mayo 17, 2010

"Oración Inaugural en la apertura de la Sociedad Patriótica" Bernardo de Monteagudo (1812)

ORACION INAUGURAL EN LA APERTURA DE LA SOCIEDAD PATRIOTICA
“No habría tiranos si no hubiera esclavos…”
Bernardo de Monteagudo
[13 de enero de 1812]

Yo prefiero una procelosa libertad
a la esclavitud tranquila.
Lepid. Arenga al pueblo romano
Exordio
Aislado el hombre en su primitivo estado y reducido al estrecho círculo de sus insuficientes recursos, buscó en la sociedad de sus semejantes el apoyo de su precaria existencia, y bien presto la necesidad sancionó la unión recíproca que anhelaba el instinto. Mas apenas conoció las primeras ventajas de esta asociación, cuando ya sintió sus inconvenientes y peligros: el más fuerte, el más sagaz de los asociados hizo los primeros ensayos de la tiranía, y el débil resto empezó a preparar con su obediencia pasiva la materia de que se había de formar después el primer eslabón de la cadena de los mortales. La sociedad hizo progresos, el hombre satisfizo sus necesidades, encontró lo útil, descubrió lo agradable y calculó que podría dilatar con el tiempo la esfera de sus placeres. Cada día daba un paso en sus adquisiciones y retrogradaba en sus recursos, porque sus urgencias se multiplicaban en razón de aquéllas: crecían sus apetitos, pululaban sus pasiones, y su inexperta razón fluctuaba en la impotencia de satisfacerlas. En este contraste empezó el hombre a inventar recursos y combinar sus fuerzas con los primeros medios que lo sugería su limitado y naciente ingenio. El error presidió sus primeros ensayos, y en el embrión de sus combinaciones descubrió ya el germen de sus vicios, resultado preciso de su ignorancia; porque la perversidad no es sino el efecto de un falso cálculo. Por último emprendió el crimen sin prever sus consecuencias, y su corazón recibió entonces diferentes impresiones que fijaron la época de su corrupción y de su infelicidad.
Ofuscado ya el espíritu humano y viciada su complexión moral, se familiarizó con los atentados y puso por ley fundamental de su primer código la fuerza y la violencia. En este período la raza de los hombres se multiplicaba ya por todas partes, y de las primeras sociedades empezaron a formarse sucesivamente reinos, imperios y numerosas asociaciones. La tierra se pobló de habitantes; los unos opresores y los otros oprimidos: en vano se quejaba el inocente; en vano gemía el justo; en vano el débil reclamaba sus derechos. Armado el despotismo de la fuerza, y sostenido por las pasiones de un tropel de esclavos voluntarios, había sofocado ya el voto santo de la naturaleza, y los derechos originarios del hombre quedaron reducidos a disputas, cuando no eran combatidos con sofismas. Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos: entonces la sancionaron a pesar de los clamores de la virtud, y para acabar oprimirla llamaron en su auxilio el fanatismo de los pueblos, y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un crimen.
Mientras el mundo antiguo, envuelto en los horrores de la servidumbre, lloraba su abyecta situación, la América gozaba en paz de sus derechos, porque sus filántropos legisladores aun no estaban inficionados con las máximas de esa política parcial, ni habían olvidado que el derecho se distingue de la fuerza como la obediencia de la esclavitud; y que, en fin, la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes, cuyo vasallo es el príncipe. No era fácil permaneciesen por más tiempo nuestras regiones libres del contagio de la Europa, en una época en que la codicia descubrió la piedra filosofal que había buscado inútilmente hasta entonces. Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel que sin demora resolvieron tomar posesión por la fuerza de las armas, de unas regiones a que creían tener derecho en virtud de la donación de Alejandro VI, es decir, en virtud de las intrigas y relaciones de las cortes de Roma con la de Madrid. En fin, las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a sus indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador.
