julio 16, 2010

Informe político presentado por Betancourt en la IX Convención Nacional de Acción Democrática (1958)

INFORME POLÍTICO PRESENTADO EN LA IX CONVENCION NACIONAL DE ACCION DEMOCRATICA
Rómulo A. Betancourt
[12 de Agosto de 1958]

Compañeros de la Novena Convención Nacional de Acción Democrática:
Este informe político tiene, necesariamente, que ser a grandes rasgos porque abarcará más de una década de vida partidista. Tendrá peculiaridades de dramático acento, ya que en lo referente a un largo lapso de nuestra vida de Partido, a los primeros cinco años de clandestinidad, deberá ser analizado y enjuiciado sin la presencia física entre nosotros de quienes entonces estaban en el timón del Partido y que hoy nos acompañan sólo con la presencia imperece¬dera de su recuerdo: Leonardo Ruiz Pineda y Alberto Carnevali.
ACCIÓN DEMOCRÁTICA, PARTIDO DE COMANDO COLECTIVO
Pero Acción Democrática que ha sido, es y será un Partido de comando y solidaridad colectivos, resulta siempre apto para analizar todas las situaciones vividas por la Organización y las responsabilidades asumidas por ella como algo que a todos nos compete, y en los aciertos y errores todos sabernos asumir la cuota-parte que nos corresponde. Este Partido nació hace veintiún años con sus mismas características de hoy, como Organización que nunca ha girado en torno al mesianismo caudillista sino como entidad política moderna y revolucionaria, y en todas las circunstancias de su vida ya larga, en la cual ha afrontado los más diversos avatares, siempre fue conducida no por individualidades imperiosas, sino por comandos grupales. Esta circunstancia le da a nuestra Organización posibilidad de enjuiciar sus éxitos y sus descalabros, como balance positivo o negativo de una gestión compartida por direcciones pluripersonales, y no como resultado de la clarividencia o de la incapacidad de un jefe.
Aun cuando se trata de un estilo de vida partidista conocido perfectamente de toda nuestra vasta militancia, no resulta inoficioso este introito. Porque en este momento de hacer un recuento y balance de nuestra labor de diez años y de otear los rumbos que nos conduzcan en el futuro hacia el cabal cumplimiento de nuestras responsabilidades históricas con Venezuela, resulta de utilidad reafirmar conceptos que forman parte sustancial de nuestra manera de ser y de nuestra manera de comportarnos. Si no fuera así, resultaría mezquino y desintegrador un debate en el cual se personalizara en éste o aquel compañero lo que de positivo o de negativo se haya hecho durante los años corridos entre mayo de 1948 en que se realizó la VIII Convención, y este agosto de 1958 en que de nuevo podemos congregarnos para discutir nuestros problemas de Partido y las grandes cuestiones nacionales.
EL 24 DE NOVIEMBRE DE 1948
A raíz del derrocamiento de gobierno constitucional presidido por nuestro ilustre y querido compañero Rómulo Gallegos, adoptó la primera dirección nacional clandestina del Partido el atinado acuerdo de no enfrascarnos en el debate de las causas que produjeron el 24 de noviembre. Teníamos por delante la recia tarea de conducir al pueblo de Venezuela a la lucha contra la usurpación y hubiera sido actitud suicida la de entregarnos en esos momentos al casi masoquista empeño de analizar por qué fue derrocado nuestro gobierno. No se trataba de adoptar una cómoda posición de avestruz que hunde el cuello en la arena, porque también acordó ese primer comando en la clandestinidad que el debate sobre lo sucedido se realizara al reunirse una Convención Nacional del Partido, ya recuperado por Venezuela el imperio de las libertades democráticas.
En sus líneas fundamentales esta justificada y clarividente decisión del CEN fue cumplida disciplinadamente por su militancia. Pero no resulta un secreto para ninguno de nosotros que durante los primeros años posteriores al 24 de noviembre de 1948, que abriera para Venezuela una década de opresión, fueron esos sucesos objeto de continuas controversias en las cárceles, en la clandestinidad y en el exilio. Hoy, a distancia de una década, ha disminuido, sin desaparecer, el interés de la militancia por ese acontecimiento, pero también se aprecia ahora mayor serenidad para enjuiciarlo y por eso pueden ser revisados esos sucesos con métodos analíticos y fríos y sin derivar hacia la despersonalizada actitud del historiador profesional, sino con la intención confesa de extraer lecciones que guíen y orienten nuestra conducta futura.
