CONFERENCIA EN BUENOS AIRES [1]
“La resistencia del Sur “
Manuel Baldomero Ugarte
[2 de Julio de 1913]
Después de las vicisitudes del viaje más impresionante que se pueda imaginar, después de haber sentido tantas veces que se humedecían los ojos al fraternizar con el espíritu de nuestras repúblicas hermanas, después de haber recorrido de norte a sur el Continente en medio de un remolino de aclamaciones, que no iban dirigidas al humildísimo escritor sino al país, y a las ideas que él representa, confieso ingenuamente que creí haber agotado al fondo de todas las emociones. Pero me estaba reservada una suprema que entorpece mi palabra en estos instantes, al hallarme de nuevo, después de tantos años, en la patria en que nací, en la ciudad donde pasé mi primera juventud, en la atmósfera que es más fundamentalmente mía.
Así como en el orden sentimental la ausencia pone a prueba el amor, en el orden nacional un largo alejamiento fortifica el apego y la fidelidad al terruño. Mis ojos no se han apartado de América un solo momento. Durante dos o tres lustros mi única preocupación ha sido honrar el nombre argentino. He llegado hasta sacrificar mis conveniencias de escritor para favorecer los intereses colectivos, mientras tantos otros sacrificaban los intereses colectivos para seguir medrando a favor de lo existente. Lo he jugado todo, mi pluma, mi palabra, mi cerebro, mi tiempo, mi energía, mi juventud, cuanto tenía y podía tener y sin embargo reconozco que estoy en deuda todavía. Ya he tenido ocasión de decir que un hombre sólo puede vivir fuera de la patria en forma de paréntesis. Por ínfimo que sea nuestro valor, por menguados que sean nuestros méritos, tenemos el deber de ofrendar nuestra vitalidad y nuestro empuje a la agrupación de que formamos parte.
Pero esto no quiere decir que vuelva a pedir puestos y honores. Yo no quiero ser nada. Yo no traigo a mi patria el triste presente de una ambición más. Vuelvo con el alma henchida de sentimientos grandes, con el más vivo deseo de ser útil a mi continente, y a mi grupo, con el corazón desbordante de fraternidad para todos a pesar de las maldades que han llegado hasta mi puerta, pero vuelvo simple ciudadano modesto como de aquí salí, sin un título, sin una condecoración, sin una jerarquía, sin pretensiones, sin jactancias, sin engreimientos, sin habilidades, con un solo orgullo legítimo, con el orgullo de que si en Europa y en América he hablado a menudo en nombre de mi patria, no he hablado nunca en nombre de ninguna autoridad constituida y he podido decir siempre todas mis verdades en la suprema felicidad de las grandes independencias.
Mis palabras tardan tanto en llegar porque son dichas desde abajo; y no sé hoy mismo hasta que punto interesarán las opiniones de un hombre que no ha ejercido nunca mando alguno, que no puede tener la más lejana influencia en los asuntos colectivos y que en la vida nacional no es más que una voz anónima, como la de cualquiera de los que están allá arriba, en las últimas galerías del teatro y de la sociedad. Pero creo que cuando un ciudadano vuelve al país en que nació, no sólo recupera sus derechos, sino también sus responsabilidades. Y entiendo que me incumbe hoy el deber de decir todo mi pensamiento. No pretendo dirigir, no aspiro a pontificar, sino a aprender con los míos. Pero traigo una sinceridad combativa y no me avengo a repetir la aventura de los extranjeros más o menos ilustres que para dejar un surco azul en el recuerdo halagan nuestras vanidades y se encogen después de hombros al volver al trasatlántico.
Quiero declarar ante todo que no soy un adversario de los Estados Unidos como nación. Lejos de abrigar la más lejana antipatía contra ese pueblo, me declaro por el contrario un admirador de su progreso enorme. Pero ante todo y por encima de todo, soy hijo de mi tierra, ante todo y por encima de todo soy por mis costumbres, por mi cultura y por mis gustos un hispanoamericano, un indiolatino; y cuando veo que una ola, análoga a las olas que en distintas épocas de la historia han hecho desaparecer grandes conjuntos como el nuestro, cuando veo que una ola, digo, arrolla hoy en el norte a las repúblicas hermanas, cuando contemplo la situación de naciones que se debaten entre las rocas como niños desamparados, cuando siento la crispación de pueblos en cuyas entrañas está fomentando la táctica invasora nuevas disgregaciones crueles, cuando me descubro al pasar ante el cadáver de grupos que subsisten solo de una manera aparente, cuando mido la dolorosa situación en que han caído muchas de las entidades que nacieron de la misma revolución, muchos de los países cuyo origen y destinos están ligados a los nuestros, no puedo contener el tumulto de mis indignaciones ante la injusticia consumada, ni acallar el hervor de mis inquietudes en lo que respecta al porvenir común. ¿Cuál será dentro de pocos años la suerte de la mayor parte de la América Española?
