agosto 20, 2010

Discurso de Sarmiento en su recepción en el Instituto Histórico de Francia (1847)

DISCURSO DE RECEPCIÓN EN EL INSTITUTO HISTÓRICO DE FRANCIA [1]
Domingo Faustino Sarmiento
[1 de Julio de 1847]

Señores:
Al incorporarme a la sabia asociación, a cuyos trabajos deben tan señalados progresos las ciencias históricas en Francia, me siento agobiado por el temor de que este acto no corresponda a la esperanza de hallar en la cooperación de un americano, medios de atesorar nuevos datos sobre la historia contemporánea de la América del Sud, tan poco conocida en Europa, y sin embargo tan digna de serio mejor, no obstante el triste espectáculo que ofrecen hoy las Repúblicas que la componen; pues por incompletos y poco satisfactorios que los resultados de la independencia americana se muestren hasta ahora, dos grandes consideraciones, sin embargo, deben despertar la atención de los hombres que estudian en los acontecimientos históricos las causas del progreso o la decadencia de las naciones. La América del Sud es europea como la del Norte, y los idiomas, las creencias, tradiciones e ideas de la Europa, se dan la mano por una serie de poblaciones desde Patagonia hasta el Canadá. He aquí la una: la segunda es que cualquiera que sea el estado de descomposición, de desorden y de postración en que los nuevos estados se presenten, la América del Sud forma tan noble parte del globo, y es tan favorecida de condiciones propias al rápido desarrollo de los pueblos que la habiten, que en despecho de sus propios desaciertos, aquellos Estados están llamados, en un período mas o menos largo, a figurar en la escena política de la tierra. ¿Por qué la raza europea establecida en el Sud, ha producido resultados tan distintos de la raza europea establecida en el Norte? ¿Cómo se han desarrollado las dos razas? ¿Cuál ha sido el carácter de los hombres históricos en uno y otro hemisferio? ¿Qué tradiciones habían llevado aquellos pueblos colonizadores, para formar la conciencia de sus hijos? ¿Y cuándo se propusieron éstos romper el vínculo político que los unía a la Europa, bajo el imperio de qué ideas se aprestaron al combate; qué fines se propusieron alcanzar y qué resultados prácticos cosecharon?
¿No es materia digna de profundo estudio, el espectáculo de pueblos salidos de la estirpe europea, ensayando organizaciones sociales en medio de los bosques primitivos de la América, deseando y pudiendo hacerse el bien, y no produciendo en sus primeros ensayos sino larga y al parecer interminable cadena de males; al mismo tiempo que otra porción de la familia europea, establecida en el Norte, trastorna en pocos años los cómputos establecidos sobre el acrecentamiento de las naciones y estados civilizados y antiquísimos al ver levantarse a vista de ojo aquel coloso, y empieza a sospechar que el porvenir del mundo va en época no muy lejana, a ser influido por el poder y las instituciones de aquellos estados improvisados?
Todos estos fenómenos los explicaría, con grande utilidad de la ciencia, el estudio de la historia americana; pero por desgracia el libro que debiera contener tanta enseñanza, no existe todavía. Los acontecimientos americanos se presentan a los ojos del observador, como las selvas que cubren la mayor parte de aquel vasto continente, hacinados en confuso desorden, impenetrables; y gracias si cual robustas encinas, vense descollar aquí y allí algunos personajes históricos, demasiado encumbrados para poder ser vistos desde larga distancia, si bien la imaginación los ha revestido de formas, cualidades y caracteres, muchas veces opuestos, a los que realmente tuvieron; verdaderos seres ideales, inventados sin más antecedentes que un nombre dado, a la manera de aquellos romancistas de la edad media que en voluminosos folios trazaban la vida de un santo, a quien desde lo antiguo la Iglesia recordaba en su martirologio.
En apoyo de esta verdad que ya había indicado otra vez, [2] trazaré en rasgos generales la fisonomía política de los dos Generales sudamericanos que más grande influencia ejercieron sobre los acontecimientos de la Independencia del Nuevo Mundo. Propóngome hablar de Bolívar y de San Martín; ambos concentraron la resistencia revolucionaria que cada sección americana oponía a la dominación española; ambos recorrieron gran parte de la América, dando batallas y proclamando principios e ideas nuevas; y ambos en fin, con más o menos vicisitudes, mayor o menor porción de laureles cosechados, tuvieron de grado o por fuerza que abandonar la escena política que habían abierto ellos mismos, el uno para descender a la tumba solitaria que le cavó temprano el desencantamiento de las cosas americanas; el otro buscando en la oscuridad de un voluntario destierro, el sosiego que no le ofrecían los Estados que acababa de formar.
Estos hechos por distantes de tiempo y lugar que nos parezcan, tienen sin embargo, cierta actualidad que los une por un singular acaso, con la Francia y las cosas actuales.
Los americanos que gozan en las secciones de la parte del Sud, de alguna posición social, luego de haber llegado a París y satisfecho la curiosidad que excita la gran ciudad, toman el camino de hierro de Corbeil, y descendiendo en la estación de Ris, siguen las márgenes del Sena, desde Puente Aguado hasta no lejos del olmo que según tradición, plantaron los soldados de Enrique IV que sitiaban a París, y llegan a un recodo desde donde se aparta una estrecha y tortuosa callejuela que se interna en las tierras. Grandbourg se llama el lugar de aquella romería. Jardines cultivados con toda la gracia del arte europeo, rodean una sencilla habitación, y entre las veredas flanqueadas de dalias y rosas variadas, que la vista descubre en el estío, se presentan aquí y allí plantas americanas que el viajero saluda complacido, como a conocidos y compatriotas que encuentra establecidos en Europa. El monumento que los americanos solicitan ver allí, es un anciano de elevada estatura, facciones prominentes y caracterizadas, mirar penetrante y vivo en despecho de los años, y maneras francas y afables. La residencia del General San Martín en Granburgo es un acto solemne de la historia de la América del Sud, la continuación de un sacrificio que principió en 1822, y que se perpetúa aún, como aquellos votos con que los caballeros o los ascéticos de otros tiempos ligaban toda su existencia al cumplimiento de un deber penoso. Ved lo que San Martín decía a los habitantes del Perú, la víspera de abandonar el mando del ejército, con el cual había ido arrollando a los españoles desde las Provincias Unidas del Río de la Plata.
"Yo he proclamado la declaración de la Independencia de Chile y del Perú, y tengo en mis manos el estandarte que Pizarro trajo para someter el Imperio de los Incas. He cesado de ser un hombre público, quedando así recompensado con usura de diez años que he pasado en medio de la revolución y de la guerra. He llenado mis promesas para con los pueblos a donde he llevado mis armas. Les doy la Independencia, dejándoles la elección de la forma de su gobierno. La presencia de un soldado feliz, aunque desinteresado, tiene sus peligros para Estados nuevamente constituidos; y por otra parte, estoy cansado de oír decir que aspiro a poner una corona sobre mi cabeza. Yo estaré pronto siempre a sacrificarme por la libertad del país, pero como hombre privado y no más. En cuanto a mi conducta política, mis compatriotas, según es costumbre, la juzgarán diversamente. Yo apelo a la opinión de sus descendientes. ¡Peruanos! Os dejo la representación nacional que vosotros mismos habéis establecido; si tenéis en ella entera confianza, podéis estar seguros de triunfar; si no, la anarquía va a devoraros. Que Dios os haga felices en todas vuestras empresas, y os eleve al mas alto grado de paz y de prosperidad."
Y diciendo adiós a las playas americanas después de haber vagado algún tiempo en Europa, encontró en Granburgo el asilo oscuro en que quería sepultar su gloria, no conservando de ella otro testimonio que el estandarte de Pizarro, que lo ha acompañado en el destierro. Este Santa Helena voluntario da a la despedida del Perú todo su valor histórico, y apenas se conservan en el suelo movible de la historia sudamericana, rastros de los antecedentes que motivaron la resolución de abandonar la América, que tantos incentivos ofrece, en sus cambios y revoluciones, a las ambiciones vulgares. El nombre de Bolívar se mezcla en este drama, y por la nobleza del sacrificio, como por el interés histórico unido a él, creo oportuno retrazar la historia de tan singular acontecimiento.
