mayo 17, 2010

"Observaciones didácticas" Bernardo de Monteagudo (1812)

OBSERVACIONES DIDACTICAS
Bernardo de Monteagudo
[febrero a Abril de 1812]

Observaciones didácticas
¿Por qué funesto trastorno ha venido a ser esclavo ese árbitro subalterno de la naturaleza, cuya voluntad sólo debía estar sujeta a las leyes que sancionan su independencia y señalan los límites que la razón eterna tiene derecho a prescribirle? ¿Por qué ha vivido el hombre entregado a la arbitrariedad de sus semejantes y obligado a recibir la ley de un perverso infeliz? No busquemos la causa fuera del hombre mismo: la ignorancia le hizo consentir en ser esclavo, hasta que con el tiempo olvidó que era libre: llegó a dudar de sus derechos, vaciló sobre sus principios y perdió de vista por una consecuencia necesaria el cuadro original de sus deberes. Un extraño embrutecimiento vino a colocarle entre dos escollos tan funestos a la justicia como a la humanidad; y fluctuando entre la servidumbre y la licencia mudaba algunas veces de situación, sin mejorar su destino siempre desgraciado, ya cuando traspasaba los límites de su LIBERTAD, ya cuando gemía en la esclavitud.
Esta alternativa de contrastes ha afligido, y afligirá el espíritu humano mientras no se fije un término medio entre aquellos extremos y se analicen las nociones elementales que deben servir de norte. Para esto sería excusado buscar en esos volúmenes de delirios filosóficos y falsos axiomas de convención la idea primitiva de un derecho grabado en el corazón de la humanidad. La LIBERTAD no es sino una propiedad inalienable e imprescriptible que goza todo hombre para discurrir, hablar y poner en obra lo que no perjudica a los derechos de otro ni se opone a la justicia que se debe a sí mismo. Esta ley santa derivada del consejo eterno no tiene otra restricción que las necesidades del hombre y su propio interés: ambos le inspiran el respeto a los derechos de otro, para que no sean violados los suyos: ambos le dictan las obligaciones a que está ligado para con su individuo y de cuya observancia pende la verdadera LIBERTAD. Ninguno es libre si sofoca el principio activo y determinante de esa innata disposición; ninguno es libre si defrauda la LIBERTAD de sus semejantes, atropellando sus derechos: en una palabra, ninguno es libre si es injusto.
Bien examinadas las necesidades del hombre se verá que todos sus deberes resultan de ellas y se dirigen a satisfacerlas o disminuirlas; y que por consiguiente nunca es más libre que cuando limita por reflexión su propia LIBERTAD, mejor diré, cuando usa de ella. ¿Y podrá decirse que usa de su razón el que la contradice y se desvía de su impulso? de ningún modo. ¿Podrá decirse que usa de ella el que por seguir un capricho instantáneo se priva de satisfacer una necesidad verdadera? Tampoco: pues lo mismo digo de la LIBERTAD que no es sino el ejercicio de la razón misma: aquella se extiende por su naturaleza a todo lo que esta alcanza, y así como la razón no conoce otros límites, que lo que es imposible, bien sea por una repugnancia moral o por una contradicción física, de igual modo la LIBERTAD sólo tiene por término lo que es capaz de destruirla o lo que excede la esfera de lo posible. No hablo aquí de la LIBERTAD natural que ya no existe ni de ese derecho limitado que tiene el hombre a cuanto le agrada en el estado salvaje: trato sí de la LIBERTAD civil, que adquirió por sus convenciones sociales y que hablando con exactitud es en realidad más amplia que la primera. No es extraño: las fuerzas del individuo son el término de la LIBERTAD natural, y la razón nivelada por la voluntad general señala el espacio a que se extiende la LIBERTAD civil. Yo sería sin duda menos libre si en circunstancias fundase mis pretensiones en el débil recurso de mis fuerzas: cualquier hombre más robusto que yo frustraría mi justicia, y el doble vigor de sus brazos fácilmente eludiría mis más racionales esperanzas: yo no tendría propiedad segura y mi posesión sería tan precaria como el título que la fundaba. Por el contrario: mi LIBERTAD actual es tanto más firme y absoluta, cuando ella se funda en una convención recíproca que me pone a cubierto de toda violencia: sé que ningún hombre podrá atentar impunemente este derecho, porque en su misma infracción encontraría la pena de su temeridad, y desde entonces dejaría de ser libre, pues la sujeción a un impulso contrario al orden de esclavitud, y sólo el que obedece a las leyes que se prescriben en una justa convención goza de verdadera LIBERTAD.
Todo derecho produce una obligación esencialmente anexa a su principio, y la existencia de ambos es de tal modo individual, que violada la obligación se destruye el derecho. Yo soy libre, sí, tengo derecho a serlo; pero también lo son todos mis semejantes, y por un deber convencional ellos respetarán mi LIBERTAD, mientras yo respete la suya: de lo contrario falto a mi primera obligación que es conservar ese derecho, pues violando el ajeno consiento en la violación del mío. Aun digo más, yo empiezo a dejar de ser libre si veo con indiferencia que un perverso oprime o se dispone a tiranizar al más infeliz de mis conciudadanos: su opresión reclama mis esfuerzos; e insensiblemente abro una brecha a mi LIBERTAD si permito que quede impune la violencia que padece. Luego que su opresor triunfe por la primera vez, él se acostumbrará a la usurpación; con el tiempo formará un sistema de tiranía, y sobre las ruinas de la LIBERTAD pública elevará un altar terrible, delante del cual vendrán a postrar la rodilla cuantos hayan recibido de sus manos las cadenas. Tan esclavo será al fin el primer oprimido como el último: la desgracia del uno y la ciega inacción del otro pondrán su destino a nivel: aquel llorará los efectos de la fuerza que le sorprendió; y este sentirá las consecuencias de la debilidad con que obró en detrimento de ambos. Yo voy a inferir de estos principios, que todos los que tengan un verdadero espíritu de LIBERTAD son defensores natos de los oprimidos, y el que vea con indolencia las cadenas que arrastran otros cerca de él, ni es digno de ser libre ni podrá serlo jamás. Por esto he mirado siempre con admiración la LIBERTAD de Esparta, y no sé como podían lisonjearse de ser tan libres, cuando por otra parte sostenían la esclavitud de los ilotas, aunque Sócrates les atribuía las ventajas de un estado medio. Ello es que la existencia de un solo siervo en el estado más libre, basta para marchitar la idea de su grandeza. ¡Felices las comarcas donde la naturaleza ve respetados sus fueros, en el más desvalido de los mortales!
Americanos en vano declamaréis contra la tiranía si contribuís o toleráis la opresión y servidumbre de los que tienen igual derecho que nosotros: sabed que no es menos tirano el que usurpa la soberanía de un pueblo, que el que defrauda los derechos de un solo hombre: el que quiere restringir las opiniones racionales de otro, el que quiere limitar el ejercicio de las facultades físicas o morales que goza todo ser animado, el que quiere sofocar el derecho que a cada uno le asiste de pedir lo que es conforme a sus intereses, de facilitar el alivio de sus necesidades, de disfrutar los encantos y ventajas que la naturaleza despliega a sus ojos; el que quiere en fin degradar, abatir, y aislar a sus semejantes, es un tirano. Todos los hombres son igualmente libres: el nacimiento o la fortuna, la procedencia o el domicilio, el rango del magistrado o la última esfera del pueblo no inducen la más pequeña diferencia en los derechos y prerrogativas civiles de los miembros que lo componen. Si alguno cree que porque preside la suerte de los demás, o porque ciñe la espada que el estado le confió para su defensa, goza mayor LIBERTAD que el resto de los hombres, se engaña mucho, y este solo delirio es un atentado contra el pacto social. El activo labrador, el industrioso comerciante, el sedentario artista, el togado, el funcionario público, en fin el que dicta la ley, y el que la consiente o sanciona con su sufragio, todos gozan de igual derecho, sin que haya la diferencia de un solo ápice moral: todos tienen por término de su independencia la voluntad general y su razón individual: el que lo traspasa un punto ya no es libre, y desde que se erige en tirano de otro, se hace esclavo de sí mismo.
