CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL SALON "OPERAI ITALIANI" DE BUENOS AIRES [1]
“Las ideas del siglo”
Manuel Baldomero Ugarte
[Septiembre de 1903]
Compañeros:
De más está que diga cuánto me satisface ver reunidas aquí a personas de opiniones tan diversas. Es una prueba de que empezamos a comprender que los hombres pueden pensar de distinto modo sin tener que volverse la espalda. Y me regocijo doblemente de ello, porque en las luchas pacíficas del porvenir, en los torneos de razón en que vamos a entrar, no serán nuestras armas las del odio, sino las de la mansedumbre y la bondad.
Después de una larga ausencia, he vuelto al continente en que nací, sin pretensiones, sin huecas vanidades, como un hijo aventurero y curioso que regresa al hogar y refiere a la familia reunida alrededor de la lámpara lo que ha visto y ha sentido en sus largas peregrinaciones por el mundo y lo que cree haber podido adivinar en los horizontes del porvenir.
No traigo pretensiones de conferenciante, ni de orador, no soy más que un simple hombre de buena voluntad que ha leído, que ha comparado, que ha sabido quizá comprender algunas de las cosas que ha visto y que, con toda sinceridad, viene a decir lo que él cree ser la verdad.
Esta conferencia no será, pues, una exposición dogmática llena de afirmaciones decisivas, sino una simple conversación familiar, en la cual trataré de decir con claridad y sin vanas fórmulas retóricas mi opinión sobre algunos de los problemas que hoy agitan la conciencia universal. Mis palabras, mesuradas y corteses, no podrán herir la convicción de nadie. Diré mis ideas sin inútiles intransigencias, sin impetuosidades contraproducentes, seguro de que sólo traen la tranquila afirmación de la verdad, el obstinado esfuerzo de las ideas y que conseguirán vencer los obstáculos más de costumbre que de convicción que impiden el florecimiento de una sociedad más justa.
Pero así como me dispongo a emplear todas las precauciones y a poner en juego todos los recursos para evitar el choque directo con los que piensan de otro modo, así como anuncio que combatiré, con deferencia y cortesía, sin recurrir a palabras hirientes, la tesis contraria, confieso también que, seguro de mi razón, penetrado de la justicia de lo que sostengo, no esconderé nada, no dejaré nada por decir y presentaré en conjunto todo mi pensamiento sobre la cuestión, sin hipócritas atenuaciones y sin eufemismos ridículos convencido de que, hasta los mismos adversarios, preferirán esta franqueza a la emboscada que les podría tender un hábil juglar de paradojas.
La verdad debe alzarse fría, serena e inconmovible en medio de todos los apetitos y todas las solicitaciones, como algo ajeno alodio, a la vergüenza, a la ambición y al miedo.
Quizá me veré obligado a ocupar la atención de mis auditores un poco más de lo que hubiera deseado, pero, así como son desagradables las amplificaciones retóricas, son funestas las abreviaciones precipitadas que dejan lugar muy a menudo a malentendidos lamentables. Por eso se me perdonará, estoy seguro, la extensión de esta conferencia que, por otra parte, será extremadamente concisa y sobria de detalles. Para estar más seguro de decir exactamente mi pensamiento y nada más que mi pensamiento, la he escrito y espero que se me perdonará lo que pierde la actitud en brillantez, en virtud de lo que gana en vigor la idea.
Y como el mejor medio de conciliarse la voluntad de un auditorio es no desearlo demasiado, abandonemos los preámbulos y. entremos lealmente en materia.
Las sociedades no son una cosa estancada y perenne que subsiste y se prolonga sin transición a través de los tiempos. Son, por el contrario, un organismo movible, en perpetua evolución, en eterna gestación de vida. ¿Cómo hemos de pretender que una agrupación de hombres se momifique en una forma determinada, cuando todo en la naturaleza palpita y se mueve? Si los árboles, los mares y hasta los continentes se ven transformados y revueltos por modificaciones y conmociones, si todo cuanto existe sobre el planeta, hasta el planeta mismo, es una reunión de átomos que se transforman sin tregua, si sólo hay vida a condición de que haya movimiento ¿cómo hemos de pretender que los hombres, que son los reyes del universo, los productos más vivientes, por así decirlo, de su vida, deban permanecer inmóviles en medio de la general renovación, atados a las fórmulas de sus antepasados y condenados a volver a vivir ya seguir viviendo eternamente lo que ya vivieron otros?
La ley que condenara a la especie a esa inacción, a esa muerte espiritual, sería una ley injusta entre todas.
Pero esa ley no existe.
Mil y mil pruebas nos da la historia de que las sociedades se transforman sin descanso.
Consideremos el camino recorrido desde las primeras tribus salvajes y nómades que se arrastraron sobre la tierra, hasta los hombres de hoy. El feudalismo, la teocracia, la monarquía constitucional y la república no son más que las etapas de un gran espíritu en marcha hacia la luz, que se va arrancando gradualmente grandes girones de animalidad, trabajando por el deseo de la perfección.
Pero, ¿para qué recorrer el sumario de la historia?
Cada uno de esos momentos ha sido un estado transitorio que ha dado nacimiento a formas nuevas. Detrás de cada una de esas situaciones y por así decirlo, detrás de cada uno de esos gestos de la especie, se formaban o se acumulaban gestos inéditos que debían realizarse después. ¿Cómo suponer que hoy hemos llegado a la meta? ¿Cómo afirmar que no existe ni puede existir nada más allá de lo que vemos?
