilustración le hacia mirar como insignificantes y vanas, todas las ceremonias supersticiosas con que se preparaban a la guerra los Romanos, y a combatir con los extranjeros. No considera este General, que sus tropas preocupadas, miraban como indispensable y sagrada la práctica de sus agüeros y demás ritos de la superstición. Todo lo omite. Se empeña en el combate sin desengañar a sus combatientes, sin prepararlos religiosamente. Esta omisión desalienta al ejército, enerva el coraje del soldado; y es vencido y derrotado por los nuevos enemigos de la República. Seamos como Craso en lo tocante a excomuniones, anatemas y condenas del tribunal inquisitorial en lo político. Hagamos conocer al vulgo, que en esta línea no hay otros herejes entredichos y proscriptos, que los mismos inquisidores, y cuantos a su imitación abusan de lo más sagrado contra la salud del pueblo. Inspirémosle todo el horror que merecen estos excomulgados vitandos, como profanadores del santuario de la Libertad. Cooperemos todos al exterminio de la tiranía, al desagravio de la Religión ofendida por el déspota que la invoca en su despotismo; unamos nuestras fuerzas para el restablecimiento de la alta dignidad de nuestros semejantes oprimidos. Copiosa es la remuneración que nos espera en la patria, y muy satisfactorio el placer de quien se emplea en la obra más digna y meritoria que se conoce debajo del firmamento: ¡Obra divina y excelsa, que demanda con justicia nuestros sacrificios! Si fuere menester que por ella sacrifiquemos también nuestra vida, el santo amor a la patria nos animará, y moriremos con la muerte de los justos, diciendo: dulce, et decorum est pro patria mori.

INTRODUCCION
PEQUÉ, SEÑOR, contra ti y contra el género humano, mientras yo seguía las banderas del despotismo. Yo agravaba mi pecado cuando, en obsequio de la tiranía, me servía de vuestra santa palabra, como si ella se hubiese escrito y transmitido a los mortales para cargarlos de cadenas, para remachar y bendecir los hierros de su esclavitud. En vez de defender con ella sus derechos, los atacaba sin reflexionar que también los míos eran comprendidos en el ataque Siguiendo las falsas ideas que yo había contraído en mi educación, jamás consultaba el libro santo de la naturaleza; leer siquiera el índice escrito de vuestro puño sobre todos los hombres me parecía un crimen. Yo desconocía el idioma de la Razón La práctica de los pueblos ilustrados y libros era en mi concepto una cosa propia de gentiles, y ajena de cristianos: detestaba como heréticos los escritos políticos de los filósofos. Por los malos hábitos de mi educación yo no conocía otro derecho natural que el despotismo, otra filosofía que la ignorancia, ni otra verdad que mis preocupaciones. Me sobraban libros y maestros que fomentasen este trastorno de ideas, este abuso de palabras, y subversión de principios: ellos eran los que me impedían el desengaño. Cuanto más esclavizado me hallaba, tanto más libre me consideraba: cuanto más ignorante, tanto más ilustrado me creía: Cuanto más preocupado, cuanto más adicto a mis errores, tanto más ufano y contento de ellos; cuanto más envilecido, cuanto más negado a la virtud con que debía salir de mi cautiverio, tanto más me vanagloriaba del fiel vasallo y buen servidor del déspota que me oprimía Con tal de que mi degradación fuese calificada de lealtad en el juicio de mis opresores, y compañeros de mi servidumbre yo no buscaba, ni estimaba en nada la opinión de los ilustrados, y libres.
De las sagradas letras se habían extraído violentamente y con fraude las bases de este maldito sistema: para su fábrica se había complicado con los artificiosos comentarios de los hombres la sencillez de las santas Escrituras. Aquello, Señor, que tú habías dicho para que fuese entendido por todos, se redujo a monopolio, haciéndose creer tan obscuro y misterioso, que sólo era dada su inteligencia a cierto número de personas servidoras del poder arbitrario; tales laberintos urdieron ellas a las expresiones más claras de uno y otro testamento, con tanto impulso les dieron tortura sus monopolistas, que al fin erigieron sobre ellas el ídolo de la tiranía. En vez de sacar máximas de gobierno de los libros de Moisés, Josué, Jueces, Reyes, Paralipómenon, Esdras, Nehemías y los Macabeos, se preferían otros que no eran dedicados a materias políticas; se arrancaban de ellos ciertas expresiones, que mal aplicadas y siniestramente entendidas, subvertían el orden constitucional de las sociedades, despojaban al hombre de sus derechos, endiosaban a determinado número de personas y familias, y canonizaban la más escandalosa usurpaci6n: expresiones que por incidencia aparecían insertas entre consejos y preceptos morales de escritores contemplativos que, arrebatados en su espíritu hacia las cosas divinas, todo lo referían a la suprema causa, suprimiendo el ministerio de las subalternas; ellos no estaban encargados de enseñar los elementos del Derecho público de las naciones, ni las cosas sublunares fijaban los ojos de su contemplación.
A las páginas del reino espiritual de Jesucristo iban los enemigos de la libertad en busca de textos que sirviesen de dogma al gobierno temporal de las gentes contra la sana intención de su autor. Por extraordinarias y singulares que fuesen las circunstancias que movieron su pluma a escribir asuntos que no eran el objeto principal de sus tareas; mi ceguedad indistintamente acomodaba el texto al paladar del déspota, y pretendía que su acomodamiento fuese tan exacto y perpetuo como el placer de los tiranos en la opresión del pueblo. No era peculiar de mi educación este sistema; era el mismo que servía de regla general para los educandos que tenían la desgracia de nacer bajo el influjo de una monarquía tal, cual debía ser la que adoptaba semejante plan de enseñanza pública. Yo quería que cuanto contiene la Biblia fuese tan infalible y estable como los misterios y dogmas de la Religión, aunque nada tuviesen de común con ellos, con la moral cristiana, y demás puntos concernientes al reino espiritual del Mesías. Para mi desengaño no bastaba ver en estos libros preocupaciones vulgares, errores físicos y astronómicos, descubiertos en otra edad: incapaz de reflexionar que si Jesucristo se acomodó a ellos en la práctica de su misión fue, sin duda, porque no era del resorte de ella enseñar a sus discípulos ciencias naturales, y exactas, ni el arte de gobernar. Nada de esto comprendían las credenciales que le despachó su eterno padre; redimir al hombre de la servidumbre del pecado, librarlo de la muerte eterna, reparar las quiebras de la prevaricación de Adán por medios tan incomprensibles como ajenos de la política, y demás artes y ciencias humanas, era el único y necesario negocio de este libertador puramente espiritual. A esta sola mira limitó sus funciones; ni una sola cláusula del fuero político se halla en la substitución que otorgó a sus Apóstoles; pero yo me persuadía que habían quedado autorizados estos substitutos para dictar en materias de gobierno: yo creía que sus dictámenes políticos eran tan infalibles como los de la esfera de su comisión, siempre que fuesen acomodaticios al genio de la tiranía. En siendo tales, me parecían marcados con el sello de la revelación.
¡Falsedad detestable a los ojos de las Escrituras del viejo Testamento!, pero más detestable aún, cuando pretende apoyarse de las doctrinas del nuevo: porque a lo menos entre aquéllas hay muchas, cuyo objeto era el gobierno y legislación de los hebreos: vos mismo os habíais encargado de su régimen y dirección civil hasta que su apetito a la idolatría les abrió el camino a una monarquía absoluta, en que degeneraron las instituciones liberales que habían recibido de Moisés; pero en las nuevas Escrituras no podía tener lugar ningún tratado de leyes, estatutos, y juicios semejantes a los que había comunicado aquel legislador, o reproductivos de ellos. La misión de Jesucristo no era la misión de Moisés: quebrantar el yugo que sufrían los israelitas bajo de Faraón, reintegrarlos en sus derechos y restituirlos al país de su dotación, fue el encargo de quien los sacó de la servidumbre de Egipto: redimir del cautiverio infernal de Satanás a toda la especie humana, rescatarnos de la esclavitud del pecado, fueron las cláusulas del poder con que vos enviasteis a tu divino hijo en la plenitud de los tiempos. Prohibido estaba a este libertador meramente espiritual, de mezclarse en los negocios de estado: él no venía a salvar a los hebreos de la servidumbre que padecían bajo el imperio romano: la plenipotencia con que descendió de los cielos, no tenía por objeto restablecer el reino de Israel, revivir la antigua constitución de este pueblo, ni la forma de gobierno que obtuvieron en la época de los Jueces, o de los Macabeos. ¿Por qué, pues, apelar a los libros de la ley de Gracia para justificar la usurpación de los emperadores de Roma? ¿Por qué recurrir a preceptos o consejos evangélicos para defender y santificar la tiranía de los monarcas absolutos? Si el sostenerla con algunos lugares de las parábolas de Salomón, ajenos del gobierno político de las tribus, era un absurdo; lo era mucho más el hacerlo con las canas de los Apóstoles, o con algún otro texto del nuevo Testamento. Yo alucinado con mis falsas ideas, pensaba que la Religión era interesada en el despotismo que yo llamaba derecho natural y divino: yo miraba como un homenaje debido a tu Divinidad, la obediencia ciega que yo prestaba y sostenía en favor del poder arbitrario. En la monarquía despótica que yo adoraba, por el abuso de la Escritura se había viciado de tal suerte el espíritu público, que el siste¬ma de la tiranía se respetaba como artículo de fe, las prácticas opresivas del tirano se veneraban como divinas y eran tildados de irreligiosos cuantos usaban de su derecho contra este mal envejecido. A fuerza de imposturas, juegos de palabras y términos trabucados, pero muy conformes al falso concepto inspirado a un vulgo ignorante y fanático, pasa por inviolable y sagrada la planta del despotismo.
De esta subversión de principios es que el hombre mejorado por la ley de Gracia, se halla no obstante en peor condición que los paganos y judíos anteriores al nuevo orden de cosas consumado en la cruz. Encorvado bajo el triple yugo de la monarquía absoluta, del fanatismo religioso y de los privilegios feudales, vive tan degradado, que ni aun conoce su degradación: y bien lejos de este conocimiento, se halla contento con su ignominioso estado, estimándolo como una lealtad acendrada, como el don más precioso de la Religión católica, como la quinta esencia de todas las virtudes, como el dulce fruto de la libertad civil y la senda más segura del paraíso celestial: llega a veces a ser tan insensible, que tiene a mengua el levantarse de su abatimiento, y mira como a enemigo mortal de su felicidad a cualquiera que se interesa en sacarle de su esclavitud y restituirle a la dignidad de hombre libre. Tal ha sido el hechizo con que han fascinado su entendimiento los partidarios de la tiranía, que le vemos armarse contra los que se acercan a romper las cadenas de su cautividad. Yo mismo incurrí en esta infamia en 1797 y 1806. Tan constante ha sido la obstinación de los teólogos del poder arbitrario en querer amalgamar dos cosas inconciliables, el cristianismo y el despotismo, que irritados ciertos filósofos del siglo pasado, atribuyeron a la religión unos vicios que ella condenaba: vicios propios de los obstinados defensores de la monarquía absoluta, e indignamente imputados a nuestras relaciones con el Ser Supremo. la pésima conducta de los doctores de la tiranía exasperó tanto a los más encarnizados contra ella, que se empeñaron en destruir los fundamentos religiosos, imaginando que ellos eran la causa del poder titánico de las monarquías cristianas. Sería falsa la religión que patrocinase el despotismo, y como tal debería abjurarse. Este hubiera sido mi deber, si en el estudio que de ella hice, cuando palpé la vanidad de los comentarios que había aprendido en la carrera de mi educación, hubiese hallado cimentado sobre la revelación el trono de la tiranía. Vos sabéis, Señor, cuáles fueron los raptos de alegría al convencerme que nada existía en las Escrituras favorable al poder arbitrario de las monarquías absolutas; en todos los libros santos le vi odiado y reprobado; decidida en todos ellos la soberanía del pueblo, y en sumo grado protegidos los derechos del hombre en sociedad. Yo no hablo sino de rodas aquellos lugares de la Escritura que directa o indirectamente tratan de política.
No hay persona despreocupada que deje de conocer esta verdad: no faltan entre los mismos defensores de la monarquía tiránica quienes estén convencidos de ella; pero por la ganancia que reportan de su oficio, siguen la marcha criminal que emprendieran tal vez con una conciencia errónea. Aunque sea muy sanguinario y despótico el monarca, de cuyas mercedes viven, le proclaman como el más justo y humano: no hay providencia opresiva que no salga decorada con frases paternales, amorosas y benéficas. A mantos le sirven en la ejecución de su poder arbitrario, les tributan los honores correspondientes a la virtud y a tus fieles servidores. "Quien obedece al Rey, obedece a Dios: el servicio del Reyes el servicio de Dios". He aquí, Señor, el proverbio común de sus ordenanzas: en ellas su trono es compañero inseparable de tus altares; su majestad concomitante de la vuestra. Parecen todos estos aforismos inventados, no para la curación de los enfermos de esta dolencia política, sino para reagravar más sus efectos morbosos. Contagiado yo de este mal en otro tiempo, hice servicios señalados al opresor de mi patria: dispuesto estaba a señalarme más en su obsequio, menos por las gracias recibidas de su real mano, que por el estimulo de mis manías religioso-políticas. Aunque yo tenía muy poca tintura en la historia, no era insuficiente para deducir de ella el desengaño, si hubiese reflexionado sobre los hechos más notables que desmienten las fábulas de que yo estaba imbuido. No era necesario entrar en los anales de todas las naciones que en todos los siglos han ejercido el derecho que yo creía condenado por la religión: bastaba una ojeada sobre todos los pueblos que los romanos consideraban como partes integrantes de su imperio o como colonias suyas: era menester la más rematada ceguera para no ver que todos ellos, inclusa la España, usaron del mismo derecho contra los emperadores de Roma, en cuyo favor escribió San Pablo la exhortación que sirve de fragua a los factores de la tiranía para forjar los grillos y cadenas de la esclavitud. Sin una ceguera tal como la mía yo mismo me hubiera argüido, diciendo: "Si tantos pueblos pudieron usar de este derecho sin ofensa de la religión, sin contravenir a la mente del Apóstol, ¿por qué no han de poder imitarlos las provincias de ultramar, y cuantas se hallen en su caso?" Todavía sin remontarme a la disolución del imperio romano, podía yo haber raciocinado sobre un acontecimiento coetáneo con mi educación. El monarca absoluto, a quien yo adoraba entonces, auxiliaba a unos pueblos que usaban de igual derecho contra otro monarca europeo; y nadie dijo en mi país que hubiesen pecado contra la religión ni contra la doctrina de San Pablo los auxiliados y el auxiliador: por el contrario en todas las oraciones fúnebres que yo oí en las exequias de este real protector de insurgentes, su vida y su reinado eran un tejido de virtudes y prácticas religiosas.
Obvias eran estas reflexiones para un entendimiento menos deslumbrado que el mío. Yo andaba bien distante de ellas, y tan apegado a mis preocupaciones, que me hubiera distinguido más y más en el servicio del monarca opresor de mi tierra natal, si vos, Señor, no me hubieseis abierto los ojos, y presentado la ocasión de lavar por actos contrarios la mancha de mi pasada conducta. Reparar el daño que irrogaron mis errores, fue desde luego mi propósito: ellos fueron públicos; pública también debe ser la satisfacción: tal ha sido la que hasta ahora he procurado dar; y tal quiero sea también esta penitencia. Confesaré mis extravíos por el orden con que fueron ocurriendo a mi memoria: nada omitiré de cuanto me parezca conducente a la libertad de mis semejantes oprimidos. Vos, Señor, que os dignasteis traerme al conocimiento de las verdades que por el sistema de los opresores debían ignorar para siempre, dignaos también asistirme en esta confesión: haced que por medio de ella, o el que más fuere de vuestro agrado, se desengañen todos los que se hallaren en iguales circunstancias: no permitáis que incurran en ellas los incautos, a quienes se ofrezca la venda de las preocupaciones con apariencias religiosas.

CAPITULO I
Se explica el capít. 8 de los proverbios, y la figura ethopeya de que re sirve Salomón en este lugar

EL CAP 8 de los Proverbios era el más favorito en mis descarríos: con él me empeñaba yo en probar que todos los monarcas recibían exclusivamente de vos la autoridad y poder, cualesquiera que fuesen los medios de advenimiento a la monarquía; y de consiguiente estaban autorizados para mandar absolutamente sobre los pueblos, y éstos obligados a obedecer ciegamente, por más díscolos que aquéllos fuesen, por más inicuos que apareciesen sus mandamientos. "Por mí reinan los Reyes, dice el texto, y los legisladores decretan lo justo." Yo suponía que tú eras quien aquí tomaba la palabra en favor de todos los comprendidos en ella, y que por esta expresión atribuida erróneamente a tus divinos labios, quedaban constituidos plenipotenciarios tuyos todos los monarcas. Pero leyendo íntegramente el capítulo, se ve claramente que no sois vos quien se explica en él, sino la sabiduría general. Sí, señor: personificada metafóricamente por Salomón esta virtud intelectual, ella es la que declara que sin sus luces no puede haber acierto en los gobiernos, en la legislatura y administración de justicia. Sea cual fuese la forma gobernativa, titúlense como quieran los magistrados y legisladores; ninguno de ellos desempeña bien sus funciones, si carece de sabiduría. He aquí todo el fondo del "Per me reyes regnant, et legum conditores justa decernant". Con leer siquiera el sumario del capítulo, queda averiguada esta verdad, y disipado el error introducido en obsequio de la monarquía absoluta.
No es Salomón el único escritor del viejo testamento que se vale de parábolas en la explicación de sus pensamientos. Joatán en el Capítulo 9 de los Jueces, el autor del Paralipómenon, lib. 2 Capítulo 25 y el Santo Job en el Capítulo 28 sirviéndose de la misma figura, personifican y hacen hablar a los vegetales, al abismo, a las ondas del mar, a la muerte, y la perdición. Es sin duda la sabiduría el interlocutor que introduce Salomón, dirigiendo la palabra a los hombres constituidos en autoridad, para amonestarles que por sus conocimientos es que cada uno de ellos llena las miras de su empleo: ella es la que después de hablar a los mortales en lo principal de este capítulo, indicándoles de paso ser suyas las cautelas y previsiones humanas, les invita a su adquisición con los atractivos de su hermosura: ella es la que comunicada a la hormiga, la dignifica para tener lugar en este libro. Por su sabiduría en proponerse es que este humilde insecto se propone por modelo a los perezosos en el Capítulo 6 de los Proverbios. (Vade ad formican, o piger, et considera vías ejus, et disce sapientiam). Reducida esta expresión al lenguaje metafórico del Capítulo 8 diría la sabiduría: "Por mí prevé la hormiga lo futuro, y surte oportunamente sus graneros". Ella pues debía ser, en mi concepto, otro vicegerente vuestro cuando yo suponía que erais vos el interlocutor de Salomón en su parábola. Bajo este falso supuesto, mis primeros tiros contra la soberanía del pueblo partían de este lugar. De aquí deducía yo que el poder y majestad de los príncipes y reyes se derivaba inmediatamente de vos, y que nada debían a las naciones de su mando: ¡deducción falsísima, y promotora del despotismo y tiranía! Pero mi engaño no dejaría de serlo, aunque se fingiese que tú eras el interlocutor. En tal caso conservaría siempre la sociedad el rango de causa secundaria en la comisión del poder y soberanía; y la frase de Salomón en un libro que no es de política, no denotaría otra cosa que la elevación de su pluma hacia la primera fuente del poder.
Imitando su parábola el Eclesiástico en el Capítulo 24 pone en boca de la misma sabiduría sus propios elogios, su procedencia, su curso, mansiones, eficacia y efectos; convida a su posesión, y declara haber residido en toda la tierra, y obtenido la primacía entre todos los pueblos y familias. Incomprensible en su origen, y admirable en las criaturas susceptibles de este don gratuito, ella es la que infundida en el virtuoso, y en el malvado, produce bienes y males, resplandece gloriosamente en el uno, y degenera ignominiosamente en el otro con fraudes, trampas y lazos. De esta sabiduría tiene gran fondo Satanás: de ella participaban los magos de Faraón, la pitónica de Saúl, y demás nigrománticos citados en la Escritura: por ella hablaban los pseudoprofetas: por ella obraban milagros los falsos cristos, y falsos profetas anunciados en el Capítulo 24 de S. Mateo. Siguiendo pues el mismo estilo figurado, es de esta sabiduría el decir:
Por mí gobiernan los príncipes absolutos y con apariencias contrarias mantienen abatidos y esclavizados los pueblos. Por mí los oradores de la tiranía logran persuadir que no soy sino el Espíritu Santo, quien se apersona y lleva la palabra en el cap 8 de los Proverbios. Por mí se ha de tal suerte organizado el sistema opresivo, que los pueblos adoran como imágenes ungidos, y ministros del Señor, a los males implacables enemigos suyos, y poderhabientes de Satanás: por mi se han ligado de tal modo en la errónea opinión de! vulgo la religión y gobierno, e! trono y el altar, la majestad de Dios, y la de los usurpadores, que los ilusos miran también como sagradas las ligaduras que de aquí han resultado contra e pueblo. Por mí conspiran las potestades del infiero contra la prosperidad del orden social, y en las pasiones de los pseudoteólogos, y falsos políticos tienen ellas los mejores agentes y patronos de su causa. Por mí la ignorancia pasa por filosofía, el despotismo por derecho natural y las preocupaciones por verdades.
Al género humano es perniciosa esta sabiduría: a ella es aplicable la sentencia de Job, y de Isaías, reproducida por el Apóstol en su primera carta a los de Corinto: "Aboliré, dice, la sabiduría de los sabios, y aniquilaré la ciencia de los inteligentes" (I ad Corinto 1.). Pero dejando aparte este maligno saber, y convirtiendo la palabra en una frase sencilla, nada más quiere decir sino que quien reina bien, tiene sabiduría, y que también la poseen los legisladores que hacen buenas leyes, los príncipes, cuyo imperio es justo, y los poderosos que administran justicia. ¿Y no es una depravación en haber abusado del candor y de la ignorante credulidad hasta el punto de santificar a los enemigos de la especie humana con un texto que en nada les favorece? Una verdad notoria es lo que en él se enseña: nadie la ignoraría, nadie dejaría de explicarla a su modo aunque la hubiese omitido Salomón; pero el vicio de la lisonja, el prurito de hacer misterioso lo más patente y llano, son la raíz de rodas estos males. Demasiado sabido es que en la Escritura hay muchos asertos que sin el órgano de la revelación el magisterio de la naturaleza los enseña a todos los hombres. Tal es el c. 8 de los Proverbios; y bien pudo su autor al escribirlo haberse propuesto lo que observamos en el gran maestro de las matemáticas, que para deducir pruebas en favor de aquellas proposiciones menos obvias en esta ciencia, escribió ciertos axiomas entendidos de roda la gente que no ha renunciado al sentido común: tales son los que enseñan ser el todo mayor que la parte: que dos mitades componen un todo: que la línea recta es el tránsito más corto de punto a punto. Ellos son tan claros, que aunque Euclides no les hubiese dado lugar en sus obras, ni los de Tracia podían ignorarlos, cuando no sabían contar más de cuatro. Tiene también los suyos la política: "El hombre es naturalmente libre; no puede ser privado de su libertad sin justa causa; ni la resigna ni la disminuye, sino por la consideración de un bien más grande que él mismo se propone al entrar en sociedad; roda poder que no se deriva de ella, es tiránico e ilegitimo: a beneficio de los gobernados, no de los gobernantes, fueron instituidos los gobiernos fuera de los deberes que el hombre tiene para consigo mismo, no reconoce otros que aquellos que proceden del beneficio recibido, del contrato, o casi contrato, del deliro, o cuasi delito". Estos son los más evidentes axiomas políticos. Mientras estuvieran avenidas con ellos las constituciones y las leyes del estado, serán justas, y amigas de la sabiduría divina: tales fueron las que por el ministerio de Moisés dietaste a tu pueblo escogido. Mientras Saúl, David y Salomón obraron con arreglo a ellas, estaban comprendidos en el discurso de la sabiduría concerniente a los Reyes. Ninguno de ellos fue legislador, ni podía serlo en una nación de cuyo poder legisla¬tivo os habíais vos encargado: nada pues les tocaba de lo que dice la sabiduría a los legisladores. Cuando las circunstancias del tiempo hubiesen exigido reforma en la legislación de los hebreos, cuando vos os hubieseis eximido de este encargo, ellos mismos habrían ejercido su facultad deliberativa, corno una atribución natural y común a todos los pueblos de la tierra. De ellos es también la que se refiere en el versículo siguiente al de los Reyes y legisladores, de que yo he tratado hasta aquí: su secuela será una ampliación de los desbarros que voy confesando.
"Por mí mandan los príncipes, y los poderosos decretan lo justo" (Per me principes imperant, et potentes decernunt justitiam). Es adaptable esta cláusula a los 70 príncipes del sanedrín encargados del poder judicial de las tribus: ellos eran príncipes, y poderosos: con este tratamiento fueron distinguidos desde su primera instalación en el c. 18 del Exodo, y eran efectivamente poderosos, porque nadie estaba exento de su jurisdicción: los mismos reyes eran juzgados por ellos: su sabiduría les daba crédito para ser elegidos, especialmente aquella que anda acompañada del amor divino: porque Dios no ama sino a los que viven con sabiduría (Neminem enim diligit Deus, nisi eum, qui cum sapientia inhabitat. Sap. 7). Muy lejos de ella marchan los Reyes que desconocen la soberanía del pueblo, arrogándose un poder arbitrario. Ninguno de ellos puede conocer la sabiduría de que habla el Apóstol en el c. 2 de su 1ª Carta a los de Corinto. "Su sabiduría es ignorancia delante de vos" (Sapientia enim hujus mundi stultitia est apud Deum. 1ª ad Corinto 3) O más bien es de aquella que merece ser abolida y aniquilada (1ª ad Corinto 1.). Ninguno de ellos puede ser ministro tuyo, mientras proceda con una malignante sabiduría, mientras sus obras fueren obras del demonio. Las tuyas, Señor, están reñidas con el despotismo; no pueden conciliarse con la usurpación de los derechos del hombre. Quien osare decir que un déspota es vicario tuyo, merecerá sin duda una censura proporcionada a la que recibieron de Jesús, los Fariseos que decían ser de Belcebú la virtud con que él lanzaba los demonios (Math. 12).
Yo estoy lejos de pensar que Salomón, aunque infractor de la ley, e interesado en sostener su poder arbitrario, maquinase defraudar en sus escritos morales la libertad del género humano. Ninguno de ellos tenía por objeto la política de las naciones: su autor no estaba encarga¬do de dar leyes, ni el sello de la infalibilidad podía recaer sobre máximas de gobierno contrarias al derecho natural y divino. Tal es la que se lee en el c. 8 del Eclesiastés: "Guardar los mandamientos de los Reyes, y no preguntar, ¿qué es lo que tú haces? porque en donde está la palabra del Rey, allí está el poder, y hará todo lo que guste". Esta es la letra del texto; pero ella es muy disonante a la constitución de los israelitas: al dictamen de la razón, a los usos y costumbres de los pueblos libres, al derecho natural y divino. Es un tirano cualquiera que haga pasar por ley irresistible e inviolable su voluntad y palabra en los términos referidos. Es un malvado quien sin dar más razón que su querer en la administración de los negocios públicos, exija de los súbditos una obediencia tan ciega, que ni aun les sea dado preguntar los motivos y fines del mandato. ¡Ojala no fuesen tantos los tiranos de esta clase que se han sentado en el trono! Muchos, dice el Eclesiástico, eran éstos cuando él escribía. (Eceles. 11.) Son ahora innumerables; pero ninguno de ellos ha confesado su vicio: todos, en su propia boca y la de sus aduladores han sido los más justos de todos los monarcas, y como reo de estado ha sido tratado quien los ha calificado de tiranos al alcance de su tiranía. El dicho de Salomón podría pues pasar cuando más por un consejo prudente para los que vivían bajo el pesado yugo de los monarcas orientales. A este modo aconsejaba Jeremías al Rey de Judá, Sedecías, cuando el poder de Nabucodonosor era irresistible. (Jerem. 27). El sufrir, siempre que falte el valor y la fuerza para salvarse de la opresión, es oficio de la prudencia, y es propio de la misma virtud aconsejar el sufrimiento, cuando el consejero tampoco puede libertar al oprimido, sea que éste gima bajo el poder de un bandido, de un pirata, o de otro que con diferentes formulas, títulos y apariencias ejerza la piratería, el latrocinio y depredación. Es menester advertir por otra parte, que no son del autor del Eclesiastés todas las palabras citadas, y que las suyas bien distantes de adquirir un sentido general y permanente, claudicaron muy luego en la persona de su hijo Roboán, cuyos labios no tuvieron tal poder, ni fue capaz de hacer todo lo que queda: de manera que, si reinando él, hubiese escrito su padre este libro, habría tenido nuevo motivo para dolerse de la injusticia y desorden que notaba cuando decía haber visto al necio colocado en alta dignidad, y a los cuerdos humillados; a esclavos montados a caballo, y a príncipes andando a pie como esclavos (Eccle. 10.) Más me duele, Señor, a mí el haber malentendido y aplicado malísimamente unos textos que por sí solos no podrían dañar a la sociedad; pero que, en manos de la ignorancia y perversidad han sido funestos a la libertad del hombre. Sigue otro no menos perjudicial por la corruptela de los glosadores, y es tomado del c. 6 del Libro de la Sabiduría.

CAPITULO II
Explicación del c. 6 del Libro de la Sabiduría, y del origen de la autoridad y poder civil

"OÍD PUES, Reyes, y entended, dice el escritor de este libro, porque Dios os ha dado el poder y la fuerza; el cual examinará vuestras obras y escudriñará hasta vuestros pensamientos". De estas palabras entresacadas y mancas, infería yo, que no recibiendo los Reyes sino de sólo vos, el poder y la fuerza que les caracterizaba de soberanos, era una quimera el decir que la soberanía dimanaba del pueblo, y que éste tenía derecho de imponerles leyes, pedirles cuenta de su administración, removerles del mando y castigarles más severamente. Pero mis inferencias eran tanto o más erróneas que la primera, diametralmente opuestas a los derechos del hombre, al consentimiento unánime de las naciones independientes y libres, a la constitución de los hebreos, a la práctica constante de sus más distinguidos caudillos. Por más que se afanen los déspotas y sus cortesanos, la soberanía ha sido y será siempre un atributo natural, e inseparable del pueblo. Este es un dogma político y cuasi religioso, que no puede recibir lesión alguna en el presente texto, ni en otros concordantes, que por ignorancia, o malicia se han extraído de unos libros destinados, no a la enseñanza del derecho natural y de gentes, sino a la instrucción de otro orden de cosas. Aquellos, a quienes éstas fueron reveladas, las escribían arrebatados de la contemplación del Ser Supremo, prescindían de las causas subalternas, cuando meditaban en sus efectos y los atribuían expresamente a la primera; pero ni esta precisión, ni este silencio de las causas segundas les quita su actividad, ni la parte que le toca en la producción de sus efectos. En ninguno de los lugares expresivos de la suprema causa se excluye el influjo de las demás: no hay siquiera una partícula exclusiva; taciturnidad de agentes secundarios, declaratoria del nombre del criador, es lo que aparece en unos escritos, cuyo espíritu estaba remontado sobre todo lo temporal y terreno. Obraban de buena fe; y al confesar que de vos viene roda autoridad y poder, no negaban que ésta fuese atribución natural del pueblo, ni que de él emanase como de fuente inmediata y visible. Con igual arrebatamiento de espíritu se refieren a ti, como principio y origen de todo lo criado, siempre que en sus meditaciones elevadas incluyen otros efectos naturales de causas intermediarias bien conocidas, pero suprimidas en sus escritos. Son innumerabies los ejemplos que acerca de esto ofrece la Escritura: yo tomaré los más obvios, empezando por el mismo c. 6 de la Sabiduría, que al v. 8 trata de tu imparcialidad para con la humilde y alta fortuna, diciendo:
"Quoniam pusillum, et magnum ipse fecit: porque tú hiciste al pequeño y al grande". He aquí la letra del texto: en él no se mencionaban los padres naturales del grande y del pequeño; la primera causa es la única que aquí se considera y declara el escritor sagrado. ¿Y sería tolerable que a la sombra de este silencio se negase la existencia, o el concurso de los agentes sublunares de estas nobles criaturas? ¿Sería lícito al grande y al pequeño valerse de esta omisión para desconocer a sus padres, para sustraerse a lo que les deben por la parte que tuvieron en su generación, nutrimiento y crianza? Sería impiedad, sería manifiesta transgresión del precepto especial que dictaste en honor del pa¬dre y de la madre. ¿Y qué calificación merecerá la ignorancia, o mala fe con que se pretende despojar al pueblo de su soberanía, a pretexto de que ninguna mención se hace de ella en el lugar citado?
"Desead pues, y amad mis discursos, y tendréis sabiduría" (Concupiscite ergo sermones meos, diligite illos, et habebitis disciplinam). Así se explica el v. 12 del mismo capítulo, declarando que el deseo, y el amor de la sabiduría dará la posesión de ella. Ni maestros, ni libros, ni estudio aparecen en este texto. "Desead, y amad mis palabras, y tendréis sabiduría." Esta es la expresión dirigida a los jueces y Reyes en el mismo versículo. En ella se omite el magisterio de los sabios, la consulta de los senadores, el consejo de los ministros ilustrados. ¿Y se dirá por esto, que ellos y sus escritos quedaron excluidos de este lugar? ¿Por qué pues ha de quedar excluida la soberanía del pueblo, y su intervención, cuando en el mismo capítulo se dice, que vos habéis dado a los monarcas el poder y la fuerza?
Vos mismo, Señor, al dictar a tu pueblo la primera ley, le dijisteis:
"Yo soy tu Señor, y Dios que te saqué del Egipto, y de la servidumbre". De esta manera hablasteis en el c. 20 del Exodo, omitiendo la memoria y ministerio de Moisés: y en el c. 31 del mismo libro ya todo es obra de este libertador y no tuya, cuando le dices: "Vete, y baja, pecó el pueblo tuyo, a quien sacaste de la religión de Egipto". (Vade, descende; peccavit populus tuus, quem eduxisti de terra Egypti). Entonces ya no es vuestro este pueblo, sino de Moisés: éste y no vos, fue quien le sacó de aquella tierra, y le libró de la esclavitud. Pero la verdad es que ni en uno, ni en otro texto hay causa primera y segunda: le turban pues, y confunden, y por decido así, quitan del medio el sistema de las causas secundarias todos aquellos que despojan a las naciones de su autoridad y poder, sin más ni más que el permitirse la memoria y actividad de ellas en los textos escogidos por la ilusión, o el dolo para obsequio de la tiranía.
Entre los egipcios aprendieron las artes fabriles todos los artesanos de que se valió Moisés para las obras que tú le encargaste en los ce. 31,35 Y 36 del mismo libro del Exodo. Sin embargo, os explicáis aquí como si no hubiesen tenido otro maestro que vos, cuando decís que los llenasteis de vuestro espíritu, de conocimiento y pericia para toda manufactura de metales, piedra y madera. Pero a la verdad en la omisión del magisterio de los egipcios, de la industria y aplicación de sus discípulos, los artífices hebreos, no excluisteis la acción de las causas subalternas, no negasteis su influjo y concurrencia. A pesar de esto el despotismo y su séquito niegan a las sociedades sus más preciosos derechos, porque no se expresan en los lugares de su devoción.
De los 600 hombres que armó David contra Saúl, 400 de ellos pretendían que los restantes que no habían entrado en la acción contra los Amalecitas invasores del territorio meridional de Siceleg, no participasen de la presa que había dejado en sus manos el enemigo completamente derrotado. El Jefe al reconvenirles por la injusticia de una pretensión exclusiva de los 200, que custodiaban el bagaje y provisiones comunes, les dice, que todos debían tener parte en los bienes que tú les habías entregado. (Non sic facietis, fratres mey, de bis, quae tradidit nobis Dominus.) Estas son las palabras de David, que atribuyéndolo todo a la primera causa calla en la operación militar de las segundas. ¿Y se dirá por esto, que no fueron vencedores los 400 combatientes dirigidos por su fuerte y valeroso caudillo? ¿O que no era de ellos el poder y la fuerza con que pelearon y triunfaron, sino tomada a premio, o en precario de la que yo en mis desvaríos atribuía exclusivamente a los Reyes?
Cuando David llegó a este rango, pecó contra Betsabé, seduciéndola, y corrompiéndola contra Drías, injuriándole con el adulterio y haciéndole matar dolosamente; contra el pueblo, escandalizándole; y contra la ley que violó. Con todo eso, al confesar su pecado, dijo haber sólo pecado contra ti (Tibi soli peccavi. Psalm. 50). Absorto en su dolor no consideró más que la infinita fealdad del crimen con respecto a vos: se desentendió, por decirlo así, de la ofensa limitada con respecto a los demás agraviados; pero no la excluyó: antes por el contrario quedó tácitamente comprendida en la expresión del Ser Supremo ofendido. De parte de las criaturas injuriadas era proporcionada al delito la pena establecida por la ley; pero de vuestra parte, faltando proporción entre la inmensidad del reato, y la limitación del delincuente, no podía éste satisfacer condignamente. Callando David en la confesión de su culpa a Bersabé, a Drías, y al pueblo, obró de una manera inversa a la que se le notó, cuando incurrió en su pecado. No se acordó entonces de ti, no os temió ni se abstuvo de pecar a tu presencia: Temió sólo a los hombres y por lo mismo se condujo cautelosamente en la ejecución del crimen. Aunque usó de la palabra exclusiva "tibi soli" nadie niega la ofensa a los demás. Por exclusivas que sean también las palabras "Tu solas Sanctus, tu soles Dominas, tu solas Altissimo:", abusan de ellas, apropiando sus respectivos epítetos las mismas personas que desapropian al pueblo de su majestad y poder, aunque no hay siquiera una partícula exclusiva en los textos de su facción. Estos mismos facciosos, a pesar de la terminante literal expresión de! salmo: no se atreven a negar la culpa cometida contra las tribus de Israel, contra sus leyes, contra Urías y su mujer; pero yo osaba sostener en otro tiempo, que las naciones carecían de autoridad y poder, porque de ellas no se hacía mención en los lugares favoritos de la tiranía.
Al exponer el Eclesiástico la necesidad de honrar al médico, da por razón el ser criatura del Altísimo este facultativo. (Honora medicam propter necessitatem: etenim illum creavit Altissimes. Eccles. 38). A la causa primera recurre este escritor, sin hacer reminiscencia de los padres, maestros, libros y tareas del hombre, que por la carrera de la medicina llega a merecer este honor. Quien abusa, pues, del silencio de la causa segunda en la comunicación del poder con la mira de descartar al pueblo, abusará igualmente de la taciturnidad del Eclesiástico para sostener que los médicos salen de vuestras manos como salió Adán, o que solamente merecen ser hombres aquellos que han recibido milagrosamente una ciencia infusa para curar los enfermos. ¡Poco importaría fuese esta maldita lógica e! mérito y la sabiduría de los aduladores de! despotismo, si el ignorante vulgo no se hubiese dejado arrastrar de ella, para prestar al déspota el poder y la fuerza con que subyuga a los demás!
Ninguno más sometido y obediente a sus padres que Jesús; pero cuando llega el tiempo de anunciar el reino de los cielos, se desprende de todo lo terreno, en tanto grado que, desconociendo a su madre y parientes, protesta no reconocer otro padre que el Eterno, ni otra madre y hermanos que los que hicieren la voluntad de su padre celestial. Lo refiere San Mateo en el c. 12 de su Evangelio. Predicando en aquel tiempo a la multitud, le avisan que su madre y hermanos llegaban y querían hablarle; pero él, señalando entonces con la mano a sus discípulos, contesta ser éstos su madre y hermanos, y que cualquiera que hiciese la voluntad de su padre, que estaba en los cielos, ése era su hermano, su hermana y su madre. Vengan, pues, los oradores antisociales a despojar a María de su maternidad, por el mismo sendero por donde vienen a quitar al pueblo sus derechos. Manejando a su modo el sofisma de la tiranía, aquí hallará más pábulo su malignidad, o su preocupación: no es un mero silencio sobre los vínculos de la sangre y de la gracia el que se os pone delante, sino una positiva abnegación de ellos. Y si vosotros, compañeros en otro tiempo míos, sacabais de la falta de expresión de un texto tanto fruto para atacar los poderes de la sociedad y mantener la usurpación de ellos, aquí tenéis un lugar tan expresivo que, a vuestro modo de raciocinar, es un campo vastísimo de extravagancias y delirios.
Decía el Bautista, que nadie podía recibir cosa alguna si no le fuese dada del cielo (Joan. 3). Sin embargo, todos saben que esta elevación al supremo ser nada puede alterar de lo que él mismo concedió a los seres intermediarios en el plan de su creación. Bien sabía Ananías, que al defraudar a la comunidad de la parte del caudal que ocultaba y retenía, no podía engañar al Espíritu Santo. No era ésta su intención: el engaño estaba circunscripto a la congregación de los fieles. Con todo, al reconvenirle San Pedro por el fraude, le dice, no era un mentiroso con los hombres sino con Dios. ("Non es mentitus hominibus, sed Deo". Act. 5). Al despedirse San Pablo de los de Efeso, dirigiendo su discurso a los nuevos Prelados, les dice haber sido colocados por el Espíritu Santo; y no expresa los actos humanos de aprobación y nombramiento, sin los cuales no hubieran sido establecidos (Act. 20). Con igual sublimidad de espíritu decía Santiago en su carta canónica, que "toda gracia excelente y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del padre de las luces". (Jacob. 1). Si al suprimirse la intervención del hombre en este orden de cosas, ninguna criatura sensata le priva de la parte ministerial que en él toca; ¿por qué tantos insensatos sacan de iguales supresiones en el orden político argumentos viciosos para despojar de sus derechos a las naciones y ponerlas a merced del despotismo? Demasiado notorio es el motivo. Yo era uno de tantos insensatos, y obraba como tal, menos por interés que por las sugestiones de una conciencia errónea. Otros, aunque menos ignorantes, llevan una práctica contraria a sus conocimientos, por las consideraciones y lucros que reciben del tirano y sus satélites: el egoísmo, y en los cobardes el miedo los induce a obrar de esta manera: pero son mucho más numerosos los fascinados con ideas siniestras de Religión y Gobierno.

CAPITULO III
En favor de la soberanía del pueblo el c. 14 de los Proverbios

LEJOS DE esta insensatez, el autor del libro de la Sabiduría reconoce y confiesa en otro lugar la majestad y poder del pueblo; pero aun cuando hubiese escrito contra ella, quedaría ilesa la verdad de este dogma político; y la infalibilidad prometida en los arcanos del Reino de los cielos no sería perjudicada en un ápice. Vuelvo a confesar que no son de este resorte las materias de gobierno, de física o astronomía. Tan falible era en el curso de los astros como en política el escritor de los libros de la Sabiduría y Proverbios. Es por esto que, demostrado ya el sistema planetario de Copérnico, ningún astrónomo moderno, por católico y escrupuloso que sea, desconoce el error de Salomón en los vv. 5 y 6 del c. 1 del Eclesiastés; y todos viven seguros de la injusta persecución de Galileo Por la misma regla sería censurado cualquier otro error político de sus escritos y demás, que no fueron destinados por ti a enseñar axiomas y principios de jurisprudencia. No es de esta clase el de los Proverbios; pero en el c. 11 v. 28 hay un rasgo bien significante de la majestad y soberanía del pueblo. "En la muchedumbre del pueblo -dice el texto- está la dignidad del Rey, y en su pequeñez la ignominia del príncipe" (in multitudine populs dignitas regís, et in pausitates plebis ignommia principis). Para convencer de esta verdad, es suficiente maestro el sentido común. Aunque agotasen toda su retórica los oradores de la tiranía, quedaría sin adoraciones y tributos su ídolo, desde que le faltase el poder y la fuerza de la nación. Por más textos que amontonasen para persuadir su carácter divino, su vicaría y unión celestial, ningún fruto cogerían, siempre que ya no hubiese a las ordenes de su vicario y ungido mucha gente armada que inspirase el terror, y con él sostuviese la creencia de esa otra soberanía imaginaria. Los mismos predicadores le abandonarían, cuando a falta de gente siguiese la del lucro y distinciones que reportaban por su adulación. Del número de combatientes y contribuyentes resulta la dignidad y grandeza del monarca, y de la falta de ellos su ignominia y mengua política: de ellos, pues, es la dignidad o vilipendio, que comunican a su representante o hechura, a proporción del número y de la fuerza física y moral, que por dentro y por fuera se observa en la multitud, o apocamiento de la comunidad: suya es por consiguiente la majestad y poder verdadero, que no es otra cosa que el resumen de las facultades intelectuales y corporales del hombre reunido en sociedad, más o menos honrada o deshonrada, según el número de almas y cuerpos fuertes que en ella se encontraren, de virtudes o vicios que la dignificaren o labraren su ignominia. De aquí resulta a sus gobernantes el honor o vituperio declarado en el c. 14 de los Proverbios.

CAPITULO IV
Falsa idea de la soberanía

CONFIESO, SEÑOR, que e! concepto que yo había formado de ella no podía ser más ridículo y chocante a la razón. Imaginaba yo que la soberanía era una cosa sobrenatural e invisible, reservada desde la eternidad para ciertos individuos y familias, e íntimamente unida con la palabra Rey, para infundirla a su tiempo en el cuerpo y alma de aquellos que obtuviesen este título por fas, o por nefas. Otras veces la consideraba como una cualidad espiritual y divina, inherente a tu omnipotencia, de donde se desprendía milagrosamente para identificarse con los monarcas y caracterizarlos de vicedioses de la tierra. Esta idea me había venido de la que yo tenía formada de la Gracia Santificante, de la virtud sacramental y la potestad de orden en los ministros de! culto; pero la copia me salía mejor que el original: yo hallaba en la cualidad regias ventajas que no tenía el dechado por donde mi fantasía la copiaba: la gracia se pierde por el pecado mortal; la prerrogativa real era inadmisible, aunque el Rey cometiese muchos crímenes: ni la gracia, ni el carácter sacramental eximían al hombre de la observancia de la ley; pero el carácter real exoneraba al monarca del cumplimiento de las leyes, le hacía árbitro y dispensador de ellas: ningún facineroso merecía la gracia santificante; pero el que llegaba a ser Rey por el camino de la maldad, era tan acreedor a la investidura celestial como el que adquiría la corona por aclamación del pueblo: por justificado que fuese el hombre en el estado de gracia, aunque estuviese marcado con e! carácter que recibieron del mismo Cristo los Apóstoles, dejaba de ser inviolable y sagrado, siempre que maliciosamente quebrantase la ley, y quedaba sujeto a sus penas, sin exceptuar la de último suplicio, si lo exigiese la atrocidad del crimen; pero el monarca permanecía inviolable y sagrado, por más tirano y delincuente que fuese: ni legatarios, ni herederos aparecían en el orden de la gracia, en las virtudes sacramentales, o en la jerarquía eclesiástica; pero en las monarquías absolutas todo era hereditario, todo transmisible a los parientes más inmediatos del último poseedor, por un derecho llamado de sangre.
Este era, Señor, el concepto que yo tenía de la soberanía, y éstas las consecuencias que de él se derivaban. Pero todavía tomaba más vuelo mi fantasía para acomodarle al sistema de las coronas hereditarias. Con este fin me imaginaba yo que tú habías estancado una porción de vuestro poder, y vinculándole en favor de aquellas familias que, después del diluvio, habían de reinar sobre la tierra, y que dejando el llamamiento de los sucesores de este mayorazgo a voluntad de los primeros poseedores, y alguna vez de las naciones mayoricadas, os habíais comprometido a estar y pasar por sus caprichos y substituciones; a comunicar la cantidad necesaria de poder a los llamados en ellas, o a las personas de mejor grado y línea, sea cual fuese su edad, su sexo, su ineptitud o aptitud; a respetar sobre todo la ley sálica en este punto, como la más equitativa, imparcial y conforme a la generosidad con que tus infinitas bondades se difunden sobre roda lo creado, sin acepción de personas: a no mezclaros en los pleitos de sucesión, y a suspender en este caso la colación del beneficio de la soberanía hasta que se decida la contienda por la fuerza de las armas, por los artificios y trampas de cada siglo. A todas estas quimeras me arrebataba el torrente de mis preocupaciones. Jamás me había pasado por el pensamiento el que, "in multitudine populi dignitas regis, et in paucitate plebis ignominia principis": jamás atendía yo a este texto, ni a otros muchos que comprueban la majestad y poder del pueblo. Me escandalicé la vez primera que abrí una obra de derecho natural, y en ella leí lo siguiente.

CAPITULO V
Verdadera idea de las soberanías y se desenvuelven los elementos sociales

"SOBERANIA ES EL resultado del poder y de la fuerza moral y física de los hombres congregados en sociedad: fuera de ella, cada uno es un pequeño soberano porque se halla dotado de facultades intelectuales y corporales, esenciales constitutivos de la soberanía, A nadie pueden negarse estas dotes, que en el proyecto de la creación entraron como partes integrantes de esta imagen y semejanza del creador, Las obras de Dios son perfectas: como tales él mismo las iba aprobando al paso que su omnipotencia las iba sacando de la nada. El fiat con que recibieron el ser todas las que precedieron a la existencia del hombre, parecía insuficiente a explicar la dignidad y perfección de esta criatura que tanto había de costar a su hacedor: es por esto que al formarla, roma otro tono más solemne y digno del efecto que iba a producir para complemento de la creación. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, es la formula con que sale a luz este mundo abreviado para poner el sello a las obras del creador. Entonces es que el conjunto de todas ellas merece ser aprobado como excelente y perfectísimo". (Vidit Deus cuncta, quae fecerat, et erant valde bona; Gen. 1). Ofendería el crédito de esta sagrada historia, abdicaría el sentido común cualquiera que dijese no haber participado esta elegante copia de aquellos atributos comunicables a la naturaleza. Tal es el de la soberanía y poder. Ilusoria y vana sería la expresión de imagen y semejanza de Dios, si nada le hubiese cabido de los rasgos que componen la soberanía, y demás dones necesarios a su defensa, conservación y felicidad.
Vino la culpa y le privó de la justicia original; pero no entra en las penas temporales de su pecado la privación del poder que había recibido de su hacedor "Estarás subordinada a la autoridad del varón", le dice a la primera mujer (Sub viri potestaic eris), y es ésta la primera prueba de este género que manifiesta haber retenido el hombre su poder después que prevaricó. Retuvo también el suyo la mujer, aunque sometido al varón, pero no siempre, como lo demuestra el número de las de su sexo que han ejercido autoridad sobre los hombres. Considerados éstos, pues, fuera de sociedad, cada uno de ellos es tan soberano como lo era Adán en su estado de soledad. Dotado de razón y enriquecido con el precioso caudal de la libertad, el hombre ya multiplicado en su especie, no se habría contentado con su estado solitario. Aunque su individual soberanía nada tuviese que temer, habría buscado siempre la compañía de sus semejantes; sus inclinaciones sociales no le permiti¬rían sin mucha dificultad abstenerse de esta junta. Ellas fueron más urgentes, cuando la experiencia le enseñó a estar expuesto su aislado imperio a la violencia de los malos: procura entonces aumentar su poder y su fuerza, asociándose a sus semejantes; y se da el primer paso a la soberanía convencional. Se forman compañías en que cada socio pone por capitales aquellas virtudes intelectuales y corporales, que sirven de materia al contrato social; conviniéndose en no disponer ya de este caudal con toda aquella franqueza con que lo hacía en su anterior estado. A hora la voluntad general de los compañeros es la única regla que debe seguirse en la administración del fondo común, que resulta de la entrada de tantos peculios particulares, del cúmulo de tantas soberanías individuales. Vivir con plena seguridad en su persona y bienes, mejorar la suerte de sus destinos, es el blanco y término de esta convención. Bajo de esta precisa ley, es que cada individuo se hace miembro de la comunidad, y se somete a la voluntad general de los socios, en que se halla comprendida la suya, como parte de este todo.
La expresión del voto general es lo que propiamente se llama ley; y no es otra cosa que la misma razón natural reducida a escrito, o conducida por la tradición, único código conocido antes de la invención de la escritura. Es la más noble parte de la soberanía este poder legislativo, la más ventajosa facultad que el hombre recibió de su autor. Es el producto de su razón ilustrada, y exenta del influjo de los malos apetitos, lo que merece el santo nombre de ley: sanción recta del entendimiento, que ordena lo bueno, y prohíbe lo malo. Ved aquí la fuerza moral, a cuyo dulce y suave imperio, sin violencia ni repugnancia, vive sometido el hombre de bien. Si fuese general la probidad de costumbres, sería superflua la acción de la fuerza física, estarían sin uso las demás funciones de la soberanía, no habría para qué armarse de la espada militar, ni del brazo de la justicia; no habría necesidad de gobierno. Sería anarquía un tal estado, peto inocente y pacífico como el de los hebreos en los últimos tiempos de sus jueces. Pero siendo raros estos casos, la sociedad establece un sistema de administración, que cuida de la observancia de la ley, del castigo de sus infractores, de la decisión de pleitos, y defensa del estado contra sus enemigos exteriores. Esto es lo que comúnmente llamamos gobierno, cuyas miras exigen que se arme de la fuerza pública, aplicándola conforme a la voluntad general que le ha constituido. No es éste el ramo más excelente de la soberanía, pero es el más eficaz para contener a los díscolos. Su eficacia será tanto mayor, cuanto más numerosa fuere la fuerza armada. En la opinión de esta clase de gente será tanto más poderosa y soberana la compañía, cuanto más enorme y activa fuese la suma de brazos fuertes que abrigase en su seno, la respetarán entonces, y no violarán sus derechos; pero si fuese menguada, y de poca actividad la masa de sus fuerzas, llegará a ser el ludibrio de los malos, para quienes nada vale la ley que no está acompañada del poder coactivo. A esto es aplicable el proverbio de Salomón, que hace consistir la dignidad o deshonor del príncipe en la población o despoblación de sus estados. (Prov. 14).
Esta lección que a primera vista fue para mí un escándalo, empezó no obstante a quitarme la venda de los ojos. Llamar soberanía al resultado de la voluntad general del pueblo, al resumen de sus fuerzas espirituales y corporales, me parecía un sueño. Para quien estaba acostumbrado a contemplarla estancada en el empíreo en favor de ciertas personas y familias, era una violencia el verla diseminada entre todos los hombres, y reconcentrada en las sociedades. Me aturdía este inesperado descendimiento del cielo a la tierra, este tránsito repentino de los espacios imaginarios a las llanuras de la realidad. Mas al fin la voz de la razón, hasta entonces sofocada por los gritos de mi preocupación, principió a resonar en mis oídos, y poco a poco me fui habituando a escucharla sin escrúpulos ni zozobras. Auxiliado de las luces de este libro, recurrí a la etimología del término, que en mi ceguedad también me parecía de un origen divino. Por su examen analítico descubro la soberanía en toda la naturaleza, la veo en los seres inanimados, en los vegetales y animales, en los números, pesos y medidas, en e! gran sistema de atracción, en el uso de la palanca, en la bondad y malicia de las acciones; hallo en todo esto lo máximo y lo mínimo, la mayoría y la superioridad: cambio de lenguaje, rectifico, los conceptos, y por donde quiera doy con la soberanía, la voy palpando entre mis errores y preocupaciones, y me asombra la majestad de muchos de ellos: miro el vacío y nulidad de las imposturas del despotismo, las veo haciendo de soberanas en el reino de la mentira y engaño, y conozco que sólo obraban por el poder y la fuerza de una imaginación viciada. Considero la soberanía de la pólvora, y me lamento de que haya contribuido tanto a la usurpación y tiranía: las armas de fuego se sobreponen a las blancas como soberanos suyos, y yo admiro la majestad de! cañón de 24 respectivamente a un mosquete. Sigo el rumbo de la soberanía, por los montes, ríos, y golfos: fijo los ojos sobre la del león, águila y ballena: pero advierto que ninguno de estos animales se hace soberano dentro de su propia especie; la majestad de ellos es formidable a los individuos de otra especie; los de la propia desconocen el vasallaje de los suyos, y sin aspirar a enseñorearse de sus semejantes, viven en rigurosa democracia. Más ambicioso que ellos el hombre, en quien únicamente puede hallarse el ejercicio de la soberanía convencional, por comisión de sus compañeros, inventa fábulas y romances para invertir el orden de la naturaleza, para empinarse sobre el nivel de los demás individuos de su especie, y oprimirlos sacrílegamente. Sobre todo me sabe muy malla soberanía del oro; pues que ella es un res arre poderoso que en la mano del tirano le ayuda a mantener la Idearía autoridad de! orden político. Con este metal soberano es que se corrompe y compra la fuerza y poder de la multitud para sojuzgar a los demás, para sostener usurpada la majestad del pueblo.
Me sirvió de mucho el mismo libro para acabar de concebir una idea exacta del sencillo, y natural sistema de las sociedades políticas, exhibiéndome el modelo de las mercantiles. En ellas, decía su autor, entre el hombre con su industria y hacienda para adelantarla y enriquecerse más con las ganancias. Por este solo fin es que al incorporarse en esta compañía, renuncia aquella ilimitada libertad con que antes disponía de lo suyo, sin consultar la voluntad y juicio de otro: por esto es que se somete al dictamen de los compañeros reunidos al mismo intento. Los pactos de esta unión son las leyes constitucionales de la compañía. No serán ellas tales, ni obligatorias, si no han sido el producto de la razón y voluntad general de los socios. Si en lo estipulado se ofende la igualdad del lucro, o aquella justa proporción que debe haber entre la industria y capital de cada interesado, aplicación y trabajo al bien común de la parcería; no será valedero este convenio. Mucho menos válido será, si por fraude de algún compañero, y necedad de los otros resultase una sociedad leonina, en que uno solo reporte todo el provecho y los demás el peso de las fatigas y pérdidas. Valdrá la condición de que todos administren, siempre que las circunstancias de los socios, e! estado de fondos y naturaleza de los negocios sean tales que esta democracia no perjudique los designios de la administración. Por la misma regla valdrá el pacto de no administrar, sino aquellos socios más idóneos; y ésta será una aristocracia laudable y firme, mientras que los administradores se ciñan al consentimiento general expreso en la carta constitucional, rindiendo a su tiempo la cuenta correspondiente. Bajo el mismo concepto será tolerable, y aun plausible el que uno solo administre con tal que reúna en su persona tantos talentos y virtudes que le hagan muy digno de esta confianza; pero sería torpe y contrario a la naturaleza de la sociedad el haber de estar y pasar por las leyes que quisiese imponerle el administrador, y el estipular que en este caso y en su anterior se transmitiese la administración a los herederos, y descendientes de los administradores indistintamente. Depender de la voluntad de un hombre solo, es esclavitud; y tanto en este contrato como en cualquier otro en que se elija la industria y virtud personal, está reprobada la sucesión hereditaria.
Urge más este principio legal en una compañía en donde el hombre mete por capitales lo más precioso que ha recibido del creador: unos bienes tan sublimes, que nunca pueden ser enajenados, ni metidos en la carrera del comercio. Considerados bajo este punto de vista, no es un propietario de ellos el hombre, sino mero usufructuario, que por una ley de su creación, debe usar de este derecho con toda aquella majestad y decoro, que exige la nobleza y alta dignidad de su origen. Es con este requisito indispensable que Su individual soberanía puede servir de capital para hacer el fondo común de las sociedades civiles; de otra suerte el contrato sería nulo como lo son todos aquellos que por sí mismos celebran los mentecatos, los niños, pródigos declarados, o en que se enajenan cosas santas, religiosas y exentas del comercio, o en donde substancialmente influyen en la enajenación el error, la violencia, el dolo malo. De aquí es que, cualesquiera que sean los administradores de la compañía política, nada más tienen, ni pueden tener que el mero ejercicio de esta soberanía, radicada en el pueblo, en todos, y cada uno de sus miembros de una manera imprescindible. Ninguno puede eximirse de la cuenta, inseparable de toda administración. Cualquier pacto que releve de este deber, o de la obligación de responder de la culpa, o fraude cometido en el despacho de tan altas confianzas, es de ningún momento. Son máximas de derecho recibidas en toda sociedad de comercio, cuyos fondos, por ricos y cuantiosos que sean, en nada se estiman, cuando se comparan con los que vienen a la compañía civil. La libertad sola vale más que todo el oro del mundo. (Non bene pro toto libertas venditur auro). No hay tesoros que contrapesen la pérdida de la libertad y demás derechos imprescriptibles. ¿Cuál pues será la torpeza y nulidad del acto que exonere de la cuenta y razón a los que adrninistran la soberanía de las naciones?
Convencido, Señor, de estas verdades, me entregué a la reflexión; y en todas partes hallaba nuevos convencimientos de la majestad y poder del pueblo. Sea cual fuere el dictado que se arrogue su administrador, será vano, si le falta la fuerza y poder nacional. Ningún usurpador, ningún tirano, aunque sea tan esforzado como un Hércules, puede subyugar una multitud sin el auxilio de otra multitud bien armada y capaz de superarla: en este caso la multitud vencedora es la soberana; sin esta soberanía el agresor sería el juguete de la multitud invadida, y bien presto cogería el fruto de su empresa quijotesca; a menos que el defecto de la fuerza efectiva se supliese por la imaginaria, haciendo sucumbir a la multitud por el influjo de las preocupaciones, captándose su credulidad con el socorro de fábulas religiosas, con la voz y pluma de los más expertos misioneros del poder quimérico. Entonces conocí yo que ningún conquistador o magistrado, podía usurpar, ni conservar la usurpación de los derechos sociales sin hacerse de criaturas a quienes interesase, cediéndoles una parte de! poder usurpado. A estos cesionarios son principalmente deudores de su existencia política nuestros usurpadores. Aunque haya muchos entre aquéllos cerciorados de la iniquidad de la usurpación, prepondrán a este conocimiento sus ambiciosas miras: ellos mismos son oprimidos; pero arrebatados de su ambición y codicia, toleran su opresión por e! placer de oprimir a otros muchos, por los emolumentos y distinciones que reciben. Es para ellos más amable la dominación que la independencia, y consienten llevar sus cadenas, con tal que a su vez encadenen la porción que les ha cabido en el repartimiento. Para ejecutarlo con menos dificultad y riesgos, ellos mismos, son los más empeñados en sostener y propagar la falsa doctrina del poder dimanada exclusivamente del cielo. Toda esta maniobra es palpable; pero el vulgo infatuado renuncia el informe de sus sentidos: habituado a creer maravillas contra el orden establecido en la naturaleza, quiere reducirlo todo a la esfera de lo extraordinario, y misterioso: curioso, y amante de cosas portentosas, prefiere la fábulas y romances a la realidad de los hechos, y nada le gusta tanto como la narración de cuentos poéticos, encantamientos y metamorfosis.
Cuando yo dejé de ser uno de estos infatuados, en varias frases vulgares hallaba comprobado el poder de las naciones. "El poder de la Inglaterra, el poder de la Austria" etc., eran palabras que denotaban ser nacional, no personal el carácter soberano, de que usaban sus primeros magistrados. "Poderosa la Gran Bretaña, poderosa la Francia, poderosa la Austria", no se decían, sino por ser aguerridas y numerosas sus poblaciones, desde que las riquezas y otros adminículos vinieron a servir de accesorio a la soberanía, quedaron igualmente comprendidos en la idea que forma quien gradúa de poderosa una nación; pero si reflexiona que la prosperidad de un pueblo no consiste en la cantidad de oro que posee, sino en el número de talentos y de brazos que emplea con utilidad, a esto se atendrá para calificarle de grande y poderoso. Se halla igualmente recibido el dictado de potencia para significar una nación independiente y libre, sea cual fuere el jefe de ella, o el número de sus gobernantes. Sin fijarse sobre la fuerza individual de cada uno de ellos, sin atender a sus otras calidades personales, ni al poder imaginario de la fábula, se forme' el concepto explicado en la palabra potencia. Si se dice poderoso el primer magistrado de una nación, es por el poder que ella misma tiene. En dejando ella de ser poderosa, carecerá su jefe de este epíteto, aunque tenga tanta fuerza como Sansón. Será clemente, sincero y justo, si su alma estuviese adornada de las virtudes correspondientes; pero jamás será poderoso sin el poder nacional. "In multitudine populi dignitas regis, et in paucitate plebis ignominia prin¬cipis". He aquí lo que excitó la atención de Faraón para oprimir a los israelitas: temió el número y fortaleza de esta gente, convocó la suya, y le habló según refiere el c. I del Éxodo. -"Numeroso y más fuerte que nosotros, es este pueblo de los hijos de Israel. Oprimámosle cautelosamente, no sea que se multiplique, se levante contra nosotros, aumente el número de nuestros enemigos, nos venza, y escape". Con tal discurso manifestó el tirano sus inquietudes y recelos, inspirados no por una majestad ideal, sino por la efectiva y solida que le representaban sus sentidos en la multitud y poder de los Hebreos. El libertador de esta gente oprimida me suministró otra prueba positiva de esta verdad, que confirmaba mi desengaño; y la voy a referir.

CAPITULO VI
Moisés, instruyendo a los exploradores de la tierra prometida, está por la soberanía del pueblo

CUANDO MOISES despachaba sus exploradores a la tierra de promisión, les decía, examinasen y reconociesen, si la nación que la habitaba, era fuerte, o débil, copiosa o menguada (Considerate terrarn, qualis sit et populum, qui habitator est ejus, utrum fortis sit, an infirmus: si pauci numero, an plures. Num. 13). Todos los exploradores convinieron en que era muy robusta la gente de aquella tierra: algunos de ellos añadieron ser no sólo más vigorosa que los Israelitas, mas también de una estatura agigantada, en tales términos, que éstos parecían langostas, comparados con aquéllos. Ninguno de los que exploraban, ninguno de los interesados en la exploración consideró en este puma otra cosa que aquel poder macizo, y sensible, que constituye la soberanía ejecutiva, y despertó la persecución de los Egipcios contra la descendencia de Jacob; ese otro poder quimérico y vano es taba por desgracia reservado para oprobio de nuestra edad. Moisés no tenía más idea del poder soberano que la natural y sencilla que inspira el sentido común: guiado de este conocimiento miraba en el pueblo la fuente de la soberanía, sobre ella fijaba su atención, cuando instruía a los exploradores, y quería que sobre ella recayese el examen y reconocimiento que les encargaba. Si allí no hubiese más que anarquía, si todos sus moradores fuesen demócratas, no sería tan evidente la prueba que ofrece este lugar en favor de la majestad de! pueblo; pero ella es tanto más ingente, cuando que todo e! país estaba cubierto de monarquías: tal era su abundancia de reyes, que aun después que murieron a manos del pueblo hebreo bajo la conducta de Moisés y de Josué, treinta y tres de ellos, Adonibezec mantenía sesenta monarcas prisioneros, que cortadas las extremidades de los pies y manos, comían de las migajas que recogían debajo de su mesa. (Judic. 1). Sin embargo de esta multitud nadie fundaba sus miras y remares en la persona y carácter de tamos reyes: nadie había incurrido en la quimera con que ahora se hace el coco hasta a los adultos y viejos; rodas se determinaban por la fuerza y poder de las naciones: a la muchedumbre del pueblo, o a su corto número se atenían todos para graduar el mérito o demérito de su rey, o de su príncipe. "In multitudine populi dignitas regis et in paucitate plebis ignominia principis". A todo el mundo era patente esta verdad, y también hoy lo sería aunque no la hubiera escrito Salomón en sus proverbios, si no se hubiese inventado la fábula del poder, y llevándose la deferencia del infinito número de los necios. La Razón natural era el órgano de esta máxima entre todos los pueblos; pero desgraciadamente prevalecieron contra ella en los tiempos feudales del cristianismo los sueños de los idólatras de la tiranía.
A la luz de un proverbio tan notorio en la edad de Moisés, cuando este legislador anuncia a los suyos la grandeza y esplendor que les esperaba, no se funda en la serie de los que le habían de suceder en la dirección de tu pueblo, ni cuenta con el poder y la fuerza de los futuros monarcas de Israel, y de Judá, sino con los fondos de su propia nación. Del cuerpo nacional de los enemigos que habían de combatir, toma igualmente Moisés la idea del poder y de la fuerza que opondrían éstos a las armas hebreas, siempre invencibles, mientras el pueblo observase fielmente tu ley, mientras no se hiciese indigno de tus auxilios Todo esto se halla comprobado en el c. 4 del Deuteronomio. Pero hay en la Escritura otros lugares todavía más expresivos de la soberanía del pueblo: yo los confesaré, empezando por el c. 14 del Génesis.

CAPITULO VII
Abraham triunfa de cuatro reyes con la autoridad y poder del pueblo, declarándose por los insurgentes

SUBLEVADOS contra Codorlaomor, rey de los Elamitas, los habitantes de Pentápolis, entre quienes se hallaba Lot, fueron batidos por aquel monarca, que había reinado sobre ellos doce años a título de conquista. Lot no murió en la refriega, pero fue reducido a prisión. Su tío Abraham, que vivía entonces en el valle de Mambre, auxiliado de ortos pastores compañeros suyos, que estaban como él independientes y libres, marchó al socorro de su sobrino y demás rebelados contra Codorlaomor; a quien venció, y por su derrota quedó Lot en libertad, y restituidas a su independencia las cinco ciudades de Gomorra, Sodoma, Seboin, Adama y Segar. Los vecinos de Mambre vivían democráticamente en un estado semejante al de los antediluvianos y demás gentes que, aún después de introducida por Nemrod la monarquía, lograban vivir fuera de ella. Vencieron sin embargo a Codorlaomor y tres reyes más que le auxiliaban en la empresa de reducir y castigar a los insurgentes. No pudo obtenerse esta victoria sin poder y fuerza, sin majestad y soberanía: nada hubo de milagroso en la acción; su buen éxito consistió en las ventajas de un pueblo libre sobre los abyectos esclavos de un déspota. En suma, los independientes pastores de aquel valle eran por sus virtudes morales y físicas más soberanos que los Elamitas y sus aliados: pugnaban por la libertad, no por la servidumbre: se pusieron de parte de los oprimidos insurrectos que aspiraban a su emancipación. Ni los unos ni los otros estaban fascinados con falsas máximas de Gobierno y Religión: menos preciaban soberanamente las imputaciones de bandidos, rebeldes y traidores de que han usado siempre los tiranos en iguales casos para valerse de los ilusos e intimidar a los pusilánimes: cumplieron con el precepto natural y divino que ordena librar de su angustia y peligro a los que son llevados a morir, o padecer injustamente (P salm. 81 et Proverb. 24), y dieron a Moisés la norma de proceder contra el ministro de Faraón que maltrataba al hebreo del c. 2 del Exodo. Tendrá en su lugar la explanación de este texto, y seguiré el orden de los comprobantes de la majestad del pueblo.