A principios del siglo presente, dos focos principales de movimiento intelectual existían en la América del Sudo México en la del Norte había iniciado la insurrección de 1810; pero el espíritu que dirigía estos movimientos, era de un carácter particular. Más que efecto de las ideas de libertad política que agitaban el mundo europeo y se reflejaban sobre la América, era indígena en su esencia. El cura Morellos y otros párrocos de las campañas que se pusieron a la cabeza de la insurrección, pueden considerarse como los representantes de la raza de los antiguos mexicanos, que forman las masas populares de México. El cura es en los pueblos españoles un personaje religioso y político a la vez; él pasee la confianza de sus feligreses; él es el pensamiento de los que por su ignorancia no pueden pensar; él sabe lo que es justo e injusto; a él se refiere el pueblo para manifestar sus necesidades o sus deseos. Por eso se han visto en México y en España tantos párrocos convertirse en generales cuando alguna pasión popular ha puesto en conmoción a las masas. El primer movimiento mexicano, pues, partía de las clases inferiores de la sociedad, y fue sofocado por falta de cooperación de la población de origen español, que no se echó en la revolución sino después de aquietada esta primer convulsión.
En Caracas y en Buenos Aires, el movimiento seguía un camino inverso. La Revolución descendía de la parte inteligente de la sociedad a las masas; de los españoles de origen a los americanos de raza. Aquellas dos ciudades con exposición al Atlántico, estaban muy de antemano en contacto con las ideas políticas que habían trastornado la faz de la Europa; los libros prohibidos andaban de mano en mano, y los diarios de Europa se escurrían entre las mercaderías españolas.
El pensamiento de establecer juntas gubernativas, que administrasen en nombre de Fernando VII, entonces prisionero de Napoleón en Valencay, lo había sugerido la España misma en las juntas provinciales que surgieron de todas partes para organizar las resistencias locales contra la invasión de las armas francesas. Pero en América era esta mutación una de aquellas ficciones que ocurren a los pueblos esclavizados de largo tiempo, para arribar a los fines que se proponen. Las Juntas Gubernativas se reunían en presencia de las guarniciones españolas. Buenos Aires tenía en pie, en 1810, un ejército de 14.000 hombres compuesto de cuerpos españoles de la Península y de americanos. Montevideo estaba igualmente guarnecida para resistir a una nueva tentativa de la Inglaterra, que en 1806 y 1807, había estado a punto de apoderarse de las bocas del Plata. Pero las Juntas Gubernativas comenzaban con este o aquel motivo, por separar de la administración a los españoles, sustituir americanos en el mando de las tropas, hasta que al fin se declaraban en verdaderas Comisiones de salud pública, tomando medidas enérgicas y terribles para asegurar la revolución. En Buenos Aires se principió por fusilar al virrey Liniers, precisamente por la influencia que le daban sobre la opinión pública los servicios prestados al país durante la invasión inglesa que él desconcertó. Este era el ostracismo que castiga la buena reputación, como peligrosa para la república. El Dr. Moreno, de 22 años de edad, pero lleno de talento y dotado de un carácter arrojado, era el Danton que concebía este y otros expedientes de salvación.
Con medidas análogas en Caracas, la guerra de la Independencia empieza desde las dos extremidades de la América del Sur, pero marchando la revolución de estas dos ciudades, toma muy desde los principios caracteres distintos y opuestos. En Caracas los esfuerzos de los americanos son sofocados por los ejércitos españoles. El General Monteverde logra apoderarse de esta ciudad, y Morillo, de Bogotá, capital de Nueva Granada, que había seguido el impulso de Venezuela. Ambos se van derecho a la causa del mal. En una carta dirigida a Fernando VII por el último de aquellos generales, expresa el sistema adoptado con un laconismo admirable. "La obra (de la pacificación), dice, debe hacerse precisamente de la misma manera que la primera conquista fue establecida. No he dejado vivo en el reino de Nueva Granada un solo individuo de suficiente influencia o talento para conducir la revolución;" y a esta nota acompaña la lista de doscientos doctores, nobles o ricos propietarios, fusilados o ahorcados, mientras que los diarios de México, por entonces vuelto a la dominación española, se encargaban de enumerar los veinticinco o treinta mil criollos de todas clases, rangos y sexos, que habían expiado en las matanzas, en los suplicios, o en los tormentos, el delito de la insurrección.
Por fortuna, Morillo se equivoca en su cálculo, dejando vivo a Bolívar, de quien habría podido decir como Syla de César, muchos Marios veo en este joven! Pero este exterminio de todos los hombres de saber e influencia de Nueva Granada y Venezuela, quitó a la revolución la cooperación de la parte inteligente de la sociedad, y cuando Bolívar se presentó, se encontró casi solo como hombre de prestigio, hallando en las masas populares, en los odios de raza, entre los indios y mestizos, un elemento que no podía decapitarse, como había sucedido con los letrados. La historia de Venezuela desde 1814, en que Bolívar se apodera de Caracas, se liga en todos sus actos políticos a la persona del Libertador, que asume desde este momento la dictadura, la cual según su significado romano, expresaba ya que la salvación de la República dependía de un solo hombre. Derrotado el Dictador en Aragua, el país casi entero cae en poder de los españoles. Reaparece Bolívar, después de haber peregrinado por la Nueva Granada, la Jamaica y Haití, buscando medios de rehacerse, y la guerra toma nuevo incremento; el Dictador asume su carácter oficial, hasta que por un Congreso reunido por él en Angostura en 1819, renuncia la autoridad para volverla a tomar en el acto, fortificada con la sanción unánime de la Asamblea. Llevado por las complicaciones de la guerra al territorio de Nueva Granada, la batalla de Boyacá le abre las puertas de Bogotá. Bolívar vuelve de nuevo ante el Congreso, esparce en el suelo las banderas que ha tomado al enemigo, presenta la Nueva Granada que acaba de conquistar como dispuesta a reunirse con Venezuela, y renuncia al supremo poder. El Congreso le da el título de Libertador, incorpora a Nueva Granada en la República de Colombia, y reelige presidente del doble estado a Bolívar. Entonces el Libertador dirige sus armas al Sud, y en 1820, a consecuencia de la batalla de Pichincha, ganada por uno de sus generales, entra en Quito, y el Gobierno Provisional, reunido bajo sus auspicios, declara que aquel país forma parte integrante de Colombia, esto es, de la dominación de Bolívar.
Entonces y largo tiempo después, toda influencia, toda dirección está reconcentrada en un solo hombre; Bolívar es el general en jefe de los ejércitos, el Presidente de la República que va agrandándose de día en día por agregaciones sucesivas, el Libertador en título y el Dictador permanente, circunstancia que revela más que ninguna otra, la personificación del poder.
Muy distinto rumbo siguió la revolución en la otra extremidad de la América del Sudo En el virreinato de Buenos Aires, desde que los españoles son expulsados una vez, no vuelven a reconquistar un palmo de terreno. En lugar de defenderse, los rebeldes invaden desde el principio; ejércitos unos en pos de otros, salen de un mismo foco, para el Alto Perú, para Montevideo, donde se había encerrado un ejército español, para Chile, para todos los puntos, en fin, donde la dominación real existía. Durante la lucha no hay un Bolívar que absorba y represente la revolución: hay Congresos, Directorios, Representantes del Pueblo, generales que mandan ejércitos independientes, tribunos, demagogos, revueltas populares que derrocan el gobierno; todas las fases que el poder toma en las revoluciones, menos la Dictadura, que nunca fue proclamada. Era la ciudad entera de Buenos Aires el centro del poder; era la llama del poder revolucionario distribuida sobre muchas cabezas, la que estorbaba el poder personal de uno solo. Era, en fin, la República tal como se concibe en todas partes; la inteligencia y la acción de todos.
Este antagonismo de fases se muestra en las dos repúblicas hasta en sus últimas manifestaciones, y hasta en el espíritu y política de los grandes hombres que figuran en una y otra, entre San Martín y Bolívar. La revolución de Venezuela y la de Buenos Aires, arrollando a los españoles desde las dos extremidades de la América del Sud, van a encontrarse con sus ejércitos y sus generales en el centro, y el Perú es atacado a un tiempo por San Martín, que viene del Sud, y Bolívar que llega del Norte. El encuentro de estos dos grandes hombres de la América Española es la parte mas dramática de la revolución sudamericana, y la opinión del mundo ha experimentado las consecuencias del desenlace, dando a Bolívar toda la gloria de haber asegurado la Independencia del continente porque permaneció en la escena hasta el último acto, y menguando la de su rival, porque tuvo el raro valor de oscurecerse ante él, y abandonar su posición para evitar una colisión entre las dos fuerzas americanas.