¿Cómo pensar que nos hallamos en la cúspide de la historia, que no nos queda nada que descubrir, que somos perfectos y que toda nueva tentativa de mejoramiento es un sueño imposible?
Con la misma lógica, hubiéramos podido detener a la prole en cada una de las etapas que hemos indicado, con la misma argumentación, hubiéramos podido negar el adelanto y el esfuerzo de veinte siglos.
En todas las épocas y en todas las regiones han existido hombres tímidos o perezosos, que se han declarado satisfechos del resultado obtenido, han tratado de hacer de su cansancio una ley común, han pretendido marcar el límite de la audacia humana y han tratado de poner ante las muchedumbres una barrera de imposibles. Todos los que pretendían ir más allá, eran como dementes. De dementes fueron motejados los que bajo el feudalismo soñaban la monarquía constitucional, de dementes fueron acusados bajo la monarquía constitucional quienes entreveían la república.
Pero la humanidad trae en sus flancos tanta savia acumulada, tanto vigor invencible, que siempre ha rebasado por sobre los límites que pretendían imponerle y ha continuado, tenaz e imperturbable, su maravillosa ascensión. Si la ascensión hubiera concluido, estaríamos ya en las cumbres en que no existe el mal. Pero queda aún mucho que hacer. ..
La sociedad en que vivimos es esencialmente imperfecta. Y fuerza es empuñar de nuevo el báculo y reanudar la ascensión por los caminos oscuros y desiguales de la montaña abrupta, en cuya cresta luminosa creemos entreverla justicia.
Él estado social de América me parece ser tan deficiente o más que el de Europa.
Nadie se atreverá a sostener que vivimos en el mejor de los mundos, nadie se arriesgará a afirmar que todo está perfectamente dispuesto. Por el contrario, todos convienen en que nuestra organización deja algo que desear. Porque a menos de tener un corazón de bronce, ningún hombre puede mirar con desdén el dolor de sus semejantes.
Cuando nos dicen que hay seres que, mediante un salario miserable, trabajan doce horas en las entrañas de la tierra y agonizan y sufren, para extraer el carbón que pone en movimiento nuestras máquinas y alimenta el vientre rojo de nuestras cocinas, cuando sabemos que el hambre, vencedora de todos los escrúpulos, obliga a una legión de madres infelices a abandonar su prole, a dejar de alimentar personalmente a sus propios hijos para ir a engordar con su sangre los hijos de los favorecidos por la suerte; cuando sabemos que la inmensa mayoría de los hombres, vive, sufre, trabaja, da la savia toda de su cuerpo y de su espíritu para que una pequeñísima minoría pueda gozar y triunfar en la abundancia, cuando comprendemos que mil atávicas supersticiones filosóficas, políticas y sociales retienen a la casi totalidad de los seres humanos en un estado inferior, atados a cosas cuyo valor es convencional y ficticio, rellenos de vanidades, de odios, de desconfianzas, y de ambiciones absurdas, cuando constatamos que en pleno siglo XX hay todavía gentes que perecen de hambre y de frío, mujeres desamparadas y afligidas que van a la cárcel por haber robado un pan para alimentar a sus pequeños y niños abandonados y llorosos que vagan sin hogar, a la ventura, solicitados por todas las tentaciones del crimen, cuando palpamos el montón de miseria, de lodo, de lágrimas y de injusticia que ha amontonado en tomo nuestro el egoísmo colectivo, es imposible contener un grito de indignación y dejar de formular una protesta.
No, no, la sociedad no estará bien organizada mientras haya gentes que sufren, carezcan de lo indispensable y vendan su vigor por un mendrugo; la sociedad no estará bien organizada mientras existan todas las trabas que hoy impiden el libre desenvolvimiento del ser humano, mientras la mujer sea una esclava y el obrero una bestia de labor; la sociedad no estará bien organizada mientras junto a la privación de los unos, se alce la abundancia de los otros; la sociedad no estará bien organizada mientras unos sufren para que otros gocen, mientras unos ayunen para que otros se atosiguen de manjares, mientras las gentes estén divididas en dos clases: una que vive para divertirse y otra para trabajar, una que no crea nada y disfruta de todo, y una que crea todo y no disfruta de nada.
Cada época trae una mentalidad, que es el producto compuesto, la resultante prevista de las realizaciones alcanzadas y las aspiraciones nuevas.
Entre lo consumado, entre lo que todos aceptan y lo hipotético, lo que algunos imaginan, se forma una zona neutral de ideas, alimentada por las concesiones de los retardatarios y las timideces o las habilidades de los amigos de la evolución. No es la reacción, ni es la revolución. Es el punto de equilibrio momentáneo de la balanza social. Es la media luz, el lugar de entente que dice el límite de lo que la resistencia puede abandonar y de lo que el ataque puede pretender.
Esta zona en litigio va cambiando de derecha a izquierda, a medida que la civilización gana terreno y la ciencia se difunde.
La del siglo XVI no es la misma que la del siglo XVIII. Tratemos de saber cuál es la de hoy. Nadie negará que hay un conjunto de ideas, de aspiraciones, de hábitos y de certidumbres, que difundidas en los libros, en la vida privada, en las conversaciones y en las conciencias, acaban por formar lo que podríamos llamar la atmósfera del siglo. Y nadie negará que lo que hoy respiramos es el deseo de solidaridad y de justicia.