El 24 de noviembre no puede ser apreciado en su real dimensión si se olvida el marco histórico dentro del cual se realizó nuestro ascenso al poder. Llegamos al gobierno el 18 de octubre de 1945, no como resultado de una insurgencia popular sino de un golpe de Estado. No obstante que el régimen entonces gobernante había cerrado los caminos del sufragio libre y de que el pueblo se encontraba en lamentables condiciones económicas, tratamos de evitar hasta el último momento la solución de fuerza; y es materia de historia, irrebatible, la magnitud del esfuerzo conciliatorio realizado por nuestra Organización para hallarle una salida evolutiva y pacífica, pero compatible con la dignidad de la República, a la profunda crisis que vivía Venezuela. Esos esfuerzos resultaron fallidos y se produjo el 18 de octubre. Llegamos al gobierno y en tres años de gestión de la cosa pública, dejamos impresas en obras administrativas y en normas legales la impronta de nuestro ideario revolucionario. No nos limitamos a garantizar y a presidir las primeras elecciones realmente libres de la historia nacional, y a moralizar la administración pública, gestiones que bien hubieran podido realizar equipos demoliberales. También ofrecimos la primera oportunidad a los trabajadores de Venezuela para organizarse sin cortapisas en la ciudad y en el campo, y se puede decir, sin que nadie pueda rectificarlo, que fue durante el trienio 45-48 cuando el movimiento obrero venezolano adquirió verdadero desarrollo; revisamos las relaciones del Estado-Empresas en la industria petrolera con un sentido de anti-imperialismo realista y no palabrero, y la fórmula 50-50, que entonces se conceptuó como la adecuada y justa, irradió más allá de nuestras fronteras y contribuyó al despertar redentista de los pueblos petrolíferos del Medio Oriente; se dieron pasos positivos hacia la realización de una reforma agraria y en Ley promulgada en 1948 dejamos articulados en un estatuto legislativo nuestros definidos planes para modificar en el campo los sistemas de producción y de tenencia de la tierra, a favor, conjuntamente, de las masas campesinas desposeídas y del desarrollo agrícola nacional. Con la Corporación de Fomento creamos el instrumento que iba a darle impulso a una industria nacional vigorosa, base irrenunciable para la creación de una economía autónoma y propia; y por último, mediante una reorientación de los ingresos fiscales -sustancialmente acrecidos por una nueva y resuelta política fiscal de mayores gravámenes a las rentas y de disminución de los impuestos que inciden sobre el consumidor- comenzamos a atender los grandes problemas que tenía planteado el país: vivienda, salubridad, educación, electrificación, servicio público, transporte marítimo y aéreo.
Seríamos unos narcicistas miopes si afirmáramos que esa política de definido signo nacionalista y revolucionario se cumplió sin fallas y errores. Incurrimos más de una vez en vacilaciones y en titubeos. Pero lo cierto es que en su conjunto esa política se ajustó a nuestro programa y que aun cuando no llegó a solucionar los problemas que a través de un siglo de vida republicana venían gravitando sobre los hombros de las mayorías venezolanas, es indudable que el pueblo sabía comprender y apreciar cómo era a favor suyo que se administraba y se legislaba. Dentro del régimen democrático no se ha descubierto un sistema que pueda sustituir a los resultados de los comicios para apreciar el grado de popularidad o desprestigio de una gestión de gobierno, y es un hecho bien sabido que en los tres procesos electorales realizados entre los años 46 y 48, el 70 por ciento del electorado sufragó por la tarjeta blanca.
Esa política que así tenía el consenso y respaldo de las mayorías nacionales concitó poderosas resistencias. Los sectores económicos criollos y extranjeros que veían afectados sus exagerados privilegios, no ocultaban su enemistad a ese estilo nuevo de gobernar. La casi totalidad de la prensa periódica nos era hostil y todos los Partidos, los anteriores al 18 de octubre y los organizados al amparo del clima de libertades públicas por nuestro gobierno creado, formaron un intransigente frente unido de oposición al régimen de A.D. Con ecuanimidad de juicio debe decirse que al evaluar esa actitud de los Partidos Políticos no resulta fácil señalar a quién le cabe mayor responsabilidad por esa feroz pugna interpartidaria, si a nosotros, demasiado arrogantes por ese millón de votos con que nos respaldaba el pueblo, o si a las demás organizaciones, que al hacernos una enconada oposición, olvidaban que ella contribuía a socavar las bases de un orden de cosas donde habían podido actuar legalmente unas organizaciones que hasta entonces no disfrutaron de cabal libertad de acción, y nacer, actuar y desarrollarse otras. Pero lo cierto es que existió durante ese trienio una verdadera guerra civil incruenta entre los Partidos Políticos y una manera casi animal de embestirse mutuamente. Fue por la brecha abierta en el frente civil por donde irrumpió la asonada militar del 24 de noviembre. En una América Latina donde existe un evidente sistema de vasos comunicaciones entre los pueblos que la integran, ese acontecimiento no fue sólo resultado de factores estrictamente venezolanos. Fue también expresión local de una marea de ascenso dictatorial que se había iniciado en la Argentina de Perón y que repercutió en Lima pocos meses antes del 24 de noviembre con el derrocamiento del gobierno constitucional y la instauración de la dictadura de Odría. Dentro de esa ley de flujo y reflujo que ha signado la historia política contemporánea latinoamericana, era aquel un momento de ascenso en la marea reaccionaria y es de pensarse que dentro de la situación internacional de aquella hora, cuando parecía inminente una tercera guerra mundial y las pugnas entre Oriente y Occidente amenazaban con desembocar en estallido bélico, esas cuarteladas recibieran estímulo y aliento de quienes creían mejor garantizada la seguridad continental por gobiernos autoritarios que por gobiernos democráticos.
El 24 de noviembre fue resultado de esa confluencia de factores. Apreciado ese hecho con perspectiva crítica podría decirse que el mayor error cometido por el Gobierno y por el Partido fue el de confiarse demasiado en que un régimen nacido con un impresionante aval de respaldo colectivo y presidido por un venezolano de tan ilustres ejecutorias, estaba a cubierto del riesgo de la subversión.
