mayo 19, 2010

"Estado actual de la revolución" Bernardo de Monteagudo (1820)

Estado actual de la Revolución  [1]
Bernardo de Monteagudo
[10 de Julio de 1820]

Hay algunas cosas buenas, otras medianas y muchas malas
"Mart", Epig. 17-L. I.
Con menos extensión que la que deseábamos, hemos discurrido sobre los extravíos inevitables que ha padecido la revolución en las dos secciones limítrofes que separan los Andes y sobre los pasos que se han dado a la reforma de nuestras instituciones, en medio de los obstáculos que la inexperiencia y la guerra han presentado alternativamente. Aunque por un orden natural, la materia de este artículo debía diferirse para cuando hubiésemos concluido la revista de nuestra situación política, nos inclinamos a anticiparla sin abandonar el deseo de continuar el plan que hemos seguido hasta este número.
El estado actual de la revolución ofrece un cuadro de temores y de esperanzas, de energía y de debilidad, que impone al que lo contempla ansioso de saber los resultados. Fácilmente se encuentran argumentos para concluir por cualquiera de aquellos extremos; según la propensión del que discurre y el interés que anima al que busca en los hechos, no lo que ellos prueban precisamente, sino lo que él intenta demostrar. Pero si se quiere deducir una consecuencia general del conjunto de las reflexiones que sugiere el estado presente, la empresa es de las más arduas, porque ella se dirige a resolver el problema, de si nuestra marcha es progresiva o retrógrada en la carrera que emprendimos diez años ha.
La exactitud de este examen depende de la comparación que se haga entre nuestro estado actual y en el que nos hallábamos al principio de la revolución: la diferencia que se encuentre nos dará el resultado que buscamos y será tanto más preciso, cuanto menos olvidemos el punto de donde partimos.
Nos persuadimos que el mejor método para formar este análisis es hacer un doble paralelo entre las necesidades intelectuales y físicas que teníamos entonces y las que sentimos ahora; y entre los medios de satisfacer las que estaban a nuestros alcances bajo el sistema colonial y los que hoy contamos a pesar de la imperfección de nuestro régimen.
Humilla el recordar la estrecha esfera de nuestras necesidades intelectuales, antes de la época en que hemos llegado: la más urgente de todas, que es conocer el destino del hombre en la sociedad, apenas existía entre nosotros. Tan lejos de sentir los americanos las verdades que derivan de aquel principio, en general vivían habitualmente persuadidos de que sus intereses y los de la sociedad a que pertenecían, eran subalternos a los de ese trono, cuyo nombre escuchaban con un estúpido respeto. Merecer el concepto de leales y alcanzar la protección de un mandatario español, al menos para disfrutar el humilde placer que goza el esclavo, que se ve preferido a los demás, era el único que se había dejado a la especulación, a la energía y a los deseos de los americanos. Para ellos era superfluo conocer sus derechos y el hábito de no pensar sino en las obligaciones de un vasallaje ilimitado, había extinguido en su alma el espíritu de investigación, que nace con ella. Los principios que tienen conexión con la ciencia del gobierno, las verdades abstractas de la filosofía y sus aplicaciones prácticas a los usos y necesidades del hombre: en fin, el carácter de las relaciones morales que unen a los individuos del género humano; todas estas verdades, cuyo conocimiento es una necesidad real para el hombre, según el grado que ocupa en la escala social, apenas excitan algún interés en los que dotados de una razón superior, o puestos en circunstancias muy felices, se atrevían a saber más que los otros, exponiéndose a incurrir en los anatemas de la inquisición o en la desgracia del gobierno que la mantenía, para poner un dique a las ideas.
En cuanto a las necesidades físicas, ellas estaban reducidas a conservar nuestra existencia y disfrutar algunas mezquinas comodidades que sólo se nos permitían, con el fin de dar salida a los groseros productos de la industria metropolitana. Si la felicidad consiste en tener el menor número posible de necesidades, nosotros estábamos bien cerca de ser tan felices, como lo son en esta suposición los salvajes que habitan nuestros desiertos meridionales; con la notable diferencia sin embargo, de que aun para satisfacer el escaso número de las nuestras, teníamos que mendigar como una gracia la facultad natural de ejecutar nuestra industria para adquirir los medios de llenarlas y pagar el caro precio de nuestra servidumbre.