Hace cincuenta años, nadie hubiera creído posibles muchas de las leyes de protección obrera, muchas de las medidas de solidaridad social que han votado algunos parlamentos de Europa. Las "Ideas del siglo" se imponen cada vez con mayor vigor, como la resultante obligada, como el aboutissement final de nuestras agitaciones y nuestras luchas. La sociedad presente, por prisionera que sea de su egoísmo, por atada que esté a sus prevenciones, tiene que ir aceptando los ángulos más salientes de la doctrina nueva.
Pero, ¿qué es la doctrina nueva? ¿Cuáles son las ideas del siglo? ¿Cómo se definen las perspectivas de la época?
Ya hemos dejado atrás el humanitarismo, la caridad y todos los derivados y paliativos imaginados para prolongar un estado de cosas a todas luces injusto. Nuestra generación, enamorada de la exactitud, hija de la ciencia v admiradora del método, no puede resignarse a repetir abstracciones y a seguir jugando con las palabras. Los lirismos y las frases multicolores pudieron ser eficaces en una época de transición, en un período de incertidumbre, cuando apenas se dibujaban las grandes líneas de la mentalidad de hoy.
Actualmente sólo marcan una era preparatoria, un prólogo de la propaganda, prólogo un tanto declamatorio y superficial, debemos confesarlo. Y de. toda esa espuma fácil, de toda esa verbosidad comunicativa, no queda más que el recuerdo confuso de una gran anarquía intelectual, de una portentosa desorientación de los hombres.
Pero a esos tanteos ha sucedido un empuje vigoroso que sabe de dónde arranca ya dónde va, un método de evolución que es el producto y la obra de una escuela sociológica que, como un gran río que recibe millares de afluentes, se ha ido hinchando y robusteciendo con el esfuerzo intelectual de muchos hombres que han estudiado la composición de las sociedades y han extraído su esencia.
Los socialistas de hoy no son enfermos de sensibilidad, no son dementes generosos, no son iluminados y profetas que predican un ensueño que está en contradicción con la vida, sino hombres sanos, vigorosos y normales que han estudiado y leído mucho, que han desentrañado el mecanismo de las acciones humanas y conocen los remedios que corresponden a los males que nos aquejan.
No puede extrañamos que, como el primer astrónomo que descubrió el movimiento de la tierra, como el primer marino que imaginó un mundo nuevo, como el primer médico que sostuvo la circulación de la sangre, encuentren en el ambiente estancado una resistencia que sólo lograrán vencer con perseverancia, continuando sin tregua la afirmación de su verdad.
Es natural que tropiecen con la hostilidad del medio, porque sus doctrinas traen el germen de una renovación social, porque sus esfuerzos libertadores, a pesar de la generosidad y la imparcialidad que los anima, parecen herir de frente las prerrogativas de un grupo de hombres y lastimar los intereses de una casta.
Pero todo cambio en la organización de las naciones ha traído consigo una crisis que, SI ha perjudicado a algunos, ha favorecido y ha llenado las aspiraciones de la inmensa mayoría.
Y admitiendo que no fuera posible transformar el mundo sin violencia para algunos, valiera más que sacrificásemos el exceso de felicidad de los menos en beneficio del necesario mejoramiento de la situación de los más.
Pero el socialismo no es una doctrina de odio y de represalias, no es la insurrección vengativa y sangrienta, no es el incendio y la matanza, como algunos enemigos de mala fe lo han insinuado, abusando de la credulidad general.
El socialismo es, por el contrario, la vuelta a la sociedad normal y sana, la sustitución del desorden actual por un régimen de solidaridad, el fin de las feroces guerras individuales en que nos agotamos y la refundición de la vida en beneficio de todos.
Porque el socialismo no pretende invertir los factores de hoy y establecer una dominación al revés, sino equilibrar y nivelar a los hombres, en cuanto lo permiten las diferencias en las aptitudes.
Y, a sangre fría, sin apasionamientos de ningún género, con la sola preocupación de la verdad, nosotros pretendemos que el socialismo haría la felicidad no sólo de aquellos de cuyo trabajo vivimos hoy, sino también de toda la especie, sin distinción de rango, porque de tal suerte está ligado el hombre con el medio, que sólo puede estar libre y gozoso a condición de que todos lo estén en tomo suyo.
El socialismo" no es el despojo, no es el infantil reparto que nos reprochan algunos. Es un cambio en el sistema de vida, una modificación en la máquina social que puede operarse quizá sin violencia, gradualmente, por las etapas casi insensibles de la evolución.
La transformación de la sociedad capitalista en sociedad colectiva o comunista y la abolición de la guerra y el salariado, no pueden asustar ya a nadie. Todos los hombres de buena fe y sano corazón se muestran inclinados a ello. A cada instante oigo decir en tomo mío: "Pero yo también soy socialista sin saberlo porque yo también deseo el fin de las guerras, yo también soy socialista sin saberlo, porque yo también hago votos porque haya menos desigualdad entre las fortunas, yo también soy socialista sin saberlo porque yo también espero para la humanidad mejores destinos".
Pero entonces, si la aspiración es casi general, ¿qué es lo que origina la resistencia al socialismo? ¿Cuál es la causa de la oposición que se le hace? La causa es ante todo la pereza, que nos lleva a acurrucamos en lo que existe, para evitar la tortura de seguir pensando.
