DISCURSO PRONUNCIADO EN LA HAYA
“El Imperialismo”
Víctor Raúl Haya de la Torre
[1955]
[Fragmento]
[...]
Queda ahora por confrontar los enunciados generales de la doctrina aprista sobre el imperialismo que aparece en mi libro de 1928, citados al comienzo de esta recensión, con los del discurso-programa de agosto de 1931 reproducidos en el capitulo precedente. De la concurrencia de ambos enfoques, el genérico continental y el específico peruano, sólo resulta una, como ha de verse, reiteración esclarecida de la tesis del aprismo.
Esta, tal ha de verificarse una vez más, discrepa conceptualmente de la interpretación comunista-leninista del imperialismo. Y viene a propósito de la relevancia de esa disconformidad entre una y otra, puntualizar que el vocablo, en sí mismo entraña diversas acepciones: Dice el diccionario de la Academia de la Lengua Castellana:
Imperialismo.Sistema o doctrina imperialista.Imperialista (de imperial).Partidario de extender la dominación de un Estado sobre otro u otros por medio de la fuerza. (2 acep.) Partidario del régimen imperial del Estado. Imperial (del latín imperialis). Perteneciente al emperador o al imperio...
Y si buscamos en un diccionario inglés-americano —el más difundido de ellos: Webster’s hallaremos explicaciones para nuestro objeto un poco menos insatisfactorias:
Imperialism.1. Imperial government, authority or system.2. Thepolicy or practice or advocacy of seeking to extend the control, dominion, or empire of a nation. Empire. 1. A group of nations or states under a single sovereign power; as the empire of Alexander. 2. A state characterized by having great extent of territories and variety of peoples united under one rule, or by having emperor as the title of its ruler.
Según puede verse la semántica preferida de la voz imperialismo ha sido política. Y, de cierto, ha habido y hay imperialismo de tal topología al que se asigna aquella prevalente significancia histórica: ella puede ser atribuible al imperio cínico, al alejandrino, al augustal, al maya, al incaico, o si se quiere al napoleónico. Empero, es el imperialismo capitalista contemporáneo al que concierne definir. Y, al hacerlo, sea valedera una reiteración: a despecho de que ya se conoce genéricamente lo que la locución “imperialismo económico” denota —tema al cual refluye con. detenimiento este capítulo— es pertinente dejar establecido que según el ángulo de estimativa desde el cual se le considere, él puede deparar contrapuestas valencias de expresión. Pues con el concepto imperialismo, aun cuando se circunscriba adjetivalmente al exclusivo distrito de los fenómenos económicos, suele acontecer lo que con el término y noción del comercio: el cual, como función económica de trueque e intercambio de mercancías, ejercicio inveterado, acaso sincrónico con el devenir de las sociedades humanas desde los albores de las civilizaciones— halló la feliz emblemática poético-religiosa de su anfibología y de sus entrañables contradicciones de comportamiento en el mito greco-romano de Hermes o Mercurio; divinidad pastoral del olimpo homérico, y más tarde, milagroso patrón de los inventos y golpes de fortuna, de los mercaderes, pero también de los ladrones. Que mucho hay del comercio, ya lícito, ya intérlope, tutelado por el veleidoso auspicio del dios que volaba al impulse veloz-de sus talares, en la sinuosa metodología del imperialismo económico: de un lado proficiente y por necesario deseable, y del otro fraudulento, avieso y subyugador, a la par que ubicuo y multiforme en todos los parajes explotables y postergados de la tierra. De aquí —y sea dicho todavía en excusable metáfora de alusión mercurial— que es menester encararlo y justipreciarlo con la bifronte mirada serpentina del caduceo...
Ya se ha visto en el segundo capitulo de este trabajo, como en la última década del siglo XIX la pugna de los dos mayores partidos políticos norteamericanos polarizó en sendas tendencias ideológicas vehementemente controvertidas: el imperialismo del Partido Republicano —denominado un poco abstractivamente “the world-power politics” por sus descollantes conductores Theodore Roosevelt y Henry Cabot Lodge— y el antimperialismo del Partido Democrático abanderado par el elocuente candidato presidencial de tres conmocionantes elecciones sucesivas: William Jennings Bryan. Ambos doctrinarismos se referían a un concepto imperialista y a una negación antimperialista de predominante índole política, más que de vigoroso contenido económico aunque éste fuera implícito. Y ambos eran atañederos a las relaciones de la federación continental norteamericana con sus dispersos —y par disperses débiles— vecinos hemisféricos del sur. Tal resultó cuando perdidoso el partido de Bryan, y tras la rápida derrota militar de España en la Guerra de Cuba, ésta quedó sujeta a la Enmienda Platt, y Filipinas y Puerto Rico anexadas; preludios de la “toma” de Panamá; de la conflictiva intervención en Santo Domingo, de la inopinada hermenéutica rooseveltiana —”enteramente imperialista en letra y en espíritu”, como dicen los historiadores Beard— y de la declaración de la política del “big-stick”—en castellano del garrote—, sobre el derecho de intervención norteamericana en Indoamérica, si nuestras repúblicas “no pueden mantener el orden y pagar sus deudas”.
