abril 27, 2010

"Manifiesto al Mundo de la Confederación de Venezuela" Juan Germán Roscio (1811)

VENEZUELA
MANIFIESTO AL MUNDO DE LA CONFEDERACION DE VENEZUELA [1] 
Juan Germán Roscio
[30 de Julio de 1811]

(Fragmentos)
La América, condenada por más de tres siglos a no tener otra existencia que la de servir a aumentar la preponderancia política de España, sin la menor influencia ni participación en su grandeza, hubiera llegado por el orden de unos sucesos en que no ha tenido otra parte que el sufrimiento, a ser el garante y la víctima del desorden, corrupción y conquista que ha desorganizado a la nación conquistadora, si el instinto de la propia seguridad no hubiese dictado a los americanos que había llegado el momento de obrar, para coger el fruto de trescientos años de inacción y de paciencia.
Si el descubrimiento del Nuevo Mundo fue uno de los acontecimientos más interesantes a la especie humana, no lo será menos la regeneración de este mismo mundo degradado desde entonces por la opresión y la servidumbre. La América, levantándose del polvo y las cadenas, y sin pasar por las gradaciones políticas de las naciones, va a conquistar por su turno al antiguo mundo, sin inundarlo, esclavizarlo, ni embrutecerlo. La revolución más útil al género humano será la de América cuando, constituida y gobernada por sí misma, abra los brazos para recibir a los pueblos de Europa, hollados por la política, ahuyentados por la guerra y acosados por el furor de todas las pasiones; sedientos entonces de paz y de tranquilidad, atravesarán el océano los habitantes del otro hemisferio, sin la ferocidad ni la perfidia de los héroes del siglo XVI; como amigos, y no como tiranos; como menesterosos, y no como señores; no para destruir, sino para edificar; no como tigres, sino como hombres que, horrorizados de nuestras antiguas des gradas , y enseñados con las suyas, no convertirán su razón en un instinto maléfico, ni querrán que nuestros anales sean ya los anales de la sangre y la perversidad. Entonces la navegación, la geografía, la astronomía, la industria y el comercio, perfeccionados por el descubrimiento de América, para su mal, se convertirán en otros tantos medios de acelerar, consolidar y perfeccionar la felicidad de ambos mundos.
No es éste un sueño agradable, sino un homenaje que hace la razón a la Providencia. Escrito estaba en sus inefables designios que no debía gemir la mitad de la especie humana bajo la tiranía de la otra mitad, ni había de llegar el día de, último Juicio, sin que una parte de sus criaturas gozase de todos sus derechos. Todo preparaba esta época de felicidad y de consuelo. En Europa, el choque y la fermentación de las opiniones, el trastorno y desprecio de las leyes, la profanación de los derechos que ligaban el Estado, el lujo de las Cortes, la miseria de los campos, el abandono de los talleres, el triunfo del vicio y la opresión de la virtud; en América, el aumento de la población, las necesidades creadas fuera de ella, el desarrollo de la agricultura en un suelo nuevo y vigoroso, el germen de la industria bajo un clima benéfico, los elementos de las ciencias en una organización privilegiada, la disposición para un comercio rico y próspero y la robustez de una adolescencia política, todo, todo aceleraba los progresos del mal en un mundo, y los progresos del bien en el otro.
Tal era la ventajosa alternativa que la América esclava presentaba a través del océano a su señora la España, cuando agobiada por el peso de todos los males y minada por todos los principios destructores de las sociedades, le pedía que le quitase las cadenas para poder volar a su socorro. Triunfaron, por desgracia, las preocupaciones; el genio del mal y del desorden se apoderó de los gobiernos; el orgullo resentido ocupó el lugar del cálculo y de la prudencia; la ambición triunfó de la liberalidad; y sustituyendo el dolo y la perfidia a la generosidad y la buena fe, se volvieron contra nosotros las armas de que usamos, cuando impelidos de nuestra fidelidad y sencillez enseñamos a la España el camino de resistir y triunfar de sus enemigos, bajo las banderas de un Rey presuntivo, inhábil para reinar y sin otros derechos que sus desgracias y la generosa compasión de sus pueblos.
Venezuela fue la primera que juró a la España los auxilios generosos que ella creía homenaje necesario; Venezuela fue la primera que derramó en su aflicción el bálsamo consolador de la amistad y la fraternidad sobre sus heridas; Venezuela fue la primera que conoció los desórdenes que amenazaban la destrucción de la España; fue la primera que proveyó a su propia conservación, sin romper los vínculos que la ligaban con ella; fue la primera que sintió los efectos de su ambiciosa ingratitud; fue la primera hostilizada por sus hermanos; y va a ser la primera que recobre su independencia y dignidad civil en el Nuevo Mundo. Para justificar esta medida de necesidad y de justicia, cree de su deber presentar al universo las razones que se la han dictado, para no comprometer su decoro y sus principios, cuando va a ocupar el alto rango que la Providencia le restituye.