La causa es también la pusilanimidad del hombre, el temor que le inspira toda forma nueva.
La causa es por fin y sobre todo la errónea convicción que tienen los humanos de que es imposible realizar los sueños en la vida.
Y ese error es el que ha paralizado el empuje de la especie, es la valla que nos ha impedido saltar hasta el imposible y realizar todas las quimeras, porque las quimeras sólo son verdades en gestación, botones de porvenir, rayos que todavía no ha conseguido dominar el hombre...
Nada es imposible para un ser cuya energía inteligente ha captado las fuerzas desconocidas, ha dominado la cólera de los mares, ha horadado las entrañas del planeta y ha extendido su imperio sobre la creación.
Cuando algunos irresolutos nos dicen: "El hombre es imperfecto, la naturaleza ha creado las desigualdades, el socialismo es un bello sueño, pero es un sueño imposible", nosotros afirmamos que esos hombres faltan a su misión noble y grandiosa.
Porque el hombre no debe sentirse intimidado ante ninguno de los problemas que se le presentan. ¿De qué nos serviría haber leído a Rousseau, Voltaire y Diderot si cuando nos encontramos ante algo difícil, no sabemos decir: examinemos?
El hombre es un ser que se mejorará sin tregua, que marchará de escalón en escalón hacia la luz, que se despojará todos los días de un atavismo, que dará a su cerebro cada vez mayor alcance, que avanzará, que triunfará, que se hará al fin extrahumano y que en la cima de las cúspides, de pie sobre los límites, devorado todavía por sus ansias de perfección, soñará nuevas mañanas para elevarse hasta el infinito. Nadie puede poner trabas a su desenvolvimiento. Es una fuerza incontrarrestable que va arrollando todo cuanto se opone a su ascensión, que va erigiéndose en dominadora de cuanto le rodea y que, dueña del tiempo" y del espacio en los lejanos triunfos de la especie, en las remotas realizaciones del ideal, se apoderará de la creación y la convertirá en su esclava. "El socialismo es un imposible", dicen los tímidos.
Nosotros esperamos poder probar: 1° que el socialismo es posible. 2° que es necesario.
Y dejando de lado otros poderosos argumentos de orden metafísico o económico nos limitaremos a basamos en lo existente, a aprovechar las razones de los ejemplos que nos ofrece la misma sociedad de hoy.
Si el socialismo no fuese posible, no lo encontraríamos ya en germen en la sociedad actual. ¿Qué son las cooperativas, qué las sociedades anónimas, qué los ferrocarriles del Estado, qué los trust, sino aplicaciones parciales de la doctrina que defendemos?
¿Y qué son las leyes dictadas recientemente en Europa, leyes que limitan las horas de trabajo, leyes que aseguran en parte la vejez del obrero, leyes que crean cajas de retiros, leyes que ponen trabas a la suprema omnipotencia de los patrones, sino comienzos y embriones del socialismo?
Poco a poco y de una manera insensible, la clase dominante va abandonando su vieja concepción individualista de "libertad de trabajo" y empieza a reconocer al Estado el derecho de inmiscuirse en las relaciones entre capitalistas y asalariados, el derecho de reglamentar las condiciones de la producción.
Cada una de esas medidas, es una restricción al derecho de propiedad, tal como lo entendían aquellos rígidos economistas del siglo pasado para quienes el Estado debía cruzarse de brazos y dejar hacer, olvidando que el contrato de trabajo no es en resolución un contrato libre, puesto que el obrero lo firma bajo la presión del hambre, urgido a menudo por la voz lastimera de sus pequeños que necesitan alimentarse.
Después de estudiar el procedimiento del servicio de correos, de los ferrocarriles nacionales, de ciertos monopolios que existen en algunas naciones de Europa es imposible negar que el socialismo tiene ya átomos y núcleos en la sociedad presente, y después de considerar y pesar los decretos de algunos gobiernos, las medidas de determinados parlamentos, el espíritu todo de la legislación contemporánea, resulta pueril negar que esos átomos yesos núcleos tienden a desarrollarse y a invadir todo el sistema.
¿Qué nos impediría en verdad extender el monopolio que hoy ejerce el Estado sobre todas las comunicaciones postales y telegráficas y algunas ferrocarrileras a otras esferas de la actividad nacional?
Si la sal es monopolio del Estado en algunos países de Europa, ¿por qué no pueden serlo también el azúcar, el pan y otros productos de universal consumo?
La libertad de comercio, tal como la entendieron los economistas de que hablábamos, sufre tanto con la prohibición de hacer comercio individual con un producto, como la prohibición de hacerlo con vanos.
Si ya se ha admitido que ningún particular puede en ciertas regiones manufacturar o expender el tabaco, tenemos el derecho de pensar que esa medida puede hacerse extensiva a otras industrias.
Si ya se ha sancionado que los ferrocarriles, los correos y los telégrafos pueden ser propiedad de la nación, tenemos el derecho de decir que también pueden serlo las minas, los molinos, y las fábricas.
Y si todos admiten que esas industrias esenciales para la marcha de la colectividad no necesitan para su perfecto funcionamiento el acicate de la competencia, tenemos el derecho de afirmar que tampoco lo necesitan las otras.
El servicio de correos no está mal organizado. Aunque no existiera la prohibición del Estado, ninguna empresa particular conseguiría establecer otro capaz de competir con él. Sin embargo, el servicio de correos es un servicio comunista. Es propiedad de todos y no es propiedad de ninguno. El capitalista ha desaparecido de él y sólo queda el esfuerzo solidario de la colectividad, manifestado por medio de los mandatarios del pueblo es decir del Estado.