Aquel periodo de luchas entre los imperialistas y los antimperialistas norteamericanos fue cronológicamente paralelo con el boyante señorío finisecular del victoriano Imperio Británico, sustentado por el Partido Conservador ingles. Y también con las audaces actitudes disidentes de los jóvenes liberales y las espectaculares del tribuno galés David Lloyd George, rebelde opositor de la guerra anglo-boer. Simultáneamente; con pasos menos altaneros pero muy eficaces, iba a la sazón abriendo su camino de partido infante el movimiento laborista; fundado en el frente \ intelectual por los mundialmente famosos prohombres de la Sociedad Fabiana: y el frente obrero por el viejo trabajador minero Keir Hardie y sus disciplinados sindicatos obreros, el Labour Party llegó a ser la voz de los trabajadores manuales e intelectuales de la poderosa sociedad industrial inglesa, guión del sistema capitalista.
Cabe recordar ahora que en 1902 apareció en el célebre libro del autor británico cuyo titulo troqueló, como se sabe, una contra definición: “el imperialismo, la última etapa del capitalismo.” Ya queda dicho cómo este rótulo fue sin más trocado, después de 1930 bajo inapelable orden de Moscú, por el de “el imperialismo etapa superior del capitalismo”. Alteración que en nada resta validez, en mi sentir, al incontestado reparo que evidentemente motivó aquella permuta de vocablos, como se verá; ni el sentido esencial que el autor le otorgo.
Ya desde los debates del Congreso Antimperialista Mundial de Bruselas en 1927 —como en mi libro de México en 1928, y en mi discurso-programa de Lima en 1931— había insistido en presentar la objeción aprista que es sin duda fundamental: “el imperialismo es la última —suprema o superior, que para el caso viene igual— etapa del capitalismo”. Pero, solo en las zonas del mundo donde el sistema capitalista ha alcanzado su máximo desarrollo: Y es la primera etapa en las regiones no industrializadas a donde el capitalismo llega bajo la forma imperialista.
Este distingo —y me tomo una breve licencia digresiva para traer a las mentes del lector mi teoría del espacio-tiempo-histórico, a la que apenas tangencialmente he de tocar aquí a guisa de aportación para el esclarecimiento— corresponde a una estimativa relativista de la historia. Según ella, en las ciencias económicas y sociales no tienen aplicación universal las leyes absolutas. Semejantemente a los fenómenos físicos —de acuerdo con la concepción einsteniana recusatoria de la del tiempo y el espacio independientes y de la absoluta gravitación universal de Newton— los de la sociología y los de la economía política —llamadas éstas, como se sabe, ciencias históricas— devienen indesligables de sus intransferibles espacio-tiempo; pues éstos son relativamente comparables a lo que en la nueva física se denominan los “campos gravitacionales”. No es dable, pues, en esas disciplinas dictar principios uibi et orbi y soslayar la relación de los enunciados concernientes a fenómenos socio-económicos con sus ámbitos cuatridimensionales de vigencia. Así se comprende que los procesos de evolución de las distintas sociedades del mundo en el pasado y en el presente no sean sino relativamente paralelas, y que los ritmos o velocidades de sus desarrollos sean diversos y correspondientes, en cada sociedad, a una insita dimensión espacio-temporal que aquellos ritmos a velocidades integran. Y así se explica también cómo lo que es superioridad o ápice en un espacio-tiempo-histórico dado, resulta inferioridad o inicio en otro. Postulado relativista mucho más patente en los casos de desplazamientos de civilizaciones y sistemas económicos, tal aconteció de Europa a America a partir del descubrimiento y la colonización. De suerte que las etapas superiores de cultura europea vinieron a ser aquí inferiores o primerizas de la cultura colonial. Y mientras en Norteamérica la civilización transportada tomó en nuevo espacio una dimensión temporánea de ritmo acelerado —cuya velocidad debía de sobrepujar a la del espacio-tiempo-histórico originario—, en Indoamérica el tránsito espacial determinó otra dimensión, por ende otro ritmo, tardo y rezagado respecto de la velocidad del desarrollo europeo y norteamericano. Y mientras en Norteamérica el capitalismo industrialista creció casi simultáneamente con el europeo septentrional, en Indoamérica —dominada por los países tecnológicamente más retrasados del Viejo Mundo— la evolución económica quedó estanca. Así fermentaron las contradicciones sociales ya antes anotadas. Y ello explica asimismo que el sistema capitalista en su modalidad financiera-industrial contemporánea advenga a este lado del hemisferio bajo la forma de imperialismo: etapa superior allí donde el sistema alcanzó su apogeo, pero etapa inferior o comenzante aquí donde el capitalismo industrial era desconocido.
A tenido, pues, a la definición de Lenin y a la objeción aprista, válgame remarcar que ambas se refieren al imperialismo como fenómeno económico; cuya más sencilla y clara identificación genérica es la que he citado en mis escritos desde 1926. Ella fue escogida de un simposium de investigadores economistas y sociólogos norteamericanos, en la conferencia de aquel año de The League for Industrial Democracy: Imperialismo puede ser usado como un término descriptivo que implica penetración económica para la adquisición de materias primas y mercados para realizar inversiones financieras.
