mayo 13, 2010

"Los Derechos del Pueblo" Juan Egaña (1811)

LOS DERECHOS DEL PUEBLO [1]
Juan Egaña
[1811]

No habrá político o legislador que, al declarar la representación y derechos naturales y sociales de algún pueblo de América, olvide en las presentes circunstancias:

Primero, que siendo el principal objeto de un pueblo que trata de dirigirse a sí mismo, establecer su libertad de un modo que asegure la tranquilidad exterior e interior, los pueblos de América necesitan que, quedando privativa a cada uno su economía interior, se reúnan para la seguridad exterior contra los proyectos de Europa, y para evitar las guerras entre sí que aniquilarían estas sociedades nacientes.

Segundo, que es muy difícil que cada pueblo por sí solo sostenga, aun a fuerza de peligros, una soberanía aislada, y que no la creemos de mayor interés siempre que se asegure la libertad interior.

Tercero

Cuarto, que el día que la América reunida en un Congreso, ya sea de la nación, ya de sus dos continentes, o ya del sur, hable al resto de la tierra, su, voz se hará respetable y sus resoluciones difícilmente se contradigan.

Pero, aunque todos confiesan estas verdades creen algunos difícil la formación de tal Congreso. Y ¿por qué? Su justicia y necesidad son notorias, y así tiene esta empresa el voto y deseo de todos los pueblos americanos, y no debe contradecirse por los extranjeros. Estamos unidos por los vínculos de sangre, idioma, relaciones, leyes, costumbres y religión; y, sobre todo, tenemos una necesidad urgentísima de verificado, que nos ha de inducir irresistiblemente a ella. Sólo nos parece que falta que la voz, autorizada por el consentimiento general de algún pueblo de América, llame a los demás de un modo solemne y caracterizado. Y ¿quién impedirá este Congreso? No se divisa motivo para que lo hagan las naciones extranjeras, y antes sí, todos los de justicia para que lo apoyen, y muchísimos de conveniencia. ¿Será la España? Pero, a más que no le queda otro arbitrio para no hacer de los americanos unos enemigos implacables perdiéndolo todo, es natural que se sujete a lo que consientan las demás potencias. El estado actual de las cosas, aún sin formar sublimes cálculos, nos anuncia que, o la España será francesa si se restablece la fortuna de Napoleón, y entonces todas las naciones libres se han de empeñar en la independencia de América; o, si prevalecen los aliados, la España tendrá un rey o un gobierno puesto de manos de ellos y que aumente el poder de alguna de las casas reinantes; y, en este caso, tampoco querrán que las Américas hagan colosal el poder de aquella casa. Es difícil y sin ejemplo creer que, en la ambición de Europa y las pérdidas que ha sufrido, y en la debilidad en que quedaría la España por sí sola, restituyan generosamente a los pueblos españoles la libre elección de un gobierno y gobernantes que no podrían sostenerse por sus propias fuerzas; y mucho más difícil sería que en este caso se encargase graciosamente alguna nación de reconquistar las Américas, y que lo permitiesen las demás naciones. La España jamás podría hacerlo por sí sola.
Pero ¿los virreyes de Lima y Méjico podrán impedir este Congreso?
Considérese la naturaleza del poder de estos hombres y los principios que sostienen. Su poder es precario, abusivo y sin representación legal; cada novedad que sobrevenga al gobierno español ha de debilitar la influencia de los virreyes y el partido que tenga la España en América. Los pueblos que sostienen la causa de España, después del desconsuelo de pelear por una metrópoli que ignoran en qué manos vendrán a parar -y cuyos gobernantes sólo tienen una representación arbitraria que no puede ni debe subsistir- se hallan más exhaustivos y aniquilados que los pueblos revolucionarios; a lo que se añade que no puede tardar el momento en que se cansen de sostener unas guerras tan duras y de éxito tan difícil para privarse de sus derechos y ser esclavas sin saber de quién. Por consiguiente, en el día que se proclame un congreso donde todo pueda pacificarse y donde ellos seguramente divisen la adquisición de sus derechos, es muy difícil que los virreyes tengan la imprudencia de negarse a su formación, y casi imposible que los pueblos toleren tal iniquidad. A lo menos, parece que la naturaleza y la política nos anuncian que este es el momento preciso en que romperán el freno. Finalmente, siendo evidente que la revolución dé América solo puede organizarse bien en un congreso, debemos promoverlo seguros de que la necesidad lo hará fácil.
Y ¿qué se perdería cuando nada de esto se verificase? Un pueblo que establece por principio su independencia interior, y que se declara la exterior sólo sujeta a un congreso -y, de lo contrario, reconcentrada en él, nada deja incierto- asegura cuanto le permiten las circunstancias presentes, y deja libre el camino para consolidar más en lo futuro.
JUAN EGAÑA
[1] En 1811 Juan Egaña (1768-1836) redactó, a pedido de la Junta de Gobierno, este proyecto de declaración sobre los Derechos del pueblo de Chile. El texto fue posteriormente archivado por José Miguel Carrera y, luego de su reemplazo, el documento fue modificado por el autor, según las indicaciones de la Junta de Gobierno, que dispuso su publicación en 1813.
, que hallándose la Europa en combustiones mucho más violentas que las de América, y existiendo tantas relaciones, tanta influencia entre los intereses de una y otra parte del mundo, es casi imposible que la América pueda consolidar perfectamente su sistema sin ponerse de acuerdo con la Europa o con alguna parte principal de ella. Por consiguiente, siendo dos los objetos primordiales de América, primero su felicidad, segundo la permanencia de esta felicidad, debe de todos modos y aventurándolo todo, resolverse a perecer o ser feliz asegurando su golentas que las de América, y existiendo tantas relaciones, tanta influencia entre los intereses de una y otra parte del mundo, es casi imposible que la América pueda consolidar perfectamente su sistema sin ponerse de acuerdo con la Europa o con alguna parte principal de ella. Por consiguiente, siendo dos los objetos primordiales de América, primero su felicidad, segundo la permanencia de esta felicidad, debe de todos modos y aventurándolo todo, resolverse a perecer o ser feliz asegurando su gobierno interior; pero, para la fuerza y consolidación de este gobierno, es preciso que esté de acuerdo no solo con los pueblos de su continente, sino también en muchos objetos con los de Europa; y para este principio, no debe establecerse la clase y naturaleza de sus soberanías hasta hallarse de acuerdo entre sí.

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