noviembre 07, 2010

Discurso de Manuel Ugarte en el Teatro Municipal de Lima, Perú: "Norte contra Sur" (1913)

DISCURSO EN EL TEATRO MUNICIPAL DE LIMA, PERU [1]
Norte contra Sur
Manuel Baldomero Ugarte
[3 de Mayo de 1913]

No os traigo brillantes períodos ni frases de efecto artificial, pero os traigo algo que vale más, y que es más útil en las épocas por que atravesamos; os traigo algo de lo que tenéis vosotros, la juventud y el pueblo peruano; os traigo una sinceridad, una honradez, una altivez indomable que no se ha doblegado nunca, ni ante las amenazas, ni ante las dádivas posibles.
Por eso creo que mis frases sencillas y serenas, que traducen nuestras inquietudes colectivas tienen que hallar un eco simpático en vuestros corazones. No vamos a lanzar burbujas de colores, no vamos a hacer por hoy literatura, vamos a intentar un estudio razonado y a tratar un asunto difícil, que exige serenidad y energía: serenidad, porque es inútil recurrir a las provocaciones contraproducentes y energía porque hay que reivindicar el derecho que tienen nuestras naciones para discutir libremente los asuntos que les interesan.
Cuando hace más de cien años, después de tres siglos de vida colonial, trató el Nuevo Mundo de romper los lazos de sometimiento que lo ataban a las naciones de Europa, cuando empezaron a encenderse aquí y allá, al azar de los entusiasmos, las primeras hogueras de libertad que debían comunicarse al continente entero, cuando los hijos de América, ebrios de sol, de esperanza y de fuerza virgen, iluminados por la certidumbre de un porvenir fabuloso, mordidos por el ansia de dirigirse y empujados a la acción por el cataclismo social que removía las bases de la vetusta Europa, cuando los hijos de América -decía- empezaron a vivir su epopeya, en el momento más puro y más emocionante de nuestra historia, un sentimiento cíe unión, un hálito de solidaridad profunda, pareció atar, desde el extremo norte anglo-sajón hasta el extremo sur latino, sin diferencias de razas ni de origen, a todos los hombres, a todos los grupos, a todas las ciudades, a todas las colonias que se lanzaban simultáneamente a la conquista de su personalidad.
Fue un minuto -la historia es un gigante que cuenta sus minutos por décadas- fue un minuto de ensueño y de delirio. Parecía que la tierra se agrietaba para dar a luz un universo incontaminado donde, al margen de lo existente, haciendo abstracción de las pasiones que roían como parásitos la cáscara del mundo viejo, íbamos a hacer florecer nosotros una existencia superior, que sería como la síntesis de todas las excelsitudes de la especie.
Pero no resultaba posible sacar un sistema planetario de la nada. La inmensa masa informe que nuestros padres removieron, no era una improvisación local, que surgía al conjuro de un milagro en una atmósfera pura, sino la herencia, rejuvenecida, ensanchada, agigantada si queréis, pero la herencia, la resultante y la prolongación de los antecedentes étnicos, de las divergencias filosóficas y la fermentación social que desde el comienzo de los siglos había trabajado a las diversas regiones del mundo. Al proclamar la libertad, no habíamos cortado la cadena que nos ata a los orígenes, no habíamos arrojado al mar a los antepasados que gesticulan dentro de nosotros. Cada grupo era prisionero de su filiación, cada ciudad conservaba las características de sus héroes, cada fracción de América sentía con el corazón de su Metrópoli y era innegable que en las inmensas extensiones que palpitaban al beso de la libertad, subsistía la marca de dos razas y de dos métodos de colonización, que no podían confundirse, porque eran obra de cerebros diferentes.