Algunos me dicen: son procedimientos comunes a todos los grupos vigorosos; la prosperidad comercial busca pretexto para apoderarse de las zonas desorganizadas. Y al decir esto dicen bien y subrayan una verdad histórica. Pero ¿quiere ello decir que debemos someternos blandamente, que debemos admitir como fatal para todos, lo que solo es resultado de la desidia de algunos? ¿Quiere esto decir que debemos olvidar los deberes de la solidaridad abandonando a los países afines; y, lo que es más grave, que debemos olvidar nuestros propios intereses, dejando que la ola se aproxime y se ensanche, obstinados en no combatirla hasta que derribe nuestras puertas? Yo creo que una raza que ha hecho fructificar la civilización en la mitad del mundo, que ha dado los más altos ejemplos de heroísmo, que conserva intacta su dignidad, que da hoy en algunas regiones la asombrosa medida de su genio, no puede resignarse a vivir fragmentariamente, agazapada detrás del dique que forman los cadáveres hermanos, confiando su única defensa en la distancia y en la fatiga del mar.
Tratemos de alcanzar, fríamente, sin apasionamientos engañosos, una visión exacta de la situación.
Llegando al fondo de las cosas, el Nuevo Mundo no está dividido, desde el punto de vista territorial, en América del Norte, América Central y América del Sur; ni está recortado, desde el punto de vista político, en veinte países diferentes. En el Nuevo Mundo hay dos porciones únicas, no me cansaré de decirlo.
En la parte superior del Continente, como en una enorme marmita que desborda, bullen cien millones de anglosajones. En la parte sur, cuya forma torturada e irregular parece imagen de nuestra vida, gesticulan desde la frontera norte de México hasta el cabo de Hornos, ochenta millones de neolatinos.
Cada grupo, prisionero de sus antecedentes, es producto de las fundaciones coloniales de hace varios siglos. Arriba triunfa el carácter anglosajón, abajo persiste la concepción latina. Los pobladores del norte no se mezclaron con los grupos aborígenes, los del sur lo hicieron abundantemente. La educación, la lengua, la religión, las costumbres han sido siempre opuestas. Cada zona tiene características especiales. Cada una de las fracciones revela un alma propia, y aunque cerremos los ojos, se impone a la conciencia la marca de dos razas y el borbollar de dos corrientes, que no podrán confundirse nunca, porque son obra de cerebros distintos y porque representan realidades e intereses antagónicos.
Si el grupo del norte hubiera respetado al grupo del sur, no hubiera existido entre ambos, sirviéndonos de una expresión vulgar, más que la natural incompatibilidad entre el aceite y el agua. Pero las repetidas anexiones que han arrancado a México la mitad de su territorio, la situación de Cuba, y de Nicaragua, la disgregación de Panamá, subrayada por las declaraciones recias del señor Roosevelt, la acción inadmisible que con pretextos de sanidad empieza a ejercer el gobierno norteamericano sobre los puertos del Pacífico, las palabras del mismo presidente Roosevelt al inaugurar la Exposición de San Luis : "Hemos empezado a tomar posesión del Continente" y la política toda de los últimos tiempos, con las sorpresas y los atentados que están en la memoria universal, prueban de una manera concluyente que los Estados Unidos aspiran a ejercer una hegemonía sobre la mayor parte de la América Latina, sino sobre el Continente entero, como lo declaró el senador Prestan en 1783.
