DISCURSO PRONUNCIADO POR EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA EN HONOR DE LA BANDERA NACIONAL AL INAUGURAR LA ESTATUA DEL GENERAL BELGRANO [1]
Domingo Faustino Sarmiento
[24 de Setiembre de 1873]
Conciudadanos:
Llenamos uno de los más nobles deberes de la vida social, rindiendo homenaje a la memoria de los altos hechos que inmortalizan el nombre de uno de nuestros antepasados. Un montículo de tierra sobre los restos mortales de un héroe, fue el primer monumento humano. Las Pirámides eternas del Egipto conservan aún el plan de esta arquitectura primitiva, y es hoy idea aceptada que, alrededor de una tumba, se despertó en el hombre, aún salvaje, el sentimiento religioso que nos liga al Ser Supremo, y empezaron a bosquejarse la familia, el orden social y las leyes.
Cuando el sentimiento artístico, innato como el religioso en nuestra alma, se hubo expresado en las formas plásticas de la belleza, la estatua suplantó al Mausoleo; y nosotros mismos, los últimos venidos a participar de las bendiciones de la civilización, repetimos lo que la Grecia y Roma hacían para perpetuar la memoria de sus héroes, de sus padres y de sus grandes ciudadanos. Ante la imagen de uno de nuestros hombres públicos, repetimos este acto instintivo de nuestra especie, y volviendo a lo pasado, trayendo hacia nuestra época, y legando a la posteridad el recuerdo en hombres y hechos de nuestro origen, como pueblo que tiene hoy su puesto conquistado y aceptado entre las naciones del mundo.
Aunque nuestra alma sea inmortal, la vida, en los estrechos límites que la naturaleza ha asignado al hombre, es pasajera. Pero la especie humana se perpetúa hace mil siglos, dejando tras sí, entre el humo de las generaciones que se disipan en el espacio, una corriente de chispas que brillan un momento, y pueden, según su intensidad y duración, convertirse en luminares, en llama viva, en rayos perpetuos de luz, que pasen de una a otra generación, y se irradien de un pueblo a otro, de un siglo a otro siglo, hasta asociarse a todos los progresos futuros de la sociedad y ser parte del alma humana.
¿Quién se profesa republicano, y no siente en su espíritu rebullirse el alma de Washington, la última y más acabada personificación de las virtudes públicas; la mayor de todas, hacer triunfar el derecho sin apropiarse los despojos de la victoria, trazando el camino por donde habrán de avanzar los demás pueblos hacia la conquista de la libertad?
Hay, pues, una inmortalidad humana que se adquiere por el genio, la abnegación o el sacrificio; pudiendo extenderse, según la perfección e influencia de aquellas virtudes, a un pueblo, a toda la tierra, a un siglo, a todos los que le sucedan mientras exista la raza humana. Belgrano, cuya efigie contemplamos, participa para nosotros, y en la medida concedida a cada uno, de esas cualidades que hacen al hombre vivir más allá de su época. Hace cincuenta años que desapareció de la escena, y no ha muerto sin embargo. Apenas se conserva el recuerdo de la casa en que nació aquí, y todas las ciudades y pueblos argentinos lo reclaman como suyo. Su apellido puede extinguirse según la sucesión de las generaciones; pero dos millones de habitantes desde ahora lo aclaman Padre de la Patria.
No es la biografía del General Belgrano la que intentaría trazar, para dar más vida al bronce, que la que le ha comunicado el artista. Belgrano era muy hombre de la época crepuscular en que apareció. General sin las dotes del genio militar, hombre de estado, sin fisonomía acentuada. Sus virtudes fueron la resignación y la esperanza, la honradez del propósito y el trabajo desinteresado.
Su nombre, empero, sin descollar demasiado, se liga a las más grandes fases de nuestra Independencia, y por más de un camino, si queremos volver hacia el pasado, la candorosa figura de Belgrano ha de salimos al paso.
Cuando el Gobierno agradecido, quiso premiarlo, por la memorable victoria ganada en Tucumán en este día, disminuyendo su pobreza fundó con el premio cuatro Escuelas Primarias, las primeras, que cuatro ciudades, que son hoy capitales de Provincia, veían abrirse para la educación de sus hijos. Acaso algún Senador hoy, asistió a alguna de ellas en su niñez.