La locura más funesta sería obstinarse en vivir el ensueño en medio de la realidad de la vida y en prolongar las ilusiones románticas que están en pugna con el fatalismo científico de los hechos. Hoy como ayer, es imposible hablar del Nuevo Mundo como de una comarca concordante y sujeta al mismo ritmo; hoy como ayer, sería paradoja decir que desde Bastan hasta Buenos Aires palpita el mismo empuje; hoy como ayer, sería locura afirmar que una simple coincidencia histórica como la simultaneidad en la emancipación ha bastado para nivelar el carácter de dos grupos fundamentalmente diferentes, que de acuerdo con su composición y sus cerebraciones se han desarrollado, desde la primera ocupación, en órbitas distintas. Entre el individualismo febril y desbordante de los anglosajones y la blanda vida ancestral de nuestras repúblicas, entre el carácter frío y razonador de los hombres del norte y nuestras ruidosas turbulencias, entre los gustos y las cualidades que ellos defienden y las cualidades y los gustos que nosotros cultivamos, hay una diferencia esencial, una demarcación profunda que ninguna doctrina, ninguna habilidad, ninguna concesión puede borrar de nuestras almas. Por encima de las fronteras convencionales que dividen el Nuevo Mundo en veinte y tantos países diferentes subsiste la frontera real que lo separa en dos porciones únicas. Al norte las colonias que se segregaron de Inglaterra, al sur las que se emanciparon de España y de Portugal, al norte los europeos que mantuvieron su sangre pura, al sur los que se mezclaron con las razas aborígenes. Al norte los que después de la Independencia atrajeron las inmigraciones de Inglaterra, Holanda y los países escandinavos, al sur los que recibieron los aluviones de España, Francia e Italia. Al norte los que hablan inglés, al sur los que se expresan en español, allá los anglosajones y aquí los latinos.
Mr. Root, subrayó esta definición en su respuesta a los delegados de Puerto Rico, que colocados en una situación dolorosa, sin nombre, sin patria y sin bandera, fueron a solicitar humildemente la ciudadanía americana: "Entre los latinoamericanos y nosotros, no existe ni podemos tener nada en común; por grandes que sean nuestros deseos, no bastan para llenar el abismo que nos separa».
Bien se que el lenguaje es otro cuando los políticos americanos visitan nuestras repúblicas; pero esos son clásicos ardides de la diplomacia.
Si lo dicho por el señor Root no basta, recordaré el artículo escrito por el Presidente Taft y titulado "Respuestas a los críticos científicos y políticos del Canal". Este artículo publicado en una revista americana y reproducido por la "Estrella de Panamá", tiene una importancia especialísima. Basta citar, para no fatigar la atención del auditorio cuatro frases:
"No está lejano el día en que tres banderas de estrellas y barras señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como en virtud de nuestra superioridad de raza ya es nuestro moralmente".
Estas palabras rememoran las tantas veces citadas del senador Prestan en 1838: "La bandera estrellada flameará sobre toda la América Latina hasta la Tierra del Fuego, único 1 í m i t e que reconoce la ambición de nuestra raza."
Y estas palabras dan también un extraño valor a la reciente resolución presentada por el senador Lodge, y apoyada por el senador Wash, según la cual ninguna nación latinoamericana puede ceder o arrendar la más ínfima de sus costas sin la anuencia de los Estados Unidos.
Todo esto es inadmisible y a semejantes provocaciones debemos contestar airadamente. ¡La América Española se pertenece! ¡La América Española no necesita tutores! ¡La América Española hará de sus tierras lo que le plazca!
Al llegar a este punto, séame permitido repetir que no soy un enemigo de los Estados Unidos, sino un enemigo de la política que predomina actualmente. La opinión que tengo de esa nación es tan alta que abrigo la certidumbre de que hasta verá con simpatía nuestras inquietudes patrióticas, porque-ya he tenido ocasión de decirlo,-los pueblos que interrogan su destino, sin desplantes y sin gritos inútiles, las razas que tratan de poner en salvo sus intereses y sus prolongaciones, los hombres que defienden contra la inundación su hogar, sus creencias y la cuna de sus hijos acaban por hacerse simpáticos hasta a la misma tempestad. Pero ante todo y por encima de todo soy hijo de mi tierra y de mi raza, ante todo y por encima de todo soy, por mi sangre, por mis costumbres, por mi cultura y por mis gustos, un hispanoamericano, un indolatino y entiendo que debemos ver la vida y el porvenir desde el punto de vista de las conveniencias de nuestro grupo,- al margen de las generalizaciones que tanto nos han perjudicado siempre.
Elevemos nuestro espíritu y consideremos, como desde una altura sin desconfianzas excesivas y sin ingenuidades infantiles, los dos fenómenos que caracterizan la política interamericana de hoy; pri¬mero la inestabilidad, de la frontera que separa a los dos grupos; segundo, la tendencia del grupo del norte, en lo que se refiere a sus relaciones con el grupo del sur.