Nosotros, en el sur, estamos, hoy por hoy, fuera de la zona del peligro actual. Entiéndase que no digo del peligro absoluto. Estamos fuera de la zona del peligro inmediato. El volumen de nuestras nacionalidades, unido a la situación geográfica, nos pone momentáneamente a cubierto de semejantes atentados. Pero esta relativa seguridad tiene dos espinas, una moral y otra material:
Desde el punto de vista moral, podemos preguntarnos si tenemos el derecho de ser egoístas hasta el punto de desligar nuestra suerte de la de otras repúblicas hermanas, abandonando a los pueblos que nos ayudaron a conquistar la independencia, a los que con su esfuerzo lejano y en algunos casos con su colaboración directa, con sus propios capitanes contribuyeron a fundar nuestra patria, en aquellas épocas heroicas en que la América Latina palpitaba como un solo hombre al beso de la libertad. Podemos preguntarnos, si en estos tiempos de comunicaciones rápidas estamos más lejos los unos de los otros que hace un siglo; y si, después de haber aceptado para sellar la independencia general la poderosa ayuda que Venezuela y Colombia irradiaban por intermedio de Bolívar, tenemos derecho a encogernos ahora de hombros cuando esos y otros países necesitan nuestro apoyo para subsistir.
La segunda objeción es de orden material.
Las naciones no viven al día y los conjuntos depositarios de una bandera no pueden decir como el rey famoso: "después de mí el diluvio". Aún circunscribiendo la visión a los límites de nuestra patria inmediata, y aún admitiendo que seamos invulnerables, cabe preguntarse si nos conviene la marcha hacia el sur de un vecino poderoso que, fortalecido por la sumisión de casi todo un continente, nos arrinconaría de tal modo que no podríamos respirar. Imaginemos un hombre que posee un palacio. Sin tocar el edificio, se le puede perjudicar. Si nuevas construcciones interceptan la luz, si desde afuera le cortan el agua, si los vecinos hacen excavaciones que agrietan los muros, podrá no haber sido violada la propiedad, pero resultará inhabitable. Cada pueblo necesita dos atmósferas, la que desplaza directamente y la que le rodea para darle oxígeno. Y nuestras naciones del sur, que son naciones productoras y que serán quizá mañana naciones manufactureras, no pueden permitir que las cerque una fuerza con la cual no pueden luchar.
Por generosidad, si nos declaramos altruistas, por prudencia si nos confesamos egoístas, sea cual sea la zona moral en que nos coloquemos, tiene que interesarnos a fondo la política norteamericana. Y yo entiendo que, si examinamos los procedimientos que ha seguido en la América Central y en algunas otras repúblicas, tiene que encolerizarnos profundamente también. Nosotros, que hemos hablado siempre contra la agresividad de las grandes naciones, que hemos acompañado con simpatía a los débiles en su lucha contra los fuertes, que hemos protestado cuando les ingleses esclavizaban a los boers, ¿cómo no hemos de vibrar ante la injusticia que hiere a los que son en cierto modo pedazos de nuestra propia historia?
Hay antecedentes y corrientes de continuidad que nadie desvía y si nuestras patrias inmediatas son un poco caprichosas, nuestra patria superior, la que comprende a todos los pueblos que hablan español y portugués en el Nuevo Mundo, está particularmente viva y hecha raíz. Nosotros no datamos de la independencia, nosotros datamos, con las mezclas y las emigraciones que se han acumulado después, de la conquista de América por los Iberos y por nuestro punto de partida, nuestra formación, nuestra historia y nuestros gustos prolongamos en el sur del Nuevo Mundo una tradición apuesta a lo que los Estados Unidos defienden en el norte.
Formamos un conjunto armónico, cuyos focos de atracción no deben estar en el extranjero, sino en los puntos de apoyo de la raza, en nuestras grandes ciudades, en México, en Río Janeiro, en Santiago de Chile, en Buenos Aires. En vez de permitir la infiltración de espíritus diferentes, que contradicen las inclinaciones más íntimas, en vez de abandonar a los que resbalan, tomemos posesión de nosotros mismos, abramos los brazos al continente, tengamos la noción de nuestra propia grandeza y busquemos los elementos de vida, de esperanza y de orgullo en la exaltación del sentimiento latinoamericano.
Acabo de recorrer casi toda la América Latina, y puedo decir que hasta llegar a estas repúblicas he venido caminando sobre la sombra que proyecta una mano crispada.
