Bernardo de Monteagudo
[25 de Mayo 1812]
¡Qué tranquilos vivían los tiranos y qué contentos los pueblos con su esclavitud antes de esta época memorable! Parecía que nada era capaz de turbar la arbitraria posesión de aquellos, ni menos despertar a estos de su estúpido adormecimiento. ¿Quién se atrevía en aquel tiempo a mirar las cadenas con desdén, sin hacerse reo de un enorme atentado contra la autoridad de la ignorancia? La fanática y embrutecida multitud no sólo graduaba por una sacrílega quimera el más remoto designio de ser libre, sino que respetaba la esclavitud como un don del cielo y postrada en los templos del Eterno pedía con fervor la conservación de sus opresores, lloraba y se oponía pálida por la muerte de un tirano, celebraba con cánticos de alabanza el nacimiento de un déspota y, en fin, entonaba himnos de alegría, siempre que se prolongaban los eslabones de su triste servidumbre. Si alguno por desgracia rehusaba idolatrar el despotismo y se quejaba de la opresión, en breve la mano del verdugo le presentaba en trofeo sobre el patíbulo y moría ignominiosamente por traidor al rey. A esta sola voz se estremecían los pueblos, temblaban los hombres y se miraban unos a otros con horror, creyéndose todos cómplices en el figurado crimen del que acababa de espirar. En este deplorable estado parecía imposible que empezase a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepulcros de cadáveres y se empape en sangre el cetro de los opresores. Pero la experiencia sorprendió a la razón, el tiempo obedeció al destino, dio un grito la naturaleza y se despejaron los que hacían en las tinieblas el ensayo de la muerte.
El 25 de Mayo de 1809 se presentó en el teatro de las venganzas el intrépido pueblo de La Plata, y después de dar a todo el Perú la señal de desenvainó la espada, se vistió de cólera y derribó al mandatario que lo sojuzgaba abriendo así la primera brecha al muro colosal de los tiranos. Un corto número de hombres iniciados en los augustos misterios de la patria y resueltos a ser las primeras víctimas de la preocupación, decretaron deponer al presidente Pizarro y frustrar por ensayos de tiranía que preparaba el Goyeneche, entablando un complot insidioso con todos los jefes del Perú. El carácter impostor con que se presentó este vil americano y los pliegos que introdujo de la princesa del Brasil con el objeto de disponer los pueblos a recibir un nuevo yugo, fueron el justo pretexto que tomaron los apóstoles de la revolución para variar el antiguo régimen tocando los dos grandes resortes que inflaman a la multitud, es decir el amor a la novedad y el odio a los que han causado su opresión.
Alarmadas ya por este ejemplo todas las comarcas vecinas y estimuladas a seguirlo por combinaciones ocultas, no tardó el virtuoso y perseguido pueblo de la Paz en arrojar la máscara a los pies, formar una junta protectora de los derechos d pueblo y empezar a limitar el centro de bronce que empuñaban los déspotas con altanería. No hay duda que los progresos hubieran sido rápidos, si las demás provincias hubiesen igualado sus esfuerzos, atropellando cada una por su parte las dificultades de la empresa y batiendo en detalle al despotismo. Mas sea por desgracia o porque quiso aún no llegó la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de los que contaban con su unión. De aquí resultó que aisladas las primeras provincias a sus débiles arbitrios, quedaron luchando con el torrente de la opinión y el complot de los antiguos mandatarios, sin más auxilio que el de sus deseos y quizá sin proponerse otra ventaja que llamar la atención de la América y tocar al menos el umbral de la LIBERTAD. Este grave peligro realizado después por la experiencia, fomentó la conjuración de todos los mandatarios españoles; y en seguida el vil Goyeneche de acuerdo con el nefando obispo de la Paz dirigieron sus miradas hostiles contra esa infeliz ciudad, triunfando al fin de su heroica resistencia por medio de la funesta división introducida por sus ocultos agentes. ¡Oh cómo quisiera ocultar de mi memoria esta escena deplorable! Pero si el corazón se interesa en el silencio, también la gratitud reclama el homenaje de un religioso recuerdo.
Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los sucesos, empezó el sanguinario caudillo a levantar cadalsos, fulminar proscripciones, remachar cadenas, inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta oscurecer la fiereza del temerario Desalines. Las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos: las tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte, por decirlo así: sofocado el llanto porque aun el gemir era un crimen y disfrazado el luto porque el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al que lo traía. ¡Qué espectáculo! Permítaseme hablar aquí en el lenguaje del dolor y turbar el reposo de los que ya no existen, pero que aún viven en la región de la inmortalidad. ¡Oh sombras ilustres de los dignos ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza! ¡Oh intrépido joven Rodríguez! ¡Oh Castro guerrero y virtuoso! ¡Oh vosotros todos los que descansáis en esos sepulcros solitarios! Levantad la cabeza en este día de nuestro glorioso aniversario y si aún sois capaces de recibir las impresiones de un mortal, no vayáis a buscar vuestras familias ni vuestros hijos: contentaos con saber que viven y que algún día vengarán vuestras afrentas. Por ahora yo os conjuro por la patria, a que deis un grito en medio de la América y hagáis ver a todos los pueblos, cual es la suerte de los que aspiran a la LIBERTAD, si por desgracia vuelven a caer en poder de los tiranos. Pero yo veo que el sentimiento ha precipitado mis ideas y que involuntariamente he puesto un doloroso paréntesis al ensayo que he ofrecido; debo sin embargo continuar, aunque me exponga segunda vez a ser víctima de mi propia imaginación.