Establecida por estos medios la dominación española se aumentaban cada día los eslabones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América, y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo de la opresión. La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados, y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que nacieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su libertad era imprescriptible: y habituados a la servidumbre se contentaban con mudar de tiranos sin mudar de tiranía. En vano de cuando en cuando la naturaleza daba un grito en medio de la América por boca de algunos héroes intrépidos: un letargo profundo parecía ser el estado natural de sus habitantes, y si alguno hablaba, luego caía sobre su cabeza el homicida anatema del rey o de sus ministros, y los buenos deseos de los corazones sensibles doblaban la desgracia y la humillación de los demás... Las edades se sucedían, las revoluciones del globo mostraban la instabilidad del trono de los déspotas, y sólo la América parecía estar destinada a servir de eterno pábulo a la tiranía exaltada, hasta que presentándose sobre la escena del mundo un político y feliz guerrero, cuyos triunfos igualan el número de sus empresas, y a quien con razón hubiera mirado la ciega gentilidad como al Dios de las batallas, concibe el gran designio de regenerar a esa nación degradada por la corrupción de su corte, enervada por las pasiones de sus ministros y reducida por la ignorancia a una estúpida apatía que no lo dejaba acción sino para aniquilar lo que ya había destruido su codicia. Lo consigue por medio de la fuerza combinada con la persuasión e intrigas de los mismos españoles, y el león de tan decantada bravura rinde la cerviz a las armas del emperador. Llegan las primeras noticias a la América, y al modo que un fenómeno incalculado pone en entredicho las sensaciones del filósofo, quedan todos al primer golpe de vista poseídos de sorpresa, que en los unos produce luego el pavor y en otros la confianza. Los hombres se preguntan con asombro ¿qué hay de nuevo? Y todos buscan el silencio para contestar que pereció la España y se disolvió ya la cadena de nuestra dependencia. No importa que busquen todavía el silencio y la sombra para respirar; en breve serán todos intrépidos, y sólo temblarán los que antes infundían terror al humilde americano.
Así sucedió a poco tiempo: empezó nuestra revolución, y en vano los mandatarios de España ocurrirán con mano trémula y precipitada a empuñar la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza, y juraban apagar con nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se ponían pálidos al ver la insuficiencia de sus recursos. La Plata rasgó el velo; la Paz presentó el cuadro; Quito arrostró los suplicios; Buenos Aires desplegó a la faz del mundo su energía y todos los pueblos juraron sucesivamente vengar la naturaleza ultrajada por la tiranía.
Ciudadanos, he aquí la época de la salud: el orden inevitable de los sucesos os ha puesto en disposición de ser libres si queréis serlo: en vuestra mano está abrogar el decreto de vuestra esclavitud y sancionar vuestra independencia. Sostener con energía la majestad del pueblo; fomentar la ilustración, y tales deben ser los objetos de esta sociedad patriótica, que sin duda hará época en nuestros anales, si, como yo lo espero, fija en ellos los esfuerzos de su celo y amor público. Analicemos la importancia de esta materia.

ARTÍCULO PRIMERO
No habría tiranos si no hubiera esclavos, y si todos sostuvieran sus derechos, la usurpación sería imposible. Luego que un pueblo se corrompe pierde la energía, porque a la transgresión de sus deberes es consiguiente el olvido de sus derechos, y al que se defrauda lo que se debe a sí propio le es indiferente el ser defraudado por otro. Cuando veo a Roma libre producir tantos héroes como ciudadanos, cuando veo al tribuno, al cónsul, al dictador sacrificarse en las calamidades públicas a las furias infernales por medio de una augusta y terrible ceremonia; cuando veo que el espíritu público forma el patrimonio de un romano; cuando veo el pabellón de la república en toda Italia, en una parte de la Sicilia, en la España, en las Galias y aun en el África, infiero desde luego que en Roma no puede haber un usurpador, porque veo que el pueblo sostiene sus derechos y respeta sus deberes; pero cuando veo que cada magistrado es un concesionario, que sólo el dinero y la intriga elevan los pretendientes a las sillas curules, que las legiones de la República no son ya sino las legiones de los próceres, y que los ciudadanos no tratan sino de hacer un tráfico vergonzoso de sus derechos, no dudo que se acerca la época de Augusto y el fin de la república.