[…]
Entre los ayes y las imprecaciones de la exasperación general, resanó en nuestros oídos la irrupción de los franceses en las Andalucías, la disolución de la Junta Central a impulsos de la execración pública y la abortiva institución de otro nuevo proteo gubernativo, bajo el nombre de Regencia. Anunciábase ésta con ideas más liberales, y presintiendo ya los esfuerzos de los americanos para hacer valer los vicios y nulidades de tan raro gobierno, procuraron reforzar la ilusión con promesas brillantes, teorías estériles y reformas y anuncios de que ya no estaba nuestra suerte en las manos de los virreyes, de los ministros, ni de los gobernadores; al mismo tiempo que todos estos agentes recibían las más estrechas órdenes para velar sobre nuestra conducta, sobre nuestras 'opiniones y no permitir que éstas saliesen de la esfera trazada por la elocuencia que doraba los hierros preparados en la capciosa y amañada carta de emancipación.
En cualquier otra época hubiera ésta deslumbrado a los americanos; pero ya había trabajado demasiado la Junta de Sevilla y la Central a favor de nuestro desengaño, y lo que se combinó, meditó y pulió para conquistamos de nuevo con frases e hipérboles sirvió sólo para redoblar nuestra vigilancia, reunir nuestras opiniones y formar una firme e incontrastable resolución de perecer antes que ser por más tiempo víctimas de la cábala y la perfidia. El día en que la Religión celebra los más augustos misterios de la redención del género humano, era el que tenia señalado la Providencia para dar principio a la redenci6n política de América. El jueves santo, 19 de abril, se desplomó en Venezuela el coloso del despotismo, se proclamó el imperio de las leyes y se expulsaron los tiranos con toda la felicidad, moderación y tranquilidad que ellos mismos han confesado y ha llenado de admiración y afecto hacia nosotros a todo el mundo imparcial.
¿Quién no hubiera creído que un pueblo que logra recobrar sus derechos y librarse de sus opresores, no hubiera en su furor salvado cuantas barreras podían ponerlo directa o indirectamente al alcance de la influen¬cia de los gobiernos que habían hasta entonces sostenido su desgracia y opresión? Venezuela, fiel a sus promesas, no hace más que asegurar su suerte para cumplirlas; y si con una mano firme y generosa deponía a los agentes de su miseria y su esclavitud, colocaba con la otra el nombre de Fernando VII a la frente de su nuevo gobierno, juraba conservar sus derechos, prometía reconocer la unidad e integridad política de la nación española, abrazaba a sus hermanos de Europa, les ofrecía un asilo en sus infortunios y calamidades, detestaba a los enemigos del nombre español, procuraba la alianza generosa de la nación inglesa y se prestaba a tomar parte en la felicidad y en la desgracia de la nación de quien pudo y debió separarse para siempre.
Mas no era esto lo que exigía de nosotros la Regencia. Cuando nos declaraba libres en la teoría de sus planes, nos sujetaba en la práctica a una representación diminuta e insignificante, creyendo que a quien nada se le debía, estaba en el caso de contentarse con lo que le diesen sus señores. Bajo tan liberal cálculo, quería la Regencia mantener nuestra ilusión y pagarnos en discursos, promesas e inscripciones nuestra larga servidumbre, y la sangre y los tesoros que derramábamos en España. Bien conocíamos nosotros lo poco que debíamos esperar de la política de los intrusos apoderados de Fernando; no ignorábamos que si no debía¬mos depender de los virreyes, ministros y gobernadores, con mayor razón no podíamos estar sujetos a un Rey cautivo y sin derechos ni autoridad, ni a un gobierno nulo e ilegítimo, ni a una nación incapaz de tener derecho sobre otra, ni a un ángulo peninsular de la Europa, ocupado casi todo por una fuerza extraña; pero queriendo conquistar nuestra libertad a fuerza de generosidad, de moderación y de civismo, reconocimos los imaginarios derechos del hijo de María Luisa, respetamos la desgracia de la nación y, dando parte de nuestra resolución a la misma Regencia que desconocíamos, le ofrecimos no separarnos de la España siempre que hubiese en ella un gobierno legal, establecido por la voluntad de la nación y en el cual tuviese la América la parte que le da la justicia, la necesidad y la importancia política de su territorio.
