mayo 03, 2010

"Memoria Póstuma" Lic. Francisco Verdad (1808)

MEMORIA POSTUMA [1]
Lic. Francisco Primo Verdad y Ramos
[12 de Septiembre de 1808]

MEMORIA PÓSTUMA DEL SÍNDICO DEL AYUNTAMIENTO DE MEXICO, LIC. D. FRANCISCO PRIMO VERDAD Y RAMOS, EN QUE, FUNDANDO EL DERECHO DE SOBERANIA DEL PUEBLO, JUSTIFICA LOS ACTOS DE AQUEL CUERPO
Tan doloroso ha sido a este pueblo saber que sus amados Reyes, después de haber sido llamados con falsos halagos por el Emperador de los Franceses Napoleón Bonaparte, y llevados a la Francia con seducciones lisonjeras, se han visto en un instante sin trono y sin libertad, forzados a abdicar sus coronas en medio de un ejército enemigo, como haber llegado a entender quo los ministros quo forman el Real Acuerdo de esta Audiencia se han resistido ha unir en todos sus deseos con los del Excmo. Cabildo.
¿Quién creería que un cuerpo de sabios hubiese podido dudar ni aun por un instante, de la justicia de las pretensiones del Ayuntamiento, y mucho mas cuando en los ministros de este tribunal se nota una integridad y justificación a toda prueba? ¡Qué dolor no es ver la desunión en cuerpos tan respetables, y en circunstancias tan criticas para el estado! Con el precioso objeto pues de reunir los ánimos divididos en momentos tan preciosos, y en que solo debe trabajarse por nuestra seguridad común e individual, y sin que se entienda que mi pluma va guiada por un espíritu de facción y partido, manifestare en esta memoria con reflexiones de fuerza irresistible para todo ánimo imparcial y justificado, que los señores del Real Acuerdo deben unirse con el Excmo. Ayuntamiento, y reconocer en él y en todos los del Reino la fuente de la verdadera y legitima autoridad. Que por este reconocimiento de justicia y patriotismo, en nada faltan a la fidelidad, que así ellos, como todos los vasallos do America hemos jurado a los Señores Reyes de España; finalmente, que nada será mas arreglado al derecho de las Naciones, y a la conducta de los mismos Soberanos de España, que deben tomar por modelo, que el que presten el juramento exigido por el Excmo. Cabildo, y se conformen con las presentes circunstancias que así lo exigen.
Dos son las autoridades legítimas que reconocernos, la primera es de nuestros soberanos, y la segunda de los ayuntamientos aprobada y confirmada por aquéllos. La primera puede faltar faltando los Reyes y de consiguiente falta en los que le han recibido como una fuente que mana por canales diversas; la segunda es indefectible, por ser inmortal el pueblo, y hallarse en libertad no habiendo reconocido otro soberano extranjero que le oprima con la fuerza, y a quien haya manifestado tácita o expresamente su voluntad y homenajes; por esto, algunos publicistas han calificado de verdadero regicidio, digno de severo castigo, el homicidio que el senado de Roma cometió en la persona de César, a quien ya había reconocido por verdadero soberano con repetidos actos de sumisión y vasallaje, aunque otros lo han proclamado como a un tirano sin derecho para esclavizar a su patria.
La crisis en que actualmente nos hallamos es de un verdadero interregno extraordinario, según el lenguaje de los políticos; porque estando nuestros soberanos separados de su trono, en país extranjero y sin libertad alguna, se les ha entredicho su autoridad legítima: sus reinos y señoríos son como una rica herencia yacente, que estando a riesgo de ser disminuida, destruida o usurpada, necesita ponerse en fieldad o depósito por medio de una autoridad pública; y en este caso, ¿quién la representa? ¿Por ventura toca al orden senatorio o al pueblo? La resolución de esta duda es de mucha importancia en el asunto que tratamos.
Cuando Moisés conducía al pueblo de Israel por el desierto, constituido juez por el señor, oía sus querellas, y administraba justicia; pero siendo estas muchas, y no pudiendo despacharlas todas por si, nombro por jueces a los ancianos sabios del mismo pueblo, autorizándoles competentemente a nombre de Dios.
Por este gran modelo do gobierno han nombrado los SS. Reyes do España a los Alcaldes de casa y Corte para el despacho de las causas civiles y criminales, y al Consejo para lo gubernativo y político; y así a aquellos les fue concedida la jurisdicción criminal, y a estos la civil en las apelaciones y suplicas. Por el establecimiento de estos tribunales, se exoneraron un tanto los soberanos de hacer justicia por si mismos en los negocios que se agitan entre partes; pero no abdicaron esta que es la primera regalía que nace con la Majestad, y en señal de ello redujeron su asistencia personal al Consejo al viernes de cada semana, estableciéndose así en la Ley. I. tit. 2 Lib. 2. de la recopilación de Castilla.
Con igual objeto de administrar justicia, erigieron las Audiencias y Cancillerías, y con el tiempo se hubo de depositar en ellas como dice el Excmo. Sr. Conde de Cañada la autoridad que en el día ejercen. Es pues claro por estos principios, que aunque estas son unas autoridades muy dignas de respeto para el pueblo, no son sin embargo el pueblo mismo, ni los representantes de sus derechos, y así es necesario recurrir a buscarlo en otro cuerpo que esté autorizado por el, y de quien sea el órgano e interprete fiel de su voluntad, como los Tribunos lo fueron del pueblo Romano; tal es el Excmo. Ayuntamiento en México y el de cada Capital do Provincia, mejor diré el Sindico procurador y el personero del común.
Así es que los SS. Reyes han reconocido en cada uno do los Regidores un hombre con la investidura de los antiguos Decuriones del pueblo Romano; en ellos ha estado depositado el Gobierno económico y político de los pueblos, y tal es la idea que de este cuerpo nos dan los Escritores Españoles, y entre ellos el moderno Juan de Sala en su ilustración al derecho Real de España tom. 3. pág. 98., erigiéndolo además en tribunal de apelaciones para su mayor decoro. Su obligación ha sido cuidar de la economía y gobierno de los pueblos; establecer los pesos y medidas: velar sobre aseo público, y arreglar todo lo relativo a los abastos. Las proclamaciones de los Soberanos a sus vasallos se han hecho siempre por su conducto, al modo que las ordenes dadas a los cuerpos militares se hacen entender a los soldados por sus respectivos jefes de milicia o comandantes.