Un usurpador no es más que un cobarde asesino que sólo se determina al crimen cuando las circunstancias le aseguran la ejecución y la impunidad; teme la sorpresa, y procura prevenir el descuido: la energía del pueblo lo arredra, y así espera que llegue a un momento de debilidad o caiga en la embriaguez febril de sus pasiones: él conoce que mientras la Libertad sea el objeto de los votos públicos, sus insidias no harán más que confirmarlas, pero que cuando en las desgracias comunes cada uno empieza a decir "yo tengo que cuidar mis intereses", este es el instante en que el tirano ensaya sus recursos y persuade fácilmente a un pueblo aletargado que la fuerza es un derecho: todas las demás consecuencias proceden de este principio, pero es imposible que las armas lo sancionen si la debilidad del pueblo no lo autoriza: en vano se presentarán en Atenas treinta tiranos para usurpar la autoridad por la fuerza, ellos podrán por el espacio de ocho meses hacer temblar a la virtud y sacrificar 1,500 ciudadanos privándolos aún de los obsequios fúnebres, pero mientras los atenienses amen la Libertad y el pueblo no degenere por la corrupción, Atenas será libre, y no faltará un Tracíbulo que restablezca la majestad del pueblo. No lo dudemos; mientras éste sostenga sus derechos, los tiranos harán vanas tentativas, y donde crean elevar su trono no harán más que encontrar su sepulcro.
Pero todo pueblo ilustrado, bárbaro, guerrero o pacífico, virtuoso o corrompido necesita una causa que lo mueva y un agente que lo determine: él se entregaría a impresiones ciegas y desordenadas en el momento que le faltase un principio determinante de sus acciones: él necesita que los que mejor conocen sus intereses lo ilustren, y sabe muy bien que aunque no es fácil se corrompa su corazón, podría vacilar su suerte en los peligros, fluctuar su prosperidad en la paz y ver amenazada su existencia por la fuerza o la anarquía. Prevenido de este instinto busca siempre en los conflictos una mano que lo sostenga y corre con entusiasmo donde lo llama el héroe que le ofrece salvarlo: si poseído éste del amor a la gloria emprende cosas grandes, su ejemplo le hace sentir luego hasta qué grado de fuerza puede elevarse su virtud, y comunicándose a la multitud la energía del individuo llega a fijar su destino.
Ningún pueblo ha derogado ni puede derogar sus derechos; su propensión a la salud pública es una necesidad que resulta de su organización moral, y su amor a la independencia es tanto mayor, cuanto es más íntimo el convencimiento que tiene de su propia dignidad: él la sostendrá con sus fuerzas físicas, si el que dirige su opinión desenvuelve esta aptitud. Al hombre ilustrado toca este deber, y sus luces son la medida de los esfuerzos con que debe contribuir. He aquí como insensiblemente he venido a fijar la regla que debe formar el espíritu de una institución que empieza en este memorable día y llegará a ser en breve el seminario de las virtudes públicas.
Yo no dudo que si hubiera sido compatible con el sistema antiguo la existencia de un solo hombre capaz de hacer conocer a los pueblos de América su dignidad, el período de la opresión acaso no hubiera sido más durable que el de la sorpresa que causó en ellos la irrupción de Hernán Cortés y Pizarro; pero un plan reflexivo de tiranizar fulminaba ya terribles anatemas contra todos los que tenían alguna influencia en la multitud, y no le inspiraban ideas de envilecimiento y servidumbre, ni le hacían entender que debían mirar como un don del cielo las cadenas que arrastraba, obedecer a la fuerza como a una ley sagrada, respetar la esclavitud como un deber natural y no conocer otra voluntad que la de un déspota a quien la preocupación hacía inviolable. Esta ha sido la causa que ha perpetuado hasta nuestros días el sistema colonial de la península: los pueblos habían olvidado su dignidad, y ya no juzgaban de sí mismos sino por las ideas que les inspiraba el opresor.