Chile, como la mayoría de las colonias españolas, había tomado parte activa en el movimiento general de insurrección que estalló por todas partes en 1810. Pero la aparición en la escena política de dos hombres eminentes, trajo luego la división entre los habitantes, la anarquía y la guerra civil. En 1814, no obstante resistencias heroicas, los españoles estaban de nuevo en posesión del país. Este contraste aconsejó al directorio de Buenos Aires, enviar un ejército a prestar apoyo al sentimiento de independencia subyugado en Chile, pero no extinguido; y el general San Martín fue encargado de esta difícil misión. Era San Martín un jefe que había servido en España durante la guerra de la península, distinguídose en Bailen y escapádose de ser asesinado con el general Solano en Cádiz en una conmoción popular. Cuando la guerra entre España y América estalló, San Martín se sintió llamado a tomar la defensa del partido que la naturaleza le había asignado, y regresó a América a ofrecer sus servicios.
La presencia de San Martín hizo una revolución en el sistema de guerra de los americanos. Como los españoles a los franceses en la Península, los americanos a los españoles en América, oponían a falta de conocimientos estratégicos, sus terribles guerrillas (o montoneras), aquel levantamiento en masa de las poblaciones, que hace fatales para el enemigo, la mujer que lo acaricia, el guía que lo conduce, el techo que lo cubre; y que hace de cada matorral, de cada sinuosidad de la tierra; de todo el país, en fin, un enemigo armado, que es preciso reconocer y registrar antes de acercarse a él. La educación militar había principiado en América; pero estaba muy lejos de corresponder a las necesidades de la época; la España enviaba para asegurar sus colonias, los viejos tercios españoles que habían resistido las irresistibles armas de Napoleón, y los americanos solo contaban con sus jinetes para embarazar las marchas del enemigo, sus vastas llanuras para dispersarse y rehacerse en caso de descalabro. San Martín llevó de España la ciencia de la guerra que los vencedores de Victoria habían hallado entre los bagajes de los vencidos, y desde entonces las resistencias espontáneas y populares tomaron forma y carácter; desde entonces la táctica, la disciplina y la estrategia, dieron nuevo temple y más alcance al valor y a la resistencia.
Con un ejército en cuya organización empleó tres años, acometió San Martín en 1817 una empresa análoga a la que ha hecho la celebridad de Anníbal al descender a Italia. Tratábase de invadir a Chile, atravesando la cadena de los Andes por la parte más ancha, elevada y fragosa que presenta en una inmensa extensión. Entre Chile y las Provincias Unidas, apenas tres o cuatro pasajes practicables presenta aquella colosal barrera en una extensión de cuatrocientas leguas, y aún éstos, por la profundidad de las quebradas, y las gargantas que a cada paso forman las montañas, son inexpugnables si se intenta defenderlos. Las habitaciones humanas concluyen de ambos lados de la cordillera donde las escarpadas ramificaciones comienzan. El centro, de centenares de leguas, ocúpalo un laberinto de montañas graníticas, masas de hielos eternos, torrentes que descienden con la violencia de cascadas sucesivas, en fin la naturaleza con sus formas mas colosales e imponentes, sin que el hombre haya podido imprimirle el sello de su poder, si no es en caminos apenas discernibles y que desaparecen cada invierno.
Toda la vigilancia y sagacidad de los españoles, no fue parte a descubrir el punto por donde se meditaba la atrevida y al parecer desacordada invasión. Durante veinticinco días el ejército de San Martín estuvo ejecutando el paso de aquel San Bernardo, y los españoles vieron repentinamente formado en batalla en los valles chilenos, un ejército disciplinado que había descendido con todos sus pertrechos de guerra de lo alto de aquellas crestas que parecen desafiar la audacia humana. Un año después, la dominación española había perdido, para no recobrarla jamás, aquella hermosa colonia.
Desde este momento principia a mostrarse el sistema político de San Martín, y el antagonismo de miras e ideas que debían pronto ponerle en oposición a Bolívar. El pueblo de Chile proclamó, como era de esperarse de la excitación producida por los recientes sucesos, jefe del nuevo estado, al que acababa de darle la independencia perdida. Una buena política aconsejaba ponerse a la cabeza del gobierno para improvisar medios de guerra y anonadar la influencia y el dominio de la España. Pero en el espíritu que la revolución republicana en su esencia, había tomado en la extremidad Sud de la América, aquella administración del general del ejército de otra sección, chocaba al mismo San Martín, como si esta aceptación del poder, aunque accidentalmente, diese al esfuerzo hecho para libertar el país los aires de una conquista. San Martín no aceptó el mando, haciendo servir su influencia tan solo para que se formase un gobierno nacional, que favoreciese el intento de llevar la guerra al Perú. El ejército que había atravesado los Andes, perdió su carácter de auxiliar, haciéndose nacional, para conservar así a cada una de las secciones coloniales las demarcaciones que venían ya consagradas.
El Gobierno de Chile se ocupó desde luego de la organización de un ejército de desembarco, y de crear una escuadra para ir al Perú a desalojar a los españoles de sus últimos atrincheramientos. La escuadra al mando de Lord Cockrane, con el ejército bajo las órdenes de San Martín, se hizo a la vela en 1820; el ejército tomó tierra y el general pudo desde luego apoderarse de suficiente extensión de país para aproximarse a la capital del Virreinato más poderoso después de México. La ciudad de Lima era entonces una corte, por el lujo, la disipación y los placeres, que embellecían la residencia de los virreyes. Hasta hoy conserva aquella ciudad en sus costumbres, algunos vestigios de lo que antes fue. Era el Edén de las colonias; el sueño dorado de los españoles; pues era fama que sus casas estaban revestidas de plata, y sus mujeres eran las rivales felices de las graciosas andaluzas. Lima era por tanto el rendez-vous de todos los aventureros; sus virreyes salían de entre los favoritos de las damas y reinas de la Corte Española; y las Lais y las Aspasias que han brillado en aquellos tiempos de galas, toros, serenatas y tapadas, son recordadas hoy por las alegres tradiciones populares de Lima.
Hasta hoy también la mujer conserva bajo el clima muelle de Lima, encantos y seducciones que el viajero no encuentra en ningún otro punto de la tierra. Desgraciadamente la civilización, el progreso de las ideas, abren cada día honda brecha a la originalidad antigua, y el colorido desaparece en presencia de la moda y de los usos europeos. En Lima había alcanzado la mujer a gozar por lo menos dos horas en el espacio de un día, de aquella absoluta independencia que para su sexo han predicado en vano los sansimonianos. Esto se hacía y aun se hace hoy, merced a un traje que los españoles adoptaron de los árabes por espíritu religioso, y que las limeñas convirtieron en dominó por galantería. Las mujeres de Lima visten de ordinario a la europea; pero cuando quieren ser libres como las aves del cielo, solteras o casadas llevan la saya, cubren su cabeza y rostro con el manto, dejando descubierto apenas un ojo travieso y burlón, y desde ese momento todos los vínculos sociales se aflojan para ellas, o se desatan del todo. La censura de la opinión pública no puede calar aquel incógnito limeño, que desafía toda inquisición; la familia desaparece para la que lo lleva, y en los templos y en los paseos, en lugar de huir de la proximidad de los hombres, la niña modesta y tímida antes, se acerca, les dirige pullas picantes, los provoca y los burla. ¡Desgraciado del que quisiese sublevar la punta del velo que encubre a su perseguidora! ¡Desgraciado del que quiere saber a quién pertenece aquel ojo de fuego que brilla solo como un diamante, entre los graciosos pliegues del oscuro manto! Esta es la más grave ofensa que pudiera hacerse a las costumbres. La tapada vuelve a su casa, y tomando los vestidos europeos, entra en todas las condiciones de la vida ordinaria. Pero esta mascarada, este carnaval de Lima es eterno; y en un baile como en un entierro, en las sesiones de las Cámaras como en la fiesta de un santo, las tapadas se presentan indistintamente, siempre impenetrables, siempre dejando adivinar con la increíble estrechez de la saya, el volumen que ha hecho dar el nombre a una Venus antigua, y cuantas otras seducciones la coquetería femenil sabe, sin comprometer mucho el pudor, poner en disimulada evidencia.