CAPITULO VIII
Jacob en el c. 49 del Génesis por la soberanía del pueblo

"NO SE LE QUITARÁ su cetro a Judá, ni el caudillo de su prosapia, hasta que venga el que ha de ser enviado, el deseado de las naciones, el que hará la esperanza de los gentiles" ("Non auferetur sceptrum de Juda, et dux de femore ejus, donec veniat qui mittendus est: et ipse erit expectatio gentium". Gen. 49). Se deja ver en este vaticinio, que el cetro, símbolo de la soberanía, pertenece a la multitud. Si no fuese de la tribu este poder soberano fijado en el cetro, ella no podría perderlo: nadie podía quitarle lo que ella no tenía. Absurdo sería el decir Non auferetur sceptrum de Juda, si el pueblo, denotado en esa tribu, no estuviese dotado de soberanía. Ninguno puede ser despojado de lo que no posee, ni perder lo que no tiene. Habló Jacob correctamente cuando dijo no se le quitaría el cetro a Judá hasta que viniese el deseado de las gentes. En el presente texto hay una profecía dependiente de la revelación, y un aserto político independiente de ella: dos verdades, una civil, otra religiosa: la soberanía de las tribus; y la venida del Mesías, cuando hubiese salido para siempre de la nación judaica este poder soberano, bien fuese por la fuerza de las armas, o por disolución del cuerpo social. Quien niega la primera verdad, desacredita el vaticinio, y se mete en un caos de glosas arbitrarias, que siempre dejan expuesto el crédito del profeta, comparadas con la misma historia sagrada. Por el contrario, fijada la idea natural y sencilla de la soberanía, todo el mundo halla verificada exactamente la predicci6n del patriarca. Los que no quieran admitir más soberanías que la fantástica, no encuentran cetro en Judá hasta que David fue constituido Rey. Saúl, que habla reinado sobre esta tribu, y sobre rodas las demás, pertenecía a la de Benjamín. David hasta la muerte de Isboseth, hijo y sucesor de Saúl, no pudo extender el cetro fuera de su propia tribu. Antes de 80 años volvió a quedar reducido este cetro, a los mismos términos, porque las demás tribus, usando de su derecho después del fallecimiento de Salomón, le confiaron la tenencia de su cetro a Jeroboán, Por la transmigración de Babilonia, desapareció de la casa de David el cetro de Judá. Restituidos de este cautiverio los judíos vivieron republicanamente, hasta que Aristóbulo restableció la monarquía; pero del linaje de David nadie volvió a reinar ni fue jefe de la república.
Según la opinión de los que no admiten otro cetro que el de los monarcas, a la profecía de Jacob siguió un vacío de más de 500 años, en que sus hijos vivieron sin monarquía doméstica, y de tiempo en tiempo, sometidos más de siete u ocho veces al despotismo extranjero. El cetro monárquico que apareció en Judá al cabo de este período, desapareció por la fuerza armada de Nabucodonosor que despojando de él a esta tribu, la llevó prisionera a Babilonia 600 años antes de la venida de! Mesías. De aquí que resulta falsificado de tal manera el vaticinio en la opinión que impugnamos, que ni aun por la vía de aproximación acertó el profeta; equivocándose en más de las dos terceras partes del tiempo pronosticado; una vez que sus descendientes por la línea de Judá no llegaron a reinar la tercera parte de todo el comprendido en la profecía. Estos son los resultados de la nueva fundición de cetros desconocida en tiempo de Jacob. Yo declararé lo que me pasó con su profecía, cuando yo cursaba los estudios de la sagrada Escritura en las aulas permitidas por el gobierno opresivo de mi país. Para un codlibeto de ostenta se propuso la cuestión del advenimiento del Mesías contra la incredulidad de los judíos. Mi preceptor me sugirió para que arguyese en este acto las palabras de Jacob, diciéndome: -"Según el vaticinio de este Patriarca, se conservaría el cetro de Judá hasta que viniese el enviado del Señor: Sed sic est, que esta tribu perdió a su Rey y su cetro al ser subyugada por un conquistador extranjero, y conducida cautiva a Babilonia: que es decir mucho tiempo antes de las setenta semanas de Daniel: sed sic est, que el Mesías que reconocemos por tal, no apareció entonces, sino muchos siglos después: luego éste no es el verdadero, o la profecía de Jacob es falsa". La objeción para mí era tan intrincada como la metafísica y lógica que yo había oído entre los Peripatéticos. Mi catedrático ponderó la dificultad, añadiendo, que le clavasen en la frente la solución, siempre que hubiese alguno que atinase con ella. Sin duda también él la ignoraba, y no le satisfacían los indigestos comentarios con que e! común de los escolásticos pretendía desatar su nudo gordiano. Todo era un laberinto, de donde nadie podía salir, porque el hilo de Ariadna era un contrabando rigidísimo prohibido por las ordenanzas del poder arbitrario. La luz de la razón, los conocimientos del derecho natural y divino, eran el hilo de que todos carecíamos. Con sólo discurrir sobre las rectas nociones del poder soberano de los pueblos, combinándolas con el cómputo de los tiempos subsecuentes a la predicción, quedaba bien puesto el crédito de ella, y zanjadas las dificultades con que los enemigos de la fe impugnan el dogma fundamental de ella. Incapaz yo de roda esto en aquella era, vaya hacer ahora lo que pueda en honor de la verdad, tornando los hechos desde más allá de la profecía, y siguiendo los pasos de las tribus hasta donde sean concernientes a esta parte de mi confesión.
Es constante que al emigrar a Egipto la familia de Jacob, impelida del hambre y de la alta fortuna en que allí se hallaba su hijo José conservo la independencia y libertad con que vivía soberanamente en su propio país, hasta que muertos estos dos personajes, y el monarca su favorecedor, sucedió la servidumbre. Cuando falleció el primero, aún estaba lejos esta adversidad humillante: en los 17 años contados desde su emigración hasta su fallecimiento, mejoraron los derechos de su casa con las ventajas del territorio que le fue concedido para su nuevo establecimiento. En este estado sobrevino la profecía entre las bendiciones con que e! patriarca se despedía de sus hijos adoptivos y naturales, colocados en la circunferencia de su lecho. Entre las declaraciones de su ultima voluntad, unas son peculiares, otras generales; en la cláusula de cetro es peculiar de Judá el vaticinio de que nacería de esta tribu el Mesías; pero el poder soberano cuya pérdida había de ser el indicio de su nacimiento, es trascendental a todas las tribus, unidas entonces de un modo el más conveniente para no ser consideradas sino como una sola y misma sociedad, como un mismo y solo pueblo. Es por esta unidad que la soberanía de Judá era la soberanía de Rubén, Simeón, Leví, etc., y la soberanía de todas y cada una de estas tribus era la soberanía de Judá; cualquier cosa pues que se vaticinase y dijese de la soberanía de cualquiera de ellas, se vaticinaba y decía de la soberanía de las demás, mientras permanecies en civilmente identificadas; y es bajo este concepto que se dice con verdad ser una, e indivisible la soberanía.
Del ejercicio de ella quedaron privados los Israelitas, cuando fueron oprimidos y reducidos a servidumbre. Este ejercicio, que es lo único que puede conferirse a los administradores, también es la sola presa de los tiranos: fuera de su alcance queda siempre la esencia del poder soberano de la nación oprimida, cuyas funciones continuara ejerciendo como antes, luego que cese el impedimento que las interrumpía. He aquí la obra de Moisés, plenipotenciario vuestro. Sacando del Egipto a los Hebreos, los reintegró a su soberanía, y desde entonces, el cetro que había estado sumergido en la opresi6n, se dejo ver tan erguido, tan expedito y activo, que sus opresores lastaron e! tanto por tanto, y fueron vencidas cuantas naciones osaron estorbar su marcha. Más de doscientos años después de la emigración de Jacob, salió de Egipto este pueblo soberano, sin leyes escritas, ni sistema fijo de gobierno: la ley no escrita, su voluntad general, practicada bajo el dictamen de la razón, había sido la regla constitucional de este cuerpo político. Queréis vos por un nuevo rasgo de predilección encargaros de su poder legislativo y continuar tu protección especial; pero queréis ser autorizado por expreso consentimiento del mismo pueblo: no queréis usar del alto dominio que tenéis sobre todo lo criado, con perjuicio de la libertad; queréis que de la misma sociedad que ha de vivir bajo de la constitución y leyes que teníais destinadas para su gobierno, se derive la facultad de imponerlas y promulgarlas. A este fin exploráis su voluntad, por medio de Moisés, y para merecer su confianza alegáis el beneficio de la independencia y libertad. (Exod. 19). Popularmente fue recibida esta legación: y obtenido el consentimiento de las tribus, procedisteis a desempeñar tu cargo.
¡Cuánto dista, Señor, esta conducta de la de todos aquellos que por vías dolosas y violentas usurpan los derechos sagrados del hombre! ¿Así respetáis, Señor, la libertad y soberanía que vos mismo comunicasteis a tu imagen y semejanza? ¿No es bastante el título de creador y libertador de esta nación para darle leyes sin otorgamiento y anuencia suya? Aunque sea tiránica e ilegítima toda autoridad que no se deriva del pueblo, ¿estabais acaso vos comprendido en este axioma político? "Y respondió unánimemente el pueblo, diciendo: haremos todo lo que será de la voluntad del Señor" (Responditque omnis populus simu: cunta, quae locutus est dominus, faciemus, Ex. 19). Esta fue la contestación que dieron las tribus al mensaje que les llevó Moisés de vuestra parte: entonces es que os consideráis autorizado para ejercer la potestad legislativa.
Al verte, Señor, conducir con tanta moderación, yo no dudo que si fuese posible, el poneros al nivel de la criatura, y al faltar a lo estipulado, no habríais llevado a mal el que los hijos de Jacob, al conferiros este empleo, hubiesen usado de una fórmula equivalente a la que se acostumbraba entre los antiguos aragoneses, cuando ellos revestían a sus monarcas de la facultad gubernativa . Empezáis a dictar la ley, diciendo: "Yo soy tu Señor y Dios que te saqué del Egipto, y de la servidumbre". Esta es tu expresión preliminar, con que llamáis la atención de los hebreos, recordándoles el mérito más eminente para aceptar la ley, y rendirle obediencia. ¿Podréis vosotros, déspotas y tiranos de la tierra, alegar jamás un titulo semejante, para que se reciban como leyes vuestros antojos y caprichos? ¿Cuál es pues el derecho con que exigís de vuestros desventurados súbditos aún más de lo que se debe al criador y libertador de Israel? ¿Con qué razón los tratáis como esclavos y bestias, desdeñándoos de celebrar con ellos ningún contrato constitucional?
Entre las leyes que sancionaste con previo consentimiento de las tribus, ninguna prescribía la forma de gobierno que a la sazón les convenía. Jetro, suegro de Moisés, fue el inventor del sistema aristocrático que su yerno dejó establecido, y mereció tu aprobación. En este punto quisiste que obrasen los Israelitas a su arbitrio, como las demás naciones libres; en consecuencia de lo cual, al dictar Moisés el regla¬mento que debían observar los Reyes en el caso de adoptarse el gobierno monárquico, lo deja a discreción del pueblo, según se Ice en el c. 17 del Deuteronomio. Pero los Hebreos, bien lejos de convertir su cetro en monarquía, moderaron tanto la aristocracia de Jetro, aun subsistiendo el inmediato sucesor de su hijo político, que en la época de los jueces, más bien parecía democracia: obró entonces más popularmente el cetro de la nación, y mientras no lo exigían las emergencias, ningún jefe lo empuñaba. Cuando tuvieron menos que temer de sus enemigos, tampoco necesitaron gobierno: se entregaron a una pacífica e irrepresible anarquía, como si tratasen de darle al cetro nacional un largo reposo, y desengañar a los preocupados contra esta situación política. Habría dormido sin interrupción el poder soberano de las tribus, desde el suicidio de Sansón hasta Sarnuel, si no le hubiese despertado la desenfrenada lascivia de unos benjamitas. En los días de Samuel fue preciso darle otra vez movimiento contra los enemigos exteriores: y tomando sucesivamente cuerpo la interior propensión a la idolatría, ella misma sugirió al pueblo la solicitud de una monarquía que le favoreciese, al modo que los monarcas circunvecinos que sirvieron de pauta al antojo de los hebreos. De la tribu de Benjamín salió el primer Rey: y por su muerte se vio entre ellos el primer ejemplo de las guerras de sucesión. Terminada la contienda por la muerte alevosa de Isboset, quedó pacífico el poseedor del cetro, el primer monarca de la tribu de Judá, que permaneció incorporada con las demás hasta el fallecimiento del segundo Rey de su linaje; entonces, por la necia arbitrariedad de Roboán, quedó para siempre separada de las otras: de un cetro resultaron dos, pero no el despojo anunciado en la profecía. Se rompió la unidad de la nación, conforme a los principios del pacto social; pero cada una de las divisiones conservó su poder soberano, administrado por individuos de su respectivo gremio.
Antes y después de este cisma político, antes y después de la monarquía fue interrumpida la administración del cetro por cautividad que varias veces sufrieron los Hebreos; pero habiendo sido temporales todas las interrupciones precedentes al yugo romano, tampoco pudieron perjudicar el vaticinio de Jacob. Por la liberalidad de Ciro recobraron los judíos el ejercicio de su soberanía, al cabo de 70 años de suspensión en el cautiverio de Babilonia, pero con algunas trabas, que quitadas por el patriotismo y valentía de los Macabeos, quedaron plenamente soberanos, hasta que por las miras ambiciosas de los Romanos, quedaron privados de lo que con tanta heroicidad habían recuperado, y sometidos a un extranjero. Así pasó su cetro de las manos de Antígono a las de Herodes, para nunca más volver a la nación judaica; cuya libertad aun antes de este tránsito, estaba ya vulnerada por los Romanos, que abusando de su protección, y del pacto celebrado con ellos en tiempo de los Macabeos, la hicieron tributaria pero aún retenía el régimen interior de su gobierno, y la facultad de disponer de su magistratura en favor de sus hijos. Antígono, fue un intruso por la fuerza armada de los Parthos, pero no era incircunciso como el Idumeo que le sucedió. Al fin del reinado de Herodes vino Jesucrisco al mundo, y se verificó la profecía de Jacob: desapareció entonces para siempre el cetro de Judá, y por su deicidio fue posteriormente quebrado y pulverizado por el imperio romano. Dispersos por toda la tierra los judíos desde la disolución de su pueblo, llevan la pena de su incredulidad: sin soberanía nacional, sujetos a la del pueblo que les tolera, no pueden reasumir la que perdieron, no les es dado el congregarse de nuevo para restablecer el reino de Israel, o formar otra república independiente y libre como la de los Macabeos. Mas para verificar exactamente la predicción del Patriarca, no es menester apelar a los tiempos de Tiro, y Vespasiano: ella se había cumplido en los de Augusto, al fin de la septuagésima semana de Daniel, estando ya el cetro y la magistratura de Judea irrevocablemente en manos extranjeras.
Jacob en su sano juicio conocía ser del pueblo la majestad y poder, que expresó con la palabra cetro, emblema de la soberanía, y sinónimo de la palabra caudillo, de que se sirvió por vía de repetición, y mejor inteligencia que la primera. "No se le quitará el cetro a judá", es para el caso lo mismo que decir: "No se le quitará el caudillo de su prosapia": "et dux de femore ejus". Basta saber las figuras comunes de gramática y retórica, para quedar instruido de las que aquí se cometen con respecto al poder soberano de la nación. Concurren la voz caudillo, y la dicción cetro, designando no la persona que administra el poderío de las tribus, sino la misma soberanía nacional, su capacidad y concepto. Es éste el de los políticos que no desconocen los derechos del pueblo. Aun entre los infelices súbditos de un déspota, se oye muchas veces pronunciar la palabra gobierno en lugar de la persona de su amo; pero es mucho más frecuente llamar justicia a la administración de ella. Cualquier persona iniciada en el latín concebirá la identidad de dux y de sceptrurn en el vaticinio del patriarca, cuando vea en singular, y no en plural el verbo de la oración: "Non auferetur sceptrum de Juda, et dux de femore ejus": y si consulta el libro primero de la Eneida, hallará a uno de los padres de la elocuencia romana, explicando con la palabra rex la soberanía de su pueblo: "Hinc populum late regem", es la expresión de que se vale a este intento en el v. 25. Yo debo concluir de todo lo dicho acerca del Capítulo 49 del Génesis, que si en donde no se tratan exprofeso materias de gobierno, aparece demostrada la majestad y po¬der del pueblo, más evidente estará en el c. 17 del Deuteeronomio, en que Moisés instruye a los Hebreos de las reglas que debían observarse en el caso de aspirar a la monarquía.

CAPITULO IX
Otra prueba de la soberanía popular en el Capítulo 17 del Deuteronomio

"CUANDO POSEYERES la tierra prometida, y quisieres constituir Rey como le tienen todas las naciones circunvecinas, constituirás del número de vuestros hermanos aquel, a quien el Señor tu Dios eligiere". He aquí el primer artículo de la instrucción, que por sí solo es suficiente a persuadir derivarse inmediatamente del pueblo su autoridad y poder (“Eum constitues, quem Dominus Deus tuus elegerit"). Esta es la expresión de Moisés. ¿Y cómo es que sería el Rey constituido por el pueblo, si éste no le comunicase la potestad gubernativa? Ella es e! constitutivo esencial de la dignidad regia: al pueblo toca el constituirlo, según la letra del texto; sería pues ilusoria y vana, la frase de constituir al Rey, si éste no recibiese de sus constituyentes la facultad necesaria para reinar. Tres veces usa el legislador el verbo constituir, para explicar la acción del pueblo en el establecimiento del monarca: en ninguno de los artículos de su instrucción hay siquiera el menor vestigio de un poder derivado del ciclo sin la intervención del pueblo, como fuente inmediata y visible de soberanía. Ninguna oportunidad mejor que ésta para enseñar a las tribus, cuanto había que saber en un punto de tanta importancia. Decir que os olvidasteis de ella, o que Moisés erró en haber declarado al pueblo constituyente de los Reyes, estaba reservado a la depravación de otro siglo. La elección que os pertenecía en el establecimiento de estos monarcas, era el efecto de vuestra predilección en favor de aquella gente, o era el arbitrio de la suerte, cuando a ella se comprometían los constituyentes. Tus inspiraciones, tus auxilios singulares era el acierto, no podían faltarle, cuando por medio de su invocación estuviese preparada a constituir persona que fuese de vuestro agrado, y en quien concurriesen las virtudes necesarias para el buen gobierno. Dispuestos de esta manera los constituyentes acertarían también a establecer por Rey uno de aquellos electos, cuya elección forma el carácter de los predestinados, sin detrimento de la libertad, cuyos fueros permanecen siempre ilesos, en la concurrencia de vuestros auxilios predisponentes y concomitantes. "Eum constitues, quem Dominus tuus elegerit".
Aquí erais vos el elector; y las tribus constituían al electo, cediéndole el ejercicio de su soberanía en cuanto a lo ejecutivo. Pero los modernos teólogos de la tiranía en contradicción con este texto, no conceden al pueblo otra cosa que el nudo hecho de la elección del príncipe, cuando por haberse acabado la dinastía reinante, no pueda tener lugar la sucesión hereditaria: entonces, dicen ellos, sois vos quien constituís al electo, quien le imprimís el carácter real, quien le comunicáis la autoridad y poder, haciéndolo ministro y vicario suyo. Así lo he leído en impresos de la capital de México, y de la Corre de Madrid, publicados en 1810 y 1814. Uno de ellos añadía, que una vez el nuevo reinante hiciese sus nuevos llamamientos, y substituciones, el pueblo no podía alterarlos, y el derecho hereditario llegaba a ser para la nación tan inviolable y sagrado como las personas reales. En otra parte adelantaré lo más que exige el c. 17 del Deuteronomio; sigo hora con las pruebas del presente punto por el orden de las Escrituras.

CAPITULO X
Joatán y Gedeón por la soberanía del pueblo

OTRO ARGUMENTO ventajoso a este dogma político ofrece la sabia parábola de Joatán. En las cortes generales que tuvieron los árboles para ungir un monarca que los gobernase, se excusaron los más dignos: y el espino no solamente aceptó, sino también fulminó amenazas contra los que rehusasen obedecerle. El olivo, la higuera y la vid, estimando en más los dones que habían recibido de vos, y muy contentos con ellos, no quisieron admitir la autoridad que sus compañeros les brindaban como atributo propio de la corporación, emanado en su origen primitivo del autor de la Naturaleza, que los había dotado de las virtudes meritorias de la confianza de los congregantes. De tu mano igualmente venía el poder que éstos propinaban a los más idóneos: de tu mano viene todo lo que existe fuera de vos mismo. La cuestión de la soberanía entre los que os reconocemos por primer principio de todas las cosas, nunca puede recaer sino sobre su origen inmediato, secundario y visible: sería una ciencia teologal la política, si sus investigaciones, se dirigiesen al ma¬nantial primitivo de los seres, y sus cualidades: teólogos, no jurisconsul¬tos deberían llamarse los profesores del derecho natural, civil y de gentes: teólogos, no naturalistas, físicos, químicos, ya serían denominados todos éstos si en lugar de dedicarse al estudio, y averiguación de las causas segundas, que producen los efectos respectivos a cada una de sus facultades, no tratasen sino de la primera causa de ellos. Con semejante método, la física sería hoy lo que era en el siglo de Cartesio. Parece que al mismo tiempo que la revolución literaria de este filósofo, abría el camino a la indagación de los agentes secundarios de la naturaleza, los adoradores de la tiranía se empeñaban en quitar del medio la fuente visible y legítima del poder soberano de las naciones. No era de este número el buen Joatán cuando reconoce como perteneciente a los vege¬tales reunidos en sociedad el poder, cuyo ejercicio ofrecían a sus candidatos en la fundación de su monarquía: bajo de este concepto, pone en boca del espino la siguiente expresión: "Si verdaderamente me constituís Rey para vosotros" (Se vere me regem vobis constituitis), En ella declara ser los estados generales de la frondosa nación, los legítimos constituyentes de la magistratura real, y del poder necesario para reinar. Aplicando Joatán el sentido moral de su parábola al intruso Abimelech, y a la facción que lo constituyó, usa del mismo verbo: "Ahora pues, si legítimamente y sin pecado habéis constituido Rey sobre vosotros". (Nunc igstur, si recte, et absque peccato constituitis vos regem. Judic. 9). Pero son peores que éste y que el espino, a quien es comparado, todos aquellos que niegan la soberanía del pueblo, al mismo paso que están abusando de ella: ni el espinoso arbusto, ni Abimelech, osaron desconocer esta verdad que hoy impugnan y condenan individuos más ineptos para el mando, que este intruso y que el espino.
Gedeón, uno de los héroes de la nación Hebrea, y más heroico todavía por la moderación y desinterés, con que practicó la virtud moral atribuida en la parábola de los árboles a los más distinguidos, renuncia la corona que le ofrecen sus compatriotas en premio de la victoria que obtuvieron bajo su dirección: "Ni yo, ni mi hijo, reinaremos entre vosotros: reinará el Señor entre vosotros". Estas son las palabras con que este insigne caudillo rehúsa el poder que le brinda el pueblo. No le niega que sea suya la soberanía; al contrario, la reconoce cuando omite esta excepción, que sería la más legitima y obvia, en e! caso de no haberle ofrecido los israelitas lo que era suyo. Brindarle por vía de recompensa un poder ajeno, sería irrisión más bien que un rasgo de gratitud y beneficencia: no sería premiar el mérito y la fortuna del general, sino escarnecerle, si los propinantes le hubiesen presentado en galardón lo que no estaba a su alcance. Demasiado serio era el acto, demasiado benemérito el personaje para tratar de remuneraciones vanas y burlescas. Muy distantes de burlarse los oferentes de quien acababa de coronar de gloria sus armas, le ofrecían cuanto cabe en el orden civil. Convencido el jefe de la sincera gratitud de ellos y de pertenecerles el poder, y la fuerza con que había triunfado de sus enemigos, insistió en la excusa; y de todo el botín apresado, no les pidió más que los pendientes de oro que usaban los Ismaelitas: a esto se limitó el interés de este varón excelente, cuyos imitadores casi son tan raros como el fénix. "Non dominabor vestri, nec dominabitur in vos filius meus: Sed dominabitur vobis Domines". Judic. 8. De que también se infiere, que si de vos viniese en derechura el poder conferido al Rey, seríais siempre vos quien reinase exclusivamente: el reinante, haciendo en tal caso de agente o apoderado vuestro no obraría por sí, sino a nombre tuyo y por vos: todas sus acciones procedentes de la facultad que hubiese recibido de vos; se tendrían por vuestras, se especificarían y denominarían tales, como si tú mismo las ejecutases: sus leyes serían divinas, divinos sus decretos, divina su real voluntad, así como lo era cuando Moisés actuaba en calidad de comisionado tuyo, según la regla del derecho que enseña presumirse que obra por sí mismo, cualquiera que obra por ministerio de otro: "Qui per alium facit, per se ipsum facere videtur". No es de creer que la ignorase Gedeón, cuando basta el sentido común para saberla: no podía deducir por consecuencia que dejaseis vos de reinar entre las tribus por el mismo hecho de aceptar el cetro que ellas le ofrecían con el título de Rey. Se concluye pues ser de ellas la autoridad y poder con que había de reinar, si hubiese accedido a la oferta, que en obsequio de su virtud y talento le hacía el ejército victorioso.

CAPITULO XI
De los discursos de Samuel con el pueblo, resulta comprobada su soberanía

SOBRE LA MISMA regla de derecho alegada en el pasaje de Gedeón, se funda el argumento deducido de los discursos de Samuel, cuando le pidieron Rey los israelitas. Entre otras cosas, les dice, que estando vos reinando entre ellos, osaban proponer semejante solicitud. Así les rearguye para hacerles ver su desorden: "Cum Dominus Deus vester regnaret in vobis". (1 Reg. 12). Superflua reconvención y aun ridícula, si el nuevo monarca hubiese de reinar con una potestad emanada derechamente de vos, pues que en tal caso reinabais vos mismo por medio suyo. Pero Samuel no ignoraba ser propia de la nación la autoridad con que habría de obrar el nuevo reinante, y que siendo de ella, no podía éste ejercerla sino como mandatario suyo: es por esto que lleva a malla pretensión del pueblo, echándole en cara el pedir Rey, al mismo tiempo que estabais vos reinando entre ellos con precedente beneplácito suyo. ¿Y cómo podrá conciliarse esto con la expresa permisión del c. 17 del Deuteronomio? Distinguiendo de tiempos, de intenciones, usos y costumbres. Me explicaré, interrumpiendo un momento la prueba de lo principal.
Los Reyes delineados en este capítulo eran constitucionales, que no habían de reinar a su arbitrio y voluntad, sino ceñidos a la constitución y leyes hebreas: Reyes que debían vivir con la economía, sobriedad y templanza que prescribía el legislador: Reyes que sometidos a la ley como los demás individuos, habían de tener consigo el volumen de ella, en copia, para leerla y meditarla diariamente: Reyes prohibidos de ensoberbecerse contra sus hermanos, de quien recibían el poder ejecutivo: Reyes en fin que nada podían hacer sin el consentimiento del Sanedrín, a quien tocaba el apremio, siempre que procediesen de otra suerte. Pero el Rey, que a los 500 años de esta ley solicitaban las tribus, no era un Rey de esta noble y excelente fábrica, sino tal cual le describe Samuel en el c. 8 del 1 de los Reyes: un Rey que despoja de sus fincas a los propietarios, para donarlas a sus sirvientes: un Rey que diezma todas las producciones y cosechas de los hacendados y labrado¬res, para gratificar a sus eunucos y criados: un Rey que despoja de sus esclavos, esclavas y jumentos a sus poseedores para aplicarlos a sus reales obras: un Rey en fin que reduce su pueblo a servidumbre, haciéndole depender de su real voluntad exclusivamente.
He aquí el Rey que piden los israelitas, porque tales eran los de las naciones comarcanas, que ellos se proponían por modelo en su petición: todos eran idólatras y déspotas, que no reconocían más derecho que un cúmulo de corruptelas y abusos chocantes a la razón y principios sociales. Así lo querían las tribus por su locura, así era como habían de asemejarse a sus vecinos, tanto en la esclavitud más vergonzosa, como en el infame culto de los ídolos, muy protegido entonces por la monarquía. Samuel procuró disuadirlos, pronosticándoles el mal que les acarrearía el gobierno de los Reyes, y selló su discurso con la terrible amenaza de que "cerrarías tus oídos para no escuchar los cla¬mores que les costaría su loca pretensión". Ella fue pecaminosa, no sólo por el espíritu de idolatría que simuladamente la animaba, sino también por el peligro a que exponía la dignidad del hombre, y derechos de la sociedad. Así está declarada por el profeta, y confesada por el pueblo en el c. 12 del mismo libro: pero no desistieron de ella los pretendientes: y vos, Señor, por un efecto de vuestra indignación y cólera condescendisteis con sus instancias. "Dabo tibi regem in furore meo". Dijisteis por el profeta Oseas al c. 14 v. 11, y bien lo merecía una gente que os abandona, aspirando a un gobierno fautor de la mala creencia, y del estado servil igualmente prohibido en el c. 17 del Deuteronomio. Vuelvo a las pruebas del punto pendiente, anteponiendo la que se deduce del libro de este profeta menor.

CAPITULO XII
Oseas por la soberanía del pueblo

LA FATAL condescendencia que obtuvieron los Hebreos, no era el conducto de la soberanía que habían de ejercer sus monarcas. Nada de lo que contribuía a constituirles tales, les venía de vos, sino de la nación. Ya ésta es una verdad constantemente acreditada; pero si es menester que volváis a testificarla para convicción de los incrédulos, hablaréis otra vez por la pluma del mismo profeta, diciendo. -"Ellos reinaron mas no por mí; fueron príncipes, pero sin mi aprobación". (Ipsi regnaverunt, et non ex me: príncipes extiterunt, et non cognovi. Os. 1). Tales fueron los males que sobrevinieron a los Hebreos en su monarquía, que parece temíais
Reinaron con majestad y poder estos monarcas: ellos no la recibieron de vos, según el testimonio del profeta: ¿de dónde pues pudo venirles sino del pueblo? A éste importaría más el que ellos hubiesen sido elegidos por ti, o adornados de las bendiciones de tus predilectos; pero de nada de esto era digna su desordenada instancia, colorida con el pretexto especioso de un rey que juzgase a las tribus, marchase al frente de ellas, y combatiese en su defensa; (1 Reg. 8) como si les faltase un Sanedrín acreditado en la rectitud, y sabiduría de sus juicios; como si estuviesen olvidados tantos varones, ilustres por su virtud y talento, que sin monarquía florecieron, y defendieron su independencia y libertad nacional, batiendo a sus enemigos, quebrantando su yugo, y exaltando el honor y la gloria de sus armas. No tuvisteis pues otra parte en la creación de sus reyes, que aquella que es imprescindible de todos los actos humanos: concursos previos y simultáneos, inseparables de toda operación intrínseca y extrinseca: uniones que ni son constitutivos esenciales del monarca, ni entre los Hebreos pasaron jamás la raya de signos puramente ceremoniales, o de pronósticos de la persona en quien había de recaer el nombramiento popular: y alguna vez el don profético, que tampoco es elemento constituyente de la monarquía. Pero la autoridad y poder que es el alma de la dignidad Real, como de cualquier otra magistratura, era gracia del pueblo. Yo lo confieso; y para corroborar mi confesión, repasaré las actas del nombramiento de sus primeros reyes, y examinaré otras ocurrencias del caso.

CAPITULO XIII
En la elección de Saúl y otros acontecimientos de su reinado resalta la soberanía del pueblo

CERCIORADO Samuel por inspiración divina del sujeto en quien convendrían los Israelitas para su primer monarca, le ungió de orden tuya, pero con tanto secreto, cuanto se requería para dejar intacta la libertad de! pueblo. Desde que fue ungido obtuvo el numen profético que quisiste inspirarle; mas no adquirió autoridad y poder hasta que se la otorgaron las tribus congregadas popularmente en Maspha. Guardaba Saúl con tanta cautela el arcano de su futura suerte política, que se abstuvo de concurrir a esta asamblea general, quedando oculto en su casa. Abrió Samuel la sesión con un discurso en que renovando la memoria de los señalados beneficios que habían recibido de vos los Israelitas, les echa en rostro su mala correspondencia, su ingratitud en abandonar tu reinado, y pretender otro que les sería muy funesto. Pero ellos inflexibles en su propósito, convinieron en que se practicase por sorteo el nombramiento; y en el mismo sitio de la congregación fue aclamado e instalado el nuevo rey. (1 Reg. 10). Bien pronto experimentaron su idoneidad en el campo de batalla contra los Ammonitas. El suceso desengañó a los mal contentos, que reputándole por inepto en el acto de la elección le habían vilipendiado. Convocados segunda vez, todos los sufragantes se reunieron en Galgala, y allí renovaron la institución con unanimidad de votos. Sin este unánime consentimiento parecía defectuosa la elección, y faltarle al electo la plenitud del poder procedente de la uniformidad de sufragios, como lo indica el Texto diciendo: "...allí el pueblo hizo rey a Saúl delante del Señor" (Et perrexit omnis populus in Galgala, et fecerunt ibi regem Saul coram Domino. (1 Reg. 11). ¿Podrá darse mejor prueba de la soberanía del pueblo? ¿No es por ventura el monarca una hechura de aquellos que le hacen ser lo que él es en el orden social? ¿Et fecerunt ibi regem Saul no es darle todo el ser que él tiene en el estado político? Yo no puedo negarlo sin incurrir en la blasfemia de concederle mejores conocimientos políticos a los defensores de la tiranía, que a Samuel y a vos mismo.
En la historia de este primer rey hay dos hechos con que él mismo reconoce la superioridad del pueblo. Reconvenido Saúl por haber perdonado a Agag, monarca de los A malecitas, y otras cosas que conforme a la orden que de vos había recibido, debieron ser igualmente demolidas, se descarga con el temor y obediencia del pueblo diciendo: " ... timens populum et obediens voci eorum". "Temiendo al pueblo y obedeciendo a su voz". (1 Reg. 15). Temió a la nación y obedeció su imperio: temor justo, obediencia racional, cuando el pueblo quiere y manda lo que no es contrario a tu voluntad y órdenes. En la relación literal del caso no aparece ningún altercado entre Saúl y su gente: obraron de concordia:
"Et pepercit Saúl, et populus Agag". Así se explica el historiador en el v. 9 de! mismo capítulo: no hubo repugnancia de parte del rey; el pueblo y él concedieron a Agag el indulto: ¿cómo pues recayó sobre Saúl tan solamente el rayo de vuestra indignación? Dos respuestas al parecer satisfactorias se ofrecen a la reflexión. El sosiego y prosperidad de los Hebreos era e! objeto de la destrucción de los Amalecitas y demás gentes condenadas al exterminio. Un beneficio común a toda la nación podía renunciarse, podía moderarse por toda ella en cierto modo; su magistrado que no es árbitro sino administrador de sus derechos, no puede por sí solo dispensar en semejante ley. A los Israelitas importaba conservar enemigos, cuya lucha les sirviese de escuela práctica en el arte de la guerra ofensiva y defensiva: por esta utilidad fue de vuestro agrado el que no exterminasen del todo los Cananeos, y demás enunciados en el c. 3 del lib de los Jueces. No obsta el que también se interesase vuestra gloria en alejar de tu pueblo la idolatría, proscribiendo a los idólatras existentes dentro de los límites de la tierra prometida en la proscripción había comprendido a los Gabaonitas; y con todo esto, no llevaste a mal el que Josué, y las tribus les hubiesen eximido de la pena. Si el haber pues indultado a una nación entera no fue de vuestro desagrado, no perjudicó los intereses de tu gloria, ni se estimó peligroso a tu pueblo: ¿por qué desaprobar el perdón de Agag? Este rey no procuró salvarse con engaño; los de Gabaón lograron su salvación por el fraude que refiere el c. 9 del libro de Josué: ¿por qué pues os enojáis con quien le exime de la muerte? Samuel al intimarle la pena del talión indica el motivo especial que le hacía indigno de clemencia "Así como tu acero ha dejado sin hijos a las madres así también la tuya quedará ahora sin ti". Esta fue la sentencia del profeta, y ésta la que merecen los déspotas, que desconociendo la majestad del pueblo, obran con más desenfreno en el uso de sus armas.
Josefo el historiador de las antigüedades judaicas dice no haber sido ésta la causa de la desgracia de Saúl, sino el haber disuelto el Sanedrín: "gubernationem optimatum sustulit: quitó el gobierno aristocrático"; que fue un paso de arbitrariedad muy punible, con que aquel Rey allanó el camino del poder arbitrario. Disolver sin orden tuya, sin anuencia del pueblo un establecimiento de suma importancia, fue un exceso mucho más reprensible que el haber sido indulgente con Agag. Confinado a perpetua prisión este sanguinario, no hubiera aumentado la orfandad; pero la supresión del Sanedrín fue más perniciosa y sanguinaria. Existiendo este senado con su plenitud de facultades no hubiera degenerado en tiranía el reinado de Saúl, se habrían cortado los progresos a este monstruo; este monarca no habría acarreado a Israel por esta mala fe un hambre de tres años, y a su propia familia la pérdida de siete hijos sacrificados para expiar la perfidia con que violó el tratado (2 Reg. 21); no tendría un fin tan desastroso, ni hubiera dejado afeada su memoria. Pero tampoco hubiera abolido el Sanedrín, si esta corporación fuese hechura suya, disponible a su arbitrio, como lo son todas las que con el nombre de consejos, cámaras y tribunales supremos existen en monarquías absolutas, tan distantes de refrenar la pasión de su hacedor, que por el contrario, ella es la que sirve de norte en sus juicios y consultas, ella es para tales consejeros y ministros el único libro de su diurno y nocturno estudio, porque en él está vinculada la subsistencia de sus empleos. No era de semejante fábrica el senado hebreo; él era un cuerpo representativo de la soberanía de las tribus, a quienes tocaba la elección de sus miembros, sin cuyo consentimiento nada podían actuar los Reyes en materias arduas; y si lo permitían, o iban contra sus deliberaciones, quedaban sujetos a su potestad coercitiva; atributo inherente a este cuerpo desde su fundación, no derogado en el c. 17 del Deuteronomio, ni en el establecimiento de la monarquía, entonces más necesario para que no fuesen ilusorias y vanas las reglas dictadas por Moisés para el gobierno de los Reyes, y confiadas no a éstos, sino a toda la nación, muchos siglos antes de la existencia de ellos. Es buen testigo de la superioridad de! Sanedrín el historiador Josefo: está comprobada en el proceso de Amasías, Rey de Judá, y declarada por Sedecías en el c. 38 de Jeremías:
"Nec enim fas est regem vobis quid quam negare", es la contestación que reciben de este Rey los príncipes del Sanedrín. No era justo lo que ellos pretendían; sin embargo confiesa Sedecías no serie al monarca lícito negarles cosa alguna: si tanta era pues la autoridad de este senado, ¿cuánta sería la del pueblo que se la confería, escogiendo para vocales suyos los mejores hombres de cada tribu? (Deuter. 1).
Bien conocía la extensión de esta autoridad el primer Rey de los Hebreos, cuando ames del aconrecirnienro de Agag se había sometido a la voluntad general, revocando la sentencia de muerte que había pronunciado contra Jonatás. "Morirás", le dice Saúl. Pero el pueblo le replica diciendo: -"Conque ¿ha de morir Jonatás que ha salvado heroicamente a Israel? Es una iniquidad. Vive Dios que no se le tocará un pelo de la cabeza". He aquí la resistencia con que el pueblo libra de la muerte a Jonatás: así es como revoca el soberano la determinación de su monarca. (Liberavit ergo populus Jonathan, ut non moreretur: 1 Reg. 14) y la obediencia de Saúl lejos de menguar su dignidad, la confirmó. (Et Saul, confirmato regno suo super Israel, pugnabat per circuitum adversus omnes inimicos ejus). ¡Aquí tenéis, vosotros enemigos del hombre en sociedad, una muestra brillante de su poder, sacada no con violencia de las páginas del reino espiritual de Jesucristo, sino de los libros que de intento tratan del gobierno político de una nación predilecta! ¡No basta que este mismo señor haya protestado no ser su reino de este mundo; vosotros os obstináis en recurrir a la otra vida en busca de gobierno para las sociedades de este mundo, cuyos miembros han recibido de la naturaleza, el código necesario al régimen de sus intereses temporales! ¡Tolerable sería vuestro extravío, si en lugar de máximas liberales en política, no forjaseis grillos y cadenas para esclavizar al mismo hombre redimido por el fundador del reino de los cielos, a esta misma criatura mejorada en el imperio de la Gracia! Ya he presentado las dos pruebas tomadas de los hechos de Saúl relativos a Jonatás, y Agag: entraré ahora en los de su sucesor que sean concernientes a mi intención.

CAPITULO XIV
Pruebas del poder nacional en la sucesión de David, y en otros acontecimientos de su reinado

CAYÓ SAÚL de vuestra amistad, y por sus crímenes se hizo indigno del cetro de Israel. Instruido Samuel de su desgracia, recibe órdenes tuyas para intimarle su caída y ungir al sucesor. Se verifica la unción; pero Saúl continúa reinando, porque aún tiene en su favor la voluntad de la mayor parte del pueblo, o de la fuerza armada, que le conserva en el mando por la opinión de su valor, agilidad y pericia militar, por el crédito adquirido en la campaña. David entre tanto, aunque ungido de orden tuya, y perseguido injustamente de Saúl, ni se titula Rey, ni deja de reconocer esta dignidad en la persona de su perseguidor: sabía muy bien, que mientras el pueblo no se la confiriese, el acto de unción y cualquier otro no eran más que presagios de su futuro destino político. Muerto Saúl, reinó David en la tribu de su familia tan solamente, porque ella sola le había instituido, aclamado y ungido en la ciudad de Hebrón: las demás proclamaron e instituyeron a Isboseth: cuyo reinado duró dos años; y por su muerte se congregaron espontáneamente todas las tribus en la misma ciudad, hicieron Rey a David con pacto constitucional, y le ungieron otra vez. (2 Reg. 5). Sin la muerte de Isboseth, u otro caso equivalente en la guerra de sucesión, y mientras le sostuviesen las tribus, que le habían proclamado tan legítimo Rey de ellas, hubiera sido él corno lo era de Judá su competidor: teniendo en su apoyo el sufragio de la multitud, de quien había recibido el poder para reinar, no podía llevar la nota de intruso, que merece el usurpador de los derechos del pueblo, el tirano que por la fuerza o el dolo se apodera de su autoridad. Un crimen de esta clase no era acreedor al elogio que hizo David de Isboseth después de su alevosa muerte Al llegarle el aviso de esta alevosía, protestó que si él había hecho morir al mensajero de la muerte de su perseguidor, con mayor razón sufrirían igual castigo unos despiadados que en su mismo lecho, y en su propia casa habían asesinado a un varón inocente y justo. (Quatlto magis nunc cum homines impu interfecerunt virurn innoxium in domo sua, super lectum suun, non quaeram sanguinem ejus de manu vestra, el auferan vos de terra? (2 Reg. 4) Dos fueron los autores de esta alevosía ejecutada bajo el concepto de que con ella obsequiarían, a David, y obtendrían de él otro premio.
Abner, general de las armas de Saúl, lo fue también de Isboseth, y tuvo mucha parte en la promoción de este príncipe; pero David bien distante de censurar su conducta, le contempla como un hombre benemérito, se duele de la muerte que le dio Joab fuera de acción y de caso, recomienda su memoria a Salomón, y la venganza de su sangre (3 Reg. 2). Salomón realza tanto el panegírico de su recomendado, que a pesar del mérito de su homicida, y del asilo del tabernáculo, le hizo quitar la vida, declarándole perpetrador de la muerte de dos varones justos y mejores que él (3 Reg. 2 v. 32). El otro de quien se hace memoria en este lugar, era Amasa, general de Absalón en la guerra contra su padre. No puede cohonestarse la rebelión del hijo; pero parece exento de este crimen un jefe que miraba sostenida la empresa de Absalón, por casi todo el pueblo que le había proclamado y ungido en Hebrón (2 Reg. 15 et 19). Ningún otro fue reputado criminal sino el mismo hijo que por fraude había ganado la voluntad y poderío de las tribus. "Toto corde universus populus sequitur Absalom", es el parte con que le avisan al padre esta novedad (2 Reg. 15). David se vale de la maña para alcanzar una victoria superior a la fuerza de sus armas. Cusai de concierto con él, se presenta al servicio de Absalón, disimulando el artificio con que iba a frustrar sus planes. Absalón, o porque llegase a sospechar de su conducta, o por hacer prueba de su adhesión, le reconviene para que vuelva al servicio de su padre. Cusai lo rehúsa, protestándole no serviría, ni sería sino de quien tuviese de su parte el voto del pueblo, y de todo Israel corno signo de vuestra voluntad. "Nequaquam, dice; quia illius ero, quem elegit Dominus, el omnis populus, et universus Israel, et cum eo manebo". (2 Reg. 16). Hubiera sido inútil esta protesta, si ella no fuese conforme al común sentido de aquella gente, inspirado por las luces naturales, por la doctrina de Moisés, por la práctica anterior y posterior a la monarquía.
Todavía no se habían excogitado las pueriles fábulas contrarias a esta verdad: todos vivían persuadidos de ser el pueblo la única fuente visible del poder: casi todo el de Israel estaba por Absalón, abandonando a su padre. De este abandono provino el menosprecio y contumelia con que David fue tratado por Semei. Se verificó entonces lo que posteriormente escribió Salomón en los Proverbios: " ... in multitudine populi dignitas regir, et in paucitate plebis, ignominia principis". Habló Cusai conforme a los elementos sociales: y convencido David de su notoriedad y trascendencia, les dio lugar en su plan combinado con el nuevo Sinon. fundado en ellos, confesó también haber sido hecho Rey de Israel en el día de la derrota y muerte de Su hijo Absalón, así se explica, cuando Ahisai le incita a vengarle del insulto que había recibido de Semei en su fuga ... ¿Será pues bien el que hoy se le quite a alguno la vida en Israel? ¿Por ventura ignoro yo haber sido hecho Rey de Israel en este día?" Ergone bodie interficietur vir in Israel? ¿An ignoro bodie me factum regem super Israel? (2 Reg. 19). Entonces fue constituido Rey de Israel, porque entonces fue que resumió el poder y la fuerza del pueblo que antes se hallaba a disposición de su hijo, y estuvo ya para perder de nuevo por el exceso de su dolor en la tragedia de este desventurado. Desagradó tanto a las tribus su amarguísima aflicción, que pensaban ya en abandonarle otra vez. El general le reconvino con tanta libertad como pudiera un igualo superior suyo: atribuye a ingratitud su largo llanto, le impropera por ella, y le conjura que si no salía a contestar y satisfacer al pueblo, todos le abandonarían y quedaría en peor estado que nunca. (2 Reg. 19).
Si en mi estado de ignorancia me hallase yo al lado de David, podría haberle dicho: "Señor, nada importa que deserte toda la fuerza y poder del pueblo, con tal que retenga V.M. la fuerza y poder que recibió del Cielo, cuando fue ungido por el profeta. Esta potestad celestial no puede desamparar a V.M. porque ella mediante la unción se le apegó tanto a su Real alma, que le marcó de un modo indeleble, y la hizo tan poderosa, que no necesita del poder y de la fuerza de la nación; y ésta es inferior a aquélla en un grado infinito". No es difícil añadir cuál hubiera sido la resulta de mi delirio al frente de un general y de una gente tan celosa de sus derechos. El mismo David exento de mis preocupaciones hubiera menospreciado la lisonja, tachándome de fatuo. Yo le observo reconociendo la soberanía del pueblo en todos los hechos referidos. Isboseth, Abner y Amasa, que en la opinión de nuestros tiranos, y sus aduladores serían tratados y desdeñados como facciosos, rebeldes y traidores, son todos en el dictamen de David hombres buenos, inocentes y justos, príncipes y generales, no cabecillas y bandidos: obraron en fin con la autoridad y sufragio de la multitud; y esto bastaba a la legitimidad del principado del primero y del generalato de los segundos. Estos en sentir del sucesor de David no sólo son justos, sino mejores que el célebre general Joab, cuya conducta no fue punible por haberle quitado la vida a Absalón en los ardores de la campaña, sino por haber privado de su existencia fuera de este conflicto a su general Amasa, y al de Isboseth, Abner. La historia de David, me suministrará en su oportunidad, argumentos favorables al derecho de resistencia contra el poder arbitrario y tiránico: la dejaré por ahora para inquirir entre sus sucesores otros reconocimientos de la majestad del pueblo.

CAPITULO XV
Continúan las pruebas de este dogma político en los reinados de Salomón y Roboán

CUANDO SALOMÓN empezó su reinado, tuvo en sueños una aparición tuya, en que le dijisteis: "pide lo que quieres que yo te dé". (Postula quod vis ut dem tibi. 3 Reg. 3). ¿Pues qué (pregunto yo ahora) es nada el reino que le habéis dado? Cómo es que hablándole por la primera vez, suponéis no haber recibido de ti cosa alguna, y queréis por tanto que os pida lo que guste? Esto mismo es una prueba de que el ser Rey no le había venido de vos, sino de la nación: a ésta era deudor de la real magistratura que había obtenido aun antes del fallecimiento de su padre: desde entonces había sido ungido y aclamado dos veces por todas las tribus con la solemnidad que se lee en el c. 1 del lib. 3 de los Reyes y en el c. 29 lib. 1 del Paralipómenon. Por esto es que le excitáis a que os pida no lo que había recibido de sus padres, no el poder y autoridad que las tribus le habían concedido, sino lo que ni éstas, ni aquéllos pudieron conferirle: postula quod vis ut dem tibi. A este modo os explicáis, porque en la esfera de lo político nada había obtenido Salomón de tu liberalidad. Al primer funcionario de una gran sociedad importaba mucho el talento de la sabiduría: he aquí su petición. Por haberla contraído a lo más importante al desempeño de sus deberes, también le prometisteis riquezas y glorias extraordinarias.
Mal agüero fue para este monarca el haber manchado sus manos con la sangre de su hermano Adonías, que sin aspirar al mayorazgo, de que había sido excluido por la voluntad de su padre y del pueblo, solamente pretendía casarse con Abisag Sunamitis. A este fin se valió de la mediación de Bersabé, que fue desairada, y se llevó a efecto el fratricidio. (3 Reg. 2). De esta manera comenzó a infringir los preceptos con que su padre se había despedido de él para la eternidad. Su conducta subsecuente a este hecho lavó en cierro modo su mancha; pero el haberse a panado de lo prescrito en el c. 17 del Deuteronomio, fue causa de otros desórdenes suyos. Infatuado con el número excesivo de mujeres, y concubinas extranjeras e idólatras, a que se entregó, también incurrió en la idolatría; abusó del poder de la nación, y de los dones que había recibido de tu mano; y falleció en esta situación, dejando en pie las aras que había erigido a los ídolos. (3 Reg. 11). Cuáles fuesen las costumbres de una gente inclinada a los vicios cultivados por su Rey, fácil es de colegirse. A su profesión no eran suficientes las cuantiosas sumas de oro y plata que entraban de otros países: fue preciso imponer y aumentar contribuciones domésticas, cuyo peso parecía insensible a un pueblo embriagado en sus placeres. Esta es la ocasión de azotarle con la pérdida de! apoyo de su embriaguez. Es un efecto de vuestra cólera el dar Rey a una nación que ya no quiere un gobierno bien constituido y moderado: Dabo tibi regem in furore meo: y es un rasgo de tu indignación el quitárselo, cuando su mal ejemplo es halagüeño a las pasiones desordenadas de la multitud, y las fomenta: "Et auferam in indignatione mea". Os. 13.
En este estado se hallaban las tribus, cuando las privasteis del reinado de Salomón. La necesidad de su hijo era tal, que ni aun podía mantenerlas adormecidas en aquellos vicios que hacen insensible la gravedad del yugo, e impiden su sacudimiento. Todo Israel congregado en Siquen para constituirlo Rey, exige como requisito indispensable el que se alivie de la servidumbre, a que le había reducido el durísimo imperio de su padre. Roboán para contestar pidió y obtuvo el plazo de tres días; dentro de los cuales consultó a los ancianos consejeros de su padre. Estos como peritos en la ley y derechos de la nación hallaron justa la demanda de los Israelitas, y fueron de parecer que la otorgase, si quería reinar sobre ellos. ("Si hodie obedieris populo huic, et servieris, et petitioni eurem cesseris, locutusque fueris verba lenia". 3 Reg. 12). "Si obedecieres a este pueblo (le dicen), si le obsequiares, accediendo a su instancia, y le hablares dulcemente, serás bien correspondido". He aquí el dictamen de los sabios: dictamen de obediencia, obsequio y mansedumbre, como lo exigía el derecho de las tribus: dictamen arreglado al c. 17 del Deuteronomio, que entre otras cosas prohíbe al Rey ser orgulloso e insolente con sus hermanos: Nec elevetur cor ejus in superbiam super frates suos. Pero nada de esto agradaba a Roboán: menospreció la consulta de los prudentes, y buscó la de los indiscretos. Ninguno más a propósito que los jóvenes compañeros suyos en sus delicias y pasatiempos. Siguiendo al pie de la letra el consejo de ellos, habló al pueblo con elación y soberbia: y considerándose más autorizado que su padre para oprimirle, contradice y rechaza su justa pretensión, protestando agra¬varle el yugo de la tiranía. A este fin usa en su discurso de una frase insolente y despótica, diciéndoles, que si Salomón los había afligido con azotes, él los afligiría con escorpiones. (3 Reg. 12, el 2 Paralip. 10).
Sin exasperar los ánimos pudiera Roboán haber logrado su intento, si él, o sus consultores hubiesen estado iniciados en la política de los monarcas absolutos de nuestro tiempo. Aunque éstos sean más estólidos que aquél, viven rodeados de gente tan limada en el arte de dorar píldoras, imponiendo falsos nombres a las cosas, que fácilmente engañan la multitud y la oprimen de un modo contrario al placentero estilo de sus discursos, cédulas y decretos. Cuando más posesiva es su providencia, tanto más vestida de términos beneficiosos y melifluos, tanto más auxiliada de oradores corrompidos que presentan al tirano y sus ministros, con la gala y atavío de virtudes que ninguno de ellos tiene. Es más fina y segura esta trampa en aquellos estados en donde ilusiones religiosas y sutiles imposturas han de tal suerte identificado la espada con el cordero, el trono con el altar, el cáliz con el cetro, que han logrado hacer vuestra la causa del despotismo. Cuando temen que su gravedad haga sentir hasta en los más ilusos la gran diferencia que hay entre los derechos y hechos, entre la práctica y teoría de sus papeles, desenvuelven a su modo las doctrinas de Salomón y San Pablo, despliegan todo el artificio de sus glosas y se empeñan en persuadir que cuanto ordena el tirano es vuestra voluntad, y lo más conveniente a la salud espiritual y corporal de sus vasallos, al bien y prosperidad de la monarquía. En España, desde que se introdujo el poder arbitrario de sus monarcas, ha florecido tanto esta política, que hasta el verdugo que ejecutó al hijo de Felipe II, por mandato de su padre, podría ser catedrático de ella. "Paz, paz, Señor D. Carlos, le dice, al ponerle las manos para la ejecución, paz, paz, Señor D. Carlos: que esto se hace por su bien". Si Roboán hubiese tenido por consejero a este ejecutor, tal vez no hubiera quedado reducido a las tribus de Judá y Benjamín, las únicas que tuvieron bastante apatía para tolerarle el lenguaje irritante de su contestación, y hacerle Rey; las demás usando de su derecho, se declaran independientes y libres, fundan otra monarquía y confían a Jeroboán el ejercicio de su soberanía, Pero buenos consultores sin facultad coactiva sobre el magistrado que necesita de sus dictámenes, son tan inútiles en el reinado de Roboán como en el de cualquier otro déspota; y no son de los comprendidos en el c. 11 de los Proverbios, que hace consistir la salud del pueblo en la muchedumbre de consejos. "Ubi non set gubernator, populus co¬rruit: salus autem ubi multa consilia".
Usaron los Israelitas contra Roboán, de un derecho trascendental a todas las naciones, practicado en Egipto con Faraón no menos que en toda la superficie del globo habitado de gente animada de sentimientos naturales: derecho inajenable y respetado en el c. 17 del Deuteronomio. Muchos siglos antes de la monarquía, habían recibido las tribus su carta constitucional para que la observasen sus Reyes, cuando ellas quisiesen tomar esta forma de gobierno. Muy anticipadamente la puso Moisés en sus manos, porque ellas eran los principales interesados en esta ley, porque ellas debían ser sus celadores, y exactores de su observancia. No era esta carta el compendio de la fortuna de ciertos individuos y familias; ella era la salvaguardia de los intereses de la nación: todo su temor sería insignificante y vano, si hubiese de quedar al arbitrio de un solo gobernante su ejecución, si las tribus no hubiesen de retener el derecho de apremiarle a su cumplimiento, de quitarle el mando cuando se hiciese indigno de él, de escarmentarle con proporción al exceso, y de tomar otra medidas de precaución y seguridad. Sin este derecho se frustraría el objeto de la sociedad; ella misma degeneraría en una tropa de esclavos, o en una manada de brutos, desde que el administrador de sus fondos, llegase a ser el árbitro de todos ellos, desde que fuese exonerado de las obligaciones anexas al pacto de sus comitentes. Pero condenada esta hipótesis como incompatible con el contrato social, con la naturaleza y fines del mandato, con los vínculos sagrados de esta administración, es a todas luces evidente la justicia con que se sublevan las tribus contra Roboán. Ellos no apelaron a este derecho, sino cuando vieron desatendida y ultrajada su demanda: entonces es que se valen de su poder y su fuerza, único y necesario recurso contra un déspota inexorable. Con igual razón apedrearon y mataron al superintendente de las contribuciones, cuando de orden del Rey volvía a exigirlas, estando ya pronunciada la independencia de Israel. A riesgo estuvo de acompañarle en este desastre el mismo Roboán su comitente, si no huye precipitadamente a Jerusalén. (3 Reg. 12). Ninguna de estas acciones defensivas mereció tu desagrado; todas fueron expresamente aprobadas, cuando por Semeías, prohibiste a este monarca y a la gente de Su partido, el hacer la guerra a los insurgentes.
En el tiempo en que yo negaba este derecho, no hallaba otro rumbo para evadir la dificultad en que me ponía este lugar, sino el decir que era caso especial, en que por inspiración privilegiada tuya, obraban los Israelitas. Con este efugio me jactaba de haber disuelto la objeción, y suponía que los actos intrínsecamente malos, dejaban de serlo, cuando tú metías la mano en ellos, cuando su ejecutor se decía inspirado o cuando a los abogados de la tiranía pluguiese recurrir a inspiraciones celestiales. Pero ¿qué mejor documento de la bondad de un acto, que el de haber sido producido por impulso especial vuestro? ¿Podéis acaso vos inspirar acciones pecaminosas? Israel en el presente caso no necesitaba de mociones singulares de tu divino espíritu: para una obra colocada en la esfera de los impulsos de la naturaleza, no eran necesarios movimientos sobrenaturales; a menos que estuviesen enervados los muelles morales de aquellas armas hasta el punto de no poder ya obrar sin el impulso extraordinario de otra mano. Tal era la situación miserable de los Hebreos en Egipto, adquirida por más de dos siglos de servidumbre: tal era el estado de mi alma compaginado con una educación sistemática y afianzada con el transcurso de 300 años: por tales circunstancias es que ni aquéllos ni yo podíamos recobrar la elasticidad de nuestros relajados muelles sin impulso de otra causa, sin alguna inspiración vuestra. Yo estaría por ella en el caso de Israel con el hijo, y sucesor de Salomón, si el reinado de éste hubiese durado dos o tres siglos; mas no habiendo sido sino de mucho menos duración, bastaron los resortes naturales de la multitud oprimida, remontados por la ilustración y patriotismo de Joroboán, para obrar contra su nuevo opresor. Diré lo que me servía de apoyo para fingir mandamiento especial vuestro en esta insurrección.
Las últimas palabras del mensaje que encargaste al profeta Semeías, eran mi asidero. "A me enim factum est verbum hoc", es la cláusula de que te serviste en este lugar, y la misma que se acostumbra en tales encargos, para denotar que hablan de orden tuya los mensajeros. Semeías recibe de ti la que había de intimar a Roboán, y los suyos, a fin de que se abstuviesen de llevar las armas contra Israel:
A me enim factum est verbum hoc, añadís, para que les dijese ser ésta tu voluntad, y que el profeta les hablaba a nombre tuyo; pero ni en este mensaje, ni en todo el capítulo, hay el menor vestigio de haber sido providencia extraordinaria tuya, el levantamiento de casi rodas las tribus contra Roboán: obraron ellas conforme al sistema ordinario de tu providencia, usando del derecho común a todo el género humano, sin necesidad de inspiraciones, privilegios y dispensaciones tuyas: usaron de una ley innata a todos los vivientes, a los elementos y demás criaturas inanimadas, que se valen de ella siempre que son oprimidos o violentados. ¡Qué bello rasgo de distinción para un pueblo escogido al ejercicio de una facultad trascendental a todos los gentiles, animales y cosas inanimadas! ¡Qué fecunda es la ignorancia que hace el cortejo de la tiranía! Yo quiero ahora suponer que precedió a la revolución de los Israelitas un decreto especial vuestro. ¿Quién no reconocerá en él la rectitud de la acción? Jamás podéis vos decretar lo que es de suyo malo: decretos permisivos tuyos son los únicos que se admiten en esta línea: relegados andan de ella los im¬pulsos de tu Divino Espíritu: quedará pues más justificado el procedi¬miento de Israel contra Roboán, y más recomendado a la imitación de los pueblos, si le añadimos el mandato, o inspiración especial.
Cuando yo en mi ceguedad recurría para este caso y sus semejantes a dispensas extraordinarias vuestras, suponía que hubiese una ley por la cual le fuese vedado al hombre precaverse de la tiranía; librarse de su peso cuando le hubiese cogido debajo; huir de la servidumbre, y recuperar su libertad. ¡Suposición monstruosa! Ella vale tanto como decir que todos los hombres son esclavos por naturaleza, y que la esclavitud es el más precioso don que les tocó en la obra de la creación. Bajo este absurdo, sería vuestra conducta la más inconsecuente, todas las veces que castigabas las prevaricaciones de tu pueblo, con la servidumbre extranjera, cuando amenazas con la doméstica a los descendientes de Cam, cuando conminas a los poseedores de esclavos que omiten manumitidos oportunamente Es mucho menos absurdo que esto el hacer del decreto de mi primera suposición gracias y privilegios; aunque esto es suponer que sobre leyes generales, no pueden recaer preceptos singulares para su mejor observancia, que los mandamientos del Decálogo escritos en las tablas de la ley, no son lo, mismos que la naturaleza grabó en el corazón de todos los hombres, o que en fin no pudieron repetirse en el Evangelio, o que los preceptos morales de este nuevo código se distinguen substancialmente de los naturales, y de los esculpidos y promulgados en el monte Sinaí Concluiré la prueba tomada de Roboán, y seguiré las que se indican en el siguiente número.

CAPITULO XVI
Continuación del anterior. Añádese el discurso de Abias.
Nociones de la libertad, derecho y ley

INSISTIR EN QUE obraron dispensatoriamente los israelitas, por hallarse revelado a Salomón este acontecimiento por ti mismo, y a Joroboán por el profeta Abías, vale tanto como decir que el suceso de los futuros conocidos y pronosticados anticipadamente por el órgano de la revelación, nunca ha sido del orden regular de la providencia. Mas un decir semejante es intolerable. Vaticinados se encuentran en la misma Escritura muchos efectos futuros de causas naturales, necesarias y libres. Nada hay de lo pasado ni del porvenir que desde la eternidad no haya registrado en el libro de los destinos y patente a vuestra vista; pero ni aquel registro, ni esta presencia vulneran en un ápice los derechos de la libertad, ni la carrera ordinaria de los sucesos de tu admirable providencia. Fijado desde la creación este sistema regular con una armonía incomprensible, jamás se turba ni por los pasos maravillosos de tu liberalidad, ni por el concurso previo y simultáneo que andan acompañadas imperceptiblemente todas las acciones y operaciones. Mi ignorancia en estos principios me hacía desatinar enormemente, me inducía a defraudar del más rico presente de su ser a vuestra imagen y semejanza, suponiéndola esclava por naturaleza, y algunas veces libre por inspiraciones y favores extraordinarios. Así degradaba yo a las tribus de Israel, cuando negándole sus derechos, recurría al privilegio singular de la causa primera: a ti solo atribuía yo la marcha de su independencia y libertad, el abandono de Roboán y de la casa de David, la muerte violenta del ministro Adurán. Consideraba yo al pueblo en esta ocasión como mero instrumento tuyo, obrando como el martillo en la mano de un herrero, como el puñal en la de un homicida, o como cualquier hombre en la doctrina de Insenio. Muy poco instruido en estas materias, me parecía el Eclesiástico cuando en el c. 47 atribuye todas estas novedades a la imprudencia de Roboán: su hijo y sucesor Abías era a mi ver un delirante, cuando sobre el monte Semerón declaró no haber sido obra vuestra sino de Israel, la fundación del nuevo reino, las medidas que le precedieron por consecuencia de la estupidez, temor y flaqueza de su antecesor. (2 Par. 13).
De esta manera discurría este nuevo Rey, calificando de criminal en su discurso la insurrección, y motejando de malvados a los autores de ella; pero su lenguaje no era otra cosa que el producto de la ambición y codicia, cuyos excesos bastaron a clasificarle en la turba de los malos Reyes de Judá, excluyéndoseles del cortísimo número de los buenos que refiere el Eclesiástico en el c. 42. No hay tirano que no hable igual idioma, cuando la nación oprimida, cuando la mayor, o más sana parte del pueblo usa de sus derechos sacudiendo el yugo, y recuperando su libertad: pero el varón ilustrado y fuerte se porta con los tiranos, que así blasfeman contra las luces de la filosofía, como se conduce la luna con el perro que le ladra. (Et latrat: sed frustra agitur vox irrita ventis, et peragit cursus surda Diana suos ), Del mismo modo que Abías, se explicaría Faraón contra Moisés y las tribus que evadían el peso de su dominación. Así gritarán siempre los opresores del hombre, cuando vean amenazada, o disuelta su opresión. Me parecían religiosos y justos todos sus gritos, cuando yo opinaba y discurría sumergido en mis pre¬ocupaciones; pero desengañado, reconozco los derechos del hombre en sociedad, y proseguiré deduciendo de la Escritura otros argumentos de la soberanía del pueblo. Confesaré previariamente la equivocación que yo padecía en la inteligencia de los términos libertad, derecho y ley.
Alucinado con falsos nombres, mis ideas eran correlativas, y por ellas me parecía que la libertad no era otra cosa que la licencia de hacer cada uno lo que se le antojase: me parecía que el despotismo era un derecho, y los actos arbitrarios de la voluntad de un déspota eran leyes inviolables y sagradas. En la siniestra significación de estas palabras contemplaba yo a la libertad como a un enemigo de la especie humana, como la raíz del pecado de nuestros primeros padres: bajo este concepto equivocado, la esclavitud pintada con los colores de la libertad, era para mí lo mismo que anunciaba la falsedad del término, de consiguiente, yo reputaba por criminales a cuantos pretendían ser independientes y libres. Mas ahora que oigo los acentos de la razón, confieso que la libertad política no es el licencioso albedrío de hacer cada uno lo que quiere, aunque sea contrario a las leyes naturales y divinas. El derecho que el hombre tiene para no someterse a una ley que no sea el resultado de la voluntad del pueblo de quien él es individuo, y para no depender de una autoridad que no se derive del mismo pueblo, es lo que ahora entiendo por libertad: leyes humanas, no divinas son las únicas que vienen en esta definición: en ella tampoco están comprendidas las potestades celestiales; todas aquellas que el príncipe de los Apóstoles llama hechura de hombres, son las que tocan a la libertad definida. Usa de ella el ciudadano que procura eximirse de una ley positiva del orden social, que no tiene un sufragio, ni el de la comunidad. Quien rehúsa depender de un magistrado, cuyo poder no es derivado de la misma nación legisladora, ejerce la libertad que defendemos.
No es ley el acto de la voluntad de un individuo: no es legítima, sino tiránica la autoridad que no viene del pueblo. Depender de la voluntad de un hombre solo, es esclavitud: armarse del poder sin el consentimiento espontáneo y libre de la nación: abusar de él con detrimento de las al ras miras de la sociedad, es una usurpación y tiranía. Para el bien común, se comprometieron los hombres a vivir reunidos en varias demarcaciones: por la prosperidad de todos convinieron en la erección de un gobierno. ¿A quién pues tocará formar la regla de esta unión, y el sistema ejecutivo de ella? ¿A quién sino a los mismos, a quienes interesa, y para cuyo mejor estar fueron planteadas las sociedades? ¿A quién sino a ellos ha de tocar también el escoger y autorizar ejecutores de su voluntad general? Todos deben tener parte en lo que a todos toca: por todos. debe de aprobarse lo que a todos importa. "Quod omnes tangit, ab omnibus approbari debet": principio del derecho dietado por la luz natural. He aquí lo mismo que pretende el hombre en sociedad, cuando usa de los fueros, que como a miembro de ella le pertenecen: justo es pues, que no quiera depender de una ley, ni de una potestad que no son criaturas suyas: razón es que para corregir o revocar el desorden contrario se valga del remedio que practicaron las tribus de Israel en Siquén.
Clasificada la libertad que el hombre debe defender en su estado social, se deja ver la impertinencia con que yo le atribuía el pecado de Adán. ¿Qué sociedad, ni qué leyes humanas había entonces en el paraíso, ni en ningún otro puma de la tierra? ¿Qué tiranos, ni qué usurpadores, habían invadido en aquella época los derechos del hombre, o del pueblo? En aquellos primeros días la ley natural era la única regla que regía: no pecaron contra ella los moradores del paraíso: un precepto puramente divino y positivo fue el de la infracción original; ninguna parte tuvo en ella la libertad civil, todavía desconocida: fue una licencia, no libertad, la que ellos se tomaron para gustar de la fruta vedada. Yo era un iluso cuando confundía estas dos cosas opuestas, cuando suponía leyes políticas sin cuerpo político que las dictase. Frecuentemente oía definir la libertad entre los jurisconsultos, y con esto sólo bien podía haber conocido, y enmendado mis errores; pero falta de raciocinio, por estar preocupado de la falsa idea de la palabra derecho, que entraba en la definición, permanecía en ellos. "Facultad de hacer cada uno lo que no está prohibido por derecho o por la fuerza", eran los términos con que comúnmente se definía la libertad; pero yo estimaba como derecho cuanto dictaba el despotismo en tono legislativo contra los mismos derechos del hombre: por esta errónea estimación hallaba yo coartada en los puntos más importantes la facultad de hacer lo que el derecho natural prescribía. En mi opinión el poder arbitrario, disimulado con apariencias y nombres de justicia y buen gobierno, era lo que llevaba el mérito y concepto de derecho natural y divino: así titulaba yo, y veneraba la tiranía santificada dolosamente con principios de religión indignamente aplicados. Bajo esta conciencia errónea tildaba yo de criminal, la libertad de eximirse de semejante derecho, la facultad de resistir al déspota que lo dictaba, y sostenía menos con la fuerza de las armas, que con el influjo de las preocupaciones religioso-políticas.
Tal era el genio de la ilusión en el gobierno tiránico a que yo vivía ligado, que en favor suyo solía alegar el testimonio de Samuel, cuando llama derecho las corruptelas y abusos de los monarcas confinantes con las tribus de Israel. Encargado este profeta de instruirlas en lo que so color de derecho exigiría el Rey, que según su petición había de reinar sobre ella. "Hoc erit jus regis, les dice, qui imperaturus est vobis". He aquí el derecho del Rey que os ha de gobernar (1 Reg. 8). Bajo la denominación de derecho, describe exactamente el sistema de gobierno arbitrario generalmente recibido entre los monarcas, que las tribus se proponían por modelo en su instancia. Samuel llama derecho un cúmulo de vicios degradantes, porque así lo titulaban los déspotas que usaban de él, con ventaja de sus personas y familias; así lo llamaban las miserables naciones que gemían bajo el enorme peso de este derecho. En un sentido irónico se sirvió el profeta de esta palabra, cuyo largo abuso hada de ella más que una ironía, un antífrasis bien conocido en el arte de la elocuencia. Pero yo me desatendía de figuras, pretendiendo fuese propiamente derecho el conjunto de las prácticas y ordenanzas del despotismo, la inicua voluntad de los mo¬narcas absolutos, la infame tradición de sus reinados. Un vulgo ignorante y oprimido imagina que en todo este tren de corrupción, se halla vinculado la más brillante prerrogativa del trono, el derecho más inviolable y sagrado de sus opresores: lo venera como tal; y el abuso de la palabra se transmite de generación a generación.
Muy común es entre los juristas honrar con el dictado de derecho al uso bárbaro de la esclavitud, al infame tráfico de carne humana. ¿Y quién será capaz de probar que esta práctica es justa y conforme a razón? Derechos y leyes de servidumbre frecuentemente se leen en la antigua y moderna legislación de la parte más culta del globo. Lo más notable es que en la misma definición de este abuso se le califique de derecho, al mismo tiempo que se reconoce como contrario a la naturaleza. No puede ser derecho, ni ley, lo que carece de justicia y equidad; sin embargo, por inauditas y humillantes que sean las gabelas, y demás impuestos de monarquías absolutas, se titulan derechos reales. Derechos llaman los curiales las espórtulas y salarios, aunque sean excesivos o indebidos. Las costas y costos de actuaciones inicuas resuenan a menudo en los tribunales con la expresión de derechos. El derecho de la fuerza, y del más fuerte, aunque no se emplee en la repulsa del injusto agresor, aunque no se dedique a vindicar la libertad y soberanía del pueblo, se oye a cada paso en boca de sabios, e ignorantes. Describiendo Lucano los desórdenes de Roma en tiempo de su corrupción, decía que la violencia, el fraude, la injusticia, eran los medios de adquirir derecho. (jus datum sceleri: jus omne in ferro est situm; jus licet in jugulos nostros sibi fecerit ense; Scylla potens, Mariusque ferox, et Cinna cruentus, Caesareaeque domus series.) He aquí el derecho de la espada, y de la edad en que escribía este poeta la historia de las guerras civiles: derecho el más opuesto a la ley natural y divina, el más repugnante a la convención social.
De un contrato torpe no puede resultar ninguna acción ni derecho; a pesar de esto se lee en la historia de Inglaterra, que en la preponderante época de los Reguladores que había en este reino, estipulaban ellos con los cultivadores de sus predios la facultad de servirse de sus mujeres, e hijas en los placeres de Venus, como una parte de las pensiones correspondientes al propietario. Los abades y monjes se consideraban con derecho a exigir de sus colonos elo cumplimiento de esta ley convencional, expresa en las escrituras de arrendamiento. En España eran derechos de la corona las contribuciones impuestas sobre casas públicas de meretrices: se arrendaba, se administraba este ramo de prostitución como cualquier otro de real hacienda. Duró este torpe ingreso hasta el reinado de Felipe IV en que fueron abolidos los lupanares españoles, cuyos derechos reales en cierta manera se recompensaron con los estancos introducidos en el mismo reinado. Lo que no es justo no merece el nombre de ley, cuya esencia consiste en ser ella una sanción recta, que ordena lo bueno, y prohíbe lo malo, como la definía Cicerón; o la mente desnuda de afecto, y convertida casi en Deidad, según la expresión de Aristóteles y Platón: "Mens sine affectu, et quasi Deus". Contra esta idea común de rectitud se admitió como ley en Escocia un estartuto que hizo pasar su Rey Ivinio III por el cual debían ser aplicadas a la real lascivia las mujeres e hijas de los nobles, los cuales podían usar de las de los demás vecinos de inferior rango, en virtud de la misma ley. Se conoció un tiempo en la Polonia, en que los caballeros polacos quedaban impunes del homicidio ejecutado en la persona de cualquier aldeano, con tal que pusiesen sobre su cadáver un escudo que les servía de purificación. ¿Pero para qué limitarnos a un solo punto de la Europa en este abuso? Por la historia de los tiempos de Carlomagno y sus predecesores ¿no sabemos cuál era la jurisprudencia que entonces florecía? jurisprudencia de ferocidad y superstición. La Nobleza y rapacidad habían valuado a precio de plata la vida de los hombres, la mutilación de sus miembros, el estupro, incesto y alevosía.
La ley dejaba en libertad de obrar mal a todos los que tenían dinero, con que pagar la licencia de delinquir. En combates singulares, en las aguas y en el fuego, se probaban y fenecían los pleitos. Tentándoos, Señor, para que obraseis en lo civil y criminal. El derecho de la caballería andante era otro ramo de la bárbara y supersticiosa jurisprudencia de aquellos siglos. Los salvajes que entonces pasaron el Rhin, hicieron salvajes a otros pueblos. Son innumerables los excesos que entre naciones bárbaras o menos civilizadas que las europeas, se han visto adoptados como leyes y como derecho público: pero nada es más escandaloso que el ver elevadas a este grado entre gobiernos católicos pero absolutos, ordenanzas las más injuriosas a los derechos del hombre, estatutos y fueros feudales los más indecorosos a su alta dignidad. ¿Qué hay pues que admirar el que pasasen con igual título las corruptelas monárquicas referidas en el discurso de Samuel? Yo sin embargo las veneraba en mis extravíos como un derecho sagrado; y pretendía que no hubiese libertad para eximirse de ellas o quitarlas con la misma fuerza con que se introdujeron. Mas ahora, reconozco y confieso, que si el abuso del poder acarrea estos males, el buen uso de él debe remediarlos. Me explicaré más acerca de esto, y contra la pretendida impunidad de los que abusan.

CAPITULO XVII
Abuso de los que gobiernan con mando absoluto, y su pretendida impunidad

BIEN ENTENDIDO el genuino sentido de la palabra derecho en la definición de la libertad, se deja ver que en donde reina el poder arbitrario, son sinónimos el derecho y la fuerza: casi nunca lleva su propia significación aquel santo nombre, porque casi siempre se halla consagrado a las violencias y usurpaciones: es entonces el mismo derecho con que los bandidos y piratas ejercen sus depredaciones y latrocinios. Pero reducidas las cosas a sus legítimos términos, en la libertad definida se descubre cuánta es la extensión de esta noble facultad, de este poder para ejecutar todo aquello que no esta prohibido por ley natural y divina, o por la voluntad general del pueblo, por esta razón, escrita de común acuerdo en los libros de la sociedad con deducciones, y combinaciones emanadas de este rayo de tu divina luz, y adaptadas al tiempo, lugar y personas. Esto es lo que merece llamarse derecho positivo de las naciones. No hay libertad para ir contra sus estatutos, mientras no sea la del cuerpo legislativo que trate de alterarlos, o corregirlos por la misma vía y forma con que fueron sancionados: cualquier abuso de libertad individual que vaya contra ellos, ha de ser reprimido por la fuerza nacional, y de la manera prescrita en este Derecho público. Será más criminal el abuso, y mejor empleado el poder coactivo de la nación, cuando viene de la persona, o personas, en quienes ella ha depositado su gobierno representativo: en tal caso, a la infracción del contrato primitivo se agrega la del convenio especial, que otorgan los gobernados con sus gobernantes, y se agrava con las circunstancias del perjurio, siempre que haya intervenido esta solemnidad. Sea cual fuese la nomenclatura de este Derecho, divídanse como quieran todas sus ramas, cualquiera que sea la forma de su gobierno: como sea representativo; como esté reconocida la majestad del pueblo, y se contrabalanceen sus poderes, sin confundir jamás el ejercicio de ellos en una sola mano, no habrá discordancia en lo substancial. N o será libertad, sino torpeza el oponerse a este derecho, y muy justa la fuerza que se aplique a reprimirla. Ninguno más libre que tú. Tu libertad sin embargo se halla circunscripta por los límites que separan al bien del mal: infinita para obrar el bien, ella es impotente y nula para el mal; porque esta impotencia misma es argumento de perfección infinita, y tanto más, cuanto que la malicia no es otra cosa que imperfección, defecto de rectitud, insuficiencia de poder.
De lo dicho se colige que la fuerza mencionada en la definición de la libertad, es aquella que injustamente priva al hombre del ejercicio de este derecho; tal es la de los tiranos y ladrones de mar y tierra: tal es la de quien hace de sus semejantes una propiedad, reduciéndolos a esclavitud, o perpetuándolos en ella. Todos estos invasores de la libertad, todos los que llevan el renombre de conquistadores o reconquistadores, militan escudados de falsas doctrinas nacidas en los siglos de oscuridad y desorden. Desde entonces empezaron a colocarse entre vuestros privilegios las acciones ordinarias, con que el hombre recupera sus derechos usurpados: desde entonces comenzó a deducirse de tan insana doctrina, que nosotros no somos libres sino esclavos por la naturaleza. De aquí nacieron las inspiraciones y dispensas contra esta ley natural de nuevo cuño: de aquí el imputaros la ignorancia, u olvido el haber castigado la idolatría, y otras enormidades con el azore de la servidumbre, de aquí el error de Noé, cuando maldice al hijo de Cam, anunciándole que sería siervo de sus hermanos. (Gen. 9). Lo más singular de la invención es, que sus inspiraciones y dispensas quedaron ceñidas a los Hebreos, y negadas enteramente a los hijos de la ley de Gracia, que como tales son más dignos de los favores, que antes de ella concedíais a los hijos del rigor y de la ira. ¡Blasfemos! ¡que por acreditar el poder de los tiranos, desacreditáis la generosidad del autor de la nueva ley! ¿Pensáis acaso que suprimiendo vicios, y fingiendo virtudes en los idolillos de vuestra devoción, removéis los absurdos y contradicciones que forman vuestro moderno sistema? Todavía resulta de él otra gracia para aquellos individuos que más atrozmente infringen las leyes divinas y humanas. Por grave que sea el delito de una persona privada, no puede tener una trascendencia tan perjudicial a la comunidad como el de aquellas, que amparadas del mando y de la fuerza pública, abusan de todo en obsequio de sus inclinaciones individuales, creyendo que de nada deben responder en este mundo, y que la cuenta de su administración está reservada para el otro, de donde imaginan derivada su autoridad. Un particular no halla inmunidad en la ley que ha vulnerado, aunque su ofensa no haya recaído sino sobre la propiedad de otro vecino particular; ¿y las maldades de un hombre público contra la libertad, vida y hacienda de muchos ciudadanos, de los mejores miembros de la sociedad, han de quedar impunidas en el teatro de sus estragos y furores, y reservadas a los ocultos juicios de la otra vida? ¿Cuál sería pues el escarmiento que contuviese la perniciosa influencia del mal ejemplo? ¿Quién reprimiría el desenfreno de los que no esperan otro juicio, ni otra vida? ¿Cuál sería el dique que se opondría a la corriente del materialismo, o a la licencia de aquellos que viven y obran como ateos bajo las apariencias de una fe ortodoxa?
Qué otra cosa es esto, Señor, sino hacerte patrocinante del crimen, y declararte reo de la más escandalosa parcialidad y acepción de personas. ¡Lejos de nosotros tal blasfemia! Me atengo a lo prescrito en vuestra ley: a nadie veo en ella exento de su observancia, y penas fulminadas contra sus transgresores. Si fuese dable semejante privilegio, le habrían obtenido en primer lugar los 70 príncipes del Sanedrín: al dictar Moisés al pueblo las reglas de su futura monarquía, no hubiera omitido declarar exentos de la pena de la ley, y del juicio de esta vida a sus Reyes, si los vínculos de la sociedad, si las miras del c. 17 del Deuteronomio fuesen susceptibles de semejante exención: ¿y siendo ella de tanto momento, la pasaría en silencio un legislador, que dictaba leyes hasta sobre puntos de la menor entidad? ¿un legislador de tanta previsión, que avanza los deberes del monarca Hebreo cerca de 500 años antes de su existencia? El tiempo en que proponía a las tribus el reglamento que ellas debían hacer observar a sus Reyes, cuando quisiesen monarquía, era sin duda e! más oportuno para declarar privilegios de tanta gravedad, o a lo menos para advertir que su declaratoria quedaba reservada a los siglos más tenebrosos de la era cristiana, a los viles aduladores de la tiranía. Pero para afrenta eterna de tales impostores sale a la luz el c. 17 de aquel libro con máximas contrarias a las suyas. Desenvuelto pues el concepto y significación de las palabras más adulteradas en el estilo de la monarquía, seguiré las pruebas de la majestad del pueblo, confesando el modo y forma con que el de Israel ejerció sus derechos después del fallecimiento de Moisés.