Para tener una idea de lo que era el territorio que ocupaban los anglosajones antes de la Independencia, basta recordar que las fortificaciones que proyectaron los franceses en 1752 debían ir desde Québec hasta el Missisipi. En el momento de la separación, las colonias inglesas eran trece; la población llegaba apenas a cuatro millones de hombres y el área total del país era, en conjunto, de un millón de kilómetros cuadrados, es decir la mitad de lo que tiene México actualmente. Trazando una línea casi recta desde Búfalo hasta Atlanta, tendremos una imagen de la frontera oeste de los Estados Unidos en 1775, cuando se reunió el segundo congreso de Filadelfia. En este reducido espacio, limitado al sur por la Florida que pertenecía a España, al norte por el Canadá que había pasado a manos de Inglaterra, se desarrolló la acción de los anglosajones independientes durante un cuarto de siglo. Pero en 1808 cuando llegaron a sumar diez millones de habitantes, empezó la peregrinación de la frontera que ha seguido dando saltos con una agilidad inverosímil. Primero fue la campaña contra los indios que, obligados a abandonar sus territorios, entregaron un campo enorme. Después fue la adquisición de la Luisiana, comprada a Francia en 1809. Más tarde, la ocupación de la Florida, cedida por España en 1820. Bajo la administración de Monroe las trece provincias iniciales se convirtieron en veinte y tres y los Estados Unidos quintuplicaron la extensión de su territorio. San Francisco, a pesar de su nombre, fue ciudad norteamericana. Todas las colonias que los europeos conservaban al sur del Canadá pasaron a poder de la gran república. Se hubiera dicho que aquel pueblo había alcanzado sus límites definitivos. N o se descubría un palmo de tierra susceptible de ser anexionado. Al este y al oeste las olas, al norte un pacto de raza con Inglaterra que prohíbe tocar al Canadá. Sin embargo, la frontera no se detuvo allí ... Quedaba libre el sur.
Mi corazón de latinoamericano se oprime al recordar estas cosas. Pero en los momentos actuales no tenemos derecho a detenernos a derramar una lágrima.
Texas pasó en 1845 a formar parte de la enorme república. En 1848 California y Nuevo México sucumbieron también. La frontera fue avanzando gradualmente. Hasta que con la ocupación de Puerto Rico y Filipinas el territorio pasó de un millón de kilómetros cuadrados a diez millones.
Pero los 45 estados que hoy reúnen más de cien millones de habitantes, no marcan seguramente un límite. El señor Carnegie anuncia para dentro de 80 años mil millones de habitantes, argumentando que si de 1812 a 1910 la población ha pasado de la a Iüü millones, nada se opone a que en igual lapso de tiempo, pase, en la misma proporción, de 100 a 1,000. La producción nacional aumenta de una manera inverosímil. El orgullo se exalta ante la ascensión maravillosa ; y como ya hemos visto que el Canadá está defendido al norte por una tácita convención con Inglaterra, como al este y al oeste borbolla el límite infranqueable del océano, como el Canal de Panamá facilitará la inundación y el desborde, no es aventurado prever que el excedente de población, de producción, de fuerza, de hálito creador de la gran mole que se agranda por minutos tiene que seguirse derramando, al conjuro de una desigualdad de presión y de vitalidad, sobre los territorios de la América Latina, determinando nuevos saltos de la frontera caprichosa, y reduciendo cada vez más abiertamente el campo de evolución de nuestra raza.
He aquí el problema rudo; he aquí el problema nacional y personal que nos toca a cada uno de nosotros en nuestra propia carne, ¿Lograremos mantenernos y desarrollarnos en los territorios colonizados por España y Portugal? ¿Conservaremos nuestro espíritu y nuestras tradiciones, o seremos arrollados y vencidos por el grupo del norte?
¿A que propósito obedece- y aquí entramos a considerar el segundo fenómeno que caracteriza la política continental-a que propósito obedece la tendencia visible de los Estados Unidos a intervenir en los asuntos interiores y exteriores de nuestras repúblicas y la protección que nos dispensan desde los orígenes de nuestras nacionalidades?