Lo primero que advertirnos es la artera presión económica mediante capitales que no tienden a procurarse como los Europeos un dividendo honorable sino a desnacionalizar al país, colocando a sus habitantes en una situación subalterna que permita desembarcar soldados para proteger el ferrocarril como en Honduras, obtener del gobierno concesiones onerosas como en Costa Rica o desarrollar maniobras sutiles para apoderarse de las aduanas como en Santo Domingo. Esa acción abusiva, se ha ido transformando en intervención política, que favorece al desorden y con pretexto de intereses materiales se opone en Cuba a la amnistía de los reos políticos; y contribuye, según las circunstancias, a derribar gobiernos como en Venezuela o a sostenerles con ayuda de sus soldados como en Nicaragua. Si a esto añadimos la intervención en los asuntos internacionales que prohíbe a México arrendar la bahía de la Magdalena al Japón, que se opone a que Cuba compre sus armamentos en Europa y que trata de impedir los canales del Atrato y de Tehuantepec, deteniendo así la riqueza de esas regiones y el adelanto del continente, tendremos una síntesis de la situación creada por ese Minotauro del siglo XX que se llama Imperialismo.
Más de uno se preguntará: ¿Y qué han obtenido esos pueblos en cambio de tan rudo vasallaje? ¿Son ricos, son felices, son respetados? Repito que lo he recorrido todo, desde el extremo norte hasta aquí, y el espectáculo no puede ser más doloroso. Esos pueblos son inteligentes y particularmente aptos para el progreso, pero las regiones fertilísimas yacen a veces en la miseria, los países que dieron héroes y libertadores se debaten en la anarquía, la dignidad nacional está a la merced de los atentados y podemos llegar a la conclusión de que, lejos de ser una fuerza civilizadora, el imperialismo, como la sombra de ciertos árboles, marchita todas las espigas, puesto, que, nacidas del mismo origen y de idéntica composición, son las repúblicas que están en más íntimo contacto con él las que menos han florecido y son nuestras naciones del sur, que han crecido por así decirlo escondidas, hasta las cuales no ha llegado esa influencia, las que hoy se elevan victoriosamente, cargadas de promesas hacia el porvenir triunfal.
Hasta desde el punto de vista superior de los resultados finales, hay que proclamar la superioridad que sobre el imperialismo tiene la acción europea.
Los europeos traen una colaboración cordial que reconforta, los norteamericanos una denominación despectiva que corrompe; los primeros tratan de despertar el valor de subir, los segundos el miedo de caer; aquellos se dirigen a la inteligencia, estos al instinto: los unos son el arado, los otros el terremoto ; y para decirlo todo en una frase, mientras el paso de los unos ha levantado en Centro América y otros países un monumento de injusticia, la presencia de los otros nos ha dado en el sur o en México tan alta riqueza y libertad, que Europa puede volverse hoy con orgullo hacia la historia para decir : Aquí está lo que hemos hecho en las regiones donde venimos derramando oro, pensamiento y emigración; aquí está la prueba palpable de la ventaja que ti ene sobre el orgullo egoísta, la santa fraternidad de los hombres.
Ha llegado el momento de abrir los ojos. Cuando salí de Europa creí que el peligro estaba circunscrito a las Antillas. Ahora puedo decir, aquí, en el extremo sur, que lo tenemos a las puertas. El saneamiento de Guayaquil por les Estados Unidos, la influencia creciente en el Perú, donde aspiran a fiscalizar la sanidad de los puertos, y las intrigas para suscitar intervenciones y separatismo en el Putumayo ponen a las naciones fuertes del sur ante un dilema: o emprender una acción vigorosa contra el falso Panamericanismo que solo ha servido para legalizar la esclavitud de ciertas repúblicas, o inclinarse también mañana, bajo el huracán que trae casi hasta nuestras fronteras el flamear orgulloso de otros estandartes.
Ha llegado el momento de ver claro, dando tregua a las impresiones inmediatas y a las querellas locales. Dentro de la amplitud de la política internacional, nuestra situación ante el mundo está muy lejos de ser airosa. Si queremos aparecer como verdaderas naciones, tratemos de no vivir inclinados de norte a sur bajo una dependencia indirecta, más o menos visible según la zona y el radio en que se mueve cada república; tratemos de que los Estados Unidos, que están allá al norte, a una gran distancia, no intervengan en los asuntos de los países casi limítrofes con los nuestros, en los países que caen bajo nuestra esfera de acción; dejemos de ser al fin los vecinos humildes, los parientes pobres dentro de la vicia continental ; y cuando nos hablen de protegemos con la doctrina de Monroe, sepamos levantar la cabeza con orgullo para gritar que estas naciones del sur han llegado a la mayor edad, que estas naciones del sur están dispuestas a defenderse de todos los peligros, hasta del peligro que entraña el mismo pueblo protector.