Mas aunque este cuerpo estuviese todo dedicado a la felicidad del pueblo, necesitaba todavía un órgano especial, y un protector que se aplicase vigilantemente a su felicidad, y con este objeto se le dio un sindico y un procurador del común, individuos quo como confiesa el enunciado Juan de Sala pág. 104, tom. 3. núm. 14 los elige todo el pueblo por medio de los Comisarios Electores que nombra a el intento. He aquí en compendio el origen y límites de las facultades de ambos cuerpos.
Los Soberanos siempre han estado autorizados por Dios, que ha escogido al pueblo por instrumento para elegirlos, confirmándolos después en su autoridad, y haciendo sacrosantas e inviolables sus personas; y aunque no les ha dado la facultad de derribar sus tronos., si, le de poner coto a sus arbitrariedades, y conservarlos en las terribles crisis en que suelen verse como en los Interregnos ya ordinarios ya extraordinarios; ¿por qué ni a quien corresponderá velar por ellos y mantenerlos ilesos y en depósito, sino a los que han concurrido a su erección? ¿ni quienes lo harán con más esmero, que los naturales de la tierra, que estando amagada de enemigos, unen a la defensa del trono la de su conservación común, y la de sus caros hijos?
Cuando recorro la historia de la conquista de estos dominios, veo que su organización política es debida a los Ilustres Ayuntamientos de la Villarica de la Veracruz y de México; los primeros actos de homenaje rendidos a la Majestad del Emperador Carlos V, y continuados por nuestra posteridad hasta la época presente, se tributaron por medio de estos cuerpos. Las leyes fundamentales de la Nueva España son las actas de sus Acuerdos como podrán registrarse en sus libros. Yo veo que temeroso el conquistador de que su autoridad precaria le sería quitada por Diego Velásquez, recurre al Ayuntamiento de Veracruz, la depone ante este cuerpo, y hasta que no se ve confirmado en el mando por él, no se cree competentemente autorizado, para mandar el ejército; entonces la usa y ejerce con libertad, y entonces castiga hasta con pena de muerte a los soldados traidores que habían seducido y conmovido el campo para regresarse a Cuba. La Real Audiencia no se estableció en México sino hasta el año de 1529, que es decir, pasados ocho de su conquista, y cuando el cuerpo político debía su formación a los reglamentos que habían dictado los Ayuntamientos. ¿Y quién será el que califique de injustos los procedimientos del conquistador, ni diga que no fue verdadero General del ejército por haber debido su nombramiento a este cuerpo? Por el contrario, todos lo admiran, lo aprueban como un recurso de su prudencia, y reconocen en el Ayuntamiento la facultad de haberlo nombrado, y nombrarlo en la terrible crisis de una sublevación general de las tropas y de la pérdida de estos dominios comenzados entonces a conquistar. La misma pues, a igual en todas sus partes es la autoridad imprescriptible de este Ayuntamiento, y en virtud de la cual ha nombrado por la parte que le toca al Excmo. Sr. D. José Iturrigaray, Capitán General de estos dominios; crisis sin duda más terrible que la de 1519; porque entonces ¿qué peligraba sino lo poco que se había adquirido, y la lisonjera esperanza de lo que en lo sucesivo se podría ganar? Mas ahora ¿Qué sería lo que perderíamos? Apenas acierto a concebirlo; ¿y si esto conturba tu corazón mas pacífico e indiferente, cuanto no se aumentará si reflexionamos que nuestra inmensa pérdida menos sería debido a nuestra pusilanimidad que a nuestra desunión?
Si reflexionamos atentamente sobre la misma historia de la conquista de este Reyno, no hallaremos en ningún escritor fidedigno que en la Corte no se hubiese desaprobado el nombramiento de general hecho por el Ayuntamiento de Veracruz en la persona de Cortés; la rivalidad de Velásquez y Narváez fue tal, y su persecución tan terrible, que encontró partidarios en el mismo tribunal que juzgó su causa, y obligó a Cortés que recusase al Obispo de Burgos D. Juan Rodríguez de Fonseca; la malignidad y el odio apuraron sus invectivas y calumnias contra él, hasta llegar a Narváez a decirle al Emperador por un memorial, [obligándose a probarlo] que Cortés tenía tantas barras de oro y plata, como fierro Vizcaya, y que había dado veneno al Lic. Luis Ponce juez nombrado para residenciarlo; pero no sabemos quo este enemigo hubiese intentado jamás anular la Acta de su nombramiento por el Cabildo de Veracruz. Tenemos pues un ejemplar que debe servir de guía en la presente época; un ejemplar que forma une ley por haberse aprobado por el Rey, en fin, una ejecutoria a favor del Excmo. Ayuntamiento.
Mas por ventura se dirá, que las épocas han variado, y que no debe tenerse por regla de decisión segura la que a mas de doscientos años se dispuso en estos dominios, bien; admitimos gustosos esta repulsa y en tal concepto veamos que se ha obrado en el día, y en la misma España.
En la proclama de Sevilla inserta en nuestra Gazeta extraordinaria número 66 del 1º de agosto de 1808, se dice lo siguiente: “El pueblo de Sevilla se juntó el 27 de mayo, y por medio de todos los magistrados y autoridades reunidas, y por las personas mas respetables de todas las clases, creó una Junta Suprema de Gobierno, la revistió de todos sus poderes, y le mandó que defendiese la religión, la patria, las leyes y el Rey…Aceptamos encargo tan heroico [añade la Suprema Junta de Sevilla] juramos desempeñarlo, y contamos con los esfuerzos de toda la nación…” He aquí el hecho que el pueblo creó, revistió de poderes y mandó a la Junta… Luego en tal caso puede crear, revestir y mandar. ¿Qué mucho pues, ni que extraño es, que en el mismo numero caso haya este Cabildo conferido por su parte el mando al Excmo. Sr. Virrey, le haya exigido un juramento de fidelidad, y haya sido este el apoyo de su confianza? ¿Quien ha calificado de injusto al hombre que contratando con otro en asunto de su suma importancia, le exija alguna prenda de seguridad por la que se aquieten ambos contrayentes? Sevilla tenia entonces magistrados, ¿porqué no continuaron estos gobernándola? ¿Por qué se creyó entonces necesaria la creación de otros, o la seguridad de los mismos por medio del juramento?