Desengañémonos: nuestra LIBERTAD jamás tendrá una base sólida, si alguna vez perdemos de vista ese gran principio de la naturaleza, que es como el germen de toda la moral: jamás hagas a otro, lo que no quieras que hagan contigo. Si yo no quiero ser defraudado en mis derechos tampoco debo usurpar los de otro: la misma LIBERTAD que tengo para elegir una forma de gobierno y repudiar otra, la tiene aquel a quien trato de persuadir mi opinión: si ella es justa, me da derecho a esperar que será admitida: pero la equidad me prohíbe el tiranizar a nadie. Por la misma razón yo me pregunto ¿qué pueblo tiene derecho a dictar la constitución de otro? Si todos son libres, ¿podrán sin una convención expresa y legal recibir su destino del que se presuma más fuerte? ¿Habrá alguno que pueda erigirse en tutor del que reclama su mayoridad, y acaba de quejarse ante el tribunal de la razón del injusto pupilaje a que la fuerza lo había reducido? Los pueblos no conocen sus derechos: la ignorancia los precipitaría en mil errores, ¿y yo tengo derecho a abusar de su ignorancia y eludir su LIBERTAD a pretexto de que no la conocen? No por cierto. Yo conjuro a todos los directores de la opinión, que jamás pierdan de vista los argumentos con que nosotros mismos impugnamos justamente la conducta del gobierno español con respecto a la América. Toda constitución que no lleve el sello de la voluntad general, es injusta y tiránica: no hay razón, no hay pretexto, no hay circunstancia que la autorice. Los pueblos son libres, y jamás errarán sino se les corrompe o violenta. Tengo derecho a decir lo que pienso, y llegaré por grados a publicar lo que siento. Ojalá contribuya en un ápice a la felicidad de mis semejantes, a esto se dirigen mis deseos, y yo estoy obligado a apurar mis esfuerzos. Juro por la patria, que nunca seré cómplice con mi silencio en el menor acto de tiranía, aun cuando la pusilanimidad reprenda mis discursos, y los condene la adulación. Si alguna vez me aparto de estos principios, es justo que caiga sobre mí la execración de todas las almas sensibles; y si mi celo desvía mi corazón, ruego a los que se honran con el nombre de patriotas, acrediten que aman la causa pública y no que aborrecen a los que se desvelan por ella.

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[1]
Gaceta de Buenos Aires Febrero 21 de 1812
Sólo el santo dogma de la igualdad puede indemnizar a los hombres de la diferencia muchas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la fortuna o una convención antisocial. La tierra está poblada de habitantes más o menos fuertes, más o menos felices, más o menos corrompidos; y de estas accidentadas modificaciones nace una desigualdad de recursos que los espíritus dominantes han querido confundir con una desigualdad quimérica de derechos que sólo existen en la legislación de los tiranos. Todos los hombres son iguales en presencia de la ley: el cetro y el arado, la púrpura y el humilde ropaje del mendigo no añaden ni quitan una línea a la tabla sagrada de los derechos del hombre. La razón universal, esa ley eterna de los pueblos, no admite otra aceptación de las personas que la que funda el mérito de cada una: ella prefiere al ciudadano virtuoso sin derogar la igualdad de los demás y si amplía con él su protección, es para mostrar que del mismo modo restringirá sus auspicios con el que prefiera el crimen. Los aduladores de los déspotas declaman como unos energúmenos contra este sistema y se esfuerzan a probar con tímidos sofismas que la igualdad destruye el equilibrio de los pueblos, derriba la autoridad, seduce la obediencia, invierte el rango de los ciudadanos y prepara la desolación de la justicia. Confundiendo por ignorancia los principios, equivocan por malicia las consecuencias y atribuyen a un derecho tan sagrado los males que arrastran su abuso y usurpación. No es la igualdad la que ha devastado las regiones, aniquilado los pueblos y puesto en la mano de los hombres el puñal sangriento que ha devorado su raza: ningún hombre que se considera igual a los demás, es capaz de ponerse en estado de guerra, a no ser por una justa represalia. El déspota que atribuye su poder a un origen divino, el orgulloso que considera su nacimiento o su fortuna como una patente de superioridad respecto de su especie, el feroz fanático que mira con un desdén ultrajante al que no sigue sus delirios, el publicista adulador que anonada los derechos del pueblo para lisonjear sus opresores, el legislador parcial que contradice en su código el sentimiento de la fraternidad haciendo a los hombres rivales unos de otros, e inspirándoles ideas falsas de superioridad, en fin el que con la espada, la pluma o el incensario en la mano conspira contra el saludable dogma de la igualdad, éste es el que cubre la tierra de horrores y la historia de ignominiosas páginas: éste es el que invierte el orden social y desquicia el eje de la autoridad del magistrado y de la obediencia del súbdito: éste es el que pone a la humanidad en el caso de abominar sus más predilectas instituciones y envidiar la suerte del misántropo solitario.
Tales son los desastres que causa el que arruina ese gran principio de la equidad social; desde entonces sólo el poderoso puede contar con sus derechos; sólo sus pretensiones se aprecian como justas: los empleos, las magistraturas, las distinciones, las riquezas, las comodidades, en una palabra, todo lo útil, viene a formar el patrimonio quizá de un imbécil, de un ignorante, de un perverso a quien el falso brillo de una cuna soberbia, o de una suerte altiva eleva el rango del mérito, mientras el indigente y obscuro ciudadano vive aislado en las sombras de la miseria, por más que su virtud le recomiende, por más que sus servicios empeñen la protección de la ley, por más que sus talentos atraigan sobre él la veneración pública. Condenado a merecer sin alcanzar, a desear sin obtener y a recibir el desprecio y la humillación por recompensa de su mérito, se ve muchas veces en la necesidad de postrarse delante del crimen e implorar sus auspicios para no ser más desgraciado. Tal es ordinariamente la suerte del hombre virtuoso bajo un gobierno tiránico que sólo mira la igualdad como un delirio de la democracia o como una opinión antisocial. Bien sabemos por una amarga experiencia los efectos que produce esta teoría exclusiva y parcial: ella nos inhabilitaba hasta hoy aún para obtener la más simple administración; y la sola idea de nuestro origen marchitaba el mérito de las más brillantes acciones: en el diccionario del gabinete español pasaban por sinónima las voces de esclavo y americano: con el tiempo llegó a darse tal extensión a su concepto, que era lo mismo decir americano, que decir hombre vil, despreciable, estúpido e incapaz de igualar aun a los verdugos de Europa: pensar que el mérito había de ser una escala para el premio, excedía al error de creer que la maldad sería castigada alguna vez en los mandatarios de la metrópoli, por más que abusasen de las leyes administrativas. Parece que un nuevo pecado original sujetaba a los americanos a la doble pena de ser unos meros inquilinos de su suelo, a sufrir la usurpación de sus propiedades y recibir de un país extraño los árbitros de su destino. Todas sus acciones eran muertas y el mérito mismo era un presagio de abatimiento. Pero en el orden eterno de los sucesos estaba destinado el siglo XIX para restablecer el augusto derecho de la igualdad y arrancar del polvo y las tinieblas esa raza de hombres a quienes parece que la naturaleza irrogaba una injuria en el acto de darles vida.
Pueblo americano, esta es la suerte a que sois llamado: borrad ya esas arbitrarias distinciones que no están fundadas en la virtud: aspirad al mérito con envidia y no temáis la injusticia: el que cumpla con sus deberes, el que sea buen ciudadano, el que ame a su patria, el que respete los derechos de sus semejantes, en fin el que sea hombre de bien, será igualmente atendido, sin que el taller o el arado hagan sombra a su mérito. Pero no confundamos la igualdad con su abuso: todos los derechos del hombre tienen un término moral cuya mayor trasgresión es un paso a la injusticia y al desorden: los hombres son iguales, sí, pero esta igualdad no quita la superioridad que hay en los unos respecto a los otros en fuerza de sus mismas convenciones sociales: el magistrado y el súbdito son iguales en sus derechos, la ley los confunde bajo un solo aspecto, pero la convención los distingue, sujeta el uno al otro y prescribe la obediencia sin revocar la igualdad.