CAPITULO XVIII
Democracia y anarquía de los Hebreos

USARON ELLOS de su soberanía en la asamblea que convocaron, cuando las tribus de Rubén y Gad, y mirad de Manasés erigieron un altar magnífico cerca de las orillas del Jordán: congregadas las demás popularmente en Silo, acordaron una embajada compuesta de diputados de cada tribu para explorar el motivo de aquella novedad. Democráticamente fue recibido este mensaje popular, y de la misma manera quedó terminado el negocio con la explicación que dieron los exploradores. (Jos. 22). Vivía entonces Josué: pero no contradijo esta democracia: era justo, y no ignoraba el derecho que tienen las naciones para ejercer libremente su autoridad y poder como mejor les convenga. El mismo Josué convocó en Siquén otra asamblea general para ajustar el contrato, que a presencia tuya celebró con las tribus (Jos. 24). Muerto es re caudillo, fueron más repetidas sus juntas generales; en ellas se deliberaba sobre puntos de importancia, y se creaban jefes cuando lo exigía la ocasión. Muy notable fue esta popularidad en los estados generales tenidos en Maspha, para tratar de la terrible guerra que hicieron a la tribu de Benjamín (jud. 29); fue también remarcable por la uniformidad de sentimientos; pero aun es más digno de nota el que mientras las tribus todas vivieron en anarquía completa, no hubiese ocurrido otro exceso que el de los Benjamitas. "Cada uno hacía entonces lo que le parecía justo". Unusquisque quod sibi rectum videbatur, hoc faciebat. Jud. 17, 18 et 21. No hubo desde entonces hasta Samuel otro magistrado que el constituido para conducir las armas contra Benjamín: terminada la campaña, cesaron sus funciones, se disolvió el ejército, volvieron a sus hogares los combatientes por tribus y familias, y continuaron en su total pero laudable anarquía. (Jud. 21).
Obrando así, usaban de la libertad inherente a todos los individuos de la sociedad, para no someterse, sino al gobierno que sea del beneplácito común, y testificaban, que ni la anarquía, ni la rigurosa democracia son monstruos que devoran el orden social, como quieren persuadido los tiranos: tal es la pintura que ellos hacen de esta situación política, porque ellos no pueden subsistir sino viciando las costumbres sociales y la opinión: para ellos es monstruoso este sistema, por ser enemigo de la tiranía que no puede acomodarse con la integridad y pureza que él exige. La libertad, madre y nodriza de las virtudes sociales es irreconciliable con el despotismo cuya duración sería efímera sin el socorro de la ignorancia, de la esclavitud, y sus otros vicios consecuentes. Los hombres mancomunados en sociedad podrían vivir sin ninguna forma de gobierno, si estuviesen siempre subordinados al imperio de la razón: si rodas fuesen observantes de esta ley natural, sería superfluo establecer magistrados que celasen su observancia, y castigasen su infracción. Una multitud de individuos tales como los Hebreos, viviendo tanto tiempo irreprensibles sin gobierno, como pudiera una sola persona, que aislada en su soledad, jamás cediese al engañoso atractivo de las pasiones, parecería fabulosa, si no estuviese comprobada de un modo infalible. ¿Qué dirán pues los enemigos de la libertad, cuando la miran ejerciendo su soberanía con un impulso irresistible? Sin Rey vencieron los israelitas a cuantos Reyes ocupaban la tierra prometida: triunfaron de otros: y cuantas veces cayeron en servidumbre, otras tantas recobraron valerosamente su libertad, bajo la dirección de generales célebres por la habilidad con que manejaron la fuerza y poder de la nación.

CAPITULO XIX
La razón de soberano y de súbdito en cada persona, y en cada cuerpo civil

SIN SOBERANÍA era imposible que venciesen las tribus a tantos monarcas que a su disposición tenían el poder de los pueblos donde reinaban. Cualquier niño conocería que el de los Hebreos era soberano, sabiendo, que tenían cuerpo y alma, y que eran hechos a imagen y semejanza tuya; pero yo en mis ilusiones hallaba repugnancia en que un pueblo fuese soberano sin súbditos, y no podía concebir cómo los mismos que se decían tales, fuesen al mismo tiempo elementos de la soberanía convencional. Para mí era inconcebible un ser compuesto de majestad y sumisión con respecto a sí mismo: absolutamente metaístico y contradictorio me parecía el sistema de un soberano que sin dejar de serlo, hiciese simultáneamente funciones de súbdito. Quien así discurría, diría también que el hombre es un ser quimérico y metaístico, pues que dentro de sí mismo tiene un soberano y un súbdito: diría igualmente haberse engañado el Apóstol, cuando sentía en sus miembros una ley contraria a la ley de su espíritu. (Rom. 7). Un hombre que en sí mismo tiene dos leyes opuestas, no es una ficción, sino realidad: ley de la Razón, y ley de apetitos repugnantes a ella, son dos puntos de oposición fijados en el interior de cada individuo. bel uno es la soberanía, del otro la subordinación: aquél manda y éste obedece. El hombre subordinado a la voz de su propia Razón, no deja de ser dueño de sí mismo, y soberano de sus pasiones. Obedeciendo S. Pablo a la ley de su espíritu, y resistiendo a la ley de sus miembros, conservaba igual carácter de soberanía. Identificado el hombre con su razón, que es el constitutivo de su naturaleza, viene a ser una criatura independiente y soberana: sirviéndose de sus miembros, de sus potencias, y sentidos conforme al dictamen de su propia razón, es dependiente y súbdito de ella: pero de tal condición es esta dependencia y sumisión, que no degenera, sino ennoblece; no abate, sino ensalza; y dignifica en tanto grado, que el súbdito queda en nivel con el soberano.
Combinada en las asociaciones políticas estas misma Razón humana, y reducida a la ley nacional por la voluntad general de los asociados, llega a constituir un nuevo súbdito, y un nuevo soberano en la línea del ser político. El cuerpo social, de su propia Razón federada, y emitiendo en la calma de los apetitos los mejores dictámenes de ella, es un soberano independiente y libre. Cuando ese mismo cuerpo arreglándose a los consejos de su razón, emitidos y sancionados en forma legal, se vale del poder y de la fuerza que resulta de la coalición de los demás ramos de soberanía, hace las veces de súbdito y dependiente de esta propia razón dominante, pero sin demérito, ni sombra de servidumbre. Obedeciendo a esta ley soberana los congregados, obedecen al dulce imperio de la razón mejorada con reflexiones de los más avisados, y condecorada con el honroso título de Ley constitucional, y Derecho de la nación: obedecen a la ley del espíritu, y resisten a la ley de la carne. He aquí en un sentido colectivo lo que decía el Apóstol en un sentido disyuntivo: él hallaba en sus miembros una ley contraria a la ley del espíritu. Cada hombre halla dentro de sí mismo las mismas leyes en contradicción: cada sociedad compuesta de iguales elementos, de la misma especie de hombres, halla dentro de su propio seno lo que cada individuo experimenta en el suyo, las sensaciones de una y otra ley. Al convenir los socios en depositar en uno de los mismos interesados, o en cierto número de ellos, la ejecución y custodia de sus leyes, ninguna alteración padece la majestad del cuerpo civil: los que se dicen súbditos en este estado, lo son más bien de la ley que de los magistrados; los cuales son igualmente súbditos de ella, y los más obedientes con una obediencia activa, por el mismo hecho de ordenar y mandar su ejecución, como se hubiese acordado en la misma ley. Al someterse los individuos de un pueblo libre a leer y repasar la ley escrita en sus registros, o códigos, nadie podrá decir que esta lectura y estudio los degrada, o reduce a la clase de súbditos del volumen, o recopilación de sus derechos: nadie hallará en este caso perjudicada la soberanía del pueblo; al contrario, sería muy laudable esta aplicación dirigida a entender mejor la ley, a refrescar su memoria para el más exacto cumplimiento de ella. Del mismo modo queda ilesa la soberanía, cuando el pueblo oye los avisos y preceptos de su ley por la voz viva de sus funcionarios públicos, cuando en proclamas, edictos y bandos mira reproducida la voluntad general. No es la persona de los magistrados, sino la misma ley, intimada y divulgada por el órgano de ellos, la que se lleva la deferencia, y subordinación del auditorio. Cuando aquéllos son los primeros en tributar sus respetos a la ley, cuando ellos son los más fieles observantes de su letra, entonces es mayor la complacencia y celeridad con que la escuchan y obedecen los demás.
De aquí muy bien se deduce que la nación nunca es súbdita de sus mandatarios, que ella misma elige y autoriza para la administración de sus derechos. Todas aquellas personas que según la constitución del Estado hacen de subalternos, y dependientes, del gobierno, se sujetan a los gobernantes, y les juran obediencia en cuanto lo permiten los mismos estatutos: juramento provisorio en obsequio de la misma ley, para ser obedecida, cuando ella hable por la boca del magistrado. Si el pueblo entero la jura, no es otra cosa su juramento que la promesa de ser fiel a su propia razón y obediente a la ley de su espíritu. Sujetarse a la voluntad de sus propios mandatarios, sería lo mismo que dejar de ser soberano, y poner a disposición del ejecutor la misma ley que le impone el deber de su fiel observancia: sería invertir, o subvertir el orden natural de las cosas. En comprobación de la superioridad del pueblo, sobre sus magistrados, se alega el uso de las naciones antiguas en que prevalecía el tono exhortatorio de sus gobernantes, cuando en sus despachos públicos comprendían a todo el cuerpo nacional. Sus letras expedidas sin estilo imperativo, denotaban estar más bien acreditados para persuadir, que autorizados para imponer preceptos a sus comitentes. Esta era la práctica de los antiguos Griegos, Italianos, Galos, Germanos, Españoles y Cartagineses, mientras tuvieron, libertad, valor, y fortaleza, mientras el imperio de la ley, como decía Tito Livio, era más poderoso que el del hombre: "potentiora legum, quam hominum impera" (Liv. lib. 2. e. 1). Esta fue la costumbre de algunos de los modernos estados republicanos de la Europa, y es hoy la que observan las célebres Repúblicas unidas de la América del Norte. Referir a los demás actos de soberanía que en su estado aristocrático y popular ejercieron las tribus de Israel bajo la conducta de Moisés, Aarón, Josué, Otoniel, Aod, Samgar, Barac, Débora, Gedeón, Jephté, Samuel, etc., sería un trabajo prolijo; baste por ahora la memoria de estos héroes, mientras recojo de la Escritura otros testimonios de la soberanía nacional.

CAPITULO XX
La majestad del pueblo en el ejercicio de la potestad coercitiva de los Hebreos sobre los reyes de Israel y de Judá

LIBREMENTE OBRARON los Israelitas, cuando adoptaron la monarquía, que no hubiera sido reprensible si en vez de aspirar a un rey, tal cual le tenían entonces las naciones del contorno, lo hubiesen pretendido conforme al c. 17 del Deuteronomio. Justamente se emanciparon, cuando Roboán se negó a reinar según Derecho, y a someterse a las condiciones que le propusieron. Usaron de su libertad y soberanía; pero, no siendo de vuestro agrado la monarquía absoluta, tanto en la de Israel como en la de Judá, sufrieron los males que Samuel les había pronosticado. Jeroboán introdujo en su reino la idolatría con el fin de que sus súbditos se abstuviesen de concurrir al templo de Jerusalén, y de exponerse al peligro de ser reducidos por los reyes de Judá en detrimento de la emancipación de Israel. Todos los monarcas de este nuevo reino, y la mayor parte de los de Judá, abandonaron la ley, trajeron sobre sus territorios la muerte, el cautiverio y la desolación. No hubo siquiera uno en Israel que no fuese perverso, y funesto a su patria. Apenas entre los de Judá pueden exceptuarse tres de entre el torrente de la corrupción: David, Ecequías y Josías. (Eccles. 49). Tampoco entraría en la excepción el primero, si no se hubiese purificado con la penitencia. Por la ostentación de sus tesoros a los embajadores Asirios mereció el segundo la fatal profecía de Isaías en el c. 20 del lib. 4 de los Reyes. Nueve dinastías alternaron en el cetro de Israel: ninguna de ellas iniciaba su reinado, sino por medio del asesinato, destrozo, y ruina total de la precedente; pero todas recibían del pueblo la autoridad y poder. De él recibían también la pena de sus delitos: morían fuera de la ley, porque vivían fuera de ella, sin trabas constitucionales, sin cuerpo representativo que les fuese a la mano en sus desórdenes.
Reinó seis años en Judá una mujer, destruyendo casi toda la real familia conforme a la práctica de su país. Murió trágicamente por disposición de Joyada, que en su lugar colocó a un niño de 6 años, salvado de la carnicería con que ella había allanado el camino para subir al trono: fue considerada como usurpadora, no tanto por el modo sanguinario con que se coronó, como por no hallarse habilitadas para este empleo las personas de su sexo en el c. 17 del Deuteronomio. Prescindiendo libertad para constituirlas, aunque parezcan excluidas de esta dignidad, en e! texto en que se le intimó a la primera mujer que estaría sujeta a la potestad del varón. El haberlas llamado a reinar muchas naciones, aun de las cristianas y cultas, es otra prueba de que las materias de gobierno son del resorte de la sociedad en toda su extensión. Pero yo no debo creer fuesen menos desdichados los judíos por haber tenido tres monarcas justos; cuando según Jeremías y Ezequie!, la depravación de este pueblo, originada de la monarquía, llegó a superar la de Israel, la de los Egipcios y Sodomitas. (Jer. 3. Ezech. 16 et 23). He aquí e! fruto que cogieron las tribus de! capricho y tenacidad con que quisieron ser dirigidas por monarcas absolutos: he aquí os obligo a protestar no haber tenido parte en su reinado, ni haber sido de vuestra aprobación los reinantes. Poco más o menos éste es el mismo producto que sacan de las monarquías feudales, los infelices pueblos que viven sujetos al poder arbitrario de ellas. ¿Y qué sería de Judá, si no hubiese tenido un Sanedrín que refrenase, y escarmentase la arbitrariedad de sus reyes? Muchos aparecen impunes, es verdad, pero debe atribuirse esta impunidad, o a las supresiones temporales de este cuerpo, o a la falta de integridad, o libertad en sus miembros durante algunos reinados; de otra suerte, Saúl no hubiera perseguido tanto tiempo a un inocente, ni derramado la sangre de otros tales, ni infringido la capitulación de los Gabaonitas; la injuria y homicidio de Urías habrían sido vindicados por sentencia judicial: no se habrían erigido templos y altares en Jerusalén a los ídolos Asraroh, Chamos y Melchon, ni practicándose tantos excesos, que no pudieron tener fin hasta la cautividad de Babilonia.
Si en el viejo testamento se hallase íntegra la historia de los Hebreos anteriores a Jesucristo, o si los suplementos históricos del vacío que ofrece la Biblia en esta parte, fuesen infalibles como ella, mis pruebas serían innumerables. Me contentaría no obstante con lo poco que aparezca concerniente al punto actual de mi confesión. No está expresa en el Deuteronomio la facultad coactiva del Sanedrín, sobre el monarca; pero el historiador de las antigüedades judaicas testifica ser ella uno de los artículos dictados por Moisés en el c. 17 de este libro, y tiene en su favor el testimonio de Jeremías que, al c. 38 de sus profecías, refiere el reconocimiento que hizo de esta facultad uno de los Reyes de su tiempo. No fue Sedecías quien sobrellevó el último rigor de ella; Amasias, uno de sus predecesores en la corona de Judá, fue quien aparece juzgado y condenado a muerte por el senado de la nación. Huyó a Laquis por evadir la ejecución; pero los encargados de ella le prendieron en esta ciudad, en donde ejecutaron también la sentencia, y de donde egresaron con el cadáver para sepultarle en el panteón de David. Es digna de examinarse esta causa, porque demostrada la suprema jurisdicción del Sanedrín sobre los Reyes, se demuestra más y más la soberanía del pueblo, de donde le venía a este tribunal su potestad judiciaria.
Diminuta esta historia en el lib. 4 de los Reyes, y en 2 del Paralipómenon, solamente consta de ellos, que por medio de una conjuración le tendieron acechanzas a Amasías en Jerusalén: le siguieron hasta Laquis, adonde se había refugiado; le mataron allí mismo, le trajeron, y enterraron en la sepultura de sus padres en la ciudad de David. (4 Reg. 14, et 2 Par. 25). No se traslucen en este estilo impersonal consecuencias, ni síntomas de un motín de facciosos, sino resultados legítimos de la voluntad del pueblo, o de sus representantes. Una conspiración de individuos particulares habría sido vituperada y castigada, y no pondría al Rey en la necesidad de salir huyendo de su corre a otra ciudad. Teniendo en su favor al Sanedrín, o a la mayor parte del pueblo, la fuerza pública hubiera reprimido a los conjurados, y estando por el monarca, ella sería el mejor garante de su vida. Pero aun cuando hubiese sido privado de ella por un golpe de mano que las armas nacionales no pudieron impedir, e! regicida no habría quedado impune, y e! regicidio estaría expresamente desaprobado en el texto. Mas ¿quién podrá graduar de criminales a unos ejecutores, que proceden con notoriedad y con la confianza pública? De uno y otro libro consta, que salieron emisarios de la corte en busca del Rey, que se había refugiado en Laquis, ciudad fuerte y murada. "Miseruntque post eum Lachis", es la expresión del primer texto. El segundo usa del mismo verbo miserunt, que denota comisión especial. ¿Y quiénes son los que en Jerusalén nombran comisionados de tanta monta? Todo e! pueblo no podía hallarse entonces reunido en la capital. En tal caso hubiera quedado despoblada la plaza fuerte de Laquis, y Amasías no le elegiría como lugar de salvación. Si el autor de esta novedad fue sólo el vecindario de la corte, ya se guardarían los emisarios de presentarse en aquella ciudad a poner sus manos sobre la persona del Rey, que la había escogido como asilo contra la violencia de los amarinados: los habitantes de Laquis con su guarnición se habrían armado en defensa del refugiado: o a lo menos hubieran rechazado a los diputados: o el monarca al frente de los Laquis, y demás ciudadanos reales de su reino, hubiera marchado contra los rebeldes de la capital.
Pero nada de esto aconteció. No hubo siquiera una persona que se opusiese al procedimiento, nadie se armó en favor de Amasias. Los comisionados entraron en Laquis como por su casa. Allí le prenden, allí le ejecutan, y regresan públicamente con el cadáver para tumularle a la ciudad de David. (2 Paralip. 25). ¿Y qué otra cosa significa todo esto, sino que actuaba la autoridad del Sanedrín? Es una consecuencia necesaria de tan evidentes premisas. A este senado, encargado de la espada y la justicia, estaban subordinados los Reyes en las causas de su conocimiento: en él tenían preferencia los juicios criminales y civiles suscitados contra sus personas: en los demás podía concurrir el Rey, podía conocer y determinar mancomunadamente con los demás miembros del Sanedrín, y el sumo sacerdote: por manifiesta negligencia de éstos, podía suplir su defecto. Parece pues que nadie osará decir de nulidad contra la sentencia de este tribunal por falta de fueros competentes en la causa de Amasías. Averigüemos ahora si podrá argüirse de injusta por defecto de criminalidad.
A fundar la justicia del proceso, bastaría el testimonio del Eclesiástico, que declara haber prevaricado rodas los Reyes de Judá, exceptuando a David, Ecequías y Josías. Todos ellos, dice, abandonaron la ley del Altísimo y su santo temor, enajenaron su reino y su gloria en favor de los extranjeros, incendiaron la ciudad santa, y dejaron desiertas sus calles. (Eccles. 49). Pero contrayéndonos más al caso de Amasias, hallarnos en el Paralipómenon una declaratoria general de su delito, cuando testifica que después de haberse separado de vos, le urdieron acechanzas en Jerusalén. "Postquam recessit a Domino, tetenderunt el insidias in Jerusalem". (2 Par. 25). Con estos comprobantes quedaría justificada la sentencia, aunque no constase circunstancialmente el cuerpo del delito; mas es indudable hallarse comprobado plenamente en los dos libros de su historia. Provocó Amasias una guerra contra Israel, sin justo motivo, y sin beneplácito del Sanedrín. Fue completamente derrotado con mucha pérdida de los suyos, la capital sufrió el saqueo y sus muros fueron considerablemente deteriorados por el vencedor. Su temeraria arrogancia fue el origen de tantos males: por ella excitó las armas de Joas, Rey de Israel, y por ella vino a sufrir los terribles efectos de la jurisdicción coactiva del Sanedrín. Sin la anuencia de este cuerpo, ningún Rey podría esgrimir la espada militar de Judá, sino contra las siete naciones proscritas. Para hacer la guerra a cualquier otra, debía preceder su voluntad. Sin este requisito tomó Amasias las armas contra Israel, y acarreó desastrosas resultas a los judíos: fue pues un deber del poder judicial, llamarle a cuenta, e imponerle la pena proporcionada a Su delito.
Su hijo Azarías, como lo denomina el libro de los Reyes, u Ozías como está escrito en el Paralipómenon, fue proclamado Rey de Judá por el voto de toda la nación después de la muerte de su padre. ¿Y cómo podía haber obtenido unánimemente la sucesión al trono, si no se hallase convencido de la justicia y legalidad del juicio pronunciado contra él? Sin esta convicción, sin la esperanza de que el hijo no había de seguir las pisadas del padre; ni el Sanedrín, ni el pueblo le hubieran conferido el mando al joven Azarías, que siendo entonces de 16 años, no podía haberlo obtenido por intrigas con tanta uniformidad (Tulit ergo universus populus Juda Azaria annos natum sexdecim, e constituerunt eum regem pro patre ejus Amasia. 4 Reg. 14). No estando muy justificado el procedimiento tomado contra el padre, debían temer la venganza del hijo sus constituyentes; no debían fiarse de él, ni depositar en sus manos los medios de llevarla a efecto. Amasías había vengado en su reino la muerte de su padre Joas. Azarías hubiera vengado igualmente la del suyo, si ella no hubiese sido notoriamente justa, y pronunciada por el poder competente. Joas murió por la violencia de sus propios siervos, que resentidos de la muerte que él había dado al hijo del sacerdote Joyada, le mataron alevosamente en su misma cama. Amasías muere, no por la facción de sus domésticos, ni de otras personas particulares, sino por la autoridad competente del Sanedrín y la aquiescencia de todo el pueblo. Nada importa que se llame conjuración y acechanzas este procedimiento, cuando es notoria la justicia de la acción, cuando la bondad, o malicia de los actos humanos no se deriva del nombre que les quiera aplicar el relator de ellos, su historiador o traductor. Si es honesto y laudable el fin, si no se quebranta ninguna ley, si por el contrario se obra conforme al derecho natural, divino y humano, recomendables y justas serán nuestras operaciones. El hombre ha inventado las voces para servirse de ellas en la explicación de sus conceptos. No debe ligarse al servicio de las palabras el ánimo del proferente. "Non intentio verbis, sed verba intentioni deservire debent". En constando de la cosa, nada importa su nombre. Preocupación, ignorancia y despotismo, libertad, derecho y ley, son palabras cuyo significado es muy sabido; pero en las monarquías absolutas, se les ha subrogado otro vocabulario; me sería fácil añadir una lista de términos igualmente pervertidos en la escuela de la tiranía, para retener la ilusión de los oprimidos.
Acechanzas y conjuraciones serán criminales, siempre que los actores no tengan derecho para conjurarse y obrar insidiosamente. Contra un déspota, que amparado de la fuerza, repugna de comparecer a juicio, y abstenerse del mando, no hay otro modo de conocer y proceder, que el de las acechanzas y conjuraciones. Repeler la fuerza con la fuerza es un derecho natural y común a todos los vivientes. A una violencia inicua debe oponer el pueblo una violencia justa para repelerla. Para un tirano que no reconoce más rey que su querer, o no querer individual, ni otro tribunal de agravios y residencia, que el del otro mundo, no hay más remedio que el de la insurrección insidiosa, y cautelosa. Todo el movimiento popular, o el de aquellas personas capaces de salvar al pueblo de la opresión, sea cual fuese el dictado que se le aplique, será meritorio y glorioso, todas las veces que se encamine a romper el yugo de la tiranía, a recobrar la independencia y libertad nacional, a librar de su angustia y trabajo al inocente, a vindicar el ultraje de las leyes fundamentales de la sociedad. Conjuraciones y acechanzas para cualquiera de estos fines, son actos dignos de alabanza y honor. Por el contrario, abstenerse de ellos, cuando insta el deber social, llamar a juicio a un magistrado, que por ilusión harto funesta, se cree superior a las leyes, y no responsable de sus operaciones, sino a vos en la otra vida, es apatía y necedad intolerables. Amasías no estaba imbuido de estas patrañas, aun no abortadas por el abismo; pero de hecho obraba contra la ley. Engreído con la victoria que había obtenido de sus enemigos, se consideró autorizado para declarar y hacer la guerra a Israel, sin contar con el Sanedrín. ¿Yen tales circunstancias, sería extraño que adelantando su insolencia, quisiese substraerse de la jurisdicción de estos magistrados, e insultar su dignidad? ¿Qué otra vía pues más oportuna y prudente que la de insidias y conspiraciones? El texto del Paralipómenon justifica en esta medida, cuando la hace consecuente a la culpa con que Amasías se separó de ti. "Postquam recessit a Domino, tetenderunt ei insidias". Hablar de acechanzas como necesaria consecuencia de su deliro, ¿qué otra cosa es, sino aplaudir el modo de conocer y proceder contra su persona?

CAPITULO XXI
Voluntaria interpretación del caso de Amasias, y sus semejantes

NO PUDIENDO yo en mi ceguedad negar la evidencia de estos hechos, apelaba a inspiraciones y prodigios de tu providencia extraordinaria: desviándome de los caminos ordinarios y admirables de tu voluntad, yo fingía que Amasias había sido juzgado y sentenciado por especial comisión tuya. No era de mi propio fondo esta ficción; yo la había aprendido en libros escritos bajo la influencia del poder arbitrario. Yo no podía desengañarme con la doctrina de otros libros, estando condenada la introducción y lectura de los que enseñaban la verdad. Era género de contrabando muy punible cualquier obra luminosa de política. Por el mismo hecho de no ser lisonjera al despotismo, se calificaba de irreligiosa, se interesaban en su expulsión y quema los ministros del culto, como si las materias de gobierno fuesen su resorte, o como si el Evangelio hubiese abolido las máximas políticas y morales de la antigua ley. El monopolio de los malos libros estaba marcado con el sello de la religión. Pata cimentar más el prestigio de la ignorancia, muchos de estos perniciosos escritos llevaban una inscripción opuesta al fondo de su doctrina: todo su contenido estaba en contradicción con el derecho natural, y de Gentes; pero sin embargo éste era su índice, y éste el sonido pomposo de la obra. Semejantes a los sepulcros magníficos dorados por de fuera, pero asquerosos y podridos en lo interior, todavía estos libros rotulados, eran desemejantes en otra circunstancia. Ningún sepulturero, por inveterado que haya sido en su oficio, jamás ha dejado de notar la diferencia entre la profundidad y superficie de tales sepulcros, jamás sus sentidos han llegado a fascinarse hasta el punto de perder este discernimiento; pero yo deslumbrado desde mi primera edad en el maligno clima de la tiranía, estima como derecho natural y de Gentes, todo el legendario que bajo este título, exponía las ordenanzas del poder arbitrario. En mi concepto habían cesado con la ley de Moisés todas las inspiraciones y comisiones especiales que yo imaginaba, cuando miraba usando al pueblo hebreo de su soberanía contra el monarca que la quebrantaba. De esta manera en vez de mejorar al hombre cristiano, empeoraba su condición, cuando le suponía sin derecho para hacer otro tanto, cuando le quitaba el mérito para obtener, por vía de suplemento, inspiraciones y mandatos extraordinarios. En esta falsa suposición, se envolvía la de hacer del legislador del nuevo testamento un legislador político, atribuyéndole que al remover los preceptos ceremoniales y judiciales del sacerdocio, y de la antigua religión de los Hebreos, también había removido los de su gobierno nacional, y de los de su moral, en vez de mejorarlos, y perfeccionarlos. Este era el arbitrio excogitado para determinar la excelencia del cristianismo, para ponderar las ventajas del paganismo, y de la anticuada constitución de Israel. Así pretendía yo que los hijos de la ley de Gracia viviesen perpetuamente sometidos a una obediencia ciega y pasiva, o que amarrados con las coyundas del feudalismo crean que éste es un artículo de fe declarado por Salomón en sus parábolas, y por S. Pablo en su Carta a los Romanos. Mas ahora abjurando mis errores, como subversivos de cuanto hay de más sagrado en la sociedad del hombre, elevado a más alta dignidad por el nuevo realce de su naturaleza, confieso mejorados sus derechos para usar de ellos como los Judíos en la causa de Amasías. Ya no puedo negar al Sanedrín, ni a la nación de donde emanaba su autoridad, un derecho concedido a todo el mundo.
En mis sueños contra estos principios imaginaba yo, que siendo indeleble el carácter Real, jamás dejaba de ser un atentado sacrílego el condenar y ejecutar al monarca; pero como es puramente imaginaria esta manera de caracterizar, queda ilesa la verdad, y no puede prestar inmunidad a un facineroso. Me explicaré más adelante acerca de esto; pero ante todas cosas me conviene advertir, que ningún Magistrado criminal, juzgado y ejecutado por el pueblo, o sus representantes, conserva ningún carácter público en el acto de la ejecución. Todo crimen de primera magnitud lleva consigo la degradación del reo, por más caracterizada que se halle su persona en el orden civil. Indignus fit imperio qui eo abutitur. "Quien abusa del poder se hace indigno de él". Abdica su empleo, renuncia su dignidad quien admite un crimen incompatible con ella. La sentencia no hace más que declarar la abdicación efectuada por el delincuente en el mismo hecho de entregarse a un crimen enormísimo, cuyo reato excluye el honor y carácter de la magistratura. Ipso facto queda privado de ella el malhechor. Si por defecto de notoriedad hubiere razón de dudar, serán disipadas las dudas en el juicio definitivo; a menos que las circunstancias extraordinarias del caso, y de la persona obstinada contra el orden judicial, no exijan otro modo de conocer y proceder. Es contrario al carácter de la sociedad, el que permanezca con facultades derivadas de ella, un gobernante que en lugar del voto general que se las confirió, tiene contra sí el odio de toda la nación, y una efectiva revocatoria de su autoridad y poder. Amasias ya no era rey, cuando fue ejecutado: había perdido esta dignidad por sus delitos: desde que incurrió en ellos, desde que por ellos se apartó de ti, quedó vacante el trono de Judá. Reducido a la clase de un simple particular cargado de crímenes, nada más conservaba de la Real magistratura que el vano nombre de rey. Es lo único que suelen retener todos los que se hallan en su caso. ¿Por qué pues han de llamarse regicidas sus jueces, y ejecutores? ¿ Por qué calificarse de regicidio la debida aplicación del castigo?
Bien conocieron la fuerza de este raciocinio, los que para evadirla excogitaron un nuevo orden adquirido exclusivamente de lo alto, y un carácter de nueva fábrica, tanto o más indeleble que el sacramental. Desgraciadamente ocurrieron circunstancias que favorecieron su extravagante invención. La ignorancia de los siglos en que ella apareció fue la madre fecunda de tantos crédulos que dieron salida a tantos delirios. Ocupados de vanas sutilezas escolásticas, de cavilaciones aéreas, de viajes a las regiones imaginarias, los que se decían sabios en la edad tenebrosa de los necios, fácilmente urdieron la fábula del carácter divino de los reyes. Poco a poco se fue haciendo contagiosa esta manera de filosofar; y muy presto fue también puramente ideal una gran parte de la teología de las escuelas. Inficionado por tantos años el orbe literario de esta epidemia escolar, no podía dejar de transmitirse el contagio a todas las clases: el común de las gentes renunció al informe de los sentidos, introdujo el juego de la fortuna en las leyes más estables de la naturaleza, se rebeló contra la sana razón, y bien pronto se halló en aptitud de recibir, fomentar y propagar las modernas ideas de un poder meramente quimérico. Más no siempre es universal esta trascendencia. En todos tiempos quedan exentos de ella personas de buen sentido, y rectitud que se burlan de tales fantasmas, y penetradas del derecho de las naciones palpan la vacante de las magistraturas, y la caducidad de los monarcas desde que ellos obran inicuamente, quebrantando las leyes cardinales del Estado. Fueron más frecuentes en Israel estas abdicaciones, por defecto de trabas constitucionales que tuviesen sus reyes a raya. De aquí es que, aunque eran destruidos fuera de la ley los más intolerables, subsistía, no obstante, el despotismo. Enemigos del tirano, y no de la tiranía, se contentaban con quitar del medio a quien más tiránicamente les gobernaba, y nada remediaban en su desorden político. Mientras no extirpasen con buenas intenciones el poder arbitrario, mientras no plantasen su gobierno representativo, todo lo demás era insignificante y precario. Subsistiendo e! sistema de la tiranía, los tiranos se sucedían sin intermisión, hasta que fue arruinada enteramente la monarquía por los Asirios, que se llevaron cautivos a los israelitas y repoblaron con gente nueva su capital Samaria. Lo mismo hicieron los Babilonios con los Judíos tan degradados por el poder arbitrario de la mayor parte de sus reyes, que no pudieron salir de su cautividad sino por la liberalidad de Ciro. Mas entonces, escarmentados con las calamidades pasadas, no se gobernaron monárquicamente, sino por un cuerpo de República, dirigido por el sumo sacerdote y el consejo supremo del Sanedrín. De esta manera volvieron al ejercicio de su soberanía bajo un plan muy análogo al de la aristocracia y democracia en que vivieron sus mayores, desde Moisés hasta Samuel.

CAPITULO XXII
República de los Hebreos después del cautiverio de Babilonia. Insurrección de los Macabeos

A LA LUZ DE este procedimiento, se hace más visible el haber quedado a discreción de los pueblos las materias de gobierno. A pesar de haberos encargado del de los Hebreos les fue lícito variarle a su arbitrio reproduciendo la forma que mejor les parecía. En la alternativa de sus gobiernos, no se vio jamás de vuestra parte otra repugnancia que la que manifestasteis cuando aspiraron a la monarquía absoluta. Sin expreso permiso vuestro, son democráticos, anárquicos y republicanos; pero sin mucha instancia, contestaciones y réplicas no les es permitido un rey despótico. Si al regresar de Babilonia Esdras, y Nehemías prefieren el sistema republicano, no es sólo por el horror que les causa la memoria de los reinos de Israel y de Judá; también influyeron en la preferencia el estado en que se hallaban las Repúblicas de Atenas, Esparta y Roma, y el parentesco que tenían los Esparciatas con los Hebreos. Ciro no les prohibió el restablecimiento de la monarquía; ni en los demás edictos que obtuvieron de Darío hijo de Hystaspe, y de Artaxerxes se encuentra igual prohibición. Con tal que reconociesen el alto imperio de la Persia, pagando las contribuciones, del que solamente fueron exentos los Levitas en las letras despachadas a instancia de Esdras, nada importaba a los manumisores, que los manumitidos viviesen en república o monarquía. (1 Esdr. 7). En la gracia estaba incluido el permiso de establecer su constitución y leyes y el régimen interior de su gobierno, su culto, sus ceremonias y juicios. Quedaron por consiguiente habilitados para usar de la facultad expresa en el c 17 del Deuteronomio. Pero con mucha razón antepusieron ellos el gobierno republicano, y vivieron republicanamente, hasta que Aristóbulo fue constituido monarca, al cabo de muchos años de independencia absoluta y obtenida por la heroicidad de los Macabeos.
Reinando Antíoco Epifanes sobrevino este acontecimiento feliz, consecuencia necesaria de los excesos de su tiranía. Matatías fue el primero que levantó el estandarte de la insurrección con el poder y la fuerza de la multitud que le siguió sin más revés de consideración que el de los mil compañeros suyos, que se dejaron destruir por las tropas del tirano, creyendo que por ser sábado no podían tomar las armas para defenderse de su agresión. (1 Mach. 2). Pero ¿cómo es que hallándose esta República subordinada a los reyes de Babilonia, por un pacto expreso en el edicto de Ciro, y sus inmediatos sucesores, se sublevan contra Antíoco justamente? Si fueron justas las condiciones con que adquirió libertad para volver a su tierra, y reedificar el templo, la ciudad y los muros de Jerusalén ¿cómo puede ser lícito el romper los vínculos de la alta dependencia y del tributo estipulado en la gracia? Mi respuesta en otro tiempo es demasiado trivial. Inspiraciones dispersas y privilegios hacían el gasto en obsequio de la tiranía. Por especial voluntad tuya, decía yo, sucedía todo esto, dispensando en las leyes que yo suponía prohibían al hombre armarse contra el poder opresivo y recuperar sus derechos usurpados. Me parecía también un motivo especial de tu providencia extraordinaria en favor de los Macabeos, el de la religión perseguida por sus opresores, como si el hombre estuviese solamente habilitado para defender sus derechos religiosos con abandono total de los civiles, y demás que le inspira la Naturaleza. A esto estaba reducido todo mi saber de teología y política. Pero Matatías y su gente, sin más estudio que el de! libro santo de la Razón, no pervertida como la mía responderían que los Babilonios no tuvieron justo motivo para conquistar a los Judíos, y llevarlos cautivos a Babilonia y a Nínive. Dirían que el haberos vos servido de las armas babilonias para castigar las culpas de tu pueblo, no justificaba la con¬ducta de Nabucodonosor, y sucesores, ni quitaba a los conquistados el derecho de recobrar su libertad: derecho imprescriptible, e inherente a cualquier persona que cae en manos de salteadores o piratas, aunque le haya venido este infortunio por permisión vuestra o manifiesto castigo de sus culpas. En pena de sus delitos, fueron varias veces sojuzgados los Hebreos antes de la cautividad de Babilonia, y otras tantas sacudieron debidamente e! yugo de la dependencia, dirigidos de con¬ductores capaces de sacarlos de la Persia, si hubiesen aparecido en este imperio. Ciro, como sucesor de Nabuco, estaba obligado a restituirles roda aquello, que éste les había quitado, aunque ellos de miedo no se atreviesen a reclamarlo, ni tuviesen un libertador que por la fuerza los salvase exigiendo la restitución. Del mismo modo está obligado un ladrón a restituir lo adquirido en sus rapiñas, aunque su dueño por falta de poder y libertad, no lo reclame.
Desenvueltos estos principios de justicia, es clara la nulidad de los gravámenes impuestos por Ciro, Daría y Artaxerxes a los Judíos en su manumisión, cuyo acto no debía llamarse gracia sino justicia. Ni convalece la nulidad por la condescendencia de los cautivos que, oprimidos carecían de libertad, y no podían menos de otorgar por temor, la ley que les imponía el opresor. Tampoco se purgaba el vicio de nulidad por haber consentido en la dependencia y tributo. Estando ya fuera de Babilonia viviendo republicanamente. Permanecía el miedo a vista de las armas de sus opresores comparadas con las de este pueblo que, a su vuelta del cautiverio, no contaba 50.000 almas en sus gremios. El deber a la protección de parte de los Babilonios era el único título que podía cohonestar el reconocimiento y tributo, en tanto, cuanto fuesen proporcionados estos correlativos defender y proteger. Pero Antíoco, en vez de protección, oprimía y destruía. Cesando por consiguiente el mo¬tivo de la dependencia, cesaba igualmente este deber, de tal suerte ligado con el de la protección, que sin ella no puede subsistir. He aquí los fundamentos de la revolución de Maratías, de su alarma contra el Rey de Babilonia, y de la independencia absoluta de los judíos.
Ninguno de estos virtuosos revolucionarios ignoraba las palabras del antiguo testamento, en que yo fundaba mis errores halagüeños a la tiranía monárquica; pero por fortuna suya, aún no existía aquella maldita raza de intérpretes que habían de convertirlas en usura del despo¬tismo y perjuicio de la libertad. ¿Podían por ventura ignorarla los príncipes de! Sanedrín, y todo el pueblo de Judá en los tiempos de Amasías? ¿Sería también posible que Roboán, y sus consultores ignorasen lo que su padre había dejado escrito sobre la potestad de los Reyes? Siendo pues imposible esta ignorancia, ¿cómo es que dejaron de salir al frente de la defensa de Roboán y Amasías, unos textos que al cabo de tantos siglos, vinieron a ser por la primera vez e! pedestal de la tiranía? ¿Tendremos bastante audacia para decir que el sentido político de las escrituras antiguas es para nosotros más claro que para su coetáneos o para todos aquellos que las tenían en su propio idioma, en su original, y aún exentas de la vicisitud y calamidad de los tiempos? Si al mando, pues, de los Macabeos sacudió el yugo extranjero la nación judaica fue, sin duda, porque eran más inteligentes que nosotros en la doctrina política de sus libros, porque tenían soberanía, porque su sociedad era compuesta de hombres dotados de alma y de cuerpo, de nervio y robustez, de talento, virtud y armas, elementos constitutivos de la majestad del pueblo; porque en suma, el poder y la fuerza de ellos era más soberana que la de sus opresores; Matatías murió sin haber terminado la empresa; pero murió con la gloria de ser el primer corifeo de la insurrección; y animados con su ejemplo, sus hijos y compañeros de armas, suplieron heroicamente la ausencia de su persona.

CAPITULO XXIII
Se confederan los judíos con los Romanos.
Continúa la Revolución de los Macabeos

JUDAS MACABEO sucede a su padre y desde luego son muy distinguidas las ventajas insurreccionales. "Morir antes en la guerra que ver los males de la nación, de su culto y de sus leyes", es el santo y la seña con que este ilustre campeón se hace conocer en todos los peligros de la campaña. Por muy superiores que sean las fuerzas de su enemigo, nunca le vuelve la espalda. Los genios amigos de la libertad, le auxilian en una famosa acción y son muy señalados los triunfos que alcanza el despotismo. Hace funciones de sacrificador y celebra alianza con el pueblo Romano. ¿Pero cómo es que puede confederarse este caudillo con unos paganos y con una república que por ser popular, merece el odio de los que se dicen ungidos, ministros e imágenes tuyas? En el libro I de los Macabeos se forma el cuadro de la soberanía del pueblo Romano, de sus virtudes heroicas, de su poder irresistible, de su buena fe, de la rectitud y sabiduría, de su Senado, de su autoridad consular. El sagrado escritor de este panegírico le termina admirándose de que entre tanta majestad y carácter de grandeza, ninguno de estos republicanos llevaba diadema, ni se vestía de púrpura, siendo así que dominaban sobre tantos coronados y purpurados. ¿De dónde, pues, tanta soberanía, tanto poder y majestad? pregunto yo ahora. De la unión de tantos individuos adornados de sentidos y potencias, de virtudes y brazos invencibles; en menos palabras, de la soberanía individual de cada uno de los miembros que le componían. He aquí la más sencilla respuesta. ¿Pues qué? ¿no está escrito que todo poder viene de vos? Aunque jamás se hubiesen inventado letras para escribirlo, sería siempre una verdad conocida de todo el gé¬nero humano, un axioma grabado en el corazón de todos los hombres con el dedo de vuestra diestra. No hay uno que no haya recibido de tu mano el poder intelectual y corporal que lo distingue de todos los demás seres. Todos están convencidos de esta verdad. Aun los más infatuados se sienten poseídos de ella. Reconocen su potencial moral y física, palpan el incremento progresivo que ella adquiere al asociarse con sus semejantes, y miran que tanto más se aumenta el poder, cuanto más crece el número de los asociados. "Vis unita Fortior", dicen ellos mismos en la confesión de este principio innato.
Pero deslumbrada su razón con los hechizos de la tiranía, con las falsas doctrinas del poder, salen a buscar fuera de su casa lo mismo que tienen en el centro de ella. Piensan que les falta lo mismo que por tu generosidad les sobra. En la rara ilusión de sus sentidos conciben como peculiar de una sola persona, el poder que ellos llevan contigo, y de que jamás pueden prescindir, por más ilimitado que sea el ejercicio de las funciones usurpadas, o legítimamente adquiridas. Por el trastorno de ideas, por la subversión de hombres, no conocen el fondo de facultades que tienen dentro de sí, y las imaginan todas refundidas en ciertos individuos, y familias por un canal extraordinario y sobrenatural. Desengañado como yo cada uno de ellos, podría muy bien decir: "En mí mismo tengo la fuente de soberanía: antes la tuve; más yo no lo sabía". El pueblo Romano en la edad de los Macabeos no necesitaba de tales desengaños, porque no adolecía de tales errores. Libre desde la expulsión de los Tarquinas, reconocía su majestad y poder; con él sostenía su constitución y leyes, precioso fruto de su libertad. Esta fue la rica mina de sus virtudes, tan eminentes, que de ellas tomó S. Agustín el más poderoso argumento para probar, que vos nada dejáis sin recompensa de cuanto hace el hombre digno de ella. En su sentir, el haberse aventajado en virtudes morales a todas las demás naciones de la República romana, fue el mérito que ella contrajo, para que tú le dieses el dominio de la mayor parte del mundo (S. Augas), de Civit. Dei). De este republicanismo nacieron tantos héroes vencedores de los más grandes monarcas de la tierra, que parecían polvo delante de ellos. A tal puma llegó el entusiasmo de algunos de sus admiradores, que no dudaron decir, que los mismos Dioses, a quienes adoraban los Romanos, parecían envidiosos de su gloria y felicidad. Por otra parte afirmaban, que un pueblo, que tanto había cultivado y favorecido la virtud, no merecía ser castigado y arruinado jamás. Verdaderamente, apenas es conocido por la historia y experiencia, un estado más libre y exento que éste de crímenes cometidos como tales de caso pensado. Ninguno jamás fue reo de tan pocos errores, de tan pocas injusticias voluntarias, como el de Roma. Ninguno dio mejores pruebas de arrepentimiento, cuando fueron averiguadas sus equivocaciones. Eran tales los honores, y la estimación con que reparaban los agravios irrogados, que más bien mejoraban por ellos en semejantes ocasiones los agraviados. Mientras Roma fue libre y dirigida por el Senado, por el pueblo y magistrados, legalmente constituidos, ningún ciudadano benemérito fue condenado a muerte, ni más de cinco o seis multados, o desterrados por equivocación o engaño. Más de 300 años conservó esta marcha venturosa. De la rareza de suplicios llegaron algunos a inferior que esta república carecía del derecho de vida y de muerte, jus vitae, et necis, o que ella no tenía leyes criminales. Pero lo cierto es que desde su fundación nada de esto le faltaba; mas la integridad de costumbres había llegado a tal puma, que eran por decirlo así inútiles todas las leyes penales. Mientras ellas al parecer dormían por la falta de ejercicio, pensaban los menos advertidos que no existían. ¿Quién pues llevará a mal buscasen los Macabeos la amistad y alianza de tales republicanos? Antíoco responderá por sí, y sus semejantes.
Todos ellos están ciertos de la incompatibilidad de su poder arbitrario con la ilustración y virtudes de un pueblo libre. Hijo de la corrupción de costumbres, del despotismo, no puede conservarse fuera del seno de su propia madre. A su fomento y conservación nada contribuye tanto, como el santificarle con los honores de la virtud, con ideas y nombres falsos de religión. Así es como e! hombre naciendo en todas partes libre por el plan de su creación, se encuentra siempre encadenado por la influencia maligna de este gobierno. No es la más pesada cadena la que al nacer gravita sobre su libertad natural; son más pesados y graves los errores que encadenando su razón, le impi¬den romper los eslabones de su esclavitud. Yo hablo por experiencia propia. Apenas empezaban a rayar los crepúsculos de la luz de mi entendimiento, cuando principiaron a diseminarse sobre mi alma las tinieblas de la preocupación. Más opacas, y más densas en los años llamados de la discreción, me creía libre, porque al través de ellas la linterna mágica del despotismo me hacía ver en e! cuadro de mi esclavitud, rodos los colores y apariencias de la libertad. Me imaginaba feliz, bajo e! duro yugo de la tiranía, porque en el lienzo de ella me la representaba la engañosa linterna como una Deidad benéfica, que dejando su trono en el firmamento, se acercaba a la tierra, con el único designio de redimir de la servidumbre a los mortales, y colmarlos de prosperidad. Todas las imágenes de! hombre libre y venturoso, se hallaban primorosamente dibujadas al lado de esta Diosa fementida. Pero con mejor pincel se dejaba ver en sus manos la cornucopia de Amalrea, cubriendo exactamente la vista de la caja de Pandora, en que consistía toda la realidad del cuadro.
¡Felices y mil veces felices los Macabeos, que nutridos sin la leche de estos errores, carecían del más fuerte obstáculo que yo tenía para romper como ellos la cadena de la esclavitud! Desde que ellos dieron e! primer paso a su independencia, se hicieron dignos de la atención de los Romanos, y demás hombres libres. Por menospreciable que sea un ente sumergido por grado, o por fuerza en la servidumbre, se hace respetable a los ojos del cielo y de la tierra, demandando sus socorros, desde que se empeña en salir de su es rada ignominioso. De este luminoso principio nacía la estimación del pueblo Romano por los Macabeos, y la gente que les seguía en su gloriosa lucha. Animados ellos de esta opinión, despacharon su primer mensaje en demanda de su amistad y alianza. "Judas Macabeo, sus hermanos, y el pueblo de los Judíos nos envían a celebrar con vosotros amistad y alianza", decían los emisarios Hebreos al comparecer delante del gobierno republicano de Roma. (Judas Machabaeus, et fratres ejus, et populus Judaeorum miserunt nos ad vos statuere vobiscum societatem, et pacem, et conscribere nos socios, et amicos vestros. 1 Mar. 8). ¡Qué distantes estaban los hijos de Matatías de arrogarse exclusivamente la soberanía del pueblo constituyente de la embajada! Aceptada la proposición, se otorgó el contrato en un estilo todavía más popular: "Sea para bien eterno de los Romanos y de la nación judaica, por mar y por tierra, y aléjese de ellos toda hostilidad". (Bene sit Romanis, et genti Judaeorum in mari, et in terra in aeternum: gladiusque, et hostis proculsit ab eis). Este es el idioma de un pueblo libre y generoso: idioma de la naturaleza, y carácter de una criatura racional, que exprime bastantemente el caudal de su soberanía. En estos términos quedó concluida entre uno y otro pueblo una liga ofensiva y defensiva, cuyo por menor se lee en el c. 8, Lib. 1 de los Macabeos. Tan apreciable es el hombre que lucha por la independencia y libertad de su país, que una República como la Romana no se desdeña contraer nuevas relaciones con un pequeño pueblo, que en calidad de insurgentes, es motejado de traidor y rebelde por los Babilonios, insultado y atacado por sus huestes! Demasiado pueril es el alma que se arredra, por semejantes dicterios, muy honoríficos para los Macabeos, y para cualquier persona que usa de sus derechos contra la tiranía. Son elogios los denuestos y baldones que vomitan en tales casos los tiranos y sus servidores.
Fue de mucha importancia para los Judíos este tratado, que corroborando su opinión, debilitaba la de sus enemigos. Peto Judas Macabeo tan impertérrito antes, como después de la alianza y amistad con los Romanos, jamás teme las fuerzas de su contrario. Le hace frente a un ejército de 22.000 combatientes con sólo 800 Hebreos, que le representan la imposibilidad del suceso. Mas a un general que desde que tomó el mando, había declarado ser mejor morir en la guerra, que sobrevivir a los males de la nación nada le amedrentaba. Arrostra los mayores peligros, toma la palabra para reanimar a sus solados, les muestra la fealdad de retirarse, huyendo del enemigo, y los exhorta a vencer, o morir. "Si es llegado el tiempo de la muerte, les dice, también es decoroso y dulce el perder la vida con valor en defensa de nuestros derechos, y de nuestros hermanos". No eclipsemos nuestra gloria, añade en conclusión. Estos son los acentos de su patriotismo, estos los sentimientos que deben inflamar los pechos de cuantos se hallen en circunstancias iguales. Obró prodigios en las armas de estos 800 valientes el santo fuego del amor patriótico. Duró la acción desde la mañana hasta la tarde. En favor de ellos estuvo inclinada la victoria, mientras derrotaban y perseguían la ala derecha del ejército enemigo, la más fuerte y respetable. Pero la impavidez y demasiado ardor del jefe, le privaron de la vida, y dieron el triunfo a los contrarios. (1 Mach. 9). Su hermano Jonatás le sucede en el mando, y alentado del mismo espíritu, repara la pérdida de su antecesor, y adelanta los progresos de la insurrección. Pero tuvo el dolor de ver que unos cuantos individuos de su gente, abandonando pérfidamente su causa, se pasaron al enemigo, y le sirvieron contra sus propios conciudadanos. (1 Mach. 9). Un tal Menelao, durante el gobierno de Judas Macabeo, había incurrido en igual bajeza, esperando le premiase Antíoco con empleo considerable; mas no tardó mucho en pagar la pena de su infidencia, muriendo precipitado, y quedando insepulto. (2 Mach. 13).
Casi no hay un punto sobre la tierra exento de tales apostasías. No se contará ningún siglo sin Menelaos, sin hombres venales, volubles, almas viles y egoístas consumados. Ni hay que esperar la extirpación de esta mala hierba, mientras haya tiranos que la cultiven. ¡Cuántas veces no contristaron estos infames Menelaos al primer libertador de Israel' No desertaron al enemigo los Menelaos de Moisés; pero animados de igual villanía, pensaron muchas veces en abandonarle en el desierto, y volver a la servidumbre de Egipto. Envilecidos con e! peso de las cadenas, habían perdido los sentimientos de un alma libre: se habían relajado los muelles de su espíritu: la gula era el ídolo a quien consagraban los homenajes debidos a la libertad. Con tal que se hartasen de las abundantes provisiones del Egipto, poco, o nada les importaba el peso de la esclavitud, el número de azotes, la dureza de sus amos. Habituados por tantos años a este vilipendioso género) de vida, habían perdido la idea de la alta dignidad del hombre. Su vientre era su Dios. Más bien querían morir repletos en esta degradación, que ser libres con hambre en e! desierto. Hasta este punto habían degenerado; y de aquí procedían las varias murmuraciones contra su libertador. ¿Qué hubieran hecho estas criaturas embrutecidas, si hubiesen sido educadas como yo bajo el sistema de la Teología feudal?, ¿o si entonces sus molleras hubiesen estado impregnadas como la mía, de las falsas doctrinas del Poder Real, y de la obediencia ciega? En tal caso ellos no hubieran visto en Moisés sino un revolucionario depravado, que se levantaba contra tu vicario y ungido: un enemigo declarado del trono y del altar, que prohibía dar al César lo que es del César y lo que es de Dios a Dios: un patriota, que aspiraba menos a la independencia del gobierno, que a la cruz; un rebelde digno de ser proscrito, y descuartizado como reo de alta traición contra la inviolable y sagrada persona de Faraón. En fin no faltaría quien le asesinase, y presentase al Rey su cabeza, aunque no se hubiese puesto en precio, aunque no esperase el asesino veneras, grados, pensiones o beneficios.
Por fortuna, ni el traidor Menelao, ni los apóstoles de Jonatás estaban empapados de tales quimeras, desconocidas entonces sobre la tierra. Si hubiesen estado como yo preocupados de las fábulas religio¬sas que patrocinan al despotismo, ellos hubieran sido más nocivos a su patria. Pero el guerrero Jonatás, superior a todos los reveses inseparables de la vicisitud de las armas, obtiene sobre sus enemigos muchas ventajas Le convidan con la paz, cuando menos esperaban ven¬cerle. Es sólo a costa de la buena fe de este insigne capitán, que ellos logran deshacerse de él arrastrados de la felonía. No pueden burlarse de él, sino por la mala fe de un Demetrio (1 Mach. 11). No puede caer en sus manos sino por la alevosía de un Trifón, que de este modo infame se apodera de su persona, y le mata. Sus hijos envueltos en el mismo lazo son comprendidos en la matanza. (1 Mach. 13). Así es que caen otros Macabeos en las garras de otros Trifones, que violando como aquél la fe de los tratados, violan también la seguridad personal: y si al momento no sufren las víctimas de su perfidia la misma suerte que Jonatás y sus hijos, es sólo porque el tirano quiere saborearse mucho tiempo con el placer de verlas morir lentamente en mazmorras, añadiendo a su falacia este deleite brutal. No quedó impune la felonía ejecutada en Jonatás. Su hermano Simón le sucede, corona de triunfos la insurrección, obliga a sus enemigos al reconocimiento de la independencia de su pueblo, y quebranta enteramente el yugo de la tiranía extranjera combinada contra su libertad. "Ablatum est jugum gentiurn ab Israel", dice la Escritura. Y he aquí el mejor elogio que puede hacerse al libertador, y a cuantos con él cooperaron a la total emancipación de su país (1 Mach. 13).

CAPITULO XXIV
La República de Esparta se confedera con los Hebreos.
Analogía entre sus instituciones políticas

HABÍAN TAMBIEN contratado los Judíos con los Republicanos de Esparta, que eran deudos suyos. En tiempo de Onías se celebró la primera alianza; y fue renovada por los Macabeos Jonatás y Simón. Su estilo es tan popular como el de la que otorgó con los Romanos. En ella se da el tratamiento recíproco de hermanos, porque efectivamente entroncaban en Abraham los Esparciatas y Hebreos. "Nos alegramos de vuestra gloria", es la primera expresión con que éstos les saludan, cuando les dirigen las segundas letras para renovar su amistad, y alianza, felicitándoles por la gloria y poder de la República. (1 Mach. 12). Al parentesco de las partes contratantes puede añadirse el que aparece entre las ínstituciones de su gobierno. Dos magistrados con el título de reyes estaban encargados del poder ejecutivo de los Espartanos. Su magistratura estaba organizada conforme a sus principios constitucionales. Era representativa y ejercía la soberanía nacional, como se practicaba en Israel, durante el tiempo de su libertad. El Senado de 28 vocales, y los Eforos en Esparta ejercían una autoridad igual a la de los príncipes de! Sanedrín; y por ella eran juzgados y condenados sus reyes en penas pecuniarias, prisión, destierro y muerte. Pausanias, Clomino, Leónidas, Agis, y otros son ejemplares de esta jurisdicción coercitiva. Los reyes de Judá juzgaban colectivamente en e! Sanedrín, y eran juzgados por él: testificaban en juicio, cuando eran citados como testigos; y contra ellos se admitía el testimonio de otras personas, cuando ellos eran demandados, o acusados. Amasias fue uno de los que pasaron por los filos de esta potestad coactiva. En más de 8 siglos que permaneció incorrupto el gobierno representativo de Esparta, apenas ofrece su historia tres ciudadanos castigados con pena capital. Dos de ellos fue¬ron reyes, y por sus excesos condenados judicialmente a último suplicio. Contra los reyes constitucionales de Esparta nunca hubo sedición alguna. Y moderada la disciplina, sólo dos de ellos incurrieron en abusos dignos de pena capital. Tal era la pureza de costumbres de esta célebre República, talla probidad de estos republicanos, que los vicios eran desconocidos en ella. Carecía de materia para su ejercicio el poder judiciario. No era fácil por tanto el discernir, si residía en la nación este poder, o en el Senado, o en los Eforos. Relegado el crimen, floreció la virtud desde que el pueblo sancionó las leyes propuestas por Licurgo, hasta que se relajaron las costumbres. Ningún monarca hebreo guardó mejor que los reyes de Esparta, la constitución política de Moisés en los artículos de su analogía. Fue de oro el gobierno de esta República, porque el oro había sido desterrado de ella.
Moisés no lo prohibió absolutamente en su instrucción monárquica; se contentó con vedar la exorbitancia del oro, y de la plata: "Neque argenti, et auri immensa pondera", está escrito en el c. 17 del Deuteronomio. Licurgo y los Esparciatas proscribieron totalmente en su República estos metales. Sabían que fomentada con ellos la codicia, es la más fecunda raíz de todos los males. Realzaron pues su constitución, removiendo de ella sin excepción alguna, este pábulo de corrupción.
Faltándole a la avaricia este poderoso incentivo, no serían tantos los impostores, que negando el dogma de la soberanía del pueblo, han querido mayoricarla de un modo extravagante y opuesto al testimonio de las Escrituras, en número determinado de personas y familias. Sin oro y plata no serían tan estudiosos en la fábrica de sofismas, y discursos lisonjeros a sus predilectos. Estudiarían la política de los Macabeos, y la de sus aliados los Romanos y Espartanos, aprobadas en uno de los libros canónicos de la Iglesia; pero tan sumergidas en el olvido, que yo jamás había oído tales tratados de amistad, y de alianza, ni las demás relaciones que tenían los republicanos hebreos con los republicanos esparciatas. En lugar de esto, mientras yo cursaba las aulas llamadas de filosofía, teología, y derecho, oía con frecuencia defender en ellas, y en el teatro de las disputas solemnes, que el mejor de todos los gobiernos era el monárquico, tal como el que nos oprimía arbitrariamente. Ni de los libros de la Razón, ni de los Macabeos se tomaba jamás un argumento. El discurso de Samuel, mal entendido, era casi siempre la objeción. De resto mil bagatelas llenaban las réplicas; y salía siempre triunfante la monarquía absoluta. Si yo me hubiese dedicado en el tiempo de mi desengaño al asiduo estudio de las Escrituras, todavía ignoraría las conexiones de la República hebrea con la de los Esparciatas, y Romanos: ignoraría también el panegírico, que de ellas hacen los libros de los Macabeos. Esta es la causa que me ha obligado a detenerme en ellos. Si todos los leyesen con el sencillo conocimiento de la soberanía hallarían demostrada en ellos la de tu pueblo, no menos que la de dos Repúblicas gentiles, pero famosas por sus virtudes morales, por la integridad de su disciplina civil; Esparta y Roma que serían siempre la admiración de los siglos, y modelos eternos de libertad y buen gobierno.
Serían más numerosas las pruebas de la majestad y poder del pueblo, si fuese canónica la historia, de los 130 años de interrupción entre los Macabeos y Jesucristo. No es de una autoridad infalible el suplemento de este déficit, desde la edad de Simón Macabeo, hasta el primer misterio de la nueva ley; pero son ramos los argumentos de la antigua en favor de nuestra aserción, que sería superfluo aglomerar los de la historia del intervalo de tiempo contado desde los Macabeos hasta el Mesías. Con haber probado la soberanía de un solo pueblo, quedaba necesariamente probada la de todos los demás, mientras los enemigos de ella no demostrasen que las demás naciones se componían de individuos no procedentes de Adán, ni hechos a la imagen y semejanza tuya. Nada se encuentra contra este dogma político en las páginas del testamento viejo. Todo lo que de ella sacan los contrarios, es muy semejante a la física que me enseñaron los peripatéticos para evitar la averiguación de las causas segundas. "Quemaba el fuego, decía yo, porque tú le habías dado una virtud calefactiva: le apagaba el agua, por haber recibido de tu mano otra virtud contraria: bajaban los graves buscando el centro de la tierra, porque estaban dotados de una virtud centrípeta: el hierro era atraído del imán por una virtud oculta de atracción o magnetismo". Sin más, ni menos son iguales las fruslerías con que los tiranos de la cristiandad pretenden despojar al pueblo de su soberanía. ¿Pero tendrán ellos asilo en [as Escrituras del nuevo testamento? Allá va ahora a pasar mi confesión, dejando de intento reservados arras lugares de las antiguas, para intercalarlos con las pruebas que se dedujeren del nuevo código de la ley de gracia. Es aún imposible hallar en ella refugio a la tiranía, y una casualidad el que alguna vez se toquen negocios políticos en es re libro. Muchos de los antiguos se es¬cribieron exprofeso, para el gobierno civil de la nación. La misión de Moisés, y de sus semejantes era de este resorte. Todos los libertadores de Israel, anteriores al Mesías, eran libertadores de aquella clase. Nada tenía la empresa de ellos, de común con e! nuevo orden de cosas peculiar de la misión de Jesús. Redimirnos de la servidumbre de! pecado, salvarnos de la tiranía de Satanás, fundar un reino puramente espiritual y del resorte de la otra vida, era el único negocio del nuevo libertador. De la misma condición debían pues ser todos sus discursos, todas sus obras, su doctrina y escritos. Bien quisieran los Judíos que el Mesías obrase como Moisés, Josué, Aod, los Macabeos y otros libertadores políticos. En el tiempo de la aparición de Jesús los Judíos, sometidos al imperio Romano, carecían del ejercicio de su soberanía, estaban privados del beneficio de la Constitución y leyes civiles de Moisés, eran tributarios y dependientes de la voluntad ilimitada de un emperador extranjero. Deseaban por consiguiente un salvador que los eximiese de esta esclavitud, y reorganizarse su antiguo gobierno. De varias maneras explicaban su deseo; y llegaron hasta proclamarlo rey en el desierto. Pero él, atento sólo al objeto de su comisión, evadía siempre las diligencias, y tentativas de los oprimidos. Ellos sin embargo insistían con tal tenacidad en su concepto equivocado, que aun los Apóstoles que debían ser los más desengañados, permanecían todavía en su error después de la resurrección. "¿Si entonces sería que restituiría el reinado de Israel?", le preguntan en tales circunstancias aquellos colonos del Romano Imperio, y discípulos del resucitado. (Act. 1). Claro es pues la imposibilidad de hallar entre los libros de la nueva ley, un ápice que contradiga al dogma de la soberanía nacional.
Viviendo el hombre sujeto al sistema rigidísimo de la religión de Moisés, permanece soberano en toda su carrera; hijo de la ira, y del rigor conserva siempre esta atribución, de la cual nada había perdido por la culpa de sus primeros padres. ¿Cómo pues era posible que per¬diese sus derechos, cuando por medio de un ministerio incomprensible, tú has exaltado su naturaleza; cuando mejora de condición por esta inefable metamorfosis; cuando reparadas las quiebras del pecado, le sacas de su antigua y deplorable filiación, elevándole a la alta dignidad de hijo y heredero tuyo, de coheredero de Cristo? Si la gracia no destruye, sino que más bien ensalza y perfecciona a la naturaleza: si esta nueva ley no alteró, ni pudo alterar, en lo político la que recibieron las tribus en tiempo de su libertad, ¿a qué se atienen los oradores de la tiranía, cuando le adulan con algunos textos de la nueva Escritura? ¿Ignoran por ventura, que siendo puramente espiritual el mandato que recibió de su eterno padre el nuevo libertador, en nada excedió de sus límites, ni nada más subdelegó en sus Apóstoles y sucesores? "Sicut misit me pater, et ego mitto vos". Veamos pues qué significan los lugares políticos, que se leen en algunas cartas apostólicas.

CAPITULO XXV
El motivo que tuvieron los principales Apóstoles para escribir de política en sus cartas

SIENDO DE FE que los negocios de Estado no pertenecen a la misión de Jesucristo, ¿qué deberá decirse de los Apóstoles que en su predicación mezclaron algunos discursos políticos? ¿o cómo deberán entenderse? Convendrá preguntar antes ¿qué motivo tuvieron para injerirse en cosas ajenas de su oficio, y en cuya explicación no podían estimarse infalibles? Ya iluminados por su maestro en lo concerniente a su ministerio, y siendo exactos observantes de su voluntad, no es de creer se excediesen espontáneamente de la expresa en la substitución de su poder. Tampoco podían ignorar, que prometida únicamente la infalibilidad de sus dichos a las funciones propias de su apostolado, corrían la suerte de los demás hombres, en saliéndose de ellas. No se les ocultaba cuál había sido la conducta de su maestro en asuntos ajenos a su misión. Jamás entró "ex motu proprio" en ninguna discusión política. Por la necesidad de responder en cierras ocasiones, habló muy concisamente sobre este punto, y casi siempre de una manera evasiva. Para no atribuir pues a exceso, lo que se halla de política en los escritos de San Pedro y San Pablo, es menester dar por sentado algún acontecimiento extraordinario que les sirva de apología. Efectivamente un error político de los primeros creyentes, íntimamente conexo con otro error religioso, fue el motivo urgente que exigió de estos dos Apóstoles la exhortación política que vamos a exponer. Entre los Judíos recién convertidos, se suscitaba la opinión de ser ya independientes de la jurisdicción de los magistrados civiles, por el mismo hecho de la independencia espiritual, que habían obtenido por la muerte y pasión de Jesucristo. Subsistiendo éstos en el paganismo, sin admitir nueva creencia, eran reputados entre aquéllos como indignos de mandar a los cristianos libertados de la servidumbre del demonio. El no depender de las autoridades gentiles, lo consideraban como necesaria consecuencia del hallarse independientes del dominio de la culpa. Que Cristo los había llamado a la libertad, y que ellos la habían aceptado obedientes a su llamamiento, y lavados con las aguas del bautismo, era el dogma que los llenaba de entusiasmo, y les inspiraba la idea de hallarse también libres de toda potestad secular que no abrazase la nueva fe. Exentos por Jesucristo de la dominación de las pasiones pecaminosas, de la superstición de los Gentiles, idólatras, de las figuras religiosas que practicaban los judíos, de los sanguinarios sacrificios de su religión, y de la pesada carga de los ritos, y ceremonias sacerdotales; los nuevos creyentes llevaban esta exención hasta el orden civil de la tierra en que vivían. Les hubiera sido muy pernicioso este error, si hubiese tomado vuelo, o reducídose a la práctica. Sus enemigos, que deseaban descubrirlos y perderlos, lo hubieran logrado por medio de la práctica, o propagación del error. Aquellos mismos que toleraban la naciente religión, y no perseguían a sus profesores, hubieran sido otros tantos enemigos suyos, si oportunamente no se hubiese aplicado el remedio. He aquí pues lo que obliga a los principales apóstoles a reproducir doctrinas de obediencia y de poder, sabidas, y practicadas desde que hay gobierno de las sociedades. Entraremos en su examen.

CAPITULO XXVI
Política de San Pablo, concordante con la de San Pedro, que en su primera carta está por la soberanía del pueblo

EL APÓSTOL empieza su discurso, remontándose a la fuente primitiva del poder, para recomendarle más entre sus neófitos. "Todo poder viene de Dios, y los que existen están ordenados por Dios". Esta es la base de su exhortación, y una verdad notoria a todo el mundo. De ti venia el poder y soberanía de las Repúblicas mencionadas en la Escritura; porque de ti lo habían adquirido los individuos que las formaban. De ti procedía el talento con que organizaron su gobierno, y balancearon bien los poderes. De ti fueron derivadas las virtudes con que florecieron, porque de ti viene al hombre toda dádiva excelente, y todo don perfecto. En suma, nada bueno tiene la criatura que no se le haya comunicado por ti. Así que, cuantas autoridades han existido y existen constituidas por el hombre en sociedad, son originalmente ordenadas por ti, que os complacéis de aprobar las instituciones saludables que hacen para su felicidad los pueblos libres. Nada más es lo que enseña San Pablo en este texto. S. Pedro, animado del mismo espíritu, escribe contra la misma opinión; pero no se eleva tanto como su compañero. Confiesa ser hechura de hombres los poderes constituidos en la sociedad; y con esta confesión aumenta los testimonios de la soberanía del pueblo. Subjecti igitur estote omni humanae creature. "Someteos, pues, a todo orden establecido por los hombres". (1 Petr. 2). Estas son las primeras palabras con que principia este Apóstol la refutación del error. Sería latísimo el sentido de ellas, si prescindiendo del caso, se quisiese imponer aquí un sometimiento universal, y recíproco, una obediencia de todos y cada uno a todos, y cada uno de los miembros de una misma sociedad. Yo confieso que así lo entendía; o por mejor decir, yo confieso que no lo entendí hasta el año de 1814. Exigir de roda criatura racional este deber, en favor de cada una de sus semejantes, sería un desorden muy oneroso. Para no incurrir en él, es suficiente entender un poco de latín y de gramática, y sobre todo, no estar preocupado como yo. En el ejemplo que usa S. Pedro a consecuencia de su primera proposición, naturalmente se presenta el legítimo sentido de ella, la genuina inteligencia de los términos, "a toda criatura humana" omni bumanae creature. ¿Qué es, pues lo que aquí significa esta expresión? El mismo Apóstol lo explica sin interrupción, diciendo: sive regi, quasi praecellenti: "bien sea al Rey como al más eminente". He aquí una de las criaturas políticas de! pueblo. Es hechura suya el Rey, porque e! ser tal se lo debe al pueblo, de quien, como fuente visible de autoridad y poder, le viene inmediatamente toda la jurisdicción que ejerce. Reconoce enseguida S. Pedro otros magistrados subalternos, y como hechuras na¬cionales, las recomienda a los suyos para que sean obedecidas. No se olvida de la causa primera de su exhortación; hace conmemoración del Ser supremo, cuando les dice que se sometan por Dios a estos establecimientos humanos: Subjecti igitur estote omni humanae creature propter Deum. Propone al Rey por primera muestra de esta fábrica nacional, porque escribía en una monarquía universal. Si lo hiciese durante la República Romana, en lugar de Rey, propondría a los Cónsules, y al Senado: si escribiese entre los republicanos de Esparta o de Atenas, exhibiría en e! ejemplo a los Eforos y Reyes, o a los Arcontes y Areópago; si entre los de Israel, a su caudillo, y a los príncipes del Sanedrín. No es inusitado el significado de creaturae en la frase de S. Pedro. Yo he oído muchas veces llamar hechuras y criaturas de ministros en monarquías absolutas, a individuos que ellos colocan en plazas de su departamento. Hechuras y criaturas del pueblo se denominarían también los Reyes en tales monarquías, si no obstase e! fabuloso origen atribuido a su autoridad. Bien quisieran los sectarios de esta fábula, que en lugar de humanae creaturae, se leyese divinae creaturae. Lo cierto es que, en sus discursos, huyen de este texto de S. Pedro, y se acogen al de S. Pablo, y a los de Salomón. No se atreven a declararlos discordantes; pero cuidan de ocultar la genuina inteligencia del primero. Entraremos en su concordancia y explicación, anteponiendo la del motivo que tuvieron los Apóstoles para omitir en sus ejemplos el dictado de emperador.