No se apreciaba suficientemente que ese riesgo amenaza y amenazará quién sabe por cuánto tiempo a los regímenes democráticos de América Latina, porque aún en nuestros pueblos actúan poderosos sectores sociales inadaptados al clima de las libertades públicas y porque la tradición española del "pronunciamiento" ha dejado su secuela en grupos militares. Lo aprueba así el hecho de que aún en países de una vida republicana menos accidentada que la nuestra, y donde ha sido más normal el proceso de los gobiernos nacidos de elecciones, también se han apreciado en los últimos tiempos fenómenos similares al que vivió y sufrió Venezuela el 24 de noviembre. Colombia y Cuba, para citar dos ejemplos bien conocidos, han visto suplantado en los últimos años el sistema representativo de gobierno por la omnímoda voluntad de dictadores militares. Ese exceso de confianza del gobierno y del Partido en la gran fuerza moral que respaldaba el régimen democrático fue, posiblemente, la causa que los llevara a no movilizar, como alerta y prevención a los conspiradores, a las multitudes laboriosas y a conducirlas a la calle, cuando aún no se había consumado la traición del Estado Mayor de entonces a su compromiso con la ley y con la República. Esa movilización hubiera sido perfectamente posible, porque es falsa la teoría de que para aquel momento estaba ya quebrantada la fe del pueblo en su gobierno. Testimonio de que esa fe estaba intacta lo dio la masiva concentración realizada en Caracas el 18 de octubre de 1948, un mes antes de la asonada y que fue la asamblea multitudinaria más numerosa que para entonces se hubiera realizado en Venezuela. Y es pueril la creencia que algunos tienen, o simulan tener, de que esa movilización no se realizó por temor a ver al pueblo en la calle y de que ya en ella resultara incontrolable. En otras ocasiones -concretamente, en enero de 1946- fue mediante la detención de un grupo de conspiradores y de una enérgica movilización del pueblo como pudo paralizarse un peligroso conato de subversión; y en ese momento, ni el Partido ni el gobierno dudaron de la eficacia de la presencia caudalosa del pueblo en la calle para paralizar la rebelión reaccionaria. No puede dejarse sin señalamiento el hecho de que en nuestras propias filas había cierto escepticismo acerca de la verdad de los complots sediciosos. Tanto voceó la oposición que la Junta Revolucionaria inventaba movimientos subversivos inexistentes con fines e intenciones turbias que la prédica reiterada sembró en algunas zonas del Partido dudas acerca de la autenticidad de los planes sediciosos.
Parece, sin embargo, que no puede caber duda de que el mayor error cometido en los días que precedieron al 24 de noviembre, fue el de no haber utilizado a su debido tiempo, y junto con determinadas medidas de gobierno, ese poderoso instrumento de soporte de los regímenes democráticos constituido por la acción y presencia de las multitudes en las calles. Y más, cuando se ha podido comprobar posteriormente que una porción muy apreciable, tal vez mayoritaria, de la oficialidad de las distintas armas, no estaba implicada en los manejos conspirativos del Estado Mayor, realizados por un pequeño grupo de Jefes enquistados en el Ministerio de la Defensa y quienes utilizaron para llevar adelante sus planes los mecanismos de la sujeción disciplinaria y del respeto a las órdenes impartidas por los altos comandos castrenses.
Las lecciones de lo ocurrido en ese 24 de noviembre, que nuestra historia recogerá como un día de infamia para sus autores, son valederas tanto para A.D., cama para las otras organizaciones políticas. La más importante de ellas es la de que las naturales diferencias ideológicas entre las colectividades políticas deben dirimirse en planos de serenidad y que cualesquiera que sean los criterios contrapuestos que se profesen para enjuiciar los problemas del país y sus posibles soluciones, el enguerrillamiento interpartidario, el canibalismo político, ya no deben reaparecer en Venezuela. Recordando el 24 de noviembre, todos los Partidos y grupos sociales de vocación democrática deben atemperar la discordia ideológica, porque las zanjas que ella abre cuando se exacerba crean el clima propicio a la recurrencia dictatorial.
La segunda lección es la de que los partidos democráticos -y el nuestro en singular posición por la forma como influye sobre la vida el país- deben mantenerse en permanente estado de alerta para la defensa de las instituciones democráticas pues sobre ellas seguirán gravitando peligros y acechanzas mientras un firme respeto a los sistemas de derecho no se haya afirmado definitivamente en la mente de todos los sectores, civiles y militares, de la nación.
Y, por último, debe realizarse una labor de conjunto por todas las colectividades democráticas para limar malentendidos y suspicacias entre las Fuerzas Armadas y los Partidos Políticos, porque uno de los factores de mayor rango que contribuyeron a la peripecia regresiva del 24 de noviembre, fue la malintencio¬nada prédica que desde el Estado Mayor de entonces se irradió hacia Academia Militares y hacia Cuarteles en el sentido de que A.D. alimentaba la idea de substituir los cuadros regulares de la institución castrense por milicias populares.
Se ha especulado por gentes que no profesan simpatías a nuestra Organización con la tesis de que si no se pudo prevenir el cuartelazo de noviembre fue debido a un proceso de desmoralización operando en las filas del Partido, por la acción corrosiva y corruptora del Poder. Según esa acomodaticia y feble teoría, la gente de Acción Democrática se había burocratizado y había perdido su antigua combatividad. Las especulaciones en ese sentido que pudieron formularse en las postrimerías del 48, quedaron hechas trizas con las páginas inmortales que escribió nuestro Partido durante los diez años de la resistencia.
LA RESISTENCIA
El Partido había cometido errores en su gestión de gobierno. Hubo fallas administrativas, desaciertos políticos y dimos más de una demostración, especialmente en las pequeñas comunidades de la provincia, de una intolerancia agresiva hacia las minorías opositoras. Pero, como contrapartidas que favorablemente balancean esos desaciertos, dos logros se apuntan en el haber de nuestra Organización: el de haber demostrado una voluntad firme y sostenida de procurarles soluciones a los problemas del país, aplazados por décadas de incuria gubernamental; y la de haber sido inexorables con nosotros mismos en lo que se rehere a la pulcritud en el manejo de los dineros públicos. Y por eso, cuando fuimos desplazados violentamente del Poder, nos comportamos como lo que siempre habíamos sido, como colectividad acerada y aguerrida, a la cual no le restó ímpetu ni fe el ejercicio del gobierno, porque para nosotros no significó comodidades y molicie.
