MANIFIESTO [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[21 de Noviembre de 1913]
Cuando un hombre ha militado en un grupo político durante más de una década y se ve de pronto en la necesidad de separarse de él, contrae ante sus conciudadanos el compromiso de exponer las razones que le imponen esa actitud. Vaya cumplir con ese deber, sin animosidad y lo más brevemente posible, para que todos puedan conocer el origen y el carácter de la renuncia que presenté hace algunos días de miembro del partido socialista.
Ninguna decisión pudo ser más dolorosa para mí, porque al romper los lazos que me ligan a la agrupación a cuyo engrandecimiento he contribuido con el desinterés más absoluto durante toda mi juventud, desgarraba, en el fondo del corazón, algunas de las mejores ilusiones. Pero, el silencio, en ciertos casos, es una complicidad. La esperanza de que el equilibrio y los métodos serenos acabarían por sobreponerse a las inspiraciones tumultuosas de cierto núcleo, me retuvo dentro del partido, a pesar de todas las desafinaciones, durante largos años. Obligado por la disciplina a acallar mi censura ante determinados procedimientos, hice sentir, sin embargo, con la abstención en los debates y la ausencia en las representaciones, que no me consideraba solidario de tendencias que juzgo nocivas al país. Alejado así de la vida activa, aceché desde Europa el momento favorable para intentar una intervención eficaz en el sentido de atenuar las asperezas y hacer posible una fuerza renovadora y vivificante dentro de las líneas claras que el buen sentido y la lógica impiden salvar. Como lo declaré al adherirme al partido, soy un evolucionista, y es basándome en esa tendencia conciliante que he querido reaccionar desde mi regreso a Buenos Aires contra los desbordes de fondo y de forma que han dado a nuestro socialismo un matiz tan especial. Después de comprobar con pena que mis esfuerzos han sido vanos, debo retirarme. Perdida del todo la esperanza de impedir el error, reivindico por lo menos el derecho de no asociarme a él.
Como protesta contra los hechos consumados y en previsión de lo que comprendí que debía producirse después, decliné (como ya había declinado antes una candidatura a diputado) la candidatura a senador que me brindó el partido socialista. No fue vana exhibición de desinterés, porque la austeridad democrática no consiste en rehusar sistemáticamente todos los puestos, sino en abstenerse de aceptarlos cuando se lastima la integridad de los principios. Fue un acto elemental de prudencia. El orgullo de ocupar un sillón en la alta cámara, en medio de hombres representativos, a los cuales respeto, no me ofuscó hasta el punto de impedirme ver el dilema que me acechaba: ser inconsecuente con mis ideas o serlo con el partido que me favorecía con su designación. Una vez en el parlamento hubiera tenido que burlar la con¬fianza que en mí depositaba el grupo que me hacía candidato, desarrollando una acción completamente extraña a sus preferencias; o hubiera tenido que ahogar mis convicciones personales para defender soluciones excesivas que considero contrarias al mismo fin humanitario que se persigue,
Había además una cuestión de responsabilidad. Aceptar, era declararme colaborador en actos y propósitos que reprueba, contribuyendo a mantener una confusión penosa. No cabe, a mi juicio, recibir investiduras de un partido con el cual disentimos, porque el solo hecho de figurar como candidato patrocinado por él indica que nos solidarizamos en el pasado y en el presente con su programa y sus procedimientos. Cuando asoma una divergencia o se advierte una incompatibilidad, lo pertinente es abstenerse hasta hacer prevalecer la personal manera de ver las cosas, o separarse, delimitando el campo mental en que aspiramos a movernos.
Las disonancias que he comprobado han sido tantas, que sólo vaya dejar constancia de algunas. Desde el punto de vista de la táctica, yo he creído siempre, por ejemplo, que no debemos ir al parlamento para poner obstáculos a la obra común, sino para colaborar en ella, y que en cada diputado que no comparte nuestras opiniones, no debemos ver a un enemigo, sino un representante de otras corrientes que, existiendo en el país y reflejándose en la cámara tienen que moderar con nuestro asentamiento o sin él, la rapidez de nuestra propia corriente.