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[2]
Nada, nada importaría proclamar la LIBERTAD, y restablecer la igualdad, si se abandonasen los demás derechos que confirman la majestad del pueblo y la dignidad del ciudadano. Para ser feliz no basta dejar de ser desgraciado, ni basta poseer parte de las ventajas que seducen al que ninguna ha obtenido. El primer paso a la felicidad es conocerla: clasificar los medios más análogos a este objeto, ponerlos en ejecución con suceso, y alcanzar el término sin dejar el deseo en expectación, serían desde luego progresos dignos de admirarse en la primera edad de un pueblo, que se esfuerza a sacudir sus antiguas preocupaciones. Pero aun entonces faltaría dar el último paso para que la esperanza quedase sin zozobra: la seguridad es la sanción de las prerrogativas del hombre y mientras el pueblo no conozca este supremo derecho, la posesión de los otros será más quimérica que real. No hay LIBERTAD, no hay igualdad, no hay propiedad si no se establece la seguridad que es el compendio de los derechos del hombre: ella resulta del concurso de todos para asegurar los de cada uno. Nadie puede eludir este deber, sin hacerse reo de lesa convención social e incurrir por el mismo hecho en la indignación de la ley. Hay un pacto sagrado anterior a toda promulgación, que obliga indispensablemente a cada miembro de la sociedad a velar por la suerte de los demás; y ya se ha dicho, que el primer objeto de la voluntad general es conservar la inmunidad individual. La ley que no es sino el voto expreso de la universalidad de los ciudadanos, supone esta misma convención y la autoriza: el magistrado como un inmediato ministro y cada ciudadano como uno de los sufragantes de la ley son responsables ante la soberanía del pueblo de la menor usurpación que padezca el último asociado en el inviolable derecho de su seguridad: muy pronto vería el uno espirar su autoridad, y el otro lloraría su representación civil profanada, si se acostumbrasen a la agresión de aquel derecho o la confirmasen con su indiferencia: el disimulo o el abuso lo ofenden igualmente hasta destruir su misma base, y es tan forzoso precaver el uno como el otro, una vez que nuestras instituciones regeneradas sólo pueden subsistir en un medio proporcional, que asegure la inmunidad del hombre, sin dar lugar a su envilecimiento y corrupción.
Reflexionando sobre esto, alguna vez he creído que todos los gobiernos son despóticos y que lo que se llama LIBERTAD no es sino una servidumbre modificada: en los gobiernos arbitrarios y en los populares veo siempre en contradicción el interés del que manda con el del que obedece, y cuando busco los derechos del hombre, los encuentro vacilantes o destruidos en medio de la algazara que celebra su existencia ideal. LIBERTAD, LIBERTAD, gritaba el pueblo romano al mismo tiempo que un cónsul audaz, un intrépido tribuno, un dictador orgulloso se jugaba de su destino y se servía de esos aplaudidos héroes como de un tropel de mercenarios nacidos para la esclavitud, según la expresión de Tácito. La república nos llama cantaba el entusiasta francés en los días de su revolución y ya se preparaba desde entonces a entonar himnos por la exaltación de un tirano, que lisonjeaba la multitud clamando en medio de ella, viva la constitución, al paso que en el profundo silencio de su alma meditaba sorprender al pueblo en su calor, y hacerlo esclavo cuando se creía más libre. Pero yo no necesito hacer más de una pregunta para descubrir la causa de todo: ¿se respetaba entonces el supremo derecho de seguridad? Ya lo ha decidido la experiencia y contestado el suceso. Luego que un pueblo se deslumbra con la apariencia del bien, cree que goza cuando delira, y todos proclaman su inviolabilidad, al paso que cada uno atropella lo mismo que afecta respetar: al fin olvidan o confunden sus deberes y adoptando por sistema el lenguaje del espíritu público, se refina el egoísmo a la sombra de la virtud. Desde entonces ya no puede haber seguridad; el gobierno conspira con las pasiones de la multitud, los particulares padecen y el estado camina a pasos redoblados al término de su existencia política.
Aun digo más: la propiedad es el derecho de poseer cada uno sus legítimos bienes y gozar los frutos de su industria y trabajo sin contradicción de la ley. Bajo el primer concepto se expresan todos los derechos del hombre, que son otros tantos bienes que ha recibido de las manos de la naturaleza, y se infiere que la LIBERTAD y la igualdad no son sino partes integrantes de este derecho, cuyo todo compuesto produce el de la seguridad, que los comprende y sanciona. Es sin duda fácil concluir de aquí, que mientras se pongan trabas a la LIBERTAD, mientras la igualdad se tenga por un delirio, mientras la propiedad se viole por costumbre y sin rubor, no hay seguridad y el decantado sistema liberal sólo hará felices a los que para serlo no necesitan más de imaginar que lo son. Si yo no puedo hacer lo que la voluntad general me permite, si los demás quieren abusar de mis derechos creyéndose superiores a mí, si yo no poseo lo que debo, sino sólo lo que puedo ¿dónde está mi seguridad? Se me dirá que existe en la ley, bien puede ser, pero yo me alimento con quimeras. Ahora digo ¿qué extraño será que mis esfuerzos sean insuficientes para obtener la seguridad? Ella resulta del concurso de todos, y se sostiene con la suma de fuerzas parciales que produce la convención. El centro de unión es el lugar donde reside naturalmente y así se destruye siempre a proporción de la divergencia que hay en las fuerzas que deben concurrir a establecerla. Ya es preciso convenir en que no puede haber seguridad interior ni exterior, civil ni política sin la unión de esfuerzos físicos y morales, combinación casi imposible mientras clame el interés privado, grite la preocupación y forme sistema la ignorancia. Yo añadiría otras observaciones si pudieran responder del suceso que tendrían en las actuales circunstancias: temo mi debilidad y no puedo ser más de lo que soy, aun cuando quiera parecerlo.
¡Oh, pueblos! Condenadme a pesar de mi ingenuidad, si acaso ofendo vuestros intereses: la soberanía reside en vosotros, y podéis juzgarme severamente. No por esto quiero decir que me someto al juicio ni de los insensatos que no piensan, ni de esos declamadores acalorados, que antes de combatir el error, combaten al que yerra y sin examinar el fondo de las opiniones sólo aspiran a prevenir el público contra sus autores, tomando el insidioso camino de suponer siempre ambición o intriga en su motivo, desnudando aun del mérito del celo al que quizá no conoce otro impulso. No, no, mis conciudadanos, trabajemos todos sin más objeto que la salud pública: cuando erremos, corrijámonos con fraternidad: si todos conspiran a un solo fin ¿por qué alarmarse unos contra otros sólo por la diferencia de los medios que se adoptan?¿Por qué he de aborrecer yo al que impugna mis opiniones? ¿Acaso los errores de su entendimiento pueden autorizar los errores de mi voluntad? Su desvío será una debilidad, pero el mío es un crimen inexcusable. Bien sé que es imposible la uniformidad de ideas: cada uno piensa según el carácter de su alma; ¿pero por qué no uniformaremos nuestros sentimientos? La LIBERTAD es su objeto, y yo quisiera que la unión fuese su principal resorte: yo lo repito, sin ella no puede haber seguridad, porque falta el concurso de las fuerzas que debe animar su ser político. Mientras haya seguridad la propiedad será el fomento de la virtud, y no un estímulo de disensiones: la igualdad será el apoyo de las verdaderas distinciones, y no el escollo de las preeminencias que da el mérito: la LIBERTAD será el patrimonio de los hombres justos, y no la salvaguardia de los que quebrantan sus deberes. ¡Oh suspirada LIBERTAD! ¿cuándo veré elevado tu trono sobre las ruinas de la tiranía?

