noviembre 07, 2010

Discurso de Manuel Ugarte en la Federación Obrera de San Salvador: "Primero la patria, después las ideas generales" (1912)

DISCURSO PRONUNICADO EN LA FEDERACION OBRERA, DE SAN SALVADOR [1]
Primero la patria, después las ideas generales
Manuel Baldomero Ugarte
[4 de Abril de 1912]

La mejor manera de expresar la emoción con que contesto al saludo de los artesanos de esta ciudad, consiste acaso en apretar las ideas y en condensarlo todo en una palabra: ¡mis amigos! Los obreros, como la juventud estudiantil, conservan el culto admirable de la sinceridad y nada puede ser más agradable para quien no tiene más mérito que la franqueza y la honradez, que encontrarse rodeado por los que han sabido seguir cultivando en el corazón un fresco arroyo de aguas limpias.
Me he enorgullecido siempre de ser un amigo de los obreros. Los he defendido con la pluma en mis libros, los he apoyado con mi palabra en las luchas tumultuosas de Buenos Aires y los he representado en Europa, donde he sido durante diez años, delegado del Partido Socialista de mi país. De manera que al hallarme ante esta Asamblea, donde palpita el trabajo y la fuerza creadora de la nación, experimento una vez más el íntimo goce de no haber aceptado nunca delegaciones de los Gobiernos y de poder hablar en voz muy alta, en comunión completa con los que no están contaminados.
Los errores de estas democracias -hablo en bloque de toda nuestra América-; la agitación tan febril como estéril de los núcleos personalistas donde los partidos y los jefes se derrocan y se destruyen, arrebatados en un vértigo de apetitos y de impaciencias; el monótono horror de las revoluciones interminables que nada traen, que nada cambian, que nada mejoran, que sólo sirven casi siempre para sustituir un hombre a otro hombre y para limitar la evolución y el desarrollo de los elementos verdaderamente libres del país; la desesperante inacción de los mandatarios que se limitan a defenderse del bando enemigo, sin intentar una reforma, un progreso, algo que redunde en bien de la colectividad; los vicios, en fin de nuestra política criolla, sobrada de literatura, pero avara de realizaciones tangibles, han difundido en la clase obrera una desilusión profunda, un hondo descorazonamiento que se traduce a veces en internacionalismo, en irritación, y en desinterés por las cosas del patrio suelo.
No apruebo el triste resultado, pero comprendo muy bien el proceso de estas catástrofes interiores. El trabajador, que se inclina diariamente bajo el peso de su labor, sin oír una voz de aliento ni vislumbrar un cambio; el artesano, a quien sólo alcanzan los perjuicios de la agitación, sin que los beneficios lleguen nunca, el humilde creador de riqueza que sigue produciendo mientras otros desbaratan el patrimonio común, acaba por preguntarse si la patria invocada a cada instante por los de arriba, no es también una simple y vana palabra como la "Constitución", la "ley", el "derecho" y todos los fantasmas de que se sirven los políticos. Pero la reflexión tiene que sobreponerse siempre a estas rebeliones excesivas.
A pesar de todas las delincuencias, la patria existe, porque en el hombre hay una personalidad material y una personalidad moral. Si el ser humano no tuviera más que estómago, su patria estaría donde mejor pudiera alimentarse. Pero la historia prueba que en todos los órdenes los humanos han sentido siempre necesidades más altas. Más que un aumento de salario el obrero pide a menudo buen trato, higiene y consideración. Lo impalpable, lo que se dirige al espíritu, al amor propio, a la dignidad, cobra así a sus ojos tanta importancia como lo que toca a su bolsillo. Y esto que comprobamos en la vida individual, existe en la vida nacional también. Para que un. pueblo sea feliz, no basta que lo veamos próspero. Los grandes conjuntos", como los individuos, tienen necesidades orales que son tan premiosas como las necesidades materiales. Decir "venga el cambio y el progreso, aunque se hunda la bandera", es concebir el imposible de una vida fragmentaria y parcial, donde sólo subsisten las funciones físicas. Porque la bandera no es un símbolo caprichoso, no es una simple combinación de colores, no es un trozo de tela recortada, es la representación concisa y visible de las costumbres, de las aspiraciones y de las esperanzas de un grupo, la materialización, por así decirlo, del alma colectiva, de lo que nos distingue, de lo que nos sitúa, de nuestras cualidades, de nuestros defectos, de nuestra atmósfera local, del conjunto de circunstancias y de detalles que hacen posible nuestra vida, de tal manera que entre sus pliegues que flotan al viento, parece que hubiera siempre un pedazo de nuestro corazón. La libertad nacional que la bandera representa no es una expresión romántica, sino una realidad tangible, que garantiza el funcionamiento autónomo de cada uno de nosotros en lo que respecta al idioma, a las tradiciones, a la concepción de la existencia, a la familia, a la idiosincrasia de todo lo que constituye la personalidad moral, hasta el punto de que la disminución o el fracaso del grupo de que formamos parte, determina una disminución y un fracaso personal de cada uno de los individuos que lo componen porque, al tener que inclinarse ante los extraños, al someterse a otra lengua, a otras costumbres y a métodos distintos, al admitir en la propia casa a un intruso que viene a dirigimos, cada hombre sufre en sus propios intereses y en su propio ser una derrota equivalente a la que sufrió la Nación y la bandera.