Estos desvelos por levantar al pueblo de su postración intelectual, sin lo cual no hay libertad duradera; su empeño de establecer la moral relajada en escuelas y ejércitos; su profundo sentimiento religioso que difundía sobre el soldado, para santificar la causa de la Independencia, poniéndola bajo la protección de la Virgen de Mercedes que conserva aún el bastón del mando, depositado por él al pié de su imagen en Tucumán; su eclipse de la escena, cuando en los tiempos de discordia y de guerra civil, como dice Tácito, "el poder pertenece a los más perversos"; su muerte oscura; su carrera tan gloriosa, tan olvidada, todo esto lo caracteriza como a Rivadavia, como al General Paz y a otros; y es esa la base firme en que se asienta la estatua que hoy levantamos en su honor.
Los primeros movimientos del patriotismo americano, se sienten en el alma de Belgrano. Funda la primera Escuela de Educación Científica que existió en Buenos Aires, pues Charcas y Córdoba eran hasta entonces el centro de la civilización colonial.
Como el malogrado Montgomery que llevó en vano al frígido Canadá la noticia de que sus hermanos estaban en armas para conquistar la libertad, Belgrano llevó al tórrido Paraguay la enseña de la nueva Patria. La historia castiga a los retardatarios de la primera hora. El Canadá es todavía dominio de la corona, como el Paraguay menos feliz, por haberse tapado los oídos al llamado de sus hermanos, entonces, cavó en las redes sombrías del tirano Francia, en las garras del tigre López, y todavía no ha visto el último día de sus tribulaciones.
Como Franklin, Belgrano fue a buscar acomodo con la dinastía real, para poner término al conflicto, y como Franklin volvió desesperando de la prudencia y de la previsión humana a activar el Acta de nuestra Independencia.
En nombre del pueblo argentino abandono a la contemplación de los presentes, la Estatua Ecuestre del General O. Manuel Belgrano, y lego a las generaciones futuras en el duro bronce de que está formada, el recuerdo de su imagen y de sus virtudes.
¡Que la bandera que sostiene su brazo flamee por siempre sobre nuestras murallas y fortalezas, a lo alto de los mástiles de nuestras naves, y a la cabeza de nuestras legiones; que el honor sea su aliento, la gloria su aureola, la justicia su empresa!
Todos los Capitanes pueden ser representados como en esta estatua, tremolando la enseña que arrastra las huestes a la victoria.
En el caso presente, el artista ha conmemorado un hecho casi único en la historia, y es la invención de la Bandera con que una nueva Nación surgió de la nada colonial, conduciéndola el mismo inventor, como Porta Estandarte.
Nuestro signo, como nación reconocida por todos los pueblos de la tierra ahora y por siempre, es esa Bandera, ya sea que nuestras huestes trepasen los Andes con San Martín, ya sea que surcaran ambos Océanos con Brown, ya sea en fin que en los tiempos tranquilos que ella presagió, se cobije a su sombra la inmigración de nuevos arribantes, trayendo las Bellas Artes, la Industria y el Comercio.
Tal día como hoy, el General Belgrano en los campos de Tucumán, con esa Bandera en la mano, opuso un muro de pechos generosos a las tropas españolas; que desde entonces retrocedieron y no volvieron a pisar el suelo de nuestra Patria, siendo nuestra gloriosa tarea, de allí en adelante, buscarlas donde quiera conservasen un palmo de tierra en la América del Sur, hasta que por el glorioso camino de que Chacabuco y Maipú fueron solo escalones, nos dimos la mano en Junín y Ayacucho con el resto de la América, independiente ya de todo poder extraño.
Y sea dicho en honor y gloria de esta Bandera. Muchas repúblicas la reconocen como salvadora, como auxiliar, como guía en la difícil tarea de emanciparse. Algunas, se fecundaron a su sombra; otras, brotaron de los jirones en que la lid la desgarró. Ningún territorio fue, sin embargo, añadido a su dominio; ningún pueblo absorbido en sus anchos pliegues; ninguna, retribución exigida por los grandes sacrificios que nos impuso.