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[3]
Gaceta de Buenos Aires Marzo 6 de 1812
Entre el hombre y la ley, entre la majestad y el ciudadano, entre la constitución y el pueblo hay un pacto recíproco por el cual se obligan todos a conservarse y sostenerse en los precisos límites que les designó la necesidad al tiempo de la convención. Su mutua felicidad consiste en no aspirar cada uno a más de lo que debe, ni dejar impune la usurpación de lo que reclama el justo interés de un poseedor inviolable. Nadie me preguntará después de esto cuáles son los medios de hacerse el hombre feliz en la sociedad de sus semejantes, porque esto sería lo mismo que preguntar cuáles son los principios del pacto social. Todo ciudadano que obedece a la ley es libre y en resultado de este principio se infiere, que sus mismos deberes son los medios para llenar el voto de un ser independiente. Yo debo entrar en el ensayo de esta materia, supuesto que he dado una idea aunque inexacta de las más augustas prerrogativas del hombre y para determinar sus relaciones basta fijar un principio: así como de los derechos del hombre nacen las obligaciones de la sociedad para con él, del mismo modo los derechos de la sociedad expresan los deberes que ligan a los miembros que la componen. Sería desde luego una contradicción el suponer que pueda la sociedad quebrantar sus deberes: ella recibe su forma del voto general, la ley es su propia imagen y esta no puede llamarse tal, sino en cuanto consulta los derechos particulares cuya suma compone el interés público de la asociación. Sin duda delira en vez de filosofar el que aturdido por los clamores de un desgraciado que gime en la opresión, juzga que la sociedad haya violado el primero de sus deberes: su voluntad siempre justa e invariable, jamás debe confundirse con la violencia de las pasiones o la extravagancia de los caprichos que impulsan muchas veces a un ministro pérfido a la ley e infiel al voto general: el espíritu del magistrado no siempre es conforme al de la constitución y cuando él abusa de sus leyes atropellando al mismo que concurrió a dictarlas, es un miembro solo el que delinque y no la asociación.
Si acaso no me engaño yo creo que era forzosa esta digresión antes de analizar los derechos de la comunidad, es decir los deberes relativos del hombre fuera de su independencia natural. A su cumplimiento está esencialmente ligada la felicidad que anhelamos y es un nuevo deber el imponerse a fondo de los primeros. Me será difícil prescindir de los mismos principios que he sentado, pero su mutuo enlace excusará la repetición. El primer derecho del pueblo, comunidad, asociación o llámese como quiera, es el de su propia seguridad y conservación; y es forzoso que así sea, una vez que el principal objeto que se proponen los hombres cuando abandonan las ventajas del estado de la naturaleza, es ponerse a cubierto de las necesidades y peligros que amenazan su existencia en la privación de recursos consiguiente a un ser aislado en el círculo de sí mismo. Nadie tiene derecho a existir, pero todo lo que ya existe lo tiene a conservarse. Yo sé que esta teoría de principios poco prueba, si antes de aplicarlos no se demuestra lo mismo que se supone. ¿Existe entre nosotros un principio de obligación capaz de producir los efectos del pacto social? No toda agregación de hombres puede llamarse sociedad, y no me atrevo a decidir, si un pueblo congregado por la fuerza, educado en la esclavitud, y que apenas empieza a sacudir la tiranía pueda creerse sujeto a aquellos principios. Si yo reúno cuatro esclavos con la pistola en la mano y los obligo a vivir según mi voluntad y no la suya, sería un error decir que tienen entre sí una convención social. Pues no será menos absurdo suponerla entre nosotros. La América hasta el siglo XV vivía es verdad bajo un pacto expreso social, cuyas bases había sentado y conservaba por su libre voluntad: la ocupación de sus límites por las armas europeas rompió ese vínculo sagrado y desde entonces los pueblos no tenían voluntad propia o por decirlo mejor, no podía obrar según ella. Una serie de siglos demasiado funestos para la humanidad borró de la memoria de nuestros mayores, aun la idea de sus primitivas convenciones. Así hemos vivido hasta que por un sacudimiento extraordinario que más ha sido obra de las circunstancias que de un plan meditado de ideas, hemos quedado en disposición de renovar el pacto social, dictando a nuestro arbitrio las condiciones que sean conformes a nuestra existencia, conservación y prosperidad.
Si la esclavitud difiere tanto de la sociedad como la violencia de la LIBERTAD, si nuestro estado apenas puede igualarse al de un ser débil y sin recursos que sólo se considera en tregua con la tiranía, mientras no tenga el derecho de la fuerza; si carecemos de instituciones y todos nuestros pactos son precarios, si los pueblos no han manifestado su voluntad acerca de otro objeto que el de existir y existir independientes; creo por consiguiente que todos nuestros deberes hacia la sociedad que componemos no pueden exceder aquellos términos. Hablaré según estos principios sin prescindir de los que derivan de ellos. Resignada la voluntad de cada uno en la voluntad general por razones de interés y conveniencia, nuestro primer deber y el más seguro medio de consultarla, es cuidar la existencia pública: la prosperidad y todas las demás ventajas son como unos accidentes políticos que suponen un ser ya organizado. Sin embargo, de aquel solo elemento se forman mil combinaciones que después presentan sobre la escena del mundo al ciudadano virtuoso, al héroe de la LIBERTAD, al sacerdote de la patria predicando al egoísta y esforzando al tímido secuaz del pabellón santo de la ley. Pero yo no quiero generalizar tanto mis ideas en precaución de su mismo desorden y para determinarlas, la brevedad es un obstáculo.
He dicho que todas las facultades del hombre tienen por objeto la existencia pública y no me engaño: la vida, la salud, el vigor de la organización, la fuerza del espíritu, la complexión del sentimiento, los dones de la naturaleza y las gracias de la fortuna, son otros tantos sacrificios que la sociedad exige de cada uno, luego que un conflicto común, un riesgo eminente o una próxima disociación la amenazan o agitan. Nada hay reservado en tan difíciles circunstancias y así como todo cede a la conservación del individuo que es su ley suprema, con mayor razón hallándose en peligro esa gran máquina bajo cuyas ruinas quedarían todos oprimidos en el instante que se desplomase. Pero poco importaría salvarla en los peligros, para abandonarla después. La sumisión a las leyes, el respeto y no el temor a los magistrados, el celo por el orden público y no el amor a esa calma precursora de la esclavitud, la vigilancia en preservar de la opresión al más impotente y débil, sin que la autoridad misma pueda ser la salvaguardia del más fuerte, algo más un odio siempre hostil contra todos los enemigos de la salud universal y una alarma obstinada contra los agresores de la existencia pública, todo esto forma parte de nuestros deberes respecto a la sociedad que empezamos a renovar. Pero aquel que abriga proyectos de ambición y aprecia en más la suerte de sus intereses que la pública, que consulta con preferencia el suceso de sus pasiones antes que el éxito de la voluntad universal, se halla en un formal estado de guerra y agresión contra la comunidad: de consiguiente, uno de nuestros deberes es exterminar esa raza y cortar esos miembros cuya infección podría comunicarse al todo. ¡Desgraciada necesidad! En fin si es posible reducir a un solo principio todas nuestras obligaciones, yo diré que la principal es emplear el tiempo en obras y no en discursos. El corazón del pueblo se encallece al oír repetir máximas, voces y preceptos que jamás pasan de meras teorías y que no tienen apoyo en la conducta misma de los funcionarios públicos. Energía, energía clama el entusiasta en sus transportes, cesen las divisiones dice el buen ciudadano en su retiro, los pueblos ya son libres grita otro que no escucha sino el sonido de las voces y entretanto la languidez paraliza todos los recursos, el espíritu de facción pone trabas al espíritu público y por un sistema misterioso se nivela un reglamento de opresión y se dictan otros medidas autorizadas por este principio, "es preciso acomodarse a las circunstancias". No es éste el modo de cumplir nuestros deberes con respecto a la sociedad: ciudadanos: no hay medio entre la pronta reforma de estos males y el precipicio de nuestra existencia.