Si los trescientos años de nuestra anterior servidumbre no hubieran bastado para autorizar nuestra emancipación, habría sobrada causa en la conducta de los gobiernos que se arrogaron la soberanía de una nación conquistada, que jamás pudo tener la menor propiedad en América, declarada parte integrante de ella cuando se quiso envolverla en la conquista. Si los gobernantes de España hubiesen estado pagados por sus enemigos no habrían podido hacer más contra la felicidad de la nación vinculada en su estrecha unión y buena correspondencia con la América. Con el mayor desprecio a nuestra importancia y a la justicia de nuestros reclamos, cuando no pudieron negamos una apariencia de representación, la sujetaron a la influencia despótica de sus agentes sobre los Ayuntamientos a quienes se sometió la elección; y al paso que en España se concedía hasta a las provincias ocupadas por los franceses y a las Islas Canarias y Baleares un representante a cada 50.000 almas, elegido libremente por el pueblo, apenas bastaba en América un millón para tener derecho a un representante, nombrado por el Virrey o Capitán General bajo la firma del Ayuntamiento .
[…]
Es constante que América no pertenece ni puede pertenecer al territorio español; pero también lo es que los derechos que justa o injustamente tenían a ella los Barbones, aunque fuesen hereditarios, no podían ser enajenados sin el consentimiento de los pueblos y particularmente de los de América, que al elegir entre la dinastía francesa y austríaca pudieron hacer en el siglo XVII lo que han hecho en el XIX. La Bula de Alejandro VI y los justos títulos que alegó la Casa de Austria en el Código Americano, no tuvieron otro origen que el derecho de conquista, cedido parcialmente a los conquistadores y pobladores por la ayuda que prestaban a la Corona para extender su dominación en América. Prescindiendo de la despoblación del territorio, del exterminio de los naturales y de la emigración que sufrió la supuesta metrópoli, parece que, acabado el furor de conquista, satisfecha la sed de oro, declarado el equilibrio continental a favor de la España con la ventajosa adquisición de la América, destruido y aniquilado el gobierno feudal desde el reinado de los Barbones en España y sofocado todo derecho que no tuviese origen en las concesiones o rescriptos del Príncipe, quedaron suspensos de los suyos los conquistadores y pobladores. Demostrada que sea la caducidad e invalidación de los que se arrogaron los Barbones, deben revivir los títulos con que poseyeron estos países los americanos descendientes de los conquistadores, no es perjuicio de los naturales y primitivos propietarios, sino para igualarlos en el goce de la libertad, propiedad e independencia que han adquirido, con más derecho que los Barbones y cualquier otro a quien ellos hayan cedido la América sin consentimiento de los americanos, señores naturales de ella.
Que la América no pertenece al territorio español es un principio de derecho natural y una ley del derecho positivo. Ninguno de los títulos, justos o injustos, que existen de su servidumbre, puede aplicarse a los españoles de Europa; toda la liberalidad de Alejandro VI no pudo hacer otra cosa que declarar a los reyes austríacos promovedores de la fe, para hallar un derecho preternatural con que hacerlos señores de la América. Ni el titulo de Metrópoli, ni la prerrogativa de Madre Patria pudo ser jamás un origen de señorío para la península de España: el primero lo perdió desde que salió de ella y renunció sus derechos el mo¬narca tolerado por los americanos, y la segunda fue siempre un abuso escandaloso de voces, como el de llamar felicidad a nuestra esclavitud, protectores de indios a los fiscales e hijos a los americanos sin derecho ni dignidad civil. Por el solo hecho de pasar los hombres de un país a otro para poblarlo, no adquieren propiedad los que no abandonan sus hogares ni se exponen a las fatigas inseparables de la emigración; los que conquistan y adquieren la posesión del país con su trabajo, industria, cultivo y enlace con los naturales de él son los que tienen un derecho preferente a conservarlo y transmitirlo a su posteridad nacida en aquel territorio, y si el suelo donde nace el hombre fuese un origen de la soberanía o un título de adquisición, sería la voluntad genera! de los pueblos y la suerte del género humano una cosa apegada a la tierra como los árboles, montes, ríos y lagos.