¿Cómo no puede ser posible, repito, convertir en servicios nacionales, de manera análoga al correo, muchas de las industrias individuales que se practican hoy desordenadamente el mal de todos? Para damos una idea aproximada de la diferencia que puede haber entre el pan, la carne, etc. vendidos por particulares yesos mismos productos administrados por la colectividad organizada, imaginemos los servicios postales en manos de una o varias empresas capitalistas.
¿Nos ofrecerían la seguridad, la estabilidad en los precios y la regularidad en las comunicaciones que nos garantiza el gobierno central?
Pero los enemigos del socialismo afirman que estos monopolios de correos, telégrafos, ferrocarriles, etc. -monopolios que actualmente aprueban sin reservas y que hasta defenderían, si los supieran en peligro- son nocivos, impracticables y atentatorios a la libertad, así que se aplican a otras industrias. ¿Por qué?
Esos razonadores reñidos con la lógica, nos recuerdan la aventura de cierto señor que se curaba con un medicamento de su invención los granos que le salían en el lado derecho de la cara, pero que se indignaba ante la idea de aplicar la misma medicina a los que le salían en el lado izquierdo.
Tengamos una sonrisa para estas ingenuidades y tratemos de ser lógicos con nosotros mismos. ¿Quién se atreverá a afirmar que es indispensable que el capital sea individual para que prospere una empresa? Mil hechos vendrían a desmentirle, si así lo hiciera.
Los trabajos públicos, cada vez más importantes, los caminos, los puentes, los canales, los astilleros y muchas fábricas de armas, están ahí, para afirmar que una industria, un trabajo, un esfuerzo cualquiera, puede ser coronado por el éxito, aunque no sea propiedad y obra de un capitalista.
Por el contrario, parece evidente que será más perfecto y útil, cuando se haga sin interés de ganancia, con el solo fin de llenar una necesidad común que cuando la necesidad común sirva de pretexto para satisfacer la sed de lucro de un "particular ambicioso.
Este prejuicio de que el capitalista es indispensable es uno de los más difíciles de desarraigar pero será desarraigado también al fin, como los otros, porque ninguna inteligencia sana puede negarse a admitir la razón, cuando ésta se presenta con una claridad que no deja lugar a duda.
Si se nos demuestra que un arado, contando el precio de la materia prima, el interés proporcionado a lo que se pagó por los útiles que sirvieron para su fabricación, lo que se empleó en instalar la fábrica, el precio de la mano de obra y el transporte a la ciudad en que se vende, cuesta 50 pesos, ¿por qué razón hemos de pagar por él l50? ¿Para que el capitalista o los accionistas tengan carruaje? ¿Para que el depositario o el intermediario viva en la holgura? Si esa fábrica fuese nacional y vendiese ella misma sus productos, si el comprador no tuviese que pagar ni el interés del capitalista, ni la comisión al vendedor, tendríamos el arado por la tercera parte del precio. Y no sólo conseguiríamos abaratar así el artículo, sino también mejorar las condiciones de vida del obrero, estableciendo una especie de balanza y dando al trabajador el precio íntegro de su trabajo como se practica, en cierto modo, en esa admirable manufactura de vidrios de Albi, que fundada hace algunos años a raíz de una huelga, está hoy en pleno florecimiento.
Lo cierto es que, como ya nos sentimos capaces de organizar socialmente la producción, nadie podrá impedir que se nacionalice el capital.
Si hay precedentes en la organización nacional de los servicios públicos, los hay también en la expropiación de las fortunas.
¿Qué son sino expropiaciones parciales esos impuestos extraordinarios que imponen los gobiernos en tiempos de guerra?
Si la nación, en un momento de peligro, se cree con derecho a pedir a los pudientes una contribución suplementaria para defender una parte del territorio, en la guerra social de todos los días, ¿no tendremos también derecho nosotros a pedir a aquellos que tienen más de lo necesario una parte de lo que les sobra para defender el cuerpo mismo de la nación, la clase laboriosa que le da vida?
El impuesto sobre la renta, que no es el socialismo integral, pero que es una etapa que lo prepara, puede ser aplicado desde este instante sin que sufra la colectividad ningún tropiezo.
Porque aunque somos hombres de revolución por nuestros propósitos es necesario que seamos, si queremos merecer la confianza general, hombres de estado por nuestra previsión y nuestra prudencia.
Lejos de libramos a la imaginación y de tomar nuestros deseos por realidades debemos estudiar las condiciones del medio y no proponer, ni prohijar más que aquellas medidas que de antemano sabemos realizables.
Y el impuesto progresivo sobre la renta, que limitaría las fortunas y regla mentaría las herencias, que no es más que un comienzo de restitución a la nación de los bienes que a ella le pertenecen, se nos presenta hoy como una medida práctica que ningún economista serio puede tachar de fantasía.
Y si el impuesto progresivo sobre la renta, tal y como lo predican hoy los partidos avanzados de Europa, es una de esas medidas que hacen antesalas, que luchan mucho antes de vencer, pero que todos reconocen realizable, ¿cómo no ha de ser posible, una vez aceptada por los parlamentos, robustecerla, darle mayor alcance, llevarla a su máximum de desarrollo y convertirla, de ley de limitación en verdadera ley de expropiación, serena y grande, capaz de dar pie a la realización metódica de un régimen igualitario y justo, digno de la futura perfección del hombre?