Una ciudad montada bajo este pie de gusto y de costumbres, la residencia de los virreyes, en la más rica de las colonias, no era de extrañar que no hubiese dado hasta entonces síntomas armados de participar del espíritu de independencia que agitaba a las otras secciones americanas. La España además había establecido allí una sucursal de la Inquisición, que aunque no había encendido sus hogueras sino en vía de ensayo hecho sobre alguna vieja bruja, esparcía muy a lo lejos el terror de su nombre, y estorbaba que en la ciudad penetrasen el Contrato Social, Voltaire, Reynal, y todo el índice de los libros prohibidos política y religiosamente, que llevaban a los espíritus la duda de todas las creencias y la revolución.
San Martín empezó a aflojar sus marchas a medida que se aproximaba a la capital del Perú; el general tan osado para atravesar los Andes, vacilaba ahora en presencia de una ciudad que no tenía guarnición suficiente para resistirlo. El ejército murmuraba por esta tardanza inexplicable que exponía al soldado a la inclemencia de las enfermedades endémicas; los jefes no veían la hora de entrar en aquella Capúa americana, para gozar de los placeres fabulosos, cuya fama anda por toda la América en adagios y leyendas.
Un escrúpulo de conciencia retenía sin embargo a San Martín. Ningún patriota de Lima se había presentado a su cuartel general a darle la bienvenida. El terror reinaba en la ciudad, y los cuentos más absurdos, propalados por los españoles, sobre la moralidad del ejército americano, eran creídos y aceptados por aquella población a quien venía a interrumpir en sus placeres, sus procesiones y sus fiestas de toros. El capitán Basyle Hall, que fue presentado a San Martín en aquellas circunstancias, ha conservado en su viaje una de esas expansiones íntimas de los hombres colocados a la cabeza de los negocios, y que más tarde toman su lugar en las páginas de la historia, porque son la explicación de los hechos consumados. "¿Preguntan por qué decía entonces San Martín a aquel viajero, yo no marcho inmediatamente sobre Lima? No me detendría un instante, si aquello conviniese a mis miras; pero yo no ambiciono la gloria militar, ni busco la reputación de conquistador del Perú; mí único pensamiento es librar a este país de la opresión. ¿Qué haría yo en Lima, si los habitantes de esta ciudad me fuesen contrarios? La causa de la independencia no ganaría nada con la posesión de Lima. Mi plan es enteramente diverso; deseo antes de todo que los hombres se conviertan a mis ideas, y que sus sentimientos se pongan gradualmente de acuerdo con la opinión pública. Que la capital proclame su profesión de fe política, y yo le proporcionaré la ocasión de dar este paso con entera libertad. Día a día gano aliados en el corazón del pueblo. Por lo que hace a la fuerza militar, he logrado aumentar y mejorar el ejército patriota, mientras que el de los españoles ha sido disminuido por la miseria y la deserción. Al país mismo toca ahora juzgar cuales son sus verdaderos intereses, y es justo que los habitantes hagan conocer lo que piensan. La opinión pública es un nuevo resorte introducido en los negocios de estos países; los españoles, no sintiéndose capaces de dirigirla, se ocupaban de contener su impulso; pero es llegada la época de que manifieste su fuerza y su importancia."
Al fin el virrey anunció su intención de encerrarse con las fuerzas que guarnecían la ciudad en las fortalezas del Callao, delegando el mando en un noble americano. La agitación, como era de esperarse, crecía por momentos en la ciudad, lo que no estorbó que en circunstancias tan críticas, la trivial etiqueta de un besamanos y recepción de gala de todas las autoridades y corporaciones religiosas, absorbiese durante el día la atención del nuevo gobierno, mientras que las tribus indígenas, conmovidas por el rumor del edificio de la conquista española que amenazaba desplomarse, pedían, rodeando la ciudad, venganza por la sangre de sus padres a torrentes derramada; mientras que las bandas de salteadores, que con la inquisición, los toros y las galas, formaron siempre los caracteres distintivos de la antigua administración española, entraban en las calles de Lima a ejercer su profesión. El nuevo gobierno tuvo tiempo al fin, para enviar una diputación al general San Martín invitándole a tomar posesión de la ciudad, a fin de ponerla al abrigo del populacho y de los esclavos que la amenazaban. La noche que medió entre la misiva y la respuesta, la pasaron los habitantes de Lima en vela, reunidos en grupos silenciosos, y aguardando con la aurora del siguiente día, saber la suerte que les estaba reservada. San Martín contestó que no entraría a la ciudad sin que los habitantes manifestasen de una manera auténtica su intención de proclamar la independencia, y para prevenir los desórdenes, mandaba a sus tropas de vanguardia ponerse a las órdenes de las autoridades de Lima. Los habitantes de la ciudad no volvían de su sorpresa, y el Gobierno por solo cerciorarse de si no era un sueño todo lo que estaba sucediendo, mandó órdenes a las tropas, las que fueron inmediatamente obedecidas.
Al fin dos frailes se presentaron en el campo de San Martín. Los pintores de costumbres, para caracterizar a Lima ponen siempre en sus cuadros un fraile que da a besar el escapulario al pueblo, una tapada que vuelve la cabeza, una india de la sierra, y un mulato que canta acompañándose de la guitarra. Uno de los buenos padres lo comparó a Cesar, el otro a Luculus. Esto prometía, y San Martín empezó a esperar; porque ahí estaba el punto difícil de la revolución, teniendo los patriotas fama de condenados en vida, como enemigos del altar y del trono. Rousseau les había legado esta reputación. Una madre de familia se presentó luego a ofrecer sus hijos para la guerra; cinco beldades limeñas se abrieron paso hasta la tienda del general, y lo envolvieron en una red de brazos torneados. Últimamente otro fraile de aspecto adusto y severo, vino a cruzar los brazos ante el jefe de los patriotas, fijando sobre él miradas penetrantes, como si quisiera descubrir en el fondo del corazón todos los secretos que traía para el porvenir la revolución. El resultado del examen pareció satisfacerle. Lima estaba desde este momento conquistada para la causa de la independencia; los frailes, estos representantes natos del antiguo pueblo español, y las mujeres, el arbitrio soberano de la ciudad encantada de los Reyes, aceptaban a San Martín. El espíritu revolucionario y la victoria harían el resto.
San Martín explicaba entonces la causa de esta apatía de los peruanos y su casi completa indiferencia que al principio de la revolución mostraron por ser independientes. "El Perú, decía, había tenido la desgracia de ser privado por la naturaleza de tener comunicaciones directas con las naciones ilustradas de la tierra. El progreso gradual de la inteligencia humana en los otros estados del Sud había preparado los espíritus para un nuevo orden de cosas. En Chile y en otras partes la mina estaba cargada y no se necesitaba más que ponerle fuego; la explosión habría sido prematura. (Lafond)."
Después de la entrada de San Martín a Lima, quedaba la difícil tarea de desalojar a los españoles que se habían replegado sobre las provincias más ricas en recursos. Su posición no era por eso menos angustiada. Los ejércitos de las Provincias Unidas los contenían de la parte del Sud; Bolívar ocupaba una línea desde Guayaquil en el Pacífico hasta las Guayanas en el Atlántico. San Martín con el ejército y la escuadra chilena, dominaba las costas y los mares al Occidente, y las colonias españolas la terminaban por el Naciente en los bosques y desiertos centrales de la América para que al fin no hubiese adonde retirarse, cuando los patriotas pudiesen aproximar sus fuerzas y cerrar el círculo que venían haciendo en torno de los españoles.
