noviembre 07, 2010

"La defensa latina" Manuel Ugarte (1901)

LA DEFENSA LATINA [1]
Manuel Baldomero Ugarte
[5 de Octubre de 1901]

En la crónica anterior hablamos del peligro yanqui tratando de hacer tangible, con citas y comentarios, la manera de ver que predomina en Francia sobre tan grave asunto. Después de ese cuadro general, forzosamente sucinto y deficiente conviene quizás indicar cuáles serían los medios de que se puede disponer para contrarrestar la influencia invasora de la América inglesa. Los recientes sucesos que despertaron el interés de Europa, han dado nacimiento a centenares de artículos. De todos ellos se desprende la misma convicción pesimista. Algunos indican remedios inverosímiles que sólo conseguirían agravar el mal. Y la mayoría se esfuerza por disponer las cosas de una manera feliz para sus intereses nacionales. Nosotros sólo consideraremos el problema desde el punto de vista latinoamericano y trataremos de abarcar el conjunto.
La América española es susceptible de ser subdividida en tres zonas que podríamos delimitar aproximadamente: la del extremo sur (Uruguay, Argentina, Chile y Brasil) en pleno progreso e independiente de toda influencia extranjera; la del centro (Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia), relativamente atrasada y roída por el clericalismo o la guerra civil! y la del extremo norte (México, Guatemala, Honduras, Nicaragua, San Salvador y Costa Rica), sometida indirectamente a la influencia moral y material de los Estados Unidos.
Debido a la falta de ferrocarriles y telégrafos, los países latinoamericanos se han desarrollado tan independientemente los unos de los otros que a pesar de la identidad de origen y la comunidad de historia, no han podido sustraerse a la ley científica de la adaptación al medio.
Hasta hace pocos años ni aún los más vecinos estaban en contacto directo. Cada pueblo se ha orientado a su modo. Hoy mismo nos unen con Europa maravillosamente líneas de comunicación, pero entre nosotros estamos aislados. Sabemos lo que pasa en China, pero ignoramos lo que ocurre en nuestro propio continente. De aquí que las repúblicas nacidas de un mismo tronco, sean tan disímbolas. Cada una se ha desarrollado aislada, dentro de sus fronteras, multiplicándose por sí misma, sin recibir más influencia exterior que la que le venía de Europa en forma de emigración ávida de lucro. De suerte que muchas de esas sociedades abandonadas por los españoles en plena infancia, han seguido repitiendo los gestos del coloniaje, sin tratar de relacionarse entre ellas.
La independencia sólo se tradujo, para algunas, en un cambio de esclavitud porque pasaron de manos del virrey que era responsable ante el monarca, a las de una oligarquía ambiciosa que no es responsable ante nadie. De ahí los altibajos que se notan entre pueblos que tienen un punto de partida común. Los unos, favorecidos en cierto modo por la suerte (clima, geografía, gobierno, etc.) se han encaramado en grandes saltos hacia el progreso. Los otros, han quedado estacionarios y aquellos se han dejado ganar por la nación poderosa más vecina. Pero eso no quiere decir que carecen de la unidad moral indispensable para oponer un bloque de resistencia.
No los separa ningún antagonismo fundamental. El congreso hispanoamericano que se reunió hace un año en Madrid no resolvió ninguno de los problemas que nos interesan, pero tuvo, por lo menos, el mérito de exteriorizar la buena armonía que nos une. Nuestro territorio fraccionado presenta, a pesar de todo, más unidad que muchas naciones de Europa. Entre las dos repúblicas más opuestas de la América Latina, hay menos diferencia y menos hostilidad que entre dos provincias de España o dos estados de Austria. Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas de algunos años y más que entre los pueblos, son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculo serio para la fraternidad y la coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal.