Sería extemporáneo y hasta inelegante que aquí se hiciera un recuento pormenorizado de esa dura lucha que libró nuestro Partido en la clandestinidad. El número impresionante de sus bajas ilustres, cuyos nombres están inscritos en la historia del heroísmo nacional, es prueba palmaria, y muy viva en la conciencia de los venezolanos, de que A. D. fue la avanzada civil más resuelta y arriesgada en la lucha contra la tiranía. Desde el punto de vista interno del Partido sí vale la pena analizar algunas modalidades de esa intensa e ininterrumpida lucha realizada por nuestros cuadros clandestinos.
Las tareas realizadas por el Partido en los meses inmediatamente posteriores a la instauración de la dictadura se orientaron en dos sentidos: 1°) en el de la denuncia, realizada en escala nacional e internacional, de los atropellos a las libertades fundamentales que estaba realizando el gobierno de la usurpación, y 2°) la estructuración de un aparato organizativo clandestino, labor difícil para un Partido que llevaba siete años como colectividad legalizada y que ya había olvidado los sistemas de lucha en las catacumbas aplicados en su primer cuatrenio de vida, del 37 al 41. No fue fácil esa tarea porque bastante rechazo ofrecía a los ineludibles métodos de la organización vertical una militancia que se había formado y educado dentro de un sistema de democracia interna; de colaboración de muchos en la elaboración de las directivas emanadas de los organismos dirigentes y de la escogencia de éstos por el sistema de asambleas libres.
Esas dificultades fueron superadas por los valerosos equipos energéticos integrados por líderes políticos, sindicales, de estudiantes y de profesionales, que asumieron los comandos del Partido en toda la República. Y el movimiento de la resistencia adquirió un vigor extraordinario y tanto, que muy pocas experiencias existen en América Latina de cruzadas políticas clandestinas con tan extensa red de penetración en todos los sectores sociales y con una tan profunda influencia sobre el pueblo.
En el exilio se trabajaba en forma coincidente, en cuanto a fervor acción-democratista, con la labor que realizaban los compañeros en la clandestinidad. Se logró mediante ese esfuerzo algo que puede concretarse así: se desacreditó en forma definitiva al régimen que desgobernaba a nuestro país. Los periódicos democráticos más importantes de ambas Américas y de Europa fueron sistemáticos en su denuncia y crítica de lo que sucedía en Venezuela; y Parlamentos, Congresos Obreros, Profesionales y Estudiantiles, denunciaron reiteradamente lo que sucedía en nuestro país.
Pero algo más importante fue que los hombres de Acción Democrática en el exilio establecieron sólidos vínculos de compañerismo fraternal con los más destacados líderes y con las militancias de movimientos similares al nuestro que, en el Gobierno o en la oposición, actúan en los otros países de la América Latina. Así echamos las bases para el entendimiento entre las corrientes políticas sociales latinoamericanas del gran frente de liberación continental del cual nuestro Partido tiene que ser uno de los más decidido abanderados.
Trascendida la etapa de creación del aparato clandestino interno; ya en posesión de poderosos instrumentos de propaganda, nacionales y en el exterior, a través de los cuales se minaba el crédito del régimen dictatorial, el Partido debió enfrentar un problema de doble faz. De un lado, la presión de la militancia sobre los organismos de dirección para que de lo meramente denunciativo de los atropellos dictatoriales se pasara la lucha abierta para derrocar al despo¬tismo en ciernes; del otro, la búsqueda de contacto con el Partido de grupos numerosos de oficiales de las Fuerzas Armadas que por vocación democrática o espíritu institucional rechazaban la idea de prestarle apoyo a un orden de cosas repudiado por el país.
La confluencia de esos factores explica por qué el Partido tuvo en determinados momentos una marcada proyección hacia lo conspirativo. Ni jurídica ni políticamente podrían ser objetadas las gestiones encaminadas a derrocar por la fuerza a un régimen que de ella había nacido y que humillaba y sojuzgaba a la Nación. El derecho de rechazar la arbitrariedad por todos los medios al alcan¬ce del ciudadano, constituye un legado histórico de nuestra nacionalidad; es precepto constitucional en las Cartas Fundamentales de algunos países, la de Estados Unidos de América entre ellas, y ha adquirido rango de precepto universal al ser inscrito en los textos normativos de las Naciones Unidas. Es el universal derecho de resistencia a la opresión.
Por diversas circunstancias y por causas varias ninguno de esos esfuerzos para derrocar el despotismo por métodos violentos culminaron en resultados exitosos. Algunos brotes fallidos hubo; otros, no llegaron a producirse. Pero si el hecho de haberse procurado el derrocamiento del despotismo por métodos insurreccionales no merece objeción a la luz de los principios del Derecho Público y en concordancia con una práctica que muchas veces han utilizado, y siguen utilizando, los núcleos combatientes por la libertad en todos los pueblos oprimidos de la tierra, en cambio sí debemos hacernos con sinceridad una autocrítica. La de que en determinados momentos fueron descuidados los trabajos primarios, básicos, irrenunciables, de organización permanente del Partido y de orientación ideológica de sus militantes para actuar todos los cuadros partidistas disparados hacia un solo objetivo. Y ello trajo como consecuencia que de cada una de las intentonas frustradas quedara como saldo negativo en las filas de A. D., el desánimo de muchos militantes y la desorganización de los equipos de comando en escala regional o distrital.
Con la misma franqueza con que se señala y critica este error debemos proclamar como un acierto de nuestra Organización el de haber procurado siem¬pre, a partir del 24 de noviembre, que se integrara un frente nacional de resistencia; y de que ese frente presionara al régimen para lograr un aflojamiento de sus métodos represivos, mediante el establecimiento de los derechos básicos de la ciudadanía.