Confirmada por la experiencia la causa de nuestros males, es tiempo de repararlos, destruyendo en los pueblos toda impresión contraria a la inviolabilidad de sus derechos. Yo rengo la complacencia de esperar que la Sociedad Patriótica contraed todos sus esfuerzos a este objeto, consi¬derándolo como una de sus primordiales obligaciones; ella debe por medio de sus memorias y sesiones literarias grabar en el corazón de todos esta sublime verdad que anunció la filosofía desde el trono de la razón: la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes; ella debe sostener que la voluntad general es la única fuente de donde emana la sanción de ésta y el poder de los magistrados; debe demostrar que la majestad del pueblo es imprescriptible, inalienable y esencial por su na¬turaleza; pero cuando un injusto usurpador la atropella y se lisonjea de empuñar un cetro que se resiente de su violencia y ofrece a la vista de todos el proceso abreviado de sus crímenes, no hace más que poner un precario entredicho al ejercicio de aquella prerrogativa y paralizar la con¬vención social mientras dure la fuerza, sin debilitar un punto los princi¬pios constitutivos de la inmunidad civil que caracteriza y distingue los derechos del pueblo.
Cuando la América está firmemente convencida de estas verdades y olvide esos inveterados errores que una moral exclusiva y parcial ha con¬vertido en dogmas inconcusos, ocurriendo a la autoridad del tiempo en defecto de la sanción de las leyes, para persuadir que la justicia era el apoyo de sus principios; cuando la América conozca que el santo código de la naturaleza es uno e invariable en cualquier parte donde se multiplica la especie humana, y que son iguales los derechos del que habita las costas del Mediterráneo y del que nace en las inmediaciones de los Andes: cuando recuerde su antigua dignidad y reflexione que sus originarios legisladores conocieron de tal modo los imprescriptibles derechos del hombre y la naturaleza de sus convenciones sociales, que considerándose siempre como los primeros ciudadanos del estado y los más inmediatos vasallos de la ley, no miraban en el pueblo que los obedecía sino la primera fuente de su autoridad, sin embargo de que su origen podía hacerlos presumir que su misma cuna les daba derecho al trono; cuando la América entre a meditar lo que fue en los siglos de su independencia, lo que ha sido en la época de su esclavitud y lo que debe ser en un tiempo en que la naturaleza trata ya de recobrar sus derechos, entonces deducirá por con¬secuencia de estas verdades, que siendo la soberanía el primer derecho de los pueblos, su primera obligación es sostenerla y el supremo crimen en que puede incurrir será por consiguiente la tolerancia de su usurpación. Todo derecho produce un deber relativo de sostenerlo, y la omisión es tanto más culpable, cuando es más importante el derecho: cada uno de los que rengan parte en él es reo delante de los demás si deja de contribuir a su conservación. Yo, bien sé que los miembros de esta naciente sociedad están penetrados de estos principios y que su conducta va a formar la mejor apología de ellos; bien sé que uno de los motivos determinantes de esta reunión patriótica ha sido analizar y conocer a fondo las preeminencias del hombre, los derechos del ciudadano y la majestad del pueblo; pero es imposible sostenerla sin ilustrarlo sobre los principios de donde deriva, sobre la teoría en que se funda y sobre los elementos del código sagrado de la naturaleza, última sanción de todos los estableci¬mientos humanos. Pero si el error y la ignorancia degradan la dignidad del pueblo disponiéndolo a la servidumbre, la falta de virtudes lo conduce a la anarquía, le acostumbra al yugo de un déspota perverso a quien siempre ama la multitud corrompida; porque la afinidad de sus costumbres asegura la impunidad de sus crímenes recíprocos. Nada importaría que desempeñase la sociedad aquel primer objeto, si prescindiese de estos dos últimos; el silencio respecto de ellos haría quimérica toda reforma e invariable todo plan; y las medidas que se adoptasen serían tan frágiles como sus principios.