Ahora bien, como fenómeno económico el imperialismo es el capitalismo que, bajo esa forma de penetración financiera e industrial, como inversionista prestador, o para la adquisición de materias primas y mercados, se introduce en los países no capitalistas. O valido de otras palabras: en las regiones del mundo moderno no económicamente desarrolladas donde el sistema capitalista — -ya floreciente en los países más evolucionados— recién se implanta, éste es siempre el resultado de uña penetración imperialista que proviene de aquellos países en que el capitalismo ha alcanzado su estado superior.
Todo lo cual nos autoriza a reafirmar nuestra proposición consabida: el imperialismo es la primera o inferior etapa del capitalismo en los países no industrializados; en donde este moderno sistema de producción se establece, por obra de las inversiones financieras con que opera la acción económica impartida desde los países capitalistas para la adquisición de materias primas y de mercados, y de zonas de influencia en general.
Esto sentado —y habida cuenta siempre del imperialismo como hecho económico— se puede proseguir con un razonamiento lógicamente concorde. Si el imperialismo es capitalismo y si el capitalismo es un sistema de producción inevitable para el progreso social, y un escalón ineludible en el ascenso civilizador de las sociedades, surgen estas concadenadas interrogaciones: Es el imperialismo necesario?
Y si él representa la etapa indispensable de la industrialización de nuestros pueblos retrasados en los cuales el capitalismo solo funciona bajo la forma de imperialismo, ¿por que somos entonces antimperialistas? Y Si el imperialismo es un mal, ¿debemos cerrarle el paso aun cuando él comporta la etapa capitalista que necesitamos cumplir para progresar?
Antes de responder a estas preguntas, retorno a una insistencia: el imperialismo como etapa superior del capitalismo, en los países super-industrializados, es un fenómeno económico cuya cinética consiste en el desplazamiento de sus engranajes desde sus centros focales de supremacía hacia zonas de vida económica rudimentaria. Y resulta -así que el imperialismo no solamente es el capitalismo movilizado hacia aquellos países cuyos modos de producción son pre-industrialistas, sino que es la única forma de capitalismo moderno en las dichas regiones retrasadas.
Sólo bajo la forma imperialista, tal como ha sido descrita en las definiciones precedentes, es que el sistema capitalista de producción aparece y actúa en las regiones del mundo de economía primaria o no industrializada. Y sin responder todavía a las interrogaciones acerca de si debemos cerrarle o no el paso al imperialismo —a despecho de que él representa el advenimiento del sistema capitalista -necesario para la evolución de nuestros pueblos— cabe, a prevención, adelantar aquí otro argumento: Cuando Lenin enfoca el fenómeno del imperialismo, lo hace como comunista-marxista y por tanto como enemigo máximo del sistema capitalista, al cual el comunismo tiende a destruir.
Subsecuentemente, la postura de Lenin y la de los comunistas ante el imperialismo es la misma que ellos mantienen globalmente hacia el sistema capitalista del que el imperialismo es solamente una fase, una etapa procesal de culminación. Lenin es el portavoz del comunismo y éste es una concepción filosófica y una doctrina económica y política originaria de Europa —donde el capitalismo es un sistema ya viejo— determinada por la evolución social de aquella zona del mundo cuyas características históricas, condiciones y grados peculiares de desenvolvimiento, son enteramente dispares de las de Indoamérica.
Por consecuencia, hay que decidir prevenidamente cuál es nuestro concepto del imperialismo: o es el comunista europeo, que considera al imperialismo como superior o última etapa del sistema capitalista al cual hay que destruir; o es el concepto indoamericano que considera al imperialismo como la etapa inferior o primaria del capitalismo; régimen de economía aún joven en nuestros pueblos y que significa para ellos un paso adelante de nuestros modos absolutamente feudales de producción.
Ahora bien, si el concepto del imperialismo es comunista —o sea el europeo que asevera que “el imperialismo es la etapa superior del capitalismo”, sistema por cuya destrucción lucha el comunismo— la actitud antimperialista debe ser uniforme o consonante con la de Lenin: o sea la de contribuir a derribar el sistema mismo en sus etapas superiores e inferiores. Pero si el concepto de imperialismo no es comunista o europeo, sino aprista e indoamericano, entonces el imperialismo no es “la etapa superior o final del capitalismo”, sino que es la inferior o primera y, consecuentemente, la actitud antimperialista indoamericana no puede ser la de ayudar a destruir un sistema de producción comenzante, que nuestros pueblos no controlan; por cuanto él es extraño al estado inferior en que aún se halla el capitalismo en indoamérica.
Arriesgando la redundancia, es indispensable iterar que hay una definición comunista del imperialismo y una definición correlativa, también comunista, del antimperialismo, y que ambas constituyen in toto una antología de las definiciones apristas del imperialismo y del antimperialismo. La distancia que separa a esas dos nociones discrepantes corresponde a la que existe entre los imparangonables grados de evolución cultural de los pueblos europeos y de los indoamericanos; por ende, a la absoluta disimilitud de los procesos socio-económicos de Europa e Indoamérica.