San Martín fue el primero en ponerse en contacto con Bolívar, mandando al general Sucre, que operaba en Guayaquil, una división de su propio ejército. La batalla de Pichincha, que aseguró la Independencia de toda la parte de la América Española que está al Norte del Perú, fue dada por divisiones de ambos ejércitos reunidos. Y sin embargo, este contacto tan deseado, mostró desde el momento en que tuvo lugar, la incompatibilidad de los sistemas de política de ambas revoluciones, con respecto a los países a que prestaban su auxilio para sacudir el yugo español. La provincia de Pasto pertenecía al virreinato del Perú. Bolívar siguiendo la guerra por su lado, ocupó esta provincia y la declaró agregada a Colombia, poco después de haber hecho otro tanto con la presidencia de Quito. La sorpresa que estos procedimientos causaban en el Perú, no era sino el antecedente de la sorda indignación de los patriotas que creían ver en esta continua anexión, sustituirse una conquista a otra. Un incidente singular y poco conocido en América, pudo desde luego dar a Bolívar una idea del espíritu que reinaba en el ejército que había desembarcado en el Perú. San Martín había principiado su carrera militar en las Provincias Unidas del Río de la Plata, por formar un regimiento de caballería, que llamó de granaderos a caballo. Hoy empieza a ser conocida en Europa la palabra gaucho con que en aquella parte de América se designa a los pastores de los numerosos rebaños que cubren la Pampa pastosa. Es el gaucho argentino un árabe que "vive, come y duerme a caballo". El lazo que maneja con una increíble destreza, le somete toda la creación animal, sin excluir el jaguar y el león, a quienes acomete sin temor. Los que huyen de su aproximación, no están libres del tiro certero de sus bolas, que hace girar en torno de su cabeza y lanza como un rayo sobre el objeto que le sirve de blanco, seguro de ligarlo estrechamente, sin que le sea posible hacer un movimiento, marchar o desembarazarse. No hace 16 años que la guerra civil entre unitarios y federales se terminó por haber boleado un gaucho al general que mandaba uno de los ejércitos contendientes, y hécholo prisionero a pocos pasos de su ejército. El gaucho no se preocupa de saber si el caballo que monta es salvaje o domesticado. En cualquiera estado que lo encuentre en la Pampa, echa el lazo sobre él, lo ensilla y lo somete de grado o por fuerza a su voluntad. Su alimento exclusivo es la carne asada en las llamas y saturada de cenizas. Pocos pueblos hay que resistan con mayor estoicismo toda clase de privaciones y de fatigas. El gaucho es un español, en quien la cría de ganados de que se ocupa, ha despertado y hecho dominar la sangre árabe que circula en sus venas. Es un bárbaro en sus hábitos y costumbres, y sin embargo es inteligente, honrado y susceptible de abrazar con pasión la defensa de una idea. Los sentimientos de honor no le son extraños, y el deseo de fama como valiente, es la preocupación que a cada momento le hace desnudar el cuchillo para vengar la menor ofensa.
De estos gauchos formó San Martín un regimiento a la europea, añadiendo a las dotes del equitador mas osado del mundo, la disciplina y la táctica severa de la caballería del imperio. El regimiento de granaderos a caballo ha producido diecinueve generales, y otros tantos oficiales superiores de menor graduación. Principió a servir en 1814 en San Lorenzo, en el Río de la Plata, terminando en Ayacucho, en el Perú, con la guerra de América, la serie de sus campañas, en las que se calcula que ha atravesado como 4.000 leguas lineales. Ciento veintiséis hombres de este cuerpo volvieron a Buenos Aires en 1826, y depusieron sus sables, como trofeos de guerra, en la Sala de Armas.
San Martín incluyó en la división que mandó a Sucre para la campaña de Guayaquil, un escuadrón de aquel cuerpo modelo. La ocasión de hacerse conocer de Bolívar no tardó mucho en presentarse algunos días antes de la batalla de Pichincha. El Chimborazo que los poetas americanos han asociado al nombre del Libertador, se alza de una pieza y sin desigualdades que alteren su forma cónica. A su base se extiende la llanura de Riobamba, cubierta de gramilla y yerbas. Sobre esta llanura, el escuadrón de granaderos encontró una división de caballería española en número cuatro veces mayor que el de sus combatientes; introdújose en el centro de la línea enemiga como una cuña, rompióla en dos, y en repetidos encuentros la hizo pedazos. Bolívar era desde entonces admirador entusiasta de los granaderos, de que hizo su guardia cuando entró en Quito, apellidándolos de Riobamba, en memoria de aquella jornada.
Las nuevas autoridades de Quito siguiendo el sistema de Bolívar, declaraban las presidencias de Quito y la provincia de Pasto, anexas a Colombia. Esta desmembración que Bolívar hacía de una provincia al Perú, cuyo nuevo pabellón había adoptado el ejército de San Martín, llenaba de indignación a los oficiales de la división que se hallaba en Quito. Una noche mientras el libertador asistía a una fiesta, el escuadrón Riobamba su guardia de honor, había desertado con sus jefes a la cabeza. Bolívar monta a caballo, se hace seguir de todo su estado mayor, y sale al alcance de los fugitivos que se dirigían hacia el Perú. Cuando lo hubo conseguido, hizo tomar alojamiento para el escuadrón y su estado mayor; la noche se pasó en fiestas y regocijos, y al día siguiente todo el ejército de Bolívar llegaba al lugar aquél, a recibir entre sus filas, como si no hubiese ocurrido nada de extraordinario, aquellos célebres desertores. La anexión de Guayaquil, que hasta entonces había formado parte del Perú, sublevaba de este modo las primeras chispas de mala inteligencia entre San Martín y Bolívar.
Por otra parte, la organización de ambos ejércitos traía sin esto, motivos de desafección recíproca. San Martín había introducido en el suyo las prácticas, régimen y jerarquía de los ejércitos de Europa, autorizando como Washington el duelo, a fin de desenvolver el sentimiento de la importancia personal entre sus oficiales. El ejército de Bolívar estaba montado bajo otro pie: Bolívar era más que el general en jefe, el soberano absoluto, a cuya persona y voluntad se referían todas las cosas. Jefes de alto rango le prestaban servicios personales incompatibles en otros ejércitos con su grado militar. Su lenguaje para con ellos se resentía de esta posición, y San Martín mismo en la entrevista de Guayaquil, oyó al Libertador mandar echar en hora mala a un general que pedía órdenes para el servicio. Así el jefe de granaderos que estaba a su lado, no se excusaba de manifestar en términos poco corteses, su oposición a tal sistema. El general Mosquera, hoy presidente de Nueva Granada, decía hablando sobre esto mismo en Chile: "cuando vimos al ejército de San Martín, conocimos por la primera vez lo que era la jerarquía militar. Entre nosotros no había sino general en jefe y soldados."
Las enfermedades endémicas habían reducido a la mitad el ejército que había desembarcado en el Perú: los nuevos cuerpos formados en el país, habían mostrado en los principios poca aptitud para la guerra; y los triunfos obtenidos en algunos puntos, eran neutralizados por derrotas experimentadas en otros. San Martín sabía que el personal del ejército español acantonado en las más ricas provincias, era más del doble del suyo, y temeroso de comprometer el éxito de la campaña, había suspendido las operaciones de la guerra. Las Provincias Unidas no podían enviarle contingentes a mil leguas de distancia, y Chile había quedado demasiado exhausto en el armamiento de la escuadra y equipo de un ejército para enviar nuevas fuerzas. La completa expulsión de los españoles desde el Istmo de Panamá hasta el Norte del Perú, dejaba ocioso al ejército de Colombia fuerte de 12 o 14.000 hombres y mandado por generales hábiles y experimentados. Reunidas las fuerzas de ambos ejércitos la última campaña contra los realistas podía terminarse en algunas semanas, con todas las seguridades del triunfo. San Martín había solicitado hasta entonces en vano, que se reemplazasen las pérdidas que había experimentado la división de su ejército enviado en auxilio de Sucre. Por otra parte era preciso entenderse, sobre la desmembración de Guayaquil, que tanto chocaba a las ideas de San Martín, con respecto los deberes de los generales que combatían contra la España. "Durante diez años que he luchado contra los españoles, decía él al viajero citado, o más bien, que he trabajado en favor de estos países, porque yo solo he tomado las armas por la causa de la independencia; lo único que deseo es que este país sea gobernado por sus propias leyes, sin sufrir ninguna influencia extranjera. Por lo que hace al sistema político que adoptará, yo no tengo derecho de intervenir en ello. Mi solo objeto es poner al pueblo en estado de proclamar su independencia y de establecer el gobierno que mejor le convenga. Hecho esto, yo miraré como terminada mi misión y me alejaré." Este lenguaje era una verdadera condenación del sistema opuesto seguido por Bolívar. Impulsado por estos y otros motivos San Martín solicitó de Bolívar una entrevista en Guayaquil; pero este general tuvo atenciones que le estorbaron acudir el día designado para la solicitada conferencia. Al fin una segunda vez, los dos jefes de los ejércitos de la América del Sud se hallaron reunidos bajo un mismo techo. Cada uno de ellos tenía la más alta idea de la capacidad militar del otro. "En cuanto a los hechos militares de Bolívar", ha dicho San Martín en aquella época, "puede decirse que le han merecido con razón ser considerado como el hombre más extraordinario que ha producido la América. Lo que sobre todo lo caracteriza, y forma en cierto modo su genio especial, es una constancia a toda prueba, la cual exasperándose contra las dificultades, no se dejaba abatir por ellas por grandes que fuesen los peligros en que su alma ardiente lo había echado (Basile Hall)." Pero si la estimación del mérito era igual en ambos, las miras, ideas y proyectos de cada uno eran enteramente distintos. Bolívar abrigaba decididamente designios para el porvenir; tenía un plan de ideas que desenvolver por los acontecimientos; había allí, en aquella cabeza proyectos en bosquejo, política, y ambición de gloria, de mando, de poder. San Martín había muy en mala hora venido a continuar por su lado la obra de la emancipación de la América del Sud que Bolívar se sentía llamado a realizar él solo. San Martín por el contrario, no queriendo ver más que el buen éxito de las operaciones militares principiadas en el Perú, venía con el ánimo libre de toda idea ulterior a solicitar la cooperación de Bolívar para llevar a buen fin la campaña. General de la Provincias Unidas, libertado en el Perú debía alejarse necesariamente de aquel país. El porvenir allí no se ligaba a su persona por ningún vínculo duradero. Solicitaba el reemplazo de las bajas que había experimentado la división auxiliar dada a Sucre, porque necesitaba soldados para continuar la guerra; pedía la reincorporación de Guayaquil al Perú, porque había pertenecido al virreinato.
