noviembre 07, 2010

Discurso de Manuel Ugarte en el Ateneo de Tegucigalpa: "La hostilidad de ciertos gobiernos" (1912)

DISCURSO EN EL ATENEO DE TEGUCIGALPA [1]
La hostilidad de ciertos gobiernos
Manuel Baldomero Ugarte
[13 de Marzo de 1912]

No quiero averiguar si el saludo que hoy me dirige la juventud y la intelectualidad de Honduras por medio de sus más autorizados representantes, va al escritor o al hombre de acción. Siempre he creído que el culto de la belleza es un espejismo engañoso sí no se enlaza con el amor a la verdad y a la patria. Pero lejos de discutir concepciones solo quiero ahora a afirmar mi modo de ver personal, que puede ser acaso rebatido, en cuanto respecta a la oportunidad y a la tesis, pero que no admite salvedades en lo que toca a la sinceridad y al desinterés.
Ante el espectáculo de nuestra América comprometida más que por la malevolencia de los extraños por nuestros propios errores, ante la triste visión de un Continente librado a las manipulaciones sutiles del imperialismo, ante la perspectiva de una hecatombe racial que barrería de América a los que representan la tradición latina, el escritor ha creído que su deber era hacer un paréntesis a las labores literarias para emprender una gira en favor del acercamiento y la cohesión de nuestras repúblicas. Y al detenerse a auscultar la vida continental, al inclinarse sobre el pecho de cada región para percibir sus latidos más íntimos, ha comprobado que por lo menos en el pueblo y en la juventud,-otro día hablaremos de los dirigentes la América Latina está viva aún y que a pesar de todos los abandonos y todos los compromisos, a pesar de todas las habilidades y todas las complacencias, existe de norte a sur una nacionalidad tan-indómita y tan indestructible que si mañana intentara otro pueblo la conquista, si se hiciera visible la irrupción, si una raza extraña pretendiera doblarnos bajo su yugo, la resistencia sería heroica y la masa entera se retorcería en una crispación suprema para burlar los planes del invasor, que aunque la suerte nos fuera adversa, aunque nos abandonaran nuestros dioses y se consumara con el desastre la injusticia más gigantesca de la historia, siempre quedaría un último grupo que agigantado por la desesperación encontraría modo de subvertir las leyes de la materia y de volcar las murallas del imposible para hundir en el mar los territorios y sumergirse en el Océano con las banderas, dejando que las muchedumbres vencedoras reinaran sobre un recuerdo en la suprema desolación del vacío.
El deseo de encumbrarse y de alcanzar situaciones lleva a menudo a los escritores a sustituir a su convicción personal la convicción oficial y a halagar a los que mandan fingiendo opinar exactamente como ellos. Esa falta de sinceridad, perjudicial para todos, es muy común entre los viajeros que creen retribuir la hospitalidad recibida con elogios vanos. Yo creo que hay que reaccionar contra el sentimiento pueril que nos lleva a disimular nuestra situación, como si bastara cerrar los ojos para suprimir lo que nos asusta y haré a nuestra América un homenaje más alto y más valioso que todas las hipérboles; el homenaje de la verdad. Ni los halagos ni las indiferencias deben guiar la palabra de quien está resuelto a ver por encima de los pequeños egoísmos.
Si para ciertos gobiernos soy un enemigo por el solo hecho de defender ideas patrióticas, si mu¬chos hombres altamente colocados se alejan de mí, temiendo comprometer sus posiciones, si la prensa oficiosa organiza la mentira en torno, si en suma los que confunden la patria y los ideales con sus apetitos se arremolinan contra el viajero indefenso que vi ene a remover las conciencias, la juventud y el pueblo, las dos fuerzas más sanas de la sociedad, las que no viven de las prebendas, las que no contemporizan con los gobiernos extranjeros, las que cultivan la honradez y el orgullo que debe salvarnos, han estado lealmente de parte de la justicia, probando así que existen los gérmenes de la regeneración y que solo falta un huracán poderoso de sinceridades para que los campos vuelvan a cubrirse de flores y de espigas.
Es a esa juventud, es a ese pueblo que me dirijo ahora, antes de proseguir mi viaje para decirles, para rogarles, para suplicarles que no dejen que se convierta en humo la agitación que hemos creado, que le den una forma tangible, que organicen centros que provoquen reuniones, que lleven la propaganda hasta los confines de la República, que se relacionen con los centros análogos que existen en otros países hermanos, que influyan sin descanso con su adhesión o con su protesta en la marcha de la política continental, y que defiendan las nobles tradiciones de este pueblo que ha sido siempre un baluarte de la autonomía de Centro América. Humilde obrero de una labor gigantesca que solo podernos llevar a cabo colectivamente, yo continuaré mañana mi viaje sin pedir nada a los gobiernos y sin concederles nada, sin detenerme ante el insulto ni ante la amenaza, llevando de ciudad en ciudad la misma prédica; y es necesario que muy pronto, cuando todas nuestras repúblicas ardan en idénticos entusiasmos, no sea esta tierra la última en responder al llamado de sus hermanas.