ARTICULO SEGUNDO
La ignorancia es el origen de todas las desgracias del hombre: sus preocupaciones, su fanatismo y errores, no son sino las inmediatas consecuencias de este principio sin ser por esto las únicas. Yo no pretendo probar que todo pueblo ignorante sea precisamente desgraciado; porque encuentro a cada paso en la historia del género humano ejemplares de varios pueblos que han sido felices hasta cierto punto en medio de su misma barbarie. Tampoco me he propuesto combatir al ciudadano de Ginebra demostrando que el progreso de las ciencias no ha contribuido a corromper las costumbres, sino antes bien a rectificarlas; dejemos a la Academia de Dijon que examine este problema, mientras la experiencia lo decide sin necesidad de ocurrir a razonamientos sutiles.
Los sentimientos del corazón son el termómetro que descubre la infancia o madurez, la debilidad o el vigor, la rectitud o corrupción de la razón. Sus progresos en el bien o el mal tienen como todas las cosas su principio, su auge y su ruina; períodos consiguientes a la debilidad de todo ser limitado que no puede llegar sino por grados al extremo del vicio o la virtud. Cuando yo veo a un pueblo estúpido envuelto en las tinieblas del error, observo sin embargo que nada ha podido sofocar el instinto que lo arrastra a la felicidad, y que en medio de sus inveteradas preocupaciones él tiene una invencible propensión a mejorar su destino. Sus mismos errores son una prueba de ello: incapaz de conocer el bien o el mal por su ignorancia, delira en sus opiniones, confunde sus principios, invierte el orden de sus ideas, respeta sus caprichos, adopta sistemas extravagantes y llega a poner el crimen en el rango de las virtudes, lisonjeándose de haber encontrado la verdad cuando más se alejaba de ella. Este es el momento en que eclipsadas ya todas las nociones e incontrastable en el error, sólo gusta de lo que puede apoyar y perpetuar sus preocupaciones: entonces se consagra al fanatismo, porque en él encuentra la sanción de sus errores: fanático al principio por debilidad, luego por costumbre, adora la obra de su delirante imaginación; mira los prestigios como misterios; su degradación como una virtud heroica y el plan de sus pasiones, de sus - inepcias y caprichos viene a ser la moral que reconoce.
He aquí ya un pueblo que para ser esclavo no necesita sino que se le presente un tirano; ignorante, preocupado y fanático, él no puede apre¬ciar la libertad, porque habituado a sujetar todos sus juicios a un sofista que mira como oráculo y limitando el ejercicio de su voluntad a una obediencia servil, fija su felicidad en poner trabas a sus ideas, en aislar sus sentimientos y en encadenar sus facultades, como si su destino no fuese otro que abrumar su debilidad con un juego involuntario. Tales son los efectos de la ignorancia, tales sus progresos y resultados. Yo no necesito confirmar mis razonamientos con ejemplos: si ellos están fundados en la naturaleza de las cosas, si la historia del hombre los justifica, excusado sería inculcar sobre la conducta de los tiranos último comprobante de lo que he afirmado; excusado sería multiplicar reflexiones pata probar que la ilustración es un crimen en su arbitraria legislación; excusado sería recordar las expresas prohibiciones que nos sujetaban hasta hoy a una humillante y funesta ignorancia; excusado sería irritar nuestro furor al vernos después de tres siglos sin artes, sin ciencias, sin comercio, sin agri¬cultura y sin industria, no teniendo en esto otro objeto el gobierno de España que acostumbrarnos al embrutecimiento, para que olvidásemos nuestros derechos y perdiésemos hasta el deseo de reclamarlos.
Si la ignorancia es el más firme apoyo del despotismo, es imposible destruir éste sin disipar aquélla: mientras subsista esa madre fecunda de errores serán puestos en problema los más incontrovertibles derechos o se confundirán con los más perniciosos abusos, resultando no menos funesto que el primero. De aquí procede que muchos creen que amar la Libertad, cuando sólo buscan el libertinaje, olvidando que aquélla no es sino el derecho de obrar lo que las leyes permiten, como lo demuestra un escritor del siglo de Luis XIV. Propenso el hombre a abusar de sus mismas preeminencias se lisonjea siempre de encontrar en ellas la salvaguardia de sus crímenes, y cree vulnerados sus derechos, cuando se trata de fijarles el término moral que los circunscribe, o cuando se le advierte el precipicio a que conduce su abuso: infatuado por el error atropella la autoridad de la razón, y prostituyendo sus derechos los destruye, y mira como a un opresor al que quiere sujetarlo en la esfera de sus deberes. Por desgracia, el corazón llega a ser cómplice en estos delirios, y entonces la reforma es más difícil, pero todo el mal procede de un principio. Incierta y vacilante la razón entre el error y la ignorancia, degeneran sus ideas, y el bien o el mal causan iguales impresiones en la voluntad, porque el instinto moral que sigue en sus movimientos, la vicia por su propia contradicción y la seduce con ambiguos y prestigiosos impulsos.