En la vasta extensión de un continente entero, no siempre son claros y legibles los términos que Dios y la naturaleza imponen a la actividad de las grandes familias humanas que pueblan la tierra. ¿Cuál es la extensión de la que cubre hoy y protege nuestra Bandera?
La República Argentina ha sido trazada por la regla y el compás del Creador del Universo. Ese anchuroso Río que nos da nombre, es el alma y el cerebro de todas las regiones que sus aguas bañan. Puerta de esta América que abre hacia el ancho mar que toca al umbral de todas las naciones, por ahí subirán ríos arriba con la alta marea del desarrollo, las oleadas de hombres, de ideas, de civilización que acabarán por transformar el desierto en Nación, en pueblo. Aquí, en estas playas, han de cambiarse los productos de tan vasta olla, de tantos climas, por los que hallan en todo el globo preparado siglos de cultura, y la lenta acumulación de la riqueza. Aquí ha de hacerse la transmutación de las ideas; aquí se amalgamarán las de todos los pueblos; aquí se hará su adaptación definitiva, para aplicarse a las nuevas condiciones de la existencia de pueblos nuevos, sobre tierra nueva.
No hablo del porvenir. Es ya, este sueño de nuestros padres, un hecho presente.
He ahí, en esas millares de naves, nuestros misioneros hasta el seno de la América. Ved ahí en la masa de este pueblo el ejecutor de la grande obra, acudiendo de todas partes a alistarse en nuestras filas, y por el trabajo, la industria, el capital, las virtudes cívicas, hacerse miembro de la congregación humana que lleva por enseña en la procesión de los siglos hacia el engrandecimiento pacífico, la Bandera biceleste y blanca.
Esta Bandera cumplió ya la promesa que el signo ideográfico de nuestras armas expresa. Las Naciones, hijas de la guerra, levantaron por insignias, para anunciarse a los otros pueblos, lobos y águilas carniceras, leones, grifos, y leopardos. Pero en las de nuestro escudo, ni hipogrifos fabulosos, ni unicornios, ni aves de dos cabezas, ni leones alados, pretenden amedrentar al extranjero. El Sol de la civilización que alboreaba para fecundar la vida nueva; la libertad con el gorro frigio sostenido por manos fraternales, como objeto y fin de nuestra vida; una oliva para los hombres de buena voluntad; un laurel para las nobles virtudes; he aquí cuanto ofrecieron nuestros padres, y lo que hemos venido cumpliendo nosotros, como república, y harán extensivo a todas estas regiones como Nación, nuestros hijos.
Hasta la exclusión del sangriento rojo, del blasón de todos los pueblos, hasta el color celeste que no tiene escritura propia en la heráldica, se avienen con la idea dominante en este emblema.
Las fajas celestes y blancas son el símbolo de la soberanía de los reyes españoles sobre los dominios, no de España, sino de la corona, que se extendían a Flandes, a Nápoles, a las Indias; y de esa banda real hicieron nuestros padres divisa y escarapela, el 25 de Mayo, para mostrar que del pecho de un Rey cautivo, tomábamos nuestra propia Soberanía como pueblo, que no dependió del Consejo de Castilla, ni de ahí en adelante, del disuelto Consejo de 1 ndias.
El General Belgrano fue el primero en hacer flotar a los vientos la Banda Real, para coronarnos con nuestras propias manos, Soberanos de esta tierra, e inscribirnos en el gran libro de las naciones que llenan un destino en la historia de nuestra raza. Por este acto elevamos una estatua en el centro de la plaza de la Revolución de Mayo al General Porta-Estandarte de la República Ar¬gentina.