Continúan las observaciones didácticas
[4]
Gaceta de Buenos Aires Marzo 20 de 1812
El éxito de nuestras armas, la disciplina militar, la administración interior, la opinión pública, la energía y el orden, todo, está íntimamente unido a las deliberaciones de la próxima asamblea. El pueblo la espera con un deseo inquieto y si su esperanza puede ser un principio de cálculo, yo diría que va a empezar una nueva serie de acontecimientos felices: yo diría que la victoria nos llama y que los ejércitos están ya sobre el vestíbulo de su templo: y diría que el espíritu público vuelve a su turno y que la patria al fin va a sentarse sobre el trono que ocupaban los déspotas. Por el contrario, si no mejora en esta ocasión el aspecto político de nuestra suerte, también diré que la soledad de un bosque es preferible a tan incierta situación. ¿Pero qué medidas tomaremos para salir de ella? Es preciso sacar a los pueblos del abatimiento en que están, es preciso hablarles en el lenguaje de las obras y hacerles conocer su dignidad para que la sostengan. Porque ¿qué hemos avanzado hasta aquí con palabras dulces y con discursos insinuantes? Mientras Caracas y Santa Fe han fijado ya su constitución, mientras la Rusia y otras potencias reconocen la soberanía de Venezuela, mientras esos pueblos inmortales han jurado delante del Ser Supremo no rendir vasallaje sino a la ley; mientras gozan los frutos de su declarada independencia, a pesar de los insidiosos cálculos de Blanco, nosotros permanecemos bajo un sistema tímido, mezquino, incierto, limitado, insuficiente y al mismo tiempo misterioso, variando solo el número de los gobernantes, pero sin dejar las huellas que sigue un pueblo en su estado colonial. Cuanto más medito nuestra situación me urge el deseo de ver realizada la asamblea, porque creo que a ella sola puede librarse la reparación que exigen las circunstancias: todos deben contribuir a este objeto y a mí no me excusa la negligencia ni la oposición de otros.
El buen suceso de sus deliberaciones pende de un solo principio, que voy a examinar quizás con más interés que acierto. Ya no es tiempo de hablar acerca de lo que pudo hacerse y no se ha hecho, ni sería oportuno investigar lo que sea más conforme a los ritos convencionales que la política sanciona muchas veces como principios de equidad natural. La asamblea debe resolver y adoptar todas las medidas que puedan salvar la patria, sin temor de violar los derechos de los pueblos, cuya primera y última voluntad es conservar su existencia. Esta debe ser la ley constitucional que siga en todas sus deliberaciones y en virtud de ella queda autorizada para obrar según el imperio de las circunstancias y la urgencia de los peligros. Pero siendo éstos tan palpables, es muy escandalosa la suspensión acordada, a pretexto de que el 23 que debía abrirse según la constitución, empieza la semana mayor o santa, como si las atenciones que exige la salud pública pudieran profanar esos días que consagra la devoción de los católicos, o como si en esto no se tratara de llenar un deber que la misma religión prescribe en su moral. Así es que en lo sucesivo no será extraño encuentren siempre pretexto los abusos y tenga el despotismo a mano la clave de la usurpación. Pero ya que por desgracia no pueda evitarse una consideración tan peligrosa, entremos a calcular el tamaño de nuestros males y agotemos todos nuestros recursos y medidas siguiendo por única norma la suprema ley de los pueblos.
Mas yo pregunto ¿cuál es la situación más crítica y difícil para un estado informe? Estoy muy distante de creer que aun cuando se halle amenazado un pueblo por varias partes, de furiosos enemigos, aun cuando no encuentren otro recurso que el de sus propias fuerzas, aun cuando en vez de recibir auxilios, sus puertos sólo sean frecuentados por esas sanguijuelas políticas, que lejos de traer beneficio agotan la sangre más pura del estado, aun cuando una lenidad mal entendida haya multiplicado los enemigos interiores, aun cuando su insolencia tenga por salvaguardia la impunidad, aun cuando el erario esté poco abundante por falta de economía y por exceso de indulgencia, aun cuando el armamento público vaya en disminución por la insuficiencia de los medios que se han preferido para aumentarlo, aun cuando todos estos males reunidos formen un eco de dolor y consternación, siempre que por un momento hagan tregua las pasiones y dejen obrar libremente a los que emprendan de buen ánimo el bien general, yo creo que es reparable el conflicto y poco incierto el suceso. Mas para asegurar esta medida y precaver sus extremos, la experiencia de lo pasado es un compendio didáctico de máximas y preceptos.
Al observar los varios gobiernos que nos han regido se creería que también había sido distinta su organización, aunque en la realidad yo no veo más que una forma informe, si me es lícito explicarme así. Desde el principio advierto monstruosamente reunido el poder legislativo al ejecutivo, y veo que el pueblo deposita en una sola persona moral toda la autoridad que reasumió, libra a su juicio o capricho la decisión arbitraria de su suerte e indirectamente consiente en sostener el despotismo, porque estando en su mano fijar la norma de sus operaciones, se ha contentado siempre con las falibles esperanzas que sugiere la inexperiencia. Desengañémonos, todo hombre tiene una predisposición a ser tirano y lo es luego que la oportunidad conspira con sus inclinaciones: a cualquiera que se confíe la autoridad pública sin las trabas de la ley y sin más garantía de sus operaciones que la que presta un juramento de costumbre, se le da ansa y opción por decirlo así, para que abusando de ese depósito sagrado comprometa la existencia pública. Supuesto este principio, el pueblo debe contraer toda su atención a dos objetos, como que son los únicos medios de salvarse: la elección de los gobernantes y los términos que debe tener el ejercicio de su autoridad. El gobierno debe recibir del pueblo la constitución y sólo aquel por quien existe puede arreglar el plan de su conducta. Si esto es así, tenemos próxima la ocasión de rectificar el actual sistema, ampliando o limitando las facultades de aquel o bien organizando un senado, consejo o convención, que modere y haga contrapeso a la autoridad ilimitada que se arrogó en su instalación. Nadie se queje después de los gobernantes, si estando a nuestro arbitrio prescribirles las justas reglas que deben seguir, nos entregamos ciegamente a su voluntad: lo mismo digo en cuanto a la elección de las personas y yo quisiera que no pudiese tener parte en la autoridad ninguno de los que han sido comprometidos en partidos, sean justos o injustos, llámense facciosos o patriotas; porque es preciso confesar, que tarde o temprano todos escuchan la voz de sus pasiones y por mil rodeos artificiosos procuran satisfacer sus resentimientos, o por lo menos basta que no puedan obrar sino al gusto de una facción y siempre en diametral oposición con la contraria. Búsquense hombres imparciales y no confiemos sino en el que se halle libre de todo partido: sírvanos la experiencia de nuestros mismos males y si en medio de los peligros que se multiplican cerca de nosotros, queremos romper los eslabones cuya tenacidad nos abruma, consultemos la justicia y entonces los enemigos respetarán nuestro nombre aun cuando no le teman.
Cada vez que me propongo hablar sobre estas materias quedo con el desconsuelo de no poder decir todo lo que siento y verme en la necesidad de tocar sólo de paso unos principios sin cuyo examen y conocimiento la menor combinación será quimérica. Yo quisiera analizarlos con exactitud y veo que no me bastan los límites de un periódico, donde apenas puedo emplear una página en esta clase de discursos. No obstante, yo haré lo que pueda y desenvolveré las ideas que estén al alcance de mis esfuerzos. Patriotas estériles, ciudadanos ilustrados ¿hasta cuándo durará vuestra inacción? Lejos de imbuir al pueblo en ideas mezquinas y parciales, contribuid a enseñarle sus deberes e instruirle en sus derechos: él será feliz cuando conozca unos y otros. Estamos en el caso de apurar todos nuestros esfuerzos: la pluma y la espada deben estar en acción continua y ojalá no fuera preciso emplear más que la pluma: pero nuestros enemigos se obstinan, se muestran sedientos de nuestra sangre y es preciso destruirlos o consentir en el exterminio de la patria: elegid el extremo que os parezca: la muerte es un tributo que se paga a la naturaleza y para el hombre esclavo es un paso indiferente, porque muerto ya para sí mismo, sólo vive, mientras vive, para la voluntad del déspota que le subyuga.

Continúan las observaciones didácticas
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El Mártir o Libre, Marzo 29 de 1812
¿Qué haré en este caso? Mis propios juramentos, el orden de los sucesos, las esperanzas del pueblo, mis justos deseos, mi opinión particular, y el interés que me anima por la exaltación de mi patria, todo me obliga a cumplir lo que anuncié en los números precedentes: la tímida política de algunos, el grito fanático de otros, el aire amenazador de los pretendidos calculistas, las máximas de esos gabinetes portátiles y sobre todo, el pavor servil de los que aún no se resuelven a creer que son y deben ser libres, forman un contraste a mi resolución. Pero ¿qué temo? Si el fuego y el acero no deben intimidar un alma libre ¿cómo podrá influir en ella el sonido instantáneo de esos conceptos abortivos, que sugiere un celo exaltado y muchas veces hipócrita? ¡Oh pueblo! Yo postro la rodilla delante de vuestra soberanía, y someto sin reserva el ejercicio de mis facultades a vuestro juicio imparcial y sagrado; voy a hablar en presencia de los ilustres genios de la patria, y me lisonjeo de creer, que aunque mis opiniones acrediten que soy hombre, el espíritu de ellas probará que soy ciudadano.