CAPITULO XXVII
Razón porque, escribiendo los Apóstoles en el Imperio Romano, omiten en sus cartas politices el titulo de Emperador.
Su concordancia y explicación

A LOS OJOS salta el reparo de no haber propuesto S. Pedro en la primera clase de criaturas humanas al Emperador, estando ejerciendo su apostolado bajo el Imperio Romano. Pedro podrá satisfacerse con las siguientes conjeturas. Ninguno de los Emperadores del tiempo de Cristo y sus Apóstoles merecía las recomendaciones que éstos escribían en obsequio de las principales magistraturas. Todos eran usurpadores, tiranos desmoralizados. Huyendo de la mentira, los Apóstoles se abstenían en sus discursos de recomendar a ninguna persona de las que ocupaban el trono imperial. Hablaban en general de la autoridad y poder. S. Pedro se sirve de la palabra Rey, para denotar con ella, no a Calígula, Claudia o Nerón, sino a la primera magistratura, que entonces establecían los hombres en sociedad. Con igual cautela se vale S. Pablo de la palabra príncipe. (Rom. 13). Ninguno de estos establecimientos, cualquiera que sea su denominación, es de suyo malo, aunque por defecto de buenas instituciones sea expuesto al abuso de los administradores. Todos fueron inventados para el bienestar de la sociedad. Todos bajo este punto de vista son loables y dignos de la consideración expresa en las cartas apostólicas, y practicada desde el establecimiento primitivo de los gobiernos. No era nuevo el invocar el título de los empleados, para significar, no la persona que le lleva, sino el mismo empleo abstraído de todo individuo. En la profecía de Jacob existía un ejemplo de esta práctica, cuando este patriarca se sirve de la palabra dux para denotar el poder soberano de su posteridad o la magistratura que había de crear para el ejercicio de su soberanía. Otro ejemplo tenemos en el libro de los Jueces, describiendo la feliz anarquía de Israel. "Que no había entonces Rey en este pueblo (dice el texto) sino que cada uno hacía lo que estimaba justo". In diebus illis non erat rex in Israel; sed unusquisque quod sibi rectum videbatur, hoc faciebat. Jud. 17. Su poder soberano, solía ejercerse por un ministerio llamado judicatura, cuando lo exigían las circunstancias. Ningún Rey legítimo había sido creado entre las tribus. No se había fundado aún la monarquía. Sus caudillos y jueces jamás se habían arrogado tal título. Sine jussu populi le había tomado Abimelech después del fallecimiento de Gedeón; y fue destruido como un faccioso intruso. Sin embargo, el autor de este libro, refiriendo la falta de administración que en aquellos tiempos solía encargarse del ejercicio de la soberanía, usa de la palabra Rey. Si yo hubiese de valerme de escritores profanos que han tomado la misma palabra para expresar, no la persona que lleva el cetro, sino la autoridad y poder del pueblo, su capacidad política, citaría a Bracton de Legibus Angliae: repetiría el Hinc populum late regem, de Virgilio en el lib. 1 de la Eneida: añadiría el Tu regere imperio populus, Romano memento, con que el mismo poeta explica la majestad del pueblo Romano en el lib. 6 de este poema, v. 851.
Lo mismo hicieron los Apóstoles, cuando en la refutación de! error de sus prosélitos se sirven de las voces príncipe y Rey. Con esta oportuna precaución evitaron el recomendar la persona del monstruo que entonces empuñaba las riendas del imperio. Si sus cartas hubiesen sido escritas en latín, habrían usado de la palabra imperator; pero en el idioma original de ellas, no había otra voz que la de Rey, o príncipe para expresar la moderna dignidad imperial de los Romanos. Desde Nemrod hasta Augusto todos los monarcas absolutos o moderados se titulaban Reyes. Rey de Reyes, no Emperadores, se denominaban los monarcas Asirios, Persas y Babilonios, cuando por sus conquistas adquirieron mando sobre otros Reyes anteriores a la dominación romana. Antes de la usurpación de Augusto era conocido en lo militar el dictado de Emperador, y a menudo se concedía a los pretores y cónsules, por los ejércitos. Al tomar el mismo título el usurpador usó del paliativo acostumbrado entre los de su estofa, disimulando con nombres republicanos el poder arbitrario de la monarquía absoluta. Tanto en lo civil como en lo militar era un déspota; pero deseoso de alucinar con apariencias, para mejor tiranizar, se titulaba Emperador en los negocios de guerra, y tribuno en los demás. Tribunitia potestate contentas, dice Tácito. Su sucesor Tiberio, acomodándose a esta hipocresía, paliaba con antiguos y dulces nombres republicanos las nuevas usurpaciones inventadas. No era este Emperador quien gobernaba en el tiempo de las cartas políticas. Imperaban otros todavía peores que Tiberio y Octavio. Aun era más amplia la significación de la palabra príncipe usada por San Pablo para denotar la suprema magistratura. Príncipes eran los 70 vocales del Sanedrín. De los 200 cautivos principales de la tribu de Rubén que, entre otros de ésta y las demás de Israel, condujo a sus dominios Teglathphalnasar, muchos de ellos eran príncipes. (1 Par. 5). Mayor número presenta la tribu de Benjamín en los ce. 8 y 9 del mismo libro, cuya suma es de 956 príncipes. Menos numerosa parece la del e. precedente, que incluye cinco tribus: príncipes todos de sus parentelas. Lamentándose Salomón de la tierra, cuyo Reyes niño, y cuyos príncipes comen por la mañana, hace distinción entre una y otra dignidad, y supone más numerosa la segunda. Para lo cual le bastaba el conocimiento del Sanedrín. Y fue sin duda de estos príncipes, de quienes hablaba en el c. 8 de los Proverbios, cuando dijo que ellos mandaban por medio de la sabiduría. Entre los Romanos se aplicaba este dictado unas veces a los Senadores, otras a cualquier ciudadano de calidad. 300 príncipes de la juventud Romana, decía Mucio Scévola, habían conspi¬rado contra él. (Tit. Liv. lib. 2, c. 12). Eligiendo T. Sempronio el censor para esta dignidad a Q. Tabio Máximo, se fundaba en que ya era príncipe de la ciudad de Roma este ciudadano. (T. Liv. 1. 27, c. 11).
Demostradas las razones que tuvieron los Apóstoles para no hacer mención de la persona del Emperador, ni de este titulo en sus carras políticas, fácil es deducir cuán distantes se hallaban ellos de tributar a Calígula, Claudia o Nerón los epítetos debidos únicamente a los buenos gobernantes, o al gobierno en general. Imitaron a su maestro, cuando consultado sobre la paga del tributo, respondió con tal prudencia, que admiró a los consultores; y sin comprometer la veracidad y justicia, usó de la palabra César para denotar el poder soberano de la nación; añadiendo otra cautela, de que haremos mérito en su lugar. Pero en nada discreparon, cuando S. Pablo llama ordenación divina, lo que S. Pedro titula hechura humana. Ni aquél remontándose a la primera causa, excluye el influjo de las segundas; ni éste declarando la actividad de la causa secundaria en el establecimiento de las autoridades, excluye a la primera. El uno dice que toda potestad viene de ti; el otro afirma ser hechura de hombres. San Pablo no habla del poder en abstracto, metafísicamente considerado, sino ya concretado a la administración social el sistema de unión entre seres dotados de principios de soberanía convencional. De otra suerte, sería articular fuera de la cuestión, y exhortar en vano a obedecer una cosa puramente metafísica. "Que toda persona esté sometida a las potestades superiores", es la introducción de sus discursos. (Omnis anima potestatibus sublimioribus subdita sit. Rom. 13). Funda en seguida su dicho con el origen primitivo de la potestad, y deduce por consecuencia, que el resistir a esta potestad, es resistir al orden establecido por ti. (Itaque qui resistit potestati, Dei ordinationi resistit, Rom. 13). Añade luego la pena de esta resistencia; y especificando más esta potestad establecida, le aplica el nombre de príncipes, designando al mismo tiempo las miras saludables de su instituto. (Na m principes non sunt timori boni operis, sed mali). "Porque los príncipes no son temibles, sino para los que obran mal": proposición mentirosa, si recayese sobre los que actualmente ejercían el principado, o sobre todas las personas que habían ejercido, y hubiesen de ejercer sus funciones. Príncipes temibles para los que obran bien, príncipes factores de la iniquidad, son los más frecuentes en la historia de todos los siglos. S. Pedro, dando por supuesto el alto origen de todas las potestades, abrió su discurso con la fuente visible del poder constituido en la sociedad. "Estad, pues, sometidos por el amor de Dios a todo orden establecido por los hombres". Especificando en seguida este orden humano con la hechura del Rey, y de los administradores subalternos, declara las miras de este establecimiento, diciendo no ser otras que la honra y provecho de los buenos, el escarmiento y afrenta de los malos. Ad vindictam malefactorum, laudem vero bonorum: que es lo mismo que enseña S. Pablo.
Vos, Señor, que dispusisteis viviesen los hombres en sociedad para mejor disfrutar de vuestros beneficios, aprobáis por consiguiente sus leyes y estatutos, ratificando igualmente la forma de gobierno que erigen para su cumplimiento. Bajo esta consideración se dice establecimiento divino el mismo orden que ellos establecen y, conviniendo en esto como en todo lo demás los dos Apóstoles, la ordenación divina del uno es equivalente a la ordenación humana del otro: omni humanae creaturae: Dei ordinationi. Nunca deben, sin embargo, confundirse los términos; deben siempre distinguirse, para que subsista siempre la distinción entre leyes divinas y humanas, derecho natural y divino, derecho civil, nacional o de Gentes. De la nueva soberanía derivada exclusivamente del cielo, resultaría necesariamente la confusión de los términos; todo sería divino, y nada humano en la práctica de un poder que no fuese del pueblo, sino emanada derechamente de vos. Muy lejos andaba de la mente de S. Pablo esta confusión; y ambos Apóstoles muy distantes de introducir en el orden civil, una novedad destructiva del derecho conocido hasta entonces entre las naciones, enseñado por Moisés a los Israelitas, y practicado por ellos cuando la fuerza extrínseca no era insuperable, nada más escribieron en sus cartas, que unos rasgos políticos de notoria antigüedad, pero acomodados a las circunstancias del caso, del tiempo y de las personas a quienes se dirigían. Decir lo contrario, sería decir que hasta entonces el mundo carecía de reglas de obediencia civil, de nociones del poder magistraticio, de sus funciones y fines: sería decir que tu pueblo anduvo en tinieblas toda su carrera política, a pesar de haberos vos mismo, encargado de su dirección; y que sin ningún mérito son aplaudidas en los libros de los Macabeos, las Repúblicas de Esparta y Roma, careciendo de la teoría y práctica que atribuyen a S. Pedro y S. Pablo nuestros novadores. Mas ellos, tal vez, nos replicaran diciendo que si fuesen doctrinas antiguas y notorias las de estas cartas, sus autores se remitirían al derecho y práctica de Israel en los bellos días de su libertad, al de los Espartanos y Romanos, celebrados en la Escritura antigua. Contra la evidencia no es admisible la réplica; pero los Apóstoles se atemperaron a la crisis política en que se hallaba el imperio, y a la condición de los individuos a quienes escribían. Me explicaré:
Destruida la libertad romana por el último triunvirato, en que prevalecieron las armas y la fortuna de Augusto, celaba con vigilancia este usurpador la remoción de todo aquello que pudiese conducir al pueblo a reflexionar sobre lo presente y pasado, o a entrar en medidas para recuperar su anterior gloria y majestad republicana. ¿Y cuáles serían las providencias que adoptaría el cuidado del usurpador? Prohibir como sedicioso y criminal todo papel, o discurso republicano; organizar el sistema de espionaje y delación; erigir comisiones militares, tribunales de seguridad personal suya, simulados con el título de seguridad pública; recoger y quemar a mano imperial cuantos escritos apareciesen contrarios, o sospechosos a su plan de tiranía. Véase aquí la conducta de César Augusto, y sus sucesores en este punto. Muy verosímil es que pereciesen entre sus manos los seis libros de la República que escribió Cicerón. Yo he visto aplaudir en Augusto como rasgo de moderación, el haber dejado impune a un joven Romano, a quien por denuncio previo habían sorprendido leyendo un discurso político de Cicerón. Pero esto mismo es una prueba de las medidas prohibitorias del caso, de la falta de libertad, y del enjambre de espías y delatores. ¿Cuál, pues, hubiera sido, desde luego, el paradero de los Apóstoles si en los tiempos de Calígula, de Claudio o Nerón, hubieran citado principios republicanos de Israel, Esparta y Roma? Era inminente el peligro que corrían, e inexcusable la imprudencia de arriesgar tanto, por soste¬ner derechos ajenos al resorte de su comisión; cuando bastaban máximas generales, y reproducidas con mucho pulso para curar el mal naciente entre sus neófitos. ¿Y quiénes eran éstos a la sazón? Aunque los profesores de la nueva ley no tardaron mucho en llegar a ser considerables en número, eran no obstante en el tiempo de la ocurrencia, por la mayor parte, individuos de la clase más humilde del pueblo, sirvientes, transeúntes o moradores precarios de las ciudades y villas. Nada eran menos que ciudadanos y hombres libres, unos mercenarios errantes, sin domicilio fijo, ni cuerpo político determinado: hombres tales, que no podían tener parte en la administración civil. Reducidos por su condición a una obediencia meramente pasiva, eran los más sumisos a sus amos y magistrados antes de su conversión. Pero imbuidos después de ella de conceptos equivocados, se consideraban independientes de toda autoridad civil, y aun superiores a los funcionarios del Imperio. Adolecido entonces de esta enfermedad, ninguna receta les convenía tanto como la escritura en los textos políticos de S. Pedro y S. Pablo.
A una gente de este calibre bastaba saber que la redacción del Mesías era obra del todo espiritual: que este libertador nunca se había injerido espontáneamente en cosas de gobierno: que circunscripta su doctrina y su ejemplo al reino de los cielos, en nada había alterado el orden de las naciones, su libertad y derechos: que radicados éstos en el cielo, debía considerarse su poder como divino, y obedecerse como tal: que el mismo redentor había dado el ejemplo de esta obediencia, desde que estaba en el seno materno, marchando a Nazaret en cumplimiento del edicto de Augusto para el censo general del imperio. Pero instruirla en el origen, principios y progresos de la sociedad, en los derechos y deberes sociales, en la división y equilibrio de sus poderes, en los términos y funciones de cada uno de ellos, en las bases de una buena Constitución, en los fundamentos del gobierno representativo, en el artificio con que los Césares habían despojado al pueblo de su libertad republicana, sería superfluo y peligroso, superfluo porque la condición de sus oyentes era incompatible con el derecho de sufragio, y con la obediencia activa: superfluo y arriesgado por el obstinado despotismo, que gravitaba sobre todos los dependientes del imperio; y por sanar una herida, se hubiera abierto otra, tanto o más peligrosa que la primera. Sería, en fin, temeridad manifiesta contra el mandato de su Maestro, que no los había enviado a enseñar, y escribir jurisprudencia. Otro hubiera sido el proceder de los Apóstoles, si su apostolado fuese combatible con el carácter de Abraham, en los valles de Mambre, o con el de Moisés en Egipto, el de Josué, Aod, Gedeón, Sarnuel, Jeroboán, y los Macabeos en sus respectivos destinos. Entonces sus discursos, en lugar del sonido servil de la obediencia pasiva, adoptarían el de la insurrección. A quien fue valiente para hacer armas contra la tropa destinada al prendimiento de su maestro por las autoridades de Jerusalén, no le faltaría intrepidez para arrostrar los peligros de una revolución. Quien osó rebelarse contra las potestades que le confiaron la persecución de la naciente grey, desertando y pasándose al partido de ella, osaría también armarse contra el poder arbitrario y salvar de él a sus semejantes, si este deber no se hallase fuera del ministerio apostólico. Al impulso de estos dos valerosos corifeos, hubieran cambiado admirablemente por su libertad, unos prosélitos ya predispuestos con la idea de su emanci¬pación contra los magistrados paganos, si fuese propia de su oficio, esta función insurreccional. A la voz de otros varones no impedidos como S. Pablo de tomar armas por su libertad civil, la recobraron en los siglos posteriores otros cristianos, inflamados solamente con la idea natural de su independencia. ¡Con cuánto más ardor no hubieran peleado por la suya los del tiempo de los Apóstoles, animados de otro pensamiento que, aunque erróneo, producía un entusiasmo exaltado!
Fue, pues, esta exaltación la que exigió de sus misioneros encarecimiento de la obediencia pasiva, pero limitado a la pequeña porción alucinada, a la crisis de su tiempo y demás circunstancias. No fue extensivo, no, a naciones, ciudadanos, ni hombres libres, que no adolecen del mismo error que acarreó esta exhortación singular, ni están obligados a tomar lecciones de obediencia y poder social, sino en las mismas fuentes, donde las bebieron los Hebreos, los Griegos y Romanos de la era de los Macabeos, y de donde las reciben otros pueblos libres, que han florecido en la cristiandad.
De unas cartas abreviadas no podía esperarse la expresión circunstanciada del motivo, que indujo a sus autores a mezclar en ella consejos políticos. Pero consultando escritores imparciales, y amantes de la verdad se hallará en ellos, que la opinión rebatida en aquel tiempo, fue posteriormente calificada de herética; y sus sectarios, conocidos con el epíteto de gnósticos, parecieron tan odiosos a los Gentiles que les imputaban ser un pueblo sin caudillo, un cuerpo sin cabeza, unos miembros sin unión, insubordinados a la autoridad civil, que Tertuliano y otros padres antiguos de la Iglesia se encargaron de su defensa, y procuraron disculparlos de esta acusación. Mas, si se observa atentamente la epístola de S. Pedro, no dejará de traslucirse en ella el antecedente que le obligó a escribirla: ibi "porque así lo quiere Dios, a que impongáis silencio a la ignorancia de los imprudentes, obrando bien como libres y no como quien se vale de la libertad para pretexto de la malicia, sino como siervos de Dios". (Quia sic est. Voluntas Dei, ut benefacientes, obmutescera faciatis imprudentium hominum ignorantian; quasi liberi, et non quasi velamen habentes malitiae libertatem, sed sicut servi Dei. 1 Ptr. 2). En estos términos desaprueba este Apóstol el abuso que hacían de la libertad espiritual sus aprendices, con el designio de deducir de ella argumentos contra la dependencia de las potestades del siglo: califica de maliciosa esta deducción, cohonestada con el velo de la independencia espiritual del pecado; y no quiere que tus servidores, al verse libres del dominio de la culpa, se creyesen exentos de la autoridad ordinaria del pueblo. En la carta de S. Pablo no se indica el motivo de su producción, pero será una curiosidad el indagar cuál pudo tener para no usar la palabra Rey, sino de la voz de príncipe. Al considerarle en la clase de ciudadano Romano, como él mismo alegaba en su defensa, le contemplo más escrupuloso en la elección de este vocablo. Veremos, si a lo menos tiene probabilidad la conjetura.
La pésima conducta de los Tarquinas había hecho hasta el nombre de Rey tan odioso a los Romanos, que aunque efectivamente obraban como reyes absolutos sus primeros emperadores, cuidaron mucho de abstenerse de este título, para ser menos aborrecidos. Hasta el siglo sexto de la Iglesia no le usaron sus sucesores. Por la iniquidad de los reinados pasados, en vez de disminuirse, se aumentaba en la República el odio a los reyes. A tal extremo llegó después la relajación de ellos, que para denotar la enormidad de los crímenes de cualquier otra persona, o de cualquier otro empleado, se les daba el epíteto de Regis. En la pintura que hace Tácito de las obscenidades de Tiberio, se vale por vía de asimilación, de las que practicaban los reyes. (Quibus adeo indomitis exarserat, dice el historiador, ut more regio puben ingenuam stupris pollueret). Esto se llamaba en aquel tiempo delinquir a usanza Real. Nos informa el mismo Tácito, que para quitar Nerón la vida a uno de los más virtuosos varones de su siglo (Bareas Sorano), escogió la oportunidad de hallarse en Roma un Rey de Armenia (Tiridates). Al mismo paso que ostentaba su majestad y grandeza imperial, ejecutando a los hombres más ilustres por su probidad, estimaba como un obsequio para el monarca extranjero, y como una hazaña Real, el atroz ejercicio de su poder arbitrario. (Ut magnitudinem imperatorian caede insignium virorum, quasi regio facinore ostentaret. Annal. 1. 16 c. 23). El ser facineroso era su distintivo. Hacer alarde de la maldad, era para estos tiranos un gran placer. Pero sin embargo, ¿confesarían sus cortesanos esta verdad, reputándolos indignos de la corona? No por cierro. Lo confiesa el historiador, porque no era su palaciego, porque escribía fuera de su alcance. Pero los de su séquito, sus favoritos y criaturas lo alabarían, como al mejor de todos los reyes, como al más virtuoso padre de sus pueblos, como al amado, adorado y deseado; cuya edificante vida, consagrada día y noche a la oración y coloquio con sus Dioses, no cesaba de pedirles desarmasen su justicia, y derramasen sus misericordias sobre su querido pueblo, Son, señor, las mismas expresiones con que yo he visto elogiado a uno de los de mi tiempo, que quizá es peor que los referidos, y aun sin quizá, supuesto que ninguno de los de Tácito se creía como él caracterizado por vuestra propia mano, y responsable sólo a vos de sus Reales operaciones. Me parece, pues, que no pudiendo ignorar el Apóstol la ojeriza, con que se miraba entre sus conciudadanos hasta el nombre de rey, obró muy discretamente, cuando en su carta a los Romanos lo suprime, y usa la palabra príncipe. Continuaré su explicación, prefiriendo la del ministerio tuyo, de que hace memoria en este lugar.

CAPITULO XXVIII
El ministerio divino, de que hace mención S. Pablo en su texto político, cuya explicación se continúa

"NO SON DE TEMER los príncipes, dice el Apóstol, sino para los que obran mal". "Quien no quisiere temer la potestad, obre bien, y será alabado de ella", "Ella es un ministro de Dios para tu bien", continúa S. Pablo; "pero témela, si obrares mal, porque ella es un ministro vengador de Dios en su cólera contra los obradores de la maldad". Con menos palabras dice lo mismo S. Pedro declarando estar destinado al rey, y demás gobernantes para escarmiento de los malos y honra de los buenos. Hagamos ahora el paralelo de este retrato con los emperadores y reyes de su tiempo. Ninguno de ellos era tal, cual debía ser, para tener lugar en la descripción de los Apóstoles. Enemigos todos de la virtud, eran de terror para los buenos, y de aplausos para los malos; ruina de los vecinos de probidad, y fomento de los perversos; ministros del demonio para utilidad de los inicuos, para aflicción y tormento de los inocentes beneméritos; contrarios tuyos, y de los derechos del hombre. Abierta la historia de todos ellos, resaltará más la disonancia de sus hechos con el diseño, que de las potestades en general hacen los Apóstoles: será más palpable la extravagancia de todos aquellos, que violentando las palabras de S. Pablo, extraen de ellas para todos los monarcas absolutos, un ministerio divino, formando de cada uno de ellos un vicario general tuyo. Yo era uno de los acérrimos partidarios de esta vicaría. Interpretando siniestramente un texto, cabalmente escrito cuando no había un monarca digno de este honor, yo excluía de tu ministerio a todas las Repúblicas, y nunca lo contemplaba bien despachado sino por reyes absolutos. Mas ahora desengañado confieso, que no hablaron de personas, sino de la soberanía del pueblo, contraída a cierto sistema de gobierno, cuando los Apóstoles reconocieron en el poder de la administración una vicaría tuya. Potestad, ordenación divina, criatura humana, príncipe, rey, son los términos con que respectivamente se explican escribiendo bajo una monarquía. S. Pablo llama ministro tuyo a la potestad organizada en el orden social. No hay desde lo máximo hasta lo mínimo una sola criatura que no sea ministro y vicario tuyo. Unas te sirven de rigor de tu justicia, O en la venganza; otras en tus gracias y misericordias. Unas alternativamente despachan el ministerio de los premios y el de los castigos; otras son al parecer indiferentes. De la vicaría de unas os servís invisiblemente, y otras a los ojos de todo el mundo. De esta interminable latitud de ministros, y vicarios me acercaré a los del orden social, preguntando ¿qué mejor vicaría, o ministerio puede haber para ti sobre la tierra, que el de los hombres reunidos en sociedad? Cada uno de ellos en su estado solitario como hechura vuestra, se emplea en servicio vuestro, y no merece¬rá este empleo, cuando se haya unido a otros muchos individuos de su especie. Conque, ¿en este estado de unión habéis de abandonar el ministerio de la fuerza unida, y preferir el de una sola persona, la más inepta muchas veces? ¿Qué?, ¿es este negocio de sociedades corno el de la fundación de tu Iglesia, en que, para que no se creyese obra del poder, y sabiduría de los hombres, os servisteis del ministerio de personas imbéciles, ignorantes y pobres? Tendríais que hacer frecuentemente milagros, desdeñándoos de la suma de poder que resulta del conjunto de tantas imágenes vuestras asociadas entre sí, si os contentaseis con la unidad del menos poderoso, o del más impotente. Pero milagros sin necesidad, milagros para efectos del orden natural y humano, sólo caben en la fantasía de los ilusos. A pesar de su ilusión, ellos miran que todos los milagros del poder fantástico que reside en su mollera, se obran por la fuerza unida del pueblo. Tal vez ellos mismos han visto desaparecer el fantasma, cuando les ha faltado la masa del poder nacional; y todavía perseveran en su ilusión: ¡tan profundas y fuertes son las raíces que ella echa, cuando se siembra por la mano del fanatismo religioso!
La antigüedad de este ministerio nacional se remonta al origen de las sociedades; pero en la opinión de los que le vinculan en las personas reales, es muy posterior al diluvio, y de la misma edad que el nombramiento de Nemrod, primer Rey conocido en la Escritura. Otros no reconocen tal ministerio sino desde la fecha de la carta de S. Pablo. Así lo entendí yo, cuando leí el primer folleto que salió en Madrid contra la soberanía del pueblo en el año de 1814. Su autor decía, que aunque atendida la filosofía de los Gentiles, no pudiese negársele semejante atribución, lo contrario debía sostenerse entre los profesores de la religión Católica, que enseñaba ser peculiar de los Reyes el poder y la fuerza. En prueba de ello alegaba el c. 6 del libro de la Sabiduría, y el 13 de la Carta del Apóstol a los Romanos, sin añadirles siquiera una razón de congruencia. Introduciendo semejante distinción entre la filosofía de los Gentiles, y la religión Católica, incurre necesariamente en un escollo ofensivo a sus dogmas. Es decir que los Católicos no reconocen en el hombre como en los filósofos Gentiles una imagen y semejanza vuestra, dotada de poder, y demás tributos que pudieron constituirla tal, en el estado de su creación. Si estaban reservadas para los Reyes, todas estas emanaciones de vuestro Ser infinito, los demás hombres no fueron una copia vuestra; quedaron todos reducidos a un vacío inmenso; menos eran que una mole informe y grosera rudis indigesta¬que molis, pues que a lo menos ésta por su volumen era un soberano de los cuerpos menos voluminosos. Dejemos en su delirio a estos visionarios, y confesemos que el ministerio mencionado por S. Pablo, es tan antiguo como la sociedad, está anexo a la potestad política, y es del mismo orden que ella. Desde el principio fueron declarados ministros y vicarios tuyos todos los seres creados. El hombre, como imagen y semejanza tuya, fue considerado entre los sublunares como el más digno de esta vicaría. Si al asociarse con sus semejantes, perdiese el carácter y dignidad de su ser, tolerable sería la fábula de! nuevo ministerio. Pero mejorando de condiciones en su estado social, siendo entonces más aptas para el servicio vuestro sus fuerzas combinadas, ¿no sería una estolidez remarcable el abandonarle entonces, excogitando un suplemento sobrenatural y milagroso, aborto propio de la era tenebrosa del feudalismo? Muy distante e! Apóstol de incurrir en ella, a ningún individuo adjudica esta vicaría; la hace recaer en su discurso sobre el poder colectivo de las naciones. Se abstiene de aplicarlas al dictado de príncipe, y la fija sobre el de la potestad. Importa mucho atender a esta circunstancia del texto. Su exhortación empieza con las potestades superiores. Sigue luego con la potestad en general, y con el orden establecido por ti. A continuación pronuncia el nombre de príncipe, diciendo: nam principes non sunt timori boni operis. Y cuando parecía coherente el atribuirles también el ministerio que enseguida refiere, no observa esta secuela; interrumpe las atribuciones de los príncipes; los deja, y vuelve a invocar la potestad para fijar sobre ella el ministerio, diciendo: ¿vis autem non timere potestatem? "¿Pero quieres no temer la potestad?" Obra bien y serás alabado de ella: porque ella es ministro de Dios para tu bien. Dei enim minister est tibi in bonum. No puede ser más patente el cuidado con que escribía S. Pablo para no aplicar a los príncipes esta vicaría, para adjudicarla preferentemente a la potestad: pues aunque usaba de estos términos como sinónimos igualmente que de aquellos otros "ordenación divina", "potestades superiores"; prefería no obstante el de potestad para el ministerio, por ser esta voz en el concepto común, más expresiva de la soberanía nacional que la dicción príncipes. No habiéndose elevado S. Pedro a buscar en ti la fuente primitiva del poder humano, tampoco tuvo para qué reproducir la memoria de un ministerio tan obvio, y tan frecuentado por hombres coligados en sociedad con sus propias hechuras.
Por la identidad de su objeto se demuestra igualmente la identidad y antigüedad de este ministerio. Asegurar su bienestar, precaverse de todo lo contrario, es la mira con que el hombre se asocia, y mete en un fondo común su poder individual. Reunido este poder en favor de la comunidad, es el que la pone a cubierto de los insultos y violencias, es el que las resiste, y toma venganza de ellas. Véase aquí el mismo empleo que le da el Apóstol a su vicaria en el orden político. A este fin se arma la potestad pública. "Non enim sine causa gladium portat". "No lleva en vano la espada". La de un solo individuo, por forzado que sea, no es capaz de reprimir el ímpetu de una partida numerosa y bien armada. Necesita del auxilio y cooperación de otras espadas manejadas diestramente por otra multitud de brazos fuertes. Sin ellos el éxito de sus empresas sería igual al de las aventuras del Quijote. Otro tal como éste seria cualquier persona que, imbuida de los romances del nuevo ministerio, no contase con la fuerza y poder del pueblo, menospreciando el proverbio de Salomón, que no en vicarías y ministerios quiméricos, sino "in multitudine populi, aut in paucitate plebis", hace consistir el poder o la impotencia, el honor o la deshonra del monarca. Yo tan fecundo en alegadas para con las dos espadas del Evangelio, pretendía que la del texto apostólico fuese una espada de privilegio individual y fabricada en el cielo, en la misma oficina del poder imaginario de los monarcas absolutos. Mas ahora debo confesar que quien quisiese hacer ostentación de otro ministerio, independiente del popular y ordinario, está obligado a probarlo, como lo han verificado cuantos le han obtenido de vos, para empresas superiores al poder humano. Jamás quisisteis, que sin pruebas fuese ninguna persona tenida y reputada por especial poder habiente vuestro, aunque su conducta no fuese viciosa y tiránica. Conocida era en Egipto la de Moisés antes de su legación. Ya había exhibido documentos de su amor a la libertad, de su odio a la tiranía, matando al subalterno de Faraón, que maltrataba al Hebreo. Con todo eso, cuando tratáis de hacerle plenipotenciario vuestro para conducir a sus compartiotas, y librarlos de la opresión de aquel Rey, os pide cre¬denciales para la prueba de su comisión. Para con ellos era suficiente decirles, llevaba despachos del Ser supremo: "Sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos". Pero con respecto a Faraón y los suyos, eran insuficientes estas letras. Era indispensable acreditarlas por medio de acciones portentosas. La Empresa era tan ardua por el poder de los egipcios, y la impotencia de los oprimidos, que ni estos mismos quizá, le hubieran seguido sin una prueba extraordinaria. Anunciado estaba el Mesías en la ley de los profetas; y para ser considerado como ministro y vicario suyo, se vio obligado a presentar sus credenciales con tantos prodigios, que en sentir de un Evangelista, no cabrían en el mundo los tomos de ellos si hubiesen de escribirse. A pesar de todo esto, quieren ser más privilegiados que Jesús los ungidos y vicarios de nuevo cuño. A fuerza de tormentos y de fraudes exigen de sus miserables pueblos que se les crea en posesión de una soberanía ultra popular, y divina, para efectos contrarios a las miras semejantes a la conducta de Moisés y de Jesús. Yo no encuentro en los tiempos anteriores a esta reparación ningunas comisiones especiales tuyas, para subyugar a tu pueblo, o reducirle a servidumbre. Su libertad y su bienestar era e! blanco de todas las que aparecen en la Escritura. Si por sus culpas había de ser privado de la práctica de sus derechos, no es un Moisés e! enviado para ejecutar esta privación. De ella son ejecutores los ministros y vicarios de Satanás, en consecuencia de los decretos permisivos de tu indignación. Cuando era llegado el tiempo de libertarle, y restituirle al ejercicio de su soberanía, es que se habilitan por vuestra voluntad positiva, los Moisés, sus libertadores. Es menester efectuar una redención superior al poder humano, al de todas las naciones juntas, y al de todo lo criado: vuestro mismo hijo es el comisionado: él es quien restablece los derechos usurpados por la culpa original, y el poder de los infiernos.
De la misma carta de! Apóstol por una consecuencia necesaria de los principios de! bien, y del mal, se deduce el ministerio del demonio. Si el que obra bien, si e! que sirve de terror a la maldad, y de honor a la virtud, es ministro tuyo: no puede serio sino de! infierno cualquiera que llegare a hacerse del azote de lo buenos, e! amparo de los malos, la apología del vicio, el vilipendio de la probidad. El ministerio de la iniquidad y de la infamia, no puede despachar a nombre de Dios que las detesta, y que erige solamente ministerios de Gracia y Justicia, para honra y provecho de su imagen y semejanza. Por la misma razón se infiere, que cuando el poder nacional, faltando a los deberes de su instituto, se ha empleado en obras infernales, no ha ejercido el ministerio tuyo, sino el de Satanás. Cuando por el contrario la soberanía del pueblo ha esgrimido en obsequio de los derechos del hombre, la espada de la justicia, y la del orden militar, no puede dudarse haya actuado como vicario y ministro tuyo en la esfera ordinaria de tu Providencia. Si por la mano de hombres has querido ejecutar decretos de otra línea, han sido concomitantes sus despachos para que nadie dudase de su diputación. A este departamento pertenece la vicaria espiritual de! reino de los cielos, anunciada por el oráculo de la Revelación. Para los maravillosos efectos de este nuevo orden de cosas no había capacidad en los pueblos. Toda la economía del poder de la Grecia, está fuera del alcance de la soberanía convencional de ellos. Fue pues de consiguiente necesario que obrase tu Omnipotencia extraordinaria, estableciendo este ministerio espiritual. Pero el hombre, que por satisfacer a sus pasiones, ha abusado en todos tiempos de lo más sagrado, llevó también el abuso a este nuevo establecimiento, erigiendo en su fantasía sobre este molde, otra nueva vicaría en lo político, no para beneficio de la sociedad, sino para ruina y usurpación de sus derechos. En otro tiempo fueron engañados los pueblos con la ficción de unos monarcas semidioses, nacidos según la fábula del tráfico de sus madres con sus Dioses. Ya no puede subsistir esta ilusión entre cristianos; los interesados en ella le subrogaron la del poder y ministerio, que impugnamos; y la experiencia tiene acreditadas las ventajas de la subrogación. No ha sido otra la raíz de la idolatría. Deidades meramente fantásticas, que jamás podían salir de los círculos imaginarios, se estimaban realmente existentes por el prestigio de la fantasía de un vulgo ignorante y crédulo. Por des preciable y rudo que fuese el ídolo, con quien las creían identificadas, recibía del populacho honores y adoraciones que a ti solo le son debidas. Poco menos es lo que se ha practicado entre Católicos con los nuevos idolillos del orden civil, erigidos sobre las invenciones del nuevo poder y ministerio. Si yo no estuviese persuadido de la sana intención con que escribía S. Pablo los rasgos políticos que estoy explicando; si no me constase que en nada contradicen la soberanía nacional, sostenida por S. Pedro en el c. 2 de su primera carra; debería haber cortado por el atajo, diciendo desde el principio, que se había equivocado en un punto de política, como Salomón en el sistema astronómico que siguió, cuando escribía el libro del Eclesiastés. Añadiría, que estando el príncipe de los Apóstoles concordante con la política del viejo Testamento, y con la de todos los pueblos libres, debía prevalecer sobre el dicho de S. Pablo en cuanto contrario al suyo. Pero no habiendo ni equivocación, ni discordancia, yo debo seguir el hilo de mis observaciones para afirmarme más en la concordancia de los dos, y refutar más el abuso que se está haciendo del c. 13 de la Carta a tos Romanos.

CAPITULO XXIX
El deber de conciencia que alega S. Pablo en el lugar citado

REPRODUCE EL deber de la sumisión, amonestando a los suyos, se sometiesen, no tan solamente por temor de la pena, sino por razón de conciencia. Nada veo en esta amonestación, que no sea tan antiguo como el hombre, y su sociedad. Describiendo yo el origen de esta Jiga, la unidad y concordia del soberano y del súbdito, he confesado el principio de esta obligación, que el mismo practicaba, cuando la ley de la carne se sujetaba a la ley de su espíritu. Entre tanto es menester advertir el abuso con que el despotismo maneja el nombre y nociones de la conciencia. Es la razón natural del hombre, la que debe presidir en el consistorio de sus pasiones. Ella es el soberano, a quien los apetitos como súbditos deben obedecer. Contemplando el hombre por aquella parte, es un soberano, y por la otra un subalterno. Lo que en él se llama conciencia, no es otra cosa que el convencimiento interno, que le resulta cuando a la luz de su entendimiento concibe la idea del bien y del mal, distingue lo verdadero de lo falso, desde luego se inclina a seguir lo uno, y a huir de su contrario. Combinada su razón en los pactos sociales, por la voluntad general, adquiere el carácter y nombre de ley. Convencidos los contratantes de que ella es el producto más ventajoso de rodas sus reflexiones, sienten dentro de sí mismos un suave y delicioso impulso, que los somete a ella, con una sumisión que nada tiene de servil y degradante, con una obediencia no ciega, sino racional e ilustrada, como la que para ti exigía el mismo Apóstol en la propia carta: "rationabile obsequium vestrum" (Rom. 12) obediencia espontánea y dulce: obediencia activa y productiva de los frutos preciosos de la sociedad. De este convencimiento interior, nace la propensión obediencial a sus compañeros los encargados de la ejecución de la ley. Llevados éstos de igual impulso, la obsequian con una obediencia activa, ejecutándola y haciéndola ejecutar. A este impulso invisible que procede de la interna convicción de la bondad, y rectitud de la ley, corresponde el titulo de conciencia, cuyos deberes subsistirán, mientras permanezca el influjo de la causa que los produce, mientras existiere la bondad y rectitud de la ley, o del precepto ejecutivo de ella.
Cesarán los deberes de esa conciencia, y se sucederán los tributos de la flaqueza, del error, o de la pusilanimidad, cuando hubiere cesado la justicia de la misma ley o de sus mandatos; cuando los ejecutores se aparten del sendero, que ella misma les prescribía; y erigiéndose en legisladores, hagan pasar por leyes sus antojos y caprichos. Estos eran los preponderantes en la época de los Apóstoles, reinando los Calígulas, los Claudias, y Nerones. La conciencia detestaba sus mandamientos imperiales, vacíos de bondad y rectitud. El terror y la imbecilidad eran únicos exactores de una obediencia forzada. Para este caso y sus semejantes había dicho Jesucristo a los suyos, no temiesen a quien sólo podía quitar la vida del cuerpo. Ya los mismos Apóstoles, resistiendo los injustos preceptos de las autoridades de Jerusalén, habían protestado obedecer primero a Dios, que a los hombres. Pero los que carecían de valor y fortaleza para hacer frente a unas órdenes inicuas, sucumbían a las violencias del tirano, por temor del castigo, no por el deber de la conciencia. Ella tenía el derecho de resistir; mas le faltaban auxilios para llevarlo a ejecución. No se infiere aquí que el temor de la pena, y el deber de conciencia sean incompatibles; pero cuando concurran, tendrán mucho de servil las acciones, y muy poco darán a quien, en la observancia de las leyes, se deja más bien conducir del miedo del castigo, que del amor a la bondad, y rectitud de ellas. Superfluas sedan las penas, si jamás decayese este amor, como lo fueron al parecer entre los Romanos, durante el dulce imperio de sus virtudes morales. Su decidida inclinación al ejercicio de ellas era el móvil de sus pensamientos, de sus obras, y discursos. Malquisto siempre el crimen con las sublimes ideas del pundonor, y gloria nacional que inflamaban sus pechos, cada Romano conservaba ilesos los caracteres de aquella ley que tú mismo has grabado en las entrañas del hombre. Cada ciudadano era una ley viva, un modelo de virtudes sociales. Para una gente de tanto honor y vergüenza, ningún castigo más sensible que el de la opinión pública, que el de incurrir en vicios, cuya fealdad era irreconciliable con la hermosura de la virtud. En los remordimientos de su conciencia, experi¬mentaban una pena más aflictiva que cualquier otra del fuego externo de la ley. Parece que consideraba esto mismo el Apóstol, cuando refiriendo los efectos de la luz natural entre los Paganos, añade lo siguiente: "Ellos hacen ver lo que está escrito por la ley en sus corazones: pues que su conciencia les presta fiel testimonio, y sus pensamientos los acusan, o los defienden". (Rom. 2). A este castigo interior se dirige principalmente el temor recomendado en el c. 13 de la misma carta, como conciliable con el deber de conciencia, que no puede estar con el miedo servil de una pena injusta y arbitraria, fulminada por el tirano contra los transgresores de su mala voluntad; pero puede existir con el temor filial de un justo castigo, proporcionado a la malicia de los infractores de las santas leyes de la patria.
De un gobierno tal como el de Esparta y Roma, en los días de su mejor fortuna, era el precaver hasta las más remotas ocasiones del crimen, para que jamás llegase el doloroso caso de desenvainar la espada de la justicia. En los despóticos se preparan de intento lazos, para que nunca deje de obrar la seguridad del déspota, cuya máxima favorita suele ser "Oderint, dum metuant: como tiemblen, aunque aborrezcan". Non enim sine causa gladium portat. Pero esta espada no es de la persona que ejerce e! poder, sino de! pueblo: ella es inseparable de la soberanía nacional, y compañera de la otra espada con que se hace la guerra. En ambas estriba e! poder coactivo de la ley. De sus filos pretenden eximirse los tiranos cuando apoyados de la falsa doctrina de sus aduladores, ni aun quieren sujetarse al poder directivo de la ley. Inútil es buscar este poder en las suyas; faltándoles la bondad y rectitud, sin cuyos atributos no puede subsistir la obligación de conciencia. Pero a costa de artificios y falsedades gana siempre terreno la corte del tirano. Con negar absolutamente la tiranía, con no confesar jamás la iniquidad de sus decretos; sobre todo, con arrogarse exclusivamente la facultad de pronunciar acerca de la injusticia, o justicia de los hechos, quedan frustrados los mejores principios de moral, y política. A la sombra de este fraude, jamás hallan lugar en la práctica los más liberales escritos de la Filosofía. No faltan entre los cortesanos algunos filósofos teóricos, pero tan teóricos, que siempre quedan reducidas a teorías en semejantes gobiernos arbitrarios las nociones del bien, de la justicia y la verdad. Ya se ve que su misma arbitrariedad se gradúa de Derecho público de las naciones. Todo el mecanismo de la tiranía se llama administración paternal, y divina. Es de puro nombre el poder directivo de sus leyes: el que no es nominal, está fundado sobre la inherente rectitud y honestidad de ellas. A él solo es dado el imperio de la conciencia. La ley, que carece de esta bondad intrínseca, no tiene jurisdicción en el fuero interno, ni merece denominarse ley. El poder coercitivo de ella es una cosa extrínseca y contingente: es la fuerza física del pueblo, una parte de su soberanía, con que ha de sostenerse su existencia política, cuando no sea suficiente la fuerza moral. Armada y empleada conforme al instituto social, es utilísima y necesaria a los asociados; pero funesta, cuando se convierte contra sus derechos. No hay pueblo que no haya pasado muchas veces por esta alternativa, porque ninguno a su vez ha dejado de ser ya libre, ya esclavo, desde que Nemrod enseñó a sus semejantes el arte de convertir contra el hombre, las armas que éste había inventado para defenderse de las bestias fieras. Apenas había sido invadida la libertad por la tiranía, cuando vinieron en auxilio de los invasores la intriga, el dolo, y la ilusión. Nunca tuvo tanta parte auxiliar la Religión como en nuestros siglos. Aunque antiguamente se abusó de la ignorante credulidad de los pueblos, para que tuviesen por hijos de sus Dioses a muchos de sus reyes; nunca llegaron éstos a eximirse del poder coactivo de la ley, nunca fue fascinada hasta tal punto la multitud, que llegase a reputar como deber de conciencia el mantenerse en la servidumbre, y no aspirar jamás a la libertad. Pero substituida otra quimera a la filiación divina de aquellos monarcas, el hombre degeneró sobre manera. Infatuado con el veneno de otra falsa doctrina, se cree libre, cuando yace encadenado; feliz, cuando más infeliz; ilustrado cuando más ignorante: detesta la mano que se acerca a romper sus ligaduras, desafía a sus libertadores, y pregona reos de excomunión, y sacrilegio, a cuantos se defienden de las agresiones del poder arbitrario, a cuantos luchan por recobrar sus derechos usurpados.
No es ésta la conciencia de que habla el Apóstol, ni la tuvieron los pueblos libres de Israel, Esparta y Roma. No es éste el convencimiento interno de la rectitud y justicia de las leyes: no es el producto de aquella divina luz que ilumina a todos los hombres que aparecen en este mundo: no es obra de la razón, sino fruto de la preocupación. A esta con¬ciencia errónea, formada en el oscuro caos de la ignorancia, tributan los preocupados el homenaje debido a la conciencia ilustrada y recta. Sobre aquel hábito depravado, indignamente condecorado con el título de conciencia, sostiene su imperio la tiranía. Sobre él, forma las baterías destructoras de cuantos vasallos suyos dejan de habituarse a esta conciencia bastarda, y de ceder a sus perversas instigaciones. Desde ellas lanza el déspota sus tiros contra quien osare disipar con la antorcha luminosa de la Filosofía las tenebrosas sombras de su mando. No siendo ésta la conciencia a que alude el texto epistolar de S. Pablo, tampoco es ciega, ni oscura, la obediencia que recomendaba a sus neófitos. Lo probaremos, desarrollando la actividad de este deber.

CAPITULO XXX
Obediencia activa, y pasiva en contradicción con la obediencia ciega

UN SOMETIMIENTO tal, como éste, no es de una conciencia racional y cierta, que con impulso espontáneo se mueve a ejecutar todo aquello que en sí tiene bondad y rectitud. Obediencia ciega no puede ser sino el resultado de una conciencia ciega que sin discernir entre lo bueno y lo malo, ciegamente abraza cuanto se le propone. ¡Nada puede darse más repugnante a la naturaleza del hombre, y de la sociedad, en que ninguno entra para cerrar los ojos, sino para multiplicarlos en su asociación! Si antes de ella no eran suficientes los suyos para mirar por sus intereses, para evitar los riesgos y proveer a su seguridad; unidos los ojos de sus compañeros, sería completa la suficiencia de los suyos. Jamás fue susceptible el contrato social de un artículo por el cual se obligasen los contratantes a cerrar los ojos de su razón, o conciencia para no mirar sus más caros intereses. Sería torpe y nula semejante condición, aun coartada a cierto número de individuos que en virtud de ella hubiesen de comprometerse a no abrir sus ojos, a entregarse ciegamente a la dirección del partido, o de la persona que hubiese de quedar expedita en el uso de su vista. Yo confundía en otro tiempo a la obediencia ciega con la obediencia pasiva: y como ésta era admisible en gobiernos representa¬tivos, me parecía necesario que aquélla también lo fuese. Después supe que no es ciega la obediencia pasiva sino de una vista perspicaz; de consiguiente no debía confundirse con la otra, que no ve sino por el ojo de la tiranía. En una República todos obedecen, desde los primeros magistrados hasta el último ciudadano, no hay uno que no sea obediente a la expresión de la voluntad general, única ley del orden civil. Unos obedecen por activa y otros por pasiva. Son obedientes con una obediencia activa todos los funcionarios públicos, obrando y mandando según la ley, a quien se someten por el mismo hecho de encargarse de su cumplimiento, o de ceñirse a ella en su aplicación. El mismo pueblo obedece su propia voluntad general, cuando en las funciones correspondientes al primer grado de su soberanía convencional, procede arreglado a los dictámenes colectivos de su razón natural. Son obedientes sus representantes cuando ejerciendo a nombre suyo la facultad deliberativa, no se desvían un ápice de lo convenido en su Magna Carta.
Pasivamente obedecen a la expresión del voto general todos los demás individuos que la observan en los mandamientos del magistrado, en las proclamas, edictos, sentencias, autos y demás despachos del orden judicial, o diplomático. Pero no serán dignos de esta obediencia pasiva, si no estuviesen ajustados a la Constitución y leyes. ¿Y cómo se echará de ver esto, si han de cerrarse los ojos para no examinarlos? ¿Cómo podrán confrontarse con la voluntad general, si está ciego el entendimiento que ha de hacer el examen y comparación? Aun antes de venir este careo y confrontación intelectual, obligado está el súbdito de la ley a abrir los ojos para ver si el mandato procede de una autoridad emanada del pueblo o de algún usurpador, o intruso que no deba ser obedecido, aunque no sean notoriamente injustos sus decretos. ¿Podrá actuarse de todo esto un ciudadano sin vista o sin el auxilio de otros más perspicaces? Una obediencia ciega, una obediencia obscura, bien presto abriría el camino a la tiranía, y destruiría la libertad. Permaneciendo ciegos en sus derechos y deberes todos los pueblos, la esclavitud sería universal, el género humano estaría más degradado y menguado; no se leerían en la historia sagrada tantos hechos heroicos por la libertad contra el poder arbitrario y la usurpación: las cinco ciudades conquistadas por Codorlahomor, se habrían sublevado contra este monarca, si su obediencia hubiese sido ciega. Abiertos los ojos para mirar la dignidad de su anterior estado, y compararla con su actual situación, no se creyeron obligados en conciencia a obedecer las ordenanzas de su conquistador, le negaron la obediencia ciega que les exigía y se consideraron autorizados para resistirle. Sin el mérito que les daba esta resistencia, parto de la claridad de sus ojos y de su conciencia, no hubieran tenido el apoyo de un santo Patriarca y de otros pastores excitados por él.
Moisés sabía muy bien cuál era la obediencia que exigía de sus compatriotas, el Rey Faraón, cuando los oprimía en los más duros trabajos de su reino. Ciegamente obedecían al opresor sus satélites, cuando ejecutaban sus ordenes opresivas. En este caso se hallaba el que maltrataba al Hebreo del c. 2 del Exodo. Sin embargo de lo cual, Moisés que advierte casualmente este maltratamiento le da muerte al mandatario de Faraón en el mismo acto en que estaba cumpliendo su Real voluntad. El agresor de este Egipcio cometió en sentir de los tiranos un homicidio calificado con el reato de lesa majestad. En la opinión del Rey y de los suyos, era Moisés un reo de estado, y como tal fue buscado para quitarle la libertad y la vida, que hubiera perdido, si no huye, y se refugia entre los Madianitas. Aquí no procedía Moisés en defensa pro¬pia, ni vindicaba sus derechos personales; pero era miembro de la na¬ción a quien pertenecía el individuo maltratado; y como tal desempeñó en esta ocasión los deberes del pacto social, muy superiores a las relaciones que tenía con la casa de Faraón por los beneficios que en ella había recibido: deberes fundados sobre la ley natural, que nos obliga a librar de su angustia y peligro a los que son llevados a morir o padecer injustamente; obligación sagrada y urgente, aunque no se hubiese escrito por David y Salomón en los salmos y proverbios. (Psal. 81 et Prov. 24). ¿Y es posible que los patronos de la obediencia ciega quieran de tal suerte cegar a S. Pablo, que fuese capaz de escribir contra estos principios invariables de la naturaleza y sociedad? Y si la angustia y peligro de una sola persona exigen el cumplimiento de este deber, ¿cuál será la exigencia en el caso de la multitud oprimida y maltratada? En otro tiempo apelaba yo a mis inspiraciones y privilegios; y tal vez añadiría que el ser extranjeros y de otro culto, los monarcas, contra quienes obraron Moisés y Abraham en sus respectivos casos, los eximía del reato y justificaba su conducta. Es incontestable la nulidad de mi primer recurso. Veremos cuántas cosas tiene contra si el segundo.
Indistintamente nos impone la naturaleza el deber alegado en favor de los angustiados y oprimidos injustamente. Esta es la única circunstancia atendible. Como sea injusto el peligro y la persecución, a nadie exceptúa el precepto natural. Cualquiera que sea el opresor tiene que pasar por los amargos trámites de esta Ley. No hay acepción de perso¬nas en el juicio de este legislador imparcial. ¿Pero cómo podrá tener cabida la nueva distinción del culto y de extranjería, cuando las palabras de Salomón y S. Pablo, que resuenan en la boca de los contrarios, recaen indistintamente sobre todos los príncipes y Reyes de la tierra? Cuando se escribía el c 6 de libro de la Sabiduría, no había otros monarcas profesores del verdadero culto que los Hebreos; los demás eran idólatras. Cuando escribía el Apóstol todos eran gentiles; ninguno había aún en el gremio de la Iglesia, ni aun siquiera en el número de los catecúmenos. Así es como resaltan las inconsecuencias y contradicciones, cuando nos convertimos contra los principios de la sana política. Réstanos ahora saber, ¿por qué vos, Señor, habíais de entregar a vuestros resentimientos y venganzas un Rey extranjero, y querer que sufriésemos del doméstico todo linaje de iniquidad? En la guerra, cualquier soldado se halla autori¬zado para quitar la libertad o la vida del monarca del partido contrario, aun cuando sea justa la agresión o defensa de éste. ¡Y la nación a que pertenece este soldado ha de aguantar de rodillas el azote que indignamente descargue sobre ella el Rey que de ella ha recibido cuanto tiene en el orden civil! Si necesitase de alguna prueba lo que acabo de decir, un militar como Eleazar en la guerra de los Macabeos bastada para el caso. Empeñado en acabar con el monarca enemigo, contra quien se habían ellos sublevado, se introdujo por las filas enemigas en lo más arriesgado del combate, matando a diestro y siniestro y buscando ansiosamente la Real persona de Antíoco para quitarle la vida. Se metió debajo del elefante que le pareció ser el del Rey, para asegurar mejor el golpe. Murió la bestia penetrada del acero Hebreo. Murió igualmente oprimido y quebrantado con el peso de ella este valiente guerrero que es uno de los enumerados en la genealogía de Jesucristo, y aplaudido en el c. 6 del libro primero de los Macabeos. Contra una potencia que sin perjuicio de la libertad nacional de su vecina, la ofende en algún punto de relaciones puramente exteriores, ha de ser lícito mover las armas y privarla de su independencia. ¿Y no ha de ser permitido a ninguna de ellas armarse contra su mismo Rey, cuando en una guerra intestina y sorda, cuando con toda la masa de su poder arbitrario está hollando los derechos de los suyos y de su propia gente? La infracción de un tratado aunque sea de poca monta, presta derecho a la otra parte para exigir satisfacción a la infractora. ¿Y esto mismo se ha de negar a un pueblo cuyo principio rompe sus pactos constitucionales, quedando por el mismo hecho fuera de la ley, y sin más reliquias de su anterior estado, que el mero sonido de la dignidad que ha perdido?
¿Será más criminal el extraño que me hurta clandestinamente un tesoro, que el amigo y pariente, que abusando de la confianza de un depósito lo disipa, o lo convierte en su propia sustancia con gravísimo detrimento mío? Sustrayendo furtivamente un extranjero parte de los fondos y ganancias de la compañía de otro, ¿será más delincuente que el mismo compañero que estando encargado de la administración de ella, se alza con los capitales y lucros, o se empeña en distribuir leoninamente sus ganancias? ¿Mentiría el Apóstol cuando dijo que quien no cuidaba de los suyos, había renunciado a la fe, y era peor que el infiel? (1 Timo/h. 5). Si es pues peor que el gentil un magistrado político que no cuida de los suyos, ¿por qué mejorarle con la impunidad de sus descuidos y rapacidades?, ¿por qué no arrancaremos de sus manos las víctimas de su despotismo? ¿Por qué tolerarle por más tiempo el sacrificio de una gran familia, que no es propiedad suya, ni puede serlo? Librar de su angustia y peligro a los que son llevados injustamente a morir; salvar a los que indignamente padecen: es la ley que debe prevalecer contra todas las invenciones y abusos de la tiranía. Y si por una consecuencia de esta ley, somos obligados a sacar de su angustia y peligro al jumento ajeno, aunque sea sábado, por amor de nuestros prójimos; con razón más poderosa debemos hacerlo con éstos cuando se hallen en igual conflicto, abandonando para ello toda obediencia ciega, toda doctrina oscura que impida el cumplimiento de este deber natural y divino. Pero si por la extranjería de Codorlahomor, Faraón, y otros, no bastasen los ejemplos alegados contra la obediencia ciega, buscaremos otros que no claudiquen por este capítulo.

CAPITULO XXXI
Insurrección de David contra Saúl, exclusiva de la obediencia ciega

DAVID, PERSEGUIDO injustamente por su suegro, se arma contra él. Levanta una pequeña división de 400 hombres, compuesta de sus amigos y parientes, de deudores insolventes, quebrados y acosados de la fortuna. Huyó con ellos a Moab, pero condescendiendo con el profeta Gad, volvió a su tierra, admitiendo, armando y manteniendo a cuantos acudían a su partido. De esta manera contaba ya con 600 combatientes. Hecho príncipe de ellos, según la expresión del c. 22, lib. 1 de Samuel, batió a los Filisteos en defensa de la ciudad de Ceila, sin consentimiento de Saúl. Entonces más empeñado éste en su persecución, protestaba que, aunque se metiese debajo de la tierra, la escudriñaría y le extraería de su seno. Casi rodeado David de las tropas de su perseguidor, estaba ya para caer en sus manos; pero llamado Saúl por el aviso de una invasión repentina de los Filisteos, volvió contra ellos las armas que tenía preparadas contra su yerno. Desembarazado de esta ocurrencia, insistió en su persecución. Sobrado tiempo tuvo David para ponerse otra vez fuera del alcance de su enemigo; mas anteponiendo el quedarse dentro y os rentar intrepidez y generosidad, con el fin de ganar la conversión de su suegro, le tuvo dos veces a su arbitrio, y le perdonó la vida, por más que sus compañeros le instaban por la venganza. La misma ley que le daba el derecho de insurrección le habilitaba para hacer con su perseguidor, lo mismo que éste procuraba hacer con él; pero ni en la cueva de Engaddi, ni en el campamento de Gaba Hachila estaba obligado a usar del derecho que tenia. Por lo que, mediando por otra parte, razones para el indulto, fue un rasgo muy digno de su corazón el abstenerse de la venganza; mientras pudiese esperarse la enmienda. Para quien en certamen singular había vencido cara a cara al más formidable enemigo de su patria, no era decoroso vengarse de su perseguidor cuando se hallaba dormido en su rienda, cuando ni aun podía ver la mano que le hería. Padre político del perseguido, monarca todavía sostenido por la mayoría del pueblo, guerrero famoso y vencedor no pocas veces de sus enemigos exteriores: con consideraciones de mucho peso en un varón como David, que hasta entonces había podido evadir las maquinaciones de su rival Pero si viniese el caso de Moisés con el Ayudante de Faraón, no podría desentenderse de la ley que le obligó a vengar el maltratamiento del Hebreo.
Es de presumir que David en su insurrección se propusiese también librar a su país de la tiranía de Saúl, sin privarle de su existencia, siempre que no se aventurase la seguridad de! Estado. Este es un deber social, cuya práctica incumbe a todos aquellos miembros de la sociedad, que están dotados de lo necesario para llevarle a efecto. Cuando el Angélico Doctor trata de esta obligación, cita de la Escritura el ejemplo de Aod, que de una puñalada mató al Rey de los Moabitas por salvar a las tribus de su dominación. David, poseía el talento y la fortaleza correspondiente a la empresa. Ella es de tal modo obligatoria para los hombres sobresalientes de estas cualidades, que no les excusa el riesgo de su propia vida. Saúl conforme a la costumbre de los déspotas, miraba en la persona de aquel ilustre insurgente un reo de lesa majestad y le trataba como tal. Era en su concepto un rebelde: lo eran igualmente todos los que le auxiliaban en su resistencia Ignorante de ella un sacerdote le admitió en su casa, le dio de comer y le restituyó la espada que el mismo David le había quitado a Goliat. Sin embargo, de la buena fe con que obró aquel ministro, fue castigado por Saúl, como reo de estado; lo fueron también casi todos los demás que habitaban con él en Nobe. (1 Reg. 22). Parecía que esta iniquidad despertaría de su letargo a los oprimidos y aumentaría las tropas de David. Pero tal era la apatía, el miedo o la prevención por el tirano que el número de ellas no pasó de 600. A pesar de esto, no aparecen más que dos individuos tildados expresamente de criminal a David en su insurrección: el Idumeo Doeg, y el bebedor Naval Carmelo, concordantes con la opinión de! perseguidor. Agrava a mi ver esta circunstancia el cargo de indolencia resultante contra los que no pensaban como ellos. A sabiendas de la inocencia de! perseguido, eran más responsables los indolentes de la observancia del precepto de salvar de su angustia y peligro, a los que padecen injustamente: eran más inexcusables en omitir la imitación de Abraham, Moisés y Aod. ¿Esperarían quizá e! fallecimiento del déspota para adherirse a David? En tal evento cesaba ya el deber que reclamaban las circunstancias actuales: superfluo era el influjo de los ejemplos alegados. ¿Aguardarían tal vez que el perseguido, atropellando los respetos que le contenían fuese el tiranicida?, ¿o que su inocencia fuese previamente declarada por la boca del tirano o de sus conformistas? Yo no lo sé, pero a mi ver, no era indispensable el tiranicidio. Removerle del mandato y conservarle la vida por la vía del indulto proporcionado a sus victorias, parecía más decente y equitativo. David no debía ya prometerse enmienda de su adversario, cuando dos veces le había faltado a lo prometido. ¿Qué le restaba pues en tal estado de cosas? ¿Qué podía esperar de un pueblo que por indiferencia o temor no le protege y deja pasar sin cumplimiento los deberes de su institución?
Tomó el partido que ella misma dictaba. Emigró con su familia y su gente armada a un país extranjero; cuyo monarca le recibió benignamente, le favoreció con liberalidad, y le estimó en tanto grado, que llegó a ser el hombre de su mayor confianza. Vivía David en sus domi¬nios como un príncipe confederado. El salir a campaña con su bienhe¡chor en calidad de auxiliar, fue una de las cláusulas de su reconocimiento y gratitud. En consecuencia de este tratado se puso a retaguardia del ejército de los Filisteos con sus pequeñas tropas en la guerra que hicieron éstos a las tribus en los últimos años del reinado de Saúl. Desconfiaron desde luego de su fidelidad los capitanes o próceres de aquella nación; y fue preciso retirarse sin réplica. El Rey Aquis, aunque bien seguro de la buena fe de su aliado, tuvo que ceder a la repugnancia de ellos, y consentir en que David con su gente volviese a la ciudad, con que él mismo le había marcado el agasajo de la hospitalidad que halló en su emigración. (1 Reg. 29). Mas ¿cómo es que pudo este emigrado ligarse de esta manera con los enemigos de su patria? Mis antiguas preocupaciones me decían que David era un antipatriota, o un receptáculo de muchas inspiraciones o privilegios celestiales, para quedar purgado de aquella nota. A vuestros altos e incomprensibles juicios, me remitía yo en la suma ignorancia de las leyes sociales, y del genuino significado de la voz patria. Pero cualquiera que tenga una mediana tintura de estos principios, halla irreprensible la conducta de aquel insurgente en el caso de la cuestión.
Si David dirigiese sus armas contra los inocentes: si ellas no tuviesen por único blanco la persona de su perseguidor y cómplice; no carecería de culpa. Son bien conocidas las intenciones de este perseguido; a nadie se le esconde el discernimiento con que procedía en su insurrección. Sin un golpe de piedra, sin un corte de acero, sin disparar un dardo, ha vencido dos veces a su perseguidor. A costa de su intrepidez y generosidad obtuvo estas victorias. Yo no tengo motivo para creer que hubiese variado de conducta al lado de su amigo Aquis. Al contrario, pienso que si le hubiese acompañado en la guerra de que estamos hablando, hubiera vencido a Saúl de la misma manera. Quizás se habría terminado la campaña sin una gota de sangre. Por la confianza de él hacia este Rey en los negocios más graves, es muy probable que fuese suya la dirección del ejército contra Saúl, si hubieran marchado juntos. Alentados más sus bríos con la fuerza confederada, su ingenio y su arrojo serían más fecundos en estratagemas, y aventuras con que triunfar de su enemigo sin efusión de sangre. He aquí el resumen de la federación de David con el Rey Aquis contra Saúl y su gente.
Pensar por otra parte, que haya de subsistir el contrato social, cesando el fin con que fue otorgado, es un imposible moral y político. Defraudado el socio en su capital y ganancias por la insensibilidad, o abatimiento de los demás compañeros, ¿qué razón podrá obligarle a permanecer en semejante sociedad? Si con menos causa puedo yo separarme de una compañía de fondos muy inferiores, ¿cómo no podré re¬nunciar a la de nuestro caso, cuando en ella nada gano, y estoy perdiendo, por la ambición y codicia de los administradores, unos capitales de la mayor importancia? Nuevo golpe de tiranía sería apremiarme a continuar en un gremio, en donde ya no son protegidos, sino atacados mis más caros intereses. Sometimiento sin patrocinio es una monstruosidad. Desde que falta la protección, ya no puede subsistir aquel deber, contraído con esta precisa circunstancia. Lo contrario fue reducido a sistema en los siglos del feudalismo. Degradado el hombre para ser la propiedad de cierro número de semejantes, llegó también a recibir y venerar como derechos inviolables y sagrados las bárbaras ordenanzas feudales. Quitar al hombre hasta la esperanza de ser libre, era uno de sus degradantes artículos. De tal manera fue vinculada al suelo natalicio esta nueva servidumbre personal, que por más que se alejase de él quien tuvo la desgracia de nacer feudal, no podía dejar de ser siervo del señor del feudo, no podía armarse contra él, ni dejar de reconocer el vasallaje natal. Sea enhorabuena acreedor al nombre de patria, el territorio en donde nacemos de personas domiciliadas en él; peto séalo, mientras la mayoría de sus habitantes, o su administrador civil, no conspirase contra nuestra libertad, y bienestar o mientras que nos resten fundamentos para esperar que dejarán de ser en breve tiempo instrumentos de la tiranía. En donde el hombre halla expeditos sus derechos, allí es que debe contemplar su verdadera patria. Por el solo hecho de nacer, nosotros no podemos reconocer otra patria que el mundo entero, destinado para el nacimiento y habitación de rodas. Por varias y multiplicadas que sean las divisiones de esta patria común, por diferentes que sean sus cultos, sus costumbres, sus usos y gobiernos, nosotros no debemos considerar más que una sola familia, una sola república en la superficie de este globo. Cualesquiera que sean los estatutos, con que el hombre ha querido marcar el repartimiento de la tierra, y diversificar las porciones respectivas de sus moradores; han quedado ilesas las relaciones naturales que los unen entre sí, como descendientes de un padre común, y dotados de igual número de atribuciones participadas del Ser Supremo. A cualquier distancia que se hallen estos hermanos; sea cual fuere su lenguaje; titúlense como quieran las partidas y puntos de reunión: son indisolubles sus vínculos fraternales: ellos subsisten en todas partes por el ministerio de la naturaleza; y son nulas todas las convenciones que contra ellos se hagan, bien sea por uno o por muchos individuos, juntos o dispersos en decenas, centenares, o millones.
A pesar de la estabilidad, y trascendencia de estas relaciones, lícito es quitar la vida al injusto agresor, rechazar la fuerza con la fuerza, salvar con ella a los que se hallan en angustia y peligro indebidos. No es un patricida el que usa de este derecho, ni nuestra patria universal se resiente por el ejercicio de esta facultad natural. ¿Cómo pues acusar de traición a quien se vale de igual derecho contra una multitud de agresores injustos y cómplices activos, o pasivos de su agresión? ¿Es acaso inventado el nombre de patria que rodas éstos llevan, para que les sirva de escudo en sus delincuencias? Con tal que no sean comprendidos en la repulsa y venganza de los inocentes, todo lo demás está expuesto al rigor de la excepción, que padece la regla general de nuestra fraternidad. El mismo derecho que yo tengo para defenderme de la injusta invasión de uno, me asiste contra la de dos, tres, cuatro o más desalmados, que conspiran contra mí. Mucho más grave sería la ofensa, y mucho más urgente mi derecho defensivo, si todos pertenecemos a una misma familia, corporación, o patria, o si es re nombre lo lleva roda partida de invasores, que me acomete. Si a los vínculos naturales de nuestra gran patria, hemos añadido otros de convención social, que nos reduce a orro género de patria menos lato, y extenso, que podemos denominar patria artificial, o ficticia: claro está que la ofensa envuelve otra circunstancia agravante por la infracción de los nuevos pactos humanos, con que habíamos estrechado más los brazos de la patria común de todos los hombres. Si a cada uno en su estado de separación, le ha intimado la Naturaleza el no hacer con otro lo que él no quiere que se haga con él, ¿dejaría por ventura de obligarle este precepto natural en su estado de asociado? Si cuando yo estoy solo, la ley me prohíbe matar a mis semejantes, o quitarles lo suyo; la misma prohibición subsiste, cuando me acompaño de otros individuos de mi especie, aunque sean tantos cuantos basten a tributarle a esta compañía el dictado de patria. Al caso pues de David.
Este Hebreo se hallaba en el de renunciar a la sociedad, que no le protegía, pero no usó de este derecho en toda su extensión. Expedito estaba por su parte para separarse in perpetuum de la comunidad de Israel Ella le era deudora de servicios, que al mismo paso que hacían más reprensible su mala correspondencia, formaba nuevo vínculo, que el solo acreedor podía disolver. Los Israelitas le debían su independencia y libertad, que hubieran perdido en los días de Goliat, si David no lo hubiese vencido en combate singular Ellos no podían prescindir de esta deuda, mientras no fuese adecuadamente recompensada, o mientras no fuesen absueltos de ella por el mismo acreedor. A éste en la unción profética le fue revelado el futuro destino que le esperaba en la carreta civil. No era ya un secreto esta revelación. Su amigo Jonatás en los primeros pasos de su persecución lo animaba, diciéndole: "No temas: mi padre Saúl no te sorprenderá: tú reinarás en Israel, y yo te favoreceré". (1 Reg. 23). La mujer de Naval le había dado tratamiento real, cuando imploraba el perdón de la injuria que había recibido de su mari¬do. No era pues regular que abandonase enteramente a su patria. Si contra una parte de ella se comprometía con el rey de los Filisteos; usaba de su derecho; correspondía las finezas de este amigo, a quien era deudor de la conservación de su vida y de casi toda la felicidad temporal de que gozaba en su territorio: dirigía sus armas contra un perseguidor obstinado, contra un enemigo declarado de su existencia, contra las tro¬pas que le auxiliaban en su depravado designio. No era su ánimo hostilizar a los inocentes, ni arruinar la existencia política de un pueblo, cuyo cetro había de empuñar. En suma, David estaba autorizado para obrar de esta manera contra Saúl, contra los agentes e instrumentos de su iniquidad; pero ninguno de ellos tenía derecho para tomar las armas contra él. Nunca es lícito extender la venganza a los que no han tenido parte en la ofensa. Por haber contravenido a esta máxima, es que se censura la conducta de los que a título de ingratitud se han armado contra su patria, o auxiliado a los enemigos de ella. En circunstancias tales como las de David, nadie puede ser censurado. Aun en los estados democráticos, nunca puede imputarse la injusticia de un decreto ingrato a las mujeres, y niños, ni a otras personas impedidas de votar en comicios populares, y de quienes no consta que hayan aprobado, o ratificado la ingratitud, o injusticia. Comprender pues a tantos inocentes en las iras vengadoras del agraviado, sería iniquidad. Cuando la injusticia es el producto de una facción, o de personas que abusan del poder contra la voluntad general de la patria; ésta exige, que el ofendido se arme, y se haga de auxilios para librarla de la iniquidad de los facciosos o del despotismo de su administración. Volviendo al proceder de David contra la obediencia ciega, me resta sólo añadir, que él mismo, en medio de su insurrección, reconocía todavía en su perseguidor el carácter de rey; y lo era de hecho, por la razón que tenemos alegada en otro lugar. Seguiremos con otros ejemplos el hilo de nuestra impugnación.

CAPITULO XXXII
El derecho de resistencia en otros casos de la escritura contra la obediencia ciega

NO CONTENTO Roboán con el grado de tiranía, que su padre había ejercido, aspiraba a su incremento, y exigía de las tribus una obediencia ciega. Pero la mayor parte de ellas, abriendo sus ojos, desobedecieron, se sublevaron contra él, y quedaron independientes de su mando. Igual obediencia exigía de un profeta el rey de Israel Ocosías cuando le interpelaba con mano armada para hacerle comparecer a su Real presencia. Elías no solamente desobedeció al llamamiento imperioso del monarca, mas también contrarrestó la fuerza con la fuerza. Tres partidas de tropa fueron sucesivamente destinadas a la conducción del profeta. Perecieron las dos primeras, devoradas del fuego, que este Hebreo hizo descender del cielo contra ellas, y contra los oficiales que las mandaban. Hubiera sido igualmente devorada por las llamas la tercera, si el comandante de ellas, en lugar de intimarle imperiosamente la Real voluntad de Ocosías, no se hubiese valido del ruego, y de la genuflexión para que Elías compareciese voluntariamente delante del Rey. (1 Reg. 1). Si se dijere, que por haber éste consultado en su enfermedad a Belcebú, fue lícito al profeta resistir tan atrozmente el mandamiento del monarca; yo preguntaré, ¿qué culpa tuvieron en la consulta los 102 militares de las primeras escoltas destacadas contra él? Si estaban todos ellos obligados a obedecer ciegamente a su rey, ¿por qué consumirlos con el fuego de la venganza de Elías? Y si tamaña inobediencia fue inspirada por vos, ¿podrá tildarse de injusta, cuando sois vos incapaz de la menor injusticia? Aprobar y mandar cosas inicuas es para vos imposible. Tus mandamientos y aprobaciones son evidentes signos de la bondad y justicia de los hechos. En la revelación, en vuestras obras, en la luz de la Razón, tenemos tres caminos seguros para el conocimiento de lo bueno y de lo malo, de lo verdadero y falso. Si tú no puedes hablar sino la verdad, tampoco puedes hacer, ni mandar sino lo que es justo y bueno. Siendo pues una emanación vuestra el astro de nuestra Razón, ella no puede menos que ser buena, y conforme a la verdad; ella sin preocupaciones, sin el siniestro informe de los sentidos, será el canal de la justicia y rectitud.
Ocosías hubiera tenido igual suerte, que su tropa y oficiales, si hubiese podido marchar al frente de ellos. Hubiera sido devorado por la incendiaria resistencia del profeta; a menos que, abandonando el imperioso tono de su voluntad, hubiese adoptado el suplicatorio, como lo hizo el capitán del último destacamento. En la destrucción de los anteriores milita contra los patronos de la obediencia ciega, un argumento concluyente de la temeridad de su defensa. Aquellos eran meros ejecutores del poder arbitrario. Como a tales, bajo el velo de la obediencia ciega, sus factores los eximen del reato de la iniquidad en la ejecución de Reales órdenes arbitrarias. Mas el proceder de Elías les reprueba su doctrina; y tienen que apelar al subterfugio de inspiraciones, y dispensas, con que ofenden tu bondad y rectitud inalterable. Insistan cuanto quieran en sus dispensaciones y privilegios, cuando vean al hombre viejo armado contra la tiranía extranjera y doméstica. Pero jamás olviden, que si fuesen admisibles tales recursos, más eficaces y copiosos deberían ser para el hombre nuevo, redimido a tanta costa, y mejorando en tercio y quinto. Privilegios y dispensaciones más abundantes deben tener los hijos de la Gracia, siempre que se armen y subleven contra el despotismo de sus reyes. De otra suene, sería más excelente el sistema de Moisés, que el del Mesías: las leyes de aquél serían leyes de mercedes, de dones y bendiciones; las leyes de éste, leyes de rigor, de sangre y fuego. Así lo testifica la práctica de los tiranos que se jactan de Católicos. Para ellos solos parece obrado el misterio de la exaltación de nuestra naturaleza; a ellos solos parece dirigida la palabra del Señor, cuando dijo: "sabed hombres, que en vosotros mismos, y dentro de vosotros está el reino de Dios". (Regnum Dei intra vos est. Luc. 17, 21). Pero se engañan. Y si en los ejemplos alegados, se halla desmentido el dogma de su obediencia ciega, con respecto a monarcas domésticos, y de igual culto; también lo veremos improbado en la Escritura del Nuevo Testamento con el proceder de Jesús y San Pedro.

CAPITULO XXXIII
Se continúa impugnando la obediencia ciega, y se alega el ejemplo de Jesús y de S. Pedro

INICUO y ANTISOCIAL fue el mandamiento de prisión despachado contra Jesús en la capital de Judea: nulo por defecto de culpa, pero acordado por las autoridades de! puedo judaico, y auxiliado por las armas de César que dominaba la Palestina como colonia Romana. Sin embargo, uno de los discípulos del supuesto reo hace resistencia a estas potestades, echa mano a las armas, y al primer golpe hiere gravemente a uno de los ejecutores del mandamiento. Su maestro contiene los progresos de esta resistencia, y desaprueba, no como atentado contra la pública autoridad, sino tan solamente como un obstáculo al cáliz de su pasión, y como un acto desconforme a la ley que prohíbe la efusión de sangre humana. (Gen. 9). He aquí los dos únicos fundamentos de la corrección magistral que detuvo el brazo armado del discípulo. Del primero hace uso el Evangelista S. Juan y del segundo S. Mateo. En el Evangelio de S. Marcos no hay represión alguna. S. Lucas dice, que alarmados los discípulos con la vista de la tropa, preguntaron a su maestro, si la batirían con sus armas. S. Pedro sin aguardar la respuesta, usó de su espada; cuyos progresos suspendió Jesús; y con una misma palabra reprimió el conato de los demás sin ninguna increpación. San Pedro en defensa de su maestro usó del mismo derecho que Moisés en defensa del Hebreo. Moisés no solamente derramó la sangre del Egipto; también le quitó la vida; y no es reprendido como infractor de la ley, promulgada en obsequio de la seguridad personal de todos los hombres. ¿Por qué pues recordarle el cumplimiento de ella al discípulo, como si la infringiese, mutilando una oreja, cuando de aquí no podía resultar necesariamente la muerte del herido? La misma ley natural que prohíbe el homicidio, lo permite en los casos de propia defensa y de salvar al inocente; casos tan íntimamente conexos con la ley de nuestra seguridad personal, y salvación de los que son conducidos a morir, o padecer injustamente, que tuvisteis por superfluo expresarlo en el Pentateuco. Más estrechos eran los vínculos de este discípulo con su maestro, que los del Hebreo con Moisés en e! Egipto. Debía pues ser en Pedro más obligatoria la defensa, más laudable, o Irreprensible la efusión de la sangre de los satélites enviados al prendimiento de Jesús. ¡Reflexión concluyente, si Pedro se hallase en e! caso de tomar a su cargo esta defensal El Hebreo por sí mismo no podía salvarse de la opresión que sufría: no tenía legiones de ángeles que combatiesen por él: su palabra incapaz de ablandar la dureza de su opresor, era del todo impotente para hacerle retroceder y volcar: sin la acción de Moisés el maltratamiento hubiera tocado su término. Pero Jesús estaba en circunstancias muy diferentes. A su disposición se hallaban todas las fuerzas de su padre celestial; y la virtud de sus labios bastaba a rechazar y derribar la cohorte, el tribuno, y ministros encargados de su prisión. Su poder maravilloso no podía ser ignorado de quienes habían sido testigos de tantos portentos que a su vista, y en su misma persona había obrado. Menos podía ignorarlo S. Pedro. El mismo y su familia los habían experimentado. La milagrosa obediencia que le rendían las enfermedades, los elementos, las potestades del infierno, los seres animados e inanimados no se le podía ocultar a este discípulo. Debía pues estar persuadido de que su maestro no necesitaba de tales defensores, y que sus discípulos con respecto a él, nunca podían venir al caso de Moisés con el Hebreo. He aquí el motivo de la censura del hecho, y del recuerdo de la ley del homicidio. En el Evangelio de S. Mateo, el único que de ella hace mención, se añade en seguida esta cláusula. "¿Piensas tú que no puedo yo ahora pedirle a mi padre, que me dé sobre la marcha más de doce legiones de Angeles?" Esta es la reconvención que hace Jesús a S. Pedro, después de ordenarle que envaine su espada. Sin interrupción le recuerda igualmente el motivo que le obliga a abstenerse por entonces del ejercicio de su poder, diciéndole: "¿Cómo pues se cumplirán las Escrituras que dicen, ser preciso que esto así suceda!" (Quomodo ergo implebuntur scripturae, quia sic oportet fiero?) Es de este modo que concluyó el maestro su reconvención; y jamás fue acusado el discípulo de inobediente a las potestades superiores. Véase pues si en su carta pudo ser inconsecuente.
Cuando se acercaba la tropa a ejecutar el arresto de Jesús, dice San Juan, que una sola palabra demostrativa del sujeto a quien buscaban, fue suficiente para que ninguno de los agresores quedase en pie. "Ellos retrocedieron, y cayeron por tierra, al oír decir a Jesús, "Yo soy". Según este Evangelista, el discípulo defensor no recibe aquí más reconvención, que la correspondiente al cáliz de la pasión, incompatible con la defensa. "¿Calicem, quem dedit mihi pater, non bibam illum?" Era superflua la otra para quien acababa de ver, que una sola expresión de su maestro tenía más fuerza, que todos los ministros y militares encargados de su prendimiento. Pero en este Evangelio aparece menos reprensible la conducta de Pedro. El mismo Jesús le daba el ejemplo de la repulsa y abatimiento de las armas, que habían destacado contra él los magistrados competentes de Jerusalén. Aunque momentánea, ésta fue una resistencia que confirma los derechos del hombre en sociedad; resistencia hecha, no por vana ostentación: sino para provecho de las naciones cristianas: para que en ella tuviesen siempre los fieles un escudo impenetrable a los tiros de la opresión, un argumento incontestable contra las invenciones del despotismo y sus adoradores. Ni por alarde, ni por vía de comprobante de su misión, necesitaba Jesús de este milagro. Su vida anterior estaba colmada de prodigios. Testificados muchos en el Evangelio, son muchos más los no comprendidos en él, en tanto número, que, si todos se hubiesen escrito por menor, no cabrían en el mundo los libros de su historia. Es San Juan quien así lo escribe en la conclusión de su Evangelio. El haber pues obrado el Mesias un milagro para rechazar y postrar por tierra a los meros ejecutores de su arresto, no pudo tener otra mira, que la de probar con su ejemplo el derecho que todos tenemos para repeler al injusto agresor, cualquier que éste sea, para combatir la fuerza con la fuerza. Como hombre, como indivi¬duo de la nación judaica y empadronado en el censo imperial, gozaba de este derecho, y podía usar de él, cuando declaraba la facultad que tenía de valerse de las legiones angélicas que estaban al mando de su padre, cuando alucinado el pueblo con las imposturas de sus conductores, en vez de asistirle con su poder y su fuerza, prostituía a sus administradores. No se habría explicado de esta manera, si careciese de acción para resistir al injusto invasor. Reconviniendo a Pedro con esta expresión, confesó hallarse en aptitud de usar de este derecho, si quisiese, si no fuese necesario abstenerse de él para el cumplimiento de las profecías. No hablaría en estos términos, si al acto repulsivo de la fuerza armada y agresiva, le faltase justicia intrínseca. Su poder era inseparable de la bondad y rectitud de la acción. Y cuando ésta le era posible, infaliblemente llevaba también consigo el carácter de justa y buena. Cuando al sonido de su voz experimentan los asombrosos efectos de ella los alguaciles y soldados que se le presentan en el huerto, entonces fue que redujo a práctica el derecho que tenía como hombre y ciudadano. Excelente modelo de conducta para un cristiano instruido en sus derechos, para un católico enemigo de los falsos dogmas políticos de la teología feudal! ¡Nueva lección para los que con el achaque de meros ejecutores de reales órdenes injustas, pretenden evadir la pena de su complicidad ministerial! No es sólo Elías quien se burla de este pretexto. Otro mejor profeta ha dado testimonio de la nulidad de este efugio en la capital de Judea. ¿Y cómo podrá usarse el derecho de la fuerza justa, sin abrir los ojos para examinar las órdenes del magistrado? Es irreconciliable con este examen ocular el deber de la obediencia ciega, que exige el despotismo. Veamos otro ejemplo que contra esta ceguera nos da el Mesías, tratando con autoridades domésticas.