Así como hay que reaccionar contra la leyenda lírica de la república hermana del norte, con la cual no tenemos en realidad el más lejano parecido, hay que reaccionar contra la paradoja de los beneficios que nos ha proporcionado la doctrina de Monroe. No niego que en ciertas épocas de nuestra historia y en determinadas regiones de nuestro territorio, ha podido ser, momentáneamente, una coraza contra los apetitos de otros pueblos. Nada se ha repetido más que las dos o tres citas que se pueden hacer en favor de esta tesis ; pero los actos tienen el valor de los móviles que los determinan y es necesario ser poco perspicaz para no comprender que una nación práctica y utilitaria no ha obedecido al obrar así a romanticismos de Quijote, sino a des razones esenciales; primero: a la prudencia, al cuidado de sí misma que la ha hecho comprender que la ocupación de Cuba por una potencia marítima europea, como Alemania o Inglaterra, habría sido para ella una cuestión vital; y segundo: a la prolongación de una política previsora y hábil que mantiene como una reserva para el porvenir la debilidad de los países limítrofes.
Todo esto deriva de una continuidad de política que nosotros no sabemos advenir. Cuando los Estados Unidos se opusieron a que Bolívar fuera a libertar las Antillas, ya estaban preparando su ocupación futura. Por esto podemos decir: la doctrina de Monroe nos ha defendido de Europa, pero, ¿quién nos defiende de la doctrina de Monroe? ¿Quién nos salvará de la gran nación que se infiltra en nuestros territorios y en nuestras almas como una inundación silenciosa que todo lo devora? ¿Cómo explicar que los anglosajones intervengan en la política de algunos estados americanos imponiendo condiciones, marcando preferencias, tomando partido en luchas locales y llegando a fomentar levantamientos como el de Panamá? Quizá resulte antidiplomático hablar de estas cosas: pero yo no soy en estos momentos un diplomático sino un simple patriota que había por su cuenta, sin más misión ni mandato que sus convicciones. Estas verdades las he dicho ya en la misma ciudad de Nueva York en mi conferencia en la Universidad de Columbia, por que algún día hemos de hablar al fin de los presidentes derrocados, de las intervenciones antojadizas y de todo el cúmulo de injusticias que convierten a nuestra América en un feudo librado a los caprichos del imperialismo.
Los pretextos que se invocan, no engañan a nadie: nuestra vida tumultuosa, nuestra inestabilidad,
nuestras luchas civiles no bastan para explicar la tutela y así lo he dicho en Nueva York porque con este criterio hubiera podido intervenir Europa en los Estados Unidos en 1861, durante la guerra de secesión que ensangrentó durante cuatro años la mitad del continente:-con este criterio podríamos intervenir hoy todos a cada instante en la América del Norte por subversión de las formas republicanas de gobierno cuando las compañías financieras falsean el sufragio y corrompen la vida política de ese país; por falta de seguridad individual, cuando como ha ocurrido hace poco los bandidos detienen a los trenes y desvalijan a los viajeros; y por atentado contra la civilización y la cultura cuando las hordas de blancos asaltan las prisiones para quemar en la plaza pública a los negros que no han comparecido ante la justicia.
La política imperialista de los hombres que predominan en los Estados Unidos, ha llegado a resultados incalificables; y también he dicho en Nueva York que tengo la certidumbre de que si hoy se llama en el norte a un plebiscito, el mismo pueblo yanqui condenaría los atentados de que somos victimas. Está en la conciencia de todos que la política imperialista ha corrompido en muchas regiones nuestra vida pública comprando bajas complicidades que han permitido a algunos escalar los más altos puestos, fomentando nuestros desórdenes, amparando las revoluciones que les eran favorables y derrocando los gobiernos que no se inclinan ante su influencia, a tal punto que podemos decir que el imperialismo ha merecido en la América Española la reprobación de la historia y la maldición de Dios.
Los sucesos de Panamá marcan una de las más grandes injusticias de los siglos y abren las puertas a nuevos atentados lamentables. El archipiélago de Galápagos está amenazado y la amenaza alcanza a todas nuestras repúblicas. La avalancha empieza a azotar las costas de la América del Sur hasta el Ecuador, y yo pregunto a los hombres de gobierno de la América Latina, a los que están actualmente junto al timón de nuestras repúblicas, con que derecho están regalando lo que no les pertenece, con que derecho enajenan el porvenir de las generaciones futuras!