Fue nuestro Partido el más resuelto propulsor de ese frente nacional antidictatorial por estar convencido de que sería más fácil y rápida la victoria si en vez del binomio pugnaz Acción Democrática contra usurpación, se articulaba para combatirla un vasto bloque, que comprendiera a todos los Partidos y a todos los sectores sociales democráticos. Para facilitar este patriótico empeño olvidamos agravios recientes, conceptuándolos como irracionales manifestaciones de apasionamiento; y en nuestra prensa de la clandestinidad y del exilio comenzamos a eliminar toda clase de ataques a los otros Partidos Políticos. Así, nos constituimos en la más decidida fuerza impulsora de aquel magnífico movimiento de opinión pública desatado en 1950, a través del cual profesores universitarios, intelectuales, profesionales, estudiantes y trabajadores reclamaron del régimen dictatorial rectificación de sus métodos represivos y restablecimiento de las garantías constitucionales.
Entre esas garantías pedíamos con insistencia y expresando a través de constantes manifiestos lo que era el clamor en la calle, la que es esencial de toda colectividad civilizada: la de elegir sus gobernantes. No asumimos la actitud intransigente de negarle cualidad al régimen de usurpación para llamar a comicios a causa de su origen espurio; y no nos encasillamos en la solución insurreccional como en la única que debía trajinarse. Y cuando se anunció oficialmente, en 1952, que se llamaría al país a elecciones, declaró el Comité Ejecutivo Nacional, en mensaje dirigido a la Nación, que anuentes estábamos a depositar nuestros votos por candidatos de otras parcialidades políticas, y con ese proceder contribuíamos a sacar al país del abismo a que se le había conducido.
La respuesta de la dictadura fue la de intensificar la represión contra el Partido y contra otros sectores políticos, que actuaban dentro de una muy precaria legalidad. Hombres del Partido incrustados en oficinas oficiales pasaron a la Organización docenas de mensajes telegráficos en clave reveladores de que estaba en marcha un calculado e inescrupuloso plan de fraude electoral. Los Partidos COPEI y URD en vista del clima de represión bajo el cual se preparaban los amañados comicios, vacilaban para participar en el proceso de elecciones y pocas semanas antes de la fecha en que éstas iban a realizarse, aún no habían decidido su posición de concurrencia o de abstención. Mientras tanto, numerosos grupos de la oficialidad castrense en servicio activo se articulaban en un agresivo movimiento de repulsa a la dictadura y con la intención de procurar su derrocamiento antes de que escenificara una retadora farsa de elecciones prefabricadas. Esta confluencia de circunstancias indujo a la Dirección Nacional del Partido a pedirle a la militancia que se abstuviera de concurrir a los comicios. Esa actitud abstencionista fue difundida en manifiesto lanzado a la Nación el 13 de septiembre de 1952, en documento suscrito por mí como Presidente del Partido en el exilio y por el gran compañero Leonardo Ruiz Pineda, Secretario General del CEN en la clandestinidad.
Violentos y sucesivos hechos contribuyeron a darle un viraje a la situación del país. El brote militar insurgente de Maracay, el popular de Turén y el cívico-popular de Maturín, fueron reprimidos a sangre y fuego, y sin que se produjera la insurgencia prevista en varias guarniciones de la República. Y en una calle de Caracas fue alevosamente asesinado el compañero Leonardo Ruiz Pineda, máximo conductor del Partido en la clandestinidad y héroe de la resistencia civil. La marea de indignación que se desató por esos desafíos que a nues¬tra dignidad de pueblo le lanzaba el despotismo, sembró desconcierto y miedo en las filas oficiales. Los Partidos legalizados pudieron vocear vibrantes consignas democráticas ante enormes multitudes enardecidas, sin que se encarcelara o deportara a los jefes de esas organizaciones; y cuando se realizaron las elecciones sabernos todos cómo la Nación, en fiero alarde de dignidad cívica, se voleó sobre las urnas para votar masivamente contra la dictadura y contra su comparsa de partiquinos, el llamado Frente Electoral Independiente.
El descarado irrespeto a la voluntad nacional que fue el segundo cuartelazo del 2 de diciembre de 1952 no pudo ser replicado con una arrolladora huelga general, porque los cuadros de los Partidos y del movimiento obrero clandestino no estaban debidamente adecuados para esa coyuntura. Con admirable espíritu crítico así lo reconocía aquel gran conductor y estratega político que fue Alberto Carnevali. En mensaje de una página, dirigido, desde su escondite a uno de sus enlaces con la calle decía que los trabajadores y grupos ciudadanos de diversas posiciones sociales sí habían intentado organizar manifestaciones en distintos sitios de la ciudad, pero que este movimiento de masas no había alcanzado una magnitud de fuerza arrolladora debido a la misma circunstancia de insuficiente ajuste organizativo por la cual el asesinato de Leonardo pudo cumplirse sin que la soterrada y profunda indignación colectiva se hiciera presente en las calles, en las fábricas, en las Universidades. Observaba Carnevali que esa ausencia dentro del Partido y del Movimiento Sindical clandestino de rodajes bien articulados de transmisión entre los comandos dirigentes y la ancha base de masas eran secuela de la excesiva polarización hacia lo conspirativo que había caracterizado algunas etapas de la vida del Partido. Y anunciaba ese gran compañero el plan que ya se había trazado la Dirección después de auto-rectificar errores: el de reorganizar nuestros cuadros de acuerdo con los esquemas clásicos en los Partidos Políticos populares, con los tentáculos dirigidos a todas las zonas neurálgicas del complejo nacional y con eficaces puentes de contacto entre los organismos de comando y las directivas medias, y entre éstas y los sectores populares. En faenas vinculadas a ese empeño fue apresado para hallar muerte y gloria en un camastro carcelario.