Conozco muy a pesar mío, que nuestra forzosa inexperiencia, la privación de recursos, el contraste de las opiniones y la formidable rivalidad del tiempo, han multiplicado los conflictos públicos, presentando en compendio esos inminentes riesgos que en todos los climas experimenta el hombre, cuando se declara enemigo de los tiranos. Yo no trato de engañar al pueblo desfigurándole su triste situación, porque nada seda tan peligroso a mi juicio como ocultarle sus mismos peligros, inspirándole una confianza mortal, que acelere su ruina. Estamos en gran riesgo si es preciso confesarlo: los ejércitos invasores apuran sus medidas de hostilidad, agotan sus recursos y por todas partes amenazan nuestra existencia, atreviéndose a calcular el período de nuestra duración por la tregua de su cólera. El Perú pone en congoja nuestros deseos; la Banda Oriental urge nuestros cuidados y Montevideo exige una atención exclusiva casi incompatible con la penuria de nuestro estado. Alguno me dirá que siendo éstas las causas de! peligro, no debernos pensar sino en la organización de un buen sistema militar; convengo en ello y no dudo que el suceso de las armas fijará nuestro destino, pero también sé que los progresos de este ramo dependen esencialmente del sistema político que adopte el pueblo para la administración del gobierno; éste es el eje sobre el que rueda la enorme maza de las fuerzas combinadas en que se funda la seguridad del Estado. El que prescinda de él en sus combinaciones, encontrara por único resultado de sus cálculos la insuficiencia y el desorden. Yo me decido desde luego a entrar en el ensayo de este gran problema, persuadido de que las dificultades que presenta, no pueden superarse con el tímido silencio que impune el peligro a las almas débiles, sino con la osadía que inspira la necesidad del remedio a quien por salvar sus deberes, compromete hasta su amor propio.
La sabia naturaleza por un principio de economía, ha puesto una exacta proporción entre las necesidades del hombre y sus recursos: de aquí resulta una observación justificada en todos tiempos por los más profun¬dos pensadores, es decir, que con proporción a sus necesidades el salvaje aislado tiene iguales recursos a los que en el mismo respecto goza el primer potentado de la Europa. Inmediatamente se mudaría la tierra en una espantosa soledad, si multiplicándose las urgencias del uno o del otro, no se aumentaran al mismo tiempo los medios de compensarlas. Lo mismo que digo del hombre en particular, afirmo de los grandes Estados que componen la sociedad universal del mundo y por este principio seria un error el creer que un pueblo menos civilizado tenga las mismas urgencias y necesite iguales recursos que otro más culto o acaso más salvaje. Se infiere por una consecuencia demostrada que para conducir un pueblo y organizar su constitución, las reglas deben acomodarse a las circunstancias y prescindir de las instituciones que forman la base elemental de un sistema consolidado. Todo esto se funda en la proporción que guardan los obstáculos con los medios proporcionales y reflexionando alguna vez sobre los escollos que hemos superado, advierto que su resistencia ha sido siempre proporcionada a nuestros esfuerzos y que nuestros mismos errores y debilidades han sido compensados con la timidez e impotencia de los que conspiran nuestra ruina. Meditando este mismo orden de combinaciones, casi afirmo que nuestros contrastes han sido favorables, por¬que sin ellos quizá se hubiese invertido aquel principio; y precisadas ya las fuerzas orgánicas de nuestra débil máquina a obrar fuera de la esfera de su actividad, su influjo hubiera sido tanto más débil, cuanto más se dilatase aquélla. Aún puedo asegurar sin que nadie contradiga lo que siente, que en el estado actual, si no hacernos sistema de la indolencia, creo que los recursos son proporcionados exactamente a nuestras necesidades; y yo veo reparados todos los quebrantos anteriores no sólo por la experiencia que adquirirnos, sino por el ascendiente que gana la opinión cada vez más difundida y radicada. Si acaso no temiera frustrar mi principal objeto, yo demostrada una proposición que a primera vista ofrece una extraña paradoja y haría ver que estamos en igual aptitud para ser libres, que cualquier otro pueblo de la tierra; mas para el fin que me propongo basta la digresión antecedente y supuestos los principios indicados, se sigue la solución del gran problema.
¿Qué expediente deberá tornar la asamblea para dar energía al sistema, prevenir su decadencia y acelerar su perfección? La necesidad es urgentísima, el conflicto extraordinario y la salud pública es la única ley que debe consultarse; el voto de los pueblos está ya expresado de un modo terminante y solemne; su existencia y libertad son el blanco de sus deseos; todo lo que sea conforme a estos objetos, está antes de ahora sancionado por su consentimiento; últimamente, ninguna reforma parcial y precaria podrá salvarnos, si no se rectifican las bases de nuestra organización política. Yo no encuentro sino dos arbitrios para conciliar estas miras: declarar la independencia y soberanía de las provincias unidas o nombrar un dictador que responda de nuestra libertad, obrando con la plenitud de poder que exijan las circunstancias y sin más restricción que la que convenga al principal interés. Bien sé que estas dos proposiciones apenas podrían examinarse en prolijas y repetidas memorias, analizadas por un ingenio tan penetrante y feliz como el de Tácito; pero yo voy a hacer los últimos esfuerzos a fin de estimular al menos con mis discursos a los que con proporción a sus talentos, tienen dobles obligaciones que yo en este respecto. Seguiré el método que permite la naturaleza de un periódico y trataré por partes las proposiciones anunciadas, fijando mi opinión particular en uso del derecho que me asiste.
Seria un insulto a la dignidad del pueblo americano, el probar que debemos ser independientes: éste es un principio sancionado por la naturaleza y reconocido solemnemente por el gran consejo de las naciones im¬parciales. El único problema que ahora se ventila, es si convenga declararnos independientes, es decir, si convenga declarar que estamos en la justa posesión de nuestros derechos. Antes de todo es preciso suponer que esta declaración, sea cual fuese el modo y circunstancias en que se baga, jamás puede ser contraria a derecho, porque no hace sino expresar el mismo en que se funda. Tampoco se me diga que yo defraudo las preeminencias de otro, sólo porque declaro en su nombre que goza de ellas, supliendo de mi parte el acto material de la expresión, autorizado antes de ahora por un consentimiento irrevocable y no meramente presuntivo. No son las fórmulas convencionales y muchas veces arbitrarias, las que constituyen la legalidad intrínseca de cualquier acto; y yo no encuentro una razón que me persuada a creer la necesidad de que los otros pueblos concurran a la declaración de su independencia por nuevos medios y demostraciones que a lo sumo podrían graduarse como otros tantos ritos de con¬vención, sin que por esto den una idea más terminante de su invariable voluntad. En una palabra, es preciso distinguir la declaración de la independencia, de la Constitución que se adopte para sostenerla: una cosa es publicar la soberanía de un pueblo y otra establecer el sistema de gobierno que convenga a sus circunstancias. Bien sé que la asamblea no puede fijar por sí sola la Constitución permanente de los pueblos; para eso es necesaria la concurrencia de todos por delegados suficientemente instruidos de la voluntad particular de cada uno y el solo conato de usurparles esta prerrogativa sería un crimen. Pero no sucede lo mismo con su independencia y la razón es incontestable. Los pueblos tienen una voluntad determinada, cierta y expresa para ser libres; ellos no han renunciado, ni pueden renunciar este derecho; declararlos tales, no es sino publicar el decreto que ha pronunciado en su favor la naturaleza; pero dictar la Constitución a que deben sujetarse, es suponer en ellos una voluntad que no tienen, es inferir arbitrariamente de un principio cierto una consecuencia injusta e ilegítima, no habiendo aún expresado por ningún acto formal presunto, cual sea la forma de gobierno que prefieren. Concluyo de todo esto, que aunque sea justo, legal y conforme a la voluntad de los pueblos declarar su independencia, no lo sería de ningún modo fijar su Constitución; así como tampoco puede inferirse por la impotencia actual de establecer ésta, la oportunidad de publicar aquélla.