Entramos ahora en una parte que acaso será menos agradable para el público: pero que quizá es más necesaria. Ya nos hemos ocupado de los errores de los demás; vamos a hablar ahora de los nuestros.
En la historia no existen los pueblos buenos y los pueblos malos, los ogros implacables y las princesas incautas; lo que en realidad existe son las colectividades pictóricas que por el solo hecho de respirar van ensanchando sus límites; y las agrupaciones dispersas, que por su propia desunión abren las puertas al atentado. La culpa de lo que ocurre la tenemos nosotros mismos. Por temor a herir las susceptibilidades locales, estamos cultivando la enfermedad que nos roe, y el mal no está en decir las cosas: el mal está en que las cosas sean.
La más visible de nuestras enfermedades es la inferioridad comercial; mientras los yanquis han desarrollado su vitalidad de tal suerte que su producción rebasa los límites del consumo nacional, derramándose sobre el universo, sin más valía que las tarifas aduaneras, los sudamericanos, con excepción de ciertas comarcas que han extendido los dominios de su ganadería y agricultura, viven, en lo que toca a las necesidades múltiples de la vida, a expensas del capital, del trabajo y de la ciencia de otros países, hasta el punto de que no suelen pertenecernos ni los telégrafos, ni los ferrocarriles, ni nuestras propias escuadras cuando las tenemos.
La segunda desventaja es la ausencia de un ideal que dirija y encauce nuestro esfuerzo en vista de fines más o menos altos y remotos; vivimos al día, en una atmósfera de agrias pasiones subalternas, de inextinguibles discordias locales, sin que asome el ímpetu superior que mantiene la esperanza y el esfuerzo de los pueblos. Hemos hecho demasiada política interior y muy poca política internacional.
En cuanto a la tercera desventaja, la más honda, la más peligrosa consiste en la desunión que nos consume. Mientras los anglosajones se hallan coordinados en un solo organismo, bajo una dirección única, nosotros estamos subdivididos en veinte naciones que a veces se combaten entre si. Mientras los primeros amalgamaron en un solo bloque todas las circunscripciones coloniales que se separaron de Inglaterra, nosotros seguimos fraccionando las que se segregaron de España y Portugal. Mientras allá se conglomeran las moléculas, nosotros subdividimos los átomos, mientras ellos tienen ciudades de cinco millones de habitantes, nosotros tenemos repúblicas de 200.000.
Este es el origen de la inferioridad que comprobamos. Si Pensilvania fuera un país independiente; si existiera una república de la Florida; si los diferentes Estados de Norteamérica se hubieran erigido en naciones independientes, empeñadas en medrar las unas con detrimento de las otras, no habrían llegado a la altura en que se hallan y no formarían el conglomerado poderoso que hoy contemplamos. La verdad es que tenemos el enemigo en casa, en nuestra propia indisciplina, en nuestras disidencias de barrio, en nuestras guerras civiles, en nuestra; vida desordenada y estéril. Y el mal nos devora de tal suerte que se diría que el invasor nos está estrangulando con nuestras propias manos.
Cada vez que una agrupación se apoya en los Estados Unidos para superar a otra, cada vez que uno de los partidos locales se pone en contacto con el gigante para poder triunfar, cada vez que darnos ocasión para que intervenga en nuestros asuntos interiores o exteriores, cada vez que alzamos bandera de dispersión y de egoísmo, traicionamos a nuestra raza y nos lastimamos nosotros mismos, porque hay tan estrecha correlación entre las conveniencias de un partido y las de toda la nación, entre las de cada nación y las de toda la América hispana que se diría que el puñal que hiere a nuestros hermanos rebota siempre y nos hiere a nosotros mismos.