Entiendo, además, que un grupo político no puede ser una entidad flotante donde cada elector hace entrar a su capricho las reivindicaciones que más le sugestionan, sino el rígido marco que encuadra las aspiraciones bien definidas de una parte de la nación, y que los programas de doble fondo, hechos para atraer simultáneamente a los tímidos simpatizantes y a los sectarios extremos, así como la acción parlamentaria que se traduce en inútiles violencias de forma con las cuales se pretende ocultar la pobreza de los resultados obtenidos, no son procedimientos propios de una agrupación seria, máxime si ésta se anuncia como fuerza renovadora destinada a depurarlo todo. Pienso, por otra parte, que en política interior como en política internacional, hay que dejar de lado lo que se desea para hacer lo que se puede y que urge deponer las teorías complicadas y las máximas imperiosas para encaramos buena y llanamente con la vida, porque si bien nuestra evolución política debe hacerse teniendo en cuenta los antecedentes sociológicos de los demás países, en ningún caso conviene forzar los acontecimientos para ajustados a reglas formuladas de acuerdo con necesidades y estados diferentes. Tengo, abreviando, la seguridad de que un partido no es una cosa estancada y rígida, sujeta a la tiránica voluntad de un pequeño círculo, sino un, conjunto por el cual circula la sangre de la controversia preservando por igual el derecho de cada uno de los componentes; abrigo la certidumbre de que lejos de convertirse en "bureau de placement" de aspirantes a la diputación, debe predicar el desinterés, haciendo sentir que la acción personal del ciudadano es, a veces, tan eficaz como la de los mandatarios y que el leal soldado, para sacrificarse, no debe esperar a tener galones; y alimento, por fin, la convicción de que, renunciando a preocuparse solamente de las ciudades, donde es fácil reclutar votos, conviene tener, por encima de los efímeros intereses electorales, la visión general de los intereses comunes y supremos del país.
Estas divergencias de procedimiento serían leves si no estuvieran agravadas en forma inadmisible por una honda incompatibilidad de pensamiento en lo que respecta al punto que considero más importante para el porvenir.
La tarea que las circunstancias exigen de los argentinos es inconciliable con la concepción de los actuales directores del partido socialista. Lejos de debilitar y disminuir la nacionalidad con ideologías y paradojas, debemos elevarla y' desarrollarla, hacerla surgir cada vez más viviente, intensificar sus vibraciones, solemnizarla en las almas. Yo no puedo colaborar en lo que sería a mi juicio un suicidio nacional. Por encima de mis preferencias doctrinarias soy argentino; quiero el bien de la humanidad, en cuanto éste se enlaza con el bienestar de mi tierra; pero nunca sacrificaré un ápice de esos intereses a ideas generales o a preocupaciones extrañas. Es más: declaro que en un momento grave en que estuviera en juego la existencia de la patria, recurriría hasta a la ilegalidad y hasta a la injusticia para defender la salud y la perdurabilidad del grupo de que formo parte.
Cuando en el órgano oficial del partido socialista veo que "la patria, el patriotismo y la bandera son, para la clase que suda por el mendrugo diario, cuestiones respetables, pero secundarias"; cuando anoto que "por encima del amor a un solo pedazo de tierra debe privar el amor a la humanidad", y cuando descubro que "no nos importa que un pueblo subsista o no" (La Vanguardia, l? de agosto de 1913), compruebo una separación fundamental de sentimientos, un franco antagonismo de propósitos que lejos de limitarse, como quieren dejar suponer algunos a las representaciones y a los símbolos, se extiende hasta la misma médula del principio de nacionalidad.