Tendamos ahora la vista sobre nuestra situación en ambos respectos y si no somos tan exactos como quisiéramos en los detalles de comparación, obsérvese que la abundancia misma de la materia es un obstáculo para el acierto. El primer paso de un pueblo que emprende la carrera de la civilización, es conocer la ignorancia en que ha yacido y sentir la necesidad de salir de ella. Cada individuo según su clase y predisposición, empieza entonces a hacer el ensayo de su fuerza moral y en sus progresos se extiende el campo de sus especulaciones. De contado es imposible acertar siempre con la verdad, sustrayéndose al influjo de los antiguos errores; pero estos mismos sirven para promover el espíritu de investigación y generalizar las ideas por medio del conflicto de las opiniones. Los que observan de cerca esta revolución intelectual, no pueden graduar la rapidez de sus efectos; más ellos son tales que no es preciso mucho tiempo para advertirlos con sorpresa. El corto espacio de diez años ha bastado para causar una transformación tal entre nosotros, que si un viajero observador hubiese examinado antes estos países y volviese a ellos ahora, después de haberse ausentado en la víspera del día que parecimos hombres por la primera vez, con dificultad se persuadiría que estas eran las regiones que había visitado anteriormente.
Los americanos piensan hoy sobre sus derechos, sin otra diferencia, que la que resulta de la mayor o menor precisión en sus ideas; y desde el ciudadano más ilustrado hasta el último menestral, todos se creen ofendidos cuando experimentan un acto de opresión y todos conocen la injusticia de las usurpaciones que han sufrido durante el régimen antiguo. Digamos en confirmación de esto una verdad, que aflige y consuela según el punto de vista en que se mira. Nuestras mismas disensiones interiores son obra de las ideas que hemos adquirido y del sentimiento de la necesidad de mejorar nuestro destino. Sólo un pueblo habitualmente esclavo puede vivir en esa calma profunda, que no es sino el sopor de la razón humana. Hay sin embargo peligros inevitables, que son accesorios a la progresión de las ideas y que es forzoso experimentar antes que lleguen a perfeccionarse. Nunca son aquellos mayores que cuando se anuncia al pueblo sus derechos por la primera vez y se trata de deliberar en seguida sobre el gobierno más a propósito para conservarlos. El acierto en tan ardua tarea exige combinaciones, que sólo pueden ser sugeridas por la experiencia, y sin ella, es imposible, como se ha dicho muchas veces, que la idea de mandar y obedecer, de ser súbdito y soberano a un mismo tiempo, no cause extravíos perjudiciales al fin que todos se proponen.
Lamentemos con sinceridad los males que ha producido entre nosotros la inexperiencia en las materias políticas, asociada al influjo de las pasiones que inspiran siempre los grandes intereses: pero no acusemos al origen de aquellos, porque esto sería condenar el objeto de nuestros mismos sacrificios. Si en el curso de la revolución se han propagado sin oportunidad algunos principios, más propios para retardar nuestra empresa, que para acelerarla, esto no ha sido impunemente; y las desgracias que han causado serán al fin un antídoto que corrija los errores de los primeros años. Si el choque de las pasiones ha aflojado los vínculos que nos unían durante la esclavitud, las mismas vicisitudes nos han estrechado más con los intereses de la comunidad, en razón de los trabajos que nos ha costado su defensa y de las ventajas que hemos principiado a sentir. Si los contrastes públicos han alterado muchas veces nuestro reposo y nos han hecho sufrir conflictos de que no teníamos idea, ellos han creado en nuestras almas la energía y han dado a nuestros sentimientos un nuevo temple, que ningún poder humano es capaz de destruir. En fin, si las ideas del país en general aún se resienten de la ignorancia en que hemos vivido, si las opiniones están todavía fluctuantes sobre el sistema de gobierno que debe sellar la época de la revolución, no hay ya la menor incertidumbre sobre la firme tendencia de la voluntad general a mejorar su condición presente, y hacer los últimos sacrificios antes que retrogradar en su marcha política.
Si tales han sido nuestros adelantamientos en las materias de gobierno, las mejoras en los demás ramos de prosperidad pública han guardado proporción con el impulso recibido. Con respecto a las ciencias, no se ha adelantado poco en conocer la insuficiencia e inexactitud de las únicas que permitía enseñar el gobierno español. El Instituto Nacional de Santiago y otros establecimientos que en medio de las angustias de la guerra se han promovido en los países independientes, prueban al menos que hemos dado el paso más difícil, que es cegar el camino que seguía antes la juventud y abrir uno nuevo que el tiempo y la opinión harán cada día más practicable.