Los ministros de que se organizó aquella Junta son los mismos que empleados antes en la administración pública habían ya prestado desde su ingreso a ella el juramento de fidelidad, sin embargo juraron segunda vez desempeñar la confianza que se ellos se hacía. ¿Y será extraño, volveré a preguntar, que a los de México se les exija lo que fue lícito a Sevilla? ¿No ha de ser igualmente a México, pues ambas obran en igual caso, y con igual motivo?
Pero aun esta mas claro el uso que el pueblo de Sevilla hizo de sus derechos en la relación que aquella ciudad hizo de todo lo acaecido en el día 27 de mayo, y se nos refiere en la Gazeta de esta capital numero 78, tomo 15 del sábado 13 de agosto, en estos términos: ''El pueblo de esta capital empezó a explicar su sentimiento, y a sus instancias se reunieron en las casas consistoriales todas las autoridades constituidas de la ciudad, y formaron la Junta suprema de gobierno a quien el pueblo trasmitió sus derechos de que en aquellas circunstancias se estimó condecorado… Ya desde este momento en que se instaló la suprema Junta había reconocido por legitimo Rey de España e Indias al Sr. D. Fernando VII. En su nombre, y bajo la dirección de la suprema Junta, fiel depositaria del poder soberano, se procedió a la organización del cuerpo político en todos los ramos de la administración… Y bien; ¿habrá quien a vista de estos procedimientos califique se sospechosa la lealtad del Ayuntamiento de México, cuando todo el mundo aprueba la fiel conducta del pueblo de Sevilla? ¿Habrá oídos tan delicados que se llenen del escándalo, al entender que el pueblo en estos momentos de interdicto extraordinario recobra la soberanía, la hace suya, refluye naturalmente a sí, y las trasmite a las personas de su confianza para devolverla después a su señor? Porque si no, ¿qué quieren decir estas palabras…trasmitió sus derechos…la Junta fiel depositaria del poder soberano?...
Si algún espíritu tímido o preocupado se llena de horror al entender las solicitudes de este ayuntamiento, yo le suplico tenga la bondad de examinar, aunque rápidamente, el origen de las monarquías. El hombre tímido que se vio acosado de las fieras a quien no pudo vencer, o de los vecinos que le acechaban sus propiedades, buscó un apoyo de su conservación, lo halló o en un hombre robusto que con su fortaleza pudiera rechazar la fuerza que le oprimía, o en un sabio que con su ingenio pudiese dirigirlo, y con su astucia librarlo de sus enemigos; entregándose a él, renunciando en sus manos por si, sus hijos y descendientes una parte de su liberta; jurole obediencia, y quedó ligado a sus mandatos. La experiencia le hizo conocer que por muerte de este se suscitarían disensiones sobre elegir otro igual a aquel, y para librarse de ellas se comprometió en obedecer a su hijo primogénito porque lo supuso instruido en el arte de reinar aprendido en la escuela de su padre, y he aquí quo él fijó la ley de la sucesión, mas este pacto social entre el soberano y el vasallo quedó roto por su muerte, o a lo menos entredicho. ¿Qué le toca hacer en este caso?, depositar sus derechos hasta quo pueda recobrarse.
No se diga pues que por semejantes solicitudes el Ayuntamiento pretende erigirse en soberano y romper los vínculos con que hasta aquí ha estado ligado al trono de sus Reyes; diste de nosotros una impostura tan villana y falsa, coma indigna de la acendrada lealtad de la Nueva-España; jamás por jamás ha dado este noble pueblo la menor queja a sus Reyes, ni desde la época de su conquista se presenta un motivo justo quo obligue a dudar de su fidelidad. Los Americanos han amado sus señores tanto como los que han rodeado su trono, y han llorado sus desgracias como si hubiesen nacido en el seno de la antigua España dirélo con más propiedad, como un hijo la perdida de su padre natural; la Nación se ha vestido de luto, y hasta los mismos Españoles se han admirado de tan entrañable cariño, si, cariño que ha crecido en razón de in distancia del solio, y de aquella sensibilidad y carácter propia de la America. Apenas supieron estos que habían sacudido con heroicidad los Españoles el freno que les había puesto la perfidia de Napoleón cuando… ¿Pero como he de pintar el regocijo que inundo sus corazones? ¿Cuándo ha visto México días más plausibles que el 29, 30, y 31 de Julio? ¿Qué pruebas no dieron de su amor y fidelidad a Fernando VII? Entonces hizo ver de lo que es capaz el noble, el grande, y el fiel entusiasmo de México.
Podría el Excmo. Ayuntamiento descansar en estas verdades muy cierto de que nadie osaría desmentirle por ser un hecho tan notorio como admirado de los mismos extranjeros; pero como sus pretensiones nada tienen de caprichosas, y están fundadas en las leyes de la Nación Española, recurrirá a ellas y mostrará por la Ley 3. tit. 15. Partid. 2., que a este pueblo toca la custodia y conservación de estos dominios para entregarlos en tiempo a su legítimo soberano.
Supone esta ley que habiendo muerto el Rey, deja al heredero del trono en la menor edad sin nombrarle tutor ni curador, y en este caso pregunta ¿Quien debe serlo del Príncipe? y responde: “…Más si el Rey finado de esto non oviese fecho mandamíento ninguno, entonce debense ayuntar allí dó el Rey fuére todos los Mayorales del Reyno asi come los Prelados e ricos omes buenos ó honrados de la Villas, e despues fueren ayuntados deben jurar todos sobre santos evangelios que caten primeramente servicios de Dios, é honra é guarda del señor que hánn é pro comunal de la tierra del Reyno; é según desto escoja, tales omes en cuyo poder lo metan, que le guarden bien é lealmente…". Muy presente sin duda tuvo esta ley la junta suprema de gobierno de Sevilla cuando se organizó, está arreglada en todas sus partes a ella.