Las conferencias participaron de la posición en que se habían puesto ambos jefes. El uno manifestando abiertamente su pensamiento, el otro embozándolo cuidadosamente, a fin de no dejar traslucir sus proyectos aún no maduros. San Martín, de talla elevada, echaba sobre el Libertador, de estatura pequeña, y que no miraba a la cara nunca para hablar, miradas escrutadoras, a fin de comprender el misterio de sus respuestas evasivas, de los subterfugios de que echaba mano para escudar su conducta, en fin, de cierta afectación de trivialidad en sus discursos, él, que tan bellas proclamas ha dejado, él, que gustaba tanto de pronunciar toasts llenos de elocuencia y de fuego. Cuando se trataba de reemplazar las bajas, Bolívar contestaba que esto debía estipularse de gobierno a gobierno; sobre facilitar su ejército para terminar la campaña del Perú, oponía su carácter de presidente de Colombia, que le impedía salir del territorio de la República; él, dictador, que había salido para libertar la Nueva Granada y Quito, y agregádolas a Venezuela!
San Martín creyó haber encontrado la solución de las dificultades, y como si contestase al pensamiento íntimo del Libertador; "Y bien, general", le dijo,"yo combatiré bajo vuestras órdenes. No hay rivales para mí cuando se trata de la Independencia americana. Estad seguro, general; venid al Perú; contad con mi sincera cooperación; seré vuestro segundo." Bolívar levantó repentinamente la vista, para contemplar el semblante de San Martín, en donde estaba pintada la sinceridad del ofrecimiento. Bolívar pareció vacilar un momento; pero en seguida, como si su pensamiento hubiese sido traicionado, se encerró en el círculo de imposibilidades constitucionales que levantaba en torno de su persona, y se excusó de no poder aceptar aquel ofrecimiento tan generoso.
San Martín regresó al Perú, dudando un poco de la abnegación de su compañero de armas, y resuelto a hacer lo único que a su juicio podía salvar la revolución de un escándalo. La noche que siguió a la entrevista de los dos generales, un jefe de Bolívar se introdujo en la habitación de San Martín, para revelarle la verdadera situación de las cosas, y ofrecerle a nombre de muchos otros jefes sus simpatías y adhesión. Bolívar mismo había dicho a San Martín que no tenía confianza en sus jefes; y su sistema de organización militar lo hacía más popular entre los soldados y subalternos que entre los oficiales superiores, a quienes trataba de una manera humillante. Sucedía en esto, además, una cosa que es general, y que justifica el proverbio "no hay hombre grande para su ayuda de cámara." La gloria ejerce todos sus prestigios a la distancia. San Martín era en el ejército de Bolívar un héroe sin rival; Bolívar en el de San Martín, un genio superior.
A su llegada a Lima San Martín encontró que el pueblo había ensayado en su ausencia las disposiciones a la anarquía que han caracterizado la historia del Perú durante veinte años. El gobierno interino había sido trastornado, y San Martín tomó de nuevo las riendas del gobierno, para poner orden en los negocios públicos, y convocar un Congreso. Mientras tanto, escribió a Bolívar instándole de nuevo que entrase en el Perú con su ejército. San Martín ha dejado ignorar en América durante veinte años el objeto y el resultado de la entrevista de Guayaquil, no obstante las versiones equivocadas y aún injuriosas que sobre ello se han hecho. No hace dos años a que el comandante Lafond, de la Marina francesa publicó en los Voyages autour du monde, la carta de San Martín a Bolívar que retraza todos los puntos cuestionados allí. Esta carta es la clave de los acontecimientos de aquella época, y por otra parte revela tan a las claras el carácter y posición de los personajes, que vale la pena de copiarla íntegramente.

"Excmo. Señor Libertador de Colombia, Simón Bolívar.
-Lima, 29 de Agosto de 1822.-
Querido general:
Dije a usted en mi última de 23 del corriente, que habiendo reasumido el mando supremo de esta República, con el fin de separar de él al débil e inepto Torre Tagle, las atenciones que me rodeaban en aquel momento no me permitían escribir a Ud. con la extensión que deseaba: ahora al verificarlo, no solo lo haré con la franqueza de mi carácter, sino con la que exigen los grandes intereses de América.
Los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la pronta terminación de la guerra; desgraciadamente yo estoy firmemente convencido, o que Ud. no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazosa. Las razones que Ud. me expuso de que su delicadeza no le permitiría jamás el mandarme, y aún en el caso de que esta dificultad pudiese ser vencida, estaba Ud. seguro de que el Congreso de Colombia no consentiría su separación de la República; permítame Ud., general, le diga, no me han parecido bien plausibles: la primera se refuta por sí misma, y la segunda estoy muy persuadido que la menor insinuación de Ud. al Congreso seria acogida con unánime aprobación, con tanto más motivo, cuando se trata con la cooperación de Ud. y la del ejército de su mando, de finalizar en la presente campaña, la lucha en que nos hallamos empeñados, y el alto honor que tanto Ud. como la República que preside, reportarían en su terminación.
No se haga Ud. ilusión, general; las noticias que Ud. tiene de las fuerzas realistas son equivocadas, ellas montan en el alto y bajo Perú a más de 19.000 veteranos, las que se pueden reunir en el término de dos meses. El ejército patriota, diezmado por las enfermedades, no podrá poner en línea a lo más 8.500 hombres, y de estos una gran parte reclutas; la división del general Santa Cruz (cuyas bajas, según me escribe este general, no han sido reemplazadas a pesar de sus reclamaciones), en su dilatada marcha por tierra, debe experimentar una pérdida considerable, y nada podría emprender en la presente campaña; la sola de 1.400 colombianos que Ud. envía, será necesaria para mantener la guarnición del Callao y el orden en Lima; por consiguiente, sin el apoyo del ejército de su mando, la expedición que se prepara para Intermedios no podrá conseguir las grandes ventajas que debían esperarse, si no se llama la atención del enemigo por esta parte con fuerzas imponentes, y por consiguiente la lucha continuará por un tiempo indefinido; digo indefinido, porque estoy íntimamente convencido de que sean cuales fueren las vicisitudes de la presente guerra, la independencia de la América es irrevocable; pero también lo estoy de que su prolongación causará la ruina de sus pueblos, y es un deber sagrado para los hombres a quienes están confiados sus destinos, evitar la continuación de tamaños males. En fin, general, mi partido está irrevocablemente tomado; para el 20 del mes entrante he convocado el primer Congreso del Perú, y al siguiente día de su instalación me embarcaré para Chile, convencido de que mi presencia es el único obstáculo que le impide a Ud. venir al Perú con el ejército de su mando: para mí hubiera sido el colmo de la felicidad terminar la guerra de la Independencia bajo las órdenes de un general a quien la América del Sud debe su libertad; el destino lo dispone de otro modo, y es preciso conformarse.
No dudando que después de mi salida del Perú, el gobierno que se establezca reclamará la activa cooperación de Colombia, y que Ud. no podrá negarse a tan justa petición, antes de partir remitiré a Ud. una nota de todos los jefes cuya conducta militar y privada puede serie a Ud. de utilidad su conocimiento.
El general Arenales quedará encargado del mando de las fuerzas argentinas; su honradez, valor y conocimientos, estoy seguro lo harán acreedor a que Ud. le dispense toda consideración.