Las repúblicas que han alcanzado mayor grado de cultura serían los guías indicados en esta tentativa de orquestación latinoamericana. Olvidando, ante el peligro común, sus diferencias accidentales, formarían el primer núcleo alrededor del cual vendrían a agruparse sucesivamente las más pequeñas. Del acercamiento brotaría un tejido de mutuas simpatías, que irían acentuándose desde la entente cordiale hasta llegar quizá a una refundición que juntaría todos esos embriones dispersos en el molde de un organismo definitivo. Sólo los Estados Unidos del Sur pueden contrabalancear en fuerza a los del Norte. Y esa unificación no es un sueño imposible. Otras comarcas más opuestas y más separadas por el tiempo y las costumbres, se han reunido en bloques poderosos y durables. Bastaría recordar como se consumó hace pocos años la unidad de Alemania y de Italia. La amenaza de la invasión extranjera se encargaría de desvanecer las prevenciones. Sólo puede inquietamos el modo como se realizaría la unidad.
Los pueblos en general están aún tan confinados en su egoísmo, tan maniatados por las preocupaciones y los prejuicios de otras épocas, que casi siempre se resisten a hacer abandono de sus tradiciones y se niegan a fundirse en otro "todo" más ancho. De ahí que la unidad de los países ha sido realizada casi siempre por generales victoriosos que han violentado la voluntad de las fracciones y han impuesto la gran patria edificada con fragmentos. Nada más odioso que esa sacudida brusca en la que un hombre se erige en tutor de inmensas comarcas y con el noble fin de salvarlas, empieza por violar la libertad de los mismos cuya libertad defiende. En principio, no es justo que una unidad se sustituya a la muchedumbre y le imponga su manera de ver, aun cuando sea con el fin de darle la felicidad. Si justificásemos ese derecho superior del más inteligente o del más poderoso, dejaríamos la puerta abierta a todas las ambiciones y a todas las tiranías porque sería difícil especificar cuando se ejerce la tutela en beneficio de los demás y cuando en beneficio propio. Además, han pasado los tiempos en que la idea necesitaba ser subrayada por las armas. Si el acuerdo se estableciera, habría de ser por voluntad colectiva.
La inminencia del peligro y la evidencia de las ventajas que puede traer una unión, bastarían para amalgamar las porciones dispersas de humanidad, sin que intervenga esa violencia que todos -unos abiertamente y otros con atenuaciones- están hoy contestes en reprobar y combatir.
La unión de los pueblos americanos no sería, pues, una operación estratégica, sino un razonamiento. No se trata con esto de limitarla a esas frágiles declamaciones de fraternidad que son el romanticismo de la política. Pero a igual distancia de la declamación y del atentado, hay un terreno práctico de acción razonada que trataremos de delimitar.
Lo primero sería estar a cabo de lo que ocurre en todas las regiones de América. Los grandes diarios que nos dan día a día detalles, a menudo insignificantes, de lo que pasa en París, Londres o Viena, nos dejan casi siempre ignorar las evoluciones del espíritu en Quito, Bogotá o México. La vida europea nos interesa grandemente puesto que de ella vivimos y a ella debemos nuestros progresos materiales y morales pero no es juicioso descuidar tampoco la vida de nuestro continente. Entre una noticia sobre la salud del Emperador de Austria y otra sobre la renovación del ministerio en Ecuador, nuestro interés real reside naturalmente en la última. Es un contrasentido que las palpitaciones de la América Española lleguen a la América Española después de haber pasado por Europa o por Washington. Nuestra curiosidad no debe detenerse en el Perú o en el Brasil, debemos abarcar todo el continente. Estamos a cabo de la política europea, pero ignoramos el nombre del presidente de Guatemala y apenas sabemos cuáles son los partidos que se disputan el poder en Venezuela. La indiferencia con que miramos cuanto se relaciona con los países menos afortunados de América es tan funesta como culpable. Un tratado de comercio entre Colombia y otra nación, tiene que interesamos más que las aventuras de la reina de Servia.
Resignarse a que el reflejo de la vida de ciertas regiones nos llegue por intermedio de las agencias yanquis es confinarse en un papel subalterno y tender la cara al peligro.
El establecimiento de comunicaciones entre los diferentes países de la América Latina sería entonces la primera medida de defensa. Pero esas líneas para ser eficaces, habrían de ser construidas o administradas directamente por las repúblicas, utilizando diferentes capitales europeos de modo que se neutralicen. Los teóricos aconsejan evitar las ocasiones en que una empresa extranjera pueda monopolizar un servicio esencial para la vida de un Estado. Los capitales yanquis se verían naturalmente excluidos por completo. El ferrocarril intercontinental de Nueva York a Buenos Aires proyectado por una empresa norteamericana, sólo sería un gran canal de infiltración y el comienzo de nuestra pérdida. De llevarse a cabo, conviene que lo sea con recursos particulares de los Estados que atraviese y en caso de no bastar éstos, con capitales europeos. Pero en ningún caso podría admitirse que las vías de comunicación sean propiedad de empresas extranjeras y especialmente norteamericanas.