Deslindadas las incompatibles interpretaciones del imperialismo, la europea y la indoamericana —etapa superior capitalista allá, e inferior y formativa aquí—, se infieren las antagónicas orientaciones del antimperialismo europeo comunista y las del indoamericano aprista. Como se sabe, aquella va enderezada a la radical abolición del sistema capitalista mismo por la revolución del proletariado industrial ya maduro en Europa. Veamos ahora cuál ha de ser el rumbo realista que incumbe a seguir al aprismo frente a un fenómeno económico importado pero advenedizo, sin olvidar que, en principio, él entraña para Indoamérica adelanto y civilización, por significar una forma mucho más avanzada de producción.
Al reiterar las incontestadas interrogaciones que sirvieron de coyuntura a la antecedente diferenciación aclaratoria — ¿el imperialismo es o no necesario y si lo es por qué combatirlo, y si no lo es por qué tolerarlo?— debo repasar algunas tesis ya condensarlas en las copiosas citas que se han interpolado en el contexto del presente trabajo. Y la primera de las conclusiones a mi propósito pertinente es deducida así:
... el sistema capitalista del que el imperialismo es máxima expresión de plenitud, representa un modo de producción y un grado de organización económicos superiores a todos los que el mundo ha conocido anteriormente... por tanto, la forma capitalista es paso necesario, período inevitable en el proceso de la civilización contemporánea... No ha de ser un sistema eterno... pero tampoco puede faltar en la completa evolución de alguna sociedad moderna.
Este postulado corroborante de la disparidad entre las interpretaciones indoamericana y europea, del imperialismo se despliega lógicamente en las tesis doctrinarias apristas ratificadas en mi discurso de 1931 y cuya aplicabilidad, donde quiera en Indoamérica, es comprobable. Y de las citas de aquel documento, que conjuntamente figuran en el capitulo anterior, entresaco las subsiguientes premisas de planteamiento:
a) El imperialismo significa la expansión de los pueblos más desarrollados en la técnica de la producción hacia los pueblos menos desarrollados.b) El imperialismo forma parte de la fase de nuestra economía que depende de los intereses extranjeros.c) El imperialismo representa, por consecuencia, en nuestro(s) pais(es), la primera etapa del capitalismo; etapa de la industria; etapa fatal.d) Nosotros no podemos eludir esa etapa capitalista, que es un período superior al agrícola feudal: el progreso impone que después de la etapa feudal a agraria venga la edad industrial.e) Y nosotros nos proponemos —aprovechando la experiencia histórica del mundo— obtener todos los beneficios de la industrialización- procurando amenguar en cuanto se pueda todos sus dolores y todos sus aspectos de injusticia y de crueldad.
Como se ve, estas cinco primeras proposiciones si bien no corresponden a una apreciación europea del imperialismo—salvo la primera que acaso como definición global pudiera ser aceptada— sólo describen al fenómeno imperialista en su caracterismo meramente económico. Además, ellas no presentan sino uno de sus aspectos: el que puede llamarse bueno o favorable. Pero soslayan todavía el adverso u odioso, incitador de un espontáneo y vasto movimiento de opinión antimperialista indoamericano, de data originaria sin duda muy anterior a las actividades comunistas en nuestro suelo o a la misma revolución rusa.
Ello no obstante, es a partir de la fase positiva, dígase creadora, del imperialismo, en su de primera etapa del capitalismo en Indoamérica —o sea como tramo inferior de su trayectoria ascendente hacia los más encumbrados planos de la industrialización, que este análisis ha de ser valedero. Por cuanto él, de comienzo, ubica distintamente al imperialismo en nuestros países a nivel de sinonimia y equipolencia con el capitalismo contemporáneo. El cual, en virtud de su índole y alcances de sistema económico cosmopolita, irradia desde sus lejanos núcleos focales y viene a arraigarse, bajo cualesquier formas de penetración, para dominar y atraer hacia su irresistible radio de influencia a todos los modos nativos y retardados de economía que encuentra a su paso, y que, en mayor o menor grado, devienen subsidiarios del adventicio, más tecnificado y solvente.
De suerte que al enjuiciar al imperialismo desde el ángulo de su acción progresiva en las zonas retrasadas, y conocidas internacionalmente bajo - el apelativo de cuño anglo-sajón como “backward-peoples”; es congruente considerar sus circunstancias. Menciono de nuevo mi libro de 1928 al reproducir los rasgos generales de la penetración imperialista que entonces anoté: El imperialismo, que implica en todos nuestros países el advenimiento de la era capitalista industrial bajo formas características de penetración, trae consigo algunos de los fenómenos económicos y sociales que produce el capitalismo en los países donde aparece originariamente: la gran concentración industrial y agrícola, el monopolio de la producción y circulación de la riqueza; la progresiva destrucción o absorción del pequeño capital, de la pequeña manufactura, de la pequeña propiedad y del pequeño comercio, y la formación de una verdadera clase proletaria industrial.