Nada diré a Ud. sobre la reunión de Guayaquil a la República de Colombia; permítame Ud., general, le diga que creo no era a nosotros a quienes correspondía decidir sobre este importante asunto: concluida la guerra, los gobiernos respectivos lo hubieran tranzado, sin los inconvenientes que en el día pueden resultar a los intereses de los nuevos estados de Sudamérica.
He hablado a Ud. con franqueza, general; pero los sentimientos que expresa esta carta, quedarán sepultados en el mas profundo silencio; si se traslucieran, los enemigos de nuestra libertad podrían prevalerse para perjudicarla, y los intrigantes y ambiciosos para soplar la discordia.
Con el comandante Delgado, dador de ésta, remito a Ud. una escopeta, un par de pistolas, y el caballo de paso que ofrecí a Ud. en Guayaquil: admita Ud., general, este recuerdo del primero de sus admiradores, con estos sentimientos, y con los de desearle únicamente sea Ud. quien tenga la gloria de terminarla guerra de la independencia de la América del Sud, se repite su afectísimo servidor.
José DE SAN MARTÍN."
La promesa de abandonar su posición y embarcarse fue cumplida al día siguiente de reunirse el congreso, que de antemano había convocado San Martín para deponer ante él el mando político y militar del Perú.
He aquí un testamento en que un hombre eminente lega a otro la gloria, el poder adquirido, con todas las prevenciones necesarias para que su heredero aproveche de las ventajas del legado. Los estados pequeños quitan a los hombres grandes que en ellos aparecen todo el brillo que corresponde a los altos sacrificios. La abdicación de Carlos V y su clausura voluntaria en un convento, no fue un sacrificio personal más grande hecho a una idea, ni fundado en motivos más poderosos. Había allí una vieja y cansada ambición, satisfecha ya en todos sus deseos; acaso ideas religiosas que podían a su vez ser satisfechas; una monarquía asegurada, sobre cuya política podía el recluso tener siempre los ojos abiertos. En San Martín era la renuncia en la flor de la edad de toda su existencia venidera, de la mitad de una obra feliz y gloriosamente comenzada. Poseedor del terreno en que debía decidirse la guerra de la Independencia, todo lo que el corazón humano tiene de noblemente egoísta, hasta el ceder a otro una gloria imperecedera, había sido acallado, dominado, para separarse de los negocios públicos, dejar un ejército que se ha formado desde el recluta, que se ha enseñado a triunfar y que se ha mandado durante diez años, y entregarlo a un rival, mientras que la víctima de tan duro sacrificio va a oscurecerse en medio de un mundo que no le conoce, y a correr todos los azares de una posición mediocre en suelo extraño. Aquella acta de abdicación voluntaria premeditada, es la última manifestación de las virtudes antiguas que brillaron al principio de la revolución de la independencia sudamericana. Desde aquel día datan los trastornos, las revueltas y todas las inmoralidades que la han caracterizado después.
Bolívar entra poco después de la partida de San Martín en el Perú, y con ambos ejércitos reunidos da las batallas de Junín y Ayacucho que terminaron la guerra. Pero Bolívar tenía una sed insaciable de gloria, y después de haber sido el libertador de América, quiso ser el legislador universal. Desgraciadamente no se encuentran siempre en las inspiraciones del genio, como la ordenación triunfante de las batallas, los artículos de una constitución política. No era tampoco aquella la época, la constituyente de todos los estados que habían trastornado su manera de ser, por el movimiento político del siglo XVIII. Las elucubraciones de la filosofía no habían pasado por el crisol de la experiencia aún; y Bolívar atacado como los estadistas de su época, de la manía de forjar constituciones, quiso también en este ramo mostrar la originalidad de su genio. De la parte del antiguo Virreinato de Buenos Aires llamado antes Alto Perú, que Bolívar había rescatado del poder de los españoles, no pudiendo por la interposición de otros países soldarla a Colombia, como lo había hecho siempre con las secciones coloniales que libertaba, formó una república, a que dio su nombre, haciéndola servir de ensayo para una constitución política que él había imaginado. Había un Presidente de por vida irresponsable; y una cámara de tribunos, otra de senadores, otra de censores, que debían limitar recíprocamente la acción de los poderes. En el fondo como en el objeto, era una traducción de la segunda edición del Consulado de Bonaparte. Un general de Bolívar fue electo presidente vitalicio; pero no admitió el mando sino por dos años, a condición de conservar parte de los ejércitos colombianos allí. El real Presidente vitalicio quedaba, pues, por nombrarse. El nuevo estado no tenía comunicación con las costas, enclavado en el centro del continente, circunstancia que ha dado después origen a guerras interminables con los estados vecinos, de quienes depende para la exportación de sus frutos. Esta imprevisión de Bolívar haría muy poco honor a su capacidad, si no fuera prudente creer que la nueva República era un arreglo transitorio que debía refundirse en un estado general de organización de todos los países sobre los cuales alcanzaba su influencia. Bolívar después de haber promulgado su código, regresó a Lima, donde en pos de algunas representaciones un poco teatrales del empeño popular de retenerlo allí, consintió en ser electo presidente vitalicio, adoptándose su código como la ley fundamental del estado. Partió en seguida para Guayaquil, dejando 4.000 hombres del ejército colombiano en Lima; quince días antes de su llegada, el código Boliviano había sido proclamado por el prefecto de aquella ciudad. Así pues esta legislación se presentaba como el vínculo que unía al Perú y Bolivia con Guayaquil, Quito y las demás anexiones anteriores. La obra comenzada al arrimo de las armas, continuaba ahora a pretexto de constituciones, y regresando a Bogotá y a Caracas con la aglomeración de las presidencias vitalicias de dos estados extraños, traía a su patria la subversión de las instituciones en virtud de las cuales era él presidente de Colombia también. Mientras tanto hacía tentativas para hacerse de un partido en Chile para proclamar la anexión, y a las Provincias Unidas, que pretendían comprender su política, se contentaba por lo menos con desearles el mal posible. La idea de un Congreso americano venía de esta fuente.
La Dictadura de que casi siempre estuvo revestido Bolívar, era necesaria para dar unidad a la resistencia, que conviene personificar cuando toma formas tan materiales como la expulsión de un enemigo. Pero al querer reunir la América en un solo estado, desconocía Bolívar un antecedente de las instituciones españolas que se ha convertido después en un sentimiento profundamente arraigado en la península, y que se ha trasmitido a sus descendientes en América, como una de esas pasiones nacionales que pierden o salvan a los pueblos, según el motivo que las excita.
La España es evidentemente local; ahí está su fuerza; ahí el origen de todos sus males. Existe hoy en la península el retaceo que caracterizaba la organización social de la edad media. La Cataluña es la antípoda de Castilla; las provincias vascongadas son casi una cosa extraña a la España. Cuando una fuerza exterior amenaza a aquella nación, el poder central se disuelve en juntas provinciales, municipalidades, etc., y arraigándose en cada localidad, se convierte en el Titán de la fábula, que adquiere nuevas fuerzas cada vez que toca la tierra. Por el contrario, si la acción parte de adentro, si es la monarquía la que quiere fortificarse, o dar unidad a las instituciones, entonces los fueros, las regalías, las localidades, en una palabra, alzan de todas partes su cabeza amenazante, y son necesarias la conquista, los bombardeos, para dar una apariencia de nación a estos miembros desligados entre sí. Los americanos del Sud se han mostrado fuertemente impregnados de este espíritu. La constitución de cada nuevo estado se ha parapetado de restricciones para alejar a los americanos de las otras secciones de toda participación en los negocios públicos; los celos de unos pueblos para con otros van hasta falsificar la historia, a fin de no conceder ni servicios prestados, ni mérito anterior al que ayer era hermano, y hoy es extranjero, y a veces enemigo, aunque tengan el mismo idioma, religión e instituciones.