CAPITULO XXXIV
Contra la obediencia ciega otro caso de Jesús con el Tetrarca de Galilea

COMO GALILEO compareció el Mesías delante de su monarca territorial. Pero libre de preocupaciones, ningún influjo tienen sobre su alma el aparato de la Corte, las apariencias regias del Tetrarca de Galilea. Postrarse a los reales pies de S.M. lisonjeándole con el más humillante discurso; alegar desde luego su inocencia, procurando defenderse de sus acusadores; implorar la Real clemencia en el caso de considerarse culpado, o incapaz de disolver su acusación: sería la conducta de cualquier persona infatuada. Pero este insigne Galileo, firme en sus principios, no comete ningún acto de bajeza; no adula a su príncipe, ni le contesta una palabra, por más que éste le interroga. ¿Ignoraría quizá los textos de Salomón con que nos quiebran la cabeza los adoradores de la tiranía? ¿Estaría por saber que en la doctrina de estos embusteros, era Herodes imagen, y ungido suyo, vicario y ministro divino, y su persona inviolable y sagrada? ¿Por qué pues no le obedece, respondiendo a sus preguntas? ¿Será menester que vengan sus discípulos a enseñarle que la potestad del monarca de Galilea le ha sido comunicada de lo alto; y que el resistir a ella es resistir al orden divino, y sorberse su propia condenación? ¿Le eximirá por ventura de este reato, el alegar que S.M. le interroga por curiosidad y con la esperanza de verle obrar un milagro? Así lo interpretaban mis maestros; y yo también lo creía. Más en esta misma interpretación se da por sentado que no ha de ser a ciegas el obedecer. ¿Cómo certificarse de la curiosidad, o necesidad del interrogante, si no ha de ser lícito abrir los ojos para explorar el mandato de interrogación, o aserción? ¿Podré yo saber sin la vista de lince, si es impertinente, o discreta la pregunta, sincera o capciosa, fundada o infundada, prudente o malignante? Toca responder a los que insistieren en su curiosa interpretación. ¿No fueron sin duda peores que Herodes los Fariseos, cuando le tientan y preguntan capciosamente a Jesús en el templo y fuera del templo? ¿Por qué pues, así como contestaba a unos prevaricadores sin unción, sin trono, sin vicaría ni carácter real, no contestaba a un Rey curioso? Si Herodes quiere un milagro, ¿qué inconveniente podía haber en que se obrase a presencia suya?, ¿o para que a lo menos se le dijese lo que en la cima del templo contestó Jesús al tentador, que pretendía verle precipitarse de aquella altura, y caer ileso sobre la tierra? ¿Era acaso más digno de atención Satanás para Jesús que el monarca de Galilea, distrito de su nacimiento y vecindario? ¿Por qué pues merece aquél que le responda en las tres ocasiones que le rentó; y para éste enmudece y no contesta a ninguna de las muchas preguntas que le hacía?
Herodes nunca le había visto, ni lo conocía sino por su fama. Deseaba verle de mucho tiempo antes, y se alegró en alto grado cuando le vio por la primera vez, esperando entonces ser testigo de su saber y milagros. No sería muy difícil el que a vista de ellos le hubiese reconocido por Mesías, o a lo menos por un profeta superior a los demás. Sobre todo, es muy reparable que siendo ordenada esta comparecencia por e! Magistrado Romano, faltase Jesús a su obediencia, desobedeciendo a una de las hechuras de! imperio, y desairándole con su silencio. No fue la intención del presidente el que allí hiciese del mudo. ¿Cuál pues sería la causa de su silencio? El no ser juez competente en la suya e! tetrarca de Galilea, le obligó a callar. Su causa era de estado. Sus enemigos le acusaban de sedicioso, de impugnador de las contribuciones imperiales, de monarca intruso y declarado contra la autoridad del César. Desde la vez primera que compareció delante de Pilatos fue acusado de estos crímenes, que siendo todos de los llamados de alta traición contra el imperio, eran de! conocimiento privativo de su tribunal en primera instancia. Herodes no tenía jurisdicción sobre ninguno de ellos, ni el Gobernador Romano podía comunicársela. De su incompetencia estaba bien instruido este magistrado: pero teniendo por calumniosa la acusación, queda preservar del último suplicio al acusado, sin chocar de frente con los principales autores de la calumnia. A este fin adoptó el arbitrio de remitirlo a la Tetrarquía bajo el pretexto de ser Galileo. Coartadas estaban de tal modo las facultades judiciarias del Tetrarca, Sacerdotes y Ministros Hebreos, que ninguno de ellos podía imponer pena capital. "Nobis non licet interficere quemquam ", contestaron a Pilaros las auto¬ridades judaicas, cuando éste con el designio de salvar al calumniado, le cedía el conocimiento de su causa. "Según la ley debe morir", decían ellos, "pero a nosotros no nos es dado e! condenar a muerte a ningún hombre". Véase aquí uno de los efectos del sistema colonial de la Judea. Herodes era incompetente para conocer y proceder en esta causa. Como tal, no interrogaba legítimamente, ni el acusado estaba obligado a responder. Este es el fundamento de la taciturnidad de Jesús. Su porte hubiera sido otro, si hubiese de buscar efugios para evadir la pena, a que aspiraban sus acusadores; pero ésta no era la voluntad de su padre, y él para cumplir sus arcanos misteriosos debía beber hasta las heces el cáliz de la pasión. Se burló Herodes de su silencio, graduándole de fatuo, y devolviéndole como tal al Presidente. ¿Se hubieran conducido de esta manera los Reyes absolutos de nuestro siglo, por más que se precien de cristianos? ¿Tolerarían ellos esta falta de obediencia ciega en un súbdito, aunque no tuviese contra si tan graves cargos? Demasiado vulgar es la respuesta, y muy frecuentemente los ejemplares de la Real saña por menores defectos. No son culpas leves en nuestras monarquías absolutas la obstinada taciturnidad de un vasallo, y su falta de prosternación a los Reales pies de S.M. Jamás pasarán impunes, o con la sola satisfacción impuesta a Jesús Tampoco se contentaría con ella el Tetrarca de Galilea, si hubiese estado imbuido de los errores, que yo estoy abjurando. ¿Pero cómo averiguar la competencia o incompetencia de jurisdicción, si hubiésemos de obedecer ciegamente cuanto se nos ordena? Veamos, si a lo menos en la alcabala y tributo, de que habla en su carta el Apóstol, puede tener lugar la obediencia ciega.

CAPITULO XXXV
Que no es ciego el deber de las contribuciones

DOS VECES había tratado Jesús de este punto, porque otras tantas había sido incitado en ello. Estando en Capharnaum con Pedro, preguntaron a este discípulo colectores del didrachma, si su maestro no pagaba esta gabela; y les contestó por la afirmativa. Habiéndolo entendido su maestro requirió a Pedro para que le dijese de quién exigían los reyes de la tierra el tributo, si de sus hijos, o de los extranjeros. Respondiendo en favor de los hijos del país, y contra los forasteros, dedujo Jesús por consecuencia el hallarse exento del impuesto los primeros, entre los cuales estaba comprendida su persona y la de su discípulo. Pero por evitar el escándalo, se proveyó de dinero por medio de un milagro, y pagó por sí, y por el discípulo. (Math. 17). Esta es la letra del texto. Nada hay en ella de común con el negocio espiritual de la misión del Salvador. Todo e! texto recae sobre una materia puramente de estado; cuya decisión no dependía de alegorías, y conceptos místicos, sino de los principios sociales, de la práctica de los reyes de aquel tiempo, y del sistema de gobierno que regía entonces en la Palestina. No hay compañía que pueda subsistir sin gastos. No hay bienes que fuera de ella, sean útiles y fructíferos, sin expensas necesarias para su fomento y conservación. Desde que el hombre se reunió en sociedad, se obligó a contribuir para la subsistencia, y prosperidad de ella, corno requisito indispensable del contrato. ¿Por quién es el que ha de tasar esa contribución, designar sus plazos, exigirla, y tomar la cuenta de su consumo? Resuelta está la cuestión en el desarrollo de las máximas cardinales de la sociedad. Lo que a todos toca, por todos debe aprobarse. Constituciones, leyes, gobiernos, son todos efectos de la voluntad general, porque todo esto es del interés común. De igual naturaleza son las contribuciones; y es por esto que deben imponerse, tantearse y emplearse del mismo modo. Ellas ocupan un lugar distinguido en las cartas constitucionales; y no pueden imponerse sino por e! cuerpo de la nación, o sus representantes A las propiedades sigue esta carga, porque sin contribuciones no pueden ser protegidas. Si pudiesen vivir exentos de gastos extraordinarios los pueblos, sería muy sencilla esta materia. Pero siendo inevitables las emergencias extraordinarias, no pueden dejar de contribuir subsidios extraordinarios los propietarios, a quienes toca su conocimiento y arreglo en la forma determinada en la Constitución. Privarles de esta facultad sería atacar el derecho de propiedad, y un indicio de la injusticia, o insuficiencia de los motivos de la contribución. No es de presumir que rehúse este deber ningún ciudadano amante de sus intereses, y de los de la comunidad, estando previamente instruido de sus urgencias. De la presunción contraria parece haber dimanado el silencio de Moisés sobre este punto. Habló de lo que había de contribuirse a los ministro del culto, de lo que había de consumirse en sacrificios, viudas, huérfanos y peregrinos; pero nada dijo de contribuciones para la guerra, para la seguridad del país, y demás objetos de la administración nacional. Las dejó al prudente arbitrio de las tribus; en cuya historia no se encuentra otra novedad injuriosa a este derecho, que la introducida por Salomón, la misma que principalmente excitó el motín de Israel contra su hijo, y la emancipación de los Israelitas. Yo prescindo de las contribuciones que trae consigo la conquista de los extranjeros. Por esta vía sufrieron los Hebreos tantos ataques en sus propiedades, cuantas fueron las servidumbres que padecieron bajo el yugo de los Gentiles. Por otra parte no era adaptable a las tribus el sistema de contribuciones concernientes a extranjeros que trafican en territorio ajeno. A ellas era prohibido el trato y comunicación con semejante gente. No contribuía del mismo modo que los hijos del país, el extranjero admitido a comerciar, y residir en él. Puede ser que hubiese cierta clase de impuestos para los forasteros y transeúntes exclusivamente, y que jamás se tasasen sobre las personas de los hijos de la patria. Duro es el peso de las contribuciones forzadas, pero es más duro el de aquellas que se exigen de quien no es propietario, ni tiene más que su trabajo personal de que vivir.
Reducida la Judea a Provincia Romana, y más gravados los judíos bajo este poder colonial, no tenían libertad de tasar a su arbitrio las contribuciones. Eran forzados a pagar las que querían imponerles sus opresores, y no tenían acción para pedirles cuenta de ellas. Contribuían al César; y los de Galilea, fuera de esta contribución imperial, habían de pasar por otra del resorte particular del Tetrarca. Bien fuese en la demarcación de Herodes, o en toda la Palestina, era dable que el lujo, la codicia o profusión impusiesen indistintamente otras gabelas, que en los demás reinos no recaían sino sobre extranjeros transeúntes, o tolerados en el país. Grave cosa era para los Hebreos propietarios el contribuir sin libertad; pero más grave aun para los jornaleros el exigirles capitaciones pecuniarias, o servicios personales, que apenas en otros reinos se imponían a individuos vagos, o forasteros. Tributos y pechos de esta clase llevan consigo la triste alternativa de pagar la moneda, o doblegar la cerviz a un trabajo personal; cuya equivalencia también depende de la balanza y peso del despotismo. Un pobre ganapán, a quien la inhumanidad de semejante impuesto, arranca el producto diario de sus tareas, o una parte considerable de él, es un tributario de peor condición que los demás colonos. A todos era notoria la pobreza de Jesús y Pedro cuando los exactores de los dos dracmas les cobraron esta pensión. Se hallaban entonces tan indigentes, que para satisfacerla fue necesario un prodigio. Practicada esta dureza con extranjeros del país, no sería tan intolerable, supuesto que no era inusitada entonces entre los Reyes de la Tierra; pero aplicada a los hijos de la Judea por aquellas mismas personas, que según el instituto de su administración, deben imitar los oficios paternos en el tratamiento de sus propios súbditos, no podía sufrirse. Si por vía de analogía podían decirse padres de ellos los administradores de la causa pública; debían imitar en su casa la conducta paternal. Si los demás reyes de la tierra, preciándose de esta analogía, no exigían sino de los extranjeros semejante contribución, fue muy justo el reparo que opuso contra ella el Mesías. Pero como no había venido al mundo a reformar abusos políticos, se allanó a la paga por evitar el escándalo, y le costó un milagro.
Los que se empeñan en negociar con la Escritura, quieren que Jesús haya declarado en este lugar el privilegio de manos muertas, para no pagar alcabala, ni otros impuestos. Suponen a este fin que las personas de es re fuero, son los que se denominan en el texto, hijos de los Reyes de la tierra: y que las demás entran en el número de los extraños, que deben ser pecheros y contribuyentes. Pero quien supiere que semejante privilegio fue mero efecto de la liberalidad de los emperadores convertidos a la fe, se reirá de la pretensión, se burlará de la nueva filiación exclusiva de individuos de una misma familia; se asombrará de la osadía con que tales comentadores introducen un cisma en la adopción del Salvador. Admirará igualmente la ignorancia del estado en que a la sazón se hallaba el discípulo que entregó los dracmas. Quiero decir, que no siendo del orden sacerdotal ni monje, ni fraile, ni ordenado siquiera de primera tonsura, le faltaba la base de la pretendida exención, carecía del requisito necesario para la nueva filiación. Agréguese a esto la doctrina con que el mismo Jesucristo dirimió el altercado que suscitaron sus discípulos sobre preferencias. Que no siguiesen la práctica de los Reyes y príncipes de la tierra, les dice. Que se condujesen de un modo contrario, fue su voluntad. ¿Cómo pues tomarlos por modelo para la nueva filiación? ¿Cómo reconocerlos por maestros de este linaje de preferencia? Examinemos el otro caso de contribuciones que refiere el Evangelio.
Abrumados los Judíos con el peso de la Dominación Romana suspiraban por un libertador, y concibieron tenerle en la persona de Jesús de Nazareth, que en la opinión de ellos no podía ser el Mesías verdadero, si ames todas cosas no los sacaba de esta servidumbre. Los principales de la nación no eran los menos interesados en sacudir el yugo y restablecer el reino de Israel. Pero apegados a sus empleos y corruptelas, repugnaban una reforma puramente religiosa, que trasladando el sacerdocio y las leyes del culto, trasladase igualmente las dignidades, emolumentos y consideraciones de que gozaban. El desapego de Jesús a todo lo mundano, su repugnancia al poder temporal, que intentaban comunicarle las turbas, para mejor proporcionarse el sacudimiento, desalentaban la esperanza de los magnates, fomentaban el odio que ya les habla engendrado su doctrina, por las invectivas que incluía contra la inobservancia de los más importantes preceptos de vuestra ley, y les inspiraban la idea de difamarle y perderle. Entre las insidias que a este fin le preparan, tuvo lugar la capciosa consulta del tributo que exigía el Emperador. Diputados para proponérsela unos Fariseos y Herodianos, lo hicieron por medio de un discurso halagüeño e insidioso que terminaron preguntándole si era o no lícito darle al César el tributo. (Marc. 12). Ninguna coyuntura más a propósito para responder con la distinción de hijos y de extraños, como lo verificó en Capharnaum. Ningún tiempo más oportuno que éste para incluir a los seculares en la paga, y excluir de ella a los eclesiásticos, como pretenden los modernos maestros de contribuciones. Si de semejante distinción no se valió Jesús para repeler la demanda del didracma, ¿por qué la omite, cuando es consultado expresamente por los sacerdotes y magistrados de su nación sobre este punto de derecho? "Dar al César lo que es del César, y lo que es de Dios a Dios". Parece una proposición contraria a la doctrina que anunció a Pedro en el caso de los dracmas. Allí a solas con él desaprueba la cobranza; y aquí indistintamente comprende a todos en su respuesta. Allá es solamente por evitar el escándalo que se somete a pagar el tributo; y acá no escrupuliza dar una contestación, que produciría escándalos en algún tiempo. "Dar al César lo que es del César", sin distinción alguna, es imponer al estado eclesiástico una carga común con cuantos viven en toda la extensión del Imperio. Así raciocinaba yo, suponiendo que el Mesías había dictado aquí una nueva ley, por la cual quedaban autorizados todos los monarcas para imponer y exigir contribuciones a su arbitrio, y los súbditos perpetuamente obligados a pagar¬las sin réplica, ni examen, sin esperar cuenta y razón de su destino; en una palabra, sin abrir los ojos, ni deslizarse un punto de la obediencia ciega. Pero la verdad es que, si son contradictorios los textos, ni el consultado perjudicó en nada los derechos de propiedad y soberanía de los pueblos. Aunque no era del Mesías, restablecer el reino de Israel, ni librar a los Israelitas del yugo colonial de los Romanos, estaba sin embargo penetrado de su injusticia y tiranía. Miraba como un rasgo de ella el exigir de los hijos del país una gabela que los demás Reyes de la tierra no exigían sino de los forasteros; pero ni su título era de reformador político, ni para tales reformas se necesitaban héroes de su clase. Evadirse de ellas era un deber suyo. Veremos cómo lo desempeñó.
"Dar al César lo que es del César, y lo que es de Dios a Dios", es un deber conocido desde que los hombres tuvieron que dar, y que qui¬tar, que retener y restituir. Es tan antigua como el hombre esta obligación. Dar al César lo que es del César, vale tanto corno decir: "Dar a cada uno lo que es suyo". Este es e! oficio de la virtud de la justicia, uno de los preceptos del derecho natural, y lo mismo que respondió Jesús a los que le interrogaban, si era lícito darle al César e! tributo. Fue admirada de ellos esta respuesta, porque sin meterse a pronunciar sobre e! derecho con que lo exigía el Emperador, evadió la trampa de sus enemigos, recordándoles en general sus deberes, para con vos, y sus semejantes. De esta manera quedó en pie la desaprobación del impuesto exigido en Capharnaum de dos hijos pobres del país, que sin propiedades vivían de la providencia, trabajando por vuestro reino espiritual con preferencia y con la seguridad de que tendrían todo lo demás, como por añadidura. la cuestión de los Herodianos y Fariseos ofrecía un vasto campo de investigaciones políticas, ajenas del ministerio de Jesús, y cuya discusión hubiera sido peligrosa en una colonia tributaria del Imperio Romano, y en tiempo de un Emperador como Tiberio. Penetrando pues en la insidiosa tarea de sus enemigos, les reconviene por la capciosidad de su tentativa, pidiéndoles al mismo tiempo una de las monedas que circulaban para examinarla. Reducido el examen a interrogarles ¿cuya era la efigie, e inscripción con que estaba sellada la moneda? no pudieron menos de contestarle que eran del César. "Dad, pues al César, lo que es del César, y lo que es de Dios a Dios", les dijo en seguida. Sus mismos enemigos admiraban la respuesta "et miraban¬tur super eo". No la admirarían, si no hubiera sido ingeniosa y oportuna. ¿Qué hubieran contestado en tales circunstancias aquellos miserables colonos que, o degradados con e! peso de las cadenas creyesen justo cuanto mandaba el César, o intimidados por la fuerza de las Armas Romanas, careciesen de libertad y valor para explicar sus sentimientos? Sin detenerse, ni pedir moneda para explorar su cuño, hubieran contestado ser lícito darle al César el tributo tantas cuantas veces lo pidiese. Esta sería la contestación común de todos los que hubiesen sido interrogados en iguales circunstancias. Ella es la misma que atribuyen indecorosamente al Mesías, los que hacen profesión de lisonjear con este texto las pasiones de! déspota que los prohíja. ¿Qué tendrían que admirar los consultores, si ésta hubiera sido la respuesta de Jesús? No lo trivial y común, sino lo peregrino y raro, es lo que excita la admiración. Yo confieso que interrogado en mis preocupaciones hubiera excitado igual sentimiento en los Fariseos y Herodianos, no por la contestación ordinaria, sino por el fundamento sobre que la habría apoyado, alegando los Proverbios y Parábolas salomónicas. Es más probable que en lugar de admiración les provocaría la risa y burla. ¿En qué pues consistió el ingenio y rareza de la contestación del Mesías? En haber penetrado a través de la más refinada simulación los lazos de la consulta, en evadirlos con la prontísima ocurrencia de cuatro conceptos; cuyo delicado juego fue el más oportuno y adecuado a la cuestión, y al estudio con que observaba el consultado los límites de su misión. Nociones comunes del dominio de las cosas por la marca del poseedor o del propietario, cuya efigie y nombre son las mejores notas de su pertenencia; idea de sistema monetario; memorial de la moneda corriente entre los contribuyentes; reminiscencia del precepto natural de dar a cada uno lo que es suyo. He aquí los pensamientos combinados que concurrieron a la contestación, y admiraron a los tentadores. Bastaba por sí solo el primero a dar crédito de agudo y perspicaz a cualquier otro individuo. Con tomar la moneda y mostrar en ella los signos imperiales, habría salido airosamente del lance, diciendo: "Esta moneda es del César, porque lleva su imagen y su inscripción. Cuando él la pide, pide lo que es suyo. Dársela pues entonces, no es otra cosa que dar al César lo que es del César". Si se tratase de dar a Tiberio lo suyo: si hubiese de emplearse el tributo en utilidad de los contribuyentes, superflua y pueril sería la consulta, y su respuesta concordante en un todo.
Debemos por otra parte advertir, que una contestación vulgar y placentera al despotismo, tal cual la suponen sus partidarios, no eximiría a Jesús de los lazos que le tendían en la consulta. Bien al contrario le hubiera acarreado más pronto la difamación y ruina que le deseaban sus enemigos, los sacerdotes y Magistrados Hebreos querían hacer la última prueba para desengañarse enteramente acerca del carácter de Jesús, averiguando de una manera a su parecer decisiva, si era o no, el libertador que esperaban para quebrantar el yugo romano, y volver a su antigua dignidad civil. Con este fin ensayaron cautelosamente la cuestión del tributo, y se la presentaron por medio de emisarios idóneos. Está por demás el decir con cuánto secreto y precaución debían conducirse los Escribas y Fariseos para disimular entre sus opresores sus sentimientos y aspiraciones liberales. Pero fácil es presumir que sus conferencias previas a la consulta, se contrajesen al siguiente discurso:
El yugo de los Rumanos (me figuro yo que dirían) cada vez se nos hace más insoportable. Cada día necesitamos más de un libertador tal como Moisés, o cualquiera de los Macabeos, y aun del mayor poder que el suyo. No son comparables con los del Imperio Romano, la fuerza de los Egipcios y Babilonios, ni su pericia militar, ni su talento político. Si Jesús obra con la misma virtud que Moisés, es muy capaz de sacarnos de nuestra actual servidumbre. Pero si sus prodigios vienen de cera virtud comunicada por Belcebú, en vano esperaremos de él nuestra libertad, porque este príncipe de los demonios es enemigo de ella, y protector de la tiranía. Moisés para el logro de su empresa se dirige inmediatamente al tirano, y con él se entiende para intimarle y persuadirte la necesidad de licenciar al pueblo, para que salga y sacrifique en el desierto. Jesús se desentiende de los jefes de nuestra opresión misma, entregado únicamente a una doctrina, y portentos, que ni atacan abiertamente la tiranía, ni zanjan el camino a nuestra independencia y libertad. Las turbas que al encanto de su palabra y milagros, le siguen mucho tiempo ha, quisieron proclamarlo Rey para el restablecimiento de la monarquía de Israel; él desapareció de su vista, rehusando esta investidura. En Capharnaum ha pagado el censo a nuestros opresores; y con este hecho parece aprobar la opresión en vez de impugnarla. ¿Qué hubieran pensado de Moisés los oprimidos, si en lugar de matar al egipcio que maltrataba al hebreo, le hubiese auxiliado con dinero, o con otra vara más dura para el maltratamiento? ¿Qué dirían, si en vez de redargüir a Faraón por la recarga de trabajos y privaciones que recetó contra ellos a consecuencia de la primera intimación, hubiese ocurrido con ellos a trabajar en las obras del tirano, sufriendo palos y azotes de sus sobrestantes y cabos de brigada? Demasiado gravados con este censo, todavía le consideramos más oneroso y humillante, cuando por vía de capitación se exige de personas miserables, que por falta de propiedad viven de su trabajo personal, o cuando los hijos del país son tasados con impuestos, que en otros reinos no recaen sino sobre personas extrañas. Sin nuestro beneplácito se imponen y crecen las contribuciones; y sea cual fuese su destino, no nos es permitido reclamar, ni pedir cuenta de su inversión. Serían llevaderas, sí se empleasen en beneficio de la Palestina. Pero destinadas a fomentar el lujo de la soberbia romana, las obscenidades, impiedad y servicio de Tiberio, a mantener nuestras mismas cadenas, es a todas luces intolerable su peso. Veamos pues, si es de la aprobación de Jesús este rasgo de tiranía. Si lo aprobare no quedará razón alguna de dudar, que no es nuestro libertador y que obra en nombre de Belcebú. Será segura su perdición como impostor y pseudo profeta. Si lo des¬aprobase, y a pesar de esto mirare con indiferencia nuestra esclavitud, sin encargarse de nuestra emancipación, y no tratare sino de reformas religiosas, continuando sus invectivas y censuras contra nuestro proceder; su misma respuesta nos prestará el medio de vengar nuestros resentimientos. Le atusaremos de sedicioso, de turbador de la Provincia, y de los derechos imperiales a la exacción del tributo. Nos desharemos de él, como de un reo de lesa majestad que incita a la rebelión, desaprobando claramente la paga del impuesto. Quedará removido el peligro, que su doctrina moral y religiosa, sostenida de la credulidad del vulgo amenaza al sistema actual de nuestro culto, a nuestros intereses y dignidades, a nuestros usos y costumbres tolerados en esta colonia romana.
A este modo, u otro equivalente pudo ser acordada la consulta. Los diputados para ella saludaron a Jesús con un discurso preliminar que aplaudía su veracidad y rectitud, la libre imparcialidad con que enseñaba, sin dejarse llevar de apariencias y respetos humanos, sin acepción de personas. En esto mismo se dejaban ver más inclinadas a exigirle la desaprobación del censo, y a comprometerle con ella a emprender la independencia y libertad de la nación. Este era el interés principal de ellos, el deseo preponderante de la Judea. ¡Deseo santo, interés justo, y e! único sentimiento noble que se trasluce de parte de los que suscitaban la cuestión del tributo! Decidida en obsequio de! tirano, como quieren los amantes de la tiranía, más presto se habría alarmado contra Jesús la multitud, persuadida de que quien tan servilmente se decidía por e! despotismo, era incapaz de obrar por virtud divina, y de ser libertador de sus compatriotas. Propagada rápidamente la noticia de la decisión, muy pronto hubiera quedado sin séquito, quien magistralmente aprobaba la servidumbre, aprobando la prenda más segura de ella. Sin necesidad de concilios y cautelas para el prendimiento, hubiera sido anticipadamente entregado por las turbas a sus principales enemigos.
La consulta no era de hecho, sino de derecho. No preguntaban sus promotores, si pagarían el tributo que se les demandaba. Consultar, si era, o no lícito pagar, era proponer la cuestión del derecho con que se había impuesto el tributo, y con que se exigía. Interrogar si era lícito dar a cada uno lo suyo, a Dios lo que es de Dios, y lo que es del César al César, hubiera sido una burla o puerilidad. Pero contraída la pregunta al punto de derecho, nada tenía de pueril y superfluo. Fue sin embargo insidiosa de parte de los proponentes. Ellos instruidos de la injusticia del tributo, debieron proceder con sinceridad, manifestando a Jesús sus sentimientos, y pidiéndole su dirección y consejos para recuperar su antigua dignidad política. Una propuesta sincera hubiera merecido otra contestación; pero un consultor capcioso, no era acreedor sino a una respuesta evasiva, que los admirase y confundiese. No se hizo mención en ella de la persona de Tiberio. Tampoco llevaría su nombre la moneda exhibida, siempre que fuese de la acuñada en tiempo de su antecesor. Bastaba el dictado de César grabado en ella, para que fuese más abstraída de Tiberio la contestación, para que jamás se sospechase aprobado el torpe destino de las contribuciones. No care¬cen de fundamento aquellos que, dándole otra figura al caso de la consulta, cifran en la palabra CESAR el poder y la fuerza del Imperio, a quien pertenecía la moneda. Poco importa ya el discurrir acerca de esto: pero no es de poca importancia el considerar algo más el hecho del Mesías en pedir la moneda pata contestar.
Nadie será capaz de notar en la vida de este libertador ninguna acción vana, o superflua. Resulta sin embargo con esta tacha en la mala inteligencia que le dan a este texto los defensores del poder arbitrario, Para decidir de la injusticia, o justicia de las contribuciones, de su honestidad o torpeza, de su moderación o exceso, de su buena o mala administración, de su indebido o debido destino, jamás ha sido necesario examinar previamente las inscripciones y bustos de la moneda corriente. El ser, o no lícito pagar un subsidio procede de su necesidad o nulidad, de su incongruencia o utilidad, de la incompetencia, o competencia del poder que lo impone, de la legitimidad, o ilegitimidad de los colectores; ¿pero es de imágenes y caracteres monetarios? Yo no lo puedo comprender. Por más que yo be cavilado, no be podido hallar ni un solo caso, en que estos accidentes influyen en la substancia de la paga. Cuando el acreedor estipula de su deudor que le haya de satisfacer en dinero de tales inscripciones y figuras, tendrán ellas derecho para calificar de legal o de ilegal la paga. Entonces, si me consulta cualquiera de los contrayentes acerca de la legitimidad o ilegitimidad de la satisfacción pecuniaria, yo no podré contestar sin pedir y examinar previamente la moneda preparada para el caso. Aun esto no puede tener lugar, sino cuando el deudor y el acreedor no conocen las letras y bustos de la moneda estipulada, y prometida en el contrato, o cuando están inciertos o dudosos acerca de su identidad o exactitud. De resto el caso es metafísico. Ahora bien: ¿cómo componer esto con la previa petición de Jesucristo para responder a la consulta del tributo? Si para contestar, si era o no lícito el pagarlo, nada importaba la vista de la efigie y letrero de la moneda corriente, ni el que tuviese semejante grabado, ¿a qué fin perder el tiempo en este examen?, ¿por qué entretenerse en cosas tan insignificantes y superfluas? Es de! cargo de arbitrarios intérpretes el satisfacer a este reparo. Para los demás es suficiente decir, que así lo exigía la respuesta evasiva que merecían los promotores de la consulta.
Bien cierto que los Judíos de no haberse aprobado por Jesús el tributo, siguen después de esta ocurrencia con más entusiasmo que antes. A pesar de no haber querido admitir el cetro que le ofrecían en el desierto, todavía alborozados con la dulce idea de un redentor político, no temieron aclamarle Rey de Israel a presencia de los Romanos y del teniente del César, cuando por la última vez entró en Jerusalén. Reponer a su estado primitivo la Constitución política de Moisés, era el objeto de esta aclamación. ¿Y cómo podrían los interesados en ella fiarse de quien no fuese capaz de arrostar el despotismo? ¿Pondrían en él su confianza, si hubiese contestado a la cuestión del tributo, como suponen los predicadores de la obediencia ciega? ¿Sería apto para emanciparlos quien complacía a sus opresores con la aprobación del tributo que indebidamente les exigían? Jamás encargarían ellos la extinción de este gravamen al panegirista de él, ni se comprometerían al restablecimiento del reino de Israel, con una persona que atenuaba sus fuerzas con la paga del impuesto, y aumentaba las de su opresor. Séame ahora lícito preguntar de paso, ¿cómo pudo el presidente de Judea tolerar en su capital la aclamación de un Rey, que en el concepto de sus aclamadores debía ser constitucional, y exterminador de los derechos imperiales sobre esta Provincia? Tres filósofos del Oriente viniendo a Jerusalén más de 30 años antes de este acontecimiento, solicitando de buena fe a un recién nacido Rey de los Judíos, alarman a Herodes hasta el punto de regar a Belén y su rastro de sangre inocente; y el grito de una multitud que le proclama, no en la cuna, sino mayor de 30 años, acreditado por el numen profético, y su virtud milagrosa, no turba a un Jefe Romano, celoso de las prerrogativas del Emperador? Es muy sencilla la razón de diferencia, y depende de la variedad de circunstancias que voy a enumerar.
Aún no estaba reducida a Colonia Romana la Judea, cuando vinieron los Magos en busca del Recién nacido Rey. Reinaba en ella el primer Herodes con mando absoluto, aunque subordinado al Imperio. A la vicisitud de los tiempos, a las disensiones de los hijos de Alejandro Janeo, al favor de Marco Antonio en el último triunvirato debía su engrandecimiento. En monarcas de esta fábrica, ha sólido ser más sanguinario el odio a cualquier persona que por su nacimiento pudiese disputarle la monarquía. Padres, hermanos, hijos y otros parientes del más ambicioso en una familia entronizada, han sido muchas veces sacrificados al furibundo deseo de reinar exclusivamente. Más atroz esta pasión en quienes por la primera vez han ocupado un trono que no era de sus mayores, se ha ensangrentado más en presuntos herederos de la dinastía que se hallaba en su anterior posesión. La inmoralidad del nuevo Rey de Judea; el estar humeando todavía en la metrópoli la sangre, con que Augusto se había arrogado el mando universal; escrupulizarse menos la efusión de ella por los fatales acontecimientos de Roma; el tolerarse, y quedar impune, cuando no se estimase corno un servicio meritorio en tales circunstancias, cualquier derramamiento ejecutado en las dependencias del Imperio por una razón llamada de estado: fueron otras tantas premisas que indujeron a Herodes a una consecuencia tan funesta. Su ambición y sus celos por reinar, sin sombra de competidor, perdieron todas sus medidas en la favorable coyuntura que le presentaban las cosas de Roma. Tal era la crisis que debía resultar de la subitánea aparición de aquellos tres Orientales, que anhelaban por ver al recién nacido Rey de los Judíos. Pero 30 años después de este acontecimiento faltaban los más urgentes estímulos que habían producido la escena trágica de Belén. Otro emperador menos ensangrentado que el primero llevaba las riendas del Imperio. Ya no existía el desmoralizado infanticida. Su sucesor estaba reducido a una cuarta parte de lo que él poseía; las demás fueron en la remoción de Arquelao declaradas Provincia Romana; y aquél no era más que un Tetrarca moderado en cierto modo. El gobernador romano de todo el territorio convertido en Colonia, era hombre de otra moral; no carecía de ilustración; había sido catedrático de jurisprudencia en Huesca; estaba instruido en la religión, leyes y costumbres de los Judíos. Aunque nada entendiese de la naturaleza y economía del Imperio de la Gracia que venia a fundar el Mesías, se hallaba convencido de que nada de esto participaba de lo político, ni tenía conexi6n con las leyes y estatutos de las naciones. Por raz6n de su empleo no podía ignorar la conducta anterior de Jesús, ni el modo con que había frustrado en el desierto los conatos de la multitud empeñada en coronarle; pero todo esto era para él una farsa puramente religiosa, e independiente de los negocios de Estado. En suma, la opini6n de este empleado con respecto a los Hebreos de su tiempo, era la misma que formaban de ellos todos los Gentiles, que los miraban como una gente ignorante y supersticiosa, que consumía demasiado tiempo en ceremonias vanas y ridículas. Tales eran los Judíos en el concepto de Pilatos, de todos los Romanos, y del resto del mundo conocido. Sus doctores y notables son censurados en el c. 7 del Evangelista S. Marcos, porque habían pervertido a la ley con falsas glosas, y tradiciones humanas, porque adheridos a la corteza de ella, a lo ceremonial y extrínseco, no cuidaban de la médula; se desatendían de lo intrínseco, y aun prohibían por razón del Sábado los actos más importantes de caridad. Si en este estado se hallaban los sabios de la naci6n, los Fariseos, ¿cuál sería el de la gente vulgar? Todo el ruido de ella en la entrada de Jesús en su capital; todas sus aclamaciones, festejos y vivas eran para el Presidente y lo suyos, piezas cómicas que en lugar de alarmarlos, les servían de entretenimiento. Por más que le proclamasen Rey de Israel todos los Judíos en Jerusalén era para los Romanos esta novedad tan insignificante y supersticiosa, como otras muchas que aquéllos practicaban por la tolerancia del Imperio. No eran de este temperamento los días en que reinando el primer Herodes, se aparecen en su corte tres desconocidos extranjeros solicitando a un infante, que ellos mismos apellidaban Rey de los Judíos. Vuelvo a la materia del tributo, para concluirla.
Yo quiero fingir que dar al César lo que es del César, hubiese sido nuevo precepto por el cual en conciencia fuesen obligados los tributarios de la Palestina a pagar el censo al emperador, sin distinción alguna, sin murmurar, reclamar, ni contradecir. A esta ficción debe preceder otra, por la cual estuviese Jesucristo habilitado para dar leyes en un punto ajeno a su misi6n. Si no fingimos este permiso legislativo, será nulo por defecto de jurisdicción el precepto de tributar ciegamente. De otra suerte, no podía hacer de legislador entre una gente subordinada al Imperio Romano, y con tantas leyes tributarias, dictadas por el genio de la conquista, que sabían superfluo semejante permiso, superflua la respuesta del Mesías en los términos recibidos por la Teología del despotismo. Si tan claras y terminantes eran las ordenanzas de los Conquistadores Romanos sobre el tributo de países conquistados, ¿qué necesidad tenía Jesús de dictar lo mismo que ellos habían tantas veces dictado? En vez de malgastar tiempo en redundancias y superfluidades, debió despedir a los portadores de la consulta, diciéndoles que guardasen las leyes imperiales del tributo, y no perdiesen el tiempo en consultar lo que ya estaba decidido por ellas. Ninguna contestación más oportuna, si Jesucristo fuese del mismo dictamen de los que le atribuyen el patrocinio de la obediencia ciega en este caso. Sea enhorabuena tan ciega como ellos quieran; pero digan ¿en dónde está la cláusula del supuesto precepto, que le haga extensivo a todas las naciones? Los Sacerdotes, Herodianos y Fariseos fueron los que interrogaron, y recibieron contestación. Pero, pues que ellos consultaron para sí, y para roda su gente: sea enhorabuena comprendidos en la respuesta todos los Judíos, como dependientes entonces del Imperio Romano, como colonos suyos, sometidos a la ley del tributo, consecuente a la usurpación, o conquista. Quede también comprendida su posteridad, mientras subsista bajo el mismo sistema colonial. Pero a los demás que no se hallan en igual situación, que ni son Judíos ni tributarios de Roma, ¿por qué título ha de ser trascendental semejante obligación? ¿No se rebelaron contra ella todos los pueblos dependientes de ella, aboliendo su tributo y sus leyes tributarias? ¿Y quién es aquel, que con verdad los ha tildado de infractores del supuesto precepto evangélico concerniente a la contribución del César? ¿Muchos de los mismos pueblos cristianos, sublevados contra la Dominación Romana, no han estado contribuyendo, mientras fueron libres, de una manera contraria al método colonial, con que contribuían los Judíos del tiempo de la consulta? ¿Y quién los ha tachado jamás de contraventores a ella? Mientras los Aragoneses y Castellanos fueron gobernados constitucionalmente antes del reinado de la casa de Austria, ¿pagaron por ventura tributo como pagaban los Hebreos, cuando fue consultado el Mesías? ¿No nos enseña la historia de Castilla, que aun cuando ya su constitución había sido herida por sus dos primeros monarcas Austríacos, todavía tuvieron bastante virtud sus Cortes para negarles subsidios que en la opinión de ellas no eran necesarios, ni útiles al procomunal del reino? ¿Y quién jamás las ha censurado de transgresoras del supuesto precepto del Evangelio? Luego no es ciego el deber de las contribuciones. Luego toda sociedad debe ser en este punto como en todos sus derechos un Argos vigilante y activo.
Si no obstante esto, quería el apóstol que los comprendidos en su carta tributasen sin resistencia; su querer no podía pasar de un consejo prudente para unos miserables impedidos de sacudir la opresión; y por otra parte imbuidos de una idea errónea contra los magistrados paganos. Este fue el partido que tomó Jesús en Capharnaum para evitar el escándalo. Este era el que debía S. Pablo aconsejar a los suyos en las espinosas circunstancias que le rodeaban. No cabe otro entre personas que han tenido la desgracia de caer en manos más fuertes por una vía depredatoria, o por la del poder arbitrario, y que no tienen medios para romper sus prisiones. Terminada la explicación en el c. 13 de la Carta del Apóstol a los Romanos recién conversos, resta ver lo más que añade S. Pedro en la suya.
Nada dice de tributos ese Apóstol ni del temor humano, mientras no dirige su discurso a otras personas. Exhorta a la fraternidad, y a honrarse mutuamente. Recomienda el temor divino y el honor al Rey. Con lo cual deja de hablar a los hombres libres, a quienes nada añade de nuevo en estas últimas palabras. Todo cuanto dice, era tan antiguo como las sociedades. Temer a Dios; honrar al magistrado, era de rodas los pueblos morigerados y regularmente constituidos. Esto es lo que recuerda S. Pedro a sus modernos educandos. Pero no es ésta la práctica ni la doctrina del despotismo feudal. Quieren para sí los déspotas el tributo del honor y del temor. Honores divinos, temor servil: he aquí la base y fundamento de sus tronos, labrados por la bárbara mano de los feudos. De aquí es el tratamiento de vasallos, sinónimo de esclavos en la Gramática feudal, es el único que reconocen entre sus súbditos. Sería sospechado de rebelión quien rehusase en nuestras monarquías absolutas el dictado de vasallo. Subrogarle el de súbdito sería un insulto. ¿Y qué sería si en su lugar se adoptase el de hermano, enseñado por Moisés y David? "Nec elevetur cor ejus in stuperbian super fratres suos". Es la expresión del primero en c. 17 del Deuteronomio. Herma¬nos, no vasallos, les dice este legislador a los reyes, que son respecto de ellos todos los demás individuos de la nación. Hermanos, no vasallos, ni súbditos, llamó David a sus soldados, rodas aquellos que disputaban la adjudicación del botín tomado a sus enemigos en la batalla referida al principio. El tratamiento de hermanos es el recomendado por Jesucristo en su Evangelio; pero ninguno más repugnante a los devotos de contribuciones arbitrarias y ciegas, de los homenajes del temor servil. Vuelvo a S. Pedro para confesar el abuso que yo hacía de su carta en la parte que se dirige a las personas de condición servil.

CAPITULO XXXVI
Mala aplicación de lo que escribía S. Pedro a los esclavos

DESPUÉS DE haber hablado este Apóstol a la gente libre su pequeño gremio, se dirige a los esclavos, amonestándoles se sometiesen con toda suerte de temor a sus señores, aunque fuesen díscolos (1 Petr. 2). Individuos de esta miserable condición son los únicos, a quienes se aconseja el someterse indistintamente a cualquier señor, bien fuese equitativo o justo, o de malo y perverso natural: "etiam discolis". Pero yo más por ignorancia que de malicia acomodaba este texto a las personas libres, al pueblo entero, con la mira de que obedeciesen ciegamente a sus monarcas, aunque fuesen malos. No contento con este acomodamiento indebido, suponía también que el Apóstol ordenaba una obediencia tan obscura, que hubiese de prestarse indistintamente a cualquier mandato, por injusto y pernicioso que fuese. En apoyo de esta suposición, alegaba yo otros dos textos de S. Pablo, que, escribiendo a los de Colosa, y a Tito, encarga a los siervos obedezcan en todo a sus señores ("Servi, obedite por omnia dominis carnalibus", es la expresión a los colosenses. Colas. 3). "Servos dominis suis subditos esse, in omnibus placentes non contradicente", es lo que amonesta en la otra Carta (Tit. 2). ¿Querría el Apóstol fuesen obedecidos los señores, aunque mandasen cosas opuestas al derecho natural y divino? ¿No sabría ya que el primero habéis de ser vos obedecido que los hombres? "Obedire oportet Deo magis, quam hominibus'', respondieron los Apóstoles a los príncipes de los Sacerdotes, a los magistrados y ministros que les vedaban las funciones de su apostolado. Contra la expresa prohibición de éstos obraron aquéllos desobedeciéndoles abiertamente (Act. 5). ¿Y serían después tan inconsecuentes en sus Epístolas, como suponen los maestros de la obediencia ciega? S. Pedro que exhorta a los esclavos a someterse in omnni timore, ¿habría por ventura olvidado la doctrina de su maestro, que les decía, "Nolite timere eos, qui occidunt corpus?" (Mat. 10).
Por más ilimitados que aparezcan en estas cartas el temor servil, y la obediencia; no puede decirse, fuese de la intención de sus autores trastornar el orden de este deber, ni exigirlo en mandatos inicuos y torpes. Un señor de esclavos, aunque sea díscolo, puede mandar cosas lícitas y honestas, dignas de ser obedecidas. Un señor equitativo y bueno puede mandar una injusticia que no debe ser obedecida. En todo lo lícito y honesto ha de ser entendida la generalidad de S. Pablo en sus palabras "per omnia ... in omnibus"; porque nadie tiene derecho para mandar otra cosa, ni para ser obedecido en las ilícitas. No lo niegan los patronos de la obediencia ciega; pero su confesión es de pura teoría. Cuando llegamos a la práctica, todo es perdido con sólo darles el nombre y carácter de justas a las mayores injusticias. Se le quita entonces al siervo, y al súbdito la facultad de discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo injusto y lo justo. Sólo el que manda o sus aduladores son los que también han de pronunciar acerca de la injusticia, o justicia, del mandato. ¿Qué podrá pues esperarse de su pronunciamiento? Lo mismo acontece con la doctrina que exceptúa el deber de la obediencia, cuando los que la exigen no son magistrados legítimos, sino intrusos, y usurpadores notorios. En las disertaciones especulativas, y abstractas de los doctores de la excepción, no faltan reyes intrusos, y tiranos, que han llegado a reinar por una manifiesta usurpación. Pero cuando venimos a la práctica, ellos mismos sostienen que no hay ninguno. Entonces todos son legítimos, todos son ungidos, y vicarios tuyos, todos han derivado de las alturas el poder y la fuerza con que reinan. Entonces no encontramos usurpación, ni tiranía en ninguno de ellos, por más notoria que sea la iniquidad y violencia con que han empuñado el cetro. Adelanto pues con las palabras de S. Pedro a los esclavos. En su misma Carta había tanta claridad, y distinción para no confundirlos con la gente libre, que bastaba tener ojos en la cara y leer con ellos todo el capítulo. Si yo me hubiese valido de ellos oportunamente, hubiera visto la notable diferencia con que habla este Apóstol a los siervos, y no siervos: no confundiría el caso de súbditos libres y sus respectivos superiores, con el de esclavos, y sus correspondientes propietarios: ni en la práctica de mi confusión, hubiera abusado tantas veces del "etiam discolis" para recomendar la obediencia ciega de todo un pueblo, en obsequio del poder arbitrario de un monarca opresor. Muy distante ya de confundir en este texto a la condición servil con el estado de las personas que se dicen libres en una monarquía despótica o que verdaderamente lo son en las constitucionales: paso a examinar si la miserable condición de los esclavos fue aprobada por los Apóstoles al exhortarlos a una obediencia servil.

CAPITULO XXXVII
Otros textos relativos a los Esclavos

NO HA SIDO de la aprobación de los Apóstoles la Esclavitud. Ninguno de ellos podía aprobar un exceso contrario a la naturaleza. S. Pedro y S. Pablo se atemperaron a las circunstancias, sin meterse en reformas políticas que no eran de su oficio Apostólico. Compelidos del mismo accidente que los indujo a escribir sobre las potestades del siglo, exhortaron a la obediencia servil a los esclavos inficionados de la opinión de los Gnósticos. Pero se abstuvieron de mezclase en cuestiones de Estado, ni en disputas sobre el derecho llamado de servidumbre. No ignoraban cuanto chocaba este establecimiento con la dignidad natural del hombre. Sabían que en calidad de castigo temporal, la permitiste en la ley de Moisés y como tal tú mismo la impusiste a la generación de Cam. Eran permitidos los esclavos entre los Hebreos redimidos de la servidumbre de Egipto; pero debían ser manumitidos cuando hubiesen servido seis años. Si a este plazo rehusaba el siervo la manumisión, quedaba perpetuamente sujeto a la condición servil y en señal de esta perpetua esclavitud, se le horadaba una oreja. (Deut. 15). Justa pena para quien de este modo anteponía la servidumbre a la libertad! Cuando Moisés la dictó, fundamento tuvo para la previsión del caso. La experiencia le había enseñado hasta qué punto llegan cierras almas a envilecerse con el peso de las cadenas. Desde que dio principio a sus funciones de libertador, empezó también a sentir los efectos de este envilecimiento. Un día después de haber vengado en Egipto el maltratamiento del Hebreo, se acercó a pacificar otros dos conciudadanos suyos que estaban en riña; pero éstos en vez de darle gracias por su mediación, y por la justa venganza del día anterior, le reconvienen descomedidamente y dan en cara con una y otra acción. Muy de presumir es que ellos fueron los delatores del homicidio del Egipcio que hasta entonces parecía oculto, y sin testigos de vista. (Ex. 2). He aquí las consecuencias de hábito servil. Suyas son también las conjuraciones y murmuraciones que se suscitaron en el desierto contra este legislador. ¿Qué mucho pues que hubiese en lo sucesivo esclavos prefiriendo su esclavitud a la libertad? En todos tiempos se han cometido bajezas. Pero desde que los Asesores de la tiranía colocaron sus cadenas entre las bienaventuranzas y artículos de fe, abundaron las almas enervadas; fue más humillante su degradación, y se hicieron adorar los hierros de la servidumbre. Veneradas corno religiosas las ligaduras del poder arbitrario fue mayor su apego a ellas, mayor la ruindad de los encadenados, más arduo el empeño de los libertadores. Veamos ahora cuál fue tu conducta con aquellos señores que rehusaban o diferían la manumisión de sus siervos a su debido tiempo: "Vosotros no me habéis obedecido en dejar en su libertad a vuestros hermanos y amigos", le decíais por boca de Jeremías: "pues yo os prevengo que tengo decretada contra vosotros otra libertad que os ha de ser muy dura y penosa; porque la doy a la espada de la guerra, a la peste, y hambre, para que os aflijan y destruyan; y haré que se conmuevan contra vosotros todos los reinos de la Tierra". (Jer. 34). ¡Conminación terrible!
Si cuando tú mismo habías permitido a tu pueblo la adquisición de esclavos, fulminas tantos rayos contra la avaricia y dureza de sus poseedores; ¿qué deberán éstos esperar de la ley de Gracia? ¿Podrían ignorar esta sentencia los Apóstoles? ¿En qué cláusula del nuevo testamento hay siquiera un legado, o fideicomiso de esclavos a tus hijos, y herederos, coherederos con Cristo? ¿O cuál es la porción hereditaria que el Divino Testador hizo consistir en esta clase de bienes? ¿Su última libertad, firmada y sellada con una sangre libertadora del hombre siervo del pecado, podía ser susceptible de cláusulas contrarias a su libertad natural, y civil? ¿Sería posible que el mismo instrumento con que fue cancelada la Escritura de nuestra esclavitud espiritual, fuese también otorgado contra nuestros más preciosos derechos naturales? ¿O que la Carta de nuestra libertad espiritual fuese simultáneamente comprobante de nuestra servidumbre servil? Fuera de nosotros, el infame tráfico de nuestros semejantes. ¡Mil y mil gracias a la Nación Inglesa, porque ha tomado a su cargo la abolición de este comercio inhumano!
Que fuese igual el motivo que tuvieron los Apóstoles para exhortar políticamente a los esclavos recién convertidos, lo indica S. Pablo en su Primera Carta a Timoteo, cuando le dice: "que todos los que están bajo el yugo de la servidumbre, consideren a sus señores corno dignos de toda suerte de honor, a fin de que el nombre de Dios y su Doctrina no sean blasfemados o vilipendiados; y que los que tienen por amos a los creyentes, no los menosprecien so color de ser hermanos suyos por la Fe; sino que les sirvan mejor, por lo mismo que son fieles amados de Dios y porque ellos cuidan de hacerles bien". (1 Timot. 6). A este modo se explicaba el Apóstol para desengañar a los Gnósticos, y conseguir el sosiego y reposo que deseaba, cuando a sus mismos discípulos encargaba se hiciesen plegarias, intercesiones, y ruegos por todos los hombres, por los reyes, y por todas las autoridades, para que él, y los suyos pudiesen vivir una vida pacífica y tranquila en toda piedad, y castidad. (1 Timot. 2). Por la misma causa escribe a Tito, encargándole, amonestase a los nuevos creyentes, se sometiesen a los Principados y Potestades, obedeciesen a los magistrados y estuviesen preparados para toda buena obra. (1rt. 3). Toda esta preocupación exigía la crisis peligrosa de aquel tiempo para allanar el camino a la predicación evangélica.
Aunque claramente no constase el motivo de estas amonestaciones políticas, una sola reflexión sería suficiente para colegirlo, dando una hojeada sobre el estado en que se hallaba entonces la obediencia y subordinación de los súbditos de! Imperio. Veremos si de su historia resulta, que todos ellos estaban necesitados de lecciones que los instruyese en la teoría y práctica de estos deberes. Desde que Augusto, por la fuerza de las armas se hizo árbitro de Roma y de todas sus partes integrantes, estableció en toda la extensión de su mando un sistema de sumisión proporcionado a la tiranía que sufría la capital. Esta había sido reducida a la más miserable esclavitud. La Ley y la razón eran holladas; y nadie podía disputar con quien se había apropiado la autoridad del Senado y del pueblo por los filos de la espada. Nada había tan extravagante, que no pudiese ser exigido por la insolencia de un conquistador que tenia 30 legiones mercenarias para ejecutar su voluntad. La sana parte del pueblo que había escapado de las armas de Julio César, o había perecido con Hircio, Pansa, Bruto y Casio, había sido destruida por el detestable Triunvirato. El resto nada podía perder por una resignación verbal de su voluntad o de su libertad; para cuya defensa ni tenía vigor ni coraje. Los empleos estaban en manos de las hechuras del tirano; y el pueblo se componía de gente que, o había nacido en la esclavitud, o estaba habituada a obedecer; o de los que habían quedado bajo el terror de la espada que había consumido a los defensores de su libertad. La paz tan decantada en el Imperio de Augusto, es semejante a la que el diablo permitía al muchacho energúmeno del Evangelio. (Marc. 9). Quedaba como muerto cuando el maligno espíritu dejaba de atormentarle de varios modos; pero esta paz lastimosa, era seguida de nuevas agitaciones mortales más lastimeras. En un letargo cayó la miserable Roma después de ser agitada y desangrada por sediciones, tumultos y guerras, suscitadas por los aspirantes a la monarquía. Quedaba como muerta; y no hallando en su desfallecimiento un socorredor, tal como el que curó al energúmeno, fue entregada a nuevos demonios, para ser atormentada, hasta que fue enteramente arruinada. ¿En dónde está pues la necesidad de predicar la obediencia a los que pacientemente sufrían este durísimo yugo, no aliviado, sino agravado por los sucesores de Augusto? Los Romanos y demás dependientes del Imperio no necesitaban de maestros de sufrimiento y paciencia, sino de oradores republicanos, de restauradores de su libertad primitiva, de Catones y Brutos. Para una gente oprimida, que en el fondo de su corazón aspiraba a recuperar sus derechos usurpados, todo consejero de obediencia, temor y subordinación era odioso. ¿Qué fruto pues sacarían los Apóstoles, si se hubiesen dedicado a predicarles estos deberes como limitados y ciegos? Por abatidos que estuviesen los Romanos, no podían olvidar su antiguo esplendor y gloria, la majestad y grandeza de su república, los principios del poder y soberanía nacional. ¿A qué pues conducían las nociones comunes de potestad, repetidas en las cartas apostólicas? ¿De qué servían los deberes encarecidos de su¬misión, y tributo con un pueblo menesteroso de las arengas de sus antiguos tribunos? ¿Para qué escribir obediencia y subordinación en colonias y provincias obedientes y subordinadas hasta lo sumo en los días de Calígula, Claudia o Nerón? Suponer pues que hablaban con todos o sin una emergencia particular con el pequeño número de sus neófitos, es suponer que los Apóstoles malgastaban el tiempo en cosas superfluas y aun perjudiciales a la propagación del Evangelio; es suponerlos ignorantes del estado político del Imperio y mucho más ignorantes de los límites de su comisión apostólica; de cal suerte que sin discernimiento alguno se aventurasen a meter su hoz en mies ajena, mezclando asuntos de gobierno en su predicación. Así los injuriaba en otro tiempo. Así contraje la obligación de su desagravio. La acabaré de cumplir con otras observaciones.

CAPITULO XXXVIII
Se concluye la explicación de los Apóstoles en sus discursos políticos

YO SOY AQUEL que en mi ceguedad creía que era todo el pueblo romano a quien S. Pablo escribía la carta de la obediencia, origen y funciones del poder. Ignoraba entonces que toda ella no comprendía más que un número cortísimo de recién conversos prevenidos contra las autoridades del siglo. Yo no sabía que su prevención no era efecto de su odio al despotismo, sino de la disparidad de cultos. Quiero decir: no se disponían a desobedecerlas como arbitrarias y pésimas en su administración, sino como gentílicas can solamente. No aborrecían su mala conducta política, sino su religión. ¿Qué remedio pues para una gente que no detesta la tiranía, sino la persona del tirano; pero no como tal, sino como profesor de otra creencia religiosa? ¿Qué partido tomar con cualquiera otro pueblo descontento con sus gobernantes, no por defectos morales y políticos, sino por la falta de un ojo, de un dedo, por su pequeña o muy larga estatura, o por otros vicios corporales que no sirven de obstáculo a las funciones de su oficio? Si Romanos no imbuidos de la errónea opinión de los Gnósticos consultasen a S. Pedro o a S. Pablo sobre las medidas necesarias para recobrar sus derechos usurpados; a buen seguro que éstos hubiesen contestado lo que ahora se lee en sus Cartas. En tal caso habrían imitado a su maestro con una respuesta evasiva, o aconsejado cautelosamente lo que dicta la razón natural en obsequio de la alta dignidad del hombre oprimido por sus semejantes. Desafío no obstante a cualquiera que examine una y otra Carta sin preocupación, a que presente siquiera una sola palabra exclusiva del derecho de resistencia contra el poder arbitrario, contra sus providencias inicuas. Nada más hallará en estos textos que reglas generales acomodadas al caso que las dictó: reglas generales cuya excepción era impertinente para con los individuos, a quienes se escribían, y muy oportuna para el Pueblo Romano, o para otras personas deseosas de romper las cadenas del despotismo. Excepciones, cuyo magisterio está radicado en la naturaleza misma del hombre, se omiten por lo común, cuando se escriben reglas generales. Es muy obvio el ejemplo de esta práctica en los ce. 9 del Génesis, y 20 del Exodo. Ambos prohíben el homicidio, la efusión de sangre humana. Ninguno de ellos hace mérito de las excepciones de esta regla general prohibitoria, escrita en el mismo libro de la naturaleza. A este modo obraron los Apóstoles en la general exhortación a sus novicios, y no fue su ánimo alterar en una jota las excepciones inspiradas por el derecho natural y divino. De ellas usaron los pueblos de la Era apostólica y Su posteridad, los sucesores de los Apóstoles, los Cristianos posteriores al siglo de Tertuliano. En una palabra roda hombre no enervado, y embrutecido con las falsas glosas de la teología feudal, halló siempre su salud en las mismas excepciones.
Del c. 15 de la propia Carta de S. Pablo a lar Romanar, se deduce conjeturalmente que este Apóstol evangelizó en España. Esta nación, sin embargo, fue de las primeras que se levantaron contra el César, negándole la obediencia y el tributo. Todavía imperaba Nerón, cuando los españoles se sublevaron contra las potestades del Impero. En la misma época se substrajeron de su dependencia y sujeción las Galias, Alemania, Siria, Egipto y dos provincias más. Alentados al parecer con estas revoluciones los Senadores y vecinos de Roma, resistieron y desobedecieron al monstruo que los tiranizaba. Al influjo de las conmociones provinciales, a la integridad de una parte del Senado, al concurso de una y otra circunstancia fue destruido el Emperador, no extra legem, como lo habían sido sus predecesores, sino por la autoridad judiciaria del Estado. Con previo conocimiento de causa, fue condenado a muerte por aquel cuerpo, que seguía en esto la costumbre de sus mayores, iniciada en Rómulo. "More majorum", dice Táciro en sus Annales (Lib. 14. c. 48). Pero Nerón, avisado de la sentencia, se anticipó a la ejecución por mano de un esclavo, evadiendo así al verdugo, que le habría ejecutado, estando ya a disposición de los senadores la fuerza y poder nacional. En la historia de los demás Emperadores se verán los ejércitos deshaciéndose de muchos de lo que ellos mismos hacían; y ni S. Juan que sobrevivió a sus colegas, ni otro alguno de sus inmediatos sucesores reprueba este derecho de insurrección, ni se mezcla en negocios políticos. ¿Pero qué hicieron los cristianos, y sus conductores espirituales, cuando los Bárbaros del norte invadieron el Imperio Romano? Volvieron la espalda al César, le negaron la obediencia y el tributo, se pusieron de parte de los invasores, considerándolos como libertadores de la opresión que sufrían bajo las potestades imperiales. Por fortuna suya no existía aún el corrompido intérprete de las carras apostólicas, de los Proverbios y parábolas salomónicas. Sin ser acusados de impíos, sacrílegos e irreligiosos, obraron los ortodoxos contra los Césares Romanos, porque todavía no habían sido desquiciadas las alegorías de Salomón, ni los consejos políticos de S. Pedro y S. Pablo. El único que los motejaría de traidores y rebeldes, conforme al lenguaje de la tiranía, sería el déspota contra quien conspiraban por su libertad; pero faltándole Obispos e Inquisidores que le ayudasen con excomuniones y demás censuras eclesiásticas, no tenía parte la religión en el despotismo imperial. Faltábale igualmente con qué calificar de inmorales y heréticos los discursos de la libertad, y a sus heroicos defensores. Sin obstáculo alguno de esta clase mudaron de amo los insurgentes católicos. Su adhesión y auxilios fueron generosamente recompensados por los nuevos conquistadores; cuya generosidad sobresalió en favor de los jefes eclesiásticos. Se mezclaron al fin en las cosas del siglo. Ya en decadencia el primitivo espíritu de la Cristiandad, decayó más y más con este exceso, con las riquezas, honores y privilegios mundanos. Perdieron las costumbres su pureza primitiva. Desapareció la pobreza evangélica; y comenzó la siembra de las semillas del nuevo poder. ¡Ojalá no se hubiesen propagado tanto en los siglos posteriores!
A pesar del refinamiento y progreso que fue adquiriendo la falsa doctrina del poder, obediencia y tributo, nunca lograron sus propagadores que viviesen perpetuamente en cadenas los Pueblos Cristianos que fueron con ella deslumbrados. Siempre contraria a la dignidad y naturaleza del hombre, decían caer de cuando en cuando, a impulsos de la misma razón natural. La violencia del Estado, a que los nuevos doctores reducían la criatura racional, no podía ser permanente. Debían ser allanadas las nuevas barreras del despotismo por uno de aquellos esfuerzos que la naturaleza ha concedido a todos los seres oprimidos por la fuerza exterior. El influjo de las ideas quiméricas del poder sería más o menos duradero, conforme a la complexión de los ilusos, al carácter o temple de sus almas. Mas al fin menos poderoso el arte que la naturaleza, ha cedido a los nobles sentimientos de ella; los impulsos naturales han superado los obstáculos que le oponía la fuerza del despotismo; y la obra del fanatismo religioso político ha sido desplomada. Lo mismo acaecerá en lo sucesivo, por más que los enamorados del poder arbitrario, se empeñen en afear, y degradar a tu imagen y semejanza. Entre tanto me será permitida otra ficción para demostrar más la iniquidad de los que abusan del dicho de S. Pablo y S. Pedro en lo político. Yo quiero suponer que en su amonestación, tal cual la interpretan los mercenarios de la tiranía, hubiesen sido comprendidos todos los súbditos de la Dominación Romana, los Cristianos, y todos los hombres. Sin embargo de esta suposición hipotética, quedaría siempre en salvo el derecho de las sociedades para alterar, y corregir sus instituciones políticas, y el plan de su gobierno. Basta que recaiga la hipótesis sobre negocios de esta línea, para que sea inconclusa esta facultad social. En las tribus de Israel existe la mejor prueba de este aserto. Yo sacaré de sus libros algunos ejemplos de la integridad de este derecho en cosas menos importantes que el gobierno y constitución. En ellos se verá, que a pesar de haber recibido el hombre de tu mano para su servicio y utilidad los primeros dechados, ha podido separarse de ellos a su arbitrio, sin expresa orden tuya; y no lo has desaprobado.
Vos mismo, Señor, hicisteis dos túnicas de pieles y con ellas cubristeis la desnudez de nuestros primeros padres. Si raciocinamos como los modernos glosadores de Salomón y S. Pablo, diremos que el vestirse de pieles es derecho divino, y por consiguiente un atentado el abandonar esta vestidura y tomar las de lino, cáñamo, algodón y seda. Pero si hemos de tener libertad para el uso de esta ropa, por qué privarnos de ella en lo más importante a nuestro bienestar. Si no obstante el modelo que tú mismo nos diste en la materia y forma del vestido que cortaste, y cosiste para Adán y su mujer, quedamos expeditos para usar otro corte, y de otra tela, ¿por qué ligarnos perpetuamente a las reglas de gobierno eventualmente escritas por unos misioneros de la Jerusalén celestial? ¿Son acaso nuestros alimentos, nuestras armas, utensilios y casas como las de nuestros primeros padres, como las de Noé y su familia, y demás progenitores nuestros en las primeras edades del mundo? Y si el no imitarlos en esto y demás necesario a nuestra existencia, libertad, y bienes, es laudable y lícito. ¿Seríais vos tan inconsecuente, que en lo más interesante a la defensa y conservación de estos derechos nos vinculaseis a la práctica de nuestros abuelos esclavizados o menos ilustrados, y libres, quitándonos la facultad de consultar otro derecho, que el que aparece escrito en las Epístolas de S. Pedro y S. Pablo? Los calafates y carpinteros de ribera pudieron separarse de la plantilla, que por mano de Noé les dejaste para la fábrica de naves; ¿y nosotros las naciones todas debían ceñirse para siempre al sistema de obediencia y poder, que atribuye a los Apóstoles el partido de la tiranía? ¿Importará más al género humano la diferente construcción de bajeles, que la libertad de mejorar el gobierno? A los arquitectos y demás artífices accesorios de este oficio, les ha sido permitido fabricar templos, tabernáculos y ajuares correspondientes, sin adherirse a lo prescrito en las Obras de Moisés, Reyes, Esdras y Nehemías; ¿y a los pueblos en materia de gobierno había de series prohibido el uso de su libertad? Ya son generalmente celebrados los Astrónomos, que profesan un sistema planetario inconciliable con el que dejaron en sus escritos Josué y Salomón. ¿Y ha de ser reprensible que las naciones cristianas sigan otro sistema político, que el que han suplantado los tiranos con textos del mismo Salomón, y con otros de S. Pedro y S. Pablo? A los médicos que no observan en iguales hábitos morbosos el método curativo que este Apóstol prescribía a su discípulo Timoteo en el c 5 de su 1 carta a este paciente, nadie los acusa de herejía, ningún teólogo los censura ni excomulga, ¿y han de ser condenados y anatematizados los filósofos que en sus métodos gubernativos no recetan potestad, tributo y subordinación arreglados al recetario político que la teología feudal imputa al mismo Apóstol en su carta a los Romanos?
La iglesia en su disciplina ha usado del mismo derecho, que muchos eclesiásticos no quieren concederle al pueblo. Esta sola práctica debería ser suficiente para no negarle lo que ellos se permiten, y aprueban. Yo no hablo sino de la disciplina externa, de las prácticas y ejercicios que la constituyen, en que caben grandes abusos. Yo no trato de aquellas que se verán como fundamentales en nuestra Religión, y derivadas de Jesucristo y sus Apóstoles, por el canal de la tradición. Fielmente conservadas entre nosotros, ellas no admiten alteración. Las demás se han acomodado a la índole de los tiempos, al imperio de las circunstancias, a la vicisitud de las cosas humanas. Yo veo en la naciente iglesia una forma de gobierno tan popular, que hasta las mujeres tenían derecho de sufragio en las asambleas. Democráticamente se trató de suplir la falta del pérfido discípulo; y por cerca de 120 votos, inclusas las personas del otro sexo, se verificó el suplemento, y quedó provista la vacante. (Act. 1). Cuando dejaron de concurrir y sufragar en el congreso eclesiástico las mujeres, todavía permaneció inalterable el sistema republicano, hasta que se disolvió la comunidad de bienes. Mitigada entonces la democracia, empezó la aristocracia; más no por eso dejó de ser más bien un gobierno mixto de estas dos clases de una monarquía iniciada. Monarcas absolutos no fueron conocidos en la Iglesia hasta los siglos de la feudalidad. Desapareció entonces la república, y dejó de ser mixto de aristocracia y democracia el gobierno subsecuente a la disolución de la comunidad de bienes. Llegó a ser tan absoluta esta nueva monarquía feudal, que se absorbía a todas las demás que habían resultado de la introducción de feudos. ¡Cuánta diferencia entonces entre unos monarcas de doble autoridad, y el presidente de la naciente república de la Iglesia! ¿Quién osaría portarse con ellos como se portó S. Pablo con su príncipe en Antioquía? (Galat. 2). De la igualdad y fraternidad tan recomendadas en el Evangelio, se pasó al señorío y vasallaje, desde que se reunieron en una sola persona el principado temporal y la vicaría de Jesucristo. Ni los Apóstoles, ni sus sucesores de la primera edad, ni otro alguno de los nuevos creyentes aspiraron al mando secular, ni a la opresión de sus semejantes. Por el contrario, el carácter de cristiano, se creía entonces inconciliable con el de las cosas del siglo. El ingerirse en ellas se consideraba estrechamente prohibido a todo hombre alistado en la fe de Jesucristo. No sólo era indebido sino también condenado para los Cristianos el uso de la espada, civil o militar. Opinaban que todos ellos habían sido desarmados para siempre cuando Jesucristo mandó a Pedro envainar su espada, declarando con esto que todos los suyos eran hijos de paz, y de ninguna persona enemigos.
A este modo se explicaba Tertuliano. Filii pacis, nullius hostes, et Christus exarmando Petrum, omnem christianum militem in aeternum discinxit. (Tert, Apolog.). Prosigue el mismo escritor diciendo. Nosotros no podemos pelear para defender nuestros bienes, habiendo renunciado en nuestro bautismo al mundo y todo lo que hay en él; ni para adquirir honores, cuando nada más extraño reputamos de nosotros, que los negocios públicos, cuando no reconocemos otra república que la del mundo entero: ni para salvar nuestras vidas, porque el perderlas es una dicha para nosotros. ("Nobis omnis gloriae, et dignitatis ardoret frigentibus, & C. Nec alia res est magis nobis aliena quam publica: unam nobis rempublicam mundum: agnoscimus"). Disuade a los Paganos de la persecución de los fieles, menos porque repugnasen éstos morir, que por eximir a sus perseguidores del reato de la sangre inocente. Sus oraciones por los Emperadores dimanaban del precepto de Jesucristo que los intimaba rogar por sus perseguidores. Provenían también de otro motivo de conveniencia temporal. Persuadidos los nuevos creyentes de que cuando se acabase el Imperio Romano, se había de acabar el mundo, oraban por la duración de los Emperadores, para que se prolongase la del Universo. Tanta era la disonancia que hallaban entre la dignidad del Cristiano, y la posesión de empleos seculares, que en el mismo tratado apologético dice Tertuliano, que los Césares hubieron creído en Cristo, si ellos, o no hubiesen sido necesarios para el gobierno político, o los cristianos pudiesen ser Césares. (Sed et Caesares super christo credidissent, si, aul, Caesares non essent saeculo necessarii, aut Christiani potuissent esse Caesares). Las oraciones y lágrimas eran las únicas armas de los primeros cristianos. No oponían otras a sus perseguidores; ni los oradores de la tiranía quieren que las naciones católicas de nuestro siglo se armen de otra manera contra sus opresores. Mas esta extremada mansedumbre no corresponde con la sevicia de los príncipes cristianos, que se afanan por esclavizar a los pueblos, o mantenerlos en la opresión; obrando de un modo opuesto al Evangelio, y desconforme a las máximas de humildad y paciencia, que pretenden sean el único patrimonio de los oprimidos, ellos se permiten todo lo contrario. Frecuentemente las alegan para que éstos las practiquen; pero ellos para si las miran como cosa de pura ceremonia. Ellos obran como si estuviesen exentos de su observancia, o como si ésta fuese incompatible con el carácter Real. En su conducta manifiestan a todo el mundo, o que el Evangelio no obliga a todos los Cristianos, o que los déspotas y conquistadores, no son sino Cristianos de solo nombre, mientras que están obrando contra los consejos, y preceptos de Jesucristo. Si a despecho de estas prácticas fijamos la vista sobre los siglos posteriores a Tertuliano; si hojeamos la historia de los tiempos subsecuentes a la interrupción de los Bárbaros: hallamos que aquellas máximas eran puramente temporales, acomodadas a las circunstancias, y dirigidas en su origen a personas, que por estar especialmente consagradas a un nuevo orden de milicia, no podían armarse, sino con la espada del Espíritu, para combatir espiritualmente. Los demás Cristianos, mientras no tuvieron más armas que oraciones y lágrimas, mientras a la letra observaban como precepto ciertos consejos evangélicos, sufrieron pacientemente el ultraje de su libertad. Pero sabiendo ya, que por seguir las banderas del Cristianismo, ellos no perdían los derechos de hombres, obraron como tales; y llevaron hasta tal puma su defensa, que el valor cristiano presto vino a ser tan famoso como el de los Paganos. De aquí debemos concluir, que, aunque las cartas apostólicas en lo político, hubiesen sido tales, cuales las supone el genio de la tiranía, pudieron y debieron separarse de ellas los creyentes, cuando variaron las circunstancias. Mas ¿cómo es que limitadas al cortísimo número alucinado en el tiempo de su fecha, y arregladas a los principios generales del poder y obediencia, sin perjuicio de las excepciones naturales; nos encontramos ahora con un cúmulo inmenso de extravagancias indignamente firmadas con el sello de la religión? Si los ministros de ella son incompetentes y falibles, en cualquier otra cosa que no sea de su resorte, ¿con qué título, han podido invocar el nombre de Jesucristo, y de su Iglesia para meter la hoz en mies ajena, y pronunciar en lo político? Ya está anunciada la razón de este abuso; importa explicarla más.