Es en este sentido que debemos ser altiva y profundamente patriotas, a pesar de los errores de los jefes, los vicios de las costumbres políticas y el desorden lamentable de nuestra vida nacional. Nuestras democracias activas y bien intencionadas tratarán de remediar en el porvenir estos errores, la voluntad general se sobrepondrá finalmente al interés de algunos. Lo que importa ante todo, es mantener la posibilidad de vivir de acuerdo con nuestro carácter y con nuestros orígenes, defender nuestras características e impedir la catástrofe nacional y personal que significaría para todos la dominación de un pueblo extraño que al superponer su orgullo al nuestro, nos colocaría, desde el punto de vista social y político, en la situación miserable de los esclavos.
En momentos en que el imperialismo se desencadena sobre nuestras repúblicas como una tempestad, en estos instantes en que está en juego, con el porvenir de la América Latina, la vida intelectual y moral de todos nosotros, debemos acentuar más que nunca la tendencia nacional, no en lo que ella pueda tener de localista, sino en lo que exhibe de concordante y de salvador para las naciones que prolongan en el Nuevo Mundo, la tradición latina.
Si no queremos ser mañana la raza sojuzgada que se inclina medrosamente bajo la voz de mando de un conquistador audaz, tenemos que preservar colectivamente, nacionalmente, continentalmente, el gran conjunto común de ideas, de tradiciones y de vida propia, fortificando cada vez más el sentimiento que nos une, para poder realizar en el porvenir, entre nosotros y de acuerdo con nuestro espíritu, la democracia total que será la patria grande de mañana.
Tengamos el valor y la conciencia de la situación y desarrollemos, dentro de nuestro ambiente, dispuestos a defendernos, el orgullo de lo que somos y la esperanza de lo que podemos ser.
Yo creo que en los momentos por que atravesamos el socialismo tiene que ser nacional. El internacionalismo es un ideal tan hermoso como distante que está en su verdadero plano en el fondo de los horizontes. Hacer de él un fin inmediato, sería tan irreal, tan caprichoso y tan imposible como si un artista al pintar una marina quisiera colocar en último término la embarcación y en primer término la línea en que el cielo y la tierra parecen tocarse. Debemos concurrir a los Congresos internacionales, debemos cultivar estrechas relaciones con los que en otras tierras persiguen las mismas finalidades, debemos solidarizamos con todos los que en el mundo luchan contra la injusticia y el error, pero, si somos sensatos, no subvertiremos nunca las épocas para evolucionar con la fantasía en siglos que todavía no nos pertenecen.
Vosotros habéis sido la fuerza determinante de la transformación que se ha operado en América. Si existe en algunas regiones el sufragio libre, si hay república, si gozamos de ciertas prerrogativas, a vosotros, los obreros, lo debemos principalmente. Tenemos que seguir saneando lo que existe, pero sin dejar de hacer al mismo tiempo de nuestra obra de transformación económica, una gran obra política de honradez, de limpieza y de justicia en el Continente. Así como la tarea interior de simple democracia no nos ha alejado de vuestras reivindicaciones sino que por e! contrario os ha acercado a ellas, el esfuerzo de equidad a que yo os invito ahora tampoco os alejará, antes bien porque es en las naciones más prósperas y más firmes donde mejor se acentúa la igualdad social.
Los grandes ideales están subordinados a la hora y al ambiente. Ustedes afirman, me decía uno de los hombres más importantes de Cuba, que no hemos defendido bien el legado de la civilización latina, pero, ¿qué han hecho ustedes para alentarnos, para apoyamos, para indicamos que no estábamos solos? Este reproche tiene que llegar al alma del pueblo, que es el que mejor siente la solidaridad.
Seamos avanzados, pero seamos hijos de nuestro Continente. Cuentan los historiadores que cuando Bolívar realizaba la proeza magnífica de atravesar los Andes, el ejército era detenido frecuentemente por torrentes hinchados por las lluvias y que los infantes sólo podían cruzarlos entrelazando los brazos y formando apretadas filas para resistir a la fuerza de las aguas. Seamos hoy nacionalmente como los hombres de los tiempos de la independencia y en medio de las dificultades de la hora actual hagamos una cadena con nuestras repúblicas y entrelacemos nuestras banderas y nuestros corazones para vencer las dificultades del siglo.
Repito que pocas manifestaciones podían ser tan halagüeñas como las que trae hasta mi tienda de peregrino las nobles palpitaciones y el fervor sano del trabajo, redentor.
He sido Siempre un amigo de los obreros. Desde mi más lejana juventud, desde las épocas en que niño casi sentía el deseo de renovar y enaltecer la vida, he ido hacia el pueblo sin ideas preconcebidas, arrojándolo todo a la hoguera de la sinceridad, quemando los intereses y los ídolos y la mejor recompensa es poder decir al fin de la jornada, simple ciudadano como he querido mantenerme siempre: he entregado a la democracia mi nombre de escritor, cuanto era y podía ser y no le he pedido, en cambio, más que su apoyo para defender la integridad de la patria.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.

No hay comentarios:

Publicar un comentario