Hallámonos, pues, en el caso de la ley; es cierto que no se trata de dar tutor al Rey, porque no lo necesita, pero sí curador a sus bienes, a sus inmensos bienes y señoríos. ¿Y deberán ser otros los guardadores de ellos más que sus naturales? Sin duda que no, y tal es el espíritu de la ley; pues exigiendo que los depositarios conserven fielmente el depósito, quie¬re con especialidad que sean sus naturales, ¿en quién, pregunto, se halla mejor este gran requisito que en los naturales de América? ¿Quiénes tienen en él mayores y más fuertes vínculos que los empeñen a obrar bien que los originarios del país? Los padres del pueblo, cuando no por sí, por sus numerosas familias, ¿no serían los primeros que postergarían sus vidas a la conservación de sus amados hijos, de sus queridas esposas, y de sus buenos amigos? ¡Qué cúmulo de obligaciones no estrechan a este cuerpo a cumplir con los deberes de fieles depositarios! Sin duda son las mismas que suponen las leyes cuando confieren -la tutela legítima a los parientes del huérfano menor por el mayor cariño que suponen de ellos.
Conviene notar que la ley citada se dictó después de haber explicado el Sr. D. Alfonso el Sabio, que debe el rey ser para con su pueblo, enseñándole a éste que debe ser para con su rey. Si a los magistrados nombrados por el soberano tocase de oficio la conservación de sus dominios, estamos seguros de que la ley no se habría ocupado en señalarnos quiénes deban ser los guardadores, cuáles sus obligaciones, y qué es lo que deben jurar antes de encomendarse de la curaduría y tutela; pues esto debería suponerse comprendido en la obligación general de ser fiel al soberano, y no más, mas de ninguna suerte se limita a esto; sino que detallando las obligaciones, exige ocho cosas como son que teman a Dios, que amen al rey, que vengan de buen linaje, que sean sus naturales, que sean sus vasallos, que sean de buen seso, que hayan buena fama, y que sean tales que no codicien heredar lo suyo, cuidando que han derecho en ello después de su muerte ...
Esta última circunstancia es, a mi juicio, la más relevante, y por la que se debe hacer una elección entre los vasallos de él para constituir los guardadores, saliendo de la esfera de las obligaciones comunes de vasallos, y colocándolos en la más alta jerarquía; semejante cargo honroso añade una nueva y extraordinaria obligación en ellos, que no puede caucionarse sino por medio del juramento, que es el mayor vínculo con que el hombre religioso puede ligarse en la tierra; y si es muy puesto en razón que alterándose las obligaciones de los hombres en los convenios particulares de intereses privados, (que es lo que llaman los juristas hacer novación en los contratos) se afirmen estos con nuevos pactos, ¿qué mucho será, que pasando los magistrados de este reino de meros administradores de justicia, a depositarios de él, y de los derechos de todo un inmenso pueblo, les pida éste una nueva prenda de su seguridad vinculada en el juramento? La verdadera inteligencia de la Constitución monárquica, hace demasiado perceptibles estas verdades. Al Rey toca velar sobre la administración en todos sus ramos, y sobre la tranquilidad del estado, hacer ejecutar las leyes, y determinar sobre lo que ellas no han decidido; pero como es más propio de la soberanía perdonar que castigar, y más decoroso a la augusta clemencia de un príncipe, por tanto confía el cuidado de castigar los delitos a los magistrados, y crea un consejo que lo alumbre con sus luces, y alivie en los pormenores de la administración, tan sagradas obligaciones, ¿podrán confundirse con la de depositarios de su reino? Es claro que no, ¿y si llegan a elevarse a este grado, no toman diversa investidura, que demanda nuevas obligaciones, y nueva seguridad para su cumplimiento? Convengo en que todos los magistrados aman este país: pero si es cierto que el amor tiene sus grados, como el parentesco, ¿quién amará más a su patria que los naturales de ella? ¿Será comparable el afecto que tengan a estos dominios los que han nacido en otro reino distante, con el que naturalmente le profesan los que han nacido en ellos, y desde el uso de su razón no han visto otros objetos? Sin duda que no, y no lo es menos la justicia con que la ley de partida exige en los guardadores esta eminente cualidad que conviene a casi todos los individuos de este Ayuntamiento, y a los de los demás cabildos del reino.
Mas de esto se ha desentendido en cierto modo el Ayuntamiento de México, pues solo ha exigido que los Ministros de esta Real Audiencia se unan con el, bajo las condiciones y pactos que imperiosamente piden las circunstancias del día.
Que por ellas sea precisa una mutación en los términos que ha propuesto el Excmo. Ayuntamiento, no es una solicitud injusta ni opuestas a la fidelidad que aguarda, y guardará siempre a su Rey; la necesidad así lo exige, repito que imperiosamente, y el derecho de las Naciones lo previene, oigamos el jurisconsulto Heinecio en esta parte:… Siendo el interregno [dice] un Estado por el que se haya la república sin su Príncipe que la gobierne, y no intentando el pueblo mudar la Constitución cuando elige otro que supla por aquel, es consiguiente que en el entretanto deban nombrarse Magistrados extraordinarios, déseles el título que quiera darseles, y estos han de constituirse, o por nueva elección, o lo que sería mas acertado, se han de señalar los que anteriormente se hallaban gobernando, cuya potestad conviene que cese luego que se haya elegido el nuevo imperante como es fácil de entender… Mas como estos Magistrados lo sean por cierto tiempo, es cosa que admira que haya habido varones sabios que hayan disputado, si durante un interregno quede la verdadera república, y que forma debe dársele…”
El mismo concepto manifiesta D. Joaquín Marin y Mendoza catedrático de derecho natural en la Real Academia de Madrid y comentador de Heinecio en esta parte: propínese impugnar la opinión de Pufendorf cuyo texto nos presenta Juan Bautista Almici disputador sobre esta misma materia y dice así: “…Como quiera que el imperio se erige por el pacto posterior entre el Rey y los conciudadanos, por tanto, quitado el Imperio conviene que se vuelva a su primera forma… Y así un pueblo en estado de interregno puede llamarse ciudad sin gobierno, y semejante a su ejército sin su general.