Bien sabemos todos que la patria no se hace con una afirmación obstinada, smo con una capacidad creciente; pero lo que el partido socialista disminuye con su actitud no es solamente la envoltura vistosa, sino la columna vertebral de la idea, porque así como al combatir las industrias, obsesionado por una concepción estrecha del bienestar obrero, compromete la elevación del país, al difundir la indiferencia y el renunciamiento alrededor de la bandera, pone en peligro los futuros destinos de la nación.
Este extraño estado de espíritu se manifestó de una manera palpable cuando el partido socialista, a raíz de un grave conflicto obrero que se produjo antes del centenario, me pidió que, como delegado suyo ante el secretariado general de Bruselas, gestionara ante los partidos afines de Europa el boicot de los productos argentinos hasta obtener que los obreros de los pueblos de Francia, Italia, Bélgica, etc., se negaran a descargar los barcos procedentes de la Argentina y los obligaran a regresar al punto de partida con todas las exportaciones, riqueza y vida general del año. Sólo un incomprensible desamor por la patria y una limitación de juicio que oculta el encadenamiento de las cosas podía inspirar esa decisión extrema. Al desatender resueltamente la indicación, yo, que he sido siempre el más moderado de los socialistas, creí hacer un bien, no sólo al país, sino al mismo partido que la formulaba, porque no es posible olvidar impunemente los deberes elementales, y porque hay un lazo visible que tiene que llevar al obrero a desear que las exportaciones superen a las importaciones, dado que la prosperidad nacional es base de las prosperidades individuales. Todo éxito o fracaso del conjunto se refleja en bienestar o en privaciones sobre los componentes, y las crisis, como la epidemia, hace numerosas víctimas entre los que menos resistencia pueden ofrecer al flagelo.
Soy amigo del pueblo hasta el punto de haber sostenido que los diputados del partido socialista no deben ser literatos ni doctores, sino obreros que lleven al parlamento, ingenuas y palpitantes, sus legítimas reivindicaciones, pero, partidario de un socialismo basado, no en la lucha de clases, sino en la colaboración de éstas, no podía dejar de advertir el desastre nacional que, en el caso de ser acatada, debía desencadenar aquella orden, formulada en la sombra por un ensimismado y nervioso. Las cosas no son tan sencillas como a primera vista resultan; y el problema de los tiempos modernos, lejos de reducirse a las relaciones del capital con el trabajo, abarca también y muy especialmente el problema de las relaciones entre la producción de un país y la de otros países del globo.
Esta falta de visión superior y de solicitud por la prosperidad de la comarca en que actúa, ha hecho que el partido socialista hostilice hasta ahora todas las fuerzas vivas del país y confunda los intereses particulares con los nacionales en una misma reprobación incomprensible. Se dice colectivista y se niega a encarar las cosas desde un punto de vista colectivo. Quiere que se gobierne exclusivamente en favor de un grupo, aunque se anule el conjunto de que ese grupo forma parte. Y tiene el criterio de los tripulantes de proa de un buque que quisieran incendiar el resto del mismo, sin advertir que la proa aislada no puede seguir flotando, y que al destruir lo que juzgan inútil perecerían ellos también.
Creo firmemente que debemos dar satisfacción a las justas reivindicaciones del pueblo. Sin que nadie me pueda acusar de haberme improvisado con ello una fortuna o una situación, he sido y seguiré siendo siempre socialista, pero de una manera serena y razonable, como puede serlo un hombre que, además de El Capital, de Karl Marx ha leído las rectificaciones de Bernstein y Kautsky y la obra considerable de los impugnadores de la escuela materialista y del determinismo histórico. Este eclecticismo dentro de la tendencia democrática me llevó a aceptar el programa mínimo del partido, haciendo reservas, naturalmente, sobre el capítulo que se refiere al ejército, de cuyo desarrollo y enaltecimiento soy partidario, y aclarando el sentido de las palabras en lo que puede ser interpretado como un ataque a determinadas creencias religiosas. Son salvedades que, desde luego, no tocan al fondo, porque los programas varían, como lo prueba el hecho de que el partido socialista, que en el artículo 8? pide la abolición de la ley de residencia, sólo persiga ahora su modificación, y como lo establece más claramente aún la circunstancia de que después de reclamar en el artículo lO? la supresión del senado, tenga hoy un representante que no ha propuesto la disolución de la alta cámara, como lo aconseja su plataforma electoral. Acepto, repito, el programa mínimo del partido socialista, pero no así los desarrollos y las prolongaciones que le quieren dar algunos. Para ello encuentro dos razones: primera, que sólo puede existir un proletariado feliz en una nación próspera, y segunda, que la preocupación de la justicia, por encomiable que sea no debe sobreponerse al instinto de la conservación general.