En estos tiempos de paneslavismo y de pangermanismo, basta echar una ojeada sobre la política internacional para comprender que a los choques entre los estados, empiezan a suceder los conflictos entre los grandes conjuntos que representan una tradición y una doctrina. Cada núcleo pequeño se siente atraído por los que hablan y piensan como él para defender en conjunto su derecho a la vida. Cada nación forma parte de un sistema planetario cuyos destinos son su propia ley; y los latinos de América, empujados por una nación pictórica, tendrán que coordinarse cada vez más entre si, porque para detener el empuje económico, moral y lingüístico del enorme grupo avasallador, para salvaguardar nuestros derechos, fuerza será recurrir a la solidaridad de los orígenes y movilizar en toda su extensión la fuerza palpitante de nuestro común origen. Que las veinte repúblicas latinoamericanas se ayuden y completen como el ciego y el paralítico del apólogo. Nuestro deber es tender la mano a los más débiles y acaso nuestra conveniencia también, porque si en los hermanos más sólidos se han multiplicado los músculos, en los más débiles se han desarrollado quizá las vivacidades del espíritu. Que logremos dar tregua a las alucinaciones que nos han llevado a dar más importancia a la política menuda que a los intereses nacionales. Que acabemos con las rencillas y las desconfianzas que nos desmoralizan y nos recluyen en el egoísmo regional. Y que después de difundir de norte a sur de los territorios donde domina nuestra lengua la certidumbre de que la victoria es posible si sabemos coordinamos, después de reunir los corazones en un solo foco de luz, después de restablecer como en un cuerpo mutilado que vuelve a la vida total la libre circulación de nuestra sangre hispana, sepamos hacer de nuestras veinte Metrópolis- desde México la histórica, hasta la hirviente Buenos Aires, pasando por la Habana florida, por la solemne Bogotá y por Lima la célebre-sepamos hacer de nuestras veinte capita les veinte soldados vigilantes que erguidos ante todas las asechanzas, se transmitan, en la noche de nuestro aislamiento, por encima de las fronteras ilusorias, las palabras que sintetizan la necesaria unión: ¡Centinela! ¿quién vive? ¡La América Latina!
No sé si me dejo llevar por la ilusión, pero los estados que hoy componen la Alemania, los reinos y los principados que Cavour supo reunir bajo el nombre de Italia, se hallaban hace treinta años mucho más distanciados que nuestras repúblicas, distanciados por la lengua, por las costumbres y por las guerras constantes, y sin embargo, al unirse sin perder su autonomía, probaron que una raza puede ser como un hombre, que mueve y acciona independientemente todos sus músculos, pero que a través de sus posiciones sucesivas, conserva el lazo interior y la unidad suprema de los movimientos.
Alguno me dirá: usted es argentino, su emoción no se explica, Buenos Aires está muy lejos, la furia de las olas no ha llegado hasta allá. ¿Por qué se agita usted tanto por un peligro remoto? Pero, mi patria ¿es acaso el barrio en que vivo, la casa en que me alojo, la habitación en que duermo? ¿No tenemos más bandera que la sombra del campanrio? Yo conservo fervorosamente el culto del país en que he nacido; pero mi patria superior es el conjunto de ideas, de recuerdos, de costumbres, de orientaciones y de esperanzas que los hombres del mismo origen, nacidos de la misma revolución, articulan en el mismo continente con ayuda de la misma lengua. Mi patria superior no está basada sobre convenciones, está basada sobre el parecido, sobre la simpatía, sobre la realidad viviente de las cosas; y cuando veo que mis hermanos peligran, cuando comprendo que el territorio en que desarrollamos nuestra acción se amengua, cuando siento que otra raza nos arrolla y nos empuja hacia el sur, lejos de limitarme a comprobar que mis fronteras inmediatas están indemnes, levanto el espíritu hacia más altas concepciones, abarco la plenitud del conflicto y me solidarizo con los de mi grupo, convencido de que al defender la integridad de otras repúblicas, defiendo, no sólo el alma y la razón de ser de la mía, sino también la fuerza y el porvenir de los 80 millones de hombres que aquí se expresan en español.
Formamos un conjunto armónico cuyos focos de atracción no deben estar en el extranjero, sino en los puntos de apoyo de la raza, en nuestras grandes ciudades, en México, en la Habana, en Río de Janeiro, en Santiago de Chile, y en esa portentosa Buenos Aires que hoy es la segunda ciudad latina del mundo. En vez de permitir la infiltración de espíritus diferentes que contradicen nuestras inclinaciones más íntimas, tomemos posesión de nosotros mismos, tengamos la noción de nuestra propia grandeza y busquemos los elementos de vida, de esperanza y de orgullo en la exaltación del sentimiento conti¬nental.