Jamás pudo ser tampoco un título de propiedad para el resto de un pueblo el haber pasado a otro una parte de él para poblarlo; por este derecho pertenecería la España a los fenicios o sus descendientes y a los cartagineses donde quiera que se hallasen; y todas las naciones de Europa tendrían que mudar de domicilio para restablecer el raro derecho territorial, tan precario como las necesidades y el capricho de los hombres. El abuso moral de la maternidad de España con respecto a América es aún todavía más insignificante; bien sabido es que en el orden natural es del deber del padre emancipar al hijo, cuando saliendo de la minoridad puede hacer uso de sus fuerzas y su razón para proveer a su subsistencia; y que es del derecho del hijo hacerlo cuando la crueldad o disipación del padre o tutor comprometen su suerte o exponen su patrimonio a ser presa de un codicioso o un usurpador; compárense bajo estos principios los trescientos años de nuestra filiación con España, y aun cuando se probase que ella fue nuestra madre, restaría aún por probar que nosotros somos todavía sus hijos menores o pupilos.
Cuando la España ha revocado en duda los derechos de los Barbones y de cualquier otra dinastía, única fuente, aunque no muy clara, del dominio español en América, parecía que estaban los americanos relevados de alegar razones para destruir unos principios caducos ya en su origen; mas como puede hacerse cargo a Venezuela del juramento condiciona! con que reconoció a Fernando VII, el cuerpo representativo que ha declarado su independencia de toda soberanía extraña no quiere este augusto cuerpo dejar nada al escrúpulo de las conciencias, a los prestigios de la ignorancia y a la malicia de la ambición resentida con que desacreditar, calumniar y debilitar una resolución tomada con la madurez y detenimiento propios de su importancia y trascendencia.
Sabido es que el juramento promisorio de que tratamos no es otra cosa que un vínculo accesorio que supone siempre la validación y legi¬timidad del contrato que por él se rectifica; cuando en el contrato no hay ningún vicio que lo haga nulo o ilegítimo, basta esto para creer que Dios, invocado por el juramento, no rehusará ser testigo y garante del cumpli¬miento de nuestras promesas, porque la obligación de cumplirlas está fundada sobre una máxima evidente de la ley natural, instituida por el divino Autor. Jamás podrá Dios ser garante de nada que no sea obligatorio en el orden natural, ni puede suponerse que acepte contrato alguno que se oponga a las leyes que El mismo ha establecido para la felicidad del género humano. Sería insultar su sabiduría, creer que puede prestarse a nuestros votos cuando nos pluga interponer su divino nombre en un contrato que choque contra nuestra libertad, único origen de la moralidad de nuestras acciones; semejante suposición indicaría que Dios tenía algún interés en multiplicar nuestros deberes, en perjuicio de la libertad natural, por medio de estos compromisos. Aun cuando el juramento añadiese nueva obligación a la del contrato solemnizado por él, siempre sería la nulidad del uno inseparable de la nulidad del otro, y si el que viola un contrato jurado es criminal y digno de castigo, es porque ha quebrantado la buena fe, único lazo de la sociedad, sin que el perjurio haga otra cosa que aumentar el delito y agravar la pena. La ley natural que nos obliga a cumplir nuestras promesas y la divina que nos prohíbe invocar el nombre de Dios en vano, no alteran en nada la naturaleza de las obligaciones contraídas bajo los efectos simultáneos e inseparables de ambas leyes, de modo que la infracción de la una supone siempre la infracción de la otra. Para nuestro mismo bien tomamos a Dios por testigo de nuestras promesas y cuando creemos que puede salir garante de ellas y vengar su violación es sólo porque nada tiene en sí el contrato capaz de hacerlo inválido, ilícito, indigno o contrario a la eterna justicia del árbitro supremo a quien lo sometemos. Bajo estos principios, debe analizarse el juramento incondicional con que el Congreso de Venezuela ha prometido conservar los derechos que legítimamente tuviese Fernando VII, sin atribuirle ninguno que, siendo contrario a la libertad de sus pueblos, invalidase por lo mismo el contrato y anulase el juramento.
Hemos visto, al fin, que a impulsos de la conducta de los gobiernos de España han llegado los venezolanos a conocer la nulidad en que cayeron los tolerados derechos de Fernando por las jornadas de El Escorial y Aranjuez, y los de toda su casa por las cesiones y abdicaciones de Bayana; de la demostración de esta verdad nace como un corolario la nulidad de un juramento que, además de condicional, no pudo jamás subsistir más allá del contrato a que fue añadido como vínculo accesorio. Conservar los derechos de Fernando fue lo único que prometió Caracas el 19 de abril, cuando ignoraba aún si los había perdido; y cuando aunque los conservase con respecto a la España, quedaba todavía por demostrar si podía ceder por ellos la América a otra dinastía, sin su consentimiento. Las noticias que a pesar de la opresión y suspicacia de los intrusos gobiernos de España, ha adquirido Venezuela de la conducta de los Borbones, y los efectos funestos que iba a tener en América esta conducta, han formado un cuerpo de pruebas irrefragables de que no teniendo Fernando ningún derecho debió caducar, y caducó, la conservaduría que le prometió Venezuela y el juramento que solemnizó esta promesa. De la primera parte del aserto es consecuencia legítima la nulidad de la segunda.