La paz solo puede estar basada sobre la justicia; y lo que yo he venido pidiendo de norte a sur en medio de una polvareda de polémicas que ha llegado a veces a obscurecer el sol de la verdad, lo que yo he venido reclamando sin tregua ha sido justicia para las repúblicas hermanas que se ahogan bajo la avalancha del imperialismo, lo que he venido pidiendo es justicia para Nicaragua que se retuerce bajo la ocupación militar extranjera, justicia para Cuba que lucha valientemente para circunscribir los males de la enmienda Platt, justicia para Colombia que sufre estoicamente pero no se inclina, y justicia en fin para toda la América de origen hispano, que no puede aceptar la situación subalterna dentro de la cual parece querer recluirla la ambición inmoderada de ciertos hombres.
Nosotros queremos ser amigos de todas las na¬ciones del mundo, pero a condición de que esas naciones nos respeten. Si hace un siglo, cuando nuestra América estaba todavía en la niñez, logramos realizar la obra de la emancipación y determinamos la independencia de un continente, ¿como no hemos de lograr tener a raya, ahora que nuestras repúblicas son grandes y ricas, ahora que multiplicadas por los años empiezan a florecer todas las esperanzas del movimiento, como no hemos de lograr tener a raya, digo, el avance inadmisible de una política tan injusta y tan brutal que es rechazada con indignación por los mejores hijos del mismo país que la esgrime? ...
Cuando nos separamos de España, que aun vive y palpita en nuestro espíritu, no fue para facilitar la expansión de otro pueblo que por su lengua y sus costumbres es la antítesis de lo que somos, no fue para que el imperialismo extendiera su bandera como un sudario sobre el cadáver de efímeras naciones, sino para ensanchar el legado de nuestros abuelos y crear entidades vigorosas, altivas y fundamentalmente independientes. No es verosímil que un joven rompa orgullosamente con su padre para ir a arrastrarse a los pies de un extraño. Si buscó la libertad fue para crear con ella nueva vida, para desarrollar sin trabas la savia que llevaba en su pecho, pero nunca para entregarse maniatado a la autoridad de un desconocido, porque si de dependencia se trababa, valía más admitir con todos sus abusos la de aquel que por ser el que le dio la vida tenía que estar más cerca de su corazón.
Tal es la idea que me ha empujado a emprender este viaje. La América Española, que surgió al mun¬do llena de triunfales esperanzas, no puede proclamar su fracaso doblando la cerviz al cabo de un siglo; las repúblicas vigorosas del sur no deben abandonar a sus hermanas más débiles olvidando el contrapeso que hay que hacer caer en la balanza de la política continental. Las dos Américas tienen que desarrollarse dentro de la equidad, sin que una de ellas se vea obligada a inclinarse bajo la hegemonía de la otra. Y las veinte naciones jóvenes no son, aunque lo quieran, dueñas de renunciar a la influencia segura que están destinadas a ejercer sobre los destinos del mundo.
El hecho de perseguir estos supremos ideales me ha enajenado las simpatías de ciertos políticos. Lejos de referirme a Honduras, entiendo que los políticos de este país pueden figurar acaso entre los que menos han merecido estas admoniciones. Pero [cuánta imprudencia culpable tenemos que lamentar en la América Central! Como viajeros desequilibrados que para calentarse en el mar quemaran la barca que los sostiene, algunos gobernantes han ido cediendo pedazos de la autonomía, sin advertir que en el naufragio de la nacionalidad tenían que perecer ellos también.
Sin embargo, debemos ser optimistas y afirmo mi convicción profunda de que las ilusiones de hoy son las realidades de mañana, de que la existencia de los pueblos debe ser una cabalgata a través de los imposibles, de que los hombres y las colectivi¬dades tienen siempre la fuerza necesaria para do¬minar los acontecimientos, de que formamos un conjunto altivo que no sucumbirá jamás, y de que sabremos mantener en fin, en América, a pesar de los desvíos de algunos gobernantes y de los apetitos de tantos hombres, la clara demarcación de los orígenes, probando así que somos como esos árboles añosos, verdaderas espadas de Toledo de la naturaleza, que el viento puede encorvar momentáneamente, pero que en realidad cortan el viento y lo castigan.
Humildes y pequeños como somos, debemos tratar de acercarnos a los fundadores de la nacionalidad por el patriotismo, ya que no por las capacidades. Y esta manifestación tan halagüeña para mí, es prueba de que aquí siguen palpitando los fervores de las primeras épocas, las altiveces patrióticas que harán que la América Latina se levante cada vez más alto y que nuestras banderas sigan flotando gloriosamente en las cúspides, a lo largo de la cordillera de los Andes, como grandes pájaros libres bajo la gloria del sol.
MANUEL UGARTE

[1] Fuente: publicado en el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922.

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