Sin duda, es preciso confesar que por una disculpable inexperiencia hemos dado el último lugar, en el plan de nuestras operaciones, al acto que debió preceder a todas, y yo atribuyo en parte a este principio los partidos, la lentitud, el atraso y la indiferencia de los que, o no se creen enteramente comprometidos o desmayan al ver que siempre se aleja de su vista el estímulo de sus esperanzas. Meditemos nuestros intereses, deslindemos las causas de nuestros males, no confundamos las ideas que deben regirnos, ni pongamos en una misma línea la pusilanimidad y la prudencia, el derecho y la preocupación, la conveniencia y el peligro. Me es muy sensible no poder concluir esta materia y dejar pendiente el convencimiento: pero no hay arbitrio, lo haré en el número inmediato.

Concluyen las observaciones didácticas
El Mártir o Libre, Abril 6 de 1812
Aun cuando todos los enemigos que nos combaten rindieran hoy la espada o cambiaran sus pabellones con los nuestros en señal de eterna alianza, todavía el espíritu de conquista y la ambición doméstica suscitarían nuevos rivales que agitasen nuestro sosiego y amenazasen de cuando en cuando la garganta de la patria con la sacrílega cuchilla de los déspotas. Esta es una verdad que excusa de toda prueba, y debe disponer nuestra constancia a sostener la lucha infatigable en que nos vemos empeñados por interés y en justicia; pero una vez supuesto este principio también es preciso convenir en que nuestros actuales y futuros enemigos nunca serán más fuertes, sino cuando nosotros queramos ser débiles; ni tampoco encontrarán nuevos recursos para oprimirnos en sus nuevos deseos de arruinarnos. Sería un error de cálculo el creer que los que han empuñado la espada contra la patria o los que han adoptado la neutralidad por sistema, excusan o dilatan sus operaciones hostiles por amor a nuestros intereses o por falta de odio y abominación a nuestros designios. Los unos no pueden hacer más de lo que hacen y los otros se muestran indiferentes porque su verdadero interés pone freno al estímulo de su codicia. La impotencia modera a los primeros y la política contiene a los últimos; pero en ningún caso pueden influir nuestras deliberaciones domésticas en el furor de ambos, ni dar nueva actividad a sus resortes. Yo quiero ahora suponer dos extremos opuestos y probar inmediatamente que en cualquiera de ellos sería igual la conducta de los enemigos y uniforme nuestra situación. Supongamos que en vez de proclamar la soberanía de las provincias unidas, jurásemos obedecer a las cortes de España y reconocer el poder ejecutivo de la nación en el consejo de regencia: aun en este caso siempre que nuestro reconocimiento se limitase a la autoridad representativa, bien sea de los manes de Fernando VII o de los fragmentos que restan de la península, y siempre que no se extendiese aquel acto de sumisión a la majestad de José I, no debíamos admitir ningún mandatario de España ni remitir caudales de auxilio que es el verdadero vasallaje que exigen las cortes. Lo primero es consiguiente a la remarcable infidencia que se ha notado en los españoles desde el principio de su revolución, así en los ejércitos como en las demás magistraturas o funciones a su cargo: y si en su propia patria han sido fácilmente seducidos por la ambición y corrompidos por el interés ¿qué se podía esperar de ellos si se librase a su arbitrio la suerte de nuestro patrimonio? En cuanto a la remisión de caudales quiero conceder que la Península tenga todos los derechos que presume sobre nuestro hemisferio: nadie me dirá que aun en este caso merezca preferencia su conservación a la nuestra, mucho más hallándose esta amenazada por una potencia limítrofe y expuesta a la agresión de cualquiera otra. De aquí resulta, que aun cuando quisiésemos reconocer las cortes, como nunca podríamos consentir en enviar caudales ni recibir mandatarios corrompidos, el acto de reconocimiento sería tan estéril que nada influiría en el orden actual de los sucesos; y analizados estos en su último resultado se sigue que nuestros enemigos interiores y exteriores obrarían de un mismo modo en este caso, que si se declarase hoy la independencia.
Aun digo más, si la probabilidad de este cálculo y la evidencia de los principios que indiqué en el número anterior no bastan a demostrar la importancia de la declaración de independencia, pregunto ¿qué razón hay para que habiendo declarado las cortes que la soberanía reside en el pueblo, se gradúe en nosotros como un crimen esta declaración y se deba tener como una precisa consecuencia la conjuración de los aliados de Cádiz? Los españoles han reconocido en el conflicto de su agonía, que no hay dogma tan sagrado en el código eterno de las naciones, como el de la majestad imprescriptible de los pueblos; y la experiencia les ha mostrado al mismo tiempo, que si alguna cosa podía sostener los restos de su existencia era la declaración de este derecho. Y siendo esencialmente invariable la justicia, ¿será injusto en nosotros lo que en la península se ha sancionado como justo? Lo que ha sido capaz de sostener un cuerpo próximo a ser cadáver, ¿no podrá inspirar una rápida energía a un cuerpo que abunda de espíritu y vigor? Yo quiero por un momento prescindir de todo raciocinio y fijar la atención en una verdad práctica que en cierto modo se desfigura por solo el intento de probarla: un pueblo inspirado por la energía es incapaz de calcular todos sus recursos o agotar sus arbitrios: los unos crecen a proporción de sus necesidades y los otros se multiplican según el orden sucesivo de los peligros. La desolación de un pueblo enérgico es un fenómeno tan extraordinario en lo moral, como si la naturaleza derogara sus leyes y se disolviera el universo sin faltar el gran principio de la atracción que lo sostiene. La energía es el principio vital del cuerpo político y mientras ella presida a sus funciones es imposible su disolución; mientras obre ese imperioso resorte jamás se entorpecerá el ejercicio de sus facultades morales y la rapidez de los progresos igualará a la actividad de los designios. Casi me parece excusado probar que la declaración de nuestra independencia produciría estos felices resultados: yo no necesito más que considerar la historia actual de nuestros vecinos, sin recurrir a los antiguos anales de la LIBERTAD, ni registrar el mapa político de esas repúblicas memorables, donde las almas fuertes triunfaron tantas veces de la muerte y la opresión, sin más auxilio que el de sí mismas. Pero ya me llama con instancia el ensayo que ofrecí sobre el segundo arbitrio que propuse: la premura del tiempo ha burlado mi esperanza y quizá he sido inexacto por ser conciso: de cualquier modo dejo al menos indicados los más obvios convencimientos en favor de la declaración de independencia y sometiendo al juicio del público el examen de esta materia, voy a proponer mi opinión acomodándome a las circunstancias.
La inflexibilidad de las leyes dice un profundo razonador, puede en ciertos casos hacerlas perniciosas y causar por ellas la pérdida del estado en su crisis. El orden y la lentitud de las formas piden un espacio de tiempo, que las circunstancias rehúsan algunas veces; y en los grandes peligros deben enmudecer las leyes, mientras habla la salud pública para sostenerse y sostenerlas. Cuando yo veo a un pueblo legislador entrar en consejo sobre su destino, meditar los riesgos que le amenazan, considerar las disensiones domésticas que le agitan, ver cerca de sus muros a un descendiente de la soberbia raza que acaba de arrojar del trono, presidiendo a los latinos para exterminar a Roma y decidir en tan difícil conflicto que el único arbitrio para salvar la república era crear un magistrado superior al mismo senado y a la asamblea del pueblo, que con plena autoridad terminase las disensiones domésticas y rechazase a los enemigos exteriores; advierto que inmediatamente hacen tregua las angustias públicas y que revestido Largio de esta nueva magistratura asegura el orden interior y pone freno a los rivales del nombre romano con un suceso digno de las esperanzas del pueblo. Pero cerremos la historia antigua y veamos si es posible determinar, no lo que convino a otros pueblos, sino lo que sea más adaptable a nuestras circunstancias.