La política norteamericana, tan agresiva en el norte, suele ser insinuante en el sur; allá se disfraza de oso y por aquí de cordero; pero nosotros debemos probar que ni los corderos nos enternecen ni los osos nos asustan; debemos declarar nuestra intención de ejercer una influencia benéfica sobre los puebles afines, de presidir su desarrollo, de impedir que otra raza les imponga su tutela, de reservar para nuestra civilización esas enormes fuerzas de producción y de consumo; debemos mostrarnos dispuestos a reanudar la sana tradición de los orígenes, yendo económicamente, diplomáticamente e intelectualmente en auxilio de las naciones que se hunden porque no tienen en si los elementos necesarios; debemos sustituir a la vieja concepción que de un gran conjunto armónico desprende un pedazo pequeño para decir «solo esto me interesa», otra concepción más consciente del pasado y del porvenir, más digna de nuestro vigor actual : "Allí donde hay un territorio latinoamericano en peligro, allí está nuestra patria."
Al llegar a aquí, séame permitido acentuar mi franqueza. Yo no he hecho este viaje para adular a los pueblos, sino para decir lo que creo que es verdad. Observando bien la situación, encontramos que el punto de arranque de lo que ocurre, está, más que en las ambiciones de la gran república, en nuestros propios errores, en los errores de diverso carácter, pero concurrentes al mismo fin, de toda la América Latina. El imperialismo necesitaba pretextos para dar color de legalidad a sus atropellos y las pequeñas 'repúblicas del norte los han proporcionado inconscientemente con sus discordias; el imperialismo necesitaba la abstención de nuestras naciones del sur y nos hemos adelantado a sus deseos, ignorando cuanto ocurría en esas tierras ; el imperialismo necesitaba un continente dividido, y sin darnos cuenta de los resultados, sin recordar que el hervidero de regionalismos, hizo que en Italia, antes de la unidad, se instalaran los franceses en Roma y los austriacos en Trieste, hemos agravado todos los días las divisiones, llegando a veces hasta buscar el apoyo del enemigo común contra el vecino inmediato.
En este punto los anglosajones nos podrían servir de ejemplo. Al colocar por encima de los intereses locales los intereses nacionales, al evitar apasionarse por fronteras secundarias para poder defender mejor la frontera obligatoria, al levantar en fin el espíritu hasta la concepción de la patria grande, ellos han puesto de relieve, sin quererlo, los vicios que nos disminuyen, las ingenuidades que nos desangran y los errores que, en caso de persistir, nos llevarían, (nada es más doloroso que aceptar la hipótesis) hacia la disolución final.
Apoyado sobre la base de esta dispersión, el adversario ha especulado con las timideces, tratando a ciertas repúblicas como a niños pequeños; y es hora de que, dando a nuestra política el volumen que verdaderamente debe tener, ayudemos a esos países a reaccionar saludablemente, haciéndoles comprender que ante una actitud resuelta el poderoso no puede atreverse a nada, porque sabe el perjuicio que una acción brutal le ocasionaría en América. Digámosles, que es necesario vencer ante todo al invasor dentro de ellos mismos, e su propia consciencia, matando el respeto excesivo que le tienen; y que así como los anglosajones han hecho el bluff de las amenazas, conviene que, sostenidos por nosotros, hagan ellos el bluff , que las cosas están dispuestas de tal modo dentro de los equilibrios del mundo, que ni los unos ni los otros tendrán seguramente que moverse, hemos de ser los hermanos mayores y los guías de las repúblicas del norte, en las cuales hay tres grandes llagas que extirpar: las revueltas, que dejan libre la entrada en nombre de fingidos sentimientos de humanidad, a las intervenciones más dolorosas, la tiranía que hace que muchos de esos pueblos sean doblemente. esclavos, esclavos del déspota local y esclavos del extranjero a quien ese déspota los ata a veces para perpetuarse en el poder; y la intervención económica que hace a algunos grupos tributarios de la gran re-pública y abre al imperialismo la brecha enorme de la conquista comercial.