Apenas [continua Marin] puede darse la razón, por que no deba llamarse perfecta esta Constitución de la república y Monárquica, no obstante que si se confiere el mando a dos, será Dyarchica, si a muchos Aristocrática, o aunque se confiera su cuidado a muchos, alternándose en el mando de ella. Igual admiración ha mostrado Almici, al ver la errada opinión de Pufendorf, y justamente; pues en todo sigue la opinión do Heinecio, asegurando:… Que el pacto anterior, celebrado por el pueblo [aquí es necesaria la atención] con su Soberano, quedo vigente, y que la república no ha mudado su primitiva constitución, por haber elegido durante un interregno, unos magistrados extraordinarios…
Nadie (sic) pues a vista de tan respetables opiniones, podrá argüir al ayuntamiento de México de infidelidad, ni tendrá frente para decirle que intentó trastornar la constitución Monárquica, bajo que vive gustoso; pues así como el cuerpo humano, en estado de enfermedad violenta, exige remedios extraordinarios y violentos, sin que por eso el Medico que los aplica trate de matar al enfermo, sino de conservarle y darle la salud que no tiene; de la misma manera el cuerpo político, representado por el pueblo, no intenta destruir su organización, cuando en crisis tan funesta como la presente, cuida de conservarse por medios legítimos, aunque desusados.
Mas supóngase que el ayuntamiento hubiera dicho, que por la interdicción del Sr. Fernando VII, estaba en el caso de conservar en deposito estos dominios, junto con los demás cuerpos del reino, entonces no habría hecho mas que reproducir el concepto que fluye naturalmente de los principios asentados, y que expresó a la faz de la Europa la real isla de León de España, en su proclama de dos de Junio próximo, por estas palabras: “…La España está en el caso ser suya la soberanía, por la ausencia de Fernando VII, su legitimo Señor…” ¿Y qué? ¿La América no conservará también el derecho de ser depositaria de la autoridad entredicha a su soberano?
El ayuntamiento conviene gustoso, en que la monarquía española forma el mayorazgo de nuestros Reyes, pues sabe que todos los mayorazgos regulares, están formados por el modelo de ella, y que muerto el poseedor virtualmente se trasmiten los derechos de él a su sucesor; mas si por ventura este se halla a una distancia inmensa del lugar de su vinculo, y tiene impedimentos insuperables para emposesionarse de él, ¿no estará en el orden, que los que han contribuido a su fundación, contribuyan igualmente a su conservación? ¿Serán buenos parientes y leales amigos, los que vean el mayorazgo próximo a destruirse, y no se apresten a conservarlo para devolverlo después intacto y aun mejorado al verdadero sucesor? Si los que intentan mantenerlo, no tienen por si personería bastante, ¿no será justo que lo hagan los que tienen mas inmediata proximidad, parentesco o mayor interés en su conservación? Pero esto pide que desarrollemos las ideas que comprende, y glosemos los casos en que mas que probable que nos hallemos; ya sea por la cesión de la corona a Bonaparte, ya por la guerra que en España declaró a la Francia, a consecuencia de la usurpación.
Supongamos que se presenta un virrey nombrado por Bonaparte, come se decía que lo estaba el marques de S. Simon. Si el Sr. D. José de Yturrigaray se resiste a darle el paso y posesión de su empleo, ¿en virtud de qué facultad hace esta resistencia? ¿Acaso lo ha autorizado para ello el real acuerdo, cuyo dictamen ha oído como de un cuerpo de sabios? no; luego necesita estar autorizado por otra parte; luego necesita obrar por la autoridad de otras corporaciones capaces de conferirle tan alta facultad. Lo mismo digo si se opone al desembarco de una escuadra enemiga.
Esta proposición se hará mas perceptible, notando que el derecho o facultad de declarar la guerra, compete exclusivamente al soberano por un derecho transeun e de la Majestad, y que aunque a los capitanes generales de las Américas se les ha dado juntamente con el titulo de tales, la facultad de conservar estos dominios al Rey, y por tanto la de defenderlos de enemigos; esta facultad no es igual, ni aun semejante a la de declarar por incompetente para suceder en el mundo de este reino, al que no viene nombrando legítimamente por el soberano, ni menos a la de rechazar a un ejército que quiere hacerse reconocer por verdadero enviado del Rey, sosteniendo la legitimidad de su misión, y el derecho de ocupar estos reinos por la fuerza de las armas: esta decisión está lejos de la esfera de las facultades comunes de un virrey, e interesado por otra parte demasiado, el que no se ocupe a un reino libre, ni se reduzca a la servidumbre, despojándole de sus propiedades, y lo que es más, profanando su culto católico, a el toca, en Junta la resolución de levantar ejércitos, y poner bajo la conducta de un jefe en quien tenga confianza, por su fidelidad y pericia militar. Es demasiado claro este derecho para ponerlo en duda, y negárselo al pueblo, seria negarle también que lo tiene a su conservación. ¿Mas a que fin es esta innovación en nuestras cosas dirá alguno? ¿no será más conveniente que permanezcamos en el mismo orden que hasta aquí? He aquí una errada inteligencia de las intenciones del Excmo. Ayuntamiento de México: este cuerpo no cesará jamás de protestar que ha obrado de buena fe, y que sus procedimientos distan tanto de conspirar al trastorno del gobierno, que antes bien trata de consolidarlo mas y mas.