... el obrero de pequeña industria y el artesano independiente, al ser captados par una nueva forma de producción, con grandes capitales, recibe un salario seguro y más alto devienen temporalmente mejorados, se incorporan con cierta ventaja a la categoría de proletariado industrial: venden su trabajo en condiciones más provechosas. Así ocurre también con el campesino pobre, con el peón y con el siervo indígena: al proletarizarse dentro de una gran empresa manufacturera, minera o agrícola, disfrutan casi siempre de un bienestar temporal. Cambian su miserable salario de centavos, o de especies, por uno más elevado que paga el amo extranjero, siempre más poderoso y rico que el amo nacional. Es así como el imperialismo en los países de elemental desarrollo económico es factor determinante de la formación y robustecimiento de una genuina clase proletaria moderna... El proletariado industrial que va formando es, pues, una clase nueva joven, débil, fascinada por ventajas inmediatas cuya conciencia colectiva solo aparece al confrontar más tarde al rigor implacable de la explotación dentro del nuevo sistema.
Por eso, además de determinar el gran capitalismo una etapa económica superior a la precedente del pequeño capital —como la industrialista es una etapa superior a la feudal— las masas trabajadoras que se transforman en proletariado moderno no perciben la violencia de la explotación del ‘imperialismo hasta mucho más tarde. El tipo del imperialismo moderno —especialmente el imperialismo norteamericano tan avanzado y refinado en sus métodos— solo ofrece ventajas y progreso en su iniciación.
Los supracitados parágrafos sintetizan y refuerzan nuestra tesis de que el imperialismo —primera etapa del capitalismo en Indoamérica— aporta el sistema económico transformador de un régimen feudal-comercial agro-pecuario y minero en otro ya tecnificado, de dirección industrialista; el cual establece innovados renglones de exportación de materias primas y de elaboración incipiente de determinadas manufacturas, en vasta escala. Determina así condiciones relativamente paraleladas a las que deparó la génesis del sistema capitalista en las zonas del mundo donde tuvo su origen y ha evolucionado hasta su curva cenital; cuyo paralelismo —que se debe subrayar: solo es relativo— está determinado por tres características diferenciales de dimensión espacio-temporal: la evolución desigual de las economías de Europa e Indoamérica; los contrastes entre el capitalismo como sistema naciente, y el capitalismo como sistema importado, y la disimilitud entre el industrialismo que hace la máquina y el que sólo la maneja. Por consecuencia, el distinto tipo y nivel cultural de un proletariado de selección, productor de mercancías siderúrgicas y de refinada manufactura —que requiere adiestrados trabajadores expertos— de la improvisada, y de calificación menos requerida, clase obrera joven que labora en minas, petróleos, empresas agrícolas tecnificadas, o en la producción de derivados o de factura industrial no-pesada.
Además, la transformación socio-económica, que el imperialismo determina en los países indoamericanos no asume las dramáticas peculiaridades que tuvo la llamada “revolución industrial” inglesa —tan pronto propagada a las comarcas aledañas de Europa— primera etapa del joven sistema capitalista moderno. A los países situados en la región europea industrial o más allá, longitudinalmente, en dirección perieca de ella —Estados Unidos, Rusia, Japón— el industrialismo se extendió, pero sin variar de estructura, de tipo de producción, de categoría modal: es el industrialismo que hace la máquina, aunque comenzó por importarla de Inglaterra o de la contigua región nórdica europea rápidamente tecnificada. Pero cuando— la difusión capitalista derivó latitudinalmente, en el sentido de los meridianos, o sea rumbo hacia el hemisferio sur —parificación hasta ahora valedera en los anales de la dinámica procesal del antimperialismo—no fue para establecer una industria pesada, o que por tal carácter se puede llamar también septentrional, nórdica o tramontana. Que no, en estas regiones del austro económico, y como ya he recalcado
... las industrias que establece el imperialismo en las zonas nuevas no son casi nunca manufactureras, sino extractivas, de materia prima, o medio elaboradas, subsidiarias y subalternas de la gran industria de los países más desarrollados. Porque no son las necesidades de los grupos sociales que habitan y trabajan en las regiones donde aquéllas se implantan las que determinan su establecimiento: son las necesidades del Capitalismo imperialista las que prevalecen y hegemonizan. La “primera etapa del capitalismo” en los pueblos imperializados no construye la máquina, ni siempre forja el acero; o sólo fabrica sus instrumentos menores de producción. La máquina llega hecha y la manufactura es siempre importada. El mercado que la absorbe es también una de las conquistas del imperialismo, y los esfuerzos de éste tenderán persistentemente a cerrar el paso a toda competencia por trustificación del comercio. Así es como al industrializarse los países de economía retardada, viven una primera etapa de desenvolvimiento lento, incompleto.