El trust es ya un colectivismo fragmentario y oligárquico; ensanchémoslo y tendremos el socialismo. El impuesto sobre la renta es una expropiación tímida y parcial: sistematicémosla y tendremos el colectivismo.
¿Por qué no ha de ser posible hacer en beneficio de todos, lo que se hace en beneficio de algunos? ¿Por qué no ha de ser posible agravar el impuesto, hasta reducir la fortuna a sus límites naturales?
La naturaleza produce lo suficiente para llenar las necesidades de todos. Si hay quienes agonizan en la miseria, no es porque falte con que alimentarlos sino porque una criminal retención de los productos en manos de una minoría de traficantes así lo determina, sino porque hay hombres que, más por inconsciencia que por maldad, trafican con el hambre de sus semejantes.
¿Cómo sostener aún que el socialismo no es posible? ¿Por qué no es posible? ¿Por que atenta al dogma sagrado de la propiedad? Pero, ¿qué es propiedad?
Propiedad fueron los vasallos para el noble, propiedad es el esclavo para el negrero, propiedad es la Rusia para el zar.
Y aún limitándonos a la propiedad más difundida hoy que es la de la tierra, a la propiedad que los códigos defienden con triple valla de prohibiciones, basta preguntamos cuál fue su origen para convencemos de que es tan injusta como las demás. ¿Qué otra cosa se opone al socialismo? ¿La legalidad establecida? Pero ¿qué es la legalidad establecida sino la violencia sistematizada, sino el producto momentáneamente estable de una revolución transitoria?
Lo que pudo hacer creer a algunos hombres de buena fe que el socialismo es imposible fue la idea pueril de que nos proponemos pasar de la sociedad actual a una sociedad perfecta sin etapas y sin transición, por medio de una portentosa transformación imposible.
Pero cuando oyen confesar que la revolución social se consumará gradualmente, humanamente, sin golpes de teatro y sin maravillas, esa prevención se desvanece y caen todos al fin en la cuenta de que aquellos pretendidos soñadores ilusos, son simples hombres prácticos que si ven un poco más allá del momento actual, no pierden por eso la noción clara de las realidades.
Pero ¿para qué obstinarse en destruir una a una todas las objeciones que se nos hacen, cuando en el fondo de todas ellas encontramos el mismo sofisma y el mismo error voluntario, con el cual tratan nuestros enemigos de indisponemos con ese público sincero y bien intencionado que, si conociera la doctrina, estaría en masa con nosotros?
Si el socialismo no fuese posible, el gobierno francés no hubiera llamado a un socialista a formar parte en una combinación ministerial que duró mucho más de lo que algunos preveían, si el socialismo no fuese posible, no sería hoy un socialista como Jaurés vicepresidente de la Cámara de Diputados de Francia, si el socialismo no fuese posible no hubieran alcanzado los socialistas alemanes cerca de tres millones de votos en las últimas elecciones, si el socialismo no fuese posible ni Zola, ni Ferri, ni Lombroso, ni De Amicis, ni Tolstoi, ni Anatole France lo defenderían en sus obras. . . Pero, ¿cómo no ha de ser posible el bien? ¿Cómo no ha de ser posible la justicia?
Sería calumniar a la humanidad, juzgarla atada para siempre a la maldad y al crimen. Pero el socialismo no sólo es posible: es necesario.
Esa clase social que no ha hecho más que cambiar de nombre en la historia y que se llamó sierva primero, después plebeya y por fin proletaria, comienza a salir de su letargo y se agita y bulle, amenazando con una de esas conmociones que se tragan a veces toda una sociedad.
¿Qué obstinación incomprensible puede empujar a los poderosos a irritar y a llevar al paroxismo con su indiferencia las rebeliones de los desheredados? ¿Tienen acaso algún interés en provocar levantamientos cuya importancia es imposible calcular, cuyo desenlace es muy difícil de predecir, cuyas consecuencias serían desastrosas?
¿Están seguros, por ventura, de que esa clase, pasiva y resignada, no se arremolinará un día y no los ahogará a todos en la justa inundación de sus cóleras? ¿Qué sería de esta bamboleante organización social, si las clases laboriosas cedieran a sus rencores acumulados y se lanzaran al fin sobre las minorías privilegiadas, como un aluvión de fuerzas ebrias? .. o lo que es más simple, más humano y más inminente que nada, ¿qué sería de los privilegiados sí esa multitud de asalariados que pone en movimiento todos los resortes de nuestra vida, que acciona nuestras fábricas y nuestros ferrocarriles, que siembra nuestros campos, que da vida luego y calor a todo lo que nos rodea, se cruzara simultáneamente de brazos y los dejara inmóviles y atontados, en medio de las ciudades yertas y los campos mudos, probándonos con su abstención que todo depende de ella y que vivimos de su savia?
La prudencia más elemental aconseja a los dueños de la situación evitar los choques directos, hacer concesiones y entrar en la corriente del socialismo. Porque el socialismo es como una gran nube, todavía imprecisa, que puede anunciar una lluvia bienhechora o una pavorosa tempestad.
Todo depende de la resistencia que encuentre en la atmósfera. No sean temerarios y no desencadenen ellos mismos la tragedia en que deben perecer.
Ese peligro está mucho más cerca de lo que algunos creen.