[…]
Los sucesos que se han acumulado en la Europa para terminar la servidumbre de la América, han entrado, sin duda, en los altos designios de la Providencia. A través de dos mil leguas de océano no hemos hecho otra cosa, en tres años que han transcurrido desde que debimos ser libres e independientes y hasta que resolvimos serlo, que pasar por los amargos trá¬mites de las acechanzas, las conjuraciones, los insultos, las hostilidades y las depredaciones de los mismos a quienes convidábamos a participar de los bienes de nuestra regeneración y para cuya felicidad que ría mas abrir las puertas del Nuevo Mundo, esclavizado a la comunicación del viejo, devastado e incendiado por la guerra, el hambre y la desolación. Tres distintas oligarquías nos han declarado la guerra, han despreciado nuestros reclamos, han amotinado a nuestros hermanos, han sembrado la desconfianza y el rencor entre nuestra gran familia, han tramado tres horribles conjuraciones contra nuestra libertad, han interrumpido nuestro comercio, han desalentado nuestra agricultura, han denigrado nuestra conducta y han concitado contra nosotros las fuerzas de la Europa, implorando, en vano, su auxilio para oprimimos. Una misma bandera, una misma lengua, una misma religión y unas mismas leyes han confundido, hasta ahora, el partido de la libertad con el de la tiranía. Fernando VII libertador ha peleado contra Fernando VII opresor, y si no hubiésemos resuelto abandonar un nombre sinónimo del crimen y la virtud, sería al fin esclavizada la América con lo mismo que sirve a la independencia de la España.
De tal naturaleza han sido los imperiosos desengaños que han impe¬ido a Venezuela a separar para siempre su suerte de un nombre tan ominoso y fatal. Colocada por él en la irrevocable disyuntiva de ser esclava o enemiga de sus hermanos, ha querido comprar la libertad a costa de la amistad, sin impedir los medios de reconciliación que desea. Razones muy poderosas, intereses muy sagrados, meditaciones muy serias, reflexiones muy profundas, discusiones muy largas, debates muy sostenidos, combinaciones muy analizadas, sucesos muy imperiosos, riesgos muy urgentes y una opinión pública bien pronunciada y sostenida han sido los datos que han precedido a la declaración solemne que el 5 de julio hizo el Congreso General de Venezuela de la independencia absoluta de esta parte de la América Meridional; independencia deseada y adamada por el pue¬blo de la capital, sancionada por los poderes de la Confederación, reconocida por los representantes de las provincias, jurada y aplaudida por el jefe de la Iglesia venezolana, y sostenida con las vidas, las fortunas y honor de todos los ciudadanos.
¡Hombres libres, compañeros de nuestra suerte! Vosotros que habéis sabido purgar vuestra alma del temor o la esperanza, dirigid desde la elevación en que os colocan vuestras virtudes una mirada imparcial y desinteresada sobre el cuadro que acaba de trazaras Venezuela. Ella os constituye árbitros de sus diferencias con España y jueces de sus nuevos destinos. Si os han afectado nuestros males y os interesa nuestra felicidad, reunid a los nuestros vuestros esfuerzos, para que el prestigio de la ambición no triunfe más de la liberalidad y la justicia. A vosotros toca el desengaño que una funesta rivalidad imposibilita a la América con res¬pecto a la España. Contened el vértigo que se ha apoderado de sus gobiernos; demostrad1e los bienes recíprocos de nuestra regeneración; descubridle la halagüeña perspectiva que no les deja ver en América el monopolio que tiene metalizados sus corazones; decidle lo que les amenaza en Europa, y a lo que pueden aspirar en un mundo nuevo, pacífico, sencillo y colmado ya de todas las bendiciones de la libertad, y juradle, por último, a nuestro nombre, que Venezuela espera con los brazos abiertos a sus hermanos, para partir con ellos su felicidad, sin otro sacrificio que el de las preocupaciones, el orgullo y la ambición que han hecho infelices por tres siglos a ambas Españas.
[1] Se atribuye su redacción a Juan Germán Roscio y en él se exponen las razones en que se ha fundado su absoluta independencia de España y de cualquier otra dominación extranjera. Fue mandado publicar por el Congreso General de las Provincias Unidas de Venezuela.

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