No se empecinó el Partido en continuar trajinando la sola senda que conducía a la salida insurreccional. Diezmados sus cuadros de comando por el asesinato de sus líderes en las calles y en las cárceles, por las torturas y por la implacable persecución a dirigentes y militantes, el Partido acordó replegarse sobre sí mismo para reorganizar sus efectivos. Inclusive se paralizó por algún tiempo la edición de propaganda y pacientemente se dedicó nuestra gente a reestructurar sus comandos regionales, sus grupos de base, sus fracciones obreras, estudiantiles y profesionales. Y al propio tiempo reactivó su llamado cordial a los otros sectores políticos, ya para ese momento perseguidos, unos abiertamente y otros condenados a la forzosa inactividad, a fin de que se integrara un frente nacional de resistencia.
Sin desesperarnos por los sucesivos descalabros; sin dejarnos impresionar por la aparente fortaleza de un régimen superarmado y que sin control alguno de opinión pública organizada manejada a su solo arbitrio presupuestos fabulosos, los dirigentes del Partido en el exilio y en la clandestinidad intercambiamos ideas hasta llegar a articular lo que en nuestro lenguaje se llamó La Nueva Táctica. Adquirió forma precisa en los debates de la Conferencia de Exilados que se realizó en Puerto Rico en 1956.
La apreciación que se hizo fue la de que era inevitable una crisis del régimen despótico cuando se acercara la terminación del mandato de cinco años que ejercía el déspota, y ello debido tanto a razones nacionales como internacionales. Las primeras derivadas del creciente descontento que contra las práctica de latrocinio y crimen del hamponato se percibía tanto en los sectores civiles como en los militares; y porque la experiencia política venezolana de su vida como República nos aleccionaba en el sentido de que si algo repudiaba este pueblo era el "continuisrno" de gobernantes autoelegidos que pretendieran perpetuarse en el Poder. Y al propio tiempo apreciábamos cómo en América Latina estaban desmoronándose unas detrás de otras, seguramente con mucho desvelo y preocupación de los grupos dictatorialistas del Departamento de Estado, las dictaduras gemelas de la de Caracas; y por acción violenta, como en Argentina y Colombia, o por tránsito evolutivo, como en Perú, desaparecían del escenario público los cofrades émulos de quienes despotizaban nuestro pueblo.
La llamada NUEVA TÁCTICA comenzó a dar sus resultados exitosos. Los más calificados periódicos de Estados Unidos y de América Latina publicaron reiteradas notas y comentarios destacando la sensatez de la oposición venezolana, que deponía viejas rencillas para presentar un frente unido, y que a un régimen de implacable odio a sus opositores sólo le pedía que le permitiera concurrir pacíficamente a unos comicios siquiera tolerables. Esas publicaciones de prensa se hicieron circular profusamente en el país y a ellas vino a darle hábil y eficaz respaldo indirecto lo publicado por algunos sacerdotes católicos en el órgano oficial de la Curia.
Así se echaron las bases del movimiento unitario que culminó en las jornadas del 23 de enero, réplica indignada de un pueblo al reto plebiscitario y expresión tumultos a y resuelta de un odio contra la tiranía que durante diez años se acendró en la conciencia del pueblo, de la inteligencia nacional y de importantes sectores de las Fuerzas Armadas.
No tenemos interés sectario en hacer una especie de contabilización de los esfuerzos realizados por cada uno de los Partidos políticos y por cada uno de los sectores democráticos de la colectividad venezolana para el logro de las jornadas que culminaron en el 23 de enero. Pero lo que sí debemos decirnos, para reafirmar nuestra fe en el Partido y para tener confianza en su reciedumbre, es que acaso esas jornadas históricas no habrían sido posible sin ese obstinado, perseverante, indesmayable esfuerzo de Acción Democrática para mantener viva durante diez años dentro de la conciencia y el corazón de las masas populares la llama de la rebeldía y de la fe en el triunfo final. Con sus aciertos y con sus errores, la década transcurrida del 24 de noviembre de 1948 al 24 de enero de 1958, será timbre de honor para nuestro Partido y una de sus mejores credenciales para ocupar sitio esclarecido en la historia nacional.
DE ENERO A ACOSTO DE 1958
Producido el derrocamiento de la tiranía seguramente que hubiera podido utilizarse la coyuntura para el logro de una limpieza a fondo en los cuadros del Estado de numerosas excrecencias dictatoriales, una mala herencia más del despotismo. Pero es evidente que nuestro Partido atravesaba otra difícil etapa de reorganización de sus efectivos, después de la ruda remezón casi desmanteladora a que se le sometiera a mediados de 1956. En todo caso, no es método recomendable ese de detenerse can excesiva morosidad a preguntarse de qué manera diferente hubieran podido producirse los hechos de haber contado el pueblo para ese momento con una vanguardia partidista conductora estructurada en escala nacional y con fines tácticos prefijados de antemano. Esa organización no existía sino potencialmente el 23 de enero, ya que el Partido como organización sólo en Caracas y en algunas ciudades de la República contaba con organismos de comando.
Surgido el nuevo régimen, el Partido adoptó frente a él una cautelosa y serena actitud de expectativa. Los dirigentes exilados, acosados a preguntas por los periodistas de los diarios, radioemisoras y televisaras, para que emitieran juicio acerca del nuevo orden de cosas, dijeron que esperaban antes de opinar los pronunciamientos precisos del Gobierno de facto de respeto a las libertades públicas y de llamamiento del país a elecciones. Sincronizaba esta actitud con la del comando interno, que reforzado y ampliado por dirigentes regresados del exilio, adoptó la posición responsable de respaldar el nuevo régimen sólo cuando dio manifestaciones inequívocas de su respeto a las libertades públicas, al abrirle las puertas de las cárceles a los secuestrados políticos, suprimir la censura a la prensa y autorizar el regreso de todos los exilados.