Al trazar los detalles de comparación entre lo presente y lo pasado, es muy satisfactorio examinar el estado de la industria en diferentes ramos, y ver los progresos que ha hecho a la vuelta de tan poco tiempo. Las artes y oficios, el comercio y la agricultura, desmienten hoy la realidad del atraso en que se hallaban antes de la revolución. Las producciones mecánicas de la industria del país, cuyo consumo se halla de presente al alcance de las clases medias de la sociedad, exceden el valor de las que poco ha formaban el lujo de los opulentos, no sólo por su calidad, sino por su número y conveniencia para las necesidades de la vida. Entrar sobre esto en pormenores, sería no acabar la discusión, y nos basta la evidencia de que nadie contradirá lo que decimos; pues por el contrario, cada uno conoce los innumerables datos que lo comprueban. Esto mismo es aplicable a las producciones de la agricultura: el libre comercio con los extranjeros ha empezado a hacernos partícipes de varias invenciones y métodos más a propósito para perfeccionar las faenas rústicas y economizar la cantidad de trabajo que se empleaba en ellas, en circunstancias que nuestra despoblación hace más urgente aquel ahorro. La mejora es sensible en todos los productos de este ramo y particularmente en los caldos y licores cuya mayor demanda sin embargo de las frecuentes importaciones del extranjero prueba el adelantamiento de los que hoy se presentan al mercado [1].
Sentimos no tener lugar para decir cuanto quisiéramos sobre los progresos del comercio. Reducidos antes de cambiar todos los productos de nuestro suelo con los monopolistas de Cádiz, su precio estaba enteramente al arbitrio de su codicia y por la misma regla éramos forzados a pagar el de los efectos que se importaban en América. En suma, nuestro comercio con los españoles estaba sobre el pie de vender nuestras producciones por el mínimum de su valor y comprar las de la península por el máximum de su precio. De aquí resultaba inevitablemente que con una cantidad dada de trabajo, apenas alcanzábamos a llenar mezquinamente la tercia parte de las necesidades que satisfacemos ahora. El concurso de los extranjeros a nuestros mercados ha producido una rebaja considerable en sus efectos y encarecido los nuestros por el aumento de su demanda. La consecuencia natural de la mayor salida que hoy tienen los géneros del país, ha sido que se emplee mayor cantidad de trabajo productivo y que tanto el interés de los capitales como la renta de las tierras hayan recibido una alza proporcionada a la fuerte demanda de sus productos. Por último, la suma de los valores que se ofrecen hoy en nuestro mercado y respectivamente de los que circulan en él, aunque no sea fácil reducirlas a un cálculo exacto, por no tener al presente las noticias estadísticas que exige el cotejo de ambas épocas, puede estimarse por aproximación, sin más que dar una ojeada sobre la condición en que se hallan las varias clases de nuestra sociedad. Todos conocen hoy mayor número de necesidades que antes, y los consumos que hace un menestral exceden en mucho respecto a los que hacía la generalidad de los comerciantes que venían a América en tiempo del gobierno español. La capacidad de consumir mayor cantidad de géneros, sean de la clase que fueren, supone esencialmente el poder de pagar su valor con el aumento de producción que ofrece el consumidor y a no ser que se suponga que nosotros recibimos gratuitamente lo que necesitamos, es forzoso concluir que la suma de las fortunas particulares ha ganado en diez años de revolución más de lo que habría adelantado en otros tantos siglos de una tranquila esclavitud.
No podemos dejar de observar, cuando hablamos del aumento de los valores que ha recibido el país, el gran número de ideas que se han difundido en él, los hombres útiles que se han formado y los industriosos extranjeros que se han domiciliado en nuestro suelo. Los capitales que estos han puesto en circulación, los modelos que han presentado a nuestra industria, las mismas especulaciones en que han entrado son otros tantos valores, que, aunque de diferente naturaleza, contribuyen a un solo fin. Es justo aplaudir la liberalidad de nuestros gobiernos, que han seguido siempre el gran principio de economía política, que enseña que todo hombre de talento y probidad es una adquisición para el país que habita.