Tengamos el valor de decirlo. Lo necesario en la Argentina de hoy no es "socializar los medios de producción" -lejana utopía que si parece prematura en las naciones seculares de Europa, resulta más prematura aún en un país que no ha pasado por las etapas que, según los mismos teóricos, deben hacerla posible-; lo que se impone en la Argentina de hoy no es determinar catástrofes sociales, que nadie justificaría porque si bien entre nosotros, como en todas partes, hay muchas injusticias que corregir, no ha de ser tan dolorosa la situación en que aquí se halla el trabajador, cuando de todas partes acude, convencido de que al pisar nuestras playas mejorará su suerte. Lo que verdaderamente urge es reglamentar el trabajo, explotar y poner en circulación los productos naturales y extender la civilización hasta los más lejanos territorios. Hagamos reformas económicas, elevemos la vida del obrero, honremos su labor, combatamos los latifundios y las herencias colaterales, etc., que esas son medidas de utilidad nacional, y los mismos que momentáneamente resulten perjudicados por ellas comprenderán la necesidad superior que las determina, pero no hostilicemos ni la industria, ni el comercio, ni el capital creador. Esas fuerzas, indispensables por mucho tiempo, hacen fructificar los campos y las ciudades, y son la fuente del mismo bienestar obrero, porque, en resumen, ¿qué es lo que ha hecho acudir a las multitudes que hoy quintuplican la población argentina, sino la seguridad de poder emplear con ventaja su inventiva o sus músculos en las empresas creadas y sostenidas por el capital individual?
Yo sé a lo que me expongo al romper el silencio y al decir antes que nadie estas cosas; pero no he buscado nunca lo que me convenía, he hecho siempre lo que debía hacer. Al expresar ahora mi pensamiento, soy consecuente con la manera de razonar que en el congreso socialista internacional de Amsterdam me hizo dar mi voto como delegado argentino a la tendencia moderada de Millebrand, Briand y Jaurés. La renovación que se espera no será obra de los caudillos de plaza pública, ni de los doctrinarios del cenáculo, sino de los serenos observadores que sepan auscultar y satisfacer las exigencias de la nación. Claro está que resulta mucho más fácil transportar literalmente las iniciativas o proyectos de Europa, que interrogar las necesidades especiales del propio país y coordinar ¡as soluciones inéditas que deben remediarlas. Pero nosotros hemos sobrepasado la etapa de la imitación y podemos aspirar a crear vida propia, a pesar de la tendencia memorista que parece predominar entre algunos.
En la elaboración de las sociedades, el mundo está asistiendo a cada paso a la creación de fuerzas nuevas. La Argentina es una de las que hoy se anuncian con más ímpetu. A medida que se engrandecen, las naciones ensanchan la órbita de su acción. Hemos entrado a movernos en el campo de la política internacional y tenemos que estar preparados para las más lejanas ocurrencias, mirando por encima de los intereses egoístas las ineludibles necesidades del conjunto, no sólo en su estado actual, sino también en sus desarrollos posibles.