Nuestra sociedad no puede moverse dentro de las viejas fórmulas. Todo anuncia que hemos llegado a una de esas encrucijadas de la historia en que surge un gran remolino de vida nueva y en que la sociedad cambia de estructura. Las colectividades mudan de piel. El planeta parece estar preparado para cambiar el aspecto de su superficie.
¿Bastará nuestro silencio obstinado y nuestra fingida indiferencia para detener esa evolución, para poner trabas a la realización de un fenómeno físico cuyo secreto está en las entrañas de la naturaleza, en perpetuo trabajo de renovación, en eterna gestación de vida?
Los hombres de hoy, obligados más de una vez a ahogar sus ascos en las cargas a la bayoneta de la gloria, comprenden que ha llegado el momento de tomar posición: de decidirse.
Poco importan los sacrificios, poco importa el desprestigio pasajero que cae sobre el que, en mecho del acatamiento común, del adormecimiento general, de la universal apatía, rompe con los prejuicios de su educación y de su clase y se alza, en plena luz de verdad, para investigar el horizonte y ver hacia qué punta se puede conducir la barca de la humanidad, la barca desamparada y rota, dirigida por pilotos ciegos, que marchan contra la corriente, y oponen a la tempestad invencible, la proa fácil con una inconsciencia singular.
Oh, prudentes conservadores, ¡cuán revolucionarios sois a pesar vuestro! ¡Con qué sostenida obstinación os empeñáis en robustecer y dar volumen al mar que debe sumergiros!
Sois los mejores apóstoles de las ideas nuevas, los más eficaces defensores de la transformación inevitable, porque sólo vuestra terquedad, sólo vuestra hostilidad contra la democracia, han podido dar incremento -en tan pocos años- al movimiento evolucionista. Sin vosotros, la obra sólo hubiera fructificado más tarde.
La habéis hecho madurar a cinta-ajos de injusticia.
Y cada vez que un nuevo atropello se añade a la serie de los va cometidos, cada vez que hincáis con más fuerza las espuelas en los flancos del potro que creéis haber dominado para siempre, acercáis más y más el instante en que la bestia maltratada sacudirá su infortunio. No os quejéis después de las consecuencias de la caída.
Nadie puede prever cómo se consuman las sacudidas de la historia. De lo que pueda ocurrir, seréis los únicos responsables, El acatamiento tiene sus límites y cuando rompe las vallas no hay nada que pueda detener el ímpetu de los torrentes.
La verdadera prudencia consiste en darse cuenta de las cosas. Cerrar los ojos, no es evitar el peligro. Un socialismo escalonado puede evitar a las colectividades la confusión y el pánico de una sacudida. El socialismo es el eje del siglo, porque sólo él está a igual distancia del egoísmo de los que poseen v de los arrebatos irreflexivos de los que desean.
El socialismo es necesario, porque sólo él nos puede dar el equilibrio internacional, la paz interior y la felicidad colectiva. Y además de los males que puede evitamos, nos puede proporcionar muy grandes goces.
Porque todos hemos sentido alguna vez una tristeza infinita ante los rebaños miserables que salen de las fábricas, todos hemos sufrido ante el dolor de los demás y todos hemos deseado curar las llagas y remediar las tristezas. No hay hombres fundamentalmente malos. Cada cual tiene su resplandor en el alma.
Pero estos son argumentos humanitarios y yo creo, que los hombres, llegados a su mayor edad, no deben ser conducidos ya por el sentimiento sino por la razón.
El socialismo es necesario porque es el único medio de contrarrestar la influencia de los trusts.
Llegará, dentro de poco, un momento en que todos los pequeños capitales y hasta los medianos, serán absorbidos por esos monstruos devoradores de oro, llegará un instante, dada la creciente condensación que observamos en todas las industrias, en que la inmensas fábricas acabarán con la pequeña producción y con los manufactureros modestos. Para defenderse de esa centralización, de esa unificación de las fuerzas del país en manos de sindicatos omnipotentes será indispensable recurrir a las fórmulas colectivistas y oponer al trust de los particulares el trust del Estado.
El capitalismo es un monstruo que se devorará a sí mismo. Muchos de los que hoy lo defienden todavía, serán mañana sus víctimas. Las grandes fortunas se alimentan a expensas de las pequeñas. Y llegará un día en que esa portentosa acumulación de capitales, paralizará la acción de los gobiernos. Entonces los rutinarios hombres de estado, que nos motejan hoy de ilusos, tendrán que recurrir ¿socialismo para defender a la nación de la tiranía de un grupo de hombres.
El socialismo es necesario, en fin porque es como la resultante y el término de la historia. Del comunismo político, que es el sufragio universal, tenemos que pasar al comunismo económico, que es el socialismo decía Jaurés en un artículo célebre. La evolución tiende a lleva el poder, el gobierno, en una palabra, de los menos a los más, de la aristocracia a las democracias cada vez más amplias y más abiertas.
Y siendo hoy el dinero una manera de aristocracia, está dentro de las previsiones de la historia que ella empiece a extenderse, de la minoría a la mayoría, del pequeño número de poseedores al número mayor de olvidados y miserables.
El socialismo es necesario porque es el triunfo de la vida.
El indispensable iniciar en América lo que se llama en Alemania una real politik, es decir, una política de reformas inmediatas y tangibles. Después de precisar, en cierto modo, el pensamiento actual de esa democracia que dominará en las ciudades apacibles del porvenir, después de estudiar el organismo social y damos cuenta de sus necesidades y de sus tendencias dominantes, fuerza será entrar de lleno en un terreno de evolución, de avance hacia una posible felicidad común.