Hace menos de cien años, en diciembre de 1819, se presentaba ante el congreso reunido en una pequeña ciudad hispano americana, un hombre indomable, que llevado por su temperamento de luchador, buscaba los paisajes grandiosos y las rocas batidas por la tempestad. Para las multitudes, ese hombre era un gigante omnipotente que podía desencadenar el rayo; para sus compañeros de lucha, era el Dios de la batalla, para la historia, es una cúspide coronada de sol. No necesito pronunciar el nombre, porque está en todos los labios. Si no supiéramos adivinarlo en las tinieblas, si no lo viéramos erguirse en medio del párrafo cada vez que hacemos la más lejana alusión, no seríamos dignos de nuestra herencia de gloria. Hace menos de cien años -decía- un general victorioso se presentaba ante una gran asamblea y sentando las bases
de la obra más alta que registran los anales del continente proponía la unión de Venezuela y de Nueva Granada, que debía completarse dos años más tarde con la adhesión del Ecuador. Una enorme entidad de cerca cuatro millones de kilómetros cuadrados surgía así desde los orígenes del cerebro de un patricio, como un llamado supremo a la armonía de nuestra raza en América. Sigamos el surco de los fundadores de la nacionalidad, olvidemos las discordias que nos dispersan, miremos por encima de los límites y en los conflictos presentes y futuros busquemos inspiraciones a la sombra del recuerdo de nuestros héroes.
El siglo nos impone un dilema: coordinamos o sucumbir.
Y ahora voy a permitirme tratar, rozándolos apenas, tres puntos que salen del espíritu general de esta conferencia y tocan en cierto modo al país en que me encuentro. Si en lo que digo hay algo que llegue a herir en lo más mínimo la conciencia o el sentir de algunos de mis oyentes les ruego que me lo hagan notar; enmendaré inmediatamente la falta; porque no he venido a disgregar voluntades, sino a reunir corazones.
La venta de Galápagos es un asunto que toca no sólo al Ecuador sino a toda la América Española, y es por eso que en nombre de la seguridad de todas nuestras repúblicas me creo autorizado para rogar a la juventud y al pueblo del Continente que proteste, llegado el caso, contra esa combinación inadmisible; que no tolere que se cometa ese crimen contra la seguridad común.
Pero no basta evitar los errores de los demás, es necesario prevenir los propios. Tratemos ele solucionar dentro del derecho y el respeto mutuo nuestras interminables cuestiones de limites. Yo no tengo título ninguno para examinar soluciones; pero permitid a un extranjero que quiere a este país sinceramente que os diga que de un justo arreglo entre el Perú y Chile, depende acaso la salvación de América.
Nuestro Continente necesita la paz para encararse con sus verdaderos problemas e imponerse al respeto del mundo. La campaña contra el Perú que la prensa inglesa y norteamericana emprendió hace poco a propósito del Putumayo es de una injusticia abominable. Yo no se lo que hizo la compañía acusada; yo no tengo nada de común con ella; pero sea lo que fuere, el procedimiento resulta inadmisible.
¡Qué Inglaterra que ha agotado en la India todas las formas de la crueldad, venga a hablarnos aquí de virtudes! ...
Pero no es solo Inglaterra; resulta también inadmisible que los EE. UU que han exterminado a los indios en la América del Norte, pretendan defenderlos en la América del Sur, cuando el sólo hecho de que existen en gran número en nuestro territorio prueba que nosotros los hemos protegido mucho mejor que ellos.
Tengamos los ojos fijos en esas zonas, porque cuando las grandes naciones hablan de civilización y de justicia, siempre debemos preguntarnos cuál es el nuevo zarpazo que nos van a dar!
Y concluyamos ahora: los norteamericanos tienen una divisa: América para los americanos; nosotros tenemos que levantar al fin la cabeza para ostentar ante los Estados Unidos, ante la Europa y ante el mundo entero, otra suprema afirmación. ¡La América Latina para los latinoamericanos!
Somos los herederos de una tradición gloriosa. No nos aprestemos contra una nación determinada, sino para defenderse de todos y contra todos la integridad suprema de la patria, la vitalidad final de nuestra América.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.

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