Hasta aquí quedan diseñados los lineamientos distintivos del imperialismo económico, primera o inferior etapa del capitalismo en Indoamérica; la cual es para sus pueblos inevitable, porque ella significa modernización y tecnificación de su economía e, históricamente, progreso social. Por manera que desde este punto de vista, el vocablo y el fenómeno que aquél designa como imperialismo son identificables con el sistema capitalista de producción en su periodo y modalidad indoamericana. Pero en virtud de la índole misma de este sistema —del cual es proyección y resultante la forma imperialista que él adopta para penetrar a los países de bajo nivel económico como los nuestros—, su abolición no es tarea histórica de los pueblos situados a la retaguardia de la marcha económica. Primero, porque los ejes y ruedas mayores del sistema no están asentados en nuestros escenarios, y segundo, porque al tenor de los mismos textos marxista-socialista-comunistas, es el “proletariado culto que ha alcanzado un amplio desarrollo” el protagonista histórico destinado a derribar el ordenamiento socio-económico del capitalismo. Este proletariado industrial no es el de los países imperializados, de economía subsidiaria y de producción unilateral, circunscripta; aún muy vinculado a las extensas -masas de jornaleros del campo, que Marx englobaba en el Lumpenproletariat: Los trabajadores agrícolas —elementos muy numerosos en la mayor parte de los países— eran para él, “bárbaros nativos”, “trogloditas” que no constituían una clase, y que no eran capaces, por tanto, de defender sus intereses de clase. Por ahora “ellos no pueden representarse a sí mismos, deben ser representados”. Para Engels, estos trabajadores eran “máquinas de trabajo, no hombres”.
Empero, el imperialismo, que es el sistema capitalista en nuestros pueblos, a despecho de que significa un régimen de producción más avanzado, más civilizador que el feudal dominante en Indoamérica, no redime a los trabajadores de la injusticia, aunque eventualmente mejora sus condiciones de vida y sus relaciones con la clase patronal. La explotación del hombre por el hombre continúa bajo nuevas formas, y a la brutalidad y miseria de la servidumbre esclavizante impuesta por el latifundismo en todas las ramas de labor que se rigen por sus métodos, suceden otras desigualdades y otros excesos. Cierto es que la industrialización imperialista posibilita la organización sindical de los productores, y esta innovación constituye una de sus más remarcables ventajas. Mas el mayor peligro que el imperialismo encierra para los pueblos en cuyos perímetros nacionales se produce la penetración capitalista es el de que a la par que económico devenga imperialismo político.
Cuándo es que aparece manifiestamente en Indoamérica esa conjunción del imperialismo económico y político en sus aspectos mas agudos y violentos?
Para responder a esta cuestión es menester substanciar en muy concisas líneas una larga e intrincada historia. El imperialismo, como exportación de capitales, lo inicia Inglaterra que fue el país capitalista industrial más avanzado de Europa: “Comparadas con las de otros países las inversiones británicas han actuado como pioneros en el descubrimiento y apertura de nuevos campos de desarrollo”, escribe C. K. Hobson, en la página 122 de su autorizado libro The Export of Capital de 1914. Y en mi libro de 1928 cito a un historiador mexicano, Pereyra, cuando asevera con lujo de datos, que “de 1818 a 1825” —es decir, hasta apenas un año después de la Batalla de Ayacucho y cuando todavía los últimos empedernidos españoles de Rodil no se habían rendido al gobierno de Bolívar y resistían en el castillo del Real Felipe del Callao— “ya por vía de empresas, ya por empréstitos”, Inglaterra suscribió, según se calcula, “cerca de 56 millones de libras esterlinas nominales; cifra entonces de consideración para la refacción de gobiernos poco boyantes”. Y Chile, Gran Colombia, Perú, Buenos Aires, Brasil, México y Guatemala contrataron de un millón a más de cuatro millones de esterlinas por Estado. A su vez, C.K. Hobson anota: “:...el capital británico en Sudamérica invertido en bancos y ferrocarriles se estimó en 1866 como tres veces mayor que lo que había sido diez años antes.”
Y lo demás de la historia es bien conocido: el extraordinario progreso económico de los Estados Unidos a partir de su Guerra Civil —que movilizó en las fuerzas federales del presidente Lincoln a 2.898,304 hombres y en las escisionistas del insurrecto general Lee a 1.300.000 y cuyas pérdidas suman 359.528 muertos de los vencedores y 258 mil, de los vencidos —fue la consecuencia política del triunfo de los principios Lincolnianos de “unión y libertad”, y del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”: “Creía Lincoln que el ideal de una sociedad sin clases, podía ser llevado a la práctica tanto política como económicamente, por obra de “una clase democrática grande e independiente de pequeños propietarios”. Pero esta aspiración de estirpe aristotélica que el presidente compartió con el gran poeta Walt Whitman —quien a lo largo de toda su vida aumentó un odio enconado en contra de la opresión y desigualdad de las clases—fue truncada por las balas que asesinaron a Lincoln, cuya obra echó las bases de los nuevos Estados Unidos. En ellos “la unión debe ser y será preservada” —el lema de Jackson.— y su democracia no puede ser “por mitad esclavistas y por la mitad libre”.