Sojuzgada la provincia de la Paz y difundido el terror por las demás, quedaba la de Charcas sobre el borde del precipicio y sus habitantes no tenían otro consuelo que la dificultad de que hubiese otro hombre tan fiero y sanguinario como el opresor Goyeneche. En verdad parecía imposible que la naturaleza aún tuviese fuerzas para producir un nuevo monstruo y que no se hubiese ya cansado y arrepentido de influir en la existencia de aquel bárbaro americano. Pero bien presto disipó la realidad esta ilusión y se presentó un español marino en sus costumbres, soldado en sus vicios; y militar tan consumado en la táctica del fraude, como en el arte de ser cruel. Con el título de pacificador del Alto Perú y comisionado del último virrey de estas provincias entró al fin Nieto a la de Charcas auxiliado por el protervo Sanz, gobernador de Potosí y digno socio de los conjurados liberticidas. Por un concurso feliz de circunstancias imprevistas no se renovó en la Plata la sangrienta escena de la Paz; mas sin embargo gimió la humanidad y se estremeció el sentimiento al ver trasformada en un desierto solitario la ciudad más floreciente del ángulo peruano. Decapitado civilmente su honrado vecindario, entregados al dolor y a las tinieblas sus mejores hijos, dispersas las familias y reducidas a la mendicidad, mientras el opresor desafiaba a sus pasiones y decretaba entre la crápula y el furor la ruina de los hombres libres la vida era el mayor suplicio para los espectadores de este suceso y si el tirano no hubiese sido tan cruel, más bien hubiera descargado el único golpe sobre la garganta de tantos infelices.
Todos veían pendiente sobre su cabeza el puñal exterminador de la arbitrariedad: el indio había vuelto a vestir su antiguo luto, la LIBERTAD sollozaba inútilmente en las tinieblas, el Perú quería esconderse en las entrañas de la tierra y no podía: en fin todo había muerto para la esperanza y nada existía sino para el dolor, cuando el pueblo de Buenos Aires... basta, no es preciso decir más para elogiarlo; declara la guerra al despotismo y enarbola el 25 de Mayo de 1810 el terrible pabellón de la venganza. El virrey Cisneros presencia con dolor los funerales de su autoridad, el gobierno se regenera, el pueblo reasume su poder, se unen las bayonetas para libertar los oprimidos; marchan las legiones al Perú, llegan, triunfan, se esconden los déspotas, huyen sus aliados, tropiezan con los cadalsos y caen en el sepulcro. Yo los he visto expiar sus crímenes y me he acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por su triunfo. Ellos murieron para siempre y el último instante de su agonía fue el primero en que volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos. Por encima de sus cadáveres pasaron nuestras legiones y con la palma en una mano y el fusil en otra corrieron a buscar la victoria en las orillas de Titicaca; y reunidas el 25 de Mayo de 1811 sobre las magníficas y suntuosas ruinas de Thiahuanacu, ensayaron su coraje en este día jurando a presencia de los pabellones de la patria empaparlos en la sangre del pérfido Goyeneche y levantar sobre sus cenizas un augusto monumento a los mártires de la independencia.
Era tal la confianza que inspiraban los primeros sucesos de nuestras armas, que nadie dudaba ya del triunfo y parecía que la inconstancia de la suerte iba a someter su imperio al orden sucesivo de nuestros deseos. Mas por uno de esos contrastes que necesitan los pueblos para hacerlos guerreros, venció el ejército agresor y del primer escalón de la LIBERTAD se precipitaron nuevamente en el abismo de la esclavitud todas las comarcas del Perú. Los enemigos se embriagan de orgullo y de placer a vista de nuestras desgracias, el corazón de la patria se entrega entonces a los conflictos del dolor: Goyeneche describe con saña la ruta que debía seguir nuestro destino, Vigodet cree tan segura nuestra ruina, que ya le parece inútil procurarla: pero el tiempo burla la esperanza de ambos y por el resultado de sus medidas hemos visto la nulidad de sus arbitrios. A pesar de su rabia la patria vive y las decantadas fuerzas del monstruo de Arequipa apenas han avanzado en el espacio de 11 meses 150 leguas, sin haber podido subyugar en el auge de su triunfo los robustos brazos de Oropesa, ni aun acabar de conquistar esos mismos pueblos que cedieron al impulso precario de la fuerza.
Tal es en compendio la historia de nuestra regeneración política desde el 25 de Mayo de 1809, hasta la época presente. Hoy hace dos años que espiró el poder de los tiranos y arrancó este pueblo de las fauces de la muerte su propia existencia y la de todo el continente austral. En vano pronosticaron entonces los déspotas que nuestro gobierno vería confundidas sus exequias con las mismas aclamaciones que recibía de los pueblos. El ha subsistido ya dos años en medio de las más crueles borrascas ¿y por qué no llegará al tercer aniversario con la gloria de haber proclamado solemnemente la majestad del pueblo? Sería un crimen el robar a nuestro corazón este placer tan deseado, pero también será un escándalo ahorrar la sangre de nuestras venas, cuando se trata de consolidar la independencia del Sud y restituir a la América su ultrajada y santa LIBERTAD.
BERNARDO DE MONTEAGUDO
[1] Mártir o Libre, 25 de mayo de 1812.
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