MARTIRES DE CHICAGO [1]
Palabras de Samuel Fielden, ante el tribunal que primero lo condenó a muerte pero que luego le conmutó la pena por la de cadena perpetua [2]
“…me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores”
[7, 8, 9 de octubre de 1886] [3]
-El discurso de Fielden, uno de los más extensos, comenzó con el recitado de una poesía del escritor alemán Freiligrath, titulada «La Revolución», y posteriormente se defendió de que se lo acusara de revolucionario y
de delincuente en base a la Constitución y el derecho natural. Previno luego que la historia de todos los pueblos probaba que toda idea nueva fue y es revolucionaria, y que no se mata la idea suprimiendo a los defensores-
Rebatido esas dos imputaciones, dijo lo siguiente:
Fragmentos
Llegué a los Estados Unidos en 1868. Estuve primero en Ohio y vine a Chicago en 1869. Hay en Chicago bellos monumentos que evidencian un progreso, y es difícil que paséis por una calle donde yo no haya producido algo con mis propias manos. Y por ello he de recordaros que cuando tratasteis de acusarnos lo hicisteis afirmando que nosotros habíamos procurado vivir sin trabajar a costa de las gentes sencillas.
El único que después pudo poner en claro este asunto fue Zeller, secretario de la Unión Central Obrera, y cuando se le preguntó si habíamos recibido dinero por hablar y organizar secciones en la Asociación, este hombre, que era traido al proceso para prevenir al pueblo contra nosotros, porque no hay nada que perjudique tanto a un individuo como la prueba de que obra por interés, y es por tanto un mercenario despreciable; cuando llegó el momento, repito, en que este hombre podía declarar la verdad, en que hubiera podido confirmar la acusación, si fuera cierta, cada uno de los que estábais interesados en probarnos aquel hecho os opusisteis a que hablara y aturdisteis la sala con el ruido producido con vuestros zapatos. Nosotros somos juzgados por un jurado que nos cree culpables. Ahora seréis vosotros juzgados por otro jurado que os cree a su vez culpables también.
El único que después pudo poner en claro este asunto fue Zeller, secretario de la Unión Central Obrera, y cuando se le preguntó si habíamos recibido dinero por hablar y organizar secciones en la Asociación, este hombre, que era traido al proceso para prevenir al pueblo contra nosotros, porque no hay nada que perjudique tanto a un individuo como la prueba de que obra por interés, y es por tanto un mercenario despreciable; cuando llegó el momento, repito, en que este hombre podía declarar la verdad, en que hubiera podido confirmar la acusación, si fuera cierta, cada uno de los que estábais interesados en probarnos aquel hecho os opusisteis a que hablara y aturdisteis la sala con el ruido producido con vuestros zapatos. Nosotros somos juzgados por un jurado que nos cree culpables. Ahora seréis vosotros juzgados por otro jurado que os cree a su vez culpables también.
[…]
Hallándome en un estado o disposición investigadora y habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones populares y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Yo reconocí que había algo injusto: mis ideas no me hacían comprender el remedio, pero me condujeron a su determinación con la misma energía que me había llevado hacia aquéllas, años atrás. Siempre hay un periodo en la vida individual en que tal o cual sensación simpática es agitada o sacudida por cualquier otra persona. Aun no bien se ha comprendido la idea, y ya se está convencido de la verdad respondiendo a aquella sensación simpática por otro producida. No de otro modo me ocurrió en mis investigaciones sobre la economía política. Sabía cual era el error, la falsedad, mas no conocía el remedio a los males sociales; pero discutiendo y analizando las cosas y examinando los remedios puestos en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y esta fue la enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La constitución de los Estados Unidos cuando dice: El derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado da a cada ciudadano, reconoce a cada individuo el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social, y ¿por esta y sólo por esta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte? ¿Qué es el socialismo? ¿Es tomar alguno la propiedad de otro? ¿Es eso lo que el socialismo significa en la acepción vulgar de la palabra? No. Si yo contestara a esta pregunta tan brevemente como los adversarios del socialismo, diría que este impide a cualquiera apoderarse de lo que no es suyo. El socialismo es la igualdad; el socialismo reconoce el hecho de que nadie socialmente es responsable de lo que es; de que todos los males sociales son el producto de la pobreza; y el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre. No hay ningún criminalista que niegue que todo crimen en su origen es el producto de la miseria. Pues bien; se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal. Andad, id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte. ¿Creéis que estos hombres tienen verdadera conciencia de lo que hacen? De ningún modo. Es el producto de ciertas condiciones, de determinados medios en que han nacido, lo que les obliga a ser lo que son y nada más que lo que son. Os lo podría demostrar aquí con mil ejemplos.
La cuestión social es una cuestión tan europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos, el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En donde está la diferencia de país a país?