Es muy significativo que simultáneamente con la cruenta Guerra Civil de los Estados Unidos, vale decir cuando el país del norte se hallaba debilitado e incapaz de actuar en defensa del hemisferio, se produjeron las dos postreras y frustradas aventuras de gran formato del imperialismo político europeo: La invasión de México, con el fugaz y sangriento señorío de Maximiliano de Habsburgo, y la incursión española en las islas guaneras del Perú y el ataque a los litorales de ellas, fronteros en el Pacifico sudamericano, por la escuadra de Isabel II. Las derrotas de los invasores europeos en ambos casos se consumaron primero en el Callao —el 2 de mayo de 1866 — y después en Querétaro —el 19 de junio de 1867— trece y veintiséis meses más tarde del total desastre del General Lee y del grueso de su ejército escicionista en Peterburg —el 2 de abril de 1865— cuando la bandera de la Unión norteamericana pudo flamear ya invicta en Richmond, la capital de los esclavistas rebeldes. Y es significativo que por un modo u otro aquellas guerras que conflagraron a ambas Américas hicieron patente la actualidad y trascendencia de la unión continental, ya por los fines concretos de la del Norte, ya indirectamente por las urgencias defensivas de la del Sur. Si Indoamérica hubiese estado unida, España y Francia no se habrían atrevido a atacarla; si México hubiese sido inmediatamente socorrido por tropas centro y sudamericanas la derrota francesa habría sido mucho más rápida y la unidad indoamericana tal vez hubiera sido el corolario de ese triunfo. Pero los gobernantes de nuestros países en aquella época no abarcaron la repercusión histórica del triunfo de Lincoln en los Estados Unidos; ni columbraron las proyecciones del inmenso poder de una federación continental por cuya unidad habían inmolado sus vidas, con el presidente, más de seiscientos mil de sus conciudadanos. Guerra de la cual no quedaron odios revanchistas, ni militarismos traficantes del fratricidio a despecho del llamado “black terror”, porque el pueblo que la ganó para su unión y libertad se puso a arar los campos de batalla con los mismos caballos de los cuales se había servido para formar sus aguerridos escuadrones de lucha.
Excepto en las mentes de profesionales, agitadores odiosos o en las lenguas de profesionales sureños, las pasadas antipatías divisorias quedaron olvidadas, y el Norte y el Sur emprendieron pacíficamente el camino de la reunión: aún lo acontecido más recientemente aparecía ya remoto y extraño.
De la guerra del Norte resultó la unión que es grandeza y es poder; de las guerras del Sur quedó el aislamiento y la debilidad. México se batió solo, y solo venció y castigó a su invasor, logrando así las reformas liberales del Benemérito Juárez, pero para recaer más tarde bajo la dictadura militarista del infaltable “general-salvador-restaurador” —plaga de Indoamérica— de cuyo aferrado despotismo sólo lo libertó la Guerra Civil de 1910 que emancipó a su campesino esclavizado e inauguró una saludable vida democrática. Al Sur: Perú, Chile, Ecuador y Bolivia, que hubieron de aliarse para enfrentar la nueva agresión española hasta aplastarla en 1866, desataron los lazos de aquella unión sellada por el triunfo. Acaso si José Gálvez —el jefe del liberalismo peruano, ministro civil de La Guerra, y conductor de la victoria del Callao— no hubiese muerto heroicamente en la batalla, su influencia y su previsión habrían podido echar las bases de la confederación del Pacifico, llamada a transformarse en la bolivariana de Indoamérica. Pero en el Perú quedó vivo, para escamotear al mártir de la victoria, uno de los usurpadotes más protervos y de los traficantes de la riqueza y de la sangre de nuestros pueblos más desfachatados, que haya producido el tenebroso caudillismo militarista indoamericano: el ex-General Mariano Ignacio Prado. Al cual tras un ominoso derrocamiento, y ya de nuevo parapetado en la presidencia del Perú, cupo ignominioso papel preeditor en la guerra que este país y Bolivia, aliados, tuvieron con Chile en 1,879.- Y fue aquella lucha entre pueblos hermanos la que imposibilitó el intento de vializar el plan federacionista —con miras a la organización de los Estados Unidos del Sud-Pacifico— programado por el Partido Demócrata del Perú, fundado por Nicolás de Piérola, de cuyos propósitos americanistas ya se ha hecho referencia.
Lo expuesto sirve sólo a demostrar que de las mayores peripecias guerreras acaecidas en ambas Américas a mitad de la centuria pasada —la Guerra Civil en la del Norte y las agresiones europeas a México y a los países americanos del Pacífico Sur— resultó allá, Río Bravo arriba, la coherencia de un pueblo-continente, al que los cerrados intereses de una oligarquía esclavista y de un militarismo áulico pretendieron vanamente dividir; y aquí, Río Bravo abajo, precisamente lo inverso: el triunfo de la debilitante desunión y la prepotencia del encallecido feudalismo comarcano pretoniamente escoltado por el caudillaje castrense, nuestro máximo divisor. De esta suerte la federación norteamericana ingresó en la ruta de su destino protagónico hacia lo que Hegel llamaba “el teatro de la historia universal”; y el mapa económico del Nuevo Mundo fijó las lindes de sus contrastados escenarios: junto a los crecientemente poderosos Estados Unidos del Norte, los inermes y balcanizados Estados Desunidos del Sur.