Es verdad quo no nos hallamos en los estrechos conflictos de Sevilla, Valencia y Zaragoza; pero ¿quién duda que el azote de la guerra esta amagando sobre estos reinos? La Francia ve estos dominios como la Margarita mas preciosa, y el tirano del globo se gloria ya de poseerlos, para formar la fortuna de sus hermanos. Aun antes de que se juntasen las pretendidas Cortes de Bayona que de él había convocado, ya había dispuesto de ellos con una celeridad extraordinaria: a pesar de que el mar esta plagado de buques ingleses, y de formidables creceros que impiden la navegación de los franceses. Bonaparte destacó de Bayona una fragata con pliegos e instrucciones para el gobierno de estos reinos, del Perú e Islas Filipinas, dando por cosa cierta que rendiríamos la cerviz a su voz como hombres ruines, y nos someteríamos gustosos a su yugo de hierro; expidió mil proclamas contra el honor virtuoso joven Fernando VII0, en que vierte el veneno de su corazón, esparce la seducción en sus infames libelos, y hasta tiene la osadía de remitir una porción de bandas de la legión honor para los principales jefes de esta America, que supone protegerán sus maldades; y como si en nosotros no hubiese religión y amor al mejor de los reyes, nos exige reconozcamos la soberanía a favor de su hermano, nos manda imperiosamente le remitimos nuestros caudales, y finalmente, nos amenaza con la guerra; esto hace en brevísimos días, y superando dificultades por conseguir sus intentos, ¿será pues justo y decoroso al ayuntamiento de México, que ínterin ve con sus ojos que se están forjando las cadenas con que se pretende oprimir a este su leal pueblo, calle y duerma como un hombre narcotizado? Si ahora no es la sazón oportuna de hablar, ¿hasta cuando lo ha de ser? ¿Cómo llenará el justo título de Padre de la patria, si ahora ha de callar, si ahora ha deo abandonar a sus hijos? ¿Aguardará el momento de ver las escuadras enemigas en la costa? ¿Esperará a este instante para que en el se susciten las divisiones, las competencias y partidos, y el enemigo se aproveche de sus disensiones intestinas, mas terribles aún que las exteriores? ¿Verá salir los ejércitos a batirse con los enemigos de afuera, ínterin se despedazan sin remedio los de adentro? ¿Qué Padre es el que sale de su casa sin arreglar primero su familia, y evitar los desordenes de ella? ¿Descansará el ayuntamiento en la protección do la nación inglesa , no estando cierta de su alianza?
Nadie puede dudar, porque es una verdad de hecho notorio, que el Ayuntamiento de México es una parte de la nación y la más principal, por ser de la metrópoli de este reino: de un pueblo el más numeroso, noble y brillante de esta monarquía; que su sufragio es insuficiente, y sólo bastaría obrando provisionalmente, y prestando caución por las demás ciudades, que jamás rehusarían aprobar sus procedimientos, como que están satisfechas de la rectitud de sus intenciones, y de los que tienen sobradas pruebas.
Para consolidar más y más resoluciones en que tanto se interesa el reino, es necesaria la junta de él, según la citada ley de partida: "é debense ayuntar allí los mayorales del reyno, así como los perlados é ricos ames buenos, é honrados de las villas…" Ella debe ser formada por diputados de todos los cabildos seculares y eclesiásticos, pues éstos forman una parte nobilísima del estado, y como en la conservación de este reino se incluye principalmente la de la religión católica, moralidad de las costumbres y pureza de la fe, plantada en ellos con la sangre y sudores de nuestros mayores, es muy justo que los diputados de los cabildos eclesiásticos y curas, tomen parte en las resoluciones y contribuyan con sus sufragios.
En los primeros años de la conquista fueron gravosos estos dominios a la corona de Castilla, pues tratándose por los reyes de España de aliviar a los miserables indios, menos cuidaban de las exacciones de oro y plata, - que reprendían severamente los ejemplares religiosos misioneros, que de su aumento y conservación. Una ley se presenta en nuestros códigos de Indias, que prohíbe se le llame conquista el titulo de su adquisición, y quiere se sustituya por esta otra: pacificación. ¡Tal era el deseo de desarraigar la idolatría, y de conservar tranquilos a los indios, pues los reyes conocieron la crueldad con que habían sido tratados y reducidos a dura servidumbre! Sabernos que siendo nimiamente gravosos al erario real los establecimientos de Asia e Islas Filipinas, se trató de persuadir al Sr. Felipe II que se abandonasen por inútiles a la corona; S. M. preguntó si había allí algunos cristianos, y respondiéndosele que sí, dijo: "que gastaría gustoso sus tesoros por que en aquellas regiones se oyese la voz del Evangelio"; éstos han sido los deseos e intenciones de nuestros reyes, deseos santos y dignos de admiración y gratitud. ¡Ojala que se hubiesen seguido por sus ministros!
Tratándose pues en esta empresa de conservar la religión y las propiedades de los indios, su libertad, gracias y privilegios dispensados por el rey en abundancia, y de mejorar en lo posible su escasísima suerte, será por tanto muy justo que ellos tengan igualmente su representación en las Juntas Generales; y si los diputados se proporcionan en razón de las personas que representan y de su número, formando una muy crecida parte el de los indios, es claro que debe triplicarse respecto de los demás cuerpos. ¡Cuánto no contribuiría esto a conservar la suspirada unión de todos los americanos, y cuánto no alejaríamos por este medio la rivalidad y celos de unos y otros! Entonces se olvidarían los odiosos nombres de indios, mestizos, ladinos, que nos son tan funestos.
No acertaríamos a llenar el objeto de esta Memoria, si para manifestar la justicia de las pretensiones del Excmo. Ayuntamiento de México, no observásemos aunque de paso, la conducta particularmente tenida por el usurpador del trono de Francia y de España Napoleón, cuando trató de ocuparlos ambos. Entonces llamo a las municipalidades o ayuntamientos de las ciudades del imperio francés, y hasta tanto que ellas no convinieron con su aprobación, no se ciñó la corona ni declaró emperador de los franceses; en la presente época, después de arrancar el cetro de las manos de nuestro monarca, ha convocado a Cortes a la nación en Bayona, para que aprobando estas la abdicación, le den un justo y legitimo titulo de dominio, que coloree y justifique su inicua usurpación; ¡subterfugio ruin y arbitrio miserable, con que ha pretendido alucinar a la sabia Europa!, como si esto pudiese borrar su vil, indigna y abominable perfidia, más propia de un salteador, que del primer monarca del antiguo continente; así César por tales medios que sugiere la ambición a los tiranos, afectó rehusar la corona que le ofrecía Marco Antonio, esperando que Roma lo aclamase, cuando no por rey de aquel pueblo, a lo menos por soberano de los Partos; como si en los diputados de las cortes, con cuyo sufragio cuenta ya seguro, no hubiese la misma coacción y violencia que en nuestros reyes para hacer la abdicación, y por cuya causa ha protestado este Excmo. Ayuntamiento de nulidad de cuanto en ellas se haga y decida contra nuestra libertad, y ha jurado que jamás, jamás reconocerá otra dominación, que la de los Sres. Reyes de España restituidos a su trono y en plena libertad, ni pasará por ninguna abdicación que se haga a favor de ninguna potencia de Europa. Tales son los sentimientos del primer pueblo de la America Septentrional, justificados por las mismas leyes de estos dominios, y por el derecho de las naciones como voy a manifestar.