Apartadas del peligro, las vías telegráficas y ferroviarias en la América Española traerían beneficios incalculables. Las relaciones se harían cada vez más estrechas, las fronteras perderán su carácter de murallas chinas y los diferentes pueblos puestos en contacto irán olvidando sus prevenciones para aprender a conocerse. No será ya un viaje extravagante ir de Montevideo a Caracas o a México. Habrá una ciudad central, Buenos Aires ciertamente, a la que afluirá la vida intelectual de otras naciones. Se establecerá un ir y volver de intereses y simpatías. Y de ese intercambio de gentes e ideas, de las comarcas comerciales que hacen nacer las líneas de comunicación, de la relativa comunidad de costumbres y de propósitos, nacerá al cabo de poco tiempo la necesidad de estrechar vínculos y precipitar acercamientos, hasta confundimos en el porvenir como lo estuvimos en el pasado.
Pero, además de la unión y la solidaridad, la América Latina tiene, para defenderse de la infiltración yanqui, una serie de recursos que, combinados con destreza, pueden determinar una victoria. El más importante sería el contrapeso que los intereses europeos deben ejercer. Francia, Inglaterra, Alemania e Italia han empleado en las repúblicas del sur grandes capitales y han establecido inmensas corrientes de intercambio o de emigración. En caso de que los Estados Unidos pretendieran hacer sentir materialmente su hegemonía y comenzar en el sur la obra de infiltración que han consumado en el centro, se encontrarían naturalmente detenidos por las naciones europeas que trataran de defender las posiciones adquiridas. Este choque de ambiciones es la, mejor garantía para los latinos de América.
Cediendo a egoísmos particulares y acariciando imposibles deseos de colonización en gran escala, los europeos se opondrán a toda tentativa de los Estados Unidos en América del Sur.
La Lanteme de París decía hace pocos días lo siguiente: "Conocemos demasiado las mediaciones americanas para tener confianza en ellas. Desde hace algún tiempo siempre acaban como la fábula de la ostra y de los dos litigantes. Es necesario impedir que la diplomacia de Washington recomience lo que hizo hace dos años en Cuba y lo que actualmente realiza en Filipinas. Bajo pretexto de protección a ciertos Estados los anexa. Y sería prudente calmar sus apetitos. Es necesario que la Europa intervenga en los conflictos que amenazan a la América Española". Se dirá que es defenderse de un peligro provocando otro. Pero si los europeos están de acuerdo para oponerse a las pretensiones de los Estados Unidos, no lo están para determinar hasta qué punto deben graduar las pretensiones propias.
Forman un bloque de oposición ante la amenaza americana, pero están divididos entre sí por antagonismos insalvables. Las ambiciones de Inglaterra re ven contrarrestadas por las de Francia y así sucesivamente. De modo que estaríamos defendidos contra los americanos por los europeos y contra los europeos, por los europeos mismos.
Además la verdadera amenaza no ha estado nunca en Europa, sino en la América del Norte. Las naciones del viejo continente hicieron hace un siglo algunos ensayos y el resultado lastimoso no puede alentarles a recomenzar ahora. Por otra parte, están separados por odios seculares y ni aun el aliciente de la conquista podría ponerlas fundamentalmente de acuerdo. Como peligro, no pueden inquietamos, como defensa, son de una eficacia definitiva. Es un arma de reserva de la que no sería prudente echar mano en toda circunstancia, pero que en casos excepcionales puede cortar el nudo.