ACCIÓN DEMOCRÁTICA Y SU POSICIÓN LEALMENTE UNITARIA
El CEN, después de analizar escrutadoramente la situación política del país post-dictadura, trazó los siguientes rumbos a su vasta militancia en toda la República:
1. Defender la tesis de unidad nacional, conservando la representación que había tenido dentro de la Junta Patriótica en las etapas precursoras del 23 de enero y contribuir a mantener ese organismo como símbolo de la unidad nacional, pero coincidiendo con la casi totalidad de los Partidos en él representados en que estando ya en funcionamiento normal las colectividades políticas no resultaba aconsejable que ese organismo invadiera campos reservados a los Partidos.
2. Mantener con los otros Partidos un acuerdo, que en el léxico de estos días ha recibido el nombre de tregua política. Propusimos de primeros que los Partidos durante un tiempo determinado no sacaran sus efectivos a la calle, sino que realizaran en locales cerrados sus labores de organización, adoctrinamiento y proselitismo; y ello porque pensamos que en un país en el cual durante tantos años estuvieron yuguladas las libertades ciudadanas, podría ser esa presencia masiva de la militancia partidista en la calle un motivo de alarma para sectores sociales tan influyentes como asustadizos, y un buen pretexto que esgrimir por los sectores dictatoriales incrustados en organismos del Estado. La tregua política comportaba y comporta la renuncia a la querella interpartidaria y el empeño para buscar soluciones conjuntas a los problemas políticos, económicos y sociales que dejó el despotismo al país.
3. Adoptar frente a la Junta de Gobierno una actitud de respaldo, expresada sobriamente, con dignidad republicana, sin caer en los extremos de cortesanía y de incondicionalismo, incompatibles con nuestro modo de ser colectivo y con nuestro estilo político. Al propio tiempo se trazó la línea de que el Partido no procuraría obtener para hombres de sus filas cargos burocráticos de carácter político y de que sólo serían aceptables para nuestros militantes el ejercicio de aquellas funciones a las cuales los elevara su capacidad técnica y siendo llamados a ellas por los titulares de los Despachos Ejecutivos, sin presión alguna del Partido.
4. Junto con la tregua política propiciamos, a través de nuestras fracciones sindicales, la unidad del movimiento laboral y el avenimiento obrero-patronal. La primera porque un movimiento obrero unido parece ser fórmula más eficaz que la de la fragmentación de fuerzas laborales en el cumplimiento por éstas de sus funciones específicas en defensa de los intereses económicos de los trabajadores, y en las de carácter general como soporte y defensa del régimen democrático.
5. Trazamos a nuestra militancia en toda la República la consigna del reagrupamiento y reestructuración de nuestros viejos cuadros y de las nuevas promociones juveniles incorporadas al Partido en los años de la resistencia, porque estamos conscientes de que un Partido como el nuestro se diferencia fundamentalmente de los inorgánicos movimientos liberales del siglo pasado en que encuadra, disciplina y educa teórica y prácticamente a sus efectivos, para hacer de cada uno de ellos un militante responsable y consciente.
6. Aleccionados por viejas experiencias, la más dramática de ellas la del 24 de noviembre de 1948, pedimos a nuestra militancia que se mantuviera en estado de alerta y dispuesta a concurrir masivamente a las calles en defensa del orden democrático recién establecido porque signos diversos se manifestaban de que grupos civiles de mentalidad dictatorial, responsables de una ofensiva de hojas sueltas y de panfletos calumniosos lanzada contra nuestro Partido, tenía estrechos nexos y contactos frecuentes con miembros de la Institución Armada que ocupaban destacadas posiciones dentro de ella. No se nos escapaba que esta activa campaña difamatoria contra el Partido tenía objetivos más de fondo que los de exteriorizar odios hacia una colectividad política de recia beligerancia frente a los sectores reaccionarios. Se trataba, como lo reveló el debelado golpe del 23 de julio, de crear un clima justificador de la asonada regresionista.
Tanto en escala nacional como en escala regional, no ha sido fácil el cumplimiento de estas directrices trazadas inicialmente por el CEN y ratificadas, ampliadas y mejoradas en el pleno de dirigentes celebrado en Caracas durante el mes de mayo.
RELACIONES CON LA JUNTA DE GOBIERNO
En las relaciones con el Gobierno Nacional, que en general se han caracterizado por la cordialidad y respeto mutuo entre los miembros de la Junta y la Dirección de A. D. se planteó más de una vez de parte nuestra la observación crítica de que se nos llamaba a Miraflores cuando estaba creada una crisis y de hecho para informarnos acerca de decisiones adoptadas con anterioridad. Recibíamos, simplemente, una información a posteriori sobre medidas de gobierno ya en marcha. En las observaciones críticas que se le formulaban a la Junta por ese proceder coincidían con nosotros los representantes de los Partidos Copei y URD, ya que sólo a las tres organizaciones se las convocaba en Miraflores. Fue seguramente acogiendo esas críticas que el Gobierno propuso la creación de la nonata Junta Consultiva. En principio fue aceptada esa fórmula por los dirigentes de A. D. Copei y URD, y aun se contribuyó a modificar la redacción del decreto que iba a crear ese organismo, y precisando todos que la aceptación era ad-referéndum, porque debíamos elevarla al conocimiento de las respectivas directivas de los Partidos. La nuestra aceptó esa proposición por conceptuar que era una forma de hacer llegar los puntos de vista del Partido hasta los miembros del Ejecutivo Colegiado y sin que por eso fuéramos corresponsables de la gestión administrativa del régimen. Nos interesaba, básicamente, utilizar esas reuniones para insistir hasta el fastidio en la necesidad de la adopción de medidas enérgicas, de emergencia, contra la desocupación, el alto costo de la vida, la trágica situación del campesinado, la falta de crédito para los agricultores, etc. El hecho de que formara parte de ese Consejo Consultivo el alto mando militar lejos de considerarlo inconveniente lo conceptuamos útil, porque hubiera permitido hacer llegar a ese sector, en una forma directa, los criterios y puntos de vista de los Partidos, y desvirtuar las mentiras emponzoñadas que los empresarios de la idea dictatorial difundían en los medios castrenses acerca de todas las organizaciones partidistas, de manera más insistente en lo que se refería a A. D. y a su programa. La actitud inicial de Copei y URD acerca del Consejo Consultivo fue rectificada posteriormente por esas organizaciones y en definitiva fracasó por esa circunstancia la idea de creación de ese organismo de interrelación entre Gobierno y Partidos.