Amenazados de enemigos por todas partes, devorados por el periódico fermento de las disensiones domésticas y persuadidos por la triste experiencia de 23 meses, que las causas efectivas de nuestros males están en nosotros mismos; es preciso deliberar el remedio, antes que los riesgos probables hagan una crisis cierta, pero fatal. La lentitud de las operaciones y la complicación del poder que debe presidirlas, han sido los prin¬cipios que han viciado el orden y cortado el progreso de nuestras glorias. Concentradas en un solo cuerpo moral todas las funciones del poder, hemos visto embarazarse así el actual gobierno como los anteriores en los casos más obvios y menos difíciles; confundida la autoridad en sus principios, jamás ha podido encontrar un resultado de sus providencias sino la dificultad de los medios y la lentitud de su ejecución; acostumbrados a los trámites apáticos y morosos de un sistema rastrero, hemos querido desnaturalizar a los tiempos, acomodándolos a la teoría inveterada de los pasados, en vez de seguir el curso de los presentes acontecimientos y obrar según el imperio de la edad a que hemos llegado. ¿Quién duda que por este orden debemos temer una próxima consunción política, que aunque lenta y tardía nunca dejará de ser terrible? A estos principios es consiguiente la necesidad de fijar un plan capaz de combinar la seguridad y el orden con una administración menos complicada y más rápida, aunque exceda de las reglas que prescribe la tranquila política de esos pueblos que ya son libres o que al menos están ya acostumbrados a ser esclavos; no sé si acierto, pero vaya hacer el último esfuerzo.
Examinados prolijamente estos principios, quizá mi opinión particular sería crear un dictador bajo las fórmulas, responsabilidad y precauciones que en su caso podrían fácilmente detallarse. Concentrar la autoridad en un solo ciudadano acreedor a la confianza pública, librar a su responsabilidad la suerte de los ejércitos y la ejecución de todas las medidas Concernientes al suceso y en una palabra no poner otro término a sus facultades que la independencia de la patria, dejando a su arbitrio la elección de los sujetos más idóneos en cada uno de los ramos de administración y prescribiéndole el término en que según las urgencias públicas debía expirar esta magistratura, con las demás reglas que se adoptasen; creo que sería uno de los medios más análogos a nuestra situación. Bien sé el gran peligro que resulta de una magistratura, que prepara tan de cerca al despotismo; y también sé cuánto se debe desconfiar del que parece más desinteresado, luego que puede lisonjearse de obtener las aclamaciones de la multitud y ver a su devoción un partido numeroso. Quizá por estas consideraciones el romano más intrépido sacrificaba al miedo, cuando se trataba de nombrar aquel supremo magistrado, haciendo de noche y en secreto esta terrible ceremonia. Pero a pesar de todo, nuestra situación es diferente y nada favorable a tan peligrosas miras: a nadie se le ocultará que las más veces el hombre es bueno, porque no puede ser malo aunque podría suceder que pusiésemos nuestro destino en manos de un ambi¬cioso; las mismas circunstancias vacilantes y difíciles en que nos vemos, servirían de apoyo al pueblo si temiese ser oprimido y la tiranía doméstica duraría tanto como la luz de un fósforo.
Si a pesar de esto la inexperiencia o el temor abstraen insuperablemente a la creación de un dictador, aun podría adoptarse un medio apto a conciliar la seguridad de los designios con la rapidez en la ejecución. El Gobierno actual bajo la forma en que está establecido, no es, ni puede jamás ser bueno; y aunque los individuos que las compongan fuesen los mismos que más claman por la reforma, quizá serían peores que los actuales; el vicio es constitucional por decirlo así, consiste en la acumulación del poder, y la falta de reglas o principios que deben moderarlo; la voluntad particular de cada uno es el modelo del que sigue; el pueblo le dio el poder que tiene y ellos lo amplían o limitan a su arbitrio, porque carecen de otra norma. Es de necesidad reparar estos abusos; y si ahora no lo hace la asamblea, fácil es asegurar lo que puede suceder.
En realidad no se puede constituir por ahora un poder legislativo, mientras no se declare la independencia y exprese la voluntad general los términos de la convención a que se circunscriba; pero como, por otra parte, no se puede prescindir del ejercicio provisional de aquel poder, es preciso deslindar sus funciones del poder ejecutivo, para que, equilibrándose ambos, se prevenga del abuso del uno y se enfrene la arbitrariedad del otro. Para esto es indispensable, si no se adopta otro sistema, dividir en dos cuerpos las respectivas funciones que he indicado; y resumiendo el poder ejecutivo en una sola persona, a fin de consultar el sigilo, la rapidez y oportunidad de providencias, dejar al arbitrio del cuerpo provisional directivo la administración interior, las declaraciones de paz, guerra o alianza, que son nuestros actuales objetos, con todo el detalle que exige la economía directiva; en dos palabras: el poder ejecutivo en uno solo para salvar el estado de sus enemigos interiores y exteriores; el poder directivo en tres o más personas provisionalmente, para con¬sultar los medios más análogos al primer objeto, y, sobre todo, acelerar la celebración del congreso de las provincias libres, antes del cual no son muy seguros nuestros pasos. Cualquiera me hará la justicia de creer que he tomado una empresa muy difícil; así por su naturaleza como por la estrechez del espado donde puedo extender mi pluma entre todo lo que he propuesto algo puede haber útil: la asamblea y el público juzgarán lo que más convenga a la salud de la patria; ya lo he dicho otra vez: por cumplir mis deberes, comprometeré hasta mi amor propio; y mientras no vea proclamada la libertad por la que suspira mi corazón, haré todos los esfuerzos que me inspire mi celo, sea cual fuere mi destino.
BERNARDO DE MONTEAGUDO
[1] Por los recelos creados en el gobierno, éste suspendió la publicación de “La Gaceta de Buenos Aires”. En sus últimos números se publicó la primera parte de: Observaciones didácticas. Monteagudo fundó luego el periódico “Mártir o Libre”; su primer número aparece el 29 de marzo de 1812. Allí critica al Triunvirato, como exalta a la Sociedad Patriótica. Se publicaron nueve números el último con error tipográfico lleva el nº 8. Este periódico de franca oposición al gobierno, procuró minimizar esta tendencia que ya venía de la “Gaceta” continuando con la publicación de las: “Observaciones didácticas”. “Mártir o Libre” deja de aparecer cuando la Sociedad Patriótica, se encuentra en condiciones de editar el periódico que se había planteado desde su fundación: “El Grito del Sud. En cualquier caso, cabe señalar que con el nombre de “Las observaciones didácticas”, Monteagudo redactó esta serie de artículos con el fin de instruir a los pueblos en los nuevos principios democráticos. En ellos abordaba la cuestión de la libertad natural y civil, de la igualdad bajo la ley, de la seguridad individual y de la constitución.
El Triunvirato, que el 22 de setiembre de 1811 había reemplazado a la desgastada Junta Grande, fue acusado por Monteagudo de medroso y blando. Pero los triunviros, preocupados por no perder el apoyo de la diplomacia inglesa y frente a las sucesivas derrotas militares en el territorio rioplatense, no se mostraron propensos a contemplar las propuestas de Monteagudo para declarar la independencia. Sin embargo, las advertencias sobre los peligros a que la política moderada del Triunvirato conducía se vieron rápidamente confirmadas por el descubrimiento de una conspiración realista. En julio de 1812 el jefe de esta conspiración, Juan Martín Alzaga, fue ejecutado en Buenos Aires mientras se implementaban una serie de medidas represivas en contra de los españoles, que permitieron acercar por un corto periodo las posiciones del Gobierno y la de sus opositores. El enfrentamiento resurgió sin embargo con la renovación del Triunvirato el 8 de octubre de 1812. El ejército decidió finalmente derrocar al gobierno y crear un Triunvirato afin para retomar la línea impulsada por la Sociedad Patriótica. Este cambio se vio posibilitado por la aparición de un nuevo actor político: la Logia, organización político-militar de carácter secreto que contó con el apoyo de la Sociedad Patriótica. Así, la conjunción de esfuerzos entre ambos grupos reencauzó la Revolución dentro de la tradición morenista.

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