Y si la barbarie indígena, o las pasiones perversas intentaron alguna vez desviarnos de aquel blanco que los colores y el escudo de nuestra Bandera señalaban a todas las generaciones que vinieran en pos, reconociéndose argentinas a su sombra, los bárbaros, los tiranos y los traidores inventaron pabellones nuevos, oscureciendo lo celeste para que las sombras infernales reinasen y enrojeciendo sus cuarteles para que la violencia y la sangre fuesen la ley de la tierra. En Caseros esta era la Bandera que enarbolaba el Tirano contra el proscrito pabellón que volvía para aplastar la sierpe, con sus hijos dispersos por toda la América. En Caseros por la unión de los partidos, reaparecieron esas dos manos entrelazadas, como siempre lo estarán en defensa de la Patria. Al día siguiente de Caseros vuestras madres y hermanas; ¡Oh pueblo de Buenos Aires!, tiñeron de celeste telas, para victorear a los libertadores; porque, sea dicho para recuerdo del odio de los tiranos a nuestra Bandera, en 1852, no había en una gran ciudad civilizada, emporio de un gran comercio, una vara de tela celeste para improvisar un pabellón; y una generación entera existía, que no conoció los colores de la Bandera de su Patria. Ese pendón negro con sus gorros sangrientos es, por fortuna nuestra, el que en los Inválidos de Paris, recuerda la ruptura de la cadena con que Rosas intentó amarrar la libre navegación de los ríos.
La Bandera blanca y celeste, ¡ Dios sea loado! no ha sido atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra.
La petipieza de la horrible tragedia que concluyó en Caseros se está representando ahora en la otra margen del paterno Río; y no sería extraño que oyéramos desde aquí los cañonazos con que acaso en estos momentos, nuestro pabellón somete los últimos restos de la barbarie, y de los caudillos. He aquí el Pendón de la rebelión, que solo pide al parecer empapar en sangre el de la República. Habíalo dejado olvidado el General Urquiza al tomar la Bandera Nacional por suya, a fin de hacer servir la victoria para fundar la Magna Carta de nuestras libertades. Un asesino lo recogió del suelo y para simbolizar la barbarie y el crimen lo opone rebelado, a la Bandera Nacional. La traición a la Patria está detrás de ese sangriento trapo.
Al abandonarlo a la execración de los presentes y de los venideros, no temáis que hiera sentimientos, ni aún preocupaciones nobles del pueblo, ni de las masas entrerrianas. Allí, en aquella escogida fracción de nuestro territorio, el sentimiento nacional se agita más vivo, si cabe, que en parte alguna de él.
La vil trama del rebelde vencido, sorprendió a las poblaciones, merced de las tinieblas de la noche, y amanecieron bajo el imperio de la rebelión, que muchos aceptaron por las funestas divisiones de partido, que a tantos extravían.
Cerremos los ojos sobre ese cuadro y contemplemos el presente, que él vindica el nombre entrerriano del baldón que han querido arrojarle los traidores.
Batallones de infantería entrerriana guarneciendo las ciudades; los ejércitos nacionales considerablemente aumentados por regimientos numerosos de caballería de la misma Provincia; el guardia nacional Miguel Ocampo, arrancando de la mano de un traidor la enseña de la rebelión y empapándola en su propia sangre, realizando con ese hecho acción igualmente heroica que el legendario Falucho, muriendo al pie de esta misma Bandera en las fortalezas del Callao, libradas por traición al enemigo; la Banda Oriental llena de emigrados, los bosques pululando de prófugos, las islas pobladas de escapados, ¿dónde está el pueblo rebelde entrerriano, en que quiere apoyarse la traición? Sí: hay traidores es cierto; hay algunos miles de oprimidos, hay niños y ancianos arrastrados por la leva, retenidos por el terror del degüello, generales y aventureros extranjeros: he ahí el ejército y el poder de la rebelión.
Quiero que el último paisano que en este momento sufre los rigores de la estación y las fatigas de la guerra por vivir siempre a la sombra de esta Bandera, sepa que el Gobierno de su Patria tiene en cuenta su humilde, pero valioso sacrificio, porque da lo único que pasee, que es la vida, pues ni un nombre tiene el pueblo anónimo que en la guerra se llama soldado. Sepan los valientes y fieles entrerrianos que están combatiendo, que con ello ponen el capitel al edificio de nuestra nacionalidad, y cierran para siempre el abismo de las segregaciones del territorio que recibimos en herencia de los fundadores de la Bandera Nacional.
Al terminar la historia, la misión y los obstáculos con que ha luchado esta Bandera, necesito añadir que aún le falta recibir como hijos suyos, millares de los que aquí están presentes y que la acatan y saludan como huéspedes.