La Ley I. tít. 1 lib. 3 do nuestra recop., dice así: “Por donación de Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, islas y tierra firme del mar océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra real corona de Castilla. Y por que es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas, y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones por ninguna caso, ni en favor de ninguna persona; y considerando la fidelidad de nuestros vasallos, y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real, por nos y los reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones por ninguna causa y razón, o en favor de ninguna persona: "Y si nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula y por tal lo declaramos…
Esta ley presenta varias observaciones al que se dedica a examinarla; en primer lugar autoriza a los vasallos para resistir toda enajenación que quiera hacerse de estos dominios, fundados en la palabra real de no enajenarlos; en segundo, les da una acción de justicia para oponerse a la enajenación, fundada precisamente en los afanes, trabajos indecibles y penurias que sufrieron nuestros mayores en la conquista, con lo que se trata de remunerarlos; acciones sin duda las mas heroicas que presenta la historia de los pueblos; porque ¿que expediciones [comenzando por la de Ciro] son comparables con las de Higueras. Honduras y Bahía del Espíritu Santo? ¿Qué con el barreno dado a las naves en Veracruz, sin esperanza de socorro? ¿Qué con las batallas campales de Tabasco, Tascalam, Otumba y otros, reencuentros sin par, que han pasmado al mundo, y para cuyo realce no necesitan más que la pluma de un Plutarco, de un Clavijero o de un Famian Estrada? Y si el hijo funda dominio en lo que ganó su padre con el sudor de su rostro, y está por derecho autorizado para conservarlo. ¿Por qué no lo estaremos nosotros para conservar lo que formó el patrimonio de los nuestros? ¿Así nos hemos de desprender de unos derechos inherentes a nuestra misma naturaleza, y que están consolidados con nuestra existencia misma? ¿Aprobaremos la infracción de la palabra real quebrantada por la violencia y el poder, en un país extranjero, rodeados nuestros soberanos de ejércitos, invadida la España con otros, y amagas las augustas personas con la muerte? ¿Seremos españoles descendientes de aquellos héroes, si dejamos escapar fácilmente de nuestras manos lo que ellos ganaron a punta de lanza? ¡O cobardía indigna de nuestros leales pechos! ¡Qué papel tan despreciable haríamos en el cuadro de la historia del mundo, y como nos pintarían los escritores atadas al carro, como esclavos viles de ese indigno usurpador de tronos! No están menos claros y favorables a nuestra resistencia los derechos de las naciones y de las gentes. Ellos establecen como axioma indisputable, que los reinos no puedan dividirse, donarse, permutarse, legarse por testamento, ni hacerse de ellos aquellas enajenaciones que los particulares hacen en sus bienes, pues para esto se necesita el especial consentimiento del pueblo, y que este haya concedidole al príncipe una facultad tan absoluta e ilimitada; cosa que jamás podrá verificarse, porque debiéndose el origen de las monarquías a la afección particular que los hombres han tenido a otros, o a una familia, y por la cual se han sometido a su voluntad, encantados de su valor, prudencia, sabiduría u otras particulares prendas, o atraídos [como dice Cicerón hablando de la elocuencia] del encanto de este arte prodigioso, es claro que no querrían pasar a la dominación de otro, de cuyas buenos cualidades no estuviesen satisfechos, ni comprometerían de este modo ilimitadamente por si y sus descendientes el ídolo de su corazón que es la libertad.
La Europa culta, y la misma Francia reconocieron la verdad de estos principios, en otra época en que su orgullo estuvo abatido por nuestras armas españolas. Francisco I cedió por un tratado hecho en Madrid a Carlos V, la Borgoña; pero este pueblo rehusó la dominación de este príncipe, por cuanto no se contó con su aprobación previa, ni él convino tácita ni expresamente en semejante donación; opinión que me fue reconocida y calificada de justa y racional.
Es verdad que no han faltado escritores malignos que han asentado como verdad indisputable que los príncipes pueden enajenar libremente los reinos patrimoniales, y no los usufructuarios, siendo uno de ellos el jurisconsulto Gracia; mas tampoco han faltado plumas muy sabias que han demostrado la iniquidad que envuelve esta doctrina, opuesta directamente a la institución de las monarquías, y motivos de su establecimiento entre los hombres. Cuando Grocio nos probase [que es imposible] que los reinos se establecieron como los mayorazgos, es decir, no para seguridad y presidio de los débiles contra los poderosos sino para utilidad particular de los soberanos, entonces admitiríamos su opinión; pero entretanto vivamos persuadidos de lo contrario, abominemos con todo nuestro corazón este modo de opinar, y veámoslo con el mismo horror que las opiniones de los monorcomacos y del infame Maquiavelo. ¡Así han degradado estos perversos escritores a la miserable humanidad, nivelando a las familias y a los reinos por los muebles y brutos!; así han intentado minar los tronos haciendo odiosa a los pueblos la autoridad legítima de los reyes, y así han maquinado su ruina, concediendo a la soberanía unas ilimitadas facultades que les han negado la razón. ¡Qué mayor monstruosidad que la de pretender que un soberano pueda enajenar a otro sus dominios, traspasando las leyes fundamentales del reino, y de la sucesión hereditaria, a la manera que un hacendero o colono puede transmitir a su vecino el derecho que tiene sobre una piara de cerdos!
Es verdad, dirá alguno, que la historia y principalmente la del tirano de la Francia, nos presenta innumerables ejemplares de cesiones de estados y provincias; pero como dice el jurisconsulto Almici, la justicia de estas abdicaciones no se ha de pesar por ejemplos, sino por una recta razón. Heinecio añade con las palabras del varón de Coecejis, que estas enajenaciones o no tuvieron efecto o fueron hechas con voluntad del pueblo cedido o prevaleció la fuerza irresistible de los ejércitos, y por ellos fue compelido a admitir un nuevo soberano. ¡Tal ha sido la conducta del tirano que colocó a su hermano Luis en Holanda, a Murat en Nápoles, a José en España y a Gerónimo en Westfalia! ¿En qué tribunal donde tenga lugar la razón, podrán alegarse los hechos de violencia y despotismo como reglas seguras de justicia?