Esta dicotomía de una América cohesionada y democrática confinante con otra dividida y tiranizada —.aquélla, por compacta, poderosa y segura de si misma, y, por democrática, encaminada a confiado paso hacia la justicia y la cultura; en tanto que ésta, por parcelada endeble y disminuida y, por tiranizada, pesimista y retardataria— es fundamental en el enjuiciamiento histórico del imperialismo. Por cuanto al normar en ella la justipreciación del fenómeno y de su consubstancial complejidad problemática se discierne la dualidad de sus causas históricas y —ya en el plano del criterio político—Se comparten las responsabilidades. Con efecto si “el imperialismo significa la expansión de los pueblos más desarrollados en la técnica de la producción hacia los pueblos menos desarrollados”, en el caso americano, aquel mayor incremento de los del Norte y, consecuentemente, su distensión hacia los vecinos meridionales menos evolucionados, destaca una desuniformidad cuya causal importa invenir y poner de relieve.
Se ha dicho mucho —y el asunto es casi tópico— de la imparidad de las condiciones geo-climáticas, y de las riquezas ubérrimas que forman la natural dotación del pingüe suelo norteamericano. Cierto es todo ello. Más de una vez he discurrido, transitándolo y reparándolo, que ese continente sobre el cual se han estructurado dos federaciones democráticas de estilo institucional anglo-sajón —Canadá y Estados Unidos— es “una Europa expandida”. A diferencia del territorio continental e insular indoamericano —de todas las Indias Occidentales, que es lo que yo llamo Indoamérica: las que fueron hispánicas y lusitanas, las francesas, inglesas y holandesas el de Norteamérica, en total, reúne, a mi ver, las gradaciones y variantes del paisaje europeo que conozco. Desde las escandinavas y nor-escocesas hasta las peninsulares itálica y balcánica, sin marginar los correlatos esteparios turcos y caucásico, del panorama tejano. Pero vale poner énfasis en lo que va dicho arriba: se habla de Norteamérica enteriza, parangonada con Europa también en su magnitud continental; no de los Estados norteamericanos aislados. Que si se tratase de 48 repúblicas independientes y soberanas, amuralladas por patriotismos aduaneros, émulas unas de otras, por ende alardosas, díscolas, xenófobas y militaristas —secuela inevitable de los complejos del enanismo, tal lo demuestra Jonathan Swift en su calador análisis de las relaciones internacionales entre los orgullosos imperios de Lilliput y Blefuscu— no se podría aludir a pujanza ni recursos. Tampoco seria valedero paralelar paisajes. Por cuanto en unos y otros la resultante, como el trasfondo, es suma, es unidad. Y de aquí arranca la primera secuencia de este breve enfoque:
En la asimetría política del hemisferio en el que una de sus partes —cuantitativamente la menor pero por su unidad cualitativamente la mayor—, forma un ancho y sólido Estado-Continente, y es vecino de 20 inconsistentes Estados-naciones, cuyas áreas totalizan más del doble del perímetro territorial de aquél y demográficamente lo igualan, radica la causa principal de la expansión del sector mas desarrollado hacia el que lo es menos en la técnica de producción. Pues aun admitiendo los diagnósticos y pronósticos bastante desencantadores de algunos opinantes expertos u oficiosos acerca de la dudosa aptitud o adecuación de nuestra América para el industrialismo manufacturero, bastaría la unión de ella, para restablecer, con la simetría política, el equilibrio económico. Lo cual no es aventurado aseverar, si se recuerda que aún como productora de materias primas en alta escala, y mediante la tecnificación agro-pecuaria, y minero-petrolera, la economía indoamericana llegará a ser tan indispensable a la que es su vecina como ésta a aquella. Y si a tal progresiva interdependencia se adicionara una concordante planeación unificadora, el exceso de presión expansiva del núcleo más poderoso encontraría cauce, tope y contrapeso:
Si la presión imperialista vence a nuestra resistencia nacional, el equilibrio que resulte no será el de la convivencia libre y justa: será el falso e intolerable equilibrio de hoy. Pero si nuestra resistencia detiene la presión del imperialismo —en economía como en física parecen gobernar los mismos enunciados— habremos salvado el equilibrio de la justicia. Crear la resistencia antimperialista. indoamericana y organizarla políticamente es la - misión histórica dé estos veinte pueblos hermanos.
Y dicho y repetido está: forjar, erigir esa resistencia y dotarla de un orgánico dinamismo político sólo será hacedero si se acomete inicialmente la empresa de unir estos veinte pueblos hermanos; contenido y designio del antimperialismo constructivo aprista. Por las obvias razones tantas veces aducidas: porque “el imperialismo es, esencialmente, un fenómeno económico que se desplaza al plano político para afirmarse. Y porque es, habida cuenta de esta doble fase de penetración y agresividad, como general y peyorativamente se le conoce, define y conceptúa.
Queda dicho también que el imperialismo, “primera etapa del capitalismo moderno en los países no industrializados “es inevitable; por cuanto él representa comparativamente en estas zonas de economía retardada lo que significó la “revolución Industrial” en las comarcas continentales, en donde el capitalismo es proveniente de una larga y oriunda gestación. Luego —nunca será demasía reiterarlo— lo que es debido controlar, lo que si es evitable, es el imperialismo político concurrente. Para conseguir uno y otro fin, la reforma institucional del Estado, y su fortalecimiento por la unión de las repúblicas de Indoamérica, son imperativos perentorios.
VÍCTOR RAÚL HAYA DE LA TORRE
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