Bien sé que otras causas contrarias han producido muchas veces los mismos efectos; por desgracia los más saludables remedios que sugiere la filosofía para curar las enfermedades del género humano, empeoran su miserable destino, y doblan el fardo pesado de sus desgracias cuando se quiere derogar la naturaleza de las cosas, en vez de reparar sus accidentales vicios. La ilustración es el garante de la felicidad de un Estado; pero cuando llega a generalizarse en todas sus clases, cuando el refinamiento de las ideas se sustituye a la exactitud y solidez; cuando el invariable sistema de la naturaleza es atacado y controvertido por la osadía seductora de las opiniones de los sabios innovadores, entonces el remedio es peor que el mal, y si antes las tinieblas ocultaban la verdad, la demasiada luz propagada indiscretamente deslumbra los ojos de la multitud, y semejante del que sale de un obscuro recinto a recibir de golpe las vivas impresiones que comunica el sol en medio de su carrera, confunde la realidad de los objetos con sus ficticias especulaciones, y corre en pos de bellezas imaginarias que se alejan de él cuanto más se empeña, al modo que el término del horizonte sensible que siempre huye del que pretende saciar la vista con su inmediación. Quizá fue esta una de las causas que frustraron en nuestros días el plan suspirado de una nación siempre grande en sus designios. La ilustración era casi general, y las ideas apuradas por esos genios sublimes que desde el reinado de Luis el Grande preparaban la ruina del último Capeto, habían conducido los espíritus a un grado de prepotencia que todos se creían con derecho a ser jefes de partido. Cada uno consideraba la esfera de sus conocimientos más dilatada que la de los demás y el espíritu exclusivo multiplicaba las facciones a proporción de los sabios que se sucedían. Pululaban sectas y partidos en todas partes, pero la nulidad e insuficiencia era el carácter de unas y otras; entonces la desolación y el incendio pusieron término a los progresos del delirio, y asando de un extremo a otro elevaron un rosal sobre las ruinas del que acababan de destruir, olvidando que poco antes juraron un odio eterno y perdurable a todos los tiranos de la tierra.
Tan funesta ha sido algunas veces la influencia de la razón exaltada y envanecida por la rapidez de sus progresos: parece que nuestra estirpe está condenada a ser siempre miserable, ya cuando se arrastra humildemente en las sombras de la ignorancia, ya cuando se sobrepone a los errores y enarbola con vanidad el pabellón de la filosofía. A pesar de tan misteriosas contradicciones, es más vergonzoso que difícil reducir a un solo principio el origen de esta sucesión de males. La ignorancia degrada al hombre, el error le hace desgraciado, la ilustración llega a extraviarlo cuando conspira con sus pasiones dominantes a ocultarle la verdad y conducirlo al precipicio con brillantes engaños. El corazón humano tiene un odio natural al vicio y mira con pánico terror las desgracias a que le conduce: pero luego que se lo disfraza la deformidad de aquél, y se le oculta el tamaño natural de éstas, depone sus sentimientos naturales y se entrega con insolente complacencia al nuevo impulso que recibe. La consecuencia de estos principios es de muy fácil ilación: el error precipita al ignorante y la corrupción al sabio. Desgraciado el pueblo donde se aprecia la estupidez, pero aun más desgraciado aquél donde los vicios se toleran como costumbres del siglo [Quae fuerunt vitia mores sunt. Séneca].