Siguiendo la evolución de los Estados Unidos, que fueron hasta 1860 una nación casi exclusivamente ganadera y agrícola y se transformaron después en gran potencia industrial, debemos aspirar a ser una nación completa manufacturando, con ayuda del descubrimiento del petróleo, los productos, llenando en la medida de lo posible, nuestras necesidades y tratando de irradiar fraternalmente sobre las naciones vecinas.
No basta poseer la riqueza, es necesario saber utilizarla y nosotros podemos hacer de Buenos Aires uno de los más inauditos focos de vida y de civilización que se hayan encendido jamás, si además de ser ricos, sabemos ser superiores por los ideales. Teniendo la conciencia de la nacionalidad y el ansia inextinguible de escalar todas las cúspides, el porvenir nos pertenece, porque los pueblos se encumbran, más que con sus recursos, con su deseo de subir, como los pájaros vuelan, más que con sus alas, con la voluntad que los anima.
Cuando los historiadores de mañana juzguen este momento especial de la política argentina, se asombrarán de que ciertas ideas disolventes y extrañas a nuestro conjunto hayan podido preocupar aunque sea por un momento la atención general. En todas partes hay socialismo y su presencia es hasta un síntoma feliz, porque sólo en los países que han entrado o empiezan a entrar en la era industrial se advierte ese fenómeno, pero en ninguna parte ha tomado el carácter de subversión fundamental y de antinacionalismo agudo que aquí afecta. Los socialistas norteamericanos son tan celosos de su origen que en los congresos internacionales, donde siempre tratan de imponer su idioma, ostentan la escarapela de su país, los franceses han declarado que en caso de guerra defensiva serán los primeros en tomar las armas, los alemanes votan, como todos sabemos, los créditos cuantiosos que exige el ejército más formidable de Europa y sólo aquí, donde la nacionalidad, por ser más nueva, necesita mayores entusiasmos unánimes para solidificarse, advertirnos el resurgimiento de tendencias que sólo han defendido en estos últimos tiempos, al margen de sus propios grupos, los dos retardatarios del movimiento social europeo: Julio Guesde en Francia y Domela Nieuwenhuis en Holanda. En esta forma el movimiento socialista argentino es particularmente peligroso. Los hombres que lo conducen, halagados por un triunfo accidental, creen haber conquistado para realizar sus planes el apoyo definitivo de una enorme masa de opinión. Entiendo que con su violencia intransigente se preparan para un desengaño doloroso. El partido socialista no alcanza a sumar en la capital 2.000 adherentes inscritos en los comités. Las cuantiosas fuerzas independientes que se han sumado en las últimas elecciones a ese pequeño grupo y le han dado la victoria, miraban con simpatía la reacción que él encamaba contra lo que todos censuramos, aplaudía el espíritu de reforma, de libre crítica y de contralor, pero no adoptaba, ni con mucho, los ideales extremos. La mayoría de los votantes ignoraban hasta la finalidad perseguida y los mismos exaltados que defienden la metamorfosis social han debido comprenderlo así puesto que en época de elecciones suavizan las palabras y se dedican a defender ideas aceptables por todos, dejando en la penumbra el verdadero programa.