En los Estados Unidos, nuestros predecesores y compañeros de peregrinación en este Nuevo Mundo, no hay extranjeros, sino los viajeros que visitan sus playas. Hay dos millones de alemanes ciudadanos, y otros tantos irlandeses, ingleses y de todo origen, hasta venidos del Celeste Imperio. Aquí la amalgamación marcha con más lentitud. Acaso el fuego sagrado de la Libertad no es tan vivo todavía, para fundir las nacionalidades y hacer correr el duro bronce del pueblo regenerado, en que la humanidad va a presentar un nuevo tipo americano.
No importa. La Providencia sigue aquí otro sendero, tal vez. Debemos a la España la sangre que corre en nuestras venas, y cuando la desgracia aflige a sus hijos, podemos pagarla de sus héroes, los Solís, los Ayala, los Irala, los Garay, que se sacrificaron por fundar estos pueblos. Habrá patria y tierra, libertad y trabajo para los españoles, cuando en masa vengan a pedírnosla como una deuda. Y para los Italianos, cuya historia es la de los pueblos de nuestra lengua, cuya arquitectura es el ornamento de nuestros edificios, cuyas bellas artes con intérpretes como Ristori, Tamberlick, Mansoni y tantos otros, que nos han visitado embelleciendo la existencia, habrá siempre una carta de ciudadanía para ellos y sus descendientes; y nuestros ríos y nuestras ciudades y nuestros campos, para teatro de sus variadas industrias.
Y los hijos de la Francia, que tanto ha sufrido por la redención de la inteligencia, que tantos errores ha cometido, rescatándolos y rescatándose por la gloria o el patriotismo, tendrán bajo esta bandera, ancho lugar en nuestros gustos, en nuestra cultura y en nuestras ideas.
Y la poderosa Albion, la enérgica raza inglesa, cuya misión parece ser someter el mundo bárbaro de Asia, África y de los nuevos continentes e islas al influjo del comercio, e improvisar naciones que trasplantan el Habeas Corpus, la libertad sin tumulto, la máquina y la industria, bienvenida fue siempre, y bien empleados serán sus capitales en las grandes empresas que completan nuestra existencia como nación civilizada.
Y a todas las nacionalidades de la tierra, cuyos hijos tocan estas playas en busca de un lugar para hacerse un domicilio y una patria, ofrézcoles en nombre del pueblo que esta Bandera representa, la protección que ella da gratuitamente, recordándoles solo, que el hombre es familia, tribu, nación con deberes para con los demás, y que los sentimientos más generosos, el heroísmo, la gloria, el amor de la patria, se amortiguan no ejercitándolos; y que la elevación del alma .humana desciende y desaparece con la satisfacción exclusiva de las necesidades materiales.
Conciudadanos:
Una nación está destinada a prevalecer, cuando obedece en su propio seno a las inmutables leyes del desenvolvimiento humano.
Sin el espíritu de conquista, Roma vive en nosotros con sus códigos, como Grecia con sus artes plásticas, su lengua y sus instituciones republicanas, completadas por el sistema representativo. Acaso es Providencial que debamos existencia y nombre a Colón ya Américo Vespucio; y si Garibaldi ha de tener su parte en la reconstrucción de la Italia romanizada, su lugar en la historia lo conquistará, mezclando aquí su sangre a la nuestra, para endurecer los cimientos de nuestra constitución, libre, republicana, representativa.
Hagamos fervientes votos porque, si a la consumación de los siglos, el Supremo Hacedor llamase a las naciones de la tierra para pedirles cuenta del uso que hicieron de los dones que les deparó, y del libre albedrío y la inteligencia con que dotó a sus criaturas, nuestra Bandera, blanca y celeste, pueda ser todavía discernida entre el polvo de los pueblos en marcha, acaudillando cien millones de argentinos, hijos de nuestros hijos hasta la última generación, y deponiéndola sin mancha ante el solio del Altísimo, puedan mostrar todos los que la siguieren que en civilización, moral y cultura intelectual, aspiraron sus padres a evidenciar, que en efecto fue creado el hombre a imagen y semejanza de Dios.
DOMINGO F. SARMIENTO
[1] DECRETO
Buenos Aires, Setiembre 20 de 1873.