Finalmente, si nuestros reyes han protestado en sus códigos de Indias que su adquisición de ellas no lleva otro objeto que el conservar y proteger la religión católica, como lo han cumplido escrupulosa y fielmente, ¿cómo hemos de ser nosotros los primeros que por nuestra condescendencia y vil cobardía, o por un espíritu de etiqueta, abramos la puerta a la inmoralidad, al deísmo y a otras mil pestilentes sectas que devoran lastimosamente a la Francia? ¡Ay! ¡Yo veo formarse en medio de nosotros una nube negra, que elevándose sobre nuestras cabezas va a vibrar rayos que nos reducirán a pavesas!' Esta es la desunión que noto ya entre las autoridades. ¡Oh vosotros los que la fomentáis, estremeceos al contemplar que vuestra posteridad dirá algún día: El santuario de la paz fue el nido de la discordia, de allí salio la tea ominosa para abrazarnos a todos!; sí, ella repetirá a una vez. ¿Por qué nacimos para ver la ruina de este pueblo y de esta ciudad? Las cosas santas están en manos de extraños. Su templo es como un hombre deshonrado: los vasos de su gloria son llevados en cautiverio...; sus ancianos son despedazados por las calles, y sus jóvenes han muerto a espada de nuestros enemigos; derramóse el cáliz de la tribulación sobre nuestros corazones y rebosamos amargura ¿de qué nos sirve vivir aún? Mirad, mirad enemigos de la quietud, la escena que nos preparáis.
Conclusión:
¡Alto pues! Senado, clero, nobleza, comunidades religiosas, cuerpos militares, españoles, europeos, americanos, indios, mestizos, pueblos todos que formáis la más bella monarquía, ahora, ahora estrechaos todos íntimamente, daos el ósculo suavísimo de la fraternidad; la religión, este lazo divino os ligó e igualó a todos por la caridad: estrechad ahora estos vínculos sagrados, no demos a las naciones extranjeras el espectáculo de nuestra desunión ni les dejemos sacar todo el fruto de nuestras quimeras, que será la servidumbre; pongámonos en el caso de estar colocados por nuestra unión entre la libertad e la muerte; ¡magistrados, deponed ese aparato fastuoso e insultante; ceded a las circunstancias: unías al Ayuntamiento que os brinda con su amistad, a un cuerpo que es el primero de la América, el más condecorado y distinguido desde Carlos V hasta Fernando VII! ¿Qué hubiera sido de Buenos Aires, si aquella Audiencia no se hubiese unido con el cuerpo municipal? El 5 de julio de 1807, día de su triunfo, habría sido el de su ignominia. Si amáis a Fernando VII, si sostenéis sus derechos, ¿por qué no lo imitáis? ¿No cedió este monarca a las circunstancias? ¿No se presentó en sacrificio a Bonaparte por la salud de su pueblo, a sufrir todo género de insultos porque no se derramase la sangre de sus españoles? ¿Y será comparable vuestro sacrificio con el de aquel gran Rey? ¡Oh monarca tres veces desgraciado!, vos sólo por este acto de amor a vuestros pueblos, sois digno de ocupar los tronos del mundo, de tener a vuestros pies las riquezas de nuestras montañas, y de morar eternamente en nuestros corazones: recibid desde vuestro cautiverio nuestros suspiros. ¡Ah sí a costa de nuestras vidas pudiésemos daros la libertad, o entregarnos a la más dura servidumbre, nosotros besaríamos las cadenas con que estuviésemos atados, y al ruido de ellas entonaríamos sin cesar alabanzas a vuestra beneficencia. ¡Cielo, oye nuestros votos! ¡Ángel tutelar de las Españas, llévalos hasta el trono del árbitro moderador de los reinos! ¿Por qué has encogido tu mano benéfica para no devolvernos a nuestro Rey, y a las delicias de nuestro corazón?
México y Septiembre 12 de 1808
Lic. FRANCISCO PRIMO VERDAD Y RAMOS
[1] La invasión napoleónica a España, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII y la imposición de José Bonaparte en el trono hispano fueron el punto de partida para que los miembros del Ayuntamiento de México buscaran por todos los medios a su alcance oponerse a la intervención francesa. La propuesta del Síndico del Ayuntamiento de México, Licenciado Francisco Primo Verdad y Ramos (1760-1808), con base en la doctrina de la soberanía del pueblo, fue devolvérsela a este ante la ausencia del rey. En su concepción, el pueblo, instrumento de Dios para elegir soberanos, era representado a su vez por los ayuntamientos, que entonces estaban destinados a hacerse cargo del poder en el interregno de la dinastía borbónica.
La historia posterior es conocida: en las semanas siguientes, el ayuntamiento instó al virrey Iturrigaray a que convocara a una junta que gobernara en ausencia de Fernando VII. Unos días después, y especialmente en sesión del 9 de agosto de 1808, Verdad, junto con Fray Melchor de Talamantes, Juan Francisco de Azcárate y José Antonio Cristo, propuso construir un gobierno nacional cuyo sustento serían los distintos Ayuntamientos de la Nueva España. Pero un golpe de Estado días después, al frente del cual se encontraba el acaudalado comerciante Gabriel de Yermo, secundado por buena parte de los peninsulares de la Ciudad de México, impuso al almirante Pedro de Garay como nuevo gobernante para que asumiera el mando. El virrey Iturrigaray y distintos miembros del Ayuntamiento, entre ellos Primo de Verdad, fueron aprehendidos.
La Memoria que publicamos fue firmada sin embargo tan sólo tres días antes de su aprehensión, y por principio tenía por objeto hacer ver, a aquellos que se oponían a la constitución de un gobierno nacional, que dicha acción no obedecía a ambiciones personales, ni tampoco traicionaba a la figura del rey; por el contrario, era legítimo devolver la soberanía al pueblo, representado por los ayuntamientos, a fin de salvaguardar el reino ante el embate del invasor. No obstante se ha hecho notar con agudeza que esta propuesta va más allá, pues en definitiva sostiene que los reyes eran producto directo de la designación del pueblo, quien reconoció en algún hombre fuerte y protector un líder al cual seguir, y decidió, por voluntad propia, servirle y serle fiel. Y así, el monarca no era ni sería el dueño absoluto de la soberanía, pues esta tan sólo era un préstamo, no una dádiva del pueblo. He ahí su trascendencia.

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