Bolívar con su fuerza de voluntad y su pertinacia, que tan fatal fue a los españoles, se estrelló contra las resistencias locales que se alzaron de todas partes para desbaratar su sistema de agregaciones. En 1825 al mismo tiempo que él preparaba en el Perú y Bolivia la legislación política que debía anexar aquellos dos estados, se forman en Guayaquil y Quito juntas provinciales para protestar contra la Unión Colombiana, y solo la presencia del Libertador pudo sostener por algún tiempo estas manifestaciones. Mientras que él acudía a apagar el fuego por este lado, el Perú declaraba la abolición del código boliviano, y en Bolivia, Sucre, su tenedor ad interim, de la presidencia vitalicia se escapaba lleno de heridas de las manos de la población sublevada. Últimamente Colombia misma en presencia de Bolívar anuncia su intención decidida de disolverse en las tres secciones coloniales de que había sido compuesta, y el Libertador, ciego en su empeño de realizar una quimera inútil para los pueblos, desciende al humilde papel de revolucionario, aprovechándose de insurrecciones encabezadas por sus partidarios o los jefes del ejército, para encender la guerra civil, y forzar a los disidentes a aceptar su sistema. En esta tentativa tuvo que enajenarse la simpatía de la parte inteligente de la sociedad, que comprimir las ideas, que reaccionar el país recurriendo siempre a la dictadura que solo servía para concitarle odios y hacer decisorias sus promesas de dar instituciones libres. Las conspiraciones amenazan a cada momento su vida, hasta que un congreso reunido para poner término a tantos desórdenes declara terminada la Dictadura, y lo que para Bolívar debía ser más humillante, disuelto el estado de Colombia en las tres repúblicas de Venezuela, Nueva Granada y Quito o el Ecuador. Bolívar abrumado de pesares, perseguido por la desaprobación, por no decir el odio de sus contemporáneos, muere al año siguiente en una quinta adonde había ido a ocultar su desencanto, expresando la preocupación que lo dominaba en estas palabras: "Me ruborizo al confesarlo, pero la independencia es el único bien que hemos conseguido a costa de los demás." Felizmente para su patria, el lapso de cinco años después de terminada la guerra, que era la época en que Bolívar decía esto, no era un tiempo suficiente para desesperar del porvenir, y Venezuela ha sido uno de los estados americanos que más pronto se ha organizado y que más libertades ha asegurado en sus instituciones. Ojalá que Bolívar se hubiese contentado con haber asegurado a una gran parte de la América esa independencia, sin empeñarse después en doblegarla a miras que pueden ser tachadas de personales, y en manera alguna aconsejadas por intereses conocidos de los pueblos. Esto le hubiera ahorrado una parte de los desengaños que amargaron sus últimos momentos.
Mas previsor, menos confiado en sí mismo, o mejor aconsejado por los acontecimientos, el rival que le cedió su puesto en el Perú, comprendió desde luego, que terminada la lucha con la Península, la América iba a entrar en una larga y penosa elaboración en que no debían mancharse los que habían obtenido glorias mas puras. La guerra civil estaba ya anunciada por carteles en todos los parajes públicos de la América; y la prudencia aconsejaba alejarse de la escena. San Martín, después de haber vagado algún tiempo por la Europa, y permanecido en Bruselas, se estableció definitivamente con su familia en Grandbourg. En 1826 las Provincias Unidas del Río de la Plata, después de haber gozado algunos años de perfecta tranquilidad, parecía que iban a constituirse definitivamente. San Martín creyó llegado el momento de regresar a su país y gozar en la tranquilidad de la vida privada del reposo que las agitaciones de su vida pasada reclamaban. Cuando llegó al puerto de Buenos Aires, vio disipadas tan halagüeñas esperanzas. La guerra civil había comenzado de nuevo, y en su propósito de no verla siquiera, ni aun como espectador, regresó a Francia sin haber descendido a tierra, no obstante la solicitud de sus amigos y las sugestiones de los partidos.
Tanta abnegación ha tenido por fin su recompensa. Los gobiernos de los países a cuya emancipación contribuyó, se precian hoy de contarlo entre sus escogidos. El primer acto de la última administración de Chile fue colocarlo a la cabeza de su lista militar como una muestra de la gratitud nacional; el Perú y Buenos Aires le tributan todo género de homenajes y la opinión pública ha hecho por todas partes reparación honrosa de las injusticias en que casi inevitablemente incurren los contemporáneos al juzgar los actos de los hombres que ejercen grande influencia sobre el destino de las naciones. Porque San Martín no estuvo libre del cargo de intentar introducir la monarquía en América. Hoy que las ideas de los pueblos están más avanzadas, no deja de sorprender el buen sentido que dictaba en 1822 a San Martín ideas que aún en Europa misma no se han hecho vulgares entre los socialistas sino mucho tiempo después. En una proclama datada de Lima se encuentran estos conceptos, que el espectáculo del Perú debía sugerirle. "Nuestro primer deber, y lo llenaremos con valor, firmeza y prudencia, es destruir esas ideas vagas que el primer gobierno a impreso en el espíritu de la generación actual. Reconozcamos en todo caso, que el mayor obstáculo no está en la falta de medios sino en esa funesta precipitación que lleva a los nuevos gobiernos a la súbita abolición de los abusos que habían establecido sus antecesores. La libertad por la cual combatimos es el más ardiente de nuestros votos pero es preciso guardarse de prodigarla. Los sacrificios que ha de costarnos no deben ser malogrados; todo pueblo civilizado debe ser libre; pero es preciso que la libertad de un pueblo esté en relación con su civilización. Cuando la civilización está más avanzada que la libertad se halla en la esclavitud; pero no olvidemos que una situación contraria está muy vecina de la anarquía; y tal otra constitución existe que sería para los ingleses el código de la esclavitud y de la opresión. Los americanos deben ser libres; pero dentro de límites prudentes. Nuestros enemigos triunfarían de nosotros el día que nos viesen separarnos de ese principio.
"Los diversos ramos de la administración reclaman reformas, pudiendo asegurarse, sin temor de ser contradecidos que nuestras instituciones necesitan ser depuradas del barniz español, y como lo ha dicho el gran Lord Chatan en una circunstancia memorable, debemos injertar en nuestra constitución una sabia nueva que le dé fuerzas para restablecerse de sus antiguas enfermedades. Estas reformas no pueden operarse con rapidez, y nosotros no imitaremos a las cortes españolas que en este momento (1821) han trastornado el estado político y religioso de la península. No procederemos sino con madurez; introduciremos por grados las mejoras, que el pueblo acogerá con la docilidad que ha hecho siempre la base de su carácter social."
Estas ideas proclamadas en América desde 1820 no han sido sostenidas abiertamente en Europa como doctrina, sino desde Sismondi, y convertidas en política gubernamental por el partido que de ellas ha tomado el nombre de conservador. A San Martín le valieron entonces el nombre de tirano; pero no hay duda que seguidas por los nuevos gobiernos de América que necesitaban más de esta circunspección que la Francia, por cuanto estaban menos avanzados en civilización, abrían economizado la mitad de los trastornos que han experimentado. Buenos Aires, que había sido durante toda la época de la guerra de la independencia la república por excelencia, provocando las resistencias populares por las reformas de todo género emprendidas de un golpe y sin preparación alguna, cayó al fin bajo el despotismo más violento y más largo que ha experimentado pueblo alguno moderno sino es la Polonia, hasta hacer dudar hoy si ha sido realmente aquella república la cuna de las ideas liberales y el centro desde donde la resolución intelectual se extendió por una gran parte de la América. Para terminar nuestras observaciones haremos notar aún este contraste en la marcha y desenlace de los dos movimientos revolucionarios principiados en Caracas y Buenos Aires. El primero después de haberse personificado en Bolívar durante la guerra de la Independencia, asume su carácter republicano democrático cuando llega el momento de constituirse. Bolívar queda anonadado a su vez en presencia de la parte inteligente de la sociedad que reclama su parte de acción en los destinos públicos; mientras que Buenos Aires, no cediendo en la primera época a nadie la dirección de la guerra, cuando hubo de organizarse definitivamente el estado, se vio forzada a abdicar la soberanía en presencia de las resistencias retrógradas que hallaron un representante en quien personificarse. Así la dictadura aparece a la última página de la historia de Buenos Aires, y lo que en Caracas fue un medio útil, vino en la otra a ser triste fin.
París, Julio 1° de 1847.
DOMINGO F. SARMIENTO

[1] Se reproduce aquí la tercera edición (1851) de Discurso presentado para su recepción en el Instituto Histórico de Francia, existiendo otras ediciones anteriores. La presente obra apareció impresa agregada al segundo tomo de los Viajes en Europa, Africa i America (1851). El texto presenta algunas diferencias (incluso en el título) con las dos ediciones anteriores, y tampoco incluye el apéndice del autor. No coincide con la reproducida en la Edición Nacional de la Obras Completas que tomó la primera como modelo. La ortografía ha sido modernizada.
[2] CIVILIZACIÓN Y BARBARIE. Introducción. - Véase la Revista de Ambos Mundos, Noviembre 1846.

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