EL ENTENDIMIENTO CON LOS OTROS PARTIDOS
Es bien sabido que con todo y los rozamientos que hayan surgido entre nuestra organización y otras en algunas zonas del país, se ha mantenido en términos generales un clima de entendimiento y cordialidad con ellas. Con personeros de todos los Partidos nos hemos reunido en la Mesa Redonda en que se ha estado estudiando la cuestión electoral. Se pecaría de crasa estolidez si se dijera que en las relaciones inter-partidarias se han eliminado las zancadillas y el golpe bajo; pero es evidente que se han hecho esfuerzos y sacrificios, seguramente los más de parte nuestra, para evitar la recaída en las querellas subalternas.
Este mantenimiento de la unidad con los Partidos no ha sido obstáculo para que el nuestro asuma sus propias responsabilidades autónomas y adopte posiciones diferenciadas en determinadas ocasiones. Así sucedió, para hacer referencia a un reciente y sobresaltante hecho, en la noche del 23 de julio. En algunas zonas prevalecía la creencia de que era posible la transacción y el acuerdo con el grupo virtualmente alzado en La Planicie; y en esa coyuntura nuestro Partido asumió la responsabilidad de propiciar en todos los organismos civiles la consigna de huelga y de luchas indefinidas mientras no fuese dominada la insubordinación y no se aplicaran a sus promotores las sanciones a que se hubieran hecho acreedores por el golpe de Estado que pusieron en ejecución para hacer retroceder al país a una nueva dictadura.
LA CUESTIÓN DE LOS COMUNISTAS
Tema que ha sido objeto de interrogantes por parte de algunos compañeros, es el de la especie de segregación de que ha sido objeto el Partido Comunista dentro de la comunidad interpartidista. Hay que distinguir a ese respecto su marginamiento en determinados actos oficiales, el cual ha sido resuelto y ejecutado por la Junta de Gobierno por propia decisión. Y en lo relativo a sus relaciones con otros partidos debe ser informada la Convención que en reunión conjunta realizada hace algunos meses entre delegados de nuestro Partido, de URD y COPEI con los Comunistas, éstos aceptaron que por las muy particulares características de su filosofía doctrinaria y su ubicación en el campo de la política internacional, no podrán negar el legítimo derecho de los Partidos nacionales a suscribir documentos y declaraciones públicas con exclusión de ellos. Posteriormente, en una de las primeras reuniones de las Mesas Redondas de Partidos, admitieron la realidad insoslayable de que el próximo gobierno no podrá tener una fisonomía frente-popularista, con presencia de comunistas en cargos ministeriales, y otros del Estado de carácter no técnico, sino definidamente políticos.
En conexión con este asunto de las relaciones con el Partido Comunista ha habido limitados e inimportantes rozamientos internos. Es que algunos compañeros han entendido que debe volverse al menestrón confusionista de 1936, cuando lo cierto es que todos los Partidos tienen hoy su perfil diferenciado y propio; y otros pocos, seguramente por desconocimiento de nuestra doctrina y de nuestra conducta política autónoma, ven a A.D. y al PCV como una especie de animal bifronte, cuando nos separan profundas diferencias ideológicas y tácticas. La ratificación y remozamiento de su programa y el encuadramiento cabal de su doctrina que hará A. D. en esta Convención, pondrán cese a esos desorientadores equívocos.
EL PROBLEMA ELECTORAL
El planteamiento de la cuestión electoral, una de las que lógicamente constituye asunto focal de esta Convención, será presentado por la Comisión que escogiera el CEN. Por elemental delicadeza propuse y logré que triunfara dentro del organismo de Dirección Nacional del Partido la tesis de que se me eximiera de plantear esta cuestión eleccionaria como parte del informe político. Sin procurarlo y sin desearlo, mi nombre ha estado envuelto, a través de comentarios de prensa extraña a nuestro control, en ese controvertido campo de las candidaturas. Y como personalmente ni deseo ni busco postulaciones, he preferido que sea un calificado equipo de compañeros el que recoja y resuma ante la Convención las distintas modalidades que ofrece el problema electoral. En la hora final del debate sí expondré el criterio que profeso acerca de este asunto de cardinal interés para la República. Criterio que na dudo coincidirá en lo fundamental con el de la totalidad de los asambleístas, por cuanto todos creemos que nuestras concesiones a favor de la unidad nacional jamás podrían llegar hasta el sacrificio, en aras de fáciles acomodos, de la fe y de la confianza depositadas en A. D. por una determinante porción del pueblo venezolano.
Concluiré este informe diciendo que no hay motivo alguno para dudar de que será estudiado y discutido por los compañeros integrantes de la Novena Convención del Partido con el mismo ánimo de sinceridad, de buena fe y de deseo de acertar con que ha sido elaborado.
Caracas, 12 de agosto de 1958
ROMULO A. BETANCOURT

No hay comentarios:

Publicar un comentario