Habéis traido a los reporteros de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han acudido o han podido acudir nuestros adversarios para demostrar la falsedad del socialismo; que a nuestros mitines hemos invitado a los representantes de la prensa, de la industria y del comercio, y que casi siempre han dado la callada por respuesta; y, en resumen, os digo que un reportero es un hombre que no depende de sí mismo, que no es libre, que obra a instigación ajena, y lo mismo puede acusarnos de un crimen que proclamarnos los más virtuosos de todos los hombres. Es más; todas las reuniones convocadas por el Grupo Americano fueron de controversia. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880, nos ha escrito repetidas veces ofreciéndose a declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusara en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de anarquistas, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios.
Defiéndase después Fielden de las acusaciones de conspiración y asesinato, poniendo unas enfrente de otras las declaraciones de los testigos, citando fechas y lugares y probando hasta la saciedad que era un ardiente propagandista de la anarquía, pero no un criminal. Se le acusaba de haber hecho fuego con un revólver a la policía, y probó con los mismos testimonios de los testigos contrarios que era falso; se le acucaba de haber dicho: Ahí vienen los sanguinarios (aludiendo a la policía), cumplid con vuestro deber y yo cumpliré con el mío; y no sólo demostró que no había pronunciado tales palabras sino también que si las hubiera pronunciado no sería suficiente causa para condernale a muerte; se le acusaba de haber dicho: ¡Suprimid la ley!, y a este propósito dijo:
Recordáis que yo pronuncié estas palabras tomándolas de un discurso de Mr. Foran en el Congreso. Y si es verdad, como dice aquél, que nada se puede hacer por la legislación que se supone favorabie a los intereses comunales, nada más lógico que aquella frase. No se puede legislar sin herir los intereses de algunos; necesariamente la ley ha de favorecer unos intereses y perjudicar a otros. Si, pues, nada se puede conseguir por medio de la legislación y centenares de hombres reciben un sueldo anual por hacer las leyes, es lógico y natural que la gran mayoría, que no recibe ningún favor de la ley, prescinda de ella, así como ésta prescinde de dicha mayoría. No es, por tanto, una frase terrible la pronunciada por mí. Si no hubiese estallado la bomba de Haymarket, no se le ocurriría a nadie seguramente que aquella frase fuese terrorífica ni mucho menos.
Además no había necesidad de provocar ningún conflicto la noche del 4, pues el mitin había sido pacífico y el lenguaje de los oradores no pudo ser en modo alguno incendiario.
Por otra parte, la constitución no define ni determina cuál es el lenguaje revolucionario y cuál no, y por tanto, no puede condenar este o el otro. Pero si determinara, ¿nos hacéis tan tontos que no lo tuviéramos en cuenta?
-Interrumpido la sesión, reanudó su discurso a las dos de la tarde, insistiendo en sus afiraciones de las leyes y analizando minuciosamente los sucesos de Mc. Cormicks, así como la propaganda revolucionaria de todos los tiempos y de todas las ideas en conexión con la propaganda hecha por los anarquistas. Y concluyó con elocuentes palabras cuyos párrafos más significativos los siguientes:
Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad ...
... Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquia, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio ...
... Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mi mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.
SAMUEL FIELDEN
[1] El juicio constituyó una farsa. El Fiscal Grinnel, en su alegato, proclamó: “Señores del jurado: ¿declarad culpables a estos hombres, haced escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad!”. De este modo, el 28 de agosto de 1886, el jurado, especialmente elegido para aniquilar a los acusados, dictó su veredicto especificando que siete de los imputados -Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg y Engel- debían ser ahorcados, y el octavo, Neebe, condenado a 15 años de prisión. Antes que fueran ejecutados, sobrevino el misterioso suicidio de uno de los condenados: Louis Lingg, quien con la colilla de un cigarrillo había prendido supuestamente la mecha de un cartucho de dinamita. Su muerte se cuenta que fue atroz. Los historiadores actuales afirman no obstante que se trató de representar ante la opinión públicca otra demostración de que los anarquistas morían en su propia ley, las “bombas”. Hoy se coincide en que Lingg fue asesinado. El escándalo fue tan grande que finalmente a Fielden y Schwab se les conmutó la pena de muerte por la de prisión perpetua. Spies, Fischer, Engel y Parsons subieron al patíbulo el 11 de noviembre, y fueron ahorcados ante el periodismo, las autoridades judiciales, la policía y el público allí reunido. La movilización del movimiento sindical de entonces y la actuación del gobernador, John Peter Atlgeld y otros políticos, hizo finalmente que el 26 de julio de 1893, el primero les otorgara el “perdón absoluto” a Samuel Fielden, Oscar Neebe y Michael Schwab. 40 años después, otro proceso fraudulento se repetiría la historia con la vida de: Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.
[2] Samuel Fielden (inglés, 39 años, pastor metodista y obrero textil).
[3] Los famosos discursos de todos los enjuiciados fueron expresados en el tribunal durante la jornada de estos tres días. El primero fue el de Spies y el último de Parsons.
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