Yana sé si el porvenir reserva a nuestras repúblicas del sur el papel que Prusia o el Piamonte desempeñaron en la unidad de Alemania o de Italia, pero entiendo que debemos renunciar a la indiferencia y ejercer una acción eficaz sobre los núcleos que nos ven desde lejos con efusiva simpatía, que se enorgullecen del progreso nuestro como de cosa propia, que esperan un gesto que los reconforte, que han puesto en nosotros sus últimas esperanzas y por los cuales en realidad no hemos hecho nada hasta ahora. Ayudémoslos, primero con el ejemplo, haciendo que nuestra vida nacional sea cada vez más honrosa y brillante, probando que los latinoamericanos pueden competir con los otros pueblos; y alentando a los que desfallecen a depurarse y a luchar también para alcanzar parecidos resultados. Y ayudémoslos con la acción, llevando hasta esas repúblicas nuestra influencia diplomática, nuestra juventud creadora para mayor gloria y provecho de nuestros países y de la civilización latina en el Nuevo Mundo. Si ellos no se han defendido mejor, es acaso porque se han sentido solos en medio del continente; si algunos parecen inclinados a aceptar influencias extrañas, es porque las influencias legítimas no se han hecho sentir. Dentro de la justicia suprema las responsabilidades caen por igual sobre los que allá arriba han dormido y sobre los que desde aquí abajo no han hecho nada para despertarlos.
En América hay dos grandes fuerzas: el norte yel sur y no es posible dejar que la primera se imponga a la segunda. Entre la marea que sube y la marea que baja hay un gran caudal de aguas muertas. La marea que mejor hiera esas aguas, la que las anime y las arrastre, es la que durará.
La grandeza de mañana solo puede ser posible sobre la base de un acuerdo entre nuestras repúblicas, primero de las cuatro más fuertes, y después, alrededor de ese núcleo, de todas las demás. Miremos por encima del momento y en vez de multiplicar las causas de desunión, concertemos. Que la nación extranjera que lastime a cualquiera de nuestros países, hiera al continente entero. En vez de empujamos locamente para aparecer en primera fila, aprendamos a respirar cada cual según sus pulmones, pero todos con el mismo ritmo. En vez de colocar la suspicacia al servicio de la discordia póstuma entre San Martín y Bolívar, levantemos los ojos hasta los ideales de esos hombres. En vez de tener veinte egoísmos pequeños tengamos un egoísmo grande, que los egoísmos cuando son grandes, se ennoblecen y se convierten en orgullo salvador. Y así, generosos, erguidos, respetados, dueños de nuestra América, lejos de tener que lamentar la mala fama que nos han hecho algunos,-porque todos los pueblos tienen sus debilidades y si se invocan tan a menudo las nuestras os porque no tenemos el volumen necesario para hacérnoslas perdonar,- así erguidos, respetados, digo, podremos oponer triunfalmente en el mundo y en la historia, a los intereses norteamericanos, los derechos latinos americanos; a las glorias anglosajonas, las estatuas latinas, a los orgullos del norte, los ideales del sur.
Yo no digo que nos lancemos precipitadamente a la confederación. La enorme extensión del territorio, las dificultades de las comunicaciones, los problemas locales hacen que esa solución resulte prematura. Existen intereses nacionales muy legítimos que no es posible ignorar. Pero nada se opone a que cada república siga libre y soberana dentro de un plan general que preserve los intereses comunes; nada se opone a que reconquistemos la visión grandiosa de los héroes de hace un siglo que para asegurar la independencia de Venezuela comprendían que había que acabar con la dominación española en el Perú, nada se opone a que al conjuro del pasado, del presente y del porvenir, de los recuerdos, los peligros y las esperanzas, acerquemos nuestros corazones y nuestras banderas, formando con los patriotismos y los colores, desde las tierras mexicanas hasta los hielos del sur, por encima de las montañas que doblaron la cerviz ante nuestros ejércitos internacionales, al arco iris de paz y de grandeza de la segundad colectiva.
Las necesidades nos llevan a ensanchar nuestra visión de las cosas. A la influencia del norte, hay que oponer la influencia del sur; a la fórmula "América para los americanos" hay que contestar, si no queremos llevar una vida subalterna, con otra fórmula que nace de las circunstancias presentes. «La América Latina para los latinoamericanos."