Si todos convienen en que nuestra organización es deficiente, ¿cómo motejar de amigo del desorden a todo aquel que trata de empujar una reforma, o de facilitar un cambio que, en su sentir, debe redundar en beneficio de todos? Que no se diga que al comprobar ciertas corrientes y ciertas aspiraciones modernas, tenemos el propósito de provocar la discordia. No fomentamos peligros, los comprobamos. Nadie hará llover diciendo que llueva. Es porque comprendemos que ha llegado el momento de obrar, de salir de la apatía que nos mata, que nos permitimos apuntar ciertas ideas y romper con determinados convencionalismos, que sólo han servido para adormecer nuestra acción durante largos años.
Hay que tener la audacia de afrontar todas las situaciones.
¿Qué importan las injurias? Si un hombre no sabe sobrellevarlas con desdén, no es digno del triunfo. Y además, se lucha por ideas, por doctrinas, por concepciones. Sólo los golpes que dan sobre esas concepciones, esas doctrinas y esas ideas, pueden entristecemos.
Los que dan sobre el hombre no pueden inquietamos. ¿Qué importa que el brazo carga destrozado y sangriento si se ha salvado la obra?
Si los hombres que han consumado hasta ahora las revoluciones necesitaban ambiciones, los que consumarán las de mañana necesitarán virtudes.
La política útil no será una política de declamaciones y de gritos roncos, pero tampoco será una política de inmovilidad y de atraso. A igual distancia de las incitaciones a la revuelta, y de los crueles conservatismos, existe un terreno matizado que es el que conviene a nuestro esfuerzo.
Es evidente que hay que acabar con el estado de guerra que hoy reina entre los hombres. Vivimos en una sociedad donde hasta el aire se vende.
Porque, ¿qué es, sino una venta, esos impuestos vergonzosos que gravan en ciertas regiones las puertas y ventanas y sólo permiten a los ricos el lujo de respirar a plenos pulmones?
Hay que transformar el régimen o mejor dicho, hay que realizar todas las promesas que el régimen hizo concebir, porque el lema de la República: Libertad. Igualdad, Fraternidad, contiene todo el programa del socialismo.
Por otra parte, tenemos que evitar el culto a los prejuicios. Hemos acabado con los reyes, pero no con los fantasmas de que los reyes se servían para contenernos.
Seguimos teniendo miedo de muchas cosas. Luchemos contra todo lo que significa atraso, oscurantismo, superstición.
Nuestras ideas no pueden asombrar a nadie. Ya Zenón y Platón en la antigüedad habían honrado el trabajo, despreciado la voluptuosidad, predicado la comunidad de bienes, combatido los fanatismos, abolido las patrias y defendido la fraternidad universal.
De todo esto, tratemos de hacer entrar en la vida actual, lo que la vida actual está preparada para recibir.
No exageremos la dosis, pero no pequemos tampoco por timidez.
Hagamos una campaña de reformas, ya que no es posible hacer una campaña de soluciones. Tratemos de modificar y atenuar, ya que no es posible transformar y resolver.
Pero marchemos con paso firme, y no nos dejemos intimidar por nada.
Los partidos políticos en Sud América no tienen, por ahora -y no es quizá culpa de ellos, sino del ambiente- ni programas ni principios, ni razón de ser. Son simples agrupaciones heterogéneas, en que las simpatías personales suplen a todos los razonamientos.
Sólo el partido socialista puede declarar de dónde viene a dónde va. Por eso debe ser el partido de los jóvenes. Que cada cual diga, como D'Annunzio encarándose con los dueños de la situación:
"Ustedes son la inmovilidad y la muerte, el pueblo es la vida... Yo me voy con la vida".
Porque juventud y porvenir son sinónimos en nuestro pensamiento. Ambas palabras representan lo irrealizado, la esperanza, la poesía.
Ambas significan un empuje que está en contradicción con lo existente. Creer en la perfectibilidad humana, es una manera de ser joven. Tengamos confianza en nuestro propio esfuerzo. Y guardemos la convicción de que los tiempos futuros nos reservan felicidades morales verdaderas.
En el desvanecimiento de los odios, en el deshielo del mal, cuando sobre la tierra redimida y libertada por el sol rojo de nuestros triunfos, comiencen a destacarse sobre horizontes en flor, los minaretes ideales de las ciudades apacibles y tentadoras, cuando el hombre, aligerado de sus prejuicios seculares, de sus egoísmos torvos y sus enfermizas desconfianzas pasee los ojos en rededor y comprenda al fin la lección de la naturaleza, cuando dentro de cada uno de nosotros broten jardines de simpatía hacia todo lo que vive y sea la mirada cariño, la palabra ternura y el gesto fraternidad, cuando todo lo que palpita vibre en el ritmo de la armonía universal, entonces, recién entonces, empezará a realizarse el porvenir.
Pero mientras llegan esos tiempos de luz, tratemos de practicar la justicia y la mansedumbre, esas dos alas del hombre, que nos permiten salvar los límites de la vida y entrar en la eternidad.
Seamos socialistas.
MANUEL UGARTE
[1] Publicada en folleto a fines de 1903 por el Centro Socialista de la Circunscripción 20° de la ciudad de Buenos Aires.
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