Antes de concluir las reflexiones sobre el comercio, queremos manifestar nuestros deseos y esperanzas de que la actual administración consulte la prosperidad de este ramo modificando los reglamentos que conservan todavía algunos vestigios del carácter liberal de los españoles. Nos limitaremos a tres observaciones, ya que nos hemos detenido demasiado en este artículo. Primera, la necesidad de establecer de un modo permanente los derechos de importación; porque nada es tan perjudicial a las transacciones del comercio, como la versatilidad en la tarifa de un mercado; el negociante extranjero se retrae de especular sobre un país cuando no tiene seguridad de los costos que deben importarle sus mercaderías, hasta ponerlas en el lugar del consumo, para graduar luego las ganancias de su empresa. El Estado mismo no puede estimar sus rentas, pues la incertidumbre de los especuladores causa una variación en los consumos y por consiguiente en los derechos que producen. Segunda, el interés de minorar los derechos sobre las importaciones, fijando su máximum a un 25 o 30 por ciento, para los efectos que se manufacturan en el país y reduciendo todos los demás a un 15 o 20 a lo sumo. Es una verdad económica que la experiencia ha hecho popular, que cuanto mayor es el alza de los derechos, es menor la cantidad de los que percibe el Estado. No hay peligro capaz de arredrar, ni prohibición que pueda detener al comerciante que se ve en la alternativa de perder una parte de su fortuna por la exorbitancia de los derechos que encuentra establecidos en el mercado de su destino o de hacer el contrabando para evitar la ruina que le amenaza; al paso que siendo moderados, nadie se expone a los riesgos de una introducción clandestina. El otro efecto inevitable es la disminución de las importaciones, de lo que ya tenemos ejemplos bien sensibles; de aquí se sigue la escasez en el mercado, el aumento de precio en los géneros que se ofrecen en él, la menor demanda de los productos del país y la baja de su valor; porque encareciendo los géneros extranjeros que consumimos, necesitamos dar una mayor cantidad de los nuestros para igualar el precio de aquellos; y resulta al fin que el Estado pierde de varios modos y que todos sus quebrantos vienen a gravitar sobre la masa del pueblo. Tercera, los motivos de conveniencia que hay para que el pago de los derechos de importación se haga de un modo que sea más ventajoso al Estado y menos difícil a los comerciantes. Obligados estos a invertir los primeros productos de sus ventas, en pagar a las 4 o 6 semanas los derechos que adeudan por los cargamentos que extraen de la aduana, no pueden hacer sus retornos con la brevedad que exigen sus intereses y de consiguiente tampoco se repiten las introducciones con la frecuencia que importa a la actividad del comercio. Si en el día que un negociante saca sus efectos de la aduana, el administrador girase letras contra él pagaderas a tres o cuatro meses por el importe de los derechos, el gobierno podría disponer desde aquella fecha de la suma adeudada, haciendo circular las letras aceptadas como dinero efectivo, en la seguridad de que nadie rehusaría admitirlas, puesto que vencido su plazo serían cubiertas puntualmente por los aceptantes, cuyo crédito es la mejor garantía en las transacciones mercantiles. Este u otro método que consulte los mismos objetos, produciría ventajas prácticas y sería también uno de los modos de indemnizar al comercio por los constantes sacrificios que ha hecho en obsequio de la causa común. Tampoco es indiferente a este respecto la consideración de las circunstancias en que nos hallamos y de su influjo muchas veces adverso, sobre los cálculos e intereses de esta clase importante de la sociedad.
Quedaría un vacío notable en este ensayo si no hiciésemos algunas reflexiones sobre la fuerza política del país; con abstracción de los gobiernos que la administran y dirigen: ella consiste en la opinión y en los recursos para hacer la guerra. En cuanto a aquella, nos referimos a lo que hemos dicho en otra parte de este número. La opinión del país es fuerte, universal e inequívoca sobre su independencia y libertad civil. La memoria de los ultrajes de tres siglos, el temor de que ellos se repitan con toda la impetuosidad de la venganza reprimida, el poder del tiempo, que en más de diez años de contienda ha extinguido esa consideración habitual que teníamos al gobierno español, como a todo lo que traía este aciago nombre y ha disuelto casi la mayor parte aun de las relaciones naturales que nos unían a los españoles, separándonos de ellos la última ley que ningún mortal puede evadir: en fin, la costumbre de vivir independientes, la reflexión continua sobre las ideas del siglo a que pertenecemos y la experiencia de las ventajas que disfrutamos, en medio de las violentas convulsiones que sufre nuestro cuerpo político, al exhalar, por decirlo así, las antiguas preocupaciones, que han sido hasta ahora el único principio de su vitalidad moral; todo esto prueba la solidez de los fundamentos en que estriba la opinión del país y el grado de probabilidad que les queda a nuestros enemigos, para esperar el triunfo sobre la fuerza más poderosa del mundo, que es la opinión de un pueblo.