CAPITULO XXXIX
Abuso de la potestad eclesiástica en lo político

ESTE ES UNO de los excesos procedentes de los vicios que pervierten la razón, corrompen la voluntad, y hacen que el más fuerte, el más astuto y osado, labre su fortuna a costa de la miseria y esclavitud de sus semejantes. Reducida a solo nombre la pobreza evangélica por la execrable hambre del oro, no podía ser otro el fruto de esta reducción. Si la codicia es la raíz de todos los males, para qué buscar otro origen al desorden de los ministros del culto? Apenas desapareció del gremio de la religión la pobreza del Evangelio, cuando aparecieron los abusos de los conductores. Ellos, en todas partes y en todos tiempos han sido consecuencia necesaria del oro y de la plata. Queriendo Moisés alejarlos de la monarquía prohibió a los Reyes la exorbitancia de estos metales. Sus deudos en Lacedemonia les cerraron absolutamente las puertas. Mientras fueron pobres los Romanos, conservaron la integridad y pureza de su disciplina. Fueron virtuosos republicanos, mientras que, contentos con su frugalidad primitiva, abominaron el lujo. Se corrompieron cuando traspasaron los límites de la sobriedad. Abundaron entonces los crímenes y empezó la decadencia de su libertad.
"Nullum crimen abest, macinusque libidini ex quo Paupertas Romana perit".
Decía Juvenal. Sat., 6. 293).
Todos los vicios, y maldades, se reunieron, desde que desapareció la pobreza Romana. Otro tanto podrá decirse de cuantos posponen la honesta mediocridad a la posesión de grandes riquezas. Si S. Pedro hubiese tenido plata y oro, no hubiera curado al cojo de nacimiento con la virtud milagrosa de su palabra. "Levántate y anda, le dice, pues no tengo plata, ni oro". (Act, 3). Costumbres no sólo diversas sino contrarias al Evangelio, a las de Cristo, sus discípulos, a las del siglo de Tertuliano, y de otros precedentes a la ruina del Imperio Romano: metidos en las cosas del siglo aquellos mismos, a quienes estaba prohibido el mezclarse en lo temporal y terreno: enriquecido y ansioso de adquirir más el mismo que todavía predicaba "si vis perfectus esse, vade, et vende omnia quae possides, et da pauperibus": engreídos con recompensas prodigadas con designios mundanos y políticos: todo conspiró contra la majestad del pueblo, contra la dignidad del hombre, contra sus derechos imprescriptibles. Mientras los Obispos de Roma no llegaron a un poder tan eminente, que a su arbitrio disponían de las coronas vacantes, se contentaban con auxiliar a sus poseedores con las falsas doctrinas que empezaban a fructificar y con el rayo de la excomunión, que muy presto fue tan frecuente como escandaloso. Lo que al principio fue mera condescendencia con aquellos monarcas de quienes esperaban y recibían mercedes, y beneficios, fue después elevado a la clase de derecho pontificio: les zanjó el camino para dominar a la sucesión de sus dominadores. Con aquellas mismas armas espirituales con que habían auxiliado la ambición de éstos: con los mismos principios absurdos de potestad, y jurisdicción, con que infatuados los pueblos habían sucumbido a la tiranía: con estos mismos lograron dar la ley a los sucesores del monarca, de quienes ellos la habían recibido en otro tiempo.
Inficionados del contagio feudal, reunieron en su persona el poder del cielo, y el poder de la tierra; empuñaban la espada y el cayado; confundían lo espiritual con lo temporal. No era posible que dejasen de complicarse las funciones propias del Apostolado con las otras que se le habían acumulado. Desde las primeras adquisiciones del siglo se había empleado el sello de la Religión en marcarlas y distinguirlas. Nada era más consecuente a esta práctica que marcar también con el mismo sello las ordenanzas feudales, los despachos, y providencias ful¬minadas contra el verdadero derecho de las naciones. Condensadas las tinieblas de la ignorancia, subsecuente a la caída del Imperio Romano, creció el abuso de autoridad; se multiplicaron los excesos de jurisdicción, fueron más numerosos los abusos contra la libertad de los pueblos. Documentos daros de esta aserción se presentan en la historia del siglo más obscuro y tenebroso de la era cristiana: del siglo décimo, siglo bárbaro, e ignorante, siglo de ceguedad, e incultura. Antes, y después de él se halla cuanto es necesario para venir en conocimiento del poder de la ignorancia, de la actividad del fanatismo, del imperio de la preocupación. Menos que hombres, parecían brutos cuando habitaban la Europa desde el Tajo hasta el Tíber. Sin la suma impericia de los derechos del hombre, ¿cómo se atrevería Estéfano III a prohibir, que los franceses en ningún tiempo tomasen otro rey que no fuese de la dinastía de Pipino? Esta prohibición fue uno de los ritos, con que aquel Papa solemnizó la consagración de este monarca; y no contento con esto, declaró también incursos en excomunión mayor a todos los contraventores. Otra excomunión mayor obtuvo de Alejandro II Guillermo el Conquistador contra todos los que resistiesen su conquista, o la contradijesen. ¿Y cómo fulminar tan inicua censura, sin una ceguera gravísima acerca de los principios eternos de la libertad del hombre?
Al engrandecimiento de la potestad temporal del Papa contribuyeron mucho las falsas decretales, que nacieron en el siglo octavo. A fines del siglo nono, en todo el décimo, y en la primera del undécimo se nutrieron con el pasto de la ignorancia estos Cánones apócrifos. Llegaron a la edad viril, y adquirieron mayor robustez en el curso de las cruzadas. Esta invención dio a la autoridad eclesiástica su último incremento. Llegaron entonces a su plenitud los excesos. Sobre rodas los príncipes y reyes cristianos, ejercía la Curia Romana un despotismo canceleresco. Todos eran feudatarios suyos. Yo no sé cómo pudo sostenerse tanto tiempo la liga de un poder instituido para la libertad espi¬ritual del hombre con otro poder arbitrario, y tiránico que despoja al hombre de su libertad civil. Cuando yo veo a Jesús absteniéndose de mezclarse en la partición de la herencia de dos hermanos, a pesar de la sencillez del negocio, y de la instancia que le hacía uno de los interesados: (Luc. 12). Cuando le contemplo huyendo de la multitud, y ocultándose en el monte para no aceptar el nombramiento del rey: (Joan. 6), yo no puedo conciliar esta conducta con la de sus ministros desde la organización del feudalismo. Cuando ejercen en todo su vigor el poderío feudal: cuando parten no solamente herencias de particulares, sino también reinos, y principados de la tierra; cuando se hacen legisladores de los monarcas cristianos en lo temporal, disponiendo a su beneplácito de rodas las vacantes del trono por derecho de reversión: cuando tan liberales con los reyes de su partido les regalan lo ajeno contra la voluntad de su dueño: me parecen más acreedores que los Fariseos a las increpaciones, y censuras que recibían de Jesús; señaladamente aquella que refiere S. Marcos en el c. 7 de su Evangelio "In vanum autem me colunt, docentes doctrinas, et proecepta hominum. Relinquentes enim mandatum Dei, tenetis traditionem homiruon".
Pasó la época en que enseñoreados los Papas de las Coronas del Orbe cristiano, mandaban sobre los monarcas como hechuras suyas, como tributarios y vasallos de una conquista feudal. Pasó, sin haberse conocido posteriormente otro que aspirase a renovar el siglo de Grega¬rio VII que el Papa Sixto V cuando declaró incapaz de suceder en la Corona de Francia a Enrique IV rey entonces de Navarra, y cuando privaba de la suya a la Reina Isabel de Inglaterra por medio de una Bula, despachada en favor de Felipe II que hubiera tal vez surtido efecto si su armada hubiese abordado felizmente a las costas Británicas. Pero subsistieron otros abusos degradantes. En vez de disminuirse las invenciones tiránicas, fue aumentándose su número. Aparecieron nuevas exorbitancias del poder pontificio. A él pertenecía el dominio de toda la tierra, o a lo menos de aquellas porciones habitadas por Idólatras; y como señor universal, podía donarlas el Papa a los príncipes católicos de su devoción. La Irlanda fue cedida por Adriano IV a Enrique II de Inglaterra: la Africa, y Asia fueron donadas por Martina V, Nicolás V, Calixto III Y Eugenio IV, a los Portugueses: las islas Canarias por Clemente VI a los reyes de España, que posteriormente adquirieron las Américas por donación de Alejandro VI. Para complemento de la tiranía apareció la Inquisición, que desviándose de su primitivo instituto, también metió la mano en los negocios de gobierno para reagravar las cadenas de la esclavitud. Los aragoneses no resistieron su restablecimiento después de haber abolido su primera fundación en el reinado de Fernando y de Isabel. No se atrevieron éstos a restablecerla hasta que decayendo la libertad de Aragón, y de Castilla con el descubrimiento de las Indias, decayó también del derecho de resistencia. Cuando por la ilustración de la Europa no quedaban Inquisidores sino en España, sobrevino un acontecimiento, que hace ver hasta qué punto llegaba en ellos el abuso de su poder en lo político, y su ignorancia en los derechos del hombre. Casi al mismo tiempo en que las últimas Cortes de España declaraban en Cádiz a fines de 1810, la soberanía del pueblo, como base de su nueva constitución, los Obispos e Inquisidores de México calificaban de herejes, y excomulgados a los que defendiesen este dogma político, o creyesen que el pueblo era soberano. Es un hecho notorio en todo el mundo. Yo tuve de él la primera noticia por un periódico de Londres.
Sumergido yo en mis preocupaciones, veneraba en otro tiempo corno oráculos las extravagancias pronunciadas en negocios de Estado por la sucesión apostólica. Proposiciones condenadas por la Iglesia, llamaba yo a sus errores políticos, creyéndola tan infalible en este punto corno en lo que Jesucristo le había encargado. Mi deferencia era más ciega, cuando esos mismos errores se habían firmado en Concilio. Infalibles hubieran sido también para mí unos decretos pontificios, o conciliares sobre mineralogía, y castramentación. Me parecía que tu divino Espíritu prestaba indistintamente su asistencia, bien fuese invocado para materias eclesiásticas, o para cualquier otra. Seguramente no pensaban como yo los Padres del primer Concilio de Nicea, que para reformar el calendario de la Iglesia, consultaron a los Astrónomos griegos de Alejandría, y siguieron su dictamen. 1257 años después de esta reforma es necesario hacer otra; y el Papa Gregario XIII, se vale de los más célebres Facultativos de la Europa; cuya opinión fue la que prevaleció corno ley en este punto. Proposiciones condenadas por la Iglesia en lo político valen tanto como aforismos de Medicina sancionados en Sínodo general ecuménico. Lo mismo se diría de cualquier otra decisión suya que recayese sobre la Geografía o Cronología del nuevo y viejo Testamento, sobre la Estrategia, y la Táctica militar de los Hebreos, rasgos de Medicina, o Física, y de otras artes que por incidencia se encuentran en uno y otro libro. Ni en Concilios, ni fuera de ellos, tienen acerca de esto ninguna infalibilidad los eclesiásticos. Tampoco la tiene el Papa por sí solo en puntos de Religión. Por más que el partido ultramontano ha procurado atribuírsela, la Cristianísima Francia ha sostenido lo contrario con argumentos ineluctables. Su Clero, sus Teólogos, los Sabios de su Sorbona no han querido concederle lo que Jesucristo no concedió sino al gremio de su Iglesia. Es notable en este artículo el plan de reconciliación y concordia, que en obsequio de la Religión propuso a Pedro el Grande la célebre Universidad de Sorbona, para que dejasen de ser cismáticos los Estados de la Rusia. ¿Cómo, pues, pretender infalibilidad en lo civil quien carece de ella en lo eclesiástico? ¿Con qué título condenar como heréticas, o sapientes heresim proposiciones de eterna verdad política, comprobadas con los libros de la misma Religión? ¿Pero cómo pudieron los Evangelizadores de la Era feudal excederse del mandato apostólico, siendo tan claro, y terminante? A fuerza de alegorías, y conceptos místicos absurdamente aplicados. Con el socorro de arbitrarias, y violentas interpretaciones triunfaron de la verdad los impostores. Al favor de las tinieblas en que se halló envuelta la Europa, dominada por las tribus bárbaras del norte, pudieron ellos conseguir su triunfo. Los menos ignorantes fueron inventores del fraude. Los menos ignorantes eran tenidos por sabios entre los ignorantísimos. El saber escribir y leer era suficiente mérito para captarse esta opinión; y poco más bastaba para ser tenido por inspirado. Fingir cosas extraordinarias, componer fábulas y romances, hacer analogías de los textos más sencillos de la Escritura, era un rayo de ciencia infusa para gente tan estúpida, y un objeto muy interesante a su curiosidad. No lo duda quien conoce el placer con que siempre vuela el vulgo en pos de lo maravilloso, y raro, sin cuidar de lo verdadero, y sólido. Animado el talento de la ficción por una ciega credulidad, llenó de legendarios fabulosos los estantes, y todavía pretende insultar la verdad. Estas son [as circunstancias que favorecieron la impostura, y produjeron la ilusión. Confesaré algunas de las alegorías con que yo andaba más enredado en el laberinto de mis preocupaciones, y son de las que conciernen al abuso de la autoridad y poder.

CAPITULO XL
Alegoría de las llaves y dos espadas, con otras incidencias

UNA DE LAS llaves del reino espiritual del Mesías fue destinada en los siglos feudales al imperio temporal de la tierra. Puede decirse que ambas fueron habilitadas para abrir las puertas de este mundo, y del otro. En manos ambiciosas, y avaras eran llaves maestras con que se abrían las puertas de las casas, quintas, ciudades, y reinos para opulencia de los claveros, y de sus predilectos. De las más sencillas figuras con que Jesús se explicaba, para inspirar en su auditorio las sublimes ideas de! objeto espiritual de su misión, abusó el espíritu del siglo para cohonestar e! enlace de lo celestial y terreno en una misma persona, y darle a cuanto se abriese, y cerrase con la llave de este mundo el carácter de inviolable y sagrado. Pero veamos a qué se contrae la alegoría de las llaves. Inquiría Jesús de sus discípulos la opinión de ellos, y del resto de la gente, acerca del hijo del hombre. Manifestó S. Pedro la suya, diciéndole que su maestro era Cristo, hijo de Dios vivo. Jesús le contesta sobre la marcha, anunciándole, que no hablaría de este modo sino por revelación de su padre celestial. Continuando sin interrupción su discurso, se sirve de la alegoría de un edificio, y del nombre propio de este discípulo, para significarle que él sería la piedra angular sobre la cual construiría su Iglesia, y que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella. Por una consecuencia necesaria de este símil, debían tener parte en él las llaves del edificio espiritual de la Iglesia. Y siendo esta obra del reino de los cielos, al prometerle la facultad sacramental de allanar su entrada en él, le dice al mismo discípulo. "tibi dabo claves regni caelorum", "Yo re daré las llaves del reino de los cielos". (Math. 16). Nada hay aquí que no sea del orden espiritual. Si otra cosa hubiese, bien podría decirse haber sido ilusoria esta promesa, una vez que en virtud de la potestad de las llaves, S. Pedro no ejerció, ni aspiró a ejercer más que la del reino espiritual. Prometer nominadamente a este discípulo una cosa que no había de verificarse sino en la sucesión pontificia muchos siglos después de la promesa, sería lo mismo que pronosticarle quedar reservada la colocación de la piedra angular del edificio para los tiempos de ignorancia y corrupción. Esto sería prometer en vano, y reservar para sus herederos y sucesores las gracias y mercedes correspondientes al mérito personal de aquel varón distinguido. Resultaría de aquí haberse suspendido la fundación de la Iglesia basta después de las ruinas del Imperio Romano. Resultaría por consiguiente que no fueron fundadores los Apóstoles y Jesucristo, sino delineadores del plan que había de servir de norma a los Prelados de la edad feudal.
Lo mismo resultaría de la mala aplicación del sentido metafórico de las dos espadas, y del abuso de otros lugares de la escritura contra la libertad de los pueblos. Hasta la época del feudalismo, la espada había servido a los ascéticos para denotar la actividad de la palabra. Espada del Espíritu se llamaba algunas veces la divina palabra; otras era comparada con la espada de dos filos. Anunciando Jesús las diferencias que se suscitarían entre los infieles y fieles, entre los incrédulos y creyentes, entre los confesores y mártires, sus perseguidores y verdugos, dijo a sus discípulos no haber venido a traer paz, sino guerra. En lugar de esta dicción, usó de la voz espada, como símbolo de la discordancia de opiniones y de profesiones. El combate espiritual que resultaría de la divergencia en la fe, de creencias contrapuestas, era la espada que había de dividir los pueblos, las familias e individuos; espada que separaría los cónyuges desiguales en culto, dirimiendo o disolviendo el pacto conyugal: espada que cortaría relaciones de familia entre los que repugnasen la voluntad del padre celestial, y los observantes de ella: espada en fin que substituiría entre estos otros vínculos de parentela. En ninguna parte de la Escritura se usa de la palabra espada como signo de potestad jurisdiccional. Está adaptada entre los políticos para expresar las funciones interiores y exteriores del poder y de la fuerza pública. Espada de la justicia, espada de la guerra son los signos metafóricos que ha sacado la política de las dos espadas del Evangelio de S. Lucas; pero no las ha calificado de emblemas del poder divino, ni del poder humano. En la serie del texto está más patente el abuso introducido en la edad de los feudos. Acababa de cenar el maestro con sus discípulos, cuando vuelve a tomar la palabra para anunciarles la proximidad de su pasión añadiendo otras cosas de su reino espiritual, de la estabilidad y firmeza de la fe de Pedro. Este protesta no separarse de su maestro en ningún conflicto. Jesús le pronostica la imbecilidad con que le negada tres veces antes del canto del gallo. Avisa a todos la necesidad de proveerse para subsistir en una crisis, en que les faltaría lo que antes les sobraba. Les encarece lo urgente de esta providencia, diciéndoles, que quien tuviese surtido su saco, llevase también la bolsa: y que quien careciese de este auxilio, vendiese la túnica y comprase espada. Los Apóstoles, entendiendo materialmente la expresión, le contestaron que allí estaban dos espadas. "Basta, dijo Jesús en seguida, y partieron todos para el huerto". (Luc. 32).
Ni antes, ni después de esta plática, ni durante ella, aparece siquiera un vestigio de potestad, exceptuando la sacramental, ejercida sobre el pan y vino de la cena. Del poder mundano, como ajeno de su oficio, nada tenía que decir en aquella ocasión. Por otra parte, simbolizar la autoridad espiritual en unas espadas que habían de comprarse con el precio de las camisas, que a este fin debían venderse, era indecente y pecaminoso; olía a simonía, y envolvía cuando menos una tácita aprobación de este crimen. Pero el armarse de la virtud necesaria todos aquellos que careciesen de dinero y provisiones con que vivir, cuando por e! odio a su carrera, cuando por la persecución de su maestro les habían de cerrar las puertas, y no hallarían quien les diese una gota de agua, ni una migaja de pan, era el partido más prudente en circunstancias tales. Al crédito del maestro eran deudores los discípulos de la consideración y provecho, que hasta entonces disfrutaban. Perdida la opinión del maestro por la intriga de sus rivales, nada tenían que esperar los discípulos sino escarnio, y repulsa. Ellos no eran comprendidos en e! mandamiento de prisión; pero siendo difamado el maestro con imputaciones de alta traición, cuantos tuviesen la ligereza de creerlas, eran otros tantos acusadores de la presunta complicidad de los discípulos. Era, pues, un deber de! maestro preparar sus ánimos con lecciones de valor y fortaleza de espíritu, para sufrir con resignación lo que les esperaba por su causa. He aquí la espada que les recomienda en e! cenáculo con tanto interés, que debían preferirlas a sus túnicas, Quiere que se desnuden de pasiones desordenadas, y que a costa de su desnudez adquieran las virtudes de que más necesitaban en el porvenir. Resignación a vuestras órdenes, y perseverancia en el bien, son dos espadas invencibles, que ocurren a la imaginación del contemplativo, cuando considera la dura prueba por donde habían de pasar los Apóstoles. Ellas bastaban a la intención de Jesús en el estilo parabólico con que solía instruir a sus oyentes. Si fuese un pirata o bandido que hablase a los suyos en semejante frase, todo el mundo comprendería el sentido de ella, porque todo el mundo sabe que estos robadores han vendido muchas veces la ropa para comprar armas con que hacer sus latrocinios, y vestirse mejor con sus ganancias. Jesús no podía exhortar a sus discípulos a vender la camisa y comprar espada, con que despojar de los suyo a los caminantes o navegantes, o con que recuperar las cosas que habían abandonado por seguir su vocación. Muy verosímil es, que sin concebir ellos el espíritu de la expresión de su maestro, saliesen armados con las espadas, a que era alusiva su respuesta, y que una de ellas fuese la que sirvió a Pedro contra el dependiente del sumo sacerdote. Sobre todo, ¿qué potestad había de cifrarse en semejante instrumento, que no pudiese llevarse a efecto por los Apóstoles y sus inmediatos sucesores los más dignos de ella, si es que debía estimarse honorífica, y remuneratoria de sus trabajos apostólicos?
Yo sin reflexionar nada acerca de esto, decía en otro tiempo que el no estar aún organizado el gobierno eclesiástico impedía el libre uso de ambas espadas. En ciertas palabras de Jesús a Pilatos me parecía bien fundado mi pensamiento. El magistrado Romano le hablaba de su reino: y Jesús le contesta que si fuese su reino de este mundo, su gente tomaría la defensa de su causa, y pelearía para librarle de sus enemigos. ¡Nueva declaratoria de los derechos del hombre contra la tiranía! ¡Nueva aprobación del ejercicio, que de ellos se había hecho por el maestro y su discípulo Pedro en la hora del prendimiento! Pero ¿cómo es que tu Divino Hijo, que vive y reina contigo sobre todo lo criado, niega en aquel acto que su reino sea de este mundo? La respuesta es obvia y concluyente contra mi antiguo argumento. Jesucristo sufría y hablaba entonces como hombre, no como Dios. Estaban suspensas sus funciones regias, porque estaba suspenso el ejercicio de su poder divino, para que tuviesen cumplimiento las Escrituras, Cesó la suspensión resucitando; y volviendo a tomar asiento a la diestra de su Eterno Padre, continuó su reinado sobre el cielo y la tierra en su Trinidad. Antes de resucitar y subir a los cielos de su reino era puramente espiritual, sin ninguna tintura de mundano: reino de la Divina gracia: reino de santificación y sacramentos: reino erigido dentro de cada criatura racional. (Luc. 17, 21). Este es el reinado de la iglesia militante y de sus ministros sustitutos de Jesús sobre la tierra. El Otro reinado universal de preeminencia sobre todo lo criado, en nadie fue sustituido. Este era el que se hallaba suspenso cuando compareció Jesús delante de Pilatos. "Nunc autem regnum meum non est binc". (Joan. 18). Este nunc era el asidero con que yo creía justificada la exorbitancia de! nuevo plan gubernativo, trazado y planteado en la feudalidad. "Venga a nos el tu reino", repetimos en la oración dominical. ¿Y quién ignora que este reino no es e! de la Gracia y la Gloria? Aún después de introducido en la Iglesia el imperio temporal, se conserva inalterable este formulario, compuesto a instancia de los Apóstoles por el mismo Cristo para enseñarnos a orar. ¿Por qué pues estar todavía pidiendo un reino futuro, si quedó ya organizado en los tiempos florecientes de! feudalismo? Si desde entonces desapareció el nunc de la contestación de Jesús al Presidente Romano, para qué insistir en la plegaria de ese mismo reino fundado sobre la ruinas del Imperio Romano por los Obispos de Roma? Dejemos a cada reino en sus límites. Conténganse dentro de los suyos las potestades. Abstengámonos por ahora de alegoría; y pasemos a confesar Orto argumento que sacaba yo contra la soberanía del pueblo de otras palabras de Jesucristo a Pilatos.

CAPITULO XLI
Se refuta la objeción tomada del c. 19 del Evangelio de S. Juan contra el poder del pueblo

NON HABERES potestatem adversus me ullam, nisi tibi datum esset desuper. "Ninguna poresrad tendrías contra mí, si de lo alto no se hubiese dado". (loan. 19). Esto fue lo que respondió Jesús a Pilatos, cuando éste le rearguye por su silencio, preguntándole si ignoraba tuviese facultad de condenarle o absolverle. Y de aquÍ deducía yo que el pueblo carecía de soberanía: pues la de César, y la de su teniente en Jerusalén era derivada de lo alto, según el c. 19 de S. Juan en su Evangelio. Superfluo parece repetir contra esta deducción, que Jesucristo siguiendo el estilo sublime de las meditaciones divinas, se remite al origen primitivo de la autoridad y poder, sin excluir a su fuente inmediata y visible. Si Pilatos interpretase como los teólogos feudatarios, aspiraría a la independencia del Emperador; alegaría que su poder no era participado del que ejercía el César, sino emanado derechamente del cielo; y lo hubiera arriesgado todo por su insana interpretación. Pero este magistrado estaba muy lejos de ella. Sabía muy bien que su autoridad le venía del Emperador, y era una parte de la que éste había obtenido de los Romanos, que le habían admitido al imperio. No ignoraba que de lo alto procedía la que ejercían las legiones que habían sostenido a Octavio, y sostenían a su sucesor Tiberio. Ningún filósofo griego, ningún ciudadano romano, ignoraba esta verdad. Todos sabían que de sus dioses derivaban cuanto poseían, como primeros manantiales de todas las cosas humanas; pero ninguno de ellos era tan necio, que negase la facultad de las causas segundas para comunicar lo que habían recibido del Cielo. Ciro al libertar a los judíos de su cautividad, confesaba que tú le habías dado todos los reinos de la tierra. "Omnia regna terrae dedit mihi Dominus Deus Coeli ", (Esdr. 1). ¿Cómo, pues, ignorarían este rasgo de filosofía natural los romanos conquistadores de los mismos reinos, que poseía Ciro cuando manumitía a los cautivos hebreos? Al auxilio de los Medos y Persas, debió este conquistador la dominación de Babilonia. Pero como del Dios y Señor del Cielo venía radicalmente el poder y la fuerza de aquellos auxiliares suyos, hasta allá se remontaba para reconocer y confesar en su origen primitivo la soberanía y fortuna de las armas nacionales, con que había triunfado de los babilonios. Más instruido que Ciro en este ramo de la literatura el Presidente de Judea, oyó la contestación de Jesús como un dogma filosófico de universal notoriedad.
Nada vio en ella de exótico, ni de perjudicial a los derechos del hombre, a la soberanía de los pueblos. En el concepto común la frase expresiva de un poder magistraticio derivado de las alturas, jamás era exclusiva del pueblo, y del hombre, canales legítimos y visibles del mismo poder comunicable a sus hechuras, de grado o por fuerza.
Si el venir de lo alto toda autoridad bastase a prescindir de la mediación del pueblo y del hombre, no habría magistrado, por subalterno que fuere, que no pudiese aspirar a la independencia e impunidad, raciocinando sobre este texto y sus semejantes, conforme a la moderna interpretación de ellos. Según ella resultarían rodas estos empleados exentos de responsabilidad en este mundo, y reservada para el otro la cuenta de su administración. Discurriendo de la misma manera, se harían independientes, y no responsables sino a vos los padres, amos y maridos, tutores y curadores, mayordomos y administradores públicos o privados. Todos alegarían que la potestad de sus respectivos oficios se derivaba de lo alto. Nadie podrá negarles el nombre y carácter de potestad al derecho, o facultad con que obra cada uno de ellos. Patria potestad, potestad domínica, potestad marital, autoridad de tutores, curadores, etc., son expresiones tan generalmente recibidas, y tan convincentes, que sería demasiada terquedad el insistir en la negativa. "Toda potestad viene de Dios", dirían ellos con S. Pablo. "Nosotros tenemos una con que ejercemos nuestras funciones respectivas. Luego en ellas no dependemos sino de Dios y a El solo debemos responder de nuestras conductas como tales poderhabientes suyos". Siguiendo esta lógica, derivada de! despotismo, desde e! mayoral de un cortijo hasta la primera cabeza de familia en un Estado; desde el Alguacil de una Aldea hasta el Jefe supremo de la nación, quedarían tan independientes y soberanos, como lo sería cualquier hombre en su estado solitario. Estas consecuencias se derivan de las premisas absurdas, que yo conservaba en otro tiempo como reglas infalibles de religión y gobierno. Mas, a la simple lectura del nuevo y viejo Testamento, se presentan otros lugares comparables con el de la respuesta de Jesús a Pilatos, en que sin perjuicio de las causas segundas, se contempla solamente el influjo de la primera. Citaré algunos concordantes con los alegados al principio.
Muchos son los textos de la Escritura, en que te reservas el derecho de las venganzas. "Mea est ultio; dijiste en el Levítico. "Qui vindicari vult, a Domino inveniet vindictam": dice el Eclesiástico. ¿Y acaso por esto se dirá prohibida la vindicación de los crímenes ofensivos a la sociedad y sus miembros? Josafat amonesta a los jueces de su reino diciéndoles: "Non enim hominis exercetis judicium, sed Domini: et quodcumque judicaveritis, in vos redundabit", (2 Deut, 19). Valía esto tanto como decir: "Todo poder viene de Dios". ¿Y podrá inferirse de aquí la independencia absoluta de estos jueces, y sus semejantes? Tuyo era el poder judiciario que ejercías, porque tú eres la fuente primitiva del poder. Pero siendo el pueblo por participación divina la fuente inmediata y visible de este atributo civil, a él toca la residencia de sus magistrados en este mundo. Ante él serán ellos responsables de lo mal juzgado y sentenciado: et quodcumque judicaveritis in vos redundabit. Y por último recurso serán residenciados en tu tribunal. En la advertencia del Apóstol a los de Efeso y Calosa, sobre los deberes del esclavo y su señor, ninguna memoria se hace del poder coercitivo de la ley civil contra las faltas y excesos de cada cual. Todo el nervio de su amonestación consiste en lo que tenían que esperar de vos. "Scientes, dice, quia et illorum, et vester Dominus est in Coelis, et personarum acceptio non est apud eum". (Efes. 6). "Dad a los siervos lo que es de equidad y justicia, dice en otra parte a sus señores, porque también vosotros tenéis Señor en los Cielos". (Colas. 4). ¿Y no sería estolidez afirmar que al expresarse el Apóstol en tales términos, había eximido de la potestad temporal a los señores que abusasen del dominio que tenían sobre sus esclavos? ¿No advierten los enemigos de la majestad del pueblo, que sus siniestros comentarios apoyan la independencia de los amos contra la autoridad de los mismos príncipes y reyes lisonjeados con sus glosas? Santiago más expresivo por los jornaleros defraudados de su salario, los exhorta a la paciencia hasta la venida del Señor; y conmina seriamente a los ricos con la severidad de tus juicios por esta defraudación. (Jacob. 5). Y ¿quién ignora, que las leyes humanas proveen en todas partes de remedio contra esta injusticia? ¿Por qué pues no dirige este Apóstol su palabra a los magistrados, para que oigan con preferencia las demandas de los pobres mercenarios contra e! rico propietario, que los defrauda de la paga de su trabajo? ¿Ignoraría Santiago que antes del juicio universal o particular de la otra vida, hay otros de primer y segunda instancia, entre todos los pueblos de la tierra para administrar justicia al jornalero? ¿Nada sabría este Apóstol de los textos alusivos a la autoridad de los monarcas?, ¿o estaría creyendo exceptuados de ella a los ricos, que retienen o defraudan el jornal de sus sirvientes? Muy prontos estarán nuestros intérpretes para decir que, aunque ninguna mención hacen de los príncipes y reyes de la tierra los últimos textos de S. Pablo y Santiago, no quedan, sin embargo, excluidos en su mente, ni perjudicada en lo más leve su autoridad y poder. ¿Por qué pues tan inconsecuentes, y varios en donde milita por el pueblo la misma razón?
¿Por qué tamo olvido de los textos que la exhiben clarísimamente? Está confesado el motivo; pero ellos no responderán jamás. Yo confesaré de nuevo que el estilo de Jesús para con el lugarteniente de César, era consecuente al que había usado otra vez, y concordante con el recibido en varias páginas del antiguo Testamento: estilo propio de quien no estaba encargado de la enseñanza del arte social, y nada ofensivo a la soberanía de las naciones. Me ocurre en favor de ella otra prueba que vaya exponer con el c. 6 del Evangelio de S. Juan.

CAPITULO XLII
La soberanía del pueblo en el c. 6 del Evangelio de S. Juan

JESUS AUTEM cum cognovisset, quia venturi essent, ut raperent eum, et facerent eum regem, fugiit iterum in montem ipse solus". "Pero habiendo sabido Jesús que se preparaban para sorprenderlo y hacerlo Rey, huyó otra vez al monte sin compañía". (loan. 6). Hacerlo Rey era la determinación de! gentío que le seguía. No podía ser hechura suya, si no recibía de su mano el poder y la fuerza... "Et facerent eum regem". ¿Por qué huir, y esconderse a solas en el monte, si estando ya estancada en el Cielo la fábrica de Reyes por una virtud retroactiva de los feudos, eran inútiles y vanos todos los esfuerzos de la multitud? Demolidas por e! poder feudal estas manufacturas humanas (es la expresión de S. Pedro), ¿por qué recurrir a la fuga? Si por defecto de autoridad y poder, eran nulas las funciones del pueblo constituyente, ¿para qué evadirlas con el retiro a la soledad? Estando a su arbitrio, o a la voluntad de su Padre Celestial e! despacho de la soberanía estancada, ¿que podían hacer unos contrabandistas destituidos de la materia de su contrabando? Si en tu mano estaba, o en las de! Mesías el infundir, o retener la cantidad respectiva de poder comunicable, ¿qué harían las turbas consideradas como meros conductores en la fundición del Rey? Aquí me acomodo a la opinión de aquellos que, menos reñidos con la majestad del pueblo, le conceden las funciones de un canal pasivo en la emisión del poder. En esta opinión que estaba por demás la fuga de Jesús; siendo en tal hipótesis más decente y fácil suspender la infusión del poder ofrecido por la multitud, que escaparse y esconderse. Y si ésta, ignorando el sistema de nuestros intérpretes, erraba en la manufactura de su Rey, ¿por qué Jesús no la desengañaba en e! momento? ¿Por qué no les enseña lo que ignoraban? ¿Por qué no les predica entonces obediencia, tributo y sumisión en favor del César? ¿Por qué omitir en la mejor oportunidad el desarrollo de las parábolas y proverbios de Salomón? ¿No había un motivo aun más urgente que el de las epístolas de S. Pedro y S. Pablo? ¿Por qué pues no sacar de su error a aquella gente? Si el César era tu imagen, tu vicario, y ungido en la vasta extensión del Imperio, ¿por qué tolerar que los provinciales de la Palestina tomen medidas para sacudir el yugo imperial? ¿Por qué no corregirlos cuando hacen juntas, y otros movimientos insurreccionales con el designio de poner a su frente a un jefe que los restituya a su libertad? ¡Es posible que viéndose proclamado Rey o Corifeo de una revolución urdida contra la inviolable y sagrada persona del Emperador, nada diga, ni predique contra este exceso! ¿Sería porque pensaba hacerlo por mano de sus discípulos, cuando fuese menos urgente la co¬rrección, o cuando ya no existiesen muchos de los revolucionarios? Que no fuese de su incumbencia el magisterio político, es una verdad; pero también lo es, que por accidentes del momento lo ejerció con Pedro, cuando le pidieron los dos dracmas. Que evadiese las discusiones políticas, cuando insidiosamente se le proponían como lo hizo en la consulta del tributo, y en el templo cuando sus mismos enemigos querían comprometerlo a juzgar y sentenciar una causa de adulterio; está bien. Pero que, cuando de buena fe las turbas, estimuladas de su mérito personal, y del amor a la libertad, emprenden constituirlo Rey, las deja a obscuras en los principios del poder y soberanía; es una omisión que no se suple con las cartas que habían de escribirse después de su muerte y resurrección. Decir que éste no era motivo suficiente para el desengaño de aquella gente, vale tanto como decir que fueron imprudentes los Apóstoles, cuando escribieron para desengañar a sus neófitos. Suponer que fue omiso y negligente su maestro, en tantas ocasiones que se le presentaron para explicar materias importantes de gobierno, y de derecho, queda para los que trabajan por la esclavitud del género humano. Confesemos pues que el portarse Jesús con los que pretendían hacerlo Rey en el desierto, de la manera que refiere el Evangelista S. Juan, es una prueba de que ellos no se equivocaban en el uso de sus derechos. Debemos suponer que los Apóstoles eran de este número, y su opinión de igual conformidad. Así lo indica la circunstancia de no haberse Jesús acompañado de ninguno de ellos en su fuga. Si ellos procediesen equivocados en su opinión, hubieran sido corregidos por su maestro, o se habrían retractado de ella después que fueron iluminados por vuestro espíritu. Sostener otra cosa, sería figurar a Jesús ignorante de lo que enseña el sentido común, o menos instruido en política que los doctores de la era feudal. Voy a proponer una especie de prueba que, aunque no es tomada de los libros de la Religión, concuerda con ellos, y pertenece a una nación que sufre mucho del poder arbitrario, erigido sobre las falsas doctrinas que estoy abjurando. Con el código más completo de sus antiguas leyes, y con ciertos hechos de su historia aumentaré comprobantes de la soberanía del pueblo.

CAPITULO XLIII
Majestad del pueblo en antiguas leyes de España y en ciertos hechos de su historia

TRATÁNDOSE DE LOS emperadores en el título primero de la Partida segunda, se alega la razón por qué no les es dado el disponer a su arbitrio de la hacienda de sus súbditos, y se explica en los términos siguientes: "Ca maguer los Romanos que antiguamente ganaron con su poder el señorío del mundo, ficiesen emperador, e le otorgasen todo el poder, e señorío que habían sobre las gentes, para mantener, e defender derechamente el procomunal de todos; con todo eso non fue su entendimiento de lo facer Señor de las cosas de cada uno, de manera que las pudiese tomar a su voluntad". Aquí se halla declarada la soberanía del pueblo, sin disputa, ni contradicción. En ninguna de las siete partidas se controvertió este dogma. Tan convencidos de esta verdad vivían los legisladores españoles de aquella edad, que nunca hablaron de ella sino como de un supuesto cierto y evidente, que ni podía revocar se en duda, ni exponerse a controversia. No era pues ajeno sino propio de los Romanos el poder con que ellos ganaron el señorío del mundo. De ellos era también el poder, y señoría que otorgaron al emperador cuando le hicieron tal. ¿Y qué otra cosa era el poder y señorío de estos Republicanos, sino la majestad, y soberanía del pueblo Romano? La suma rotal de sus fuerzas físicas y morales; el conjunto de sus talentos y virtudes; la reunión de brazos fuertemente armados; he aquí el poder y soberanía con que la República Romana se hizo señora del mundo. Estos son los fundamentos de su elogio en la escritura de los Macabeos; ésta es la majestad que excitaba la admiración del Pueblo Hebreo para aspirar a su amistad y alianza. Aunque el poder de arras naciones no sea de tanta magnitud y eficacia como el de Roma, pertenece sin embargo a la misma especie; es soberano en su línea, y resulta de iguales principios: asociación de hombres, imágenes y semejanzas tuyas: cada uno dotado de poder individual, de virtudes intelectuales y morales, de la fuerza de su cuerpo y de su espíritu, que unida a otras muchas, llegan a un resumen, conocido con el nombre de soberanía nacional, o convencional. Cuando los españoles formaban sus Leyes de Partida, gozaban del ejercicio de esta soberanía, como individuos de la misma especie que los Romanos; no estaban maniatados con la mala inteligencia de los textos de S. Pablo y Salomón y tenían sus derechos expeditos.
A los príncipes, duques, condes, marqueses y otros señores de feudos y vasallos se dirigía la L. 12 t. 1 parto 2, para que se arreglasen a sus privilegios, adquiridos de los Emperadores y Reyes; con tal que se abstuvieren de legitimar, de hacer ley y fuero nuevo sin otorgamiento del pueblo. Se respetaba la voluntad general de éste, a pesar del gravamen de los feudos y privilegios feudales. Superfluo es advertir cuál era la Religión que entonces profesaba este pueblo, ni cuánta pericia de los compositores de las Partidas en el derecho de los Romanos, y en las sagradas letras. Cualquiera que ha ya leído sus volúmenes, debe estar cerciorado de estos hechos. Mas no podemos dejar de decir que no fue voluntario, sino forzado el otorgamiento del poder y señoría de la República, en favor del emperador. No fue concedido, sino usurpado el poderío de Augusto. No por grado, sino por fuerza se apoderó del señorío de Roma el primer Emperador Romano. Unos guerreros que tanto habían degenerado de sus mayores, fueron los que vendieron su patria, y después la subyugaron. De parte de los ejércitos con que Octavio triunfó, podrá decirse espontáneo el otorgamiento del poder. Así lo adquieren los usurpadores y conquistadores. Comprando, y ganando la tropa armada, reciben de ella la autoridad y poder con que dominan a los demás. Esta misma fuerza preponderante del gentío, con que obran sus conquistas y usurpaciones, es la que se finge ahora derivada de lo alto con una derivación, que no había pasado siquiera por el sueño de las personas que labraron con su poder la fortuna de Augusto. De parte de ellas la expresión de la Ley de Partida está conforme con la historia de las guerras civiles de Roma. Fue hechura suya el emperador. Ellas le otorgaron el poder y señorío que tenían los Romanos sobre el mundo conocido. Mas por lo tocante al resto de ciudadanos, que suspiraban por la integridad de su República, el otorgamiento fue un acto de violencia y tiranía. "Omnium jura in se traxerat ": es la frase con que se explica Tácito, hablando de Octavio, y de su usurpación. Nada le Otorgó la sana parte del pueblo; él se lo tomó todo por la fuerza de las armas. Se arrogó ambiciosamente con los filos de la espada los derechos de la República. "Omnium jura in se traxerat". (Tácit. Annal. lib. 1). Su propia conveniencia fue el objeto de la usurpación. Ni la gloria, ni el engrandecimiento de Su persona y familia son los fines de la autoridad del gobierno. Mantener y defender derechamente el procomunal de todos, es la mira de su institución. Esta fue la que se propusieron los autores de la citada Ley de Partida y que debieron tener por norte los creadores del emperador.
Que a la formación de este cuerpo de leyes estuviese España en el ejercicio de su soberanía, lo manifiesta el tenor de ellas, y se ve com¬probado en su historia. Libres entonces los Españoles del poder arbitrario de sus propios reyes; libres en los 300 años que duró el gobierno de los Godos; y libres mientras el descubrimiento de la América, no proporcionó a sus monarcas austríacos la usurpación de los de techos del pueblo; ejercían su libertad sin las trabas del capricho. Ninguna ley pasaba sin el otorgamiento espontáneo y libre de sus representantes. No había rey que no fuese obra suya, y responsable de su conducta a sus constituyentes. No se daban subsidios que no fuesen tasados por la nación, o sus procuradores, ni falsificadores de potestad tan afortunados que, defraudando al pueblo de la suya, hiciesen pasar por legítima la que hoy por desgracia prevalece en la Península. Sus concilios de Toledo, sus Corres de Castilla y de Arag6n fueron los tesoros más notables de sus funciones soberanas. A ellos tocaba el nombramiento de la persona, que con el titulo de Rey había de ejecutar sus leyes. Suyo era el tomarle cuenta de su administración, y castigar sus excesos o sus faltas. Fueron electivos todos los monarcas Godos dentro de las dos familias, que servían de seminarios para esta elección. Con tamo escrúpulo se guardaba la facultad electiva, que Suintila por haber nombrado sucesor, fue destronado. Excluidos de la sucesión sus hijos, fue proclamado Sisenando en su lugar; a quien el Concilio cuarto de Toledo, para que no imitase el ejemplo de su antecesor, le intimó que sería excomulgado y separado de Cristo y de los suyos, siempre que presumiese reinar con insolencia y crueldad. "Nec elevetur cor ejus in superbiam super fratres suos": Había dictado Moisés para el caso. (Deut, 17). Wamba es depuesto; pero su deposición no procede de delito ni era de esperarse que delinquiese quien a imitación de Gedeón no quiere admitir la corona, y es preciso que la fuerza le haga encargarse de ella. Reinó bien muchos años; al cabo de los cuales sus amigos, creyéndole difunto en un ataque morboso, le cortaron el cabello y le vistieron un hábito monacal con¬forme a la costumbre del tiempo. Recobró la salud, pero quedó privado de la autoridad, sin más motivo que la rasura de la cabeza, ignominiosa entre los Godos. Acabado el reinado de esta gente por la irrupción de los Moros, conservaron su independencia los Españoles refugiándose en las montañas, y con ella el derecho de constituir sus conductores y destituirlos, cuando les pareciese bien. Froyla, cuarto rey de León y Asturias, fue depuesto y condenado a muerte por sus crueldades, quedando excluidos de la sucesión rodas sus hijos. Los castellanos, que habían sacudido el yugo de su predecesor Froyla segundo el Leproso, nombraron en su lugar dos magistrados, con el carácter de Jueces, el uno para las armas, el otro para la administración de justicia. También se conmovieron contra él los Asturianos, resentidos en su orgullo y de su negligencia en llamarlos a Cortes; y prestaron auxilio a Don Alonso el Monje, que despreciando a los suyos, después de haber reinado siete años, fue compelido a ceder la corona a su hermano D. Ramiro, y a volver a los claustros. Pero fastidiado del retiro, quiso reasumir el manejo de los negocios, y tomó las armas contra el cesionario; el cual, sitiándole y prendiéndole en León, le sacó los ojos. Lo mismo hizo con los hijos del leproso. D. Alfonso el Sabio parecía buen príncipe; pero, dedicándose más al estudio de la Astrología, que al gobierno del reino, fue subrogado por D. Sancho el Bravo, quedando excluidos sus nietos Alfonso y Fernando, hijos del primogénito Fernando de la Cerda. Nada de esto fue obra de uno solo, sino de la voluntad general del pueblo. Suyas fueron también las Cortes Generales de Avila, que juzgaron y sentenciaron a Enrique Cuarto con pena de degradación, ejecutada solemnemente en su estatua. Suyo fue el nombramiento de su hermana Doña Isabel para que reinase en su lugar, con exclusión de su hija única la princesa Doña Juana.
La constitución de los Aragoneses era más excelente que la de Castilla. Bien descifradas están sus ventajas en el formulario de la jura, e instalación de sus Reyes. No era puramente teórica esta ceremonia constitucional. Era tan urgente y eficaz, que irritado contra ella un genio despótico, procuró borrarla del registro público con su propia sangre, extrayendo esta nueva tinta de una de sus manos, herida de intento para cancelar con ella la constitución. ¡Qué necedad! ¡Como si de este modo pudiese quedar borrada del corazón de todos los hombres libres. Entre gente habituada a la esclavitud por muchos años, menos que esto es suficiente para revocar una carta de libertad y mucho menos, cuando sus cadenas están tocadas por la mano del fanatismo, y bendecidas con ritos religiosos. Entonces el nombre solo del tirano es un talismán portentoso. Su aparición sola en medio de los oradores de la absurda doctrina del poder, y de la obediencia ciega, es suficientísima. Entonces los miserables fascinados son los que rompen sus venas, y con su propia sangre borran las letras de su libertad; las maldicen y queman; conspiran contra sus libertadores y ayudan al tirano para exterminarlos. Pero para unos hombres tales, como los antiguos Aragoneses, toda la sangre del monarca irritado es insignificante e incapaz de intimidarlos. Su constitución permanece tan indeleble como su valor. No hay otro Rey que se atreva a vulnerarla, mientras no cambiaron su libertad por el oro, y la plata del nuevo mundo. Hasta las extremidades de su reino llegaba con vigor el espíritu de la constitución. Dependientes entonces de la Corona de Aragón los Catalanes, se sublevaron contra el Rey Don Juan Primero; declararon nulo el juramento de fidelidad que le habían prestado y erigieron en Cataluña una república independiente. Ellos habían recibido algunas injusticias, cuya reparación solicitaron por los medios ordinarios: pero desairada su solicitud, apelaron al de la insurrección, único recurso en semejantes casos. Reunidas las coronas de Aragón y de Castilla, se amarinaron los Aragoneses contra el establecimiento inquisitorial, mataron al Inquisidor principal; y los demás escaparon con la fuga. Fue muy disonante a este pueblo libre el modo con que conoda y procedía el nuevo tribunal y la pena de confiscación. De aquí nació su repugnancia, y pidieron su abolición. Se desentendió de ella el monarca. Sucedió el odio a la repugnancia, y al odio la venganza con que procedieron ellos mismos a quitar del medio un juzgado, tolerable en sus principios, pero intolerable en sus progresos. No mucho tiempo después se abrió el mercado, en donde Aragoneses y Castellanos habían de hacer la feria de su libertad. Largo sería el contar los pasos con que el poder arbitrario prevaleció en fin contra una y otra Constitución. Su ruina no fue obra del momento; pero debe reconocer por agentes principales a las nuevas riquezas descubiertas por Colón. Obra también fue de ellas el restablecimiento de la Inquisición; y ésta con la toga cooperaron al incremento y perfección del despotismo iniciado por los Reyes Católicos. Este fue el mayorazgo que dejaron los de la casa de Austria, tan radicado, que la nación dividida y ensangrentada en la estólida guerra de sucesión, dio la mejor prueba del olvido total de sus derechos.
He aquí el estado en que se hallaba la España, cuando otro acontecimiento extraordinario le abrió el camino al restablecimiento de sus antiguas instituciones. Un motín contra el déspota que le había servido de preludio; pero dejando en pie al despotismo, parecía contenta con el sistema despótico, y solamente descontenta con sus déspotas. No se mostró entonces enemiga de la tiranía, sino de los tiranos. No trató siquiera de una reforma en su administración, cuyos vicios debían producirle nuevos déspotas, quizás peores que los que acababa de destronar. Necesitaba de otro golpe, de otra oportunidad para pensar en constituirse de nuevo, derrocando al despotismo. Le vino a las manos la ocasión, saliendo del reino toda la familia de sus déspotas por las maniobras de otro déspota más ambicioso que ellos. Obrando por la fuerza, y sin el voto general de la nación, no podía tener buen éxito la nueva dinastía, que suplantó, aunque fuese mejorada por el nuevo orden de cosas. El cuerpo nacional se alarmó; pero sus primeros gritos de alarma y resistencia, todavía animados del espíritu servil, no resonaban sino contra la tiranía extranjera, no aspiraban más que a la restitución de sus tiranos domésticos. Olvidado enteramente de las reformas interiores, se contentaba con recobrarlos tales, cuales eran antes de su salida. Pero prolongada la insurrección pudieron prevalecer las luces de la filosofía, en tanto grado, que revivieron en cuanto podía esperarse de las circunstancias, sus antiguos elementos constitucionales.
Su obra duró mientras estuvieron ausentes los más acérrimos enemigos de ella, aquellos que nacidos y nutridos en la región del poder arbitrario, lo miran como patrimonio suyo, y ellos mismos se creen deidades destinadas a mandar sobre todos los demás hombres, sin réplica ni contradicción. Restituidos al trono volvieron las cosas al estado servil, en que se hallaban antes de la revolución, por unas vías bien conocidas en los anales de la tiranía. De las raíces conservadas en el tiempo de la reforma, renacieron las falsas doctrinas del poder y de la obediencia ciega; y fueron ellas los agentes primarios de la resurrección del despotismo. Un decreto viciado por el molde de la tiranía reforzada con tales errores, echó por tierra cuanto había reedificado la libertad en el discurso de la revolución. Yo fui testigo del acontecimiento y fui también engañado en la perpetuidad de la reforma. Me acercaré más a mi intento omitiendo hechos que alargarían demasiado mi confesión.
Cuando esto pasaba en España, se ajustaba en París un tratado, en que reunidas las principales potencias de la Europa, estipulaban, entre otros artículos el que la Suiza conservase como antes su independencia y soberanía nacional. Una de las partes contratantes era la casa de Austria, contra quien amotinados los suizos en el siglo decimotercero, habían obtenido su emancipación y libertad por medio de una guerra sangrienta. Pero el Emperador Austríaco no rehúsa reconocerlos nuevamente independientes, ni contradice la soberanía de ellos. A consecuencia de este tratado, renovaron aquellos pueblos el pacto federal de su constitución, titulándose soberanos. "Los diecinueve soberanos Cantones de Zurich, Berna, etc" es el inicio de su nueva acta federal, tan democrática y popular como la anterior. El Rey de España suscribe a los tratados de París, sin adición alguna concerniente a la Suiza; y por el mismo hecho reconoce su majestad y soberanía. Mas a pesar de esto, no desiste de su tema contra la nación española; no se arrepiente de haberle negado el carácter de soberanía, que espontáneamente tributa a los pueblos suizos; no se cansa de perseguir a los Españoles, defensores de esta soberanía, ni enmienda en un ápice el decreto en que condenó la que ellos habían declarado a su pueblo. ¿Pero con qué pena? La de último suplicio es la que ha fulminado este monarca contra todos los que osasen sostener, lo mismo que él ha sostenido por los Suizos, en la firma del tratado de París. A mi propósito basta, que en él se declare la soberanía de un solo pueblo, para dejar asegurada la de todos los demás, mientras no se pruebe que no son imágenes y semejanzas suyas sus individuos, mientras no conste que son de distinta especie los Suizos, o que no descienden del padre común del género humano. En el primer impreso que salió de Madrid, obsequiando la condenación fulminada contra el poder soberano de la nación española, se alegaban los capítulos 8 de los Proverbias, 6 de la Sabiduría, y 13 de la Carta de S. Pablo a los Romanos. Se permite al pueblo en el caso de acabarse su familia reinante e! solo arbitrio de elegir otra y nada más. No se dice una palabra de los casos de conquista, usurpación y remotos parentescos de pretendientes extranjeros, que aspiren a suceder por derecho hereditario. En suma, este pape! y sus semejantes, huyendo de un escollo, dan en otro más funesto. A trueque de no someter a la voluntad general del pueblo aquellos individuos de su devoción, no temen hacerte depender de ella de un modo forzoso y humillante. No citan siquiera un ejemplo en que hayas rehusado acceder a la pluralidad de los electores, sea quien fuese el electo. Aun es mayor su audacia, cuando te apremian a ratificar y sancionar elecciones involuntarias, promociones viciadas con el fraude, con la intriga, con el asesinato y violencia. Compelerte a estar y pasar por conquistas, usurpaciones y otras torpezas, harto frecuentes en la historia de las naciones, es abatirte hasta e! punto de hacerte instrumento infame de la ambición y codicia. No te ligan los autores de la fábula a un estar y pasar meramente permisivo; ellos quieren que sea de tal calidad tu concurso simultáneo, que en el mismo acto de la elección os des prendáis de una parte de su poder y soberanía para transmitirlo al electo. Si hemos de llamar elección la facciosa concurrencia de todos aquellos que hacen prevalecer la malignidad de un tirano, tampoco podéis omitir en este caso la colación de tu poder. Por ajenos que sean de tu bondad y justicia los actos de orgullo, avaricia y crueldad de un conquistador, exigen indispensablemente de ti, tu confirmación por medio de la majestad y poderío que están obligados a conferirle. Sea quien fuese el homicida, el intrigante, el usurpador favorecido de la fortuna; cualquiera que haya sido el camino por donde haya venido a subyugar la multitud; compelido estás a coronar los excesos de su pasión, imprimiéndole el carácter real, y haciendo de su persona un ministro y vicario tuyo, quieras o no quieras.
De tan monstruosa paradoja resulta igualmente atacada la moral del Evangelio, tan escrupulosa en precaver hasta las ocasiones más remotas de pecado, que no quiere se conserve el ojo que escandalizare. Demasiados incentivos ha tenido siempre el mando para llevarse el corazón de los ambiciosos. Sin la invención del carácter y potestad de nuevo orden, sobrados alicientes tiene la autoridad para precipitar a los mortales. Llenas están las historias de sangre y horror por obtener las primeras plazas de honor y usura, cuando aún no se había soñado en la nueva soberanía. Aturde ver cómo e! hombre, destituido todavía de este poderoso estimulo, abusaba de lo más sagrado, para adquirir superioridad sobre sus semejantes. ¿Qué no hará pues cuando crea que la primera dignidad de un pueblo viene de lo alto, y que caracteriza divinamente al dignatario? ¿A qué desórdenes no se entregará un ambicioso para llegar a este puesto, desde que se persuada que su llegada le transforma en plenipotenciario tuyo, en imagen y ungido del Dios vivo? ¿Quién le contendrá en la carrera de sus apetitos, desde que se tenga por inviolable y sagrado, y no responsable de sus operaciones sino a solo vos en la otra vida? Convencido de que para ser caracterizado de una manera tan sublime y celestial, ya vos no fijáis la vista, sino en el resultado de la empresa, ¿cuál no será su empeño en combinar sus medidas, a fin de que e! suceso corresponda a sus deseos? Por la nueva doctrina está entendido de que el feliz éxito es una indulgencia plenaria de todos los crímenes empleados en la empresa, y un salvoconducto para delinquir impunemente en la administración del poder: ¿cuáles pues serán los diques, que contengan el ímpetu de sus pasiones? ¿Cómo podía ser de la intención del Apóstol vulnerar su epístola la moral cristiana, aumentando las tentaciones del soberbio y avariento? Su texto de potestad y obediencia civil, acomodado a la inteligencia de los teólogos de la tiranía, es el tentador más eficaz de la ambición al mando Real, es de lo más contrario a las máximas morales del Evangelio, y como tal debe ser detestada la común interpretación de los ene¬migos de la libertad. Pero entendido sanamente conforme a las reglas naturales del sistema social, nada tiene de chocante a la doctrina y ejemplos de Jesucristo. Sea la majestad y soberanía del pueblo quien lleve en los discursos políticos de S. Pedro y Pablo, las altas recomendaciones que sus enemigos aplican a personas determinadas; y desde luego dejaran de ser viciosos y antievangélicos, Sea el poder soberano de la nación, el significado de la palabra Rey, príncipe, escritas en los consejos políticos de estos dos Apóstoles; adáptense a la potestad nacional, considerada en sí misma, los atributos expresos en una y otra carta; desaparecerán al instante todos los inconvenientes, y absurdos que resultan, si se fijan y vinculan en ciertas personas y familias.
Gravísima es la responsabilidad de los que persistieron en tentar y lisonjear, con sus falsas glosas las malas inclinaciones de individuos determinados. Es casi invencible la tentación que se presenta con el poderoso atractivo de la deificación. No era de tanto peso la invención de la Apoteosis entre los Emperadores Romanos. Un honor, de que no podían disfrutar sino después de su fallecimiento, no podía tener tanta influencia, como el de la nueva apoteosis, que empieza desde el momento de la proclamación real. Ella surte todos sus efectos en la vida del proclamado, y se marchita con la muerte. Es por tanto de mucho mayor actividad que la primera. Ella exalta todos los muelles de la ambición, y no hay resorte del corazón humano que no se ponga en movimiento. Muy segura estaba de la eficacia de este medio la serpiente del Paraíso, cuando le dio la preferencia en su tentación. "Eritis sicut dii". "Seréis como Dioses", si gustaseis de la fruta del árbol de la nueva ciencia del bien y del mal. Casi otro tanto es lo que dicen a sus candidatos regios los proveedores de la soberanía. "Seréis como Dioses sobre la tierra, si llegareis a empuñar el cetro de las naciones, porque de lo alto recibiréis la facultad de reinar. Eritis sicut dii: quonian vobis regendi homines potestas desuper dabitaur. Seréis como Dioses, recibiendo del Cielo la autoridad para mandar a los hombres". Ningún otro sino el maligno espíritu que animó a la serpiente del Paraíso, pudo sugerir este pensamiento a los glosadores de Salomón y S. Pablo. Deben pues considerarse como otras tantas sierpes tentadoras, y llevar su pena. "Super pectum tuum gradieris". "Andarás arrastrando sobre tu pecho": es la que fulminaste contra aquella serpiente. Los deificadores de la tiranía sufren voluntariamente este castigo, se lo anticipan ellos mismos por un efecto de su degradación, y hacen uso de él. El impulso de su adulación los arrastra, aun antes de predicar su doctrina. Ellos andan arrastrando desde que conciben la idea de halagar al despotismo. En lugar de avergonzarse de imitar a los reptiles, se vanaglorian de ser tales, haciendo del sambenito gala. "Obedecemos pecho por tierra", es la frase con que esta gente recibe y saluda las órdenes del tirano, a quien adoran. Yo mismo la he visto escrita en el registro de las actas de una corporación de que yo era miembro; y confieso que me pareció muy elegante, y digna del ídolo, ante quien todos nos postrábamos. "Super pectum tuum gradieris": era para nosotros un honor, que no pudo concebir como tal la culebra que nos dio el primer ejemplo de una tentación endiosadora. Aquí terminarían las pruebas que suministran las leyes de Partidas, Concilios y Cortes de España, su historia antigua y moderna en favor de los derechos del pueblo; pero en la guerra llamada de sucesión tengo otro documento contra la infalibilidad pontificia en negocios de gobierno que no puedo omitir.
Carecía de hijos y de la esperanza de tenerlos el último Rey de la casa de Austria en España, cuando trató de proveerse de sucesión por otra vía. En el laberinto de las sucesiones hereditarias de los Estados feudales, no aparecía un sucesor conocido e indisputable; pero entre las reliquias del antiguo feudalismo se conservaban algunas, sobre la infalibilidad del Papa en lo político y religioso. Bajo este concepto fue consultado por Carlos Segundo, acerca de la sucesión a la corona de España después de su fallecimiento. El Papa oyendo el dictamen de una junta de cardenales, respondió por el nieto de Luis XIV de Francia, el monarca más poderoso y respetable de la Europa de aquellos tiempos. Carlos, como era de presumir, se inclinaba en favor del pretendiente presuntivo de su casa; pero sometiendo los efectos de su sangre a la decisión pontificia, declaró en su testamento por sucesor del reino al aspirante francés. Toda esta precaución fue insuficiente a contener la general alarma de la Europa, después de! fallecimiento de! testador. Unos por la casa de Austria, otros por la de Capero formaron dos terribles ligas, que por muchos años ensangrentaron los territorios de cada pretendiente. Sobre todo la España fue el teatro más sangriento de la guerra. A pesar del dictamen de la Silla Apostólica, una parte de la nación se armó por el Archiduque, la otra por el infante de Francia. Cataluña, Aragón y Valencia fueron de los más decididos por la causa del primero contra la resolución del Romano Pontífice. No fue la sentencia del poder pontificio la que terminó los males de la guerra. Son muy conocidos en la historia los sucesos decisivos de la contienda. Casi siempre que los litigantes de esta especie han venido a las armas, ellas han sido el oráculo que ha dirimido la controversia. Ellas son las que hoy hacen más respetable la soberanía del pueblo. Según el estado a que han llegado las cosas por el ímpetu de las pasiones monárquicas, por el poder de la pólvora, es la fuerza armada el mejor ramo de soberanía con que un pueblo sostiene su existencia política.
Por la casa de Austria combatían potentados que se dejaban lisonjear con la idea del poder divino: príncipes cristianos que por intereses temporales menospreciaban la consulta del Papa, siguiendo otro derecho de sucesión hereditario, que en sentir de ellos justificaba la guerra de los Austríacos. Ni éstos ni los demás católicos que se decidieron por el Archiduque, fueron tenidos por herejes, cismáticos o sospechosos en la fe, aunque obraron a sabiendas contra la declaración del Pontífice, nadie declamó contra ellos, ni fue acusado de irreligioso. ¿Por qué tildar de impíos a los filósofos que se burlan de tales condenaciones, demostrando el exceso y error de la sucesión apostólica, desde que implicada en los negocios del siglo metió la hoz en mies ajena? Y si han de elevarse los abusos a la clase de cánones, cuando favorecen la tiranía ¿por qué negarles igual categoría, cuando alguna vez han favorecido la libertad? Si la Cátedra de S. Pedro está habilitada para negocios de Estado, ¿quién exime a los Barbones de la excomunión pronunciada por e! Papa Estéfano tercero en la unción del Rey Pipino? Ninguno de los Austríacos y partidarios suyos peleaba por la independencia y libertad de un pueblo oprimido. Ninguno era imitador de Abraham en la conducta de este Patriarca contra Codorlaomor en obsequio de los agobiados insurrectos. Todos luchaban por el engrandecimiento de una familia, y de un individuo de ella, que no estaba destinado para libertador de la España, sino para agravar y mantener sus cadenas. Reñían sin embargo, lícitamente y nadie predicada contra ellos como reos de mala creencia. ¡Y hay tantos predicadores del día contra pueblos que se arman, no para engrandecer una persona y familia, sino para recuperar sus derechos usurpados! No son implas los que por enriquecerse a costa ajena, proceden contra la opinión del oráculo de Roma y sus Cardenales; ¿y lo serán aquellos, que por conquistar su independencia y libertad, obran contra sus errores políticos contra las declamaciones absurdas de un subalterno suyo, asalariado por la tiranía? Si el Papa y los Cardenales no pueden ser regla infalible de nuestra creencia en lo político: ¿cómo podrán serlo otros eclesiásticos inferiores, totalmente consagrados al servicio de una monarquía absoluta? ¡Abrid, pueblos, los ojos; no os dejéis engañar más! ¿Qué os podrán enseñar en este orden de cosas unos vasallos abyectos del tirano, unos declamadores y hechuras suyas? No ignoraba la Casa de Austria y su partido, que en materia de gobierno son tan falibles los oráculos de la Iglesia, como todos los demás hombres. Cualquier despreocupado sabia que ellas eran del resorte privativo de los pueblos a quienes toca vindicar, declarar y sostener sus derechos. Demasiado instruido en esta verdad uno de los Cardenales que opinaron por la casa de Francia en la junta consultiva del Papa, favoreció posteriormente la causa de los Austríacos, cuando le parecieron preponderantes los sucesos de sus armas. Basta ya de argumentos tomados de la historia y estatutos de España. Volvamos a los de la Escritura, y tratemos de la inviolabilidad y carácter sagrado que de ella deducen los intérpretes del poder arbitrario.