Apoyada en su unidad moral, en esta formidable fuerza exterior y en la simpatía de sangre de España y Portugal de quien desciende, la América Latina puede oponer una resistencia invencible a todas las agresiones. La omnipotencia de los Estados Unidos desaparece ante una simple combinación de energías. La poderosa república del Norte presenta también sus grandes puntos vulnerables. La concentración de las fortunas y el aumento de los monopolios tienen que provocar en Estados Unidos, quizás antes que en Europa, esos grandes conflictos económicos que todos han previsto. Abarca un territorio demasiado extenso que como tantos otros de los tiempos antiguos y aun de los modernos, no puede ser de cohesión durable y trae sobre todo en su seno, como llaga de dónde saldrán muchos males para el porvenir, un antagonismo de razas, una lucha entre hombres blancos y hombres de color que, bien utilizada por un adversario inteligente, puede llegar a debilitarle mucho.
Por otra parte, en los países últimamente anexados queda un fermento de rebelión que con poco hacer, estallará, así que se presente una ocasión favorable. Sin contar con que el Japón, cuyos intereses en Filipinas son considerables, se dejaría llevar quizás fácilmente no a emitir pretensiones insostenibles pero sí a mostrar cierta hostilidad que, aunque velada, no dejará de inspirar recelos.
Esos elementos secundarios, acumulados sobre la base esencial de la unidad latinoamericana, bastarían en la opinión de muchos para constituir un poderoso sistema de defensa. Quizás todas las repúblicas no consentirían en adherirse a la tentativa salvadora. Hay algunas cuya descomposición está tan adelantada que envueltas en el vértigo del norte, no son libres de cambiar de orientación y de vida. Si no es posible atraerlas, fuerza será abandonarlas. Pero en todo caso, bastaría que el acuerdo se estableciese en la América del Sur, hasta el istmo.
Y aun en ese radio hay dificultades. Se trata de regiones que han vivido tan separadas y extranjeras las unas a las otras, que en los comienzos sería tarea imposible hacerles fraternizar en un sistema unificado.
Sólo puede prepararlas una larga época de elaboración tenaz, durante la cual la parte más ilustrada de cada una se entregue a una infatigable cruzada de propaganda. Sería ilusión suponer que hoy por hoy es realizable la coordinación más superficial entre estados que el abandono de tantos años y las ambiciones inmediatas han contribuido a hacer indiferentes u hostiles. De manera que sólo cabe preparar lo que se realizará después.
Preparación que se traducirá en congresos, enviados especiales, tratados comerciales, tribunales de arbitraje, cuerpo consular numeroso, etc.
De esa primera etapa no sería difícil pasar a otras a medida que el espíritu público fuera penetrándose, en todas partes, de la necesidad de la unión y palpara los beneficios que de ella se puede esperar.
Se fundarían diarios especiales, se multiplicarían las conferencias, habría intercambios entre comisiones destinadas a estudiar un punto u otro de la administración de los estados, se perfeccionaría el servicio internacional de correos, se organizarían viajes colectivos alrededor de América Latina con estudiantes delegados de cada facultad, se aumentaría el canje entre diarios de las diferentes capitales, se reduciría la naturalización a una simple declaración escrita y con líneas de comunicación cada vez más rápidas y más completas, con la propaganda cada vez más decidida y eficaz de todos los ciudadanos, industriales, cónsules, etc. no parece difícil conseguir al cabo de pocos años, un recrudecimiento de la fraternidad entre las diferentes naciones. De esos acercamientos, nacerán sentimientos fraternales y la buena cordia¬lidad se robustecerá hasta permitir pensar en lazos más sólidos.
Se dirá, quizá, que tales suposiciones sólo son sueños de poeta. Pero es necesario recordar que las pocas relaciones de alma que existen hoy entre las diferentes repúblicas de América Latina, han sido establecidas por escritores que han simpatizado y se han escrito sin conocerse personalmente. Algunas revistas de la gente joven fueron en estos últimos tiempos el hogar fraternal donde se reunieron nombres de diferentes países. Se podría decir que los artistas han hecho hasta ahora por la unión un poco más que las autoridades y a ellos le corresponde seguir agitando sobre las fronteras la oliva de la paz. Sobre todo en el caso presente, porque del buen acuerdo entre todas las repúblicas, depende la salvación o la pérdida de los latinos del Nuevo Mundo.
MANUEL UGARTE

[1] Publicado en el diario El País de Buenos Aires e19 de noviembre de 1901.

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