En cuanto a los recursos para hacer la guerra, ellos siguen por un orden natural los progresos de los otros ramos de prosperidad pública y podemos considerarlos bajo tres respectos: inteligencia en los que dirigen las empresas, aptitud para ejecutarlos en la masa de nuestra población y medios para realizarlas. Si juzgamos de la primera por los resultados, basta recordar la historia de la guerra de la revolución para concluir, que en nada cede a la de nuestros enemigos. La alternativa de buenos y malos sucesos, poco prueba contra esto, pues no hay ejemplo de que la suerte de las armas haya sido siempre favorable a uno de los partidos beligerantes. Pero entretanto es cierto, que sin embargo de que la sumisión no es la mejor escuela de la guerra, y a pesar de haberla emprendido sin más táctica que la arrogancia ni más recursos que los del entusiasmo, los ejércitos españoles que han venido a pacificar la América, hinchados de orgullo por haber vencido algunas veces las tropas francesas en tiempo que las águilas hacían terrible su estandarte, han tenido que rendir a nuestros pequeños ejércitos los trofeos que habían ganado, cuando peleaban por la justicia. Ellos dirán quizá, que todo ha sido obra de la casualidad y nosotros queremos tener la indulgencia de permitirles esta suposición, dejando a los imparciales el derecho de juzgar, sobre si hay o no inteligencia en los que dirigen las operaciones de la guerra en los países independientes.
La aptitud para ejecutarlas en la masa de nuestra población es una consecuencia natural del coraje, docilidad y sufrimiento que la caracterizan: los extranjeros pueden decir si es o no sorprendente la facilidad con que se forma un soldado entre nosotros y la confianza que inspira en la hora del combate. Los medios para realizar nuestras empresas y su progresión ascendente desde el principio de la revolución, quedan demostrados en la parte que hemos hablado de la riqueza nacional; y sólo añadiremos algunas pruebas de hecho, a que nada pueden responder los que declaman contra la revolución. Prescindimos de muchas empresas que pertenecen a esta época y que habrían sido inverificables con los esfuerzos ordinarios; pero señalaremos dos en cada sección de las que forman el objeto de este examen, cuyo mérito apreciará la posteridad más que nosotros: la destrucción de la escuadra de Montevideo en 814 por las fuerzas navales de las Provincias Unidas, organizadas en medio de los mayores conflictos de aquel gobierno [3]; y la empresa de pasar los Andes para cooperar a la libertad de Chile: la formación de la escuadra de Chile en 818, después de los grandes sacrificios que costó el revés del 19 de marzo y la victoria memorable del 5 de abril: por último, la empresa de libertar al Perú, que está próxima a verificarse y cuyos inmensos costos sólo puede soportarlos un pueblo que ya ha adquirido los recursos que proporciona la independencia y que al mismo tiempo la aseguran.
En resumen, la revolución ha aumentado nuestras necesidades intelectuales y ellas son otras tantas adquisiciones que hemos hecho: ha multiplicado nuestras necesidades físicas y en la misma razón se han extendido nuestros recursos: la fortuna de un corto número de opulentos ha desaparecido, pero la subdivisión de las propiedades ha sacado de la miseria a la mayor parte y enriquecido al país: hemos sufrido y aun tenemos que sufrir grandes conflictos, pero ya estamos en marcha a nuestro nuevo destino y no podemos retrogradar, sin que se extingan las impresiones físicas y morales que han dejado en nosotros diez años de revolución y de experiencia.
BERNARDO DE MONTEGUDO
[1] El Censor de la Revolución 10 de Julio de 1820.
[2] El caballero Lastra hace en su hacienda un excelente vino, que imita al de Champaña, y que algunas veces iguala su calidad, en términos que nadie lo distinguiría si e presentase con los accidentes exteriores con que viene de Francia.
[3] Este acontecimiento hará honor en la historia a la energía y acierto del ministerio de Larrea.

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