Este es precisamente el método más inquietante, porqué un partido qué se presenta escondiendo su finalidad y hablando de mansas reformas democráticas cuando aspira a destruir lo existente, sorprende la buena fe de los electores y trae un factor de confusión y de equívoco a la vida pública del país. Más o menos atenuado por la habilidad personal o por las circunstancias, siempre será el hilo conductor del mismo propósito excesivo, mientras no declare perentoriamente que lo que persigue es una simple mejora de las condiciones de vida del obrero. Lo natural sería asumir en voz alta la responsabilidad de lo que se pretende. Aunque de antemano sepa el partido socialista que sus ideales, prematuros o inadmisibles, no alcanzarán el apoyo de la opinión pública, debe tener el valor de afrontar el fallo de la masa electora, sin recurrir a la sutileza, tanto más peligrosa cuanto más sonriente, de ir llevando mar afuera, con pretexto de contemplar los astros, a los que no quieren ahogarse por su propia voluntad. Los que intervienen en la vida política están siempre expuestos a encontrarse de pronto, por una sorpresa cualquiera, dueños del poder, y el público tiene derecho a saber de una manera clara y definida cuáles son, por encima de la crítica fácil de la oposición, las afirmaciones concretas que harían triunfar desde el gobierno. El pensamiento de los que ejercen o aspiran a ejercer una acción eficaz debe destacarse con nitidez, sin vanos subterfugios y sin equidistancias, rompiendo con todo para llegar a la verdad, y lo que yo he perseguido al agitar en diversas ocasiones la opinión sobre este asunto es que se especifique, de una manera segura e inteligible para todos si el partido persigue reformas democráticas, sin amenazar lo que nos rodea, o si sueña, a mayor o menor plazo, con la revolución social. Que tome una actitud, que vaya a las elecciones a cara descubierta y que después de haber desarrollado una acción parlamentaria estéril, no siga usufructuando la situación equívoca de ser para los de afuera el amable instrumento de evolución de que hablaba Ferri y para los de adentro el bando iracundo de las reivindicaciones rojas.
La circunstancia de haber pedido luz y franqueza me ha indispuesto con los que, con vanos pretextos y empleando todas las armas me hostilizan desde que llegué al país, poniéndome en la obligación de separarme de ellos. En realidad lo que se ha querido rehuir es el debate ante el congreso del partido, porque no convenía poner ante los ojos de los afiliados y del público ciertas verdades que podían hacer reflexionar; pero antes de alejarme, cumplo con el deber de decir, en síntesis, las causas que me han obligado a recuperar mi libertad.
El partido socialista es enemigo del ejército; y yo creo que así como no se concibe un banco sin cerraduras, no puede existir un país próspero sin una fuerza respetada y honrada por todos, que garantice su desarrollo. El partido socialista es enemigo de la religión; y yo entiendo que sin perjuicio de estudiar las reformas implantadas en otros países, debemos respetar las creencias de la mayoría de los argentinos. El partido socialista es enemigo de la propiedad; y yo pretendo que, siendo aquí la propiedad, la recompensa y la sanción del trabajo, podemos perseguir su fraccionamiento y hacerla evolucionar de acuerdo con la ley, sin pretender en ninguna forma su abolición. El partido socialista es enemigo de la patria; y yo quiero a mi patria y a mi bandera.
Las teorías sólo se elevan v engrandecen a los pueblos a condición de no estar en pugna con las realidades y lo que los hombres políticos deben mirar por sobre todas las cosas es la realidad del momento histórico en que gesticulan. Por otra parte, el verdadero altruismo no consiste en imponer a todos tercamente la equidad parcial y momentánea que conciben algunos, sino en tratar de ver las cosas desde el punto de vista de cada uno de los ciudadanos, en tener tantas personalidades como situaciones o mentalidades existen y en hacer abstracción de sí mismo para expresar la síntesis del corazón del país. Al alejarme de la lucha, sin entrar en compromisos ni en intrigas, conservando la integridad de mi carácter, no abrigo el menguado propósito de crear a mi vez una agrupación personalista, pero si, como consecuencia de estas líneas y alrededor de las ideas aquí expuestas, se congrega un núcleo independiente, será un síntoma de reacción feliz y me consideraré en el deber de asumir hasta el fin la responsabilidad de mi actitud.
Sintiendo separarme de los modestos militantes a los cuales me une el lazo de la sinceridad, vuelvo por el momento a la literatura convencido de que al romper con el partido al cual he servido siempre y del cual no he aceptado ninguna delegación, cumplo con mi deber de argentino y de amigo de la democracia y seguro también de que, al pensar como pienso, soy más socialista que los que pretenden acaparar el título, porque en vez de buscar la realización de un imposible, persigo la grandeza de la colectividad.
MANUEL UGARTE
[1] Publicado el 21/11/13 en los diarios de Buenos Aires.
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