CAPITULO XLIV
Inviolabilidad y carácter sagrado de las personas

INVIOLABLE y sagrada era para mí la persona de cualquier déspota coronado, aunque fuese un facineroso. Para esto alegaba yo el dicho de David y Salomón; de los cuales el primero en la canción que compuso para celebrar la traslación del Arca, y su colocación en el tabernáculo, dijo entre otras cosas: "Nolite tangere cbristos meos". (1 Par. 16). Y e! segundo en e! Eclesiastés parece dar a entender, que no quedarán im¬punes los más recónditos pensamientos contra el monarca, cuando dice: "In cogitatione tua regi no detrahas. (Eccl 1). Pero ni son legislativos estos lugares ni hay en ellos cosa contraria a los derechos del pueblo. Ninguna persona resulta de ellos privilegiada, ni se encuentra en ellos ninguna novedad. Declarado y escrito estaba ya en obsequio de las criaturas racionales cuanto se lee en uno y otro texto. De la ley natural que inspiró al hombre la obligación de querer, y no querer para otro lo que para sí quería o no quería, procedió el mandato intimado a Noé y su familia en el c. 9 del Génesis, y todo lo dispuesto en utilidad del prójimo entre los preceptos del Decálogo. De la misma fuente manó el versículo de David, escrito en el Paralipómenon, y reproducido en uno de sus Salmos (104). Mas este derecho natural y divino favorece igualmente a los ungidos y no ungidos. Su inmunidad es trascendental a todos los individuos de nuestra especie: porque todos ellos están ungidos con una unción más excelente que cuantas se practicaban en los mármoles consagrados a la Divinidad, en los preludios de un atleta, o en la coronación de los Reyes. Sin aquella unción invisible y substancial, no podía el hombre haber llegado a ser imagen y semejanza tuya. Por esta sola unción todo hombre es inviolable y sagrado, y como tal fue puesto a cubierto de toda injuria, en el código de la Naturaleza, en el de Moisés y sobre todo en el de Jesucristo. Mejorada en éste Su condición, mejora también de seguridad contra los tiros del poder arbitrario. Pero si es menester otra unción visible que contrapese a la del monarca, no hay ortodoxo que no la haya recibido en su bautismo y confirmación. Entre los Gentiles, desnudos de revelación, el hombre era reputado como una cosa sagrada, en virtud de la idea natural y sencilla de su ser. El sangriento, y bárbaro espectáculo de los gladiadores ofendió tanto los sentimientos de un filósofo, que exclamó contra su tolerancia, diciendo: "Homo, sacra res homo, jam per lusum: et jocum occiditur. El hombre, esta criatura sagrada, ya se estima en tan poco, que de su degüello y derramamiento de sangre, se ha formado un placer y fiesta pública". (Sen. Epist. 99). ¿Qué diría este sabio, si en el día viese recapitulado en la persona de un tirano este carácter sagrado, y profanados los derechos de un pueblo entero, hasta quedar al nivel de los reptiles? Mas, si todavía faltaren pruebas de la inviolabilidad y carácter sagrado de todos los hombres, las hallaremos en la boca de Jesucristo y S. Pablo.
Antes de ser ungidos con la unción que nos comunico el Mesías, ya eran llamados Dioses aquellos a quienes tu palabra había sido dirigida. De esta especie se valió Jesús, cuando se escandalizaban los Judíos, y le motejaban de blasfemo, porque les decía que él y su padre no eran más que uno. "¿No está escrito en vuestra Ley: (Son las palabras del Redentor): Yo he dicho, vosotros sois Dioses? Si ella ha llamado Dioses a aquellos a quien la palabra de Dios había sido dirigida; Si la Escritura no puede ser impugnada: ¿decís vosotros que yo blasfemo? Yo, a quien el padre ha santificado y a quien él ha enviado al mundo: porque he dicho que soy hijo de Dios?". Con esta reconvención disipó el escándalo farisaico que la excitó. (Juan. 10). Explicando el Apóstol al senado de Atenas, quién era el Dios, que los atenienses llamaban incógnito, entre otras cosas les decía: "porque es por él que nosotros tenemos vida, movimiento y ser; según lo cual algunos de vuestros poetas han dicho que nosotros también somos de la prosapia de Dios. Siendo pues de la estirpe de Dios, nosotros no debemos creer, que la Divinidad sea semejante al oro, plata, o piedra labrada por el arte y la industria de los hombres". (Act. 17). Si somos pues todos de una extracción Divina: si el más miserable oprimido trae Su origen de la Divinidad igualmente que su opresor insolente: si en la genealogía de todos los hombres existe un tronco común y Divino: si no puede darse ninguna más ilustre que ésta; ¿habrá todavía quien dude ser una pura quimera, un fantasma, o invención diabólica cuanto ha excogitado el genio de la adulación y soberbia, para deificar unas centenares de personas y familias, para embrutecer y enervar tantos millones de almas? Entre las mismas leyes del feudalismo ¿no se halla una que declara ser los hijos tales, cuales son sus padres en todo lo concerniente a nobleza, hidalguía, y otros honores? ¿Por qué pues infringirla en un número infinito de hijos vuestros? Cuando constase que los eclesiásticos no hubiesen tenido una parte muy principal y activa en todos estos ensueños, serían siempre responsables de su aquiescencia y tolerancia, como inobservantes de la doctrina de Jesucristo a sus discípulos en el altercado de preferencias y distinciones. Si entonces les corrige el acomodarse en este punto a las prácticas del siglo, y expresamente les prohíbe el imitar las de los Reyes y príncipes de la tierra; ¿cómo podrán cohonestar su conducta los sucesores de aquéllos, cuando apoyan y fomentan la costumbre y uso de los monarcas del siglo en el mismo punto de la disputa cortada por Jesucristo? Si éste prescribe a los suyos un método diametralmente opuesto al de los Reyes y príncipes; ¿con qué podrán satisfacer los ministros del día al cargo que les resulta de su inobservancia?
Si a las vanas ceremonias de una consagración Real hubiésemos de dar más valor que a la unción intrínseca y substancial de cada individuo; Jesucristo no debería llevar el epíteto de ungido por lo menos antes de la efusión del precioso bálsamo, que derramó sobre su sagrada persona la mujer penitente del Evangelio. No fue ungido exteriormente con el aceite acostumbrado en la unción de los atletas y Reyes. Pero en la plenitud de su dones y perfecciones, en la infinita infusión de sus gracias, había recibido una unción intrínseca y esencial, que nada tenía de vanidad y ceremonia. Por el contrario la de los Reyes es toda superficial, y vanísimo el carácter divino, que les atribuye el espíritu de la mentira y lisonja. Al simulacro que perciben los sentidos no seguiría la ilusión del entendimiento, si los autores de ella no abusasen de la religión y sus misterios. Averiguado está el efecto de esta ceremonia entre los Hebreos. Nunca llegó a ser de precepto general, ni ella tiene nada de común con los principios de autoridad y poder; nada añade, ni quita a los funcionarios del orden civil. Así lo comprendió el sucesor de Carlos quinto en el imperio de Alemania. Hasta la renuncia de este emperador se estimaba como una ritualidad esencial el ir a coronarse en Roma, y Milán con la intervención del Papa. Pero menospreciada como insignificante por Fernando primero, hermano y sucesor de Carlos quinto, se consideró desde entonces como una ceremonia inútil; y olvidadas insensiblemente las pretensiones exorbitantes de la corte Romana, quedó el Papa reducido a felicitar por una carta al emperador electo.
Yo no insistiría más en reargüir mi antiguo error mal fundado en el c. 10 del Eclesiastés si no lo viese recientemente sostenido en un impreso, que por la fama de su autor en la predicación del Evangelio, tal vez se creería de algún peso en materias políticas, que para él eran extranjeras y desconocidas. Este impreso es uno de los muchos que han salido de las prensas de Madrid después del 4 de Mayo de 1814, en apoyo de la tiranía. Es un volumen compuesto de varias cartas, que se dicen escritas por Fr. Diego de Cádiz a un sobrino suyo, que militaba en la Península contra los ejércitos de la República Francesa, instruyéndole en las obligaciones de un soldado cristiano. Siempre que toca en lo político, incurre en los mismos errores que yo, y que eran necesaria consecuencia del sistema despótico en que había nacido, y educándose. Yo no sé por qué causa han estado inéditas estas cartas desde 93 ó 94 del siglo pasado hasta 1814. Pero sea cual fuese el motivo de esta retardación, sea quien fuese el escritor, poco o nada importa a mis intenciones. Toda la obra en lo político está redargüida en mi confesión. El uso del citado capítulo era lo único de que yo no tenía noticia, ni práctica: y es la razón por que hago especial conmemoración de él. "No quedará sin castigo (dice el texto), quien ofendiere al Rey, aunque no sea más que con el pensamiento". Yo bien sabía que no podía ser pecaminoso un pensamiento no consentido, ni advertido, por torpe y feo que aparezca. Menos podía serlo en la edad de Salomón, y antes del Evangelio. Sin acción externa, aunque fuese muy atroz el pensamiento ya consentido, tampoco era de la jurisdicción del Rey o del poder judicial. Yo también sabía, que por indiferentes y loables que fuesen los conceptos y actos humanos en la Comaren de un déspota, se hacían pecaminosos en su opinión, siempre que improbasen su despotismo, o murmurasen contra él. Me constaba igualmente que no quedaría sin castigo, todas las veces que cayese bajo la vigilancia de sus espías y delatores. Mas pretender que generalmente sea malo todo pensamiento que no sea de la aprobación del Rey, y que tú hayas de cuidar de su castigo, es una extravagancia injuriosa a tu justicia, al poder de la razón, a la rectitud de las instituciones sociales: es una locura, pero muy lisonjera a Salomón y demás monarcas absolutos. Sin embargo de eso, él no habló de pensamientos puramente internos, ni reprueba todos los que se dirigen contra el Rey. Me remito a la razón, en que se funda el consejo de su texto, diciendo: "Quia et aves coeli portabunt vocem tuam, et qui habet pennas annuntiabit", "Porque las aves conducirán tu voz, y quien tiene alas te delatará". Aquí no se trata de pensamiento interno, sino de aquellos que saliendo afuera, pueden ser percibidos. De estos es que habla el Eclesiastés: porque estos solos son los que se someten a los sentidos del chismoso, y del soplón, designados en este libro con el nombre de volátiles. Si es de la detracción y maledicencia, de que aquí se trata, ya estaban prohibidas por la ley en obsequio de todos los hombres. No es un precepto nuevo el que se lee en este lugar; es un consejo para todos los que viven en países de espionaje, o transitan por ellos, para cuantos residen bajo una monarquía, en donde las espías son tan sutiles como los animalillos alados, como las moscas, mosquitos y pajarillos. Detraer y maldecir de los buenos, no es lícito; pero es lícito murmurar, cuando hay mérito para la murmuración y susurro. Sería, no obstante, imprudente y peligroso en un gobierno arbitrario y opresivo, que no puede subsistir sino por la delación, espionaje, y demás recursos de la tiranía. A este caso se contrae la precaución aconsejada por Salomón. Es muy repetida entre los Españoles, pero no con la alegoría de los volátiles, sino con otra figura, que presta sentido a las cosas inanimadas. Las paredes oyen: es la expresión metafórica con que suele recomendarse el silencio, la cautela y el cuidado contra las secretas insidias del despotismo. Esta es la sana inteligencia del capítulo. Cualquiera otro que contradiga los fundamentos alegados en favor de la libertad, será nula, y nulo e! poder con que se dictan reglas que pugnan con los derechos del hombre Recuérdese los acontecimientos que tuvieron lugar desde el fallecimiento de Salomón hasta los Macabeos, desde esta época hasta la de Jesucristo, desde el siglo de los Apóstoles hasta e! de las abortivas doctrinas del poder, y de la obediencia ciega. Jamás se hallará interpuesta la autoridad de este capítulo contra los derechos sociales: jamás había sido apoyado con ella e! poder arbitrario: luego jamás había sido siniestramente interpretado. Nada hay pues en este capítulo ni en todos los libros de su autor, que favorezca la pretendida inviolabilidad de los criminales entronizados. Vuelvo a tomar este punto.
Todo hombre es inviolable y sagrado, mientras sea justo, mientras respete, y no ataque el carácter inviolable y sagrado de la ley. Pero violarla, y pretender conservar al mismo tiempo su inviolabilidad personal, es una pretensión intolerable. ¿Se alegará en favor de ella el caso de Caín, que a pesar de haber violado la ley, y la seguridad de su hermano, obtuvo de ti una inviolabilidad especial? En este mismo hecho tienen argumentos los imparciales contra la pretensión del poder arbitrario Ciertamente prohibiste la muerte del fratricida, y le impri¬miste una marca de inviolabilidad. Pero también es cierro, que a pesar de ella un descendiente suyo le quitó impunemente la vida (Gen. 4). No le valió el haber sido indultado de la pena del talión por expresa voluntad tuya, ni el que se refrendase el indulto con un sello especial. Caín murió violentamente a manos de Lamech; y éste como ejecutor de un castigo justo, quedó del todo impunido. Fue alevoso el fratricidio cometido en la persona de Abel. El fratricida reconoce la enormidad de su deliro en tanto grado, que se considera indigno del perdón, de la presencia tuya, y de vivir sobre la tierra: confiesa la equidad de la conmutación de la pena ordinaria en la de andar errante y fugitivo; pero teme ser muerto por cualquiera que le encontrase. Recae en seguida la prohibición de matarle, y el índice de su inviolabilidad. No faltó justo motivo para ella, urgiendo entonces la necesidad de la propagación. Doble sería el defecto de propagadores, si a la pérdida de Abel se hubiese añadido la de su hermano Caín; para quien los remordimientos de su conciencia, y los clamores de una sangre inocente derramada, eran otros tantos verdugos que le atormentaban en su vida errante y fugitiva, tal vez de un modo más sensible que el último suplicio. No pueden ser otros los fundamentos de su inviolabilidad extraordinaria. Parece que ésta debía cesar, cuando cesase la causa principal del indulto. Dejó Caín de andar errante y fugitivo, cuando fabricó una ciudad, y le puso e! nombre de su primogénito. Estando ya reproducido en su prole, y con una familia numerosa, un individuo de ella le priva de la vida. ¡Lección provechosa para quien se empeña en buscar la impunidad de sus crímenes a título de unciones imaginarias, cuando no pudo lograrla por el resto de su vida un hombre, a quien tú mismo ungirse de una manera remarcable! Marcado e! primogénito de Adán con una distinción que no había sido dada, ni prometida a ninguno de cuantos pretenden ser más caracterizados, e inviolables que aquél, pagó en fin el reato de la culpa con que él mismo se despojó de la inviolabilidad ordinaria de todos los hombres. ¿Cómo pues dejarán de pagarla en este mundo los monarcas que no tienen más indulto, ni letrero de inmunidad que e! sugerido por su propia fantasía, y la de sus aduladores? Esta misma ficción es un crimen que reagrava los demás que cometen contra vos, contra el pueblo y sus individuos. ¿Cómo pues podrá servirles de escudo, y salvaguardia contra las leyes de la sociedad, contra la espada de la justicia popular?
"Será derramada la sangre de cualquiera que derrame la de su semejante": dijisteis vos mismo a los repobladores del universo: y a nadie eximisteis de esta pena. ¿Ignoraríais por ventura que había de llegar tiempo en que introducida la monarquía y su nueva teología, alegarían privilegio contra esta ley los Reyes, y príncipes infatuados con su doctrina? ¿ Por qué pues no declarasteis desde luego la excepción a que ellos ahora se acogen? Una tal declaratoria hubiera sido manifiestamente inicua, y contraria a tu infinita justicia y rectitud. Semejante excepción abriría un vasto campo al desenfreno de las pasiones de! monarca: en lugar de coartar la oportunidad de delinquir, multiplicaría las tentaciones: sería más frecuente el peligro de hacer mal. "Quicumque efuderit humanum sanguinem, fundetur sanguis illius" (Gen. 9). A nadie exceptúa esta regla general, por eminente y distinguido que se considere. Apelar al juicio de otro mundo, sería eludir la pena establecida: quedaría sin derramarse la sangre de! homicida, o para que su efusión se ejecutase en la otra vida, sería menester que las almas de los Reyes sanguinarios llevasen consigo la sangre de sus cuerpos. Y ¿cuál es la razón de esta ley penal? "Ad imaginem quippe Dei factus est homo". He aquí e! fundamento de ella. Tú mismo lo declaras. El ser imagen tuya cualquier individuo de nuestra especie, fue el motivo de la prohibición penal. De la semejanza que tiene contigo esta imagen le viene el carácter sagrado, el sello de la inviolabilidad. Cualquier otra cosa que el hombre adquiera, sea cual fuese el agregado que sobrevenga a esta copia vuestra, no puede dejar de ser accidental y accesorio. ¿Cómo pues conservar ilesas estas añadiduras, cuando por el crimen ha desaparecido el cimiento de ellas? ¿Cómo subsistirán los accidentes sin la substancia, lo accesorio, e inherente sin su causa principal? Si por el delito nos privamos de la inviolabilidad natural, con que todos nacemos marcados con la estampa de tu Divinidad; ¿con qué pretexto sostendremos cualquier otra inviolabilidad accidental? Que subsista el edificio, arruinadas y subvertidas sus bases, es repugnante al sentido común; pero la arquitectura del despotismo, todo lo compone a fuerza de ficciones y delirios.
Os interesáis tanto en la seguridad del hombre, que en el mismo capítulo protestáis hacer responsables de su sangre, hasta las bestias que la derramaren. "Sanguinem enim animarum vestrarum requiram de manu cunctarum bestiarurn". Ningún viviente queda exento de esta responsabilidades. Tú mismo te encargas de exigir de las manos homicidas la sangre humana, sea quien fuere el reo de ella. "Et de manu hominus», de manu viri, et fratris ejus requiram animan bominis". Si aun los criminales en esta línea todavía pretendieren declinar de la jurisdicción del pueblo, so color de no hacerse memoria de ella en el lugar citado; sepan pues que su declinatoria viene a ser trascendental a todos los homicidas, aunque no sean de nuestra especie. Igual excepción alegarían las culebras y demás animales sanguinarios, fundado en que a nadie concedéis la facultad de matarlas, cuando protestáis exigir de todos la sangre y la vida de cualquier individuo de nuestra especie. Sería por consiguiente atentado y exceso, el de aquellos tribunales que adheridos a la letra del texto, han también comprendido en sus sentencias y ejecuciones a la bestia homicida. Es menester que haya renunciado al sentido común, el abogado que se encargue de la defensa de esta declinatoria. Pero deben tenerla muy presente todos los que descartan la soberanía del pueblo, a pretexto de callarse en los lugares con que adulan a la monarquía absoluta. Serán redargüidos de esta manera, diciéndoles: "Vosotros despojáis al pueblo de sus derechos, porque en el c. 6 de la Sabiduría y sus semejantes no se hace memoria de su autoridad y poder: luego debéis también dejar impunes a todos los homicidas, porque en el c. 9 del Génesis, se reserva Dios la facultad de castigarlos, sin hacer mención de la connatural al pueblo, a sus individuos y magistrados". ¡fuera de nosotros tal absurdo! Todos somos iguales delante de la ley. Nadie puede eximirse de ella ni de la potestad de los funcionarios públicos encargados de su aplicación y cumplimiento. Siendo vos el origen primitivo de toda autoridad y poder, habiéndola adquirido el hombre de vuestra mano; estando combinada en el pueblo por actos convencionales; bien pueden decirse tuyas todas sus actuaciones. Es bajo este mismo concepto que se dice tuya la voz del pueblo, limitada a la guarda de sus derechos sociales.
A pesar de todo esto, ha podido tanto el espíritu de la adulación, que se ha tomado la licencia de fingir de un nuevo sacramento peculiar de los monarcas absolutos y de mejor calibre que los siete de la ley de Gracia. Carácter sacramental llama un escritor servil al efecto ideal de la Real investidura. Dice que este carácter se imprime en el alma de! Rey al ceñirse las sienes con la diadema, en el acto de la coronación. (El autor de un librito intitulado El sepulcro de la Magdalena). Otros hacen obrar su nuevo sacramento en la ceremonia de la unción. Pero; atacando rodos la religión y política se erigen en autores y defensores de un misterio, que según ellos, o fue ignorado de Jesús, o superior a sus facultades. Ni ha sido instituido por él ni la primitiva Iglesia ha reconocido semejante sacramento. En la opinión de los padres de esta novedad sacramental, el hombre se hace por ella impecable. Sin este admirable efecto sería disparate atribuirle perpetua inviolabilidad, siendo ésta compatible con la criminalidad. Si por el título de Rey se hiciese impecable la persona Real, ella sería siempre inviolable y sagrada; valdrían los pactos que la ley condena como procuradores del pecado. Sin estos nuevos atractivos de la culpa, las dignidades del siglo han llegado a ser por el curso ordinario de las inclinaciones humanas, peligros próximos del crimen, tanto más inductivos del mal, cuanto más eminente sea e! oficio. Pecaminosa sería su aceptación en quien espontáneamente se metiese en el peligro, sin la idoneidad necesaria para no perecer en él. En los beneméritos no será culpable este paso. El bien común, la necesidad y utilidad pública justifican el proceder de aquellos que adornados de la virtud y talento correspondiente, se aventuran a los riesgos de la administración. Mientras ella fuere más ardua y elevada, tanto más rodeada estará de peligros, cuyo número se multiplicará con la idea del carácter sagrado e inviolabilidad absoluta. No tendría lugar esta multiplicación, si no se hubiesen propagado y creído los sueños del poder y soberanía celestial. ¿Se dirá acaso, que esta inven¬ción por la sublimidad de su carácter, eleva el ánimo y le empeña por sus nuevas relaciones contigo en designios de gloria y honor, en no manchar con pensamientos viles, ni obras infames el esplendor de su dignidad celestial? Casi otro tanto he leído en el escritor del nuevo Sacramento de la coronación, cuando por sí, o por medio de una persona Real confiesa ser una mera preocupación este sistema, pero que por los bienes que producía, debía fomentarse y mantenerse.
"Non sunt facienda mala, unde veniant bona": es un principio de sana moral, irreconciliable con el motivo de conveniencia, que alegan los interesados en la fábula sacramental. Por grande que sea el bien que se espera de una acción mala, nunca es lícito ejecutarla. Por lucrativa y útil que sea una mentira, jamás tenemos derecho a decirla, y sostenerla. Por más que se preponderen las ventajas comunes, y trascendentales a la sociedad; una sola persona y familia recoge todo el fruto de la impostura. Participan también de ellas los que fomentan y propagan la ilusión. Finjámoslas sin embargo refundidas en todo el pueblo. No por eso dejará de ser reprensible y torpe el medio de su adquisición. No la purifica el bien común. ¿Cómo pues dejará de ser criminal por la utilidad de un individuo? El hombre no necesita de ficciones para obrar conforme a los principios del honor. Para ser héroe le basta su verdadero origen divino. La hermosura de la virtud, el brillo de la sólida gloria, la inmortalidad de su nombre, los encantos de la fama póstuma son otros tantos estímulos que les despiertan y conducen a la heroicidad. Por más que se refine el artificio de la preocupación, nunca podrá elevarnos a mayor altura que la que nos ofrecen las leyes de la naturaleza, y de la Gracia. Entroncados en la Divinidad por nuestro árbol genealógico, somos hijos y herederos tuyos, somos coherederos de Cristo, somos Dioses. ¿Qué más pues será capaz de añadir la fábula del carácter Real? ¿Ni para qué buscar en ella alicientes que nos hagan remontar a la cumbre de la virtud; cuando en la realidad, tenemos los mejores elementos de una heroica emulación? Alárguese al oprimido una mano socorredora que le saque de la esclavitud. Venga un libertador, que le levante del cieno en que le tiene sumergido la tiranía, Préstesele el auxilio de las luces, y las armas, para que disipe las tinieblas de la ignorancia, y rompa las coyundas con que tirar del carro de la servidumbre. Hágasele conocer la alta dignidad del hombre libre, el antiguo lustre de su prosapia; y obrará como quien es, sin necesidad de los torpes y miserables subsidios de la fábula. Finjamos sin embargo de esto, que por falta de otros estímulos, fuese preciso echar mano de los fabulosos. ¿Por qué no hacerlos entonces extensivos a toda la especie humana? ¿Por qué monopolizarlos en ciertas personas y familias? ¿Cómo abandonarán la marcha rastrera de sus vicios, y subirán a la cima del honor, los que miran estancado en este corto número de personas y familias el único recurso que deja la ficción para elevarse? Así quedarán siempre abatidos los que no tienen derecho a monopolio. Así la invención quedara reducida a mezquindad, egoísmo y parcialidad, muy disonante a tu infinita liberalidad y beneficencia.
¿Y qué dirá Moisés al ver en cierto modo zaherida su conducta con el pretexto que alegan los contrarios? Que no sean orgullosos y soberbios con sus hermanos: era una de las reglas que dictaba en el Deuteronomio para los futuros Reyes de Israel, y una máxima del todo opuesta al interés, con que se pretende exaltar la insolencia reprobada por aquel legislador. Resulta igualmente censurada tu conducta, cuando en vez de aprobar el concepto de soberbia que inspiró la serpiente a la primera mujer, lo desapruebas y castigas. Si en la opinión de los inventores del moderno Sacramento Real, produce tantas ventajas la credulidad del vulgo: ¿Por qué a lo menos no le toleraste en el Paraíso? Todo el misterio de la reciente invención está reducido al "Eritis sicut Dii". En él hallan sus fautores comodidades condenadas por ti, la vez primera que se oyó sobre la tierra este acento seductor. Ya antes se había proferido en el cielo; y sus desastrosas consecuencias nos advierten el grado de corrupción, a que ha llegado la relajada moral de los exaltadores del poder arbitrario de los Reyes. Ni el Angel, ni el hombre podían ser más de lo que eran en el orden de la naturaleza. Inútiles y vanos eran todos sus conatos para empinarse más sobre el nivel de su creación: inútiles y vanas todas las ideas que se inspirasen, y concibiesen a este intento: falso y mentiroso en todas sus partes el llegar a ser como Dioses en la inteligencia que le daban los tentadores, y los tentados: impostores, y necios respectivamente los unos y los otros. Inflamen pues como quieran nuestros sacramentarios las pasiones regias con la idea del nuevo carácter divino: ensalcen hasta lo sumo su fantasía con el concepto de su inviolabilidad extraordinaria; pero teman y esperen el castigo que en el Cielo, y en la tierra han merecido tales ficciones. No crean que tú eres interesado en semejante inviolabilidad. Entiendan por el contrario que te complaces cuando se obra contra esta preocupación en favor de la salud del pueblo. Recogeremos algunos pasajes que lo comprueban.

CAPITULO XLV
Regicidio y tiranicidio

MOISÉS QUE dio a los Hebreos el primer ejemplo de resistencia a la potestad tiránica, a que él mismo se hallaba subordinado, fue también el primero en allanarles la práctica del regicidio, cuando los conducía a la tierra de promisión. En el dictamen de los amantes de la monarquía absoluta inviolables y sagrados eran Sehon, Rey de los Amorreos y Og. Rey de Basan Perecieron no obstante a los filos de la espada, de aquel libertador. (Num. 21). Josué, mucho más regicida que Moisés, quitó la vida a treinta y un monarcas, que en el concepto de vuestros cortesanos eran igualmente sagrados e inviolables. (los. 12) Ahorcados murieron la mayor parte de los 31. El de Jericó y el de Hai fueron de los primeros que sufrieron este suplicio. Tras de ellos siguieron cinco de la coalición de Adonisedec, Rey de Jerusalén, que huyendo de los Israelitas, se habían ocultado en la cueva de Maceda. Extraído de ella por orden de Josué, pasaron por otra afrenta antes de llegar al patíbulo. Convocó este jefe a todos sus generales, y les hizo poner los pies sobre el cuello de los cinco Reyes. Fueron después de este vilipendio conducidos a la horca, y en ella ejecutados. (Jos. 10). ¿Ignorarían tal vez Moisés y Josué la inviolabilidad y carácter sagrado de estas personas? Les era desconocida la del nuevo cuño, y solamente conocían la que pertenece a todo el género humano. Pero sabían que caducando ésta por el crimen, debía ejecutarse el criminal, aunque fuese coronado, siempre que su ejecución interesase a la seguridad del pueblo. No fue un acto de ferocidad el hollar la cerviz de aquellos cinco Reyes, ni una lección para borrar las falsas impresiones que hoy reinan entre un vulgo cristiano, y preocupado. Estas no existían en aquel tiempo; pero no faltaban otras que el hábito de las cadenas egipcias había producido en los Hebreos, y tales, que a su impulso pretendieron los más degradados abandonar a su libertador, renunciar a la libertad adquirida, y volver al yugo de Faraón. Importaba pues disipar cualquier idea favorable al despotismo Real, y perjudicial a la soberanía de Israel. Convenía que el remedio se aplicase de una manera proporcionada a los usos, con que suele introducirse el mal que se procuraba curar. Si el temor servil, si la ignorancia, si el envilecimiento del alma, debido al peso de las cadenas; a la dureza del yugo, que gravitaba sobre el cuello del miserable oprimido, lo encorvaban hasta besar la tierra y los pies del tirano; un procedimiento inverso, una retaliación respectiva, era lo más conducente a reanimar un espíritu abatido; a dar nuevo aliento a una gente recién emancipada, a retocar tu imagen y semejanza desfigurada; y he aquí el fin con que ordenó Josué que sus capitanes pisasen el cuello de los cinco Reyes de la liga de Adonisedec.
Me parece que oigo a los partidarios de la inviolabilidad Real reconviniédose por tantos regicidios con el siguiente discurso:
¿Es posible, Señor, que siendo vos tan celoso de la inviolabilidad de los Reyes, hubieses permitido atropellarla en un número tan crecido como el de 31? Si ellos estaban comprendidos en la proscripción fulminada contra las naciones que ocupaban la tierra prometida, ¿qué inconveniente había en eximirlos de esta pena? ¿No fueron exentos de ella los Gabaonitas, en virtud de un pacto celebrado dolosamente con Josué? ¿Qué re costaba el haber concedido una am¬nistía general a todos los Reyes de estas mismas naciones proscriptas? Si para que nunca faltase a vuestro pueblo una escuela práctica del arte militar, quisisteis que algunas quedasen excluidas del exterminio, por qué no exceptuasteis, desde el principio para el magisterio de esta profesión a los monarcas de todas ellas? Si entre ellos y sus vasallos hay una desigualdad infinita, ¿por qué igualarlos y confundirlos con éstos en el decreto de proscripción? Pero, pues que no fueron de vuestro agrado estas gracias y privilegios, por qué a lo menos prohibisteis que estas sagradas personas fuesen castigadas con penas afrentosas, y vergüenza pública? ¿O por qué no increpaste a Josué el uso de ellas en el castigo de tantos Reyes? ¿Qué importa el que nosotros, para retraer de la imitación a los pueblos cristianos, apelemos a inspiraciones y mandatos singulares, si pasada la noche del parto, y credulidad sucederá una mañana, en que veamos frustrados nuestros trabajos? ¿De qué servirán entonces nuestros artificiosos comentarios, si más poderosa que el arte, la naturaleza obrará por los derechos del hombre, conforme a sus leyes invariables? Aunque confundamos a la religión con la política, aunque hagamos pasar por dogmas religiosos, nuestros inventos políticos en favor de la tiranía Real; al fin cesará la confusión; y rasgado el velo con que cubríamos la verdad, quedarán ya sin valor nuestros romances y fábulas. [Cuántas inspiraciones, cuántos mandaros y privilegios no alegarán entonces con mejor derecho vuestros hijos y herederos! Reforzado el imperio de la naturaleza con las ventajas de la ley de Gracia, ¿qué podremos oponer contra este muro inexpugnable? Desacreditado el talismán de la ilusión, será menester que obre la fuerza de las armas, sin el auxilio que le prestaba una fantasía hechizada. ¿Y qué premios bastarán para suplir esta falta?
Con menos ignorancia en mi estado de preocupaciones también habría podido reconveniros de esta manera. Todas las dificultades me parecían disueltas con decir que no obraban por su propio derecho los caudillos de las tribus de Israel, sino por especial moción del espíritu santo, arreglada al misterio de tus juicios inescrutables. Mas, conociendo ya que solamente lo justo y bueno está al alcance de vuestros mandatos y de las mociones de vuestro Divino espíritu, también he confesado que no forman siempre una nueva ley, vuestras órdenes especiales. Ellas más frecuentemente recaen sobre el cumplimiento de lo dictado por el órgano de la naturaleza, o de la revelación: ellas recuerdan al hombre sus deberes, le despiertan y alientan a su ejecución. No es él en tales casos por lo común un mero instrumento de tu omnipotencia; es más bien un ejecutor de las medidas ordinarias de tu providencia Excitadas muchas veces por inspiraciones o preceptos singulares, en nada obstan para que se diga que obramos por nuestro propio derecho. Pero, ¿cómo pudo tener lugar esta doctrina contra las naciones que ocupaban la tierra prometida? ¿Sería justo título para armarse contra ellas hasta el exterminio, el escandaloso vicio de su idolatría, el número de víctimas humanas, sacrificadas a sus ídolos, el horrendo holocausto de sus altares? Yo me explicaré en un corto episodio, que no será inconducente a las miras de mi confesión.

CAPITULO XLVI
Dominio de la tierra de promisión

AL RIGIDÍSIMO carácter de la antigua ley, no parecía irregular que estas abominaciones diesen derecho a tu pueblo para la guerra, y desolación; ¿pero cómo es que no fueron igualmente proscritos los otros pueblos idólatras? De los Asirios que se establecieron en Samaria, después de la conquista de Salmanasar, muchos de ellos hacían de su prole igual sacrificio a sus ídolos, quemándola sobre sus aras (4 Reg. 17). Entre los antiguos Cartagineses y otras naciones bárbaras, existía la misma horrenda práctica. ¿Y qué conquistador fundó jamás su pretendido derecho de conquista sobre el capítulo de idolatría y holocaustos humanos? Reservado estaba este frenesí para otros siglos de misericordia y gracia, para cuando el anillo del pescador sellase Bulas depredatorias de lo ajeno. Por otra parte vemos a los Macabeos celebrando amistad y alianza con sectarios de otra Religión, y tal vez inmoladores de víctimas humanas. Es menester pues buscar otra razón que justifique la conducta de los Israelitas, con las siete naciones condenadas al exterminio, y al despojo de sus posesiones. Por sanguinario que fuese el rigor de la antigua ley, nunca fue extensivo al perdimiento perpetuo de las propiedades, aunque se aplicase como castigo de la idolatría. Nunca fue perpetuo, sino temporal el que varias veces por este pecado sufrieron los Hebreos. ¿Cuál sería pues la causa de la confiscación de bienes en la condena de aquellos proscritos? No está muy oculta en el Pentateuco. En el caso de la tierra de promisión no intervino injusto despojo, sino restitución de lo ajeno por rigurosa justicia. No era poseedora, sino detentara de este país la gente que le ocupaba. Ningún dominio, ni derecho había podido adquirir sobre él. Tampoco le tuvieron omnímodo y pleno los Israelitas. Más que propietarios ellos eran usufructuarios, arrendatarios, o colonos de la tierra conquistada. Permanecía en ti el dominio pleno de ella: y lo declaraste expresamente en el Levítico. "Terra quoque non vendetur in perpetuum: quia mea est, et vos advenae, et coloni mei estis''. (Levit. 25). "Tampoco será enajenada para siempre la tierra: porque ella es mía, y vosotros sois mis superficiarios y colonos". ¿Pero qué cosa hay que no sea tuya, para que tenga algo de singular esta declaratoria? No tratamos aquí del alto dominio que, como a criador de todas las cosas, te pertenece sobre ellas. Tan inseparable de ti debe considerarse este derecho supremo, que a ninguna pura criatura puedes concederlo. El otro dominio sobre que recae la declaratoria, es aquel, que pudiste transmitir a tus hijos, y que efectiva¬mente comunicaste a tus primogénitos. Si ellos por su inobediencia o crédulos a la fábula de la deificación, perdieron el dominio del Paraíso, o la sola posesión de él, yo no lo sé. Pero de la letra de! Génesis en la expulsión de ellos puede conjeturarse, que dejaron de ser poseedores y usufructuarios natos, mas no señores de! territorio. Por la naturaleza de lo penal cualquier jurisconsulto dirfa, que no estando expreso el perdimiento de la propiedad, no debía entenderse virtualmente comprendido en las demás penas manifiestas en e! texto. Al Querubín armado que pusiste de guardia en la puerta de aquel sitio para impedir la entrada, sería constante este punto de derecho.
Nada quedó reservado después del Diluvio en perjuicio de Noé y su posteridad, por el nuevo mandato de crecer y multiplicar, y volver a poblar la tierra. Pero en la promesa hecha posteriormente a Abraham, está patente la reservación del país que había de habitar este patriarca y su descendencia. Al intimarle que abandonase el territorio de los Caldeas, al ofrecerle entre otras cosas la tierra de promisión, ya residían en ella los Cananeos; mas éstos no eran propietarios ni legítimos poseedores de lo que ocupaban. "Chananeus autem tunc erat in terra". "Pero entonces estaban los Cananeos en aquella tierra". (Gen. 12). Esta es la expresión de! historiador sagrado; y ella es menos apta para significar señorío, que para demostrar mera detentación y residencia. Si el siervo adquiere para su señor, si posee a nombre suyo, si Abraham descendía de Sem, a cuyo servicio había sido destinado Canaán por tu maldición, y si sus nietos eran herederos de ella; menos podía perjudicar su ocupación a los derechos de aquel Patriarca y sus descendientes. Mas, ¿cómo puede conciliarse esto con la conducta de Abraham, que considerándose forastero, y peregrino entre los Cananeos, les compra un lugar de sepultura? (Gen. 23). Nada tiene de contradictorio esta conducta en un varón tan desinteresado y moderado como él. Muy limitada entonces su familia, hubiera sido imprudencia alegar el pacto celebrado contigo, para que aquéllos evacuasen la tierra prometida y para todos sobrante en aquel tiempo. Ni el Patriarca, ni su hijo podían cultivarla toda; ni los demás ocupantes la evacuarían por el simple dicho de Abraham, sin una prueba clara de tu voluntad, y tal vez apremiados. ¿Con qué fuerza podía entonces contar este propietario, para doblegar la resistencia de los Cananeos, y defenderse de sus violencias? Carecía del auxilio de los pastores de Mambre; y cualquier conato particular hubiera sido temerario, muy peligroso, y nada conforme a la moderación y desinterés, que tanto honor le hicieron en la derrota de Codorlahomor y sus aliados. Séame lícito hacer aquí memoria de un inglés, que en cierto modo imitó el proceder de Abraham, comprando en la Pensilvania la misma tierra que le había cedido el gobierno de su metrópoli. El virtuoso fundador de esta provincia, absteniéndose del título de propiedad que llevaba de Londres, solicita de sus antiguos poseedores el de una venta espontánea y justa. ¡Pueda Abraharn tener muchos imitadores como Guillermo Penn! ¡Puedan otros muchos imitarle como auxiliador de los insurrectos contra un monarca despótico! Cuando honramos la memoria del filántropo Penn, no excluimos a otros Ingleses, que muy ajenos de las donaciones pontificias, y de otros medios usurpatorios, compraron de los Indios la tierra que necesitaban para su establecimiento.
El hambre que impelió al padre de los creyentes a dejar temporalmente el país de Canaán, obligó también a su nieto Jacob a salir de él y emigrar a Egipto, en donde su abuelo había hallado alimento y hospitalidad. No fue larga la ausencia del primero; pero la del segundo fue larguísima y tanta, que según el cómputo más moderado que yo he visto duró 20S años. Por menos tiempo abandonada cualquier otra tierra, queda reducida al rango de bienes comunes, y se hace del primero que la ocupa; pero la de promisión estaba exceptuada de esta regla general. Sus utilidades eran reservadas a la generación de Abraham, Isaac y Jacob. Mientras la ausencia de éste y su familia, se establecieron en ella otras naciones; pero ningún derecho pudieron adquirir sobre ella. Reservado en ti antes de la promesa, y antes de la ocupación cananea, el dominio directo y el útil, para que la poseyesen los Israelitas, y se aprovechasen de ella; ningún otro podía usufructuaria, ni adquirirla por usurpación. Si procedían de mala fe los ocupantes, si estaba el suelo manchado con las abominaciones de la idolatría, si era de rigor y de ira, de sangre y de fuego el espíritu de las ordenanzas militares de tu pueblo: nada tiene de extraño su procedimiento, contra la gente que rehusaba evacuar el territorio prometido. Ninguna injusticia había en la expulsión de los intrusos y restitución del país. Tuya era la plenitud de su dominio; colonos y superficiarios los Israelitas, con la pensión de dar una parte de frutos a los Levitas, y de suministrar lo necesario para los sacrificios, viudas, huérfanos y peregrinos. Los poseedores podían enajenar lo que poseían; pero no absolutamente, sino con pacto de retro vendiendo a beneplácito del recipiente, con tal que no excediese del año quincuagésimo del jubileo, en que rescindidas todas las enajenaciones de predios rústicos, volvían éstos a sus primitivos usufructuarios.
Me he detenido algo más de lo que pensaba en este episodio, porque en la materia de su contenido adolecía yo de un error que aprendí en cierta obra titulada Derecho público de las naciones. Bajo esta corteza no había en ella más que dogmas del poder arbitrario. Empeñado su autor en canonizar cierta usurpación, alegaba el caso de los Hebreos en la posesión de la tierra prometida. Suponía, que los expulsas eran todos legítimos señores poseedores de ella; pero que tú por un rasgo de predilección para con las tribus de Israel, y usando de tu poder absoluto, despojaste a los primeros ocupantes, les quitaste su dominio, y lo transferiste a tus predilectos. De esta falsa suposición, deducía un argumento de paridad, diciendo que así como tú en otro tiempo tuviste a bien quitar a los Cananeos, Gebuseos, Amorreos, etc., la propiedad y posesión de su país, para darla a tu pueblo, así también era de creer hubieses hecho otro tanto con la América en favor de otro pueblo. El símil claudica por mil capítulos ofensivos todos a la razón, a la verdad, al Evangelio, y al derecho de las naciones. Se halla en contradicción con el Breve de Alejandro VI, que limitó su donativo a los Reyes que lo impetraron, a sus herederos y sucesores, sin extenderlo a la nación. He aquí el primer libro de Derecho público, que yo leí bajo la influencia del despotismo. Por más que nada tuviese digno de su título, yo reputaba por excelentes las absurdas doctrinas que contenía: todas ellas me parecían la quintaesencia del derecho natural y divino. Abrí los ojos; y ni aun quiero acordarme del nombre de su escritor. Vuelvo a la inviolabilidad.

CAPITULO XLVII
Continúa la materia del regicidio y tiranicidio

ENTRE LOS REGICIDIOS cometidos en la época de los Jueces ninguno más notable que el de Eglón, Rey de Moab, ejecutado por Aod. Animado este hebreo de la idea brillante de libertar a sus compañeros del yugo que sufrían bajo su reinado, procuró ser el conductor de los regalos que destinaban las tribus para este monarca. Los entregó efectivamente y habiéndose desprendido de las personas que le acompañaron en la conducción, retrocedió en diligencia al palacio de Eglón, fingiendo que le urgía comunicarle de vuestra parte un secreto. Estaba solo el Rey en la cuadra, donde le recibió; y creyéndole de buena fe, se levantó de su asiento para darle audiencia reservadamente. En el mismo acto le dio Aod una puñalada tan mortífera con una daga de dos filos que llevaba oculta, que no le dejó ni tiempo para la defensa, ni aliento para invocar auxilio o hacerse sentir de su gente. El ambidiestro regicida cerró muy pronto con llave todas las puertas por la parte interior del cuarto, y se fue por un postigo a los suyos. Les notificó el suceso y con tanto ahínco y entusiasmo les puso sobre las armas, que capitaneados por él mismo, lograron una victoria completa sobre los Moabitas, que marchaban a vengar el regicidio y sostener la servidumbre de tu pueblo. Así pues quedaron libres de la que habían sufrido por espacio de 18 años y vivieron 80 en tranquilidad después de este acontecimiento. (Jud. 3). Yo no podía combinarlo con las falsas doctrinas de mi educación. Un regicidio ejecutado por una persona particular, con la circunstancia de aleve y proditorio, en la casa del mismo Rey, que por derecho de conquista dominaba sobre el regicida y sus conciudadanos en castigo de la idolatría, era para mí el más enorme crimen. Me parecía imposible que fuese de tu aprobación, aunque recayese sobre una gente maldita y procripta. Me confirmaba en este concepto el oír calificar de pecado gravísimo, en las escuelas que yo cursaba, no solamente el regicidio, más también el tiranicidio. En favor del monarca reinante, se exigía sin excepción alguna un juramento de no defender, ni aun como probable, la opinión que sostiene el regicidio, y tiranicidio, contra las potestades legítimas. De este modo el despotismo, tan interesado en la salud de las almas, se empeñaba en alejar de ellas hasta las ocasiones más remotas de este nuevo pecado mortal, y más iluminado que el Angélico Maestro, patrono y doctor de las mismas escuelas, pretendía enmendarle la plana en este punto.
Tratando ex profeso, este santo del gobierno de los príncipes, enseñaba que era lícita, y aun obligatoria la destrucción del tirano y de los que gobernaban tiránicamente. Guiado por su razón, por la Escritura, por la tradición de todos los pueblos libres, escribió lo mismo que han escrito los varones más sabios y virtuosos de rodas las edades del mundo civilizado. Eglón y Tarquino el Soberbio son dos ejemplares de tiranía que cita en su doctrina Santo Tomás: el uno fue tirano ab initio, el otro ex-post facto. Que es un deber de los hombres fuertes y valientes como Aod y Julio Bruto el librar de la tiranía a los pueblos, aunque sea con peligro de su vida propia, es la enseñanza de este Santo Doctor:(Lib. 1, e 6 de regim. princ.) es la práctica de las naciones libres y la misma que vemos aprobada en los libros de la ley. Exigir pues, juramento de no defender esta doctrina, es los usos y costumbres, es exigir que el hombre en sociedad renuncie a sus derechos imprescriptibles; es exigir nos abstengamos para siempre de librar de su angustia y peligro a los que son llevados injustamente a morir, y que jamás salvemos a los que indignamente padecen: es exigir un juramento de obrar mal y de omitir el bien, abandonando nuestros deberes naturales y sociales: Juramento inicuo a rodas luces y de ninguna manera obligatorio! Jurar no defender, ni aun como probable una doctrina santamente arreglada al derecho natural y divino, es jurar no defender ni aun como probables los fueros y obligaciones del ciudadano, es reprobar el proceder de Abraham, de Moisés, Josué, Aod, Jonarán, Samuel, David, Jeroboán, el Sanedrín, Elías, los Macabeos, Jesús, Pedro y otros innumerables que han usado de su derecho contra los tiranos y los que reinan tiránicamente.
Jurar abstenerse de tan sagrados derechos y deberes, es jurar abiertamente el partido y fomento de la tiranía: es comprometerse a una esclavitud perpetua: es garantizar la impunidad de los malhechores: es tomar ru santo nombre en vano con gravísimo perjuicio de tu imagen y semejanza: es abdicar el hombre su dignidad en obsequio de los malos y prosternarse a los pies de un bandido, o pirara: es querer en fin que el hombre sea de peor condición que el reptil más despreciable, a quien nadie niega la facultad de morder y punzar a cualquiera que lo pisa y oprime. Es torpe, injustísimo y contrario a las buenas costumbres semejante juramento. Su exacción sola es un acto de tiranía tal que haciendo indigno el mando a su autor, lo presenta más odioso y criminal que los tiranos de la Escritura. Ninguno de ellos osó profanar de esta manera tu santo nombre. No fue inspirada a los hombres esta idea religiosa para su abatimiento y ruina, ni para hacer de su dignidad y derecho un abandono lucroso a sus mismos opresores. No recibimos de lo alto esta prenda sacra de nuestros deberes para honra y provecho de un solo individuo, ni para dejar impune sus delitos. No es en fin el juramento un vínculo de iniquidad; es por el contrario una santa precaución, que asegura más los derechos de la sociedad y de sus miembros contra la mala fe de los díscolos, contra los tiranos del poder arbitrario. Tú no lo aceptas, si adolece de cualquiera de estos vicios. Yo vengo discurriendo del juramento promisorio, que es el de la cuestión. Quisiera que los Españoles, que por desgracia la deciden en obsequio de los déspotas, meditasen la pintura que hace de los géneros de tiranía, la 1. 10. t. 1. p. 2. Y dijesen, si hay en su contexto una sombra siquiera de impunidad para los tiranos, un átomo siquiera de justicia para el juramento que ahora exigen. No vale e! que otorgaren los Reyes con menoscabo de la nación, dice otra ley de partidas en el título de las juras. (1.28 t. 11. p. J). ¿Y cómo podrá valer el que pone al pueblo entero a discreción de la rabia, orgullo y avaricia de un déspota? Tal es el juramento de no defender, ni aun como probable la opinión del regicidio y tiranicidio; porque de esta ligadura viene a los monarcas la más amplia licencia para menoscabar la nación y delinquir impunemente a rienda suelta. Yo no hablo del regicidio admitido generalmente entre los teólogos de! siglo de Enrique IV de Francia, por la sola disparidad de culto: regicidio aprobado en la cátedra de S. Pedro y nutrido en el seno de una teología, de que fueron víctimas aquel monarca y su antecesor Enrique III: teología que enseñaba ser lícito y meritorio asesinar a cualquier príncipe anticatólico, proscripto o excomulgado por el Papa; teología de quien fue padre, tutor o curador [acabo Clemente, de donde fueron llamados jacobinos los que la profesaban. Yo hablo del regicidio defendido por Santo Tomás, por las leyes naturales y divinas: regicidio de solo nombre, cuando ya por su conducta tiránica, ha dejado de ser Rey el comprendido en esta doctrina. ¡Pero maquinar contra un monarca por opiniones religiosas, cuando la suya a nadie tiraniza; ponerle acechanzas a su vida, porque lo considere como disidente y enemigo suyo el obispo de Roma: es la obra del fanatismo, que tanto ha deshonrado a la humanidad y vulnerado a la moral del Evangelio!
En el volumen de teología moral más acreditado entre los eclesiásticos de mi país había yo aprendido la distinción de! regicidio al tiranicidio, fundada en la legitimidad o ilegitimidad del título Real. Quiero decir que siendo Rey legítimo, aunque reinase tiránicamente, jamás era lícito levantarse contra él, ni tomar otro recurso que el de la paciencia, oración y penitencia para que tú lo convirtieses; pero que, siendo un Rey intruso, usurpador y tirano sin justo título, expedito estaba e! derecho de la insurrección. (Ligor. in Mor. theolog.). Ya he confesado, y no me cansaré de repetir, que aun para este caso, nada vale la doctrina y distinción de este teólogo: jamás salen de la esfera de pura teoría. Jamás hallamos en la práctica el sujeto a quien aplicar su dictamen teórico, siempre que nos guiemos por los moralistas sumisos al despotismo. Aunque el reinante fuese más intruso que Abimelech y Aralia; aunque fuese más cruel que Don Pedro, que los Calígulas y Nerones, que los Dionisios, Atilas y otros innumerables, ninguno de ellos lo confesaría; todos ellos sostendrían lo contrario; el mismo Ligorio sería de este número, si fuese consultado en la práctica. Véase el decreto exterminador de las últimas Cortes y constitución de España. Véase la insolencia con que en él se afirma, que esta nación no ha tenido un Rey despótico. Desmentida en él la historia y la tradición de tantos siglos, ¿cuál será el teólogo de los que han besado este decreto, que pueda señalarnos con la mano un tirano, o una providencia tiránica? ¿Quién será aquel que no sostenga el juramento, de no defender, ni aun como probable, la opinión que favorece al regicidio y tiranicidio contra las legítimas potestades? ¿Cuál será la potestad que no sea legítima en la práctica, si su legitimidad siempre ha de ser pronunciada por el actual poseedor y sus partidarios? ¡Muy estragada ha de ser la moral que admite o tolera la iniquidad de este juramento y de la facultad de juzgar en su propia causa la parte que lo exige y nos oprime! No llegó a este grado la depravación de los monarcas de Israel. Abimelech para hacerse Rey de todas las tribus, tampoco se valió de este arbitrio. Aún no lo había sugerido el averno: aún no estaba descubierto el rumbo a los espacios imaginarios en busca de autoridad y poder. Me ceñiré a terminar esta materia, evitando la prolijidad que ofrece el campo vastisimo de sus tratados.

CAPITULO XLVIII
Se concluye la materia del regicidio y tiranicidio

NO SE SIRVIÓ Abimelech del juramento de nuestros tiranos, ni del recurso a la potestad celestial; imploró el favor de todos sus deudos maternos para que ganasen la voluntad del vecindario de Siquén y le diesen dinero con que sobornar otra gente. Por esta vía logró el voto de los Siquimitas; alquiló el poder y la fuerza de muchos vagos y menesterosos, siempre prontos a seguir a quien más paga; y se proveyó de una soberanía inicial, que iba tomando sucesivamente cuerpo. A los Siquimitas se agregaron las familias de Melo; y reunidos en aquella ciudad con los mercenarios comprados para el sufragio, constituyeron por Rey a Abimelech, junto a un árbol semejante al de Garnica. (Jud. 9). Estos son los trámites por donde muchos llegan a la corona: trámites de moda en todos tiempos: trámites santificados en los nuestros con la invención de un poder y juramento ignorados en aquella era. Colocado Abimelech por medio de una fracción en el trono de Israel, sin la voluntad general del pueblo espontáneo y libre; sin los requisitos de su constitución, y manchadas sus manos con la sangre de los 70 hermanos, asesinados por la fuerza de sus mercenarios, fue verdaderamente intruso; pero tolerado por los demás que no habían tenido parte en su nombramiento; reinó 3 años. Entre tanto no aparece más que una sola persona, acusándole expresamente de la violencia y fraude con que se apoderaba del cetro. El menor de sus hermanos y el único, que afortunadamente escondido pudo salvarse del fratricidio, exclamó contra él y sus principales electores, con toda la libertad de un ciudadano virtuoso. Jonatán es el solo, que haciendo hablar a los vegetales en su ingeniosa parábola, representa en el cardón la conducta criminal de su hermano; y sería capaz de dejar expeditos los derechos de su nación, si al sonido de su voz se hubiesen desengañado los ilusos y alentado los tolerantes. Mas, viendo que ningún fruto producía su discurso, huyó y se substrajo al alcance del tirano; cuya ruina empezó por el descontento de los Siquimitas. Se sublevaron contra él y reanimados con la proclama del insurgente Gaal, tomó incremento la insurrección y vino contra ella el ejército del intruso. Tales fueron las ventajas que éste adquiría sobre los patriotas, que ellos hubieran sido vencidos y castigados como reos de alta traición, si una mujer no ejecuta el regicidio. Sin este suceso el cabecilla Gaal que mandaba las tropas insurrectas, habría sido descuartizado y sus miembros enastados en los caminos. No tuvo la fortuna de ser él el regicida; pero merecerá siempre ser tratado, no con los groseros dicterios de la tiranía, sino con el renombre correspondiente a un varón ilustre, que libra de ella a sus semejantes. Yo no hallo el nombre de la heroína, que con tanto acierto arrojó sobre la cabeza del tirano el pedazo de piedra de molino, que causó su muerte y el triunfo de los insurgentes. Pero sea quien fuese, tiene mérito para que su memoria sea tan in morral como la de Débora, Jahel y Judith.
Según la opinión de nuestros moralistas, tan inviolable y sagrada era la persona de Abimelech, como la de cualquier otro Rey legítimo, o legitimado por la aquiescencia del pueblo. Ellos no reconocen otro origen de inviolabilidad, que el del poder derivado de vos y esta potestad en su sentir la comunicáis vos, sin atender a los medios por donde se consigue la corona. A su modo de entender me parece que en las letras o sílabas de la dicción Rey, o en la palabra misma, hay cierto hechizo divino, un no sé qué tan prodigioso, que al instante que se aplica al candidato regio, queda ungido en cuerpo y alma y penetrado íntimamente de vuestro poder y soberanía. Sea que ésta se halle ligada a la palabra o que por un magnetismo portentoso de ella, se le infunda al pretendiente en el acto mismo de titularse por la primera vez, Rey, o en el de saludársele con esta invocación, tú mismo te sujetas a esta ligadura, y no puedes resistir los impulsos de la virtud atractiva de las letras, sílabas o dicción Real. Tal es la fuerza del sublime y celestial encantamiento, excogitado por la adulación que no te queda arbitrio para evadir sin eficacia. Quieras o no quieras, has de ceder al capricho de cuantas se apoderan del mando, por cualquier vía que se les presente. Esta es la doctrina de estos nuevos encantadores. Ellos dicen y dicen bien, que Abimelech obró con autoridad y poder, durante el trienio de su reinado. Según ellos, de vuestra mano viene derechamente a las personas Reales su carácter y soberanía, sin la intervención del pueblo. De aquí deducen que obró con autoridad y poder divino aquel intruso y que por tanto era inviolable y sagrada su persona. De esta deducción resulta que al comunicarle vuestro poder, os acomodasteis a la voluntad desordenada del tirano, a la intriga de sus parientes, a la venalidad de los sobornados, al sufragio de ellos y de las dos ciudades que concurrieron a la elección. Resulta en fin, que plegasteis de tal modo a las circunstancias, que a pesar de la iniquidad del aspirante, no pudisteis negarle la investidura real, el carácter inviolable y sagrado de la majestad. Su aserción se corrobora con los tres años de su reinado, en que ningún otro que Jonatán hizo frente al nombramiento. Si se les opone, que con la sucesión del tiempo no puede convalecer lo que fue nulo y criminal en su raíz, ellos añaden a la carrera del tiempo, la tolerancia de los interesados; ellos alegan el principio de derecho, que concede a la ratihabición un efecto retroactivo, y la compara al mandato.
Yo no puedo reducir a guarismos los absurdos que resultan de la falsa doctrina, A sus inventores y tutores les sucede lo que al navegante, que cae en Scila huyendo de Caribdis, Por no someter un individuo a la voluntad general del pueblo, hacen de ti un vil servidor de una sola persona o familia, para hollar a tu imagen y semejanza, y burlarse del derecho de las naciones, ¡Dichosa mil veces tú, Heroína del pueblo Hebreo, que no tuviste la desgracia de otorgar el juramento execrable de la tiranía! ¡Que no estabas imbuida de unos errores políticos, que concebidos y abortados en tu edad, te habrían quitado la gloria de libertar a tu patria! ¡No temas que se eclipse la que has adquirido en el cielo y en la tierra con las sombras del feudalismo' Brillará tu acción a despecho de las condenaciones políticas de la Curia Romana, y del Concilio de Constanza! '''¡Cuántos regicidios (decía yo en mis preocupaciones), se habrían evitado, si Moisés hubiese insertado en su código la sección 15 del Sínodo Constanciense! ¡Qué raros serían los regicidas y tiranicidas, si hubiese una expresa prohibición en el Decálogo! Un mandamiento especial amoldado a la doctrina antitomista hubiera sin duda aumentado hasta lo infinito el número de los tiranos apuntados en la Escritura. Si la persona de los déspotas coronados debía ser para nosotros más inviolable y sagrada, que la de nuestros padres, ¿por qué no darles un lugar preferente en las tablas de la ley? o a lo menos, ¿por qué no grabar en ella un precepto igual al del padre y de la madre?
No hay para nosotros persona más sagrada e inviolable que la de nuestros padres, De ninguna hemos recibido, ni podemos recibir lo que de ellos nos ha venido, Nuestras obligaciones para contigo, y para con ellos nacen de los beneficios recibidos, Esta es la raíz de tus derechos y de los suyos, y de nuestros deberes respectivos, Todos los demás que de aquí no proceden, serán tiránicos e ilegítimos, siempre que no dimanen de la voluntad y libre consentimiento nuestro, Ninguna acción, ninguna obligación que no parta de estas dos únicas fuentes, puede ser racional y justa, Serán inicuas, si no traen Su origen de los bienes recibidos o de la equidad y justicia de los contratos. Tendrán plaza de intrusos y tiranos, los que de otro principio dedujeren derechos y deberes, Llevarán la marca de importadores, si alegaren comisiones tuyas, o de nuestros padres y no exhibieren instrumentos auténticos de ellas. Será grave nota de impostores, si careciesen de aquellas sublimes cualidades y virtudes que inspiráis a cuantos escogéis para ministros extraordinarios tuyos, Ni Moisés, ni Jesús hubieran pasado por enviados tuyos, si no prueban su misión con legítimas credenciales; si no sobresalen en virtud y talento, tal cual lo exigía el encargo de cada uno de ellos. Pensar que los déspotas y conquistadores están comprendidos en los cuatro primeros capítulos del Decálogo; es pensar que el oprimir, ligar, uncir al carro y esquilmar son equivalentes al criar, redimir, engendrar, nutrir y educar. Por más que la tiranía afecte el carácter divino, por más que ostente el dulce nombre de padre; sus obras todas son contrarias a las tuyas y paternas. Su honra y provecho, su placer y gloria se labran a expensas de la libertad, sudor y sangre de sus súbditos. Muy distante de imitar tu beneficencia y la de nuestros padres: si alguna vez cuida, alimenta y nutre a los oprimidos, es al propietario de una cabaña, a quien perfectamente imita: es por ordeñar y trasquilar, por vender caro y comer gordo, que apacienta y ceba sus rebaños. Pero todo esto en su diccionario, está dorado con otras frases, y voces a cuyo influjo yace insensible la multitud, deslumbrada y seducida en favor del despotismo.
Ahora bien: si contra una persona tan inviolable y sagrada como la del padre, me es lícito usar en defensa propia el derecho repulsivo de la fuerza; con mayor razón me será lícito rechazar la injusta agresión de un tirano y quitarle del medio, si de otra suerte no puedo quedar en seguridad. Si contra la sagrada persona de mi padre, me liga el precepto de librar de su angustia y peligro a los que son llevados injustamente a morir, ¿con cuánto mayor razón no deberé ejecutarlo contra otro opresor detestable? Mi padre no está exento de la ley que me protege contra el abuso de su poder: los excesos de su autoridad me dan derecho para reconvenirle ante el magistrados, y a éste jurisdicción necesaria para castigarlo. Debiendo ser la pena proporcionada al exceso, si éste exige perdimiento de su libertad, el de la patria potestad, o el de su existencia, no se me reserva mi derecho para la otra vida, ni se me exige juramento de no defender la doctrina que en tales casos apoya el parricidio. ¿Por qué pues privilegiar más a un déspota de quien no recibimos bienes, sino males? Sea enhorabuena condecorado con el sagrado nombre de padre, el magistrado que imita en cuanto es dable las funciones de un buen padre de familia. Dénsele al autor, o curador estos honores, siempre que sea digno de ellos por su conducta. Sean padres conscriptos, y padres de la patria los funcionarios de una República, que merecen este dictado. Pero prodigarlo a los que son más indignos de él, es una profanación escandalosa. Pretender que un padre honorario sea de mejor condición que un padre efectivo, es pretender que lo expreso en el cuarto precepto del Decálogo sea postergado, para darle la preferencia a todo aquello, que figurativamente ha querido agregarle la ley civil. Yo no acabaría, si hubiese de seguir las reflexiones que se derivan del abuso de esta analogía. Es muy semejante a ella la del título de madre atribuido a una comunidad, de donde sajen algunos, o muchos miembros, con el fin de fundar otras. Llámese enhorabuena madre patria el pueblo de donde salen semillas para formar otros pueblos. Pero aspirar por esto el semillero a igualar, y superar los derechos de una madre natural, es sacar de su quicio las alegorías: es hacer que la naturaleza no sea señora, sino esclava del arte, que jamás puede imitar sus obras sino con imperfecciones: es fatigarse en buscar la soberanía nacional en el árbol genealógico de las sociedades humanas: es querer que todos los hombres seamos dependientes de la gente, que ocupa la tierra de donde salieron los hijos de Adán y de Noé a poblar y repoblar: en suma el colmo de la manía colonial. Colonias rodas las naciones de esos dos semilleros primitivos: colonialmente deberían ser todas ellas regidas por el gobierno de una y otra madre patria. ¿Y cuál de las dos soberanas llevaría la prelación? La más antigua sin disputa. Demos una ojeada sobre el infinito número de semilleros subalternos: averigüemos en la genealogía de cada pueblo, el tronco menos remoto de su ascendencia: finjamos a cada uno de ellos con las pretensiones de soberanía que temerariamente se arrogan las modernas madres patrias de la Europa: y veamos luego si hay laberinto comparable con el que aquí resulta. ¡Qué delirio pensar que podemos dominar a nuestros se¬mejantes, con el pretexto de ser nosotros actuales poseedores de la tierra, de donde salieron los pobladores de la que ellos habitan! ¡Qué usurario sería en tal caso el "crescite, et mulitiplicamini, et replete terram", que intimasteis a los primeros pobladores y repobladores del Universo: ¡Maternidad civil radicada en el suelo; soberanía procedente de esta maternidad, ambas tan absolutas y perpetuas, tan desemejantes a su prototipo, que jamás emancipan espontáneamente a sus hijos, no podía caber sino en el bárbaro sistema de los feudos! para cuya afrenta existe la memoria colonial de Tiro y Atenas. Apartemos de ellos la vista y recojamos el hilo de la inviolabilidad.

CAPITULO XLIX
Inviolabilidad de Nabot, y la pena de sus homicidas Acab, y Jezabel

SI QUEREMOS SER perpetuamente inviolables, guardemos inviolablemente la ley, no hagamos a otro lo que no queremos se haga con nosotros. Nabot no era inviolable y sagrado, por otro título que el común a todos los hombres de bien. Acab y su mujer lo eran por la autoridad y poder, que ejercían en Israel; pero nada de esto les valió para eximirse del castigo merecido por su tiranía para con aquel súbdito suyo y vecino particular. Sufrieron ambos todo el rigor de la pena del talión. En donde hicieron ellos derramar la sangre de Nabot, en donde ya derramada, la lamieron los perros, allí lamieron éstos la de Acab, y comieron la carne de Jezabel (3 Reg. 21). Al pie de la letra se cumplió en ellos la ley dictada para la seguridad de rodas los hombres. Acab y Jezabel habían ya incurrido en la impiedad; pero este crimen no mereció de tu parte tanta indignación, como el homicidio de aquel honrado ciudadano. Eran impíos, y venciendo a los Asirios, celebraron un trabajo ventajoso con Benadad, Rey de Siria. Más cuando violaron la seguridad personal de Nabor, cesó vuestra tolerancia, y pagaron muy caro esta violación. Unos extranjeros en el campo de batalla ejecutaron en Acab la sentencia de la ley. Un Hebreo fue el ejecutor de Jezabel en su mismo palacio, haciéndola precipitar del alto por mano de sus propios sirvientes. Este mismo Hebreo entró a reinar en lugar de la casa de Acab, destruyéndola enteramente, y matando 70 hijos suyos. (4 Reg. 10). Pero es de advertir, que Nabot no murió como suelen morir en las monarquías absolutas muchos propietarios honrados. A pesar del despotismo con que reinaban los monarcas de Israel, los homicidas de Nabor, ocurrieron al orden judiciario para quitarle la vida, y apoderarse de sus bienes. Se había antojado Acab, para extender sus jardines, de la viña que aquel Israelita había heredado de sus padres: y luego le propuso comprársela, o permutársela. Este propietario rehusó enajenarla por ningún título, alegando la justa adhesión de un hijo a los bienes del patrimonio, o abolengo. Resentido el Rey de la repulsa, se abandonó a su dolor, sin atreverse a usar abiertamente de! poder arbitrario. Tampoco osó la Reina emprender por este medio la adquisición de la viña. Resentida igualmente del procedimiento de Nabor, excogitó otra vía para adquirirla, y vengarse de este súbdito. Testigos sobornados, jueces corrompidos le allanaron el camino para la ejecución de sus designios. Un falso testimonio y una sentencia inicua fueron los medios de atacar la libertad, la vida, y la propiedad de un vecino de probidad. He aquí el título con que la viña pasa al dominio de Acab y Jezabel para ampliar sus riquezas y placeres. Así gratificaron ellos su codicia, y vengaron sus resentimientos personales. Así derramaron la sangre de Nabot, en donde fue lamida por los perros; y así incurrieron ellos en la pena de que hoy pretenden eximirse, los que no quieren reconocer superioridad en este mundo.
Nunca faltan en las monarquías absolutas, testigos y jueces que sirvan gustosamente a los Reyes en semejantes empresas. En obsequio de la rabia de un monarca francés (Felipe el Hermoso) contra uno de los obispos de Roma (Bonifacio VIII) testificaron 40 personajes de los primeros del reino, cuantas mentiras y calumnias había excogitado su Real malignidad para perder a este Pontífice, y dejar para siempre denigrada su memoria. Cuarenta testigos, no de conjeturas y rumores vulgares, sino de ciencia cierta, le pusieron en la fila de los primeros criminales del orden eclesiástico, y urdieron de tal suerte su trama judicial, que fue menester para disolverla, un concilio después del fallecimiento del calumniador y calumniado. (Synod. Vienn.). Son ingeniosísimos en esta carrera los palaciegos y cortesanos de nuestra edad. Pero la exquisita jurisprudencia de los ministros feudales ha recortado el camino de la venganza regia. Para hacer con cualquiera de sus vasallos lo que hicieron con Nabot, Acab y su mujer, una real orden despótica es muy suficiente. Reunidos en una sola persona todos los poderes, ella es quien da la ley, quien juzga y ejecuta sus juicios. De esta manera se miran con asombro confundidos, e identificados muchas veces en sus propias causas acusadores, testigos y jueces. Mas para esclavos habituados por tradición y nacimiento a esta monstruosa práctica, nada tiene ella de escandalosa. A sangre fría miran prender, deportar y proscribir con este estilo oriental. El precepto de librar de su angustia a los que son conducidos a morir, o padecer injustamente; ninguna impresión causa en individuos, cuya servidumbre habitual ha relajado los muelles morales de su alma. Ni el amor propio, ni el interés personal los mueve a su cumplimiento. Hasta la reflexión de que mañana se ejecutará con ellos otro tanto, parece haber abandonado a un número de espectadores, que con aplauso, indiferencia, o a lo más con una compasión estéril, asisten a las sangrientas escenas del despotismo. Yo he visto defendida con los libros la religión, esta práctica judiciaria del poder arbitrario. Aturde y pasma el abuso del único texto con que el defensor pretendía consagrarla como religiosa y divina. De la insensata petición de los Israelitas para tener un Rey, semejante al de los pueblos idólatras y serviles, se tomaba la prueba de aquel absurdo. "Un Rey, que se ponga al frente de ellos, un Rey que los juzgue, y pelee en sus batallas", es lo que ellos proponen a Samuel, y lo que excita vuestra indignación. Mas el reprobarse aquí como pecaminoso el pedir un Rey, que suprima y usurpe las facultades judiciarias del Sanedrín, no obsta para que el desacierto de las tribus se adopte como rasgo de sabiduría consumada por uno de los defensores públicos del decreto restitutorio de la tiranía española. No me acuerdo del título del periódico; pero tengo muy presente que su editor prorrumpió en este desatino, censurando la Constitución de las Cortes, en cuanto hacía independiente del Rey las funciones del orden judicial. Así pudo también valerse de las palabras de Roboán al pueblo de Israel, para sostener que el Rey de España tenía derecho de maltratar con escorpiones a sus vasallos. Vuelvo a Nabot, y me admiro de que en toda la capital de Israel, teatro de tantas tragedias en sus Reyes y familias, no hubiese quien tratase de salvarlo de las manos de Acab y Jezabel. Yo no puedo atribuir esta omisión sino al ingenio de la calumnia, al prospecto de las fórmulas judiciales, al peso de la tiranía, a la corrupción de sus conciudadanos. Si estuviesen como yo contaminados de la falsa idea del carácter divino de los Reyes, de su inviolabilidad indefinida, etc., no habría para qué in¬quirir otro origen de su apatía. Si todos ellos pensasen como yo en mis preocupaciones, todos hallarían digno de muerte a este ciudadano. Desde mis primeros años vivía yo persuadido de que el Rey era Señor de vidas y haciendas. Así lo aprendí desde que pude actuarme de tal especie, por el órgano de mi sentidos. Desde la cocinera de mi casa, hasta el cura de mi parroquia era tan trivial esta doctrina, que no podía menos de llegar muy luego al conocimiento de los niños. "Al Rey y la inquisición, chitón": era otra máxima todavía más frecuente que aquélla; era el adagio con que los más cautos hacían callar a cualquiera que hablase contra la práctica de aquel axioma arbitrario. Su creencia no era en mí tan notable como en aquellos que ya habían manejado las leyes de partida, y podido verle condenada en una de ellas con las palabras siguientes: "No puede (el monarca) tornar heredamiento, o alguna otra cosa sin placer del propietario, a menos que lo pierda por delito, o que se torne a procomunal de la tierra, y aun entonces le han de dar antes buen cambio que valga tanto, o más, de guisa que le finque pagado a bien vista de ames buenos" (1.2. t. 1, p.2).
Ignorando yo este derecho, tenía por reo de lesa majestad a cualquiera que, como Nabot, rehusase dar al Rey lo que era suyo. En mi sentir no había otro propietario que éste en todas las monarquías. Todos los demás eran tenedores de propiedades pertenecientes al monarca, obligados a devolverlas Juego que éste las pidiese. Bajo este concepto decía yo que el tenedor de aquella viña había cometido gravísimo desacato contra el Rey Acab, y quebrantado el séptimo mandamiento del Decálogo, reteniendo lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Decía más: que en haberle propuesto el Rey permuta, o compra, habría obrado generosamente, y añadido nueva gracia a la de haberle permitido el uso de la finca, con una pensión moderada que yo me suponía. Queda yo decir, que cuanto poseía el vasallo era debido a la merced y liberalidad de su señor; y que teniendo dominio sobre su vida, debía con más fuerte razón tenerlo sobre todas las demás cosas de que gozaba por beneplácito suyo. Así me hacía blasfemar mi ignorancia contra los derechos de la naturaleza; contra la autoridad de la revelación expresa en los libros sagrados. Analizaré mi blasfemia. Apenas habían salido de tus manos nuestros primeros padres, cuando recibieron tu bendición, el precepto de propagarse y multiplicarse, y el dominio sobre toda la tierra, sobre cuanto había en ella, en los mares y regiones del aire. (Gen. 1). Lejos de disminuirse por la culpa original este derecho de propiedad, se corrobora por la necesidad que entonces impusiste de cultivarla con trabajo, de arrancarle los espinos y abrojos que iba a producir, y regarla con el sudor de su frente. Habrías cometido una injusticia notoria, si al transmitir a su posteridad la herencia de sus males, la hubieses despojado del derecho hereditario de sus bienes, o vinculándoles para ciertas personas y familias. Estas serían en tal caso las únicas responsables, de las deudas y gravámenes hereditarios. Los demás individuos exheredados, retendrían una acción indisputable a la justicia original, y serían por tanto de mejor condición que los instituidos, o mejorados en tercio y quinto de bienes temporales. No es suficiente un mayorazgo de errores para mantener tantas extravagancias; pero basta el sentido común a convencer que, si en la transmisión hereditaria de rodos los bienes y derechos naturales, conservados ilesos, aun después de la prevaricación de Adán, te portaste imparcialmente; no podías dejar de ser menos justo en proteger los efectos de la industria de sus herederos y sucesores, en hacer respetables las garantías del contrato social, con que ellos procuraron fortalecer más sus propiedades. Sin duda parecen más favorecidos en las tablas de la ley los bienes industriales que los naturales. Contra ella pues obran los magistrados que atacan el derecho de propiedad. Y si el disponer de ésta sin el placer de su dueño, es latrocinio; el atacarla con la fuerza pública destinada al amparo del propietario, es manifiesta rapiña, tanto más criminal, cuanto que lleva en sí la circunstancia de perfidia, y tiranía.
Pero ¿cómo es que, caducando la propiedad, la libertad y la vida por el crimen, no se hace mérito de él, cuando a los beneficios recibidos, y convenciones voluntarias solamente se atribuye la adquisición del poder? No se le dio al derecho de venganza su lugar en esta lista, por su bastardo origen. El es el producto de los extravíos de la Razón, consecuencias funestas del arranque de las pasiones. Un derecho de tan obscura extracción no era digno de clasificarse entre los nacidos de tu beneficencia, del amor paterno, o de la voluntad fraternal. Introducido por desgracia entre los hombres, carece, por la bajeza de su condición, de los dulces vinculas recíprocos que forman la bella armonía de los derechos y deberes sociales: no tiene el dichoso encanto de las relaciones que enlazan al bienhechor con el beneficiado. De una procedencia anómala unilateral, solamente liga al autor del maleficio. Mas para hacer menos amarga y odiosa la violencia de sus efectos, jamás puede ser trascendental a los inocentes, ni salir de la línea del talión. Es común esta regla a los deliras públicos y privados. Llamo ahora públicos a los que comete una nación contra otra, de donde se deriva el derecho de guerra y conquista: y privados a los que no salen del circuito de una comunidad, en cuyo territorio se cometen y producen las acciones criminales. Si los agravios que una nación recibe de otra igualmente independiente, autorizan a la ofendida para armarse contra la ofensora, y conquistarla; todo este mal debe caer desde que haya recibido una satisfacción proporcionada a la ofensa. La pena de tanto por tanto, es lo sumo, a que justamente puede aspirar la potencia agraviada, con tal que no sean comprendidos en ella los inocentes. Cualquier exceso remarcable en esta parte, habilita a quien lo padece para corregirlo en el momento: y todo inocente oprimido tiene acción para revolverse contra su opresor, y recuperar su primitivo estado. Si la presente generación de un pueblo, injuriando a su vecino, se acarrea la guerra, la conquista y servidumbre; los principios eternos de justicia no permiten que pasen estas calamidades, como una herencia forzosa a las generaciones futuras, que no tuvieron parte en la injuria, ni pudieron ser cómplices de un crimen anterior a su existencia. Claro es el derecho que compete a esta posteridad inocente, para reintegrarse en su independencia y libertad, por los mismos medios a que sucumbieron sus mayores, si persistieren sus opresores en llevar adelante su opresión. Claro es también el de los injuriantes, cuando los injuriados se hayan excedido enorme¬mente en la retaliación. No es alterable esta doctrina, conforme al derecho natural y divino, por los juramentos y obligaciones que exige el conquistador. Es inicua y violenta la exacción que compromete la libertad en el juramento con que se pretende consagrar la usurpación y conquista. No es extensible la facultad de los primeros otorgantes a enajenar in perpetuum sus derechos imprescriptibles. Es notoria la nulidad del acto, si en la enajenación fueron comprendidos los herederos y sucesores de la multitud juramentada: ¡juramento inicuo, y a todas luces insubsistente! ¡Lástima ver frecuentemente hollados por monarcas, que se precian de cristianos y católicos, unos principios de eterna verdad y justicia sobremanera evidentes! ¡Que ignorando Acab el c. 5 de Isaías, hubiese codiciado la viña de Nabot, para añadirla a sus posesiones, no es tan escandaloso como el que jamás se sacien de tales añadiduras, unos príncipes sabedores de la exclamación de aquel profeta contra los avarientos! ¡Voe vobis, qui conjugitis domum, ad domum, et agrum agro copulatis! Es más urgente la doctrina de Jesucristo; y no pueden ignorarla los que hacen profesión de ella. Tampoco podrán paliar su infracción con la cáfila de vanos conceptos, y frases insignificantes introducidos por desgracia en las Cortes cristianas y eficaces solamente para los que se tragan sin masticar las fábulas del poder, de la obediencia e inviolabilidad.
Yo no hablo sino de aquellos príncipes, que no reconocen más ley que su voluntad, no más soberanía que la imaginaria. Reyes como los de Esparta, Reyes constitucionales y moderados, son para mí lo mismo que los Macabeos en su República, que los Cónsules de Roma, que el Presidente de los Estados Unidos. Los amo, los honro y reverencio como representantes de una nación soberana, compuesta de millares o millones de imágenes y semejanzas tuyas. Por ser cada hombre una copia tuya, merece mis consideraciones y respetos. La simple aprensión desnuda de falsedades, me basta para tocar la diferencia que hay entre la mera unidad y la muchedumbre de estos seres, en quienes quisiste ser representado desde el instante de su creación. Removidas las apariencias engañosas, yo no hallo más fundamento para la excelencia de un individuo sobre otro, que la de su virtud y talento. Tanto más excelente y meritoria de aprecio y veneración será la ocurrencia de muchos, cuanto mayor fuere el número de talentos y virtudes. El gobierno representativo de esta venerable y soberana comunidad, será acreedor en su caso de la misma deferencia y acatamiento que su representado. Como representante de un soberano no desmerece igual tratamiento. Por su propia persona ningún individuo tiene, ni puede tener soberanía convencional; pero como primer administrador de una nación, constituido por el voto general de ella, tiene e! ejercicio de la soberanía nacional. Si como tal se dice soberano, es porque es procurador y mandatario de una corporación soberana. De otra suerte no es adaptable a un solo individuo un nombre complejo, de muchedumbre, o colectivo como el de soberano en lo político. ¿Cómo salvar en un solo individuo la razón y concepto de nación, pueblo, comunidad, u otra muchedumbre? Quebrantadas están con la ficción del nuevo poder soberano unas leyes que parecían inviolables. Sus infractores hacen del número plural uno singular; de la multitud una indivisible y misteriosa unidad; de un todo homogéneo en lo civil una parte heterogénea y mayor que el todo. ¿Quién había de pensar que del misterio de la nueva soberanía Real resultase también vulnerado el sistema de la óptica y matemáticas? Sí: está visto el caso en que el todo no es mayor que la parte, y en que un ojo mira más que cuatro.
Quien te hace, Señor, autor de tantas patrañas, te supone al mismo tiempo muy impróvido con respecto a los monarcas ateos. Para quien no cree la inmortalidad del alma, el premio y castigo de la otra vida, la existencia de un justísimo remunerador de los que emigran de este mundo al otro, ¿de qué servirá e! apelar para allá de sus atentados e injusticias? ¿Qué eficacia tendrán estos dogmas en un conquistador, cuya práctica está en contradicción con ellos?, ¿en un déspota católico en todas sus apariencias, pero impío, y ateísta en el fondo? ¡Qué manca y defectuosa sería tu providencia, si fuese tal, cual la imaginan y anuncian los enemigos de la libertad y salud de los pueblos! ¡y qué inconsecuente y contradictoria, si a los hijos de la Gracia no fuese dado el derecho que tienen los demás! Pero ¿ no nos enseñan las sagradas letras, que te has valido de malos príncipes, para castigar las prevaricaciones de tu pueblo? ¿Qué inconveniente habrá pues, en que a lo menos por esta parte sean considerados los tiranos como dignos ministros tuyos, inviolables y sagrados? También ejerce el demonio este ministerio, y no goza de inviolabilidad y carácter sagrado. Ministros tuyos fueron las aguas del Diluvio; el fuego devorador de Sodoma, las olas del Mar Rojo; las abrasadoras llamas de Nadab y Abiu; la tierra abriéndose y tragándose a Core, Datam y Abirón; los extranjeros sojuzgando varias veces a Israel. A tu ministerio fueron admitidas otras muchas cosas, que sería fastidioso referir. Pero jamás prohibiste al hombre ponerse en defensa contra semejantes ministros, resistirles y salvarse de su ministerio. ¿Esas mismas naciones, esos mismos príncipes y Reyes, de que te serviste para esclavizar a tu pueblo, no fueron a su vez batidos por el mismo para recobrar y sostener su libertad? Ministros fueron también tuyos, y de preferencia la serpiente del Paraíso, los espinos y cambroneras. (Gen. 3). Pero ni la primera mujer, ni su marido, ni sus hijos y descendientes, quedaron inhibidos de armarse contra tales mi¬nistros, abatirlos y exterminarlos. Nadie podría negar los honores y funciones de este ministerio a la viruela y calentura amarilla; lícito sin embargo es, y aun obligatorio resistir sus ataques, extirpar el germen de ellas, propagar y conservar la vacuna y la quina. ¿Por qué pues sufrir pacientemente otra raza de ministros, peores que muchos de los referidos? No hay para este sufrimiento ninguna sombra de razón. Pero a los palaciegos y demás idólatras del tirano, poco les ha faltado para declarar entre los artículos de la fe la mayor excelencia y virtud, que de hecho atribuyen a la investidura real sobre los sacramentos de la Iglesia. Ninguno de éstos extingue el fomes de la concupiscencia, o inclinación al mal, que nos quedó de la culpa original. Mas el espíritu de la lisonja, procedente de este fomes, y de esta propensión a lo malo, de tal suerte ha infatuado al infinito número de los necios, que casi los induce a creer, que la dignidad Real obra este milagro. No es otra cosa lo que intentan los autores de esta herejía, cuando quieren que a todo trance haya de ser inviolable y sagrado el dignatario regio. No es otro el sentido del juramento inventado contra el regicidio y tiranicidio. Siempre les queda, no obstante, una brecha abierta que no han podido cerrar. Me contraigo al proceder de las naciones y monarcas, que por el derecho de guerra, y conquista han hecho con muchos príncipes y Reyes, lo que a sus propios súbditos y pueblo no permite la teología feudal, por más vejados y oprimidos que se hallen. Si de todos sus reales hechos, a ningún otro que a vos pueden responder y dar cuenta, ¿cómo es que la han rendido tantas veces a otros gobiernos monárquicos o republicanos? ¿Cómo no han alegado contra éstos su excepción declinatoria, cuando les han exigido hasta el último cuadrante de su responsabilidad) (Por qué no han sacado de la Escritura, con qué remendar esta brecha? ¿No han obrado tantas veces contra el encargo que Jesucristo hacía a sus discípulos, cuando les decía, que explicasen con sencillez y claridad, lo que él les enseñaba en figuras y enigmas? (Quod dico vobis in tenebris, dicite in lumine ... Math. 10). ¿Por qué pues no formar una nube de doctrinas, con que eclipsar la nueva luz que de aquí reciben los derechos del pueblo? Ya tengo confesado acerca de esto lo que me ocurrió en otro lugar. Si yo hubiese añadido los hechos de la historia profana, que favorecen en este punto de mi confesión, no acabaría aunque me limitase a la Europa cristiana, y faltaría tal vez al propósito de tomar casi todas las pruebas de la Escritura. Comenzaría por la España, y terminaría en la Gran Bretaña. Señalados ejemplares de resistencia contra el poder arbitrario de sus Reyes, nos suministrarían los anales de aquella nación: ejemplares conformes a sus antiguas instituciones, y que dejaron de repetirse desde que desaparecieron éstas en el siglo XVI. Pero la Inglaterra, que ha conservado hasta ahora las suyas, nos daría más pruebas del derecho de resistencia, elevado a la clase de la ley constitucional desde los tiempos del Rey Juan, en que el Parlamento acordó providencias contra él, para reducirle a la observancia del juramento otorgado en honor de la Gran Carta. Veríamos a su hijo y sucesor Enrique jurándola, y declarando en el mismo acto el derecho ordinario de insurrección, que tenía el pueblo contra su persona, si llegase a infringirla. "Licet omnibus de regno nostro contra nos insurgere, et omnia facere, quae gravamen nostrum recipiant, ac sinobis in nullo tenerentur": es la cláusula expresiva del derecho de resistencia, que fue nuevamente sancionado, por actas del Parlamento contra Jamba segundo el año 1689, en que le quitaron la corona y la pasaron a su yerno el príncipe de Orange por medio de la insurrección Pero absteniéndome de casos no contenidos en la Biblia, me acercaré al término de esta tarea, explicando la prohibición de ser uno juez en causa propia, y declarando la razón porque desde el principio llamé quasi religioso, al dogma de la soberanía del pueblo.