Concluyamos que es preciso ilustrar al pueblo, sin dejar de formarlo en las costumbres, porque sin éstas toca reforma es quimérica y los remedios llegarán a ser peores que el mismo mal.
Bien sé que si por desgracia, son demasiado tardíos los progresos del entendimiento humano, no son menos los de sus costumbres. Sólo una buena legislación auxiliada por la naturaleza del clima, por la índole de sus habitantes y por el curso del tiempo ha podido algunas veces formar un pueblo más o menos moral y acostumbrarlo a las impresiones de la virtud. La perfección de esta obra es el resultado preciso de un complejo de circunstancias casi' independiente de los esfuerzos del filósofo. Sin embargo los preceptos animados del ejemplo llegan también a usurpar al imperio del hábito fortificado por el tiempo. No hay empresa tan ardua que no pueda superarla un valor irritado, firme, prudente y emprendedor. Si por fortuna concurren algunos genios cuyo destino parece ser la reforma de su especie, entonces la ilustración triunfa de los errores y las virtudes de la corrupción, fundando una armonía entre la fuerza del espíritu y el influjo de una voluntad reglada. Pero ésta siempre fue la obra de muchas fuerzas combinadas, porque difícilmente produce cosas grandes el hombre aislado: su genio, su carácter, su talento, todo permanece circunscripto al círculo de sí mismo y sólo en la unión con sus semejantes descubre lo que es en sí y lo que puede influir en ellos. Entonces todos participan de los deseos, de las luces, de las afecciones y aún de los trasportes del que se agita por un grande interés; esta comunicación de ideas será más feliz en sus efectos cuando sea recíproca en los individuos aso, ciados, como es justo y honroso esperarlo de esta naciente sociedad. Todos sus miembros se hallan penetrados de iguales sentimientos, de iguales deseos: su sensible corazón va a desplegar todo su ardor, y su alma se dispone a derramar el entusiasmo que la inunda, sin que pueda haber un espectador indiferente de la energía que anuncian sus semblantes. Este va a ser el seminario de la ilustración, el plantel de las costumbres, la escuela del espíritu público, la academia del patriotismo y el órgano de comunicación a todas las clases del pueblo. Las tinieblas de la ignorancia se disiparán insensiblemente, se formarán ideas exactas de los derechos del pueblo, de las prerrogativas del hombre y de las preeminencias del ciudadano; las virtudes públicas preservarán el corazón del pueblo de toda corrupción y no darán lugar al abuso de su restaurada libertad; todos estos efectos deben esperarse del ardoroso empeño con que la sociedad va a consagrar sus desvelos y tareas a ilustrar la opinión pública y depurarla de los errores y vicios que inspira la esclavitud.
Ciudadanos congregados por la salud pública: he detallado según mis dilatados conocimientos y acomodándome a la premura del tiempo los objetos que deben fijar vuestro celo; pero sólo mis ardientes deseos podrán ser el suplemento de las faltas que haya cometido. Bien sé que mis palabras nada añadirán a vuestra energía: ella sola mudará desde hoy el aspecto político de nuestros negocios: dejad que los peligros se amontonen para abrumar la existencia de los hombres libres, dejad que la rivalidad de un pueblo vecino sirva de apoyo a la ambición de una potencia inerme que obtiene el último rango entre las naciones; dejad que el tirano del Perú calcule su engrandecimiento sobre nuestra ruina. La influencia que desde hoy va a recibir de vosotros este pueblo inmortal, teatro de los grandes sucesos, asegurará el éxito feliz de los fuertes conflictos en que nos vemos. La sociedad patriótica salvará la patria con sus apreciables luces, y si fuese preciso correrá al norte y al occidente como los atenienses a las llanuras de Marathon y de Platea, resueltos a convertirse en cadáveres o tronchar la espada de los tiranos. Ciudadanos, agotad vuestra energía y entusiasmo hasta ver la luz patria coronada de laureles y a los habitantes de la América en pleno goce de su augusta y suspirada INDEPENDENCIA.
BERNARDO DE MONTEAGUDO

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