La prosperidad de la Argentina, y el empuje que la incorpora por así decirlo a la falange de los pueblos europeos, toda la atmósfera de prosperidad y de gloria, en que nos movemos no puede hacernos olvidar que ciada la extrema juventud del país y la exigüidad del número de sus habitantes, su suerte está ligada a la de las otras naciones Hispanoamericanas y a la de la raza en general. «La verdad está prohibida implícitamente como una brutalidad para el amor propio del país», decía Alberdi. Yo creo que hoy nos hallamos en una etapa superior. Por lo mismo que nos sentirnos fuertes y triunfantes, por lo mismo que todo sube en torno, por lo mismo que un hálito de victoria nos acaricia las frentes y las almas, debemos tener la audacia de encararnos con el porvenir. Se me ha hecho el reproche de no ser suficientemente argentino; pero, ¿la fuerza consiste en creerse capaz de un esfuerzo irrealizable? ¿Consiste el patriotismo en exagerar la situación ante los extraños y ante si mismo? Yo creo que lo que más fortalece a los hombres y a los pueblos es la noción exacta de su propio valer. Y me pregunto si no se está deformando inmoderadamente la verdad, si no se está dando excesiva importancia a los hechos favorables y dejando en la sombra las circunstancias menos felices, si no se está envolviendo a la nación en una funesta neblina de orgullo al hacerle creer que ya puede medirse con los grandes pueblos de la humanidad.
Por otra parte hemos sido siempre dentro de la historia de América una nación altruista y a nadie puede sorprender que nuestras frases vayan a llevar hoy una voz de aliento a las naciones hermanas como ayer fueron los granaderos a caballo de San Martín. La victoria no da derechos, hemos dicho siempre noblemente, pero la victoria impone deberes y en la victoria pacífica de nuestra nacionalidad tenemos la obligación de ayudar y defender a las hermanas más débiles. La Argentina puede aspirar conjuntamente con las otras naciones importantes del sur a una influencia moral en las demás repúblicas latinas, pero por encima de estos cálculos está el ímpetu sentimental que nos ha llevado siempre a estar del lado del que sufre los azotes contra el que da los azotes, del lado de la víctima contra el verdugo, del lado del árbol que se dobla contra la tempestad que lo sacude.
Y antes de terminar vaya esbozar brevemente una cuestión de actualidad local. Como una confirmación de las ideas generales que acabamos de exponer, empezamos a notar en este país algunos fenómenos que sorprenden por su simultaneidad.
Primero. Un sindicato poderoso se impone a la voluntad del público pretendiendo monopolizar la exportación de las carnes, imposibilitando la vida de las empresas existentes y haciendo encarecer el artículo con gran perjuicio para los pobres. Ese sindicato es norteamericano.
Segundo. El más poderoso de los trust del petróleo, tiene conocimiento de que se ha descubierto petróleo en nuestra república y se apresura a poner trabas al negocio para seguir imponiendo sus productos caros, obstaculizando así la evolución de nuestro país que a ejemplo de los mismos Estados Unidos tiene que pasar de la era ganadera y agrícola a la era industrial y que si carece de combustible no podrá alcanzar esa evolución. Ese trust es norteamericano.
N o hay que considerar estos hechos como cosas aisladas, sino como parte de un conjunto; y yo me pregunto que es lo que han hecho nuestros hombres de estado para afrontar la situación. Así como en el orden nacional inauguraron hace algunos años, con la ley de resistencia, lo que podríamos llamar la política del miedo, en el orden internacional estan practicando ahora, con sus genuflexiones, lo que podríamos llamar la diplomacia del pánico.
¡Ah! los hombres ponderados y prudentes, los hombres tranquilos y equidistantes que no creyeron en el vapor, en la electricidad, en la aviación y en la democracia hasta que los vieron triunfar por el esfuerzo de los otros; los hombres que han vivido con mondaduras de ideas, que no han creado nada, que no han removido nada, que no han hecho más que perpetuar, que no han hecho más que recordar. ¡Ah! los hombres meticulosos y ordenados que no contentos con dormir pretenden imponer su sueño a los demás. Esos hombres están necesitando que la juventud y el pueblo les grite al fin: ¡Atrás cadáveres, dad paso a la vida nueva!
MANUEL UGARTE
[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.
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