CAPITULO L
Juez en causa propia

QUIEN HAY A de juzgar entre el pueblo y sus criaturas, cuando se trate de su administración, nombramiento, forma y término de ella está patente en la descripción de los elementos sociales. Por el análisis de las sociedades humanas, venimos en conocimiento de que así como a ellas, toca la planta de su gobierno y elección de gobernantes; así también les compete fiscalizar su conducta, removerlos, o conservarlos, prorrogarles el tiempo de su servicio, tomarles cuenta y razón de su administración: en una palabra, todo cuanto conduzca a la salud del pueblo, que es la suprema ley, a precaver y remediar todo lo que sea detrimento suyo. Mientras no haya de parte de los administradores repugnancia y contradicción, jamás les ocurrirá la idea de que ninguno puede ser juez en causa propia, jamás pretenderán con ella repeler al pueblo de su conocimiento y juicio. Mientras prevalezca la buena fe, mientras no falte la probidad de los contratantes, serán ociosas las acciones, y excepciones de un litigio. Pero en nuestro caso será impertinente e ineficaz, el alegar que la nación no puede ser juez en causa propia. Semejante regla no puede tener lugar sino en negocios pertenecientes a la jurisdicción contenciosa, y entre partes de iguales derechos o miembros de una misma sociedad. Esta en la economía de sus intereses, es más independiente y libre que un padre de familia en los suyos. Tener, o no tener mayordomos y sirvientes; conservarlos, o despedirlos; tasar su número, calidad y duración de ellos en mi servicio; concertar el salario a su ingreso; ajustarlos y pagarlos a su egreso, o a sus plazos estipulados; juzgar, y declarar si me sirven bien o mal, si me son o no convenientes; si puede haber otros mejores, o más aptos para el servicio de mi casa, y administración de mis bienes; nada tiene de común con la jurisdicción contenciosa; son funciones todas propias del manejo económico de un padre de familia, contra quien nada vale el decir que ninguno puede ser juez en causa propia, para excluirle de ellas. Es un símil aplicable a un pueblo con respecto a sus funcionarios, pero con la diferencia que aunque alguna vez puedan éstos ser agraviados por su comitente, le falta un superior que juzgue y desagravie en el mismo centro de la comunidad. No así en la cabeza de una familia, sujeta a la ley y gobierno del Estado, que debe interponer su autoridad, cuando haya justa queja de parte de los domésticos y caporales contra la mala fe del propietario, y dureza de su trato. En su estado natural cada hombre es juez competente de sus propios intereses. Ninguno puede ser privado del ejercicio de esta judicatura, sino por su propio consentimiento, y a beneficio de la comunidad, en que se incorpora. A todo hombre, y en rodas casos pertenece este derecho, si se exceptúan aquellos que tocan a la sociedad, en cuyo obsequio él mismo ha querido desnudarse de esta función judicial. Hay sin embargo entre los actos humanos algunos o muchos de tal naturaleza, que no pueden cederse ni renunciarse. Ellos son de una facultad tan libre, que en todos casos, y en rodas tiempos su conocimiento y juicio es de aquella misma persona de quien es la causa. Si dentro o fuera de la sociedad me siento afligido del hambre, de la sed, del trabajo, del frío, calor o enfermedad, ¿no sería el colmo de la tontería el decirme que no debo buscar comida, bebida, reposo, abrigo, refrigerio, medicamento y médico, porque siendo mía esta causa, yo no puedo ser juez de ella? Si estoy viviendo en la obscuridad y servidumbre ¿podrá oponerse la misma regla del fuero contencioso, para impedirme la busca de la luz y de la libertad? Si un fanático del orden de la tiranía, se empeña en persuadirme que lo negro es blanco; que el todo es menor que sus partes y el número uno mucho mayor que el de ciento, ¿estaré yo prohibido de juzgar por mi razón y mi sentido común, a pretexto de que ninguno puede ser juez en causa propia? Con igual retintín otro fanático pretende, que yo me entregue ciegamente a su juicio en la elección de libros y que tenga por heréticos y condenados a todos los que enseñaren "que la naturaleza hizo a los hombres todos iguales y libres: que las distinciones necesarias del orden social, no deben fundarse sino sobre la utilidad general: que todos nacemos con derechos inajenables e imprescriptibles; tales como la libertad de todas nuestras opiniones, el cuidado de nuestro honor y de nuestra vida, el derecho a la propiedad, la entera disposición de nuestras personas, de nuestra industria y de rodas nuestras facultades, la comunicación de todos nuestros pensamientos por todos los medios posibles, la solicitud de nuestro bienestar y la resistencia a la opresión: que el ejercicio de nuestros derechos naturales, no tiene más límite que aquellos que aseguran a los otros miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos: que ninguno puede someterse sino a leyes consentidas por él, o sus representantes, anteriormente promulgadas y legalmente aplicadas: que en la nación reside el principio de toda soberania; y ningún cuerpo, ningún individuo puede tener una autoridad que no dimane expresamente de aquélla: que el bien común es la única mira de todo gobierno; que este interés exige que los poderes legislativo, ejecutivo y judicatario sean distinguidos y definidos y que su organización asegure la libre representación de los ciudadanos, la responsabilidad de los agentes y la imparcialidad de los jueces: que las leyes deben ser claras, precisas y uniformes para todos los ciudadanos: que los subsidios deben ser libremente consentidos y proporcionalmente repartidos: que de la introducción de los abusos, de la vicisitud de las cosas humanas y del derecho de las generaciones futuras viene la necesidad de la revisión de todo establecimiento humano, y el poder en ciertos casos de convocar a los diputados de la nación para examinar y corregir si es necesario los vicios de la constitución".
A este modo quiere el fanático que en éste y otros puntos renuncie yo al dictamen de mi razón, y me sujete a la suya. El se arroga la facultad de juzgar en causa propia, y no quiere que yo use del mismo derecho. Se toma la libertad de interpretar a su modo la Escritura en lo político, en lo militar y demás ramos ajenos a la religión y sus dogmas; y pretende despojarme de esta misma libertad, cuando debo ejercerla en favor de los oprimidos y no de los opresores. Toda interpretación en su concepto es buena, cuando favorece a la tiranía; y pésima, cuando milita por la libertad. Vaya pues enhoramala, deje al pueblo juzgar libremente de sus intereses. Más libre en sus juicios este todo político que sus partes, solamente debe comprometerse en árbitros, cuando litigare con otra nación independiente. Mil veces debe anteponerse este arbitrio a la decisión de las armas. El es también de preferencia entre los particulares. Si yo litigo con otro, que vive bajo el mismo nivel que yo, como miembros de una misma sociedad, ninguno de los dos puede juzgar el litigio, porque ninguno es superior del otro, ni árbitro de las acciones o cosas litigiosas: es necesario que dirima la controversia otro tercero imparcial, nombrado por compromiso de ambos contendores, o por la autoridad nacional. Y si en el caso del padre de familia le vemos juzgando económicamente de sus causas domésticas, ¿con cuánto mayor razón no será juez competente y legítimo, censor de sus magistrados, una nación independiente y libre, que no reconoce superior en su línea? Todos éstos son con respecto de ella, lo que mis mayorales y sirvientes con respecto a mí, en el caso propuesto. Son hechuras suyas y administradores de intereses más preciosos y sagrados que los que yo puedo confiar al cuidado y manejo de mis amigos, dependientes y allegados. La nación pues como soberana es el juez único y privativo de sus funcionarios, de su elección, revocatoria, vacantes, caducidad, incidencias y consecuencias de su oficio. y si el aspirar los hijos, parientes y herederos de mis servidores, a las plazas que éstos obtenían en mi casa, debería graduarse el derecho de sucesión, de familia y sangre; ¿qué graduación correspondería a quien con igual derecho pretendiese la magistratura vacante? ¿Qué se diría, si se armase contra mí la parentela de mis difuntos mayordomos o caporales para sucederles contra mi voluntad en sus oficios? ¿Y si divididos en partidos se alistasen entre ellos, para ayudarles en su loca empresa mis hijos y familiares? ¿Qué se pensaría de los unos y los otros? Igual monstruosidad, sería el que procediesen de la misma manera los descendientes, agnados y cognados transversales del difunto socio administrador de una compañía de comercio o de otro ramo de industria. El no poder ser ninguno juez y parte en causa propia, sería el alegato más temerario para quitar el derecho de elección y libertad en los casos precedentes. En todos ellos está siempre por el más digno vuestra voluntad y vuestra providencia. "Detur digniori", es la voz de la razón y de la naturaleza; lo demás es corruptela fatalísima en el orden social. ¡Qué abatida debe ser la condición de un pueblo, que absteniéndose de su derecho, se entregue ciegamente al enredo arbitrario de las leyes de mayorazgo! ¡Cuán profunda su ignorancia, cuando estuviere creyendo que estos tenebrosos ambages son el órgano de tu voluntad' ¡Cuando viviere persuadido de que tus inspiraciones y luces están vinculadas en la fuerza armada que haya de terminar la cuestión! Esto sí que es juzgar en causa propia. ¿Por qué pues oponer contra e! pueblo la excepción de incompetencia? ¿Por qué pues convertir contra él el poder de sus propias armas? Torpe y nula sería la estipulación por la cual un pueblo, al instituir su primer magistrado, le otorgase la facultad de decidir por sí, sus herederos y sucesores, todas las contiendas que acaeciesen entre el posee¬dor de la magistratura y las generaciones de los otorgantes.
¿Qué decisión podría esperarse de un Calígula, de un Nerón, de un Vitelio, Domiciano, Heliogábalo y sus semejantes? La más ruinosa para el súbdito y para el soberano. ¿Hasta cuándo abusarán los déspotas y sus aduladores de la religión para fortificar el poder arbitrario? Efectivamente atollados con la fuerza de los de techos del pueblo, inventaron la fábula del poder derivado inmediatamente de vos, para substraerse de la censura y juicio de! mismo pueblo. Desde esta invención no escrupulizan ya hacer de jueces en causa propia, una vez que el vulgo alucinado ha pasado por la fábula y reputándolos vicerregentes tuyos. Yo era uno de los ilusos que por escrito, y de palabra contribuía a la exaltación del despotismo. Entre los rasgos de adulación que me distinguieron en la carrera literaria, me viene uno a la memoria que vaya confesar. Estaba reciente la del capeticidio ejecutado en la Francia, cuando yo era uno de los aspirantes a una cátedra de latinidad, vacante por no sé qué accidente en la Universidad de mi país. En el sorteo para el acto previo de suficiencia me tocó las Geórgicas de Virgilio, que trata "de apium cura, et mellificandi ratione". Hice monárquico el gobierno de las abejas en mi disertación; y deificando a los Reyes, traje por los cabellos el "discite justitiam moniti, et non temnere divos", de que usa el mismo poeta en la Encida de la bajada de su héroe a los infiernos. Parafraseando y substituyendo otro exámetro de mi propia fábrica, hice contra los franceses un breve apóstrofe, y concluí diciendo: "Discite justitiam, Galiae, et non temnere reges". Menos por malicia que por ignorancia, abusaba de la Religión para sostener la servidumbre de mi patria. Yo fui uno de los que en 1806, tomaron armas y pluma para destruir a los buenos que intentaban conquistar mi libertad y la de mis hermanos. Invocada María como patrona de los esfuerzos del tirano contra nuestros libertadores, la veo en contradicción con el título de "Redemptrix captivorum", que le tributa una parte de la Iglesia. Me avergüenzo del servicio especial que hice yo entonces y del mérito que contraje en la opinión del déspota y sus satélites. Esta bajeza era en mi concepto fidelidad. Yo cultivaba como virtudes ciertos vicios anexos a mi condición servil. El cambio de palabras era adecuado a la subversión de mis ideas. A mucho honor tenía ser esclavo y muy adicto al tirano. Como defensor acérrimo de mis cadenas, dispuesto estaba a sacrificar a cualquiera que se acercase a limarlas. Todo lo que en la opinión del mundo ilustrado y libre era infamia, ignominia y afrenta, era para mí honroso, glorioso y famoso. Me bastaba la estimación de mi opresor y sus ministros. ¡Qué invenciones excogitadas para hacer de todos los oprimidos otros tantos mansos corderos con el ejemplo de Cristo obediente hasta la muerte y sacrificado mansamente! ¡Cuanto afán para dar fuerza de ley a sus consejos, pero de una ley que solamente obligase a los subyugados! En lugar de dirigir al déspota toda la doctrina y práctica del Salvador, concerniente a la humildad, mansedumbre, paciencia, abnegación de sí mismo, desprendimiento de todo lo terreno, pretendíamos eximirle de todo esto, o reducirlo a teorías y apariencias! Sólo el súbdito debía ser sufrido, obediente hasta la humillación y abatimiento. Sólo él debía practicar cuanto condujese a la gloria, engrandecimiento y honor de aquel idolillo. Invertido el orden de la caridad y justicia, adjudicábamos al opresor lo que era debido al oprimido. Confundidos los medios de redención espiritual, con los de la redención temporal, queríamos que todo consejo fuese precepto, y todo precepto siempre obligatorio, sin distinción de tiempos y personas, y sin admitir aquellas excepciones sostenidas por el mismo derecho natural y divino. Preceptos y consejos respectivos a una gente abrumada con el peso de la tiranía, y destituida de recursos para salvarse de ella, habían de ser en nuestro dictamen, trascendentales a otra gente surtida de lo necesario para quebrantar el yugo. Jesucristo había aconsejado que ofreciésemos la otra mejilla a quien nos hubiese ya herido en la una; pero con su percusor se porta de otra suerte. No le presenta la otra mejilla, sino le reconviene. Preceptos y consejos dirigidos a personas particulares, sumergidas en la impotencia, no son preceptos y consejos dirigidos a una nación poderosa para resistir a sus opresores, recuperar o mantener sus derechos. En una palabra: preceptos y consejos dados a un súbdito, no son preceptos y consejos extensivos a un soberano. Que un libertador espiritual se sirva en su empresa de medidas desusadas entre los libertadores políticos, nada tiene de irregular. Pero querer que ya no tengan lugar las redenciones civiles, porque hayan de ser siempre y por siempre obligatorios los consejos y preceptos de humildad y mansedumbre, de obediencia y sufrimiento; es el remate de la necesidad y condescendencia. Me serán saludables los consejos y preceptos de resignación y obediencia, mientras gimo en las cadenas de un tirano, sin los medios necesarios para quebrantarlas. Pero cuando por los caminos ordinarios de tu providencia, puedo ya redimirme de la opresión, sería reo de negligencia, ofensiva a otro deber más urgente y sagrado, si todavía continuase sufriendo de rodillas la vara del poder arbitrario.
Para la emancipación espiritual del género humano, convenía que obrase Jesús de la manera prescrita en los despachos de su misión. Mas para libertar a las naciones del yugo de la tiranía, son ineptas las medidas de este orden misterioso, y subsisten inalterables, las que pusiste a disposición del hombre, desde que empezó a sentirse oprimido por sus semejantes. Si yo fuese comisionado tuyo para librar místicamente a otro mundo, de la esclavitud del demonio, seguiría las instrucciones del Mesías, siempre que tú no me dieses otras. Pero si me encargase de salvar de su angustia y trabajo a los que gimen bajo el despotismo de los Reyes, sería Abraham mi norte, y mi guía sería Moisés, Josué, Aod, Gedeon, Samuel y Jeroboán, o a los Macabeos el original de donde copiaría yo mis instrucciones. En vez de portarnos entonces como mansos corderos, obraríamos como estos leones de Israel en obsequio de nuestra libertad, y la de nuestros semejantes. Si los déspotas del cristianismo practicasen los consejos y preceptos evangélicos que reservan exclusivamente para las víctimas de su arbitrariedad, cesaría la opresión en sus reinos, serían monarcas constitucionales, y moderadísimos; no tendrían vasallos y esclavos, sino súbditos, hermanos, y ciudadanos libres nunca temerían revoluciones, ni el que fuese imitada la conducta de los héroes de aquellas tribus. Si no contentos con nuestra común descendencia divina, quisiesen deificarse más lo conseguirían, imitando en lo posible tu bondad y beneficencia. No hay otra senda que ésta, para llegar a ser dioses particulares. S. Pablo y S. Bernabé no hubieran pasado por tales entre los de Listria, si no hubiesen sido benéficos con ellos. Cuando oyeron su doctrina, cuando los vieron conducirse divinamente, obrando el bien con maravillas, y absteniéndose del mal, creyeron que el uno era Mercurio y el otro Júpiter. (Act. 14). Nunca me parece Moisés tan semejante a vos, que cuando le contemplo renunciando la grandeza que le ofrecíais en vuestra deliberación de consumir a vuestro pueblo, por haber idolatrado en el desierto. Atónito al verle posponiendo los intereses de su persona y familia a la salud y prosperidad de todos los Hebreos, quisiera que todos los oficiales y conductores de las naciones, imitasen este rasgo de generosidad, y patriotismo en sus respectivas ocasiones (Exod. 32). ¡Qué imagen tan brillante hace Samuel de vos, cuando con igual desinterés nada quiere para sí ni para sus hijos; cuando expone su conducta a la censura y juicio de todas las tribus, y no se encuentra en ella más que un cúmulo de méritos y servicios beneficiosos a roda la nación, sin el más leve defecto. (1 Reg. 12). ¡Magistrados y príncipes de la tierra, seguid sus huellas, imitad estos brillantes ejemplos, si queréis ser ungidos especiales del Señor; o ministros dignos del padre de las misericordias, del autor de todos Jos bienes y consuelos! ¡Mirad, que si Teseo reinó en Atenas con la falsa opinión de hijo de Neptuno también murió en un destierro, cuando degenerando sus acciones merecieron esta pena! ¡Si Rómulo, en calidad de hijo de Marte, merece por su valor y sus otras virtudes, que los Romanos con el título de Rey le concedan el ejercicio de su soberanía, también pierde la vida por sentencia del senado, cuando abusa de su poder! Si Nabucodonosor y Calígula se colocan en el rango de Deidades, no les vale esta colocación para dejar de ser el primero, arrojado de la sociedad a vivir entre brutos, y el segundo asesinado por sus mismos guardias! ¡Tened entendido, que tan fabulosas son estas filiaciones divinas, como vuestras unciones, vuestros ministerios, y vicarías extraordinarias! ¡Caerá la máscara algún día, será descubierto el fraude de vuestro fuero divino, y llevaréis la pena de vuestros crímenes como la llevaron Teseo, Rórnulo, Nabucodonosor y Calígula! ¡Vuestra inviolabilidad durará mientras dure vuestra probidad! ¡Se resienten de los resabios del paganismo vuestras deificaciones modernas! ¡Tan quiméricas las vuestras como la de los gentiles, vosotros sois todavía más criminales, que ellos, porque obráis contra el Evangelio y contra las páginas políticas del otro Testamento! Veamos ahora el fundamento, que me asiste para calificar de casi religioso al dogma político de la soberanía del pueblo.

CAPITULO LI
El quasi religioso del dogma político de la soberanía del pueblo

APARECER BIEN probada esta verdad con los libros de la religión, y no clasificarla de religiosa, sino de quasi religiosa, podría ser un argumento de inconsecuencia, si no hubiese contra él una razón convincente. No hay libro por exacto y conciso que sea, que no roque por incidencia elementos ajenos de su mira principal. Por abstracta y metafísica que sea la materia, no pueden dejar de adoptarse por vía de auxilio conocimientos de otras artes y ciencias, para mejorar las ideas, adornar el estilo, o hacerlo más inteligible. Pero nada de esto presta derecho al lector para confundir lo principal con lo accesorio, las incidencias con lo substancial. Nunca podría yo titular matemático un aserto puramente físico, porque le viese inserto en una obra d« Aritmética, Algebra, Geografía, o Geometría. Pero me sería lícito llamar quasi físicos todos aquellos conocimientos matemáticos que contribuyen a la investigación de los arcanos de la Física. No es la política del resorte de la religión. Sin sociedades no existiría la política. Pero, la religión sería siempre inseparable del hombre, aunque jamás hubiese entrado en convenciones sociales. Ella en sí no es otra cosa que el arte de los deberes de esta criatura para con su creador: deberes procedentes de una convicción inicua, que le enseña haberle venido de tu mano el ser que tiene, el espíritu que le anima, las luces que le inspiran el conocimiento de esta verdad. Apenas hace el hombre los primeros ensayos de su razón, cuando adquiere el carácter de religioso por medio de la gratitud que natu¬ralmente inspira el conocimiento de los beneficios recibidos de la suprema causa. Es una secuela de este primer sentimiento el del amor, y adoración. He aquí el compendio de las relaciones del hombre para contigo, y la primera idea de la virtud, de la Religión. Esta era la que había formado quien escribía, que los verdaderos adoradores adoraban a Dios en espíritu, y en verdad. ''Veri adoratores adorant Deum in Spiritu et veritate". Así definida esta virtud ella existiría, aunque toda la especie humana estuviese reducida a un individuo. Subsistiendo en tal caso entre esta sola criatura, y su hacedor las mismas relaciones, los mismos deberes que ahora existen entre vos, y tantos millones de individuos de nuestra especie, subsistiría esencialmente la misma Religión; pero faltarían sentimientos morales, y políticos. Tendría lugar la moral con una sola persona que se añadiese a la unidad de la hipótesis. Adán en su primitiva soledad era religioso, y Teólogo, pero no moralista, porque le faltaba el fundamento de las relaciones morales. Se llenó esta falta desde que apareció el segundo individuo de su especie. Empezaron desde entonces los oficios, y deberes, cuya suma conocemos, y distingui¬mos con e! nombre de moral. Ni Eva ni sus hijos bastaban al nacimiento de aquella otra facultad que llamamos política: porque todos juntos no eran más que una sola familia, regida, no por leyes civiles, sino por reglamentos domésticos, por instrucciones económicas, por e! poder paterno. Todavía sería desconocida la soberanía nacional, estaría por saberse el arre de la política, si, contentos los hombres con el sistema primitivo de familias, no se hubiesen reunido en otra forma. Sin el pacto social, subsecuente al conyugal, y de familia, estarían en acción los deberes morales; pero faltarían las conexiones políticas. Para que ellas tuviesen lugar entre los hombres, fue necesario que de su estado familiar, y solitario, pasasen éstos a organizar el de las sociedades, pueblos y naciones. De aquí manaron entonces los derechos y deberes de! ciudadano, la soberanía nacional, el arte de dirigir tan grandes cuerpos, sus relaciones exteriores con otros semejantes, y todo lo demás que hoy llamamos política de las naciones, Derecho natural y de Gentes.
A vista de este bosquejo ningún exceso parece más punible, que aquel con que alterando con ficciones el sencillo, y natural concepto de la Religión, se substituyó otro, por e! cual, confundiéndola con lo político, y desfigurándola con mil errores, se ha hecho de ella un instru¬mento de tiranía. Ya hemos visto cuánto dista de la política la Religión. Aún no está perfecta la escala, que yo he formado para medir los grados de distancia, que median entre aquélla y ésta. Deberes del hombre para contigo, deberes del hombre para consigo mismo, deberes del hombre para con sus semejantes, deberes del hombre para con la sociedad de quien es miembro. Esta es la escala completa, por donde debemos medir las distancias. "Deum colere, honeste vivere, alterum non laedere, et jus suum cuique in societate tribuere": son los mismos grados, que quedan expresados. El hombre que vive honestamente en su soledad, o fuera de ella, ejerce consigo mismo una virtud moral, que solamente por el buen ejemplo puede haber tendencia a sus semejantes. A la vista de su creador, y al convencimiento íntimo de ser una imagen, y semejanza suya, no puede dejar de sentir el deber de la honestidad indicada en el segundo grado de la escala. Según ella, parece que no hay razón ni aun para denominar quasi religioso al dogma político de la soberanía nacional. La distancia de estas dos relaciones, y la distancia de sus términos, y objetos parecen incompatibles con el quasi. Ciertamente así parece; pero tenemos dos fundamentos para sostener este epíteto: el primero es el de hallarse mezclada la política de los Hebreos con su Religión, y escrita en sus mismos libros religiosos. Es bien claro el motivo de esta mezcla, y consiste en haberos vos encargado del ejercicio de su poder legislativo, y ejecutivo. El segundo fundamento se demostrará con un símil, tomado de la revelación de ciertas verdades notorias al sentido común. Tu existencia, Señor, es una verdad conocida por el idioma mismo de la naturaleza; mas no obstante esto, también vino a ser objeto de la fe, y de la revelación. A un mismo tiempo dan testimonio de tu existencia, el dictamen de nuestra razón natural y la luz de la fe. El arre social es obra de la naturaleza del hombre, es el producto de su razón, o de su entendimiento; pero, reuniendo Moisés en su persona el oficio de legislador político y religioso por el órgano de la revelación, llegó a ser también ésta el canal de la política de Israel. Nada más necesitamos para sostener el quasi religioso del artículo de la soberanía del pueblo.
Que Moisés, autorizado para arreglar el culto exterior, para dictar, y proponer leyes al pueblo Hebreo, hubiese mezclado lo político con lo religioso, nada tiene de reprensible; pero que a pretexto de esto quieran los adoradores de la tiranía confundir de tal manera lo uno con lo otro, que hayan elevado a los tiranos a la clase de hechuras sagradas de la Religión, es intolerable. Lo es aun mucho más al abusar con el mismo fin de las escrituras del Nuevo Testamento, que jamás tuvieron otro objeto que el referido tantas veces en mi confesión. De estos abusos resultó el retintín del trono, y del altar, con que los teólogos de la tiranía, han de tal suerte identificado estas dos cosas, que declaran por destructor de la religión y sus airares, a quien se arma contra el tirano y la tiranía. Sería no conocer la distancia infinita que hay entre vos, y un déspota el confundiros con él, colocando en igual paralelo vuestra silla, y la suya. Seda obstinarse en amalgamar la religión con la política, el despotismo con el civismo, el reinado de Saturno con el del abismo, el insistir en adocenar los tronos y los altares, poniéndoles a la par, y bajo un mismo nivel. Que usen de este lenguaje los monarcas que al mismo tiempo son sacerdotes supremos, como los emperadores de la China y otros, no es extraño. Tampoco lo sería en los sucesores de los Apóstoles, que contra los usos y costumbres apostólicas se metieron en las cosas del siglo, y se encargaron del gobierno temporal. Pero la unión del trono y del altar tuvo otro origen más remoto en los pueblos de la antigüedad, que se gobernaron teocrática mente. El hombre dotado de los primeros sentimientos de religión que hemos confesado, no tenía otro altar que su corazón, ni otro templo que la tierra, colocado bajo las inmensas bóvedas del cielo. Al temor y la esperanza que resultaron de las catástrofes acaecidas en este mundo planetario, siguió el proyecto de la construcción de otro templo. A la sensación que hicieron sobre el espíritu humano los meteoros espantosos de la tierra y del cielo, sucedió el temor de una ruina universal, y la esperanza de otras consecuencias, que sería muy prolijo referir. Aquí tuvo su ori¬gen el culto exterior de los Gentiles. Erigido el templo, fueron coloca¬dos en su centro algunos emblemas arbitrarios de la divinidad. Maderos y piedras obtuvieron alternarivamente este empleo. Sobre ella se derramaba el aceite para grabar con él una marca indeleble, y fue el origen primitivo de las unciones y consagraciones. Los autores de ella, o sus sucesores no quieren ser gobernados sino por su Dios: lo proclaman por monarca: le ponen su trono junto a la mesa que servía de airar: y he aquí la conjunción que todavía pretenden sostener, como si fuesen paganos los sacerdotes de la nueva ley. Yo no hablo sino de los Gentiles en el diseño que acabo de hacer del origen primitivo de su religión externa, conforme a lo que dejaron escrito Platón y otros sobre la edad de oro, sobre el reinado de Saturno y demás dioses. Yo veo en la historia sagrada de los tiempos anteriores a la catástrofe del Diluvio sacrificios y culto exterior; pero no veo en Jerusalén ni en Samaria que alguna vez se haya unido el trono con el altar, o erigido juntos en el templo de los Judíos, o de los Samaritanos. Si en el gobierno de los Macabeos llegó algunas veces a unirse el sacerdocio, y el mando político en una sola persona, sus funciones no se confundían, ni la silla del Presidente de la República, se colocaba al lado del altar.
Sea éste enhorabuena un símbolo de Religión. Pase por emblema de la soberanía el trono de quien la ejerce. Pero conténganse dentro de sus límites las alegorías. No los traspasen para hollar los derechos civiles y religiosos de una comunidad. Sea la imagen de la Religión lo que se estime más expresivo de ella; pero jamás se crea simbolizada en aquellos altares, de donde simultáneamente reciben el homenaje del incienso los déspotas coronados; y el Dios enemigo de su despotismo. Llámese trono, corona o cetro, la soberanía nacional; pero no se confunda con la superstición, ni con las usurpaciones individuales y de familia. Sea el mejor altar aquel, que cada hombre erige, y consagra en su corazón: el único que puede identificarse con la autoridad soberana del pueblo, con el poder de su trono y de su cerro. Si es la base de su religión aquel sentimiento de gratitud, amor y reverencia, que animando a cada individuo, le encamina hasta ti, desde que reflexiona sobre lo que ha recibido de tu bondad; muy natural es, que sean más estrechas estas relaciones al considerar mejorada su suerte con el estado social, y tan multiplicada su soberanía individual por tantos grados, cuantos son los compañeros de su asociación política. Sin inclinaciones sociales no podía haber adquirido esta mejora; sin virtudes intelectuales y corporales, no tendría soberanía convencional; ¡nuevos motivos que atizan el fuego de su amor a vos, y a sus semejantes reunidos! Mejorados sus derechos, y reforzadas las conexiones de este trono, y de este altar, hermanados, también son más ardientes sus votos, más urgentes sus deberes políticos. No existen tales aras en el corazón de un déspota; están en contradicción los sentimientos religiosos con las pasiones tiránicas, y son ruinosas para el nuevo edificio de la soberanía antisocial. La religión exige de nosotros el tributo de adoración, y obsequio, debido a quien da lo mismo que tributamos, y todo cuanto tenemos. Siempre inferiores en nuestra correspondencia a tantas liberalidades vuestras, ni aun siquiera podemos conocerlas todas, ni apreciarlas con exactitud. Pero tal es la naturaleza de esta obligación, que dejaría de existir, si faltase el fundamento de ella, si no hubiesen precedido tus beneficios. El trono de la tiranía nos despoja de ellos; y exige de nosotros por la fuerza tanto o más que vos. ¿Cómo, pues, considerarle ministro y vicario tuyo para lo bueno? Vos me imponéis el deber de confesar estas verdades, para desengaño de los que viviesen de ilusiones políticas como vivía yo en otros tiempos; los tiranos desde su trono impondrán a los suyos el deber de confesar lo contrario, y de perseverar en sus errores. Vos en todos tiem¬pos suscitáis defensores de los derechos del pueblo; los tiranos cuidan de sepultarlos en el olvido. Yo sé que entre otros muchos que tomaron a su cargo esta defensa, sobresalieron el Papa Alejandro tercero, S. Lamberto, Obispo de Utrerch, S. Eduardo Rey de Inglaterra, S. Tomás de Aquino, S. Vicente Ferrer, Gerson, Almaino y Juan Mayor; pero yo apenas he podido leer la doctrina que tengo citada de uno de ellos. Muchos ministros del altar prosternados a los pies del trono de la tiranía, prostituyen al servicio de ella su ministerio, y de concierto condenan como heréticas, diabólicas, peligrosas, ateísticas, sediciosas, proditorias, contrarias a la fe establecida por la Iglesia, y opuestas a la paz y dignidad del mismo trono, proposiciones de eterna verdad en lo político; proposiciones comprobadas con los libros de la Religión, y de ninguna manera ofensivas a la fe y buenas costumbres.
¿Para qué buscar autores clásicos, ni autoridades de S. S. Padres, cuando está de por medio la luz del entendimiento con el testimonio de las Escrituras? Tan natural es la ciencia del gobierno civil, como lo son las demás que por incidentes, o de caso pensado están insertas en los libros de la revelación. Quien procura el monopolio de ellas, quien se afana en confundirlas con los misterios de la salud espiritual, quien las marca con el sello de la religión, y trastorna los principios fundamentales de cualquiera de ellas, ése es quien merece ser declarado hereje, diabólico, peligroso, ateísta, sedicioso, proditorio, enemigo de la fe, y contrario a la paz y dignidad del pueblo. ¿De dónde, pues ha venido al tirano y sus satélites, la autoridad e infalibilidad que se arrogan en todo aquello que no tiene consanguinidad, ni afinidad con el único negocio del Mesías? ¿Cómo tergiversar los claros y sencillos lugares de la Escritura, que pugnan con su falso sistema y conducta? ¿A qué precio comprarán la ciega credulidad del vulgo, para que tenga por misteriosa la receta del Apóstol a Timoteo contra la indisposición de su estómago, las leyes agrarias de Moisés, las de sanidad, y aseo, la táctica militar de los Hebreos, su armamento y vestuario, y trescientas cosas más del orden natural de las naciones? ¿Cómo le hará creer que es ateo, excomulgado y diabólico, el médico que tildare a S. Pablo por no haberle recetado cerveza, sino vino a su valetudinario discípulo? ¿Cómo declarar incurso en herejía al guerrero que sindicare la conducta militar de Judas Macabeo, por el demasiado arrojo con que se portó en la batalla que le costó la vida, combatiendo con fuerzas muy inferiores? Todo esto, y mucho más, creerá una multitud embrutecida y enervada, con tal que su gobierno sea muy vigilante en alejar de ella las luces, y virtudes contrarias a su enervación y embrutecimiento. Y quisiera referir el por menor con que esto se lograba en mi país. Me alargaría demasiado, si contase los pasos con que la tiranía, auxiliada del fanatismo y superstición, tuvo el gusto de convertir en máquinas pasivas a tantos seres sensibles por naturaleza. Insensibles al peso de las cadenas y fascinados con la engañosa nomenclatura de las cosas, lastimaba verlos jactarse de su libertad, bajo el yugo ignominioso de su servidumbre. Creyéndose libres, estaban por lo mismo más impedidos de llegar a este estado, que los negros exportados de Africa; los cuales, a sabiendas de su condición servil, trabajaban por su libertad. ¿Pero qué diligencias practicarían por la suya, unos blancos íntimamente persuadidos de que ellos eran tan libres como el que más? Por más que el ojo del filósofo no viese allí sociedad, sino cuadrillas de ciervos encerrados en el parque de un gran señor, cuyas funciones todas estaban reducidas a abastecer el cercado, o multiplicar la caza, para que creciese la matanza, y hubiese más que comer; aquellos miserables ilusos se contemplaban más libres y felices que los primeros republicanos del mundo. Por más que e! sincero escriturario se escandalizase al ver entre otras infracciones de los proverbios morales de Salomón la del c. II, balanzas falsas y abominables a tus ojos, pesos infieles en contraste con tu divina voluntad; los infelices deslumbrados no creían que esto se hubiese escrito para los tiranos, sino para los pulperos. (Statera dolosa abominatio es apud Dominum, et pondus aequum voluntas ejus). "Nulla enin cum tirannis societas", decía Cicerón. Yo debo sin embargo rogar por ellos, y sus autores. Yo no puedo dejar de querer para ellos lo que para mí he querido y quiero, desde que abrí los ojos de mi razón. Tú no quieres la muerte de! pecador, sino que se convierta y viva. Yo tampoco debo querer otra cosa para tantos reos de la lesa libertad que abundan en el cristianismo, y fuera de la Iglesia. Yo no quiero que ellos mueran en su pecado, por más que ellos quieran que muramos todos en la ignorancia y opresión. De muchos de los que siguen la trompeta del despotismo, podré yo deciros: "Perdónalos Señor, porque no saben lo que hacen". Ellos obran a las órdenes del tirano: ellos invaden los derechos de su patria: contra la salud del pueblo asestan todos sus tiros, roban, matan y destrozan por las sugestiones de una conciencia errónea. Sin un rayo de tu divina luz, ellos no podrán volver en sí. Y o no me cansaré de implorar para ellos este don gratuito, ni de trabajar por la libertad de mis semejantes. Yo no quiero que sea ominosa para los tiranos, que quieran convertirse la penitencia de Nemrod, Yo no quisiera que también lo fuese la del último monarca absoluto, que con todo el poderío del infierno, atacará los derechos civiles y religiosos de la especie humana. Si un faccioso usurpador fue quien fundó la monarquía absoluta, yo quisiera que otro malvado de nuestra especie, coronase la obra del despotismo Real. Para Sultanes y Visires de esta clase, escogéis al sexto hijo de Chus, y a otro descendiente de la tribu de Dan. No queréis emplear en este odioso y sanguinario ministerio a las repúblicas y sus oficiales. Yo temo que los dos misioneros que se dicen reservados para batir a su tiempo las prácticas y doctrinas del último tirano, dirijan principalmente su palabra contra los eclesiásticos, que hayan pervertido la ley natural y divina, con glosas y tradiciones humanas. En tal evento se valdrán aquellos de la misma censura con que Jesús increpaba a los del c. 7 del Evangelio de S. Marcos. Pero yo terno que sea más grave la de Elías y Enoch: porque en los novisimos glosadores hay una circunstancia muy agravante, que no tuvieron los Escribas y Fariseos a que alude este Evangelista. Todavía el abuso y corruptela de éstos no habían llegado a deificar la persona de los emperadores y Reyes de su tiempo. No les había ocurrido aún ponerse en prensa y tortura los textos de las antiguas escrituras, que ahora crujen bajo la glosa de nuestros violentos intérpretes. Sus interpretaciones en las manos de sus sucesores habrán engreído y deslumbrado de tal manera a los últimos que reinarán, que ellas formarán un cargo particular en el juicio de su conducta. ¡Ojalá que tal cosa no acaeciese' ¡Pluguiese a vos Dios mío, que desde ahora desapareciesen para siempre tan perniciosos comentarios! ¡Entonces sí, que a los gozos de la libertad civil de mis semejantes, podría yo aplicar lo que, aludiendo a la libertad sobrenatural y mística del género humano, había dicho un varón inspirado! "Ahora, Señor, dejáis ir a tu siervo en paz según tu palabra: porque mis ojos han visto la salud que preparaste para ser presentada a los pueblos". Ahora, Señor (diré yo), dejarás ir a tu siervo en paz, porque mis ojos han visto la libertad saludable de mi país, y de todos mis semejantes. Estos son, Señor, los votos de mi corazón, y los que os tributo por la emancipación y felicidad de todos los oprimidos.

APENDICE
YA TENÍAMOS escrita nuestra confesión, cuando circulaba en España un impreso, cuya lectura nos obligó a este suplemento. Ya el general Porlier en Galicia había sido víctima de la tiranía de su país, cuando salió a luz este impreso como una consecuencia del asesinato jurídico de aquel patriota español. Su ejecución fue celebrada por el tirano que la decretó, por sus criaturas y demás ilusos, con el tren de ideas expresadas en mi confesión. Que se hubiese festejado con toros y cañas esta sangrienta escena, o con otros espectáculos profanos, no sería tan escandalosa. Pero que se profanasen los templos y ceremonias religiosas para aplaudir el suplicio de un oficial virtuoso y amante de su patria hasta lo sumo, es de lo más repugnante a la razón y buen sentido; es un resabio del paganismo y de la barbarie: es una conmemoración de la fiesta que hicieron los Filisteos a sus dioses para celebrar la prisión de Hércules de tu escogido pueblo, y las crueldades ejecutadas en su persona. Sansón preso, maltratado y sin ojos, es conducido al templo de aquellos idólatras, enemigos acérrimos de las tribus de Israel, para solemnizar mejor con su presencia el hacimiento de gracias a sus ídolos. Yo no sé si sus sacerdotes abrirían la ceremonia con algún discurso alusivo al caso, o si reservado para la postre, quedase sin efecto por la ruina del templo, y de sus asistentes. Pero bien puedo asegurar que no estaría compuesto de los elementos que distinguen al que pronunció uno de los obispos de España en la acción de gracias realizada en su Catedral por la muerte del inmortal Porlier. Ni en la Fenicia, ni en ningún otro ángulo de la tierra, se conocía en tiempo del Hércules Hebreo ninguna de las fábulas religiosas que abundan en los nuestros. Así pues, por fanáticos y supersticiosos, que fuesen los sacerdotes de aquella nación, no podían insertar en sus pláticas, el error con que el Obispo de Ceuta lisonjeó las pasiones del asesino de Porlier. Preparemos la atención para escucharlo. "La religión santa, que consagra del modo más sublime y celestial, las personas y derechos de los soberanos de la tierra, se estremeció al grito de independencia y de arrojo, que dio este genio desgraciado, como un fuego devorante". He aquí la primera proposición del discurso de aquel Prelado. Empeñado en distinguirse de los demás de la Península por su Te Deum entonado en obsequio de quien le dio la mirra, coronó el hacimiento de Gracias en su iglesia con una infame homilía. Así llamó su alocución, porque con este nombre me la dio a entender el primero que me comunicó la noticia de ella. El 12 de Noviembre de 1815, fue el día en que la Catedral de Ceuta se profanó con semejante acción de gracias. La im¬prenta de Algeciras tuvo la desgracia de multiplicar y propagar este discurso. Yo le vi impreso en el siguiente mes: y del único ejemplar que llegó a mis manos, copié las cláusulas más escandalosas. Contestando una carta que trataba del impreso, me acuerdo que dije de él lo siguiente: "Si la religión santa, que consagra del modo más sublime y celestial los derechos imprescriptibles del hombre, y la soberanía de los pueblos, fuese capaz de estremecerse, lo haría al oír las blasfemias que incluye el discurso pronunciado por el Obispo de Ceuta, celebrando con Te Deum en su iglesia la ejecución del general Porlier", Después que por más de cinco años de revolución pudieron brillar sobre el territorio español las luces de la filosofía, no era de esperarse un nublado tal como éste. Todavía esperábamos resultados más tenebrosos, los que fuimos testigos del furor, con que la multitud acaudillada por los serviles, rompió y quemó la carra de su libertad, entregándose espontáneamente a las cadenas. Si yo hubiese leído los papeles que cito en mi confesión, me habría escandalizado más la homilía del Diocesano de Ceuta. Yo creo que su tenor está rebatido en aquélla. Pero como su autor arrebatado de la idea de sobresalir entre rodas los aduladores de la tiranía, parece más desmesurado en sus producciones, me pareció también conveniente analizarlas y refutarlas expresamente.
Necesario es haber perdido las nociones naturales de la dignidad del hombre, de su Religión y de su Creador, para explicarse en el santuario de ella en los términos referidos. No sería tan censurable su consagración sublime y celestial, si recayese sobre la personal moral y derechos de un pueblo. Pero muy distante de este concepto, el Obispo de Ceuta no llama soberanos a los pueblos, sino a los monarcas opresores de ellos. Sus personas son las únicas que él contempla soberanas, y consagradas del modo más sublime y celestial. Pensar que la religión consagra, y no como quiera, sino del modo más sublime y celestial la persona de un déspota que contraviene a las máximas y prácticas de gobierno, escritas en los libros de la misma religión, es pensar que ella no es una virtud, sino un vicio, definido por relaciones imaginarias entre vos y el genio de la maldad. Decir que la religión santa se estremeció al grito de independencia que dio el desgraciado Porlier, es decir, que la religión es un tirano, que tiembla cuando oye el grito, y alarma de los esclavos que rompen sus cadenas y se amotinan contra él, para reintegrarse en sus derechos usurpados. ¡Religión medrosa, religión que se estremece cuando sus hijos ejercen el derecho de la naturaleza; cuando cumplen los deberes de la sociedad, resistiendo a la opresión, solamente cabe en la fantasía de un loco que haya perdido enteramente los sesos! He aquí lo que el Obispo llama en Porlier, grito de independencia y de arrojo, como un fuego devorante. Condolido este buen español de las calamidades que sufría su país, por la falta de constitución y de un gobierno representativo, deliberó restablecer la libertad nacional, revivir el nuevo orden de cosas introducido por las cortes; ponerle trabas al poder arbitrario, y hacer que todo dependiese de la ley y no del humor y capricho de una sola persona. Fueron felices sus primeros pasos. Pero prevaleciendo el fanatismo político religioso en la misma gente que le seguía, fue preso y entregado al partido de la tiranía; y juzgado por una comisión militar, fue ahorcado inmediatamente. Nada hubo de criminal en su grito de independencia y de arrojo; todo fue inspirado por el patriotismo que animaba su pecho. Necesarios eran para desencadenar a su patria este grito, y este arrojo: necesarios eran para salvar de su angustia y peligro, a los que estaban padeciendo injustamente en las cárceles, presidios y calabozos. Lejos pues de estremecerse la religión, ella más bien se complacería de la heroicidad de este arrojo, proclamador de la independencia y libertad de sus compatriotas, si ella fuese un ser sensible, y animado de tales sentimientos. Pero, si, hablando metafóricamente, es una blasfemia el sobresalto que le atribuye el Obispo de Ceuta; la complacencia que yo le supongo en la misma figura, está comprobada con los libros de la misma religión. En su caso Porlier no hizo otra cosa que lo que hicieron en el suyo, Abraham, Moisés, Josué, Aod, Sansón, Samuel, David, Jeroboán, los Macabeos y otros. Afirmar pues que el hecho de que aquel oficial estremeció a la religión, es afirmar que ella tembló, y se estremeció con el procedimiento de estos heroicos varones Lo cierto es que tembló el tirano, temblaron sus hechuras y satélites, tembló como una de ellas el Prelado de Ceuta: y confundiendo a la religión con sus sentimientos e intereses, le imputan vicios y defectos ajenos de ella, y peculiares de sus profanadores. Otro tanto ejecutan contigo, cuando para cohonestar su crueldad, su despotismo, usurpación y otras tachas, fabrican allá en su fantasía un Dios modelado a sus pasiones, bañado en la tintura de sus apetitos, lleno de inconsecuencias y contradicciones, pero que todas ellas en las páginas de su vocabulario, están simuladas con el nombre de atributos y virtudes Divinas.
Muy obvia y sencilla me parece la idea de la Religión expresa en lo principal de este opúsculo. Ni el hombre, ni la sociedad, ni sus administradores, estatutos, y leyes son obra de la Religión. Esta virtud no es otra cosa que el hábito de las relaciones existentes entre vos, y el hombre: vínculos que dulcemente ligan a la criatura con su creador; lazos de gratitud, amor y reconocimiento urdidos en la inteligencia, y convicción de que roda os lo debemos, nuestra existencia, nuestra conservación, y bienestar. De esta primera idea de Religión nos viene la del culto, adoración y sacrificios, con que procuramos corresponder a tus inmensas liberalidades. He aquí el homenaje de nuestra gratitud. Ninguno más de vuestro agrado que el de la fiel observancia de aquellos deberes, que grabaste en nuestro corazón, y están comprendidos en el amor a vos, y a vuestros semejantes, "Misericordiam volo, et non sacrificium"; habéis dicho en testimonio de esta verdad; pero ésta no es para los tiranos. Subsistiría la virtud de la Religión, aunque el hombre no hubiese instituido sociedades, gobiernos, leyes y magistrados. Sin nada de eso, el hombre sería siempre una criatura consagrada del modo más sublime y celestial, como imagen y semejanza tuya. Pero esta consagración no es obra de la Religión, sino efecto de un agente anterior a ella, con una prioridad eterna. Vos mismo le consagraste en el momento en que sentabas la base de las relaciones constitutivas de la Religión. ¿Cómo pues será obra de ésta el cuerpo político, sus leyes, gobiernos y magistrados? ¿Cómo serán éstos consagrados por ella, cuando toda su actividad está ceñida a la gratitud, amor, reconocimiento y culto? Si el hombre está consagrado con una consagración sublime y celestial, recibida de tu mano, es precisamente porque como tal él es imagen y semejanza tuya. Pero si este mismo hombre al tomar el oficio de carpintero, labrador, sastre, cazador, pescador, o navegante, se instalase con mil ceremonias exteriores, que el capricho humano quisiese llamar consagración distaría tanto de la primera, como el cielo de la tierra, o como lo infinito de lo finito. Por más que lo bañásemos en aceite, por más que le purificásemos, por más aspersiones, rezos, y canciones que recibiese de sus semejantes, su consagración sería puramente humana, lo mismo que cualquier otra que se hiciese en mármol, madero, o metal. Igual resultado tendría la que hiciésemos en la persona de un oficial civil o militar, en la de un tirano, o carnicero. ¿De dónde pues, dedujo el Obispo de Ceuta esa otra que con los epítetos de sublime, y celestial, vincula en un hombre, no considerado como tal, sino como regidor; monarca, o príncipe? ¿Qué fundamento tiene para atribuírsela a la Religión santa? No lo ignoramos; pero también sabemos que es aéreo, y fabuloso. Cuando S. Pedro llama hechuras de hombre a los reyes, no exceptúa al idolillo de aquel Prelado, erigido en el motín de Aranjuez. Nadie ignora que él es hechura de los que allí se amotinaron contra su padre, y su privado. Por más que él, y los de su partido han querido negar la violencia de la renuncia, no han podido menos que confesar la resistencia tumultuariamente hecha contra Carlos cuarto, para que desistiese del viaje a las Andalucías, y de aquí a ultramar: resistencia que ellos mismos califican de justa, y no comprendida en la carta de S. Pablo a los Romanos. "Qui potestati resistit, Dei ordinationi resistit"; no se escribió para este caso, según la doctrina de Fernando, y sus partidarios, a pesar de que su padre aún no había renunciado a la potestad. Pero sigamos al de la homilía, y preguntémosle ¿qué género de consagración deja para los consagrados de otro orden, si la más sublime, y celestial la consume toda en honor de sus reyes? ¿Cuál será la que obtuvieron todos los individuos de la especie humana, al incorporarse en ella la naturaleza divina por el misterio de la Encarnación? ¿Y cuál la que recibieron los Apóstoles de tu Divino Espíritu? Rebajemos el superlativo, con que remonta la suya el obispo de Ceuta, veamos si, a lo menos, puede sostenerse el positivo sublime y celestial, como obra de la Religión.
Desde luego se me dirá que, procediendo de lo alto esta unción, no hay necesidad de otro requisito para que sea sublime y celestial. Y desde luego yo repongo, que por esta regla nada hay que no pueda titularse así. Sobre todo, el hombre, vivo retrato de la Divinidad, es acreedor de preferencia al dictado de consagrado con una consagración sublime, y celestial. Cualquier funcionario público, no como tal, sino como hombre, entra en la lista de estos acreedores de mejor derecho. Si el haberse practicado esta función por los profetas, o ministros del culto, bastase a clasificarla entre los efectos de la Religión, se abriría la puerta a una latitud interminable; y sería tolerable, si no se le prodigasen exenciones, y privilegios exorbitantes, y muy nocivos a la comunidad. Pero lo más es que, aunque no haya unción de manos eclesiásticas, no otro género de consagración exterior, y visible, se ha fingido como anexa al nombramiento real otra unción invisible, que se supone practicada intrínsecamente por tu mano. Ya dejamos demostrada esta ficción. En ninguna parte del nuevo y viejo testamento hay siquiera vestigios de semejante consagración invisible. Contra ella militan los argumentos tomados de la Escritura. En ella consta el valor de la unción ordenada por vos a Samuel en favor de los primeros monarcas de Israel. Jamás entró esta ceremonia en el rollo de preceptos generales. Prescripta únicamente para ciertas, y determinadas personas, nunca fue de ley, sino de órdenes singulares. Yo quiero sin embargo, fingir que ella hu¬biese sido un mandamiento general acordado en la ley de Moisés. Su¬pongamos que lo hubiese dictado en el c. 17 del Deuteronomio, el más oportuno para añadir esta ceremonia entre los requisitos que allí escribía para los reyes. Nunca hubiera dejado de ser mandamiento puramente ceremonial. ¿Y qué fue de éstos en la nueva ley) ¿Quedaron por ventura vigentes como los morales, o perecieron como los demás, que no eran compatibles con el nuevo orden de cosas?
"Translato enim sacerdotio, necesse est, ut et legis translatio fiat": decía el Apóstol a los Hebreos. (Ad Hebr. 7) y de estas palabras alegadas en el e 3 de Constit. X deducen los teólogos y canonistas, que por el consummatum del Crucificado quedaron abolidas todas las ceremonias, y juicios sacerdotales de la antigua ley. ¿Por qué pues suponer subsistente la de consagración de reyes? ¿Por qué sostenerla, no como quiera, sino más exaltada y sublimada que antes? Ni Jesús, ni los Apóstoles hablaron de ella, ni la practicaron, ni de semejante ritualidad aparecen vestigios en la ley de Gracia. ¿De dónde pues el altisonante, pero insignificante lenguaje del obispo de Ceuta? Es un parto espurio de la era cristiana, pero legitimado por los rescriptos de la preocupación, y lisonja. Si alguna vez fue accesoria de! nombramiento real la unción de! promovido, ella debió siempre seguir la naturaleza de lo principal: debió ser e! resorte político, a que pertenecía el ungido, y la magistratura, como lo declara S. Pedro. Siendo asunto meramente político, se habrían excedido los Apóstoles, si en él hubiesen metido la mano. Bien definidas están las facultades substituidas en ellos por su Maestro antes y después de la resurrección. "Praedicare Evangelium omni creaturae: praedicare poenitentiam, et remissionem peccatorum in omnes gentes, incipientibus a Jerosolymis": es el prontuario de la substitución, que nada tiene de administración, y gobierno civil. Si se dijese que la Iglesia pudo resucitar este ceremonial, nadie ignora que fuese una resurrección puramente papal, un hallazgo de cosas perdidas, con que los obispos de Roma quisieron obsequiar a los emperadores, y monarcas franceses; pero un hallazgo, que siendo de la esfera política, estaba fuera del alcance pontificio. Muy notable es que a esta invención llegasen a darle sus sectarios una virtud que no tuvieron las unciones ordenadas por vos a Samuel David y Salomón no se contentaron con ser ungidos una sola vez. Ya he confesado cuántas veces lo fueron ambos. Si les imprimía carácter esta ceremonia, si por ella quedaban consagrados de un modo más sublime y celestial, ¿cómo retirarla, ¿y cómo concebirla todavía susceptible de añadiduras, y grados a lo infinito, y lo sumo? Ya hemos dicho cómo fue menospreciada esta ceremonia por los sucesores del emperador Carlos quinto, como insignificante, y superflua. Después veremos cuándo reapareció en el imperio de la Francia.
Cuando te insultaba con su Te Deum el obispo de Ceuta, ya tenía contra la falsa doctrina de su discurso tres o cuatro casos recientes en la Europa, que conforman la verdad que profesamos. No fue más solemne la consagración de Pipino, que la de Napoleón Bonaparte. ¿Y cuál es el estado de este moderno emperador? El mismo en que se hallaba, cuando resonaban en la catedral de Ceuta los cánticos de alabanza por el asesinato de Porlier. Degradado a la clase de general, vive confinado en una isla remotísima. Y ¿cómo es que consagrado por la religión del modo más sublime y celestial, pudo ser degradado sin concurrencia de la misma religión? Obra toda de monarcas seculares, fue su degradación decretada y ejecutada sin concurso ni comisión del consagrante. ¿En dónde está, pues, el carácter de inviolable y sagrado del último emperador de los Franceses, ungido por su santidad el Papa Pío séptimo? Carece de esta unción el predilecto del Obispo de Ceuta; pero en su concepto ha recibido de la religión la otra invisible y misteriosa, que él mismo califica de sublime y celestial en sumo grado, y que consecuente a su sistema no puede negar a José Bonaparte, a Gustavo Adolfo y a Joaquín Murat, penúltimos Reyes de España, de Suecia y de Nápoles. ¿Y cuál ha sido la suerte de estos monarcas, consagrados de la manera decantada por aquel Prelado? También fueron degradados, o por las naciones de su mando, o por ministros que degradaron a Napoleón; y uno de ellos fue posteriormente juzgado, sentenciado y ejecutado por su sucesor, en donde poco antes ejerciera las funciones reales. Estando a la opinión del obispo de Ceuta, fue un regicidio el ejecutado en la inviolable y sagrada persona de Murat. ¿Por qué pues tan omiso en declamar contra sus regicidas? ¿Por qué no cuidar de proveerse de antídotos contra unos ejemplares que tanto desacreditan su doctrina, y exponen la execrable persona de su amo y favorito? ¿Ignora acaso, que los primeros prelados de España, los grandes ministros de la nación, saludaron y halagaron al Rey con expresiones o conceptos tales como el de la homilía en lo substancial? ¿Podrá negarnos que, si el suceso de las armas hubiese sido otro, estaría su señoría ilustrísima adulando del mismo modo al monarca de la nueva dinastía?
Para caracterizar de inaudito el heroico proceder de D. Juan Díaz Porlier, es necesario ignorar enteramente la historia. Así lo caracteriza en su oración el Obispo de Ceuta. Generalmente califica de criminal todo grito, todo movimiento y conato de independencia, cuando dice: "estos delitos solamente son familiares a los que desconocen a Dios, o han sacudido de su corazón las relaciones sagradas y divinas que enlazan a los soberanos con sus súbditos". En substancia este absurdo no se distingue del principal. Es una ampliación de él: es repetir en otros términos y frases la misma blasfemia: es censurar con ello a todos los pueblos de la tierra, que muchas veces han usado de su derecho contra la opresión: es condenar los gritos de independencia y de arrojo, que en varios tiempos ha lanzado su propia nación contra sus tiranos domésticos y extranjeros: gritos tan notables en su insurrección contra los emperadores comprendidos en la carta de S. Pablo a los Romanos, que no contento el español con las medidas ordinarias de precaución, fulmina pena de muerte contra cualquiera que alegase en juicio alguna ley del imperio. Es en fin desaprobar el grito de independencia y de arrojo, que se oyó en la Península contra el ungido del Señor Napoleón Bonaparte.
Bien conocidas son las relaciones que mutuamente enlazan al súbdito y al soberano, en la sana inteligencia de ellas: relaciones emanadas todas del contrato social: relaciones de un orden superior a las que ligan al gobernante con su gobernado. Nada hay en ellas de sagrado y divino, bajo la idea con que se explica su señoría ilustrísima: porque son falsos todos sus fundamentos. Pero atendiendo al carácter inviolable y sagrado de tantas imágenes y semejanzas tuyas, enlazadas recíprocamente con sus pactos sociales, sagrados y divinos son estos lazos y cuantos proceden de ellos: sagrados y divinos son los vínculos de la soberanía nacional, y muy estrecha la responsabilidad del magistrado para con sus comitentes. Para explicarse de otra suerte, es preciso desconocerte, o haber sacudido de su corazón los caracteres con que tú grabaste en él estas verdades.
Sin haber leído el obispo de Ceuta la proclama de Porlier, o a sabiendas de su contenido, le atribuye cosas que no se hallan en ella. A la sombra de esta imputación, declama en su discurso contra varios hechos, dichos y planes, ajenos de la sana intención de aquel patriota. Su manifiesto no trata sino de gobierno, constitución y cortes; pero su declamador antagonista en la pepitoria del fanatismo le atribuye como consecuencia del nuevo orden político, cismas, herejías y reformas religiosas, que gratuitamente impugna sin venir al caso. Entre otras interrogaciones, deducidas de sus falsos supuestos, es más notable la siguiente: .. ¿Que se vilipendiase aquella misma religión, que golpeada y perseguida, la ha conservado pura en sus pechos (la nación española) en los contrastes más furiosos, y que la hace florecer la religiosidad, mansedumbre, y virtud ejemplar del mejor de los Reyes?". Son palabras de su Señor ilustrísima; pero palabras adecuadas al concepto equivocado que él tiene formado de la religión. El fantasma concebido en su cabeza y explicado con la voz Religión, es el único que podía ser vilipendiado, golpeado y perseguido en los contrastes más furiosos, excitados por miras ambiciosas y políticas, cuando ya no se hacia la guerra de religión, ni a nombre tuyo se asesinaban, y quemaban los hombres en la Europa. A este solo fantasma de religión es dado florecer por la religiosidad, mansedumbre y virtud ejemplar de aquel a quien llama el Obispo de Ceuta, el mejor de los Reyes, y con razón, siempre que sean virtudes los vicios, siempre que merezcan el título de religión los simulacros de ella, las apariencias y ceremonias del culto exterior. He aquí la religiosidad de Fernando, su mansedumbre y virtud ejemplar. Esta es la religiosidad de su panegirista. Pero la santidad y virtud que son el alma de la religión, desterradas andan de su corazón. A las obras me remito: a las jornadas del Escorial, Aranjuez y Bayona: al memorial que antes de ellas escribió a su padre contra el valido: a la estación de Valencey: a su regreso a España: a su decreto de Valencia: a su entrada en Madrid: a su ingratitud contra quienes tanto hicieron por salvarle, y precaverle de la reincidencia del poder arbitrario. Me remito a su conducta con los países insurrectos de ultramar: sobre todo, a las amarguras que ha causado a sus padres, desde el acontecimiento del Escorial.
Para el criterio de la religiosidad de su orador me basta el tenor de su laudatoria, sin necesidad de meterme en Ceuta ni en su palacio. Me basta copiar el apóstrofe y finiquito de ella.
Si nos acercamos a los altares (dice), ha de ser para adorar con espíritu de humildad y reconocimiento a aquel Dios, que tamo nos ampara; aquel por cuya eterna disposición viven los Reyes largos y dilatados, como felices años, y florecen los reinos en justicia y equidad; aquel mismo, que los protege de los males , que los acompaña en las tribulaciones; y que tomando los de su derecha, ablanda sus corazones para la clemencia, y los hace fuertes para ejercitar a pesar suyo la justicia Hagámoslo así, y penetrados de aquel amor sagrado, que inspira la religión divina hacia los Reyes y autoridades supremas, suban al cielo nuestros humildes ruegos por la salud y felicidad de nuestro amado soberano Fernando, y por los serenísimos señores Infantes. Así lograremos, hijos míos, tiempos tranquilos, y bajo sus auspicios la Iglesia Santa respirará de las angustias y tribulaciones pasadas, florecerá la monarquía española, invencible a tan fieros asaltos, y tendremos todos el consuelo de transmitir a nuestros descendientes la dignidad de Españoles en todo su esplendor, diciéndoles: Ved aquí hijos, la herencia de vuestros padres.
He aquí, Dios mío, nuevo método para levantar hacia vos nuestras almas y pediros mercedes. Ya no hay necesidad del que nos dejó Jesucristo en su Evangelio. Es preciso mandar que se recoja, y archive en Simancas el formulario que compuso este señor para enseñarnos a orar; y que no use de otro sino del que guardase conformidad con el plan que propone el obispo de Ceuta, Comparados ambos, hallamos en el antiguo mucho republicanismo e imperfección. Ninguna memoria hace en él de los Reyes, ni del sagrado amor que inspira la Religión hacia ellos. Toda la oración dominical está respirando igualdad, concordia y fraternidad. Ni siquiera por hacerse de ella mención del reino de la Gracia, y de la Gloria, se mitiga el espíritu republicano, ni se acuerdan de los monarcas de la tierra. ¡Qué omisión, olvido o negligencia! ¿Ignoraría el Salvador que la Religión consagraba sus derechos y personas del modo más sublime y celestial:', ¿y que ella nos inspiraba el amor sagrado de que debíamos penetrarnos para con su Real Majestad? Ni en el Paternoster, ni en otra parte del Evangelio estaban expresados los oficios que practicáis en favor de los Reyes. Para ellos solos estaba dispuesto en el libro de la eternidad que viviesen largos, dilatados como felices años: por contemplación a ellos solos es que haces que florezcan sus reinos en justicia y equidad: ellos son tus predilectos en la protección contra los males: ellos solos son los que merecen que tú los acompañes en las tribulaciones; los demás atribulados deben acudir a ti para ser confortados. "Venite ad me, omnes qui laboratis, et onerati estis, et ego reficiam vos". Los reyes están exceptuados de este llamamiento; tú eres quien debe salir a buscarlos para acompañarlos en sus tribulaciones. Ellos tienen el corazón tan duro, que para ablandarlos a la clemencia, es menester que tú los tomes con tu diestra: pero para que ejerzan a pesar suyo la justicia, necesitan ser fortalecidos por tu misma diestra, estando asidos de ella.
"Ved aquí españoles, el suplemento de vuestra constitución, o un Quid pro quo de ella. Ya vuestros Reyes no necesitan de trabas constitucionales. Nunca más trabados que ahora que Dios los toma de su derecha, y los apremia para que sean justos y clementes. Un mismo corazón tan duro para la clemencia y tan blando y débil en la administración de justicia, exige toda la diestra del omnipotente para que sea fortalecido en esta parte, y ablandado para el ejercicio de aquella otra virtud. ¡Qué ignorantes de esta doctrina han estado todos los pueblos, que tanto han luchado y trabajado para contener a sus gobernantes por medio de una buena Constitución! O la ignoraba también Moisés, cuando en el c. 17 del Deuteronomio, prepara muy de antemano las trabas que el pueblo había de imponer a sus Reyes; o tu derecha entonces no tenía tal empleo. Al obispo de Ceuta toca disolver este dilema. Tomar de la diestra, y apremiar con ella al monarca para que a pesar suyo sea clemente y justo, nada menos quiere decir en el lenguaje de la Teología, que el que los Reyes de este tiempo tienen a su disposición un fondo inagotable de auxilios eficaces para obrar siempre justicia y clemencia. Quieran o no quieran han de ser clementes y justos. Esta es consecuencia necesaria de la eficacia de tales auxilios. Hasta ahora el común de los teólogos ignoraba esta afluencia de auxilios eficaces. Auxilios suficientes eran los que antes ocupaban indistintamente el lugar declarado a los eficaces por el Obispo de Ceuta. Tan escasos eran éstos antes del descubrimiento de esta mina, que apenas los hallaba el teólogo en la conversión de Saúl, en la de la Magdalena, buen ladrón, y otros raros. Pero el Obispo de Ceuta quiere que sus modernos ídolos sean más privilegiados que todos los antiguos A este fin, con cierto aire de predilección y cuidado, va distinguiendo a los suyos del resto de los hombres: y adjudicándoles como propios y peculiares, unos beneficios comunes a todos vuestros hijos, a todas las naciones y gobiernos.
Se trasluce bien su idea, cuando confunde las angustias y tribulaciones de una grey, que tanto fruto saca de ellas, con los negocios de estado, que han agitado y agitarán siempre a las naciones. Por deslumbrar a la gente vulgar, por sacar partido de ella, y mantenerla en la ilusión, es que insiste aquel prelado en el abuso de convertir en puntos de religión y de iglesia; las cosas más indiferentes, los asuntos de gobierno y de política, totalmente inconexos con los religiosos y eclesiásticos; pero que sofísticamente manejados y confundidos, producen la tranquilidad, a que aspiran los tiranos: tranquilidad de sepulcros, desiertos y mazmorras. "Miserrimam servitutem vacem apellant"; contra la cual cada uno de nosotros debe decir "Malo periculosam libertatem, quam quietum servitium".
Yo quisiera saber, cuándo fue que nació la religión que en dictamen del Obispo nos inspira un amor sagrado hacia los Reyes y autoridades supremas. No lo veo escrito en las tablas del Decálogo, ni en el c. 17 del Deuteronomio. Tampoco lo hallo recomendado en el Evangelio. El hombre, como tal, en todas partes, mira escrita la ley de amar a sus semejantes, corno tales, corno hermanos, y como hijos todos de Dios. En el gran libro de la naturaleza, en las escrituras de uno y otro Testamento está grabado este deber sagrado y no está colocado entre los preceptos religiosos, sino entre los morales. Sea enhorabuena sa¬grado este amor, como derivado de una ley sagrada, como dirigido a una criatura sagrada tal como el hombre. Pero no sea de nuestro nú¬mero quien, despojándole de sus atribuciones divinas, pretenda mayoricarlas todas en determinados individuos y familias. En ninguna parte, veo precepto especial de amar al hombre, no como hombre, sino como dotado de otras cualidades adquiridas por su industria, fortuna o contratos. El hombre natural, no el hombre artificial, si puedo explicarme así es el objeto de nuestro amor sagrado. El hombre carpintero, notario, gladiador, asesino o Rey, no es el hombre de la naturaleza sino del arte. ¿Cómo pues podrá ser objeto natural de un amor inspirado por una virtud natural? Si yo amo a un vecino honrado, y como tal le confío la administración de mis intereses, superfluo sería el prevenirme que le amase como administrador. Por consecuencia necesaria de la nueva relación contraída en este encargo, y mucho más por su fiel desempeño, naturalmente viene el incremento de mi amor. Pero querer que el grado accidental de amor adquirido por el nuevo contrato sea de mejor condición, que el amor que nos sirvió de base para entrar en nuestras relaciones industriales, es querer invertir el orden de la naturaleza y Gracia; es querer que en esta línea lo accesorio sea mejor que su principal; es querer que el amor de complacencia sea de mejores quilates que el amor de benevolencia. Muy poco honor haría a cualquier comisionado, el que para ser amado de sus comitentes, fuese necesario imponerles otro mandamiento positivo de amor. ¿Cuál sería el estado de las relaciones artificiales entre Gastón, y el Cardenal de Richelieu, cuando para que éste fuese armado de aquél, fue necesario que así lo exigiese de él su hermano Luis XIII? En el tratado o amnistía que celebraron ambos después de la jornada de Castelnaudari. Cuando quie¬ra que aparezca semejante suplemento en favor de algún mandatario, señal es que no desempeña bien su comisión, o que no la ha obtenido legítimamente; pero en ningún caso pueden ser los efectos del precepto adicional de caridad, superiores a los de su causa principal. Una lógica natural basta al conocimiento de estas verdades, y de la ficción que las oculta a los ojos de la multitud. De una fábula debía resultar otra. Del recurso" los espacios imaginarios en busca de un poder para el monarca, era consiguiente recurrir a otra quimera, fingiendo que la religión inspiraba un amor sagrado hacia la Real persona. Removido el afecto adicional de una hechura del pueblo, con el arbitrio de elevarla al rango de criatura divina, era resultado necesario de esta ficción el urdir otra que extrajese del Ciclo otro amor más calificado. S. Pedro y S. Pablo al recomendar a sus novicios el respeto y obediencia que merecen las hechuras políticas del pueblo, no lo atribuyen a la religión, ni de ella toman mandamiento de nuevo amor, para calificarlo de sagrado en favor de las autoridades Temer a Dios, honrar al príncipe, es uno de los consejos que da a sus neófitos uno de estos Apóstoles. Yo me atrevo a decir, que si las potestades de su tiempo fuesen justas, benéficas y humanas con los nuevos creyentes, no les hubiera ocurrido tal vez la idea que obligo a S. Pedro y S. Pablo a discurrir en política, para disipar e! naciente error de los Gnósticos. Por más que el espíritu de! proseli¬tismo sugiriese a los recién conversos el pensamiento de independencia omnímoda como consiguiente a su emancipación espiritual, ellos se abstendrían de aproximad" a la práctica, si fuesen considerados, y bien tratados de las autoridades del Imperio. No de la Religión, sino de la gratitud emanaría entonces naturalmente el amor y reconocimiento hacia ellas, aunque todas fuesen gentiles. Queda pues de manifiesto que la tiranía fue la madre de estas modernas ficciones. Apelaron a ellas los tiranos y sus teólogos, porque, faltando la beneficencia y liberalidad, faltaba la fuente del amor y reconocimiento. Fue menester echar mano del precepto de la caridad para con nuestros enemigos, y del de la oración por nuestros perseguidores: preceptos muy recomendados y practicados por Cristo: preceptos conciliables con el derecho de resistencia contra el opresor, cuando éste se obstina en la opresión, y no quiere convertirse y restituir por medio de la caridad y oración.
En su nueva planta, enlaza de tal modo el obispo los efectos de la suya con el nuevo amor ficticio, que no duda declarar que si nos acercamos a los Altares, sin estar penetrados de él, nuestros ruegos no subirán al cielo, quedarán en la tierra, y serán infructuosos. Pero si por el contrario, animadas nuestras preces del amor al tirano, y conducidas por este vehículo hasta el empíreo, os rogáremos por la salud y felicidad de su persona y familia; vendrán tiempos tranquilos, respirará la Iglesia de las angustias y tribulaciones pasadas, florecerá la monarquía española, invencible a tan fieros asaltos: y todos los oprimidos tendrán el consuelo de transmitir a sus descendientes la dignidad de Españoles en todo su esplendor, diciéndoles: "Ved aquí hijos, la herencia de nuestros padres". ¡Qué feliz descubrimiento para los pueblos! Desde que los hombres se reunieron en sociedad, trabajan sin cesar en obtener las importantes miras de esta reunión por otros medios que ignora, o suprime maliciosamente el obispo de Ceuta: medios que hicieron felices a las tribus de Israel, mientras no se gobernaron por Reyes: medios por los cuales fueron menos infelices los de la monarquía de Judá, que los del otro reino fundado por Jeroboán: medios por donde llegaron a ser muy célebres las repúblicas de la Antigua Grecia, y las de los Romanos: medios que a estos republicanos y a los de Esparta, produjeron mérito para federarse con los Hebreos, y ser aplaudidos en la historia de los Macabeos: medios en fin, que tanto honor hicieron a los antiguos Castellanos, y Aragoneses, mientras con ellos conservaron sus constituciones, mientras con ellos daban fieros asaltos al poder arbitrario, y pudieron ser invencibles a los conatos de florecido, y la usurpación. Por iguales medios es que florecen otras naciones bien constituidas, e inexpugnables a los fieros asaltos de la monarquía absoluta. Pero el obispo de Ceuta, abreviando el camino a la felicidad nacional, corra por el atajo, y lo reduce todo a orar por la salud, y prosperidad de un individuo y su familia. ¡Ved aquí pueblos de la tierra, lo que debéis a D. Esteban Gómez, mitrado de Ceuta! Un hallazgo más precioso, que el de la piedra filosofal, os presenta este prelado en el panegírico de su rey! ¡Apresuraos, españoles, a iniciar las recompensas de un descubrimiento que os quita el trabajo de Cortes, de Constitución y Gobierno representativo! ¡Me duele el que una invención tan rara no hubiese ocurrido al desgraciado Porlier, para que por medio de ella salvase a su patria de la esclavitud! Cotejad ahora este pensamiento con el de Lardizábal, expreso en una carta al General Abadía, cuando le daba instrucciones pata preparar buques que fuesen al Brasil en demanda de la futura esposa de Fernando' Seis, o siete meses antes del Te Deurn de Ceuta escribía aquel ministro, haciéndole a su confidente Abadía una pintura del mal estado de las cosas de España, precisamente en aquella ocasión, en que, regresando de la isla de Elba a París el Emperador de la Francia, llenó de consternación a Fernando. Lardizábal concluye su carta, diciendo magistralmente que el único remedio para tantos males era el casamiento de su amo con una princesa del Brasil. En vez de levantar el alma al cielo penetrada del amor sagrado, que inspira la Religión hacia los Reyes, para rogar por la salud y felicidad de Fernando, su hermano, y do, hace consistir aquel ministro, en un matrimonio pronto la tranquilidad de los tiempos, e! respiro de la Iglesia, y el estado floreciente de la monarquía española. Lardizábal quiere, que por virtud de este himeneo tengan los españoles e! consuelo de transmitir a sus descendientes la dignidad de este nombre en todo su esplendor. Cotejad, y juzgad, vosotros los que más suspiráis por la prosperidad de vuestro país oprimido. ¡Cotejad y juzgad, cuál de estas dos hechuras del Tirano, se aparta más del sendero de la verdad! ¡Comparad la carta de! Ministro Lardizábal con el discurso de! Ordinario de Ceuta! Ambas piezas se hallan impresas. Yo conservo un ejemplar de la primera; y no tengo ninguno de la segunda. ¡Mirad si puede darse ignorancia más supina que la que receta conexiones nupciales para males procedentes de la falta de Constitución! ¡Ved si es o no tentar a Dios e! pedirle milagros, cuando en la mano tenemos para curar esta enfermedad política los medios ordinarios de su providencia! ¿Para qué implorar socorros extraordinarios? Cuando son muy suficientes las medidas ordinarias. Pedir que Dios tome de su mano al tirano, para que ablande su corazón a la clemencia, para que lo fortalezca, y apremie a ser justo, a pesar suyo, ¿qué otra cosa es, sino pedirle, que llevando a bien el abandono que hagamos de la carrera ordinaria de todos los pueblos, nos deje recurrir a la de otro orden divino, y portentoso? ¿Qué otra cosa es sino un crimen conocido con el nombre de tentación a Dios? No sería tentarte si convencidos de que la masa de! pueblo no podía sanar de la lepra que padecen sus derechos, sino con una medicina prodigiosa, in¬vocásemos la de tu diestra. Yo no sé si es tal la crisis de sus hábitos morbosos. A vosotros, que estáis al alcance de ella os toca el discernimiento: a vosotros los que no estáis contagiados de este mal. El General Porlier os ha dado el mejor ejemplo. Su heroica acción es más expresiva de su patriotismo, que lo que yo había leído acerca de él en un impreso de Londres, cuando militaba por la libertad, y fortuna del in¬grato que ha privado de ella a Su patria, y de la vida a su libertador. "Los que conocen a este General (decía e! periódico en Agosto de 1810) lo pintan de un carácter emprendedor y audaz, siempre pronto a sufrir cualquier género de privaciones, y amigo de llevar la misma vida que el inferior de sus soldados". Y a no tenemos necesidad de otra pintura para conocerle mejor, que la que él mismo ha hecho en Galicia, sacrificándose por la felicidad de su país. Ningún otro pincel le retrata más al vivo. Imitad, pues, sus virtudes, vosotros españoles todos los que habéis sabido sentir su muerte, maldecir a su asesino, y despreciar las viles adulaciones del Obispo de Ceuta, Marchad sobre sus pasos, vengad su sangre, consumad la obra que os dejó empezada. Así lograréis ser tan inmortales como él, como los Brutos, Catones y Macabeos. Así tendréis otra indulgencia en todos sus efectos plenísima, y capaz de expiar la profanación de la que ofrece a su auditorio el Obispo de Ceuta en Su atroz homilía. Así, borrada la nota de vasallos españoles, transmitiréis a vuestra descendencia la dignidad de hombres libres, diciéndoles. "Ved aquí, hijos, la riquísima herencia que os dejamos".
JUAN GERMÁN ROSCIO
[1] Juan Germán Roscio (1763-1821), es uno de los más notables próceres e ideólogos de la emancipación de Venezuela; redactor del Acta de la Independencia, que “de la naciente libertad no sólo fue defensor, sino maestro y padre”, en palabras de Andrés Bello. Tuvo tal influencia en este proceso que a la caída de la República en 1812 Roscio, junto con otros (Cortés de Madariaga, Juan Paz Castillo, Juan Pablo Ayala…), fue enviado por Monteverde preso a Cádiz con la siguiente recomendación: “Presento a Vd. esos ocho monstruos origen y raíz primitiva de todos los males de América”. Bolívar lo valorará finalmente diciendo que: “Roscio es un Catón prematuro en una república que no hay ni leyes ni costumbres romanas”
En cualquier caso, su obra literaria ha sido extraordinaria, especialmente en el ámbito jusfilosófico y político; y su pluma es básica en la arquitectura jurídico-fundamental del proceso de independencia y consolidación de la República.
Roscio por otra parte es considerado el primer canciller de la república por el trabajo diplomático que realizó a favor de la causa independentista y por el papel protagónico que jugó en la redacción del Acta de Independencia referida.
Se destacó en su tiempo además por su batalla personal para ser reconocido como miembro del Colegio de Abogados. En efecto, la Real Audiencia se resistía a aceptarlo alegando los orígenes indios del solicitante. Esta batalla daría pie en 1817 a la obra más influyente de Juan Germán Roscio “ El triunfo de la libertad sobre el despotismo, o la confesión de un pecador arrepentido de sus errores políticos, y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía”, donde explica porque la libertad a la que aspiraban los americanos no era contraria a la religión católica.
Escrita en la prisión de Ceuta (1813-15) y publicada en Filadelfia en 1817, demuestra su trascendencia: “Juárez -señala el escritor mexicano H. Pérez Martínez- hace de este último libro el compañero fiel”.
Asimismo, es uno de los primeros y más profundos pensadores de la llamada teología latinoamericana católica de la liberación. Lutero, se ha dicho, al eliminar la intermediación hermenéutica en la lectura bíblica, contribuyó en el ámbito filosófico-político protestante a un fácil cuestionamiento del absolutismo. Roscio, en cambio, lo hace manteniéndose fiel al catolicismo.
Por último la obra que publicamos íntegra merecidamente el catalogo de los textos fundamentales escritos por los precursores de la emancipación americana y por quienes dirigieron los primeros pasos de las nacientes repúblicas independientes.

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