Habiendo de inaugurarse el 24 del corriente, día de la batalla de Tucumán, la estatua ecuestre del General Don Manuel Belgrano, que lleva en alto la bandera Nacional, que él hizo flamear primero en los campos de batalla, y debiendo recordarse con esta ocasión el origen, las glorias, y el carácter simbólico de nuestra Bandera, el Presidente de la República-
DECRETA:
Art. 1° El Presidente y sus Ministros, la Corte Suprema, el Cuerpo Diplomático, la Comisión de la Honorable Cámara de Diputados, las Autoridades Provinciales, las listas, civil y militar, oportunamente invitadas, concurrirán el 24 del corriente al salón de Gobierno a las dos de la tarde, para dirigirse al lugar de la ceremonia a las tres en punto.
Art. 2° Concurrirán igualmente el limo, Arzobispo electo, el Cabildo Eclesiástico, el clero regular y las órdenes religiosas, debiendo el Jefe de la Iglesia hacer las preces correspondientes antes de la inauguración.
Art. 3° Comisiones de los Colegios y Escuelas Públicas entonarán el Himno Nacional, terminadas que sean las preces.
Art. 4° El Presidente de la República descorrerá el velo de la Estatua y pronunciará el discurso inaugural que será seguido por uno del Gobernador de la Provincia y por otro del Brigadier General D. Bartolomé Mitre, como miembro de la Comisión encargada de la construcción de la estatua.
Art.5° El acto de descorrer el velo será saludado por las tropas, presentando las armas y por las bandas de música, -con el Himno Nacional, saludándose con ciento un cañonazos la inauguración de la Bandera Nacional con la Estatua ecuestre.
Art. 6° El acto de descorrerse el velo será anunciado a todas las Provincias por el Telégrafo, a fin de que se asocien a esta festividad Nacional.
Art. 7° El Presidente exhibirá la Bandera del Ejército de los Andes que se halla depositada en poder del Gobierno Nacional.
Art. 8° Formarán una Guardia de honor desde las seis de la tarde del día anterior en torno de la Estatua, y custodia de la Bandera, los siguientes Señores Generales y Jefes de los Ejércitos de la Independencia que se encuentran en esta ciudad.
Brigadieres Generales,
D. José M. Zapiola.
D. Juan E. Pedernera.
Generales,
D. Tomas Iriarte.
D. Eustaquio Frías.
General honorario,
D. Nicolás Vega.
Coroneles,
D. Rufino Guido
D. Jerónimo Espejo.
D. Juan Isidro Quesada.
D. Francisco Seguí.
D. Evaristo Uriburu.
D. Jorge Velar.
Tenientes Coroneles,
D. José María Pineda.
D. Pedro Rodríguez.
D. Juan Medeiros.
D. José Obregoso.
Sargento Mayor,
D. Francisco Pelliza.
Art. 9°. Un cuerpo de inválidos y soldados pertenecientes a los mismos ejércitos de la Independencia formará con los jefes nombrados ocupando estos los costados del cuadro de la Estatua, yen el fondo los inválidos.
Art. 10º. Las escuelas militar y náutica formarán más afuera en el mismo orden.
Art. 11º. Habrá parada de las fuerzas disponibles en esta ciudad a las órdenes del general D. Benito Nazar, que sirvió a las del general Belgrano, colocándose dichas fuerzas según se disponga por el Ministerio de la Guerra.
Art. 12º. Nómbrase maestro de ceremonias para la lista civil al Director General de Correos don Gervasio Posadas.
Art. 13º. En las casas de la ciudad se izará la Bandera Nacional como muestra de regocijo público y en memoria de tan grande acontecimiento, quedando la autoridad local encargada de hacer efectiva esta disposición.
Art. 14º. Se publicará y se repartirá la relación histórica con que el Brigadier General D. Enrique Martínez acompañó la bandera del Ejército de los Andes.
Art. 15º. Declarase feriado el día 24 del corriente.
Art. 16º. Los respectivos Ministros quedan encargados de la ejecución de este decreto en la parte que les corresponde.
Art. 17º. Comuníquese, publíquese y dése al Registro Nacional.
SARMIENTO